Psicoanálisis

SÍNTOMA Y CREACIÓN EN LA ENSEÑANZA DE J. LACAN: ARTIFICIO Y ESCABEL

SYMPTOM AND CREATION EN THE LAST TEACHING OF J. LACAN: ARTIFICE AND STOOL

Romina Galiussi
Universidad de Buenos Aires (UBA), Facultad de Psicología, Argentina
Claudio Godoy
Universidad de Buenos Aires (UBA), Facultad de Psicología, Argentina

SÍNTOMA Y CREACIÓN EN LA ENSEÑANZA DE J. LACAN: ARTIFICIO Y ESCABEL

Anuario de Investigaciones, vol. XXVII, pp. 231-238, 2020

Universidad de Buenos Aires

Recepción: 20 Marzo 2020

Aprobación: 20 Octubre 2020

Resumen: Este trabajo se inscribe en un proyecto de la programación UBACyT 2018 dedicado a elucidar las relaciones entre el síntoma y la creación en la enseñanza de los años setenta de J. Lacan. Aborda la relación entre el Seminario 23 y sus primeros trabajos de los años 30 a partir de la noción de escabel, en la medida que este concepto le permitirá anudar de un modo novedoso la obra de arte con el síntoma, el nombre propio y el lazo social.

Palabras clave: Síntoma, Creación, Artificio, Escabel.

Abstract: This essay is part of a UBACyT 2018 programming project which aims to elucidate the relationships between the symptom and the creation in Jacques Lacan´s teachings of the seventies. It addresses the relationship between Seminar 23 and its first works of the thirties from the notion of stool, as this concept will allow him to tie the work of art in a new way, with the symptom, the proper name and the social bond.

Keywords: Symptom, Creation, Artifice, Stool.

Introducción

Este trabajo corresponde a una investigación* en curso dedicada a explorar las relaciones entre el síntoma y la creación en la última enseñanza de Lacan, la cual partió de la reformulación que Lacan realiza en los años setenta del concepto de síntoma al señalar que éste no solo implica una operación de sustitución significante -la metáfora- sino que comporta una satisfacción paradojal, opaca al sentido y residual en el análisis. El arte, por su parte, nos revela que puede realizar una operación sobre el síntoma. Ya lo notaba Freud, pero es sin duda Lacan quien ha prolongado notablemente esta orientación produciendo una original reformulación de la misma. Mientras Freud construyó su concepto de sublimación desde la experiencia clínica que le ofrecía la neurosis, Lacan se dedicó a interrogar el límite entre el síntoma y la creación a partir de la clínica de la psicosis, tal como sus primeros trabajos en el campo de la psiquiatría lo revelan. Esta búsqueda se advierte claramente tanto en la casuística de dicho período como en los trabajos posteriores, pero sin duda alcanza su mayor elaboración conceptual a partir del seminario dedicado a Joyce a mediados de la década del 70. Intentaremos situar la lógica de este recorrido, la importancia de los antecedentes a ese punto conclusivo y algunas de sus consecuencias clínicas fundamentales

Escritos inspirados

Con el caso Marcelle C. de 1931, Lacan comenzaba su práctica como psiquiatra interrogando la relación existente entre los síntomas que esta maestra de 34 años presentaba y algunos de sus escritos, precisamente aquellos en que no se reconocía como autora puesto que le eran “inspirados”. Se trataba de un caso que ponía en cuestión la férrea distinción entre la demencia precoz (o “esquizofrenia paranoide” de Bleuler) y la paranoia propiamente dicha, según la delimitación restrictiva que le imponía la definición kraepeliniana de la misma. Marcelle tenía un delirio de tipo reivindicativo pero, a su vez, éste se acompañaba de múltiples trastornos del lenguaje de netas características esquizofrénicas únicamente en el lenguaje escrito, debido a esto el caso es presentado como una “esquizografía”.

Con el término “inspiración” la paciente nombra un punto central de su posición subjetiva frente al fenómeno que se le impone: “La enferma afirma que lo que expresa le es impuesto, no de una manera irresistible, ni siquiera rigurosa, pero de un modo ya formulado. Es, en el sentido fuerte del término, una inspiración” (Lacan, 1931/2012, p. 53). Si bien Lacan se dedica a estudiar los automatismos gráficos de su paciente con mucho detalle -identificando las diversas alteraciones manifiestas tanto en la forma y en el sentido de las palabras como en su gramática- destaca la perplejidad que ella siente ante sus escritos inspirados a la vez que el notable valor poético que alcanza en algunos de sus pasajes.

Este aspecto paradojal indica que los escritos inspirados de Marcelle no podían reducirse a un mero fenómeno deficitario de la psicosis sino que implicaban un notable juego con las palabras en el que se conjugaban los automatismos que padecía con un tratamiento subjetivo creativo. Tal como sostiene Lacan: “nos es imposible no señalar el notable valor poético que, a pesar de unas fallas, alcanzan algunos pasajes” (p., 85). Dicho valor se torna manifiesto en sus escritos por la importancia fundamental que adquiere la sonoridad de los vocablos y el uso de la homofonía en la producción de neologismos, en uno de ellos condensa las palabras “amor” (amour) y “muro” (mur) en “amuro” (amur), término que incluso el propio Lacan utilizará en sus seminarios y escritos de los años setenta. El interés por los efectos poéticos de los escritos de su paciente lo llevó incluso a comparar los procedimientos de escritura de Marcelle con los que proponían por aquellos años los poetas surrealistas, destacando el ritmo y la fuerza expresiva de sus escritos constatable en una lectura en voz alta que revelara la sonoridad y la cadencia que encierran.

El trabajo de 1931 concluía refutando a Clérambault, quien buscaba trazar una clara separación entre el proceso patológico -cuyo índice era el fenómeno elemental- y la personalidad sana, no afectada por el mismo. Lacan, por el contrario, sostiene que el fenómeno nunca está aislado, anticipando así la crítica que formulará a su maestro años después cuando señale que el fenómeno y la estructura no pueden concebirse como la relación de la parte al todo sino que, por el contrario, es necesario afirmar que en el fenómeno mismo está presente la estructura. De este modo objeta no sólo la distinción psiquiátrica tajante entre lo “sano” y lo “patológico” sino que abre una perspectiva que permite considerar bajo otra luz los tratamientos que el sujeto realiza en torno a los síntomas que lo afectan.

Al año siguiente, en su tesis sobre la paranoia, aborda nuevamente con mucho detalle la producción escrita de su paciente Aimée, respecto de la cual señala -a contracorriente de la opinión común del medio psiquiátrico- la existencia de “beneficios positivos en la psicosis” (Lacan, 1932/1979, p. 262) ya que en ésta hay “virtualidades de creación positivas” (p. 262). Esto implica afirmar que los efectos de creación no son ajenos a los síntomas, que aquellos no se producen a pesar de sino a causa de éstos: “no se puede decir que la psicosis haya dejado intactas esas virtualidades, puesto que, por el contrario, es la psicosis la que las ha creado” (p. 262).

A su vez en su tesis destaca, a partir del caso de J. J. Rousseau, cómo en el “genio” se entrelazan los rasgos sintomáticos con su producción teórica e incluso con el efecto en lo social de la misma: “Rousseau, a propósito del cual puede pronunciarse con la mayor certidumbre el diagnóstico de paranoia típica, debe a su experiencia propiamente mórbida la fascinación que ejerció en su siglo por su persona y su estilo” (p., 337). No es casual por lo tanto que sea un paranoico el que conciba una mutación en el lazo social que llegaría a inspirar a la revolución francesa. Lacan se interesa en los efectos sociales del delirio: “Esta resonancia social de los actos y a menudo del delirio mismo del paranoico... plantea por sí sola un problema: el de la comunicabilidad del pensamiento psicótico y del valor de la psicosis como creadora de expresión humana” (p., 350).

Finalmente en “El estilo y la experiencia paranoica” de 1933, texto que cierra este primer período, estudia cómo se relacionan los fenómenos delirantes con las producciones plásticas y poéticas en las que algunos sujetos se muestran muy fecundos. Busca así la homología entre el mecanismo que denomina “identificación iterativa” -a través del cual las intuiciones delirantes se multiplican, en la identificación de los personajes persecutorios y en los desdoblamientos alucinatorios de la personalidad del sujeto- y las vías de la creación artística, pues: “estas intuiciones -afirma Lacan- están notoriamente emparentadas con procesos muy constantes de la creación poética y parecen una de las condiciones de la tipificación del estilo” (p., 336).

Aunque no lo menciona explícitamente, resulta evidente en este pasaje que alude al “método paranoico-crítico” creado por Salvador Dalí para tratar los síntomas que padecía. El pintor catalán fue un atento lector de la tesis de Lacan, con quien acuerda en señalar que la interpretación delirante no es el resultado de un razonamiento -como se sostenía usualmente en la psiquiatría de la época- sino que se ubica en el plano de la percepción misma. Así, la interpretación delirante no es un añadido sino que le es inherente, en tanto la percepción está determinada por la estructura significante, como lo desarrollará más tarde en su enseñanza.

En el trabajo sobre el Ángelus de Millet, escrito entre 1932 y 1935, Dalí relata cómo la imagen del cuadro se le impuso súbitamente de un modo cuasi alucinatorio y en forma sobrecogedora, transformando a dicha obra pictórica en la más turbadora o enigmática que haya existido. A partir de ese momento esta imagen se torna “obsesiva” y reencuentra su figura en diversas imágenes, por ejemplo en la disposición de unas tazas o de unas piedras: “la repetición del tema da a la imagen obsesionante un carácter estereotipado atroz y trastornador” (Dalí, 1932-35/2005, p. 427). Señalaba así el modo en que se multiplica la imagen del Angelus -descripta por él como “obsesiva” debido a su insistencia- como un elemento repetitivo que actúa por intermedio de esos factores de acumulación, de superposición y de coincidencia en estereotipia que conducen a la amplificación progresiva de esta misma imagen. El método creado por el artista para tratar esta irrupción perturbadora implica una solución a través de la cual, “por un proceso de carácter paranoico y activo del pensamiento, será posible (de forma simultánea al automatismo y a otros estados pasivos) sistematizar la confusión” (Dalí, 1933/2005, p. 201); es entonces cuando la experiencia delirante puede volverse arte. La obra del artista catalán revela la presencia de este procedimiento en muchas de sus pinturas y dibujos pero también en su trabajo ensayístico, en el cual busca teorizar los vínculos entre delirio y arte. Dalí no sólo hace una obra con su síntoma sino que se vuelve un teórico de su propia experiencia, tal como lo demuestra la amplia producción escrita dedicada al tema. No resulta extraño entonces que, años después, el propio Lacan se lamente al respecto de manera irónica: “¡Qué hermosa carrera de ensayista hubiésemos podido hacer con ese tema tan favorable a todas las modulaciones de la estética! Recuérdese solamente lo que al respecto sabía desplegar nuestro amigo Dalí” (Lacan, 1966b/2012, p. 233).

Síntoma, envoltura formal y límite

Esta orientación, revelada tan precozmente en los trabajos del período psiquiátrico, será decisiva en la enseñanza de Lacan tal como lo declara, a mediados de los sesenta, en “De nuestros antecedentes”:

La fidelidad a la envoltura formal del síntoma, que es la verdadera huella clínica a la que tomábamos gusto, nos llevó a ese límite en que se invierte en efectos de creación. En el caso de nuestra tesis (el caso Aimée), efectos literarios -y de suficiente mérito como para haber sido recogidos, bajo la rúbrica (reverente) de poesía involuntaria, por el poeta Paul Eluard (Lacan, 1966a/1984, p. 60).

El estudio y la delimitación precisa de la forma de los síntomas psicóticos fue el gran mérito del “maestro” en psiquiatría de Lacan, G. G. de Clérambault, quien por su manera de abordar el texto subjetivo pudo aislar en los fenómenos cuál es su estructura. Descartada la etiología orgánico-mecanicista que le adjudicaba, su descripción de los rasgos fundamentales del automatismo mental adquiere la precisión de un análisis estructural. El carácter asemántico, neutro y ajeno con que se presenta inicialmente es lo que Lacan formalizará luego como el significante en lo real, un S1 desencadenado anterior a cualquier elaboración delirante. Así, el abordaje del texto subjetivo se distingue de una mera clínica de la observación psiquiátrica porque implica una lectura de lo que allí está escrito. Esa atención, que podríamos llamar “atomística”, se dirige al aspecto formal de los elementos significantes que componen el discurso del sujeto, constituye un auténtico análisis morfológico que recorta con fineza los detalles clínicos a la vez que sigue la lógica de su funcionamiento. Este gusto por la delimitación formal de los síntomas es la enseñanza que extrajo de su maestro y constituyó la verdadera huella clínica que lo llevó a Freud, pues en ambos está en juego la dimensión de una escucha que es también, fundamentalmente, una operación de lectura.

Ser fiel a la forma del síntoma implica por lo tanto elucidar su estructura y seguir el recorrido de sus transmutaciones en el sujeto. Tal como señalamos respecto a los efectos poéticos de la escritura de Marcelle y Aimée o la importancia del método paranoico-crítico en la obra de Salvador Dalí, hay una homología estructural entre el fenómeno que el sujeto padece y su producción creativa. No solo ésta no es impedida o degradada por aquel sino que es el propio síntoma el que la torna posible, la potencia y le imprime, de manera inequívoca, su forma. De este modo, el síntoma le confiere su originalidad estilística a la creación artística. Ese borde entre el síntoma y la creación constituye un límite que interesó a Lacan de distintas maneras a lo largo de su vida, ya que implica un tratamiento absolutamente singular e inventivo de aquel. A través de esta operación el sujeto intenta una reducción de los fenómenos que padece por medio de una rigurosa “fidelidad” a sus síntomas, como lo demuestra el pintor catalán.

Freud, en su conferencia sobre los caminos de formación del síntoma, se aproxima a esta perspectiva pero oponiendo el síntoma al arte, porque este último brinda otro decurso a las mociones pulsionales y las fantasías inconscientes que los caminos sintomáticos de la neurosis, produciendo una satisfacción que elude la represión a la vez que otros extraen “consuelo y alivio de las fuentes de placer de su propio inconsciente” (Freud, 1916-17/1978, p. 343). En su formulación metapsicológica, la sublimación es un destino pulsional distinto que la represión pues otorga a la fantasía una vía de realización. La perspectiva de Lacan se distingue de la freudiana porque en ella es el síntoma mismo el que de algún modo se transforma en arte, el que le confiere sus rasgos formales y estilísticos a la creación, tal como lo revelará Lacan en su trabajo sobre Joyce.

