Psicoanálisis
LOS ESTEREOTIPOS DE GÉNERO EN LA CONSTRUCCIÓN SUBJETIVA DE LAS NIÑAS: SU RELACIÓN CON LAS DERIVACIONES A SERVICIOS DE SALUD MENTAL
THE GENDER STEREOTYPES ON THE YOUNG GIRLS SUBJECTIVITY CONSTRUCTION: RELATION WITH THE REFERRALS OF YOUNG GIRLS TO MENTAL HEALTH SERVICE
LOS ESTEREOTIPOS DE GÉNERO EN LA CONSTRUCCIÓN SUBJETIVA DE LAS NIÑAS: SU RELACIÓN CON LAS DERIVACIONES A SERVICIOS DE SALUD MENTAL
Anuario de Investigaciones, vol. XXVII, pp. 283-291, 2020
Universidad de Buenos Aires
Recepción: 30 Marzo 2020
Aprobación: 20 Octubre 2020
Resumen: En el presente artículo se busca mediante una investigación conceptual problematizar y establecer relaciones entre los estereotipos de género femeninos, la construcción subjetiva de las niñas y los motivos de derivación de los Equipos de Orientación Escolar a Servicios de Salud Mental. Se realiza un recorrido por diversos autores y autoras del psicoanálisis clásico y contemporáneo desde una perspectiva de género para intentar dar respuesta a la pregunta acerca de la influencia de los estereotipos de género femeninos en las derivaciones de las niñas a los servicios de salud mental. Conclusiones: Los modos de expresión de malestar psíquico pueden considerarse dentro de las construcciones que reproduce el imaginario social reinante; el modo de las niñas es menos disruptivo que el de los niños: si no se los logra discernir de los “atributos femeninos” que impone el sistema patriarcal las ubica en un grupo de riesgo.
Palabras clave: Estereotipos de género, Salud mental infantil, Subjetividad, Derivaciones escolares.
Abstract: This conceptual research aims to investigate, problematize and establish relations between female gender stereotypes and the subjectivity construction of young girls and the Scholar Guidance Teams motives for the referrals to children´s mental health service. We take a look at various authors from the psychoanalysis classic and contemporary school, from a gender’s perspective, to try and answer this problematics. In conclution, the ways that young girls express suffering may be integrated into the social constructions that we face today. Young girls that are not able to express their suffering in a clear way, are exposed to dangerous situations if we can’t separate the “femenine atributes” imposed by the patriarchy.
Keywords: Gender stereotype, Child mental health, Subjectivity, School.
Introducción
La niñez es una etapa del desarrollo en la cual de manera fluida se construyen y deconstruyen las subjetividades, el conocimiento del cuerpo, del mundo y la identidad. Estos movimientos están mediados por los discursos y prácticas presentes tanto en el entorno familiar, escolar como social que producen y reproducen imaginarios sociales que determinan lo femenino y lo masculino respondiendo a un sistema patriarcal heteronormativo. A partir de estos imaginarios instituidos, los procesos de subjetivación de las infancias son atravesados por esencialismos respecto a qué es ser mujer y qué es ser hombre, imponiendo una lógica binaria y biologicista. Esta lógica deja por fuera la existencia de otros devenires que desiguala y jerarquiza desde los primeros años.
Desde esta perspectiva, surgen los siguientes interrogantes: ¿influyen estas concepciones sobre lo qué es ser mujer o varón en el modo de expresión del malestar psíquico en la infancia?, ¿son los adultos quienes sancionan qué expresión es patológica o no y determinan su derivación a partir de una mirada construida desde la lógica binaria del sistema reinante?
La temática deriva de una tesis de grado que surge a partir de la pertenencia al Servicio de Psicología Clínica de niños (SPCN) dependiente de la Cátedra II de Psicoanálisis Escuela Inglesa de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires y en la investigación “Estudio de los problemas comportamentales y emocionales de una población infantil del conurbano bonaerense desde la perspectiva epidemiológica y construcción de un perfil psicopatológico y sociodemográfico, diferenciando por género.” (Programación UBACyT 2018-2020, Directora: Ana M. Luzzi).
Según numerosas investigaciones a nivel nacional e internacional, los niños son derivados con mayor frecuencia que las niñas a los servicios de salud mental (Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 2013; Monterosso, 2017; Etchegaray, 2011; Bragado, Carrasco, Sánchez, Bersabé, Loriga & Monsalve, 1995). Una muestra de esta tendencia son los datos obtenidos desde marzo del 2018 a septiembre del 2019 provenientes de los registros del SPCN: de un total de 248 admisiones el 72% son niños mientras que el 28% son niñas y casi el 95% de las derivaciones son por parte de los Equipos de Orientación Escolar (EOE), por lo que se constituye como el mayor agente de derivación (82%).
Estas diferencias entre las niñas y los niños son relacionadas con dos escalas de manifestaciones clínicas que se obtienen del Child Behavior Checklist (CBCL, adaptación Samaniego 1998): los varones obtienen mayores puntajes en los síndromes “externalