Secciones
Referencias
Resumen
Servicios
Descargas
HTML
ePub
PDF
Buscar
Fuente


LA CONSTRUCCIÓN DEL ALUMNO (A)NORMAL: DEL «SALVAJE DE AVEYRON» A LOS «TRASTORNOS ESPECÍFICOS DEL APRENDIZAJE»
THE CONSTRUCTION OF THE (AB)NORMAL STUDENT: FROM THE «SAVAGE OF AVEYRON» TO THE «SPECIFIC DISORDERS OF LEARNING»
Anuario de Investigaciones, vol. XXVII, pp. 61-71, 2020
Universidad de Buenos Aires

Psicología Educacional y Orientación Vocacional



Recepción: 30 Marzo 2020

Aprobación: 20 Octubre 2020

Resumen: Desde fines del siglo XVIII las ciencias sociales han proporcionado una forma de entender y valorar a la infancia que aún tiene incidencia fundamental en la configuración de la escena escolar actual. No obstante, continuar utilizando los mismos armazones conceptuales que fueron elaborados a la par de una realidad que ha dejado de ser vigente podría generar efectos sumamente adversos a la hora de abordar al nuevo alumno (a)normal. En efecto, ello podría contribuir tanto a perpetuar una interacción con una imagen de infancia desactualizada como a confundir lo propio de las formas sintomáticas con aquello que corresponde a variaciones sociales y de época. Por estos motivos, analizaremos -mediante una perspectiva histórica- cómo el discurso pedagógico ha influenciado la construcción y el sostenimiento de la representación del alumno en el espacio escolar, y observaremos cómo sus variaciones han colaborado con la aparición de los Trastornos Específicos del Aprendizaje.

Palabras clave: Historia de la educación, Discurso pedagógico, Construcción del alumno, Trastornos Específicos del Aprendizaje.

Abstract: Since the end of the 18th century, the social sciences have provided a way of understanding and valuing children that still has a fundamental impact on the configuration of the current school scene. However, continuing to use the same conceptual frameworks that were developed alongside a reality that has ceased to be in force could generate extremely adverse effects when it comes to addressing the new normal student. In effect, this could contribute both to perpetuating an interaction with an outdated childhood image and to confusing the characteristic of symptomatic forms with that which corresponds to social and epoch variations. For these reasons, we will analyze -through a historical perspective- how the pedagogical discourse has influenced the construction and the support of the representation of the student in the school space, and we will observe how its variations have contributed to the appearance of Specific Learning Disorders.

Keywords: Education History, Pedagogical speech, Student constructio, Specific Learning Disorders.

Introducción

la aparición y la evolución de la infancia

Desde que la obra de Ariès titulada El niño y la vida familiar en el antiguo régimen pusiera en el centro de la escena los quiebres que la modernidad introdujo en las posibilidades de representar a la infancia como un período diferenciado de la vida humana, una gran variedad de autores -con estilos, intereses y marcos teóricos inusitadamente diversos- comenzó a posar su intelecto sobre la cuestión infantil con el objeto de descifrar su genoma sociohistórico. El estudio de su génesis y composición permitió no sólo reflejar y comprender el carácter artificial de sus elementos, sino también

definir una etapa anterior (al siglo XIII o XIV) en la que nuestros actuales sentimientos de infancia no existían en la cultura occidental. Según Ariès, los niños no eran ni queridos ni odiados en los términos que esos sentimientos se expresan en el presente. Compartían con los adultos las actividades lúdicas, educacionales y productivas. Y no se diferenciaban mayormente de los adultos ni por la ropa que portaban ni por los trabajos que efectuaban ni por las cosas que normalmente decían o callaban. (Narodowski, 1999, p. 39)

Las dilucidaciones aportadas por estas líneas de investigación permitieron comprender el modo en que la infancia se constituyó como un engranaje primordial para posibilitar el pasaje desde el gobierno de las familias del antiguo régimen hacia el gobierno a través de las familias propio de la modernidad (Donzelot, 2008). De hecho, alejados del ideal divino perteneciente a la edad media, los niños se convirtieron en objeto y centro de atención: en la búsqueda por alcanzar cierto grado de perfección dentro de un mundo proyectado y controlado por el propio humano, las disciplinas y el saber experto buscaron fijar alrededor del niño una serie de conceptos, teorías y utopías que no sólo comandaron posibles formas de intervención, sino que también permitieron transmitir determinadas formas de representación.

El niño moderno [fue] concebido inocente, sin maldad, pecado ni sexualidad. Por ser frágil e indefenso, [debía] ser protegido de los desvíos que le podría producir la influencia de los adultos. En base a ello se lo cuida[ba], se lo educa[ba] e instru[ía] para que se forme bien. […] Aunque no se lo [decía] en forma directa, desde su tiempo propio el niño sólo [era] concebido como una promesa de ser. Eso es lo que configura la forma típica del disciplinamiento infantil moderno: someter al niño a correcciones -a veces severísimas- para formarlo bien para el futuro. (Moreno, 2010, p. 156)

Durante las últimas décadas, sin embargo, aquellos trabajos habilitaron las condiciones epistemológicas no sólo para señalar y desnaturalizar las representaciones que la modernidad había contribuido a arraigar sobre el campo de la niñez, sino también para abrir una serie de debates y cuestionamientos sobre su vigencia y eficacia bajo las condiciones impuestas por el tercer milenio. Es que, si aquellas circunstancias históricas fueron determinantes para la aparición y la producción de una cierta subjetividad infantil, las diversas transformaciones acontecidas a lo largo del siglo XX deberían haber provocado algún tipo de impacto en la forma de conceptualizar a la niñez. En efecto, la decadencia y el gradual colapso del ideal de progreso sostenido por la Ilustración, la pauperización del espacio y de la cosa pública y la privatización de las tareas y responsabilidades de la modernidad, nos obligaría a admitir o, al menos, a suponer que ha habido una modificación inédita y un viraje radical para las formas de relación social en las cuales transcurren y se constituyen las identidades infantiles del siglo XXI.

Los medios, en alianza con una tecnología informática en vertiginosa expansión, aumentan día a día un poder que no se basa en el contenido de lo que se transmite, sino en su capacidad de propagación. Con ese fin se optimiza el proceso de ingreso y transferencia de información que la tecnología informática transmite en simultáneo y al instante por el universo humano. […] Esto ha trastocado las estrategias de poder. El modelo de esa estrategia en la actualidad se parece mucho al de los virus informáticos y biológicos: lo más importante para que su información perdure es que se transmita. Consecuentemente el acento no está puesto en los efectos ni en la calidad del contenido de la información, sino en lograr que ésta se propague. Además, es como si no tuviese demasiado sentido el conservarla: todo está marcado por la seguridad de una pronta obsolescencia. En ese aspecto los niños son insustituibles: ellos son los que más rápida y eficientemente captan y transmiten la información del mundo que habitan. (Moreno, 2010, p. 161)

El fin de la era panóptica permite al poder transformar las condiciones de su ejercicio y desplegar su movimiento a la velocidad del ancho de banda, de la instantaneidad y de la extraterritorialidad: el fordismo de la sociedad moderna deja su lugar a los cataclismos espasmódicos del capital financiero que rige e instaura la lógica hedonista de la inmediatez. La «disolución de los sólidos» y la aparición de la liquidez se conforman como característica de una época en la cual

la principal técnica de poder es la huida, el escurrimiento, la elisión, la capacidad de evitar, el rechazo concreto de cualquier confinamiento territorial y de sus engorrosos corolarios de construcción y mantenimiento de un orden, de la responsabilidad por sus consecuencias y de la necesidad de afrontar sus costos. (Bauman, 2004, p. 17)

En este nuevo escenario, comenzó a postularse que las antiguas distancias simbólicas que solían separar a los niños de los adultos se desdibujarían cada vez con mayor rapidez y que el formato del ciudadano concebido por los proyectos políticos liberales del siglo XIX se actualizaría en un individuo que es perfilado como responsable único y autónomo de las elecciones de su vida. A la par de este solipsismo convincente, la evanescencia actual en la consistencia de las instituciones que procuraban antaño producir la integración en la cultura y la sociedad (escuela, familia, trabajo y Estado, entre otros) parecería diagramar la emergencia de un nuevo “espacio en el que se trasmite lo esperable, lo normal, lo bueno, y sus contrapartidas, como estrategias morales de construcción del sí-mismo” (Llobet, 2010, p. 15).

En este contexto y amparados bajo estas y otras premisas, no habría de pasar mucho tiempo hasta que diversos autores comenzaran a encender algunas señales de alarma y preocupación no sólo ante la transformación y modificación del lugar que el niño supo detentar cierto tiempo atrás, sino, especialmente, por la desaparición (Postman, 1994), la destitución (Corea y Lewkowicz, 1999), la desubjetivación (Duschavsky y Corea, 2002) y la híperrealización o la desrealización (Narodoswki, 1999) de la infancia. Independientemente de la admisibilidad de estas interpretaciones, lo cierto es que si la constitución del campo de la niñez se concibe como el producto de la tensión entre la intervención adulta y la experiencia de los niños, entre la conceptualización de la infancia vigente en una sociedad determinada y el tipo de sujetos requeridos para su funcionamiento, resulta inevitable sostener que las representaciones forjadas con el trasfondo de la modernidad dejarían de ser viables.

Por estos motivos, a continuación buscaremos desenmascarar las principales representaciones de infancia que en la actualidad ayudan a envolver al niño en su papel de alumno. Desde fines del siglo XVIII y a lo largo del siglo XX, las ciencias sociales, en general, y la pedagogía, en particular, nos han proporcionado una forma de ver, entender y valorar la vida de los menores que ha tenido incidencia fundamental en la configuración de la escena escolar. De hecho, muchos de sus presupuestos originales aún logran perdurar (aunque no sin cierto grado de dificultad) y estructurar la práctica áulica. No obstante, continuar utilizando los mismos armazones conceptuales que fueron elaborados a la par de una realidad que ha dejado de ser actual podría generar efectos sumamente adversos a la hora de analizar al nuevo alumno (a)normal. En efecto, ello podría contribuir no sólo a perpetuar una interacción con una imagen de infancia que ha quedado atrás, sino también a confundir lo propio de las formas sintomáticas con aquello que corresponde a variaciones sociales y de época.

En este sentido, pretenderemos analizar cómo el discurso pedagógico ha influenciado significativamente -desde sus inicios y hasta la actualidad- la construcción y el sostenimiento de la representación de la infancia en el espacio escolar. Al definirla, modularla y enlazarle cierto tipo de expectativas, este discurso no sólo ha contribuido a retacear, componer y coagular las percepciones, los sentidos y los principios de acción que rigen en los adultos, sino también a encauzar la organización del sistema educativo y a instituir prácticas de regulación de la infancia: “Las figuras de infancia imaginadas, creadas en las instituciones, se relacionan con el porvenir de los niños concretos, en tanto anticipan los tipos de recorridos posibles para un colectivo de sujetos a partir de las políticas que regulan y disponen de su cotidianidad” (Llobet, 2010, p. 15). Con este objetivo, se rastrearán aquellos orígenes disciplinares que permitieron instaurar determinados modos de concebir a la infancia y los parámetros desde los cuales construyeron, comprendieron y evaluaron el comportamiento del niño (a)normal.

Así, esbozaremos una mirada teórica para descifrar la historicidad constitutiva de las prácticas educativas actuales. Los métodos, las técnicas y los procedimientos que tienen lugar hoy día en la escuela adquieren sentido en tanto se asientan sobre un sistema de las relaciones sociales que tiene su propia evolución. Las distintas voces que han introyectado las formas de ver y tratar a la infancia, como así también las maneras de encarar su educación, permitirán demostrar el carácter artificial de las prácticas educativas y las soluciones que en ellas se hallan. Claro que, al cuestionar los tipos de saberes instituidos, no buscaremos desarrollar una historia anecdótica de la educación y de los fenómenos que en ella tienen lugar. Es decir, no se pretenderá fijar fechas, citar nombres ilustres ni reconstruir cronologías, sino que lo que pretenderemos será reconducir las prácticas y los discursos hasta los puntos más obscuros y remotos de sus orígenes, y perseguir luego sus desarrollos, sus transformaciones y dispersiones, como también las inscripciones institucionales y las estrategias globales en que finalmente se cristalizan y que permiten dar cuenta del presente. De modo que no se tratará de hacer historia del pasado en búsqueda de orígenes y finalidades, sino de hilvanar la trama de condiciones históricas en las cuales se objetivan las relaciones de poder-saber. De esta manera, se intentarán poner de relieve las determinaciones que constituyen el núcleo radical de la intervención educativa y que fomentan la aparición de diagnósticos psicológicos.

La presencia cada vez más generalizada de alumnos no ya con problemas, sino con enfermedades o trastornos de aprendizaje nos obliga analizar este legado, a desmontar la visión totalizadora de la niñez y a considerar los nuevos restos y marcas del poder en la producción de diferencias en el cuerpo social infantil. La cuestión de la infancia se ha constituido en un analizador privilegiado para indagar los cambios materiales y simbólicos producidos en la historia reciente. Contrastar las concepciones gestadas y acuñadas bajo los designios de la modernidad con los niños que hoy arriban al aula nos permitirá, quizás, arrimar una explicación a los (des)entendimientos que tienen lugar en la institución escolar.

Las hazañas y las utopías educativas modernas: el desafío y la promesa de «enderezar» a los alumnos

La historia de la pedagogía moderna suele certificar su fecha de nacimiento con la aparición de la Didáctica Magna de Comenio en 1632. Considerada responsable de asentar los cimientos de la sistematicidad, esta obra expresa el paradigma transdiscursivo que “constituirá una suerte de núcleo de hierro del discurso pedagógico moderno: un núcleo epistémico común, que habrán de compartir -a pesar de sus diferencias teóricas e ideológicas- y mal que les pese, todos los pedagogos y pedagogías de la modernidad” (Narodowski, 1999, p. 17). Es que la fuerza y la atención que supo acaparar este escrito encontraron su raíz de origen en el efecto que Comenio generó al continuar, concatenar y engrosar la esencia y el corazón de dos hechos históricos previos. Por un lado, la nueva concepción del hombre que había dejado como legado el paso del Renacimiento: las posibilidades de indagar por sí mismo la verdad, la constitución de novedosas ciencias con su modelo experimental y los planteos doctrinarios de diversos autores, como Bacon y Descartes, permitieron a Comenio encontrar referencias para estructurar la didáctica como una teoría metódica de la instrucción. A su vez, la emergencia del «indeterminismo del ser humano» habilitaba a Comenio para postular que el sujeto, lejos de encontrarse preconcebido de antemano, podía y debía ser moldeado y encauzado para y por su propio beneficio:

¿Quién dudará que es necesaria la disciplina a los estúpidos para corregir su natural estupidez? Pero también los inteligentes necesitan mucho más esta disciplina porque su entendimiento despierto, si no se ocupa en cosas útiles, buscará las inútiles, curiosas o perniciosas. Así como el campo cuanto más fértil es tanta mayor abundancia de cardos y espinas introduce, de igual modo el ingenio avisado estará repleto de conocimientos curiosos si no se cultivan las semillas de la ciencia y la virtud. (Comenio, 1998, p. 24)