Artificio y saber hacer

En los últimos años de su seminario Lacan evoca la conexión entre sus primeros trabajos y su búsqueda actual:

Ciertamente, entrar en este camino transporta, como testimonia que comencé escribiendo Ecrits inspirés. De hecho comencé de este modo, y por eso no he de sorprenderme demasiado por verme confrontado con Joyce. Por esta razón, me atreví a preguntar si Joyce estaba loco, es decir -¿por qué le fueron inspirados sus escritos? (Lacan, 1975-76/2006, p. 76).

Sus escritos le fueron inspirados a Joyce -al igual que a Marcelle C.- por su síntoma, aunque el genial irlandés sabe hacer con él una escritura con la que traumatiza a la literatura misma y convoca a los universitarios a descifrar sus enigmas.

En el Seminario 23 Lacan se preguntaba cómo no percibimos que las palabras nos son de algún modo “impuestas”, es decir, por qué un hombre llamado “normal” no percibe el carácter parasitario del lenguaje, pero diferencia muy claramente a Joyce no sólo del paciente que padecía “palabras impuestas” y declaraba ser un “telépata emisor”, sino también de su hija Lucía, a la que consideraba telépata receptiva. A diferencia de ellos, el autor del Finnegans Wake puede hacer una obra con su síntoma, alcanza ese borde, sinuoso y fractal, con la creación. No permanece pasivo frente a los fenómenos que lo invaden sino que, en y por su artesanado, lo transmuta.

Joyce formaliza lo que se le impone del lenguaje, lo que le llega como “palabra impuesta”, cual piezas que recompone en un rompecabezas. Resulta así una escritura compuesta como un complejo montaje de planos diversos, un orden que no es el de la corrección gramatical sino que incluye las resonancias, la música polifónica de las palabras y sus homofonías multilinguísticas. Ese esfuerzo es un trabajo de escritura en donde las letras son las piezas sueltas que localizan y cifran el goce en el enigma ofrecido al lector. A su manera, trata las palabras como cosas pero para estirarlas, recortarlas, examinarlas en su particular microscopio. En ese tratamiento reside la invención de su arte, aun cuando algo de la palabra se le impone cada vez más. Como afirma Lacan, se trataba de desarticular la lengua, de triturar las frases pero para “dar a la lengua en la que escribe otro uso […] un uso que está lejos de ser el ordinario. Esto forma parte de su saber hacer” (p., 72). Por tal motivo, Lacan enfatiza ese “saber hacer” o “saber arreglárselas” (p., 123); eso mismo que lo constituye en Artista, en el descendiente del mítico Dédalo, en el artífice (de ars, “arte” y facere, “hacer”) para quien “la escritura es esencial a su ego” (p., 145). El arte de Joyce está entrelazado íntimamente con su síntoma: “Joyce no sabía que construía el síntoma, y por eso es un puro artífice, un hombre de saber hacer, lo que se llama también un artista” (p., 116).

Joyce sabe hacer un sinthome con su síntoma, que mantiene unidos a lo imaginario, lo simbólico y lo real, elevando su nombre propio y otorgándole consistencia a su ego. A través de su obra teje un tratamiento herético para esas palabras que se le imponen. El síntoma no opera allí como la irrupción de una verdad en la falla de un saber -el aspecto “revolucionario” del síntoma que Lacan le atribuía haber descubierto a Marx- sino como una herejía. El hereje es el que decide por qué lado toma la verdad realizando una invención que se desvía de la ortodoxia, del “camino recto”, porque incluye la particular desviación sintomática. Eleva su síntoma -parafraseando la célebre definición lacaniana de la sublimación- al estatuto de sinthome a través de su saber hacer, de su artificio, de su arte. Por lo tanto, es posible diferenciar una estética de la sublimación y una estética sinthomática, pero no necesariamente el saber hacer con el síntoma -del que Joyce sería el paradigma- implica una producción considerada como “artística” en su aspecto social o cultural; se trata de otro “arte” que podrá o no coincidir con éste, pero que comparte su lógica.

La vía abierta en el Seminario 23 se prolonga en el 24 abriendo a una pragmática del síntoma que podría desprenderse de la experiencia analítica en una perspectiva transclínica; es decir, más allá, por ejemplo, de la distinción entre neurosis y psicosis. Este paso se lleva a cabo a través de una modificación de la noción de savoir faire introducida el año anterior: “Saber hacer ahí es otra cosa que saber hacer – eso quiere decir arreglárselas (se débrouiller), pero sin tomar la cosa en concepto” (Lacan, 1976-77, p. 11-1-77) señalaba Lacan, agregando así una crucial precisión en su elaboración de este término. La expresión francesa savoir y faire avec ha sido traducida, generalmente, de un modo muy literal, como “saber hacer ahí” o como “saber arreglárselas”. No deja de evocar también, a aquellos de lengua castellana, el “darse maña”, que implica ingeniarse, suplir con cierta habilidad la falta de medios adecuados para hacer algo.

Podemos distinguir entonces el “saber hacer” (savoir faire) del “saber hacer ahí con” (savoir y faire avec), mientras la primera expresión remite a técnicas tipificables y universalizables, trasmisibles, la segunda, por el contrario, introduce lo singular, lo inaprensible y lo imprevisto. El “allí con” indica una localización e identificación de la cosa en cuestión pero no la conceptualiza, sitúa lo que escapa al concepto, en tanto que éste -como recordaba A. Kojève- implica siempre subsumir la cosa en un universal. Se trata, por lo tanto, de lo más singular del síntoma de cada uno, aquello que resiste a las categorizaciones e introduce un factor no domeñable pero que deja, sin embargo, un margen para el arte del desembrollarse responsable. Pues, para Lacan, sólo hay responsabilidad en la medida del saber hacer de cada uno, del arte del que uno es capaz. La responsabilidad, como dimensión ética, entendida desde su etimología como “respuesta”, implica el arte-invención en la medida misma en que no hay Otro del Otro que sostenga un juicio final. La indagación que sostiene Lacan a lo largo de su vida sobre la relación entre síntoma y creación encuentra así en los últimos años de su enseñanza una reformulación en donde convergen una ética y una estética referidas a la dimensión más real del síntoma, cuyas consecuencias clínicas para la práctica psicoanalítica serán abordadas en un próximo paso de nuestra investigación a partir de la noción de escabel.

La explicación del arte por el síntoma

Partimos de señalar que la conceptualización lacaniana sobre el síntoma y el “saber hacer” con éste presentan desarrollos que, aunque no necesariamente contradictorios, deben sin embargo diferenciarse de la sublimación definida como destino pulsional distinto al de la represión y la formación de síntoma. Mientras ésta concierne a la pulsión y el vacío de la Cosa, tal como es concebida por Lacan a fines de los 50, la operación en torno al síntoma -introducida en el escrito y el seminario dedicado a Joyce- no implica en absoluto la eliminación de éste sino la reducción a su célula elemental, más real. Sólo a partir de dicha operación se torna posible un uso inventivo y singular de éste que, en algunos casos, puede adquirir un valor artístico.

El concepto de “escabel” -un término no exento de una sutil ironía- es presentado en ese contexto, permitiéndole elucidar, tanto la relación entre la obra artística, el síntoma y el nombre propio, como el vínculo entre la creación y el lazo social. Ambas perspectivas se conjugan en su escrito “Joyce el síntoma” (Lacan, 1979/2012), produciendo una redefinición tanto del narcisismo como de la teoría de la sublimación.

El modo en que Lacan aborda la obra de arte se resume de una forma muy precisa en la siguiente pregunta: “¿Cómo uno se deja atrapar en ese oficio de escritor?” (Lacan, 1976, p. 13). Por supuesto, podríamos sustituir la palabra “escritor” y poner allí cualquier otro oficio, la cuestión radica en saber si eso lo atrapa o no al sujeto en cuestión.

Para que un oficio atrape a quien lo ejerce, éste debe tener algún vínculo con su síntoma; esta es la hipótesis con la que toma distancia del psicoanálisis aplicado al arte, tal como se ejercía tradicionalmente. De allí que afirme: “Me parece muy sospechoso explicar el arte con el inconsciente, sin embargo es lo que hacen los analistas. Explicar el arte con el síntoma, me parece más serio” (p.13).

Resulta interesante destacar que no descarta que el arte pueda explicarse sino que depende a partir de qué se lo haga. Explicarlo por el inconsciente es intentar darle un sentido, hurgar en las fantasías del autor o en sus recuerdos de infancia; por el contrario, explicarlo por el síntoma es leer su huella en la obra y localizar el punto en el que un hablante está atrapado. Pues es desde allí que la operación creativa encuentra su lógica y despliega la singularidad del autor, pero también nos revela cómo puede establecer un lazo social ahí donde el goce opaco del síntoma, en tanto tal, lo excluía.

El modo en que Lacan aborda la obra de James Joyce prosigue así una interrogación cuyos antecedentes, desde sus primeras publicaciones de los años 30, hemos desarrollado en trabajos anteriores (cf. Godoy, 2016 y 2019). Introducía con ellas una perspectiva inédita en la psiquiatría que lo diferencia radicalmente de la concepción deficitaria de la psicosis que primaba, al igual que en nuestra época, en ella. La misma podría resumirse señalando que la fidelidad a la envoltura formal del síntoma lo condujo de la psiquiatría al psicoanálisis en la búsqueda del límite en donde éste se revierte en efectos de creación (cf. Lacan, 1966/1984, p. 60).