El segundo eslabón que la Didáctica Magna encadenó y que explica su repercusión para toda la pedagogía moderna se encuentra dado por las ventajas que obtuvo del cataclismo generado por la Reforma Protestante. La tesis teológica del sacerdocio universal precisaba cultivar la capacidad de todos los creyentes para leer las Sagradas Escrituras. De esta manera, no sólo se avizoraba el imperativo de erigir un método para enseñar las primeras letras y configurar un sistema de instrucción que alcanzara al pueblo entero, sino que también se figuraba la necesidad de presuponer, como requisito lógico de ese anhelo, la existencia de una aptitud innata en el ser humano para ser educado. En este sentido, Comenio se vio obligado a introducir el concepto de educabilidad como el pivote central a través del cual se fundió el principal sustento filosófico de su propuesta. Mediante esta propiedad exclusiva de y extensiva a todos los seres humanos, apareció el antecedente primigenio del actual derecho a la educación:

todos los que han nacido hombres lo fueron con el mismo fin principal, a saber, para que sean hombres; esto es, criaturas racionales, señores de las demás criaturas, imagen expresa de su Creador. Todos, por lo tanto, han de ser preparados de tal modo que, instruidos sabiamente en las letras, la virtud y la religión, puedan atravesar útilmente esta vida presente y estar dignamente dispuestos para la futura. El mismo Dios nos asegura siempre que ante Él no hay acepción de personas. (Comenio, 1998, p. 32)

En este sentido, la conjunción y la confirmación de estos dos elementos alrededor de la obra abrieron las puertas para una nueva época en la pedagogía: todo el edificio teórico que hubo de construirse durante los siguientes tres siglos se basó, en lo general, sobre estos planteos. Consecuencias que se evidenciaron no sólo en las primeras propuestas de la organización y la política escolar, sino también en una configuración discursiva que ubicó a la infancia en una posición diferenciada y en un período subordinado de la vida humana mediante la creación de un nuevo rol: el alumno moderno. En efecto,

el discurso pedagógico, es decir, lo que pensamos, creemos y decimos sentir acerca del alumno se irá fundiendo, de alguna manera, en un discurso común acerca de los menores. Una vez que los menores están escolarizados, no podremos dejar de percibirlos, actuar ante ellos y valorarlos sino desde su papel como alumnos. (Gimeno Sacristán, 2003, p. 124).

Por estos motivos, pasaremos a aislar cómo estas concepciones se han aunado para determinar y clausurar la producción de conocimiento y de sentido sobre el alumno (a)normal que perduró hasta bien entrado el siglo XX. De hecho, la Didáctica Magna estableció, en su mismo devenir, los lineamientos para los pedagogos y sus posibilidades de conceptualización, al tiempo que bosquejó una íntima relación con la imagen de infancia que comenzaba a aflorar y que, asimismo, ayudaba a consolidar:

La infancia representa el punto de partida y el punto de llegada de la pedagogía, es la conditio sine qua non del discurso pedagógico moderno. Ella representa la justificación de la pedagogía en tanto disciplina humana, pero también constituye el campo de lo real que al discurso pedagógico le pertenece y en el que debe actuar educando, disciplinando, instruyendo, desarrollando. La infancia genera un campo de conocimientos que la pedagogía construye pero, a la vez, es un cuerpo -el cuerpo infantil, el cuerpo del adolescente- depositario del accionar específico de la educación escolar. (Narodowski, 1999, p. 41)

La eclosión de las epopeyas educativas y la servidumbre médica en el discurso pedagógico

El primer elemento que recortaremos se encuentra representado por la innovación que la Didáctica Magna diseminó sobre la gramática y la estructura discursiva de la pedagogía por ese entonces existente. Como fuera dicho, esta obra pluralizó las fronteras del sujeto al que la acción educativa habría de dirigirse, esbozó las ventajas antropológicas de su formación y asumió la función de impulsar y sostener una intervención al servicio de la racionalidad, la independencia y la libertad del ser humano. De esta manera, y en concordancia con el ideal renacentista, el individuo se concibió como un candidato a ser trasformado por la acción educativa:

A todos los que nacieron hombres les es precisa la enseñanza, porque es necesario que sean hombres, no bestias feroces, no brutos, no troncos inertes. De lo que se deduce que tanto más sobresaldrá cada uno a los demás cuanto más instruido esté sobre ellos. (Comenio, 1998, 17)

Ahora bien, esta nueva orientación que provocó la obra comeniana en las referencias del discurso educativo puede ser reducida a la introducción de un elemento que precisamente fue vertebral para toda la producción teórica por venir: su ideal pansófico, es decir, esa pretensión “moderna, universalista y democratizante de «ensañar todo a todos»” (Narodowsi, 1999, p. 23) se constituyó en el mandato utópico que permitió justificar el accionar y la influencia de los adultos sobre los menores, como también en una oportunidad para redimir los desperfectos humanos y auspiciar una mejora en las condiciones de vida de la sociedad. A partir de entonces, y afectadas por esta estrecha relación entre progreso social y desarrollo humano,

todas las pedagogías han coincidido en que educar es educar a un hombre para una finalidad totalizadora que se construye a partir de sus repercusiones sociales. Educar es formar a un hombre para una determinada sociedad. Discutirán ininterrumpidamente los pedagogos acerca de qué hombre y de qué sociedad, pero acordarán desde John Locke a Paulo Freire y desde Jean Baptiste de La Salle a John Dewey (por ser pedagogos y por ser modernos; o sea, por ser comenianos) en que es preciso educar al hombre si ha de ser tal. (Narodowsi, 1999, p. 21)

De esta manera, las diversas intervenciones quedaron imbuidas de esa nueva materia que comenzó a componer uno de los dispositivos identitarios de la pedagogía moderna. En efecto, el ideal pansófico pudo haber disfrazado y mutado su formulación utópica o el carácter genérico que le hubo de asignar al hombre en cuanto tal, pero jamás dejó de perfilar un horizonte prometedor al cual dirigirse. La aspiración a alcanzar grandes finalidades educativas y sociales permitía, incluso, validar osadías, epopeyas y pesados sacrificios en función de un futuro mejor. Pero, en cualquier caso, la utopía pedagógica conformaba una narración en la que “se resalta el camino desde el punto actual en el que se halla el educador al punto final de la realización de los grandes ideales. Obviamente, el camino que une uno y otro punto es la educación escolar” (Narodowski, 1999, p. 20).

Sólo en este contexto pueden ser entendidos el interés y la fascinación que suscitaron casos paradigmáticos como el del Salvaje de Aveyron o el de Helen Keller. Ilustradores de la confianza en las potencialidades de la educación, la aparición de estos extraordinarios y rimbombantes niños recalcaban la monumentalidad de la tarea educativa y las resistencias que se contraponían a cualquier diagnóstico o pronóstico que se presentara como desfavorable: incluso el deficiente mental podía entrar en los ideales pansóficos si recibía los métodos pedagógicos idóneos en el momento y de la forma adecuada. En este sentido, la cruzada que realizó el médico Itard al enfrentar la sentencia de Pinel respecto a la incurabilidad de Víctor y sus posibilidades de inserción en la sociedad refleja la fuerza inquebrantable que motorizaba al accionar (re)educativo y terapéutico.

Ahora bien, esta intromisión del discurso médico en la elaboración pedagógica moderna y esta voluntad que la medicina empezaba a demostrar por aunar sus esfuerzos con la intervención educativa -para alcanzar, así, la necesaria regeneración humana- gestaron una consecuencia de sideral importancia a los fines nuestro trabajo. En efecto, el quiebre provocado por Itard al tratar a Víctor se destaca no sólo por haber sido el primer médico que llevó a cabo un método y un tratamiento terapéutico-pedagógico, sino también por haber demarcado

el momento en que el alienismo desplaza su mirada hacia la infancia deficiente e inventa una tecnología que apuesta por su recuperación. […] Itard creyó en la posibilidad de una reducación. No importa que haya fracasado en el intento de educar al niño salvaje, puesto que, de su programa reeducativo basado en la imposición autoritaria, la estimulación de los sentidos y la exclusión, surgió ese nuevo espacio pedagógico-terapéutico que llegará hasta los orígenes de la escuela diferencial. […] Treinta años después de la célebre experiencia de Itard, se crearon las primeras escuelas para anormales de la Bicêtre y la Salpêtrière, y la de Séguin en París. (De la Vega, 2015, p. 85)

De esta manera, la educación de los niños anormales puso en primer plano las necesidades y los beneficios de aislar las características individuales de los alumnos y de erigir un método educativo que se encontrara acorde con su desarrollo físico y mental. Gracias a estas novedosas experiencias aportadas por aquella modalidad de investigación médico-educativa (que alimentaba a y se sostenía del debate moderno sobre las posibilidades de alcance de la acción pedagógica), se abría un amplio espacio de diferenciación para enderezar y encausar a los sin-razón dentro de un proyecto normativo, como así también para delinear los primeros dispositivos destinados a una población que comenzaba a discernirse como tal, esto es, la infancia anormal. Es decir, esta nueva tecnología apostaba por una educación que establecía sus límites en un escenario esperanzador, mientras que promovía la aparición, la producción y la difusión de unos saberes especializados que englobaban prácticas, discursos y lenguajes nítidamente disciplinarios.

La construcción del Estado moderno suponía la necesidad de contar con herramientas para moldear al nuevo ciudadano bajo sus propios cánones: la alianza de los docentes con los médicos y la intervención del higienista y del psiquiatra en el ámbito escolar se propusieron ser elementos para alcanzar el triunfo de aquella empresa. En este contexto, la utopía pedagógica fue un pretexto para que médicos y psiquiatras avalaran su participación y ayudaran a codificar los nuevos desafíos propuestos. El niño deficiente o excepcional era aquel alumno que no aprendía como los demás, el que se atrasaba, repetía o se rebelaba: blanco de todos los esfuerzos disponibles, este niño se convirtió en “la figura principal de la ideología diferencial, en tanto centraba todas las preocupaciones que determinaban la urgencia al recurso segregador” (De la Vega, 2015, p. 101). En otras palabras, normalidad y anormalidad se recortaban como categorías con las cuales el discurso pedagógico identificaba a los que no lograban integrarse en el proyecto político de la escuela común.

Desde los albores del siglo XIX, las novedosas tecnologías del sí habilitaban esta simbiosis de la medicina con la educación, al tiempo que el razonamiento clínico se introducía en el interior del funcionamiento de la escuela: la racionalidad clínica, individual, contractual se arraigó en el ámbito de la tutela escolar y reinscribió sus propios funcionamientos según el nuevo código disciplinar. Bajo estas premisas, los resultados obtenidos no pudieron quedar por mucho tiempo circunscriptas y delimitadas exclusivamente al espacio de la anormalidad: “estas experiencias funcionaron como laboratorios destinados a la producción de un saber pedagógico que se aplicaría, más tarde, a la educación en general” (De la Vega, 2015, p. 128). De esta manera, comenzó a extenderse, progresivamente y gracias al trabajo de médicos-pedagogos de la talla de Montessori y Decroly, una nueva lógica de críticas respecto de los perjuicios de la segregación material y epistémica de la anormalidad que repercutió tanto en los límites como en las posibilidades de alcance de la disciplina. En efecto, el desplazamiento en el foco de atención que propuso el escolanovismo desde el nivel de la enseñanza al sujeto del aprendizaje da suficiente testimonio de ello. Independientemente de las razones invocadas, la reformulación de los métodos, contenidos y propuestas del gobierno escolar impregnaron el nuevo vínculo pedagógico que mediatizaba la relación del adulto con el niño:

a partir de las experiencias llevadas a cabo con niños «anormales» se pretendió generalizar procedimientos pedagógicos para el conjunto del sistema escolar. Se nota, entonces, una especie de bio-psicologización de la sociedad, de la educación y de la escuela. Al concepto de «anormalidad biológica» construida a partir de la constatación de deficiencias neurofisiológicas se asocia el concepto de «anormalidad psíquica» detectada a través de los tests de inteligencia, de personalidad, etc., que comienzan a multiplicarse. Se forja, entonces, una pedagogía que aboga por un tratamiento diferencial a partir del «descubrimiento» de las diferencias individuales. (Saviani, 1983, p. 3)

En definitiva, lo que estos hechos demuestran es que, se apuntara a la infancia normal o a la anormal, el carácter disciplinador de la utopía pedagógica moderna y su pretensión omnicomprensiva fue determinante en la producción conceptual y en la práctica educativa. En efecto, el discurso pedagógico no planteaba un simple punto de llegada deseable, sino también un destino enteramente necesario y obligatorio. Por estos motivos, la utopía sociopolítica se valía, en caso de precisarlo, de una arista épica para demarcar los pasos inexorables a seguir en el camino de educar a los hombres en función de la sociedad del futuro. Este cometido irradiaba, a su vez, una matriz fuertemente disciplinante: en tanto totalizadora, la pedagogía establecía las referencias para juzgar el accionar educativo y cuestionar o desterrar a aquellas que se encontraran en su contra. Eran operadores concretos que guiaban, dirigían y disciplinaban la producción pedagógica al establecer cuándo la educación se ejercía correctamente y cuándo la práctica se oponía a dichas formulaciones:

Los grandes ideales son el punto de llegada que orienta y a la vez disciplina el discurso pedagógico y a la práctica escolar. En la pedagogía moderna, y ya desde la obra comeniana, es posible hallar dos dimensiones en la formulación de utopías: una relativa al orden social y otra a la propia actividad educadora […] la primera dimensión de las utopías de la pedagogía consiste en la proclamación de puntos de llegada, de grandes finalidades relativas al orden social en el que está inmersa la institución escolar. (Narodowski, 1999, p. 42)

Es decir, la utopía no sólo proveyó, en el discurso pedagógico, ese nivel narrativo, ese nivel épico, ese relato que enmarcaba un punto de llegada, sino que también brindó un momento de ordenamiento y de control como así también un espacio de discriminación teórico y político. Mientras ese discurso del orden utópico reinó en las escuelas y los pedagogos resultaban eficaces para adaptar al régimen de verdad instaurado por medio de esas artimañas, su régimen de control objetaba cualquier tipo de cuestionamiento: todo esfuerzo era un anuncio de un tiempo mejor. La permanente sensación de disconformidad e insatisfacción encontraban, sino sentido, al menos sí su punto de justificación: “todo esto que vemos hoy -nos decían los pedagogos modernos-, es apenas una sombra informe en relación con la escuela y con la sociedad que necesariamente van a venir” (Narodowski, 1999, p. 22). De esta manera, la grandiosidad de la lucha eterna para lograr la plenitud de la realización utópica ponía bajo sombras a los que no se adaptaban al punto de llegada propuesto: los indisciplinados, los molestos, los raros y los salvajes se convertían en merecedores de una atención especializada que, simultánea y paradójicamente, comenzaba a extenderse y generalizarse, y que, como veremos a continuación, delimitaba la posición del alumno (a)normal.