El trabajo que desarrolla en torno al genial escritor irlandés le resultará fundamental para elucidar, desde una nueva perspectiva, este mismo problema. En el epílogo del Seminario 11, escrito en 1973, casi diez años después de haberse desarrollado dicho seminario, Lacan afirma que: “el escrito, como no a leer, es Joyce quien lo introdujo. Sería mejor decir, lo intradujo” (Lacan, 1964/1995, p. 288), neologismo que reúne dos palabras: “introdujo” y “tradujo”. Señala así el procedimiento que el irlandés realiza con la palabra: un tráfico más allá de las lenguas. Se está refriendo exactamente a Finnegans Wake, una obra imposible de traducir -pese a algunos empeños parciales- porque es “poco para leer” (p. 288). Esta idea del escrito como “poco para leer”, ya está presente en lo que sostenía Samuel Beckett sobre Finnegans Wake:

Aquí la forma es el contenido, y el contenido es la forma. Uno capta que no está escrito en inglés, no está escrito para nada, no es para ser leído, o apenas para ser leído. Está para ser mirado y escuchado, su escritura no es sobre algo, es algo en sí misma (Beckett, 1929).

Es una magnífica y precisa definición del procedimiento joyceano. Efectivamente, Finnegans Wake no es un libro para leer. Puede ser estudiado, indagado o descifrado, lo cual es algo muy distinto que leerlo. Resulta un extraño enigma literario que demuestra la particular relación de goce que tiene Joyce con la lengua, pues no se sostiene en lo imaginario de una narración, no se apoya en el suspenso de la historia ni busca producir la catarsis del lector. No se lee Finnegans Wake para seguir una historia. Cuando eso ocurre es porque nos atrapa el sentido de la trama; es decir, lo que leemos y gozamos allí es el sentido. En dicho caso el escrito parece igualarse a la palabra, ser su mera representación gráfica, un vehículo del sentido, lineal y común. Por el contrario, cuando se enfatiza la función del escrito como “no-para-leer” se destaca su disyunción o su autonomía respecto de la palabra hablada. Implica una violencia al sentido común, un forzamiento no sólo del uso convencional de las palabras sino incluso, en el caso de Joyce, hasta de su forma escrita misma.

Finnegans Wake, que podría considerarse una suerte de novela, sin embargo, resulta en este aspecto más próxima a la poesía, aunque tampoco lo sea de modo estricto. Se acerca a la poesía -en principio- porque multiplica las resonancias de las palabras, vaciándolas de un sentido que sea unívoco y claro. Lleno de cruces y simultaneidades inesperadas, nada podía ser extraño a esta obra debido al plan omnicomprensivo que la tornaba en una paradojal historia universal sin historia. Era descripto por su autor como un “libro maldito”, un “rompecabezas chino” o, como lo llamaba a veces, el chaosmos (superposición de “caos” y “cosmos”).

Joyce formaliza en este Work in progress lo que se le impone del lenguaje, lo que le llega como “palabra impuesta”, cual piezas que recompone en un rompecabezas de su urdimbre. Resulta así una escritura como “montaje”, un orden que no es el de la corrección gramatical sino que incluye las resonancias, el sonido, la música polifónica de las palabras y sus homofonías multilinguísticas. Ese esfuerzo es un trabajo de escritura en donde las letras son las piezas sueltas que localizan y cifran el goce en el enigma. La relación de Joyce a la lengua encierra un goce opaco al sentido que está en su relación misma con la escritura, ella es la marca de ese goce a la vez que un singular tratamiento. Esto escapa a la interpretación que un psicoanalista podría darle, pues no es un síntoma interpretable o descifrable, mucho menos desde la perspectiva edípica de la neurosis infantil.

La elaboración lacaniana sobre Joyce, presenta dos vertientes fundamentales. Ambas tienen una estrecha relación entre sí, pero resulta importante distinguirlas. En una de ellas, la que se despliega fundamentalmente en el Seminario 23, permite abrir la pregunta sobre si se trata o no de un caso de psicosis, formular la forclusión de hecho del Nombre del Padre y formalizar la función del ego como sinthome que repara el lapsus del anudamiento entre los registros. En cambio, la otra vertiente, presente en la versión escrita de la conferencia dedicada al escritor irlandés, al centrar su enfoque en el goce que escapa al sentido, extrayendo de allí una enseñanza para pensar la experiencia analítica en general y, en especial, el final del análisis. Indaga por esta vía una operación que pueda orientarse en una dirección opuesta a la de la neurosis, la cual despliega y multiplica el sentido edípico. Para ello, Lacan intenta despejar la función que la particular escritura de Joyce tenía para él, ese síntoma de su relación a la lengua que lleva al límite en su obra culminante. Explicar el arte por el síntoma implica, por lo tanto, poder dar cuenta de esta lógica y aislar en qué atrapa al artífice su propio oficio.