Al fin de cuentas, es esa voluntad racional del pedagogo lo que cuenta: motor de transformación educativa y social, es nuestra razón pedagógica la que, obstinada y esperanzadoramente, habrá de lograr el ser del género humano que la propia humanidad nos reclama y que nosotros pedagogos, exégetas del devenir, constructores de futuro, sabemos identificar y encaminar nuestros pasos hacia su consecución. (Narodowski, 1999, p. 22)

El modelo (civilizado) del alumno a alcanzar

Ahora bien, el paraíso que la utopía educativa reflejaba en las diversas corrientes pedagógicas no sólo indicaba e impulsaba el intrincado camino a seguir para atravesar el árido desierto, sino que correlativamente comenzaba a desprender las necesarias formas de concebir y tratar a la infancia si se pretendía alcanzar aquel loable destino. En efecto, la formación del nuevo cuerpo social infantil se fue recortando simultáneamente con el plan de intervención que ofrecía esta novedosa herramienta teórica. En este sentido, es posible sostener que el discurso educativo moderno se conformó como un marco epistémico innovador para amansar a la niñez de acuerdo con el modelo hegemónico y burgués que empezaba a despertar. En tanto régimen paradigmático de saber, renovadas concepciones educativas habrían de caer sobre la espalda de la infancia:

La condición de todo lo nacido es que mientras está tierno fácilmente se dobla y conforma; si se endurece resiste el intento. La cera blanda consiente ser formada y modelada; endurecida la quebrarás fácilmente. Los arbolitos permiten plantarlos, trasplantarlos, podarlos, doblarlos a uno y otro lado; el árbol ya hecho lo resiste en extremo. (Comenio, 1998, p. 24)

En este cuadro no resultaba poco tentador para el adulto plantear la legitimidad y el poder de su influencia respecto de los menores: su acción era considerada el engranaje indispensable para articular el avance del mundo y la mejora de la sociedad. A su vez, y dado que en la infancia se imprimían indeleblemente y sin considerables dificultades las huellas de su acción, el adulto podía representar(se) las mejores condiciones para el buen desarrollo infantil. A partir de estas premisas, claro está, los mayores no sólo lograron homologar su intervención, sino que también consolidaron -hasta la plena madurez del siglo XX- la imagen y la representación del niño como un sujeto al que valía la pena moldear:

A los menores se les puede orientar, conducir, llevar y corregir, y [la humanidad] ha sido coherente con esa idea al desarrollar las prácticas correspondientes de guiarlos, imponerles y educarlos. Otra cosa es que se haya considerado conveniente o no el ejercer esa influencia, de qué modo hacerlo, con qué intensidad, etc. El admitir la suposición de que desde el exterior se puede influir sobre el menor sirve tanto a las pedagogías autoritarias, como a las democráticas o a las que adoptan el principio del laissez-faire, que se abstienen de ejercer influencia. (Gimeno Sacristán, 2003, p. 33)

En virtud de estas razones, tampoco se encontraron demasiados obstáculos para ubicar al cuerpo infantil en una posición que rápidamente habría de naturalizarse: alumno e infancia pasarían a ser sinónimos de un lugar en el que debía resignarse la autonomía en el saber y se pasaba a depender de un mayor -el docente- que decidía qué, cómo y para qué enseñar y aprender. Ineludiblemente, la masa infantil quedó “dentro de un supuesto del discurso pedagógico para el que la posición de alumno implica, en mayor o menor grado, la posición de infante […] proceso de infantilización de una parte de la población, la que será restituida en la escuela, pero como “alumnos” (Narodowski, 1999, pp. 41-42). La teoría pedagógica marcaba, de esa manera, una verdadera política de gestión y un gobierno masivo y centralizado del cuerpo infantil.

En efecto, las políticas educativas tomaron cartas en su administración mediante tres acciones complementarias. En primer lugar, determinaron el status jurídico y pedagógico de los cuerpos educables: la sanción de leyes que estipulaban quiénes podían (y debían) participar en la educación escolar -y, por ende, quiénes no eran aptos para ella- se inscribía en la lógica de la universalización de la escolarización, hecho que suponía, a su vez, una distribución y expulsión de los cuerpos de las instituciones escolares de acuerdo con diferentes criterios (la capacidad de aprender, la inteligencia innata, entre otros).

El segundo criterio de administración de los cuerpos de los niños se encontraba dado por la edad: “ya desde el siglo XVII, la gradualidad en la adquisición de los conocimientos está estrechamente asociada a la edad cronológica de los alumnos, siendo la distorsión de la combinación de estos factores un indicador de «anormalidad» o «patología» escolar” (Narodowski, 1999, p. 43). En este trayecto, la pedagogía, en primer lugar, y la psicología educativa, posteriormente, comenzaron a generar modelos y dispositivos cada vez más rigurosos y sofisticados para realizar esta clasificación cronológica de los infantes. La imposición de un control sobre las relaciones entre edad y conocimientos llegó incluso a prescribir a la edad mental y al cociente intelectual como unas herramientas sumamente legitimadas.

Por último, y mediante la distribución meritocrática, las políticas educativas conseguían premiar o castigar (y, de ese modo, marginar y relocalizar a los cuerpos) de acuerdo con el «desempeño individual»: “se trata de determinar si el niño en tanto alumno alcanzó las metas propuestas por la política del saber y si se adaptó a la escuela de la manera en que se le requería” (Narodowski, 1999, p. 44).

En definitiva, y mediante estas estrategias, se logró fijar al cuerpo infantil en la institución escolar y se lo ordenó en una cronología y en un espacio de acuerdo con ciertos criterios y mecanismos (inteligencia natural, edad, desempeño individual) que rápidamente habrían de consolidarse. El saber pedagógico determinó, así, lo positivo y lo negativo, lo beneficioso y lo perjudicial, lo normal y lo patológico para la infancia. De este modo, la política educativa del Estado finisecular administraba cuerpos y creaba condiciones legales e institucionales aptas para hacer entrar a los niños en el plano de los dispositivos de las instituciones escolares. Para la pedagogía, la infancia se convirtió un hecho dado, un supuesto indiscutible a partir del cual se construyó teórica y prácticamente al alumno.

Es decir, la imagen que se forjó de la infancia escolarizada se fue componiendo -con todas las variaciones, incoherencias y contradicciones que se puedan encontrar en los significados que tal categoría representa- de la larga experiencia de comprender y tratar a los menores en general, de la herencia de usos de las instituciones que los acogieron, de lo que diferentes agentes esperan que esas instituciones hagan con ellos y de las condiciones sociales, políticas, económicas y culturales en las que todo ello quedó insertado. Si visualizamos al modo de ser alumno como la manera natural de ser niño, si ambos conceptos pueden ser fácilmente superpuestos, es porque nuestra visión y nuestra gnoseología para conceptualizar a la infancia actual tuvo esta herencia y aquellos orígenes:

La infancia ha construido en parte al alumno y éste ha construido parcialmente a aquélla. Ambas categorías pertenecen y aluden a mundos donde se separa a los menores de los adultos (la infancia respecto de los mayores y el alumno en relación a la persona emancipada), siendo esto una característica de las sociedades modernas: estar escolarizado es la forma natural de concebir a quienes tienen la condición infantil. Esa estrecha relación se proyecta tanto en el pensamiento vulgar como en la psicología científica. (Gimeno Sacristán, 2003, p. 17)

Estas puntualizaciones permiten dilucidar cómo se fue conformando e irradiando todo un orden social en torno a la categoría del alumno. El desempeño de ciertos roles y los modos de vida que así habrían de desprenderse solidificaron representaciones y sentidos sobre la división y la separación entre menores y adultos. De esta manera, se empezaba a contornear y deslindar la posición del niño en el discurso educativo-escolar: el alumno se convertía en el menor (menor de razón y menor de edad) que cimentaba la frontera jurídica sobre la cual padres y, especialmente, maestros detentaban y usufructuaban su autoridad. El menor, es decir, el hijo y el alumno sin derechos ni representación propia, se encontraba subordinado a los adultos, padres y maestros -todos ellos en un lugar de paridad frente al niño-.

La sobreimpresión de la autoridad docente sobre la autoridad familiar marcó, de ese modo, no sólo la gradual incorporación de tareas del Estado educador, sino que también escenificó la tensión entre espacios privados y públicos que comenzaban a evidenciarse con el desmantelamiento de la familia tradicional (Ariès, 1992; Donzelot, 2008; Foucault, 1999). De hecho, aquel poder omnímodo del maestro nos demuestra que el orden social moderno ya no podía

apoyarse en el establecimiento de vínculos de dependencia del ciudadano libre con la figura del soberano todopoderoso que mantiene el orden social y la cohesión de la unidad política. La adhesión obligada garantizada por la coerción de la fuerza se [tuvo] que sustituir por la convicción del sujeto basada en la racionalidad, quedando a salvo la dignidad del individuo, como defiende el nuevo espíritu ilustrado. La nueva ciudadanía [requería] inculcar en los sujetos el respeto por las leyes y por el orden social gracias a la interiorización de los principios que se defienden, sustituyendo la imposición por el autocontrol. La disciplina deberá actuar fundamentalmente sobre la conducta a través de la modelación de la subjetividad, transformando el yo que deberá guiarse por motivos razonables. (Gimeno Sacristán, 2003, 155)

Por estos motivos, no es de extrañar que la imagen de alumno realizara una equivalencia inaugural entre salud, escolaridad y adaptación social (De la Vega, 2015). Las imágenes así obtenidas lograron proyectar determinados modos de relación, clausuraron la manera de verlos y entenderlos, como así también lo que era dable esperar de su comportamiento ante ciertas indicaciones o frente a determinadas situaciones; pero, especialmente, “en los parámetros que sirven para establecer lo que consideramos que es normal y lo que queda fuera de lo tolerable” (Gimeno Sacristán, 2003, p. 14). Creadas, propuestas e impuestas dichas categorías por los adultos en el marco de la institución escolar, que impone sus propias reglas, proporcionan una nueva identidad a quienes tienen esa condición que es reconocida socialmente: “El alumno, como el niño, el menor o la infancia, en general, son invenciones de los adultos, categorías que construimos con discursos que se relacionan con las prácticas de estar con ellos y de tratarlos” (Gimeno Sacristán, 2003, p. 15).

En definitiva, el sujeto de la educación ha sido una referencia fundamental en el pensamiento moderno y en las políticas de progreso, así como en la manera de concebir la enseñanza y la escolarización. La importancia que la educación revestía para el porvenir de la sociedad autorizaba a pensar a la infancia en relación con un destino, sea ultra terrenal o mundano, material o espiritual, y con una coherente descentralización de la autoridad.

La proliferación exponencial de las utopías, el declive de su poder regulatorio y el avance de las «enfermedades educativas» en la posmodernidad

Sin embargo, desde mediados del siglo XX aquellas postulaciones utópicas han comenzado a demostrar cierta dificultad para dar respuestas totalizadoras y omnicomprensivas en el campo educativo. La literatura pedagógica contemporánea pareciera haber morigerado el tono fuertemente disciplinador que guiaba y establecía lo que era bueno, justo y verdadero en la formación de niños y jóvenes. En el mundo vertiginoso del nuevo milenio, la proyección de semejantes ideales se vuelve un asunto intrincado, equívoco y/o controvertido. Esto no importa, tal como lo afirma Narodowski, que

la pedagogía haya borrado las utopías de su seno o que las mismas hayan virtualmente desaparecido de la discusión pedagógica o escolar, sino que se han replegado al logro de modificaciones sociales menos ambiciosas que las de antes y, a la vez, se han multiplicado en un menú variado de posibilidades. De la rígida representación lírica de la utopía totalizadora de la pedagogía moderna homogeneizadora, hemos pasado al reality show de la exaltación de la diferencia. (1999, pp. 26-27)

De modo que, en la actualidad, las utopías educativas se ofrecen a través de amplios catálogos creados para abarcar y satisfacer a toda una variedad de gustos y necesidades que surgen y se imponen a partir de lo que puede percibirse como una demanda de la realidad escolar o como un imperativo hacia el logro de resultados. Desde esta óptica, la congruencia con un universo ideológico o político único pierde su peso al momento de realizar la elección. De hecho, los educadores pueden encontrarse asediados en medio de una proliferación de posiciones, vertientes y soluciones que destacan el pragmatismo y la eficacia de su intervención en detrimento del cuestionamiento por la procedencia doctrinaria y las consecuencias (indeseadas) de su acción. En este contexto, las tendencias pedagógicas conviven y se entrecruzan sin sustituirse ni anularse.

Por su parte, los cambios en la capacidad disciplinaria que el Estado moderno ostentaba se conjugan no sólo con el desanudamiento en las referencias sociopolíticas, sino también con la pérdida de referencias debido a la evanescencia del punto de llegada. En efecto, los «megarrelatos utópicos» parecerían diluirse en unas tecnocracias que empujan e insisten por la compresión de lo singular: la micropolítica de la diferencia puede ahora encontrarse en la clase social, el género, la opción cultural o la discapacidad. A su vez, el ocaso de las certidumbres educativas da lugar a una época fragmentaria y atiborrada de propuestas en la que los pedagogos, caracterizados por la neutralidad y asepsia de su perfil profesional, se fundamentarían sobre una lógica argumentativa que muchas veces pone en un altar a lo técnico y la objetividad.

Al morir Paulo Freire en 1997, no muere solamente él. Freire era el más cercano representante de una época en la que la sociedad apostó por la educación: una época en la que la salvación de la humanidad, el progreso social y la liberación de los hombres eran el resultado de un pensamiento y una práctica utópica, basados en la voluntad y la esperanza. Con Paulo Freire se fue también el pedagogo de la utopía moderna, el que nos ayudaba a educarnos, a liberarnos, a ser, definitivamente, nosotros mismos: hombres genéricos de una sociedad pansófica. (Narodowski, 1999, p. 34)

En un plano similar, Recalcati (2014) señala que la tarea educativa, hasta el pasado que precedió a las revueltas del Mayo francés, se interpretaba como una eliminación de las distorsiones, las anomalías y los defectos que obstaculizaban un determinado despliegue de y para la vida humana. A partir de ese entonces, el discurso pedagógico no ha logrado seguir valiéndose de las metáforas represivas del enderezamiento: es que el hiperhedonismo contemporáneo ha excomulgado a la tarea educativa de los adultos como un asunto para denostados moralistas.