El ser y el escabel

En las dos versiones de su conferencia “Joyce el síntoma” Lacan desarrolla el concepto de escabel con el que relee la sublimación freudiana a partir del caso Joyce. Estas versiones presentan grandes diferencias, mientras una -la oral- antecede al Seminario 23, la otra coincide con su culminación y se publica tres años más tarde, en 1979.

La versión escrita presenta numerosas características estilísticas que lo acercan a una forma de pastiche de los recursos joyceanos utilizados en Finnegans Wake: homofonías, neologismos compuestos -al modo de las “palabras-valija” de Lewis Carroll- así como el uso de una particular escritura fonética para referirse al ser parlante: LOM. Escritura que nos permite, al pronunciarla, que se escuche l´homme (“el hombre” en francés) pero considerado de un modo radicalmente distinto a como se lo ha hecho tradicionalmente desde de la razón y la consciencia. Por el contrario, se trata de concebirlo tal como lo revela la experiencia psicoanalítica, a partir del descubrimiento freudiano del inconsciente. Partir de allí implica postular que el hombre (LOM) no se manifiesta primordialmente como razonante sino como hablante. Esta redefinición de lo humano a partir del habla introduce también una conceptualización diferente a la clásica definición lacaniana del sujeto barrado que se caracterizaba por estar dividido entre dos significantes y su vacuidad resultante.

El hablante requiere ser abordado en tanto que tiene un cuerpo, habla con él y lo siente; por ello ese cuerpo es el lugar en donde se ocasionan acontecimientos que lo impactan y hacen marca en él. Esta es la artificiosa naturaleza del cuerpo hablante que lo lleva a darse un ser. De ahí que al hombre (LOM) el psicoanálisis tiene que formularlo como parlêtre, neologismo que reúne “habla” (parler) y “ser” (être). Traducido como hablaser, no se trata de un ser que primero “es” y luego habla, sino que habla y por eso crea las ficciones del ser con las que trata de colmar el vacío que el lenguaje había cavado en él. Esta pasión de ser de los hablantes será lo que los lleva a la necesidad de distinguirse.

El hablante no es un ser aristotélico, no define su ser a partir del cuerpo; es decir, lo tiene y no lo es. Para Aristóteles, raíz del pensamiento clásico de occidente, con quien Lacan debate frecuentemente en los años setenta a partir de la introducción del concepto de hablaser, el ser no puede separarse del cuerpo.

De allí la desmesurada relevancia que adquirió dicho verbo para el pensamiento metafísico:

Detenerse en el verbo ser -ese verbo que no tiene siquiera, en el campo completo de la diversidad de las lenguas, un uso que pueda calificarse de universal- producirlo como tal, constituye una acentuación muy arriesgada (Lacan, 1972-73/1981, p. 42-43).

Es así que Occidente tendió a otorgarle una importancia desmesurada al verbo “ser”, al abstraerlo de su modesto valor gramatical como cópula de la oración para consagrarlo como un significante Amo de nuestra cultura. Semejante tarea sólo puede realizarse por el discurso Amo -del cual la filosofía es solidaria-, pero también porque algo de las características de las lenguas lo permite, ya que el verbo “ser” no está presente en todas ellas.

El concepto de “escabel” remite por lo tanto, irónicamente, a esa necesidad de los hablantes de darse un “ser” distinguiéndose de los otros. Palabra derivada del latín scabelum, puede designar una tarima pequeña utilizada para apoyar los pies o para elevarse. Lacan retiene fundamentalmente esta segunda acepción. Constituye los pedestales con los que los hablantes intentan elevar su ser. Y en el texto de su conferencia le imprime alteraciones fonéticas de escritura a este término, tales como Skbeau (esca-bello) para señalar, junto con el término “bello”, los vínculos que mantiene el concepto de “escabel” tanto con el arte como con el narcisismo. El escabello condiciona que el hombre viva del ser, porque el ser es un vacío para el que habla, el cual vive tratando de llenar para afirmarse distinto de los demás. Identificarse a la opacidad sintomal, producto de la reducción del síntoma a su carácter real más elemental, deviene consecuentemente una identidad separada del Otro y los decires familiares con los que el sujeto tramó un destino ( cf. Lacan, 1975-76/2006, p. 160).

Tal como lo señala J.-A. Miller, el escabel es un concepto transversal que, evocando de un modo figurado la sublimación, la entrecruza con el narcisismo al otorgarle un sentido que hace lazo social a partir del goce opaco del acontecimiento corporal sintomático (cf. Miller, 2014, p. 29). Sin embargo, dicho narcisismo no se sostiene, en el caso de Joyce, en la imagen del cuerpo sino que hizo del síntoma mismo, de su escritura no para leer, el escabel de su arte. Con el goce opaco presente en esa escritura construye una monumental tarima que oferta al estudio de los universitarios: “Es su pedestal, el que le permite elevarse a sí mismo a la dignidad de la cosa” (p. 29). Se destaca de este modo la diferencia -a la vez que entrecruzamiento- entre la definición de la sublimación elaborada en el Seminario 7 (Lacan, 1959-60/1988, p. 138) y su reformulación a partir del concepto de “escabel” presente en las dos versiones de la conferencia dedicadas al escritor irlandés.