Hoy ya no existen palos rectos y alambre con los que corregir las distorsiones de las vidas. El problema que nos aqueja, en cambio, es la falta de atención que los adultos demuestran ante las nuevas generaciones. Lo que está en juego es el colapso de todo discurso educativo que la ideología hiperhedonista ha considerado necesario descartar apresuradamente como discurso represivo. Es, si se quiere, el revés de la perspectiva de Foucault: el Otro del control se ha debilitado hasta disolverse y arrojar a las nuevas generaciones a un mundo sin Ley. (p. 83)

Es que, según la lectura global que realiza Bauman (2004), en el capitalismo pesado y de estilo fordista (conformado por un mundo en el que tanto hombres como mujeres se encontraban dirigidos a alcanzar unos fines preestablecidos por supervisores, legisladores y productores de rutinas) era factible concebir la presencia de líderes y autoridades que detentaran saber qué era lo mejor para elegir y realizar. En este contexto, los maestros podían mostrar y enseñar «el camino». Por el contrario,

el capitalismo liviano, amistoso con los consumidores, no abolió las autoridades creadoras de la ley, ni las hizo innecesarias. Simplemente dio existencia y permitió que coexistieran una cantidad tan numerosa de autoridades que ninguna de ellas puede conservar su potestad durante mucho tiempo, y menos aun calificarse de «exclusiva». (p. 66)

No es de extrañar que, afectadas por estas premisas, la escuela y el discurso pedagógico también encuentren crecientes inconvenientes para producir definiciones concluyentes y regulaciones eficaces sobre la infancia. Al mismo tiempo, las dudas e incertidumbres en relación con la posibilidad de cumplir las promesas realizadas -pilar sobre el cual se asentaban las proclamas básicas de la modernidad- se conjugan con cierta suspicacia respecto a si el esfuerzo invertido hoy seguirá teniendo algún valor al momento de alcanzar la recompensa. Fijar objetivos remotos, sacrificar el interés individual en aras de un poder grupal y renunciar el presente en nombre de la dicha futura en un mundo en el cual el porvenir es oscuro o, en el mejor de los casos, borroso, no resultan planes atractivos ni sensatos. En efecto, la inexistencia de cauciones a largo plazo torna ilusoria la postergación de gratificaciones y la lógica de la instantaneidad se convierte en una estrategia más que razonable: “Lo que la vida tenga para ofrecer que lo ofrezca hic et nunc -aquí y ahora-. ¿Quién puede saber lo que nos depara el mañana?” (Bauman, 2004, p. 173).

A su vez, si, hasta una época reciente, la meta estaba dada por la formación (Bildung) de futuros, tranquilos, atentos y disciplinados ciudadanos (puesta en manos de la familia y la escuela, ambas reguladas jurídicamente por el Estado y tuteladas moralmente por la Iglesia), no debe llamarnos la atención que la subjetividad moderna sea “objeto de nostalgia por parte de un sinnúmero de padres y maestros, quienes esperan que los chicos atiendan a los grandes, que se queden quietos, canten el himno y haga buena letra” (Vasen, 2017, p. 45). Es que, si la temporalidad moderna, entendida como un flujo lineal y constante, ha quedado desplazada por un «todo simultáneo e inmediato», tampoco debería sorprendernos que los niños del siglo XXI se dispersen o, peor aún, que lleguen a desorganizarse.

Si los adultos acogían a un niño en desarrollo y formación, si, por ello mismo, eran responsables de su presente y futuro, si la escuela podía configurar ese «segundo hogar», era porque aún tenía vigencia algún poder unilateral para moldear. Cuando la escena empieza a estar comandada por una modulación participativa, en cambio, no cabe enfrentar al niño con rigideces disciplinarias, sino que se vuelve necesario comprender y acatar sus motivaciones, conflictos e, incluso, sus caprichos.

Antes se consideraba a la educación escolar un proceso de inscripción, con un alumno tabula rasa. En su lugar, los chicos hoy participan. De ahí que la atención y su problemática sea tan importante. Para el moldeado o la inscripción no importa la atención que nos preste la arcilla. Para una escuela que estimula y en la que el docente «negocia» permanentemente con los saberes previos del niño, sí. Por ende, definir las dificultades de toda índole que se presentan en el proceso de escolarización como constructor (como, por ejemplo, los mal llamados Trastornos por Déficit de Atención) es cargar sobre las espaldas del niño un problema educativa, institucional y social, que no es solo de aprendizaje. (Vasen, 2017, p. 47)

En este contexto, si no resulta asombroso que los libros de autoayuda, salud y desarrollo personal y emocional tengan difusión universal, mucho menos debería llamar la atención que manuales de diagnóstico psicológico puedan reducir lo complejo e interactivo de la educación a meros trastornos de aprendizaje y que, así y todo, sean utilizados en el ámbito escolar sin mayor problematización. Por estos motivos, tampoco es difícil entender que los casos de TDAH (Trastorno de déficit de atención con hiperactividad) se hayan convertido durante los últimos años en el ejemplo más evidente de lo que Solé Blanch y Moyano Mangas (2017) denominaran la colonización psi del discurso educativo. Es que, quizás con cierta complicidad, el discurso educativo parecería haber dado lugar a la aparición de nuevos diagnósticos psicológicos para explicar el propio malestar en la educación:

En el campo de la infancia se parte de una idea de normalidad y cualquier desviación respecto de lo que se espera adquiere pronto la significación de un trastorno (Arasanz, 2016). Pocas veces se piensa que las dificultades de los alumnos representan la expresión de un desacuerdo a la hora de participar en la oferta educativa que se les ofrece. Detrás de conductas calificadas como inapropiadas se esconden, a menudo, comportamientos reactivos (Guijarro, 2016); pero cuando aparece algo que no funciona, el mundo profesional se apresura a señalar la desviación de los parámetros. (Solé Blanch, y Moyano Mangas, 2017, p. 103)

Esto que aparece con la certeza de un rótulo y la comodidad de una solución técnica (una pastilla), es síntoma de una época que no puede prestarse atención, que no puede pensarse a sí misma. Ese es el verdadero déficit. Un déficit en la intención repensarnos como seres epocales. (Vasen, 2017, p. 178)

Piénsese, asimismo, en la dislexia: “Dislexia es el nombre tan impreciso como extraordinariamente exitoso de un constructo que se emplea con desigual frecuencia en diversos países para clasificar, agrupar y tratar de comprender diversos trastornos del aprendizaje” (Vasen, 2017, p. 112). Según este autor, la sobredosis de rasgos y síntomas la ha convertido en una categoría inútil por su misma ambigüedad. A tal punto llegó su imprecisión que el DSM 5 hubo de reemplazarla por las «Dificultades específicas del aprendizaje». Por ello, en este manual se aconseja que “si el vocablo dislexia será usado como término alternativo, deberá especificarse qué dificultades atencionales se presentan, como, por ejemplo, en la comprensión lectora o en el razonamiento matemático” (Vasen, 2017, p. 117).

Como puede observarse, las sociedades tecnocráticas insisten en reducir prácticas sociales complejas (como criar, educar, diagnosticar y curar) a meros procedimientos técnicos y a infinitas definiciones inoperantes: el espesor de un proceso diagnóstico queda limitado al ingreso en una grilla clasificatoria y, la cura, a unas técnicas reeducativas o a la administración indiscriminada de psicofármacos.

La hipótesis de partida es muy sencilla: dado que existe un desarrollo cognitivo- conductual que «la evidencia empírica» califica como normal, cualquier desviación o retraso respecto de lo que determinan las etapas evolutivas solo puede caer del lado del sujeto, que no alcanza los progresos previstos de acuerdo a su edad y «fracasa» ante un ideal de funcionamiento común y generalizado. La solución a estos obstáculos pasa, entonces, por el diseño y desarrollo de intervenciones psicopedagógicas ajustadas a las necesidades educativas de los niños con dificultades. (Solé Blanch, y Moyano Mangas, 2017, p. 103)

Claro que, como contrapartida, el sistema educativo obtiene sus ventajas. Ya no queda librado al desorden espiritual y el docente puede recomponer, por fin, su desordenada actuación. De esta manera, se observa cómo el campo escolar se convierte en terreno fértil para desarrollar el fenómeno de la patologización de las diferencias en la infancia (Punta Rodulfo, 2006). El alumno queda inevitable y consecuentemente atravesado por discursos clínicos, como así también transformado en un «alumno-paciente». Mientras antes había problemas o circunstancias que obstruían el aprendizaje, ahora encontramos «enfermedades de no-aprendizaje» a ser tratadas clínicamente y por fuera de la escuela. Ello sin negar que lo que está en cuestión

no es la existencia de muchos chicos con reales dificultades y verdadero sufrimiento, sino la actualidad, el rigor, la consistencia, la utilidad y el valor que el diagnóstico clínico de dislexia podría agregar a la existencia de los reales problemas subyacentes que encontramos en quienes padecen complejas dificultades en la lectoescritura. (Vasen, 2017, p. 119

4. Conclusiones

La escolarización masiva proyectó en sus inicios a la ciudadanía infantil en un plano de docilidad, obediencia y heteronomía. El niño era entonces un pequeño sumiso cuya razón incompleta y sus conocimientos imperfectos lo convertían (por su propio bien y el del futuro de la nación) en un ser dependiente del docente y de la escuela. Es por este motivo que los contextos escolares, lejos de constituirse como espacios naturales para el aprendizaje, fueron concebidos como laboratorios donde debía corroborarse la aparición de precisas secuencias evolutivas para ratificar, así, las disposiciones de gradualidad que el mismo sistema establecía para el acceso a los saberes. En otras palabras, la escuela figuraba el lugar donde el niño debía cumplir con la tarea de constituirse como alumno moderno. Las fronteras de lo decible y lo pensable para la formación del infante (a)normal se vieron de este modo definidas.

A pesar de estas condiciones de origen, en el transcurso de la segunda mitad del siglo XX estos supuestos iniciales entraron en colisión no sólo con los propios objetivos educativos que se decían perseguir, sino también con las vivencias cotidianas que comenzaba a presentar un número cada vez mayor de alumnos. Una serie de nuevas configuraciones sociohistóricas irrumpió en la escena escolar para modificar tanto las formas mediante las cuales se interpretaban y significaban las diferencias como el sustrato desde cual se nutría todo el proceso de subjetivación infantil. Esto repercutió inevitablemente en la clásica y tradicional figura del alumno (a)normal y forzó la reconfiguración del escenario del aula: es el niño con trastornos del aprendizaje o con discapacidad el que plantea hoy exigencias de inclusión. Dado que esta institución educativa no había nacido ni se había desarrollado para promover este fin, sino más bien para homogenizar o segregar, las dificultades no han demorado demasiado en aparecer.

La peculiaridad de la escolarización se define por discursos que no sólo explican lo que percibimos o hacemos, sino que también legitiman lo que queremos o deseamos. Discursos que están ligados a las formas existentes sobre la infancia y que se encuentran conformados por una amalgama de argumentos que responden al quién es, qué ha de hacer y cómo debe ser el sujeto escolarizado. El medio escolar produce inevitablemente sus efectos a través de las formas de pensar y organizar el tiempo y el espacio, pero también mediante los modos de aprender los saberes, las formas de relación que habilita para con los otros y los diversos órdenes de disciplina que se despliegan. Los discursos sobre la niñez y la evolución de sus prácticas definen lo que entendemos por infancia (a)normal, y determinan el trato y los sentimientos que le propinamos. Es decir, la constitución del niño como sujeto se relaciona con esas tensiones, en las cuales lo que está en cuestión no es sólo su posición y su crecimiento sino, además, la posición del adulto y los proyectos de una sociedad.

Como otras instituciones modernas, la escuela ha ido mutando en estas últimas décadas al calor de redefiniciones sociales, diversidades culturales y fuertes cambios respecto del sentido de lo público. Esto demuestra claramente las dificultades de la empresa decimonónica de escolarización y de formación de la infancia en nuestros días. En este contexto, la despedagogización se convierte en una forma sutil pero efectiva de medicalización del cuerpo infantil: para entender a estos niños ya no debemos recurrir a tratados o discusiones de pedagogía, sino a manuales de diagnóstico psicológicos o a farmacopeas open access. Su lugar ya no es el juego y el aprendizaje, sino la patología mental y los tratamientos adecuados y pertinentes.

En cualquier caso, el interrogante que hemos buscado sostener a lo largo de este trabajo es cómo puede la escuela ofrecer amparo a los procesos de constitución infantil sin caer en el esparcimiento de enfermedades. Entendemos que la incertidumbre es mucha, pero pensar y ajustar estrategias, así como tolerar la angustia de no saber, es una tarea inherente a toda práctica cuidadosa. Sostenemos que desde las políticas educativas es necesario crear dispositivos de prevención (no de promoción) de patologías en la infancia. Este anhelo busca no sólo resguardar el desarrollo psíquico de los niños de miserias enteramente evitables, sino también apostar por la educación y la satisfacción de sus derechos humanos.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Ariès, Ph. El niño y la vida familiar en el antiguo régimen. Madrid: Taurus, 1992.

Bauman, Z. Modernidad líquida. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2004.

Comenio, J.A. Didáctica magna. México: Porrúa, 1998.

Corea, C. e Lewkowicz, I. ¿Se acabó La Infancia? Ensayo sobre la Destitución. Buenos Aires: Lumen, 1999.

De la Vega, E. Anormales, deficientes y especiales. Buenos Aires: Novedades Educativas, 2015.

Donzelot, J. La policía de las familias. Buenos Aires: Nueva visión, 2008.

Duschavsky, S. y Corea, C. Chicos en banda: los caminos de la subjetividad en el declive de las instituciones. Buenos Aires: Paidós, 2002.

Foucault, M. Los anormales. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1999.

Gimeno Sacristán, J. El alumno como invención. Madrid: Ediciones Morata, 2003.

Llobet, V. ¿Fábricas de niños? Las instituciones en la era de los derechos de la infancia. Buenos Aires. Novedades Educativas, 2010.

Moreno, J. Ser humano. La inconsistencia, los vínculos, la crianza. Buenos Aires: Letra Viva, 2010.

Narodowski, M. Después de clase. Desencantos y desafíos de la escuela actual. Buenos Aires: Novedades Educativas, 1999.

Narodowski, M. “Hacia un mundo sin adultos. Infancias híper y desrealizadas en la era de los derechos del niño”. Actualidades Pedagógicas (62), (2013): 15-36.

Palacios, J. “Psicología evolutiva: concepto, enfoques, controversias y métodos”. En Desarrollo psicológico y educación, editado por Jesús Palacios, Álvaro Marchesi y César Coll (comp.). Madrid: Alianza Editorial, 1999.

Postman, N. The Disappearance of Childhood. New York: Vintage books, 1994.

Punta Rodulfo, M. El ADD / ADHD como caso testigo de la patologización de la infancia. Revista Actualidad Psicológica, núm. 342 (2006): 36-57.

Recalcati, M. El complejo de Telémaco. Barcelona: Editorial Anagrama, 2014.

Saviani, D. “Las teorías de la educación y el problema de la marginalidad en América Latina”. Revista Argentina de la Educación, Año II, Nº 3, (1983).

Solé Blanch, J. y Moyano Mangas, S. “La colonización Psi del discurso educativo”. Foro de Educación, 15(23), (2017): 101-120.

Vasen, J. “El mito de la bipolaridad en la infancia”. Revista Ruedes, año 1, Nº 2 (2011): 139-150.

Vasen, J. ¿Niños o cerebros? Cuando las neurociencias descarrilan. Buenos Aires: Noveduc, 2017.



Buscar:
Ir a la Página
IR
Visor de artículos científicos generados a partir de XML-JATS4R por