Joyce sin duda extrae un goce del escabello, por eso lleva el síntoma hasta su máximo rigor lógico y obtiene de su arte un notable orgullo, “un artegullo” (cf. Lacan, 1979/2012, p. 593). No hace su escabel con su cuerpo debido al lapsus del anudamiento de la cuerda de lo imaginario, de allí que su narcisismo no pasa por el cuerpo ni por el estadio del espejo sino por lo real del síntoma.

Finnegans Wake es la obra a la que le dedicó un enorme esfuerzo de 17 años, en contra de un sinnúmero de adversidades:

La obra capital y última...a la que en suma Joyce reservó la función de ser su escabel. Porque desde el principio él quiso ser alguien cuyo nombre, precisamente el nombre, sobreviviera por siempre. Para siempre significa que él marca una fecha. Nunca se había hecho arte así (Lacan, 1975-76/2006, p. 163).

Sin duda, para Joyce se trató de distinguirse: “convertirse en un hombre importante. En efecto, se convirtió en alguien muy importante” (Lacan, 1976, p. 13).

El concepto de escabel reaparece en el Seminario 24 aunque no utilice explícitamente el término. Allí lo liga a la función de nominación, luego de establecer una relación entre el síntoma y el narcisismo:

Conocer su síntoma quiere decir saber hacer con, saber desembrollarlo, manipularlo. Lo que el hombre hace con su imagen permite imaginar la manera en la cual se desenvuelve con el síntoma. Se trata del narcisismo secundario que es el narcisismo radical (Lacan, 1976-77, 19-11-76).

De este modo, el saber hacer con el síntoma es ubicado, tal como el caso de Joyce lo revela paradigmáticamente, como aquello que suple lo que no puede sostenerse con la imagen del cuerpo. Se trata de un narcisismo disyunto de la imagen que se afirma en la letra, la publicación y el nombre: “Fundar un nombre propio es una cosa que hace subir un poquito vuestro nombre propio” (19-11-76). Cumple así una función de anudamiento que Lacan ejemplifica con su propio ejemplo: al crear sus tres registros, esos tres nombres (imaginario, simbólico y real), quedaron anudados al nombre propio “Lacan”, el cual deviene una extensión de los mismos. Logra hacerlos consistir borromeanamente como cuarto a la vez que su nombre propio se eleva al enlazarse con ellos.

El síntoma y el nombre propio

Joyce se identifica con lo que hay de más singular en él, encarnando de este modo al síntoma. Con su arte escapa a toda muerte posible y se eterniza como un fenómeno herético de ruptura en la literatura misma, erigiéndose como aquel que viene a perturbarla o despertarla. Después de él ella ya no podrá ser lo mismo, marca una fecha, delimitando un antes y un después. Por eso Lacan considera que el mismísimo escritor estaría de acuerdo con que Joyce el síntoma es el nombre que le corresponde, pues precisamente es en ese lugar disruptivo en donde busca ubicarse con su escabel. Pero eso no implica que haya que considerarlo como alguien que realiza una obra y luego se complace con el éxito adquirido. Por el contrario, como la denominación de Work in Progress lo indica, se trató de un esfuerzo notable e ininterrumpido, en tanto lo concierne algo que insiste y no cesa. Esfuerzo que también pretende del lector, encarnado fundamentalmente en los universitarios, de los que espera que trabajen sin cesar, dedicándoles su vida a descifrarlo durante siglos.

Esta dimensión dedicada y trabajosa de la reducción del síntoma a su singularidad y la producción de un escabel es claramente destacada y generalizada por Lacan:

El análisis nos indica que no hay más que el nudo del síntoma, y que hay que sudar bastante para llegar a aislarlo; tanto hay que sudar que uno puede incluso hacerse un nombre, como se dice, de ese sudor. Es lo que conduce en algunos casos al colmo, a lo mejor que se puede hacer: una obra de arte (Lacan, 1975b).

Podemos apreciar, no obstante, cómo distingue el trabajo que lleva a aislar el núcleo real del síntoma y la obra de arte. Por eso concluye:

No es nuestra intención, no se trata para nosotros en absoluto de llevar a alguien a hacerse un nombre, ni a hacer una obra de arte. Lo nuestro consiste en incitarlo a pasar por el buen agujero de lo que le es ofrecido, a él, como singular (Lacan, 1975b).

Consideramos que este deslinde resulta fundamental, el deseo del analista se orienta por lo real del síntoma, la letra que en el recorrido de un análisis se circunscribe más allá de la particularidad del tipo clínico. Pasar por el buen agujero abre el campo de lo posible, permitiendo un uso inédito de lo que no cesaba de escribirse. Lo que resulte a partir de allí, ya no concierne al analista y queda librado al saber hacer de cada uno.

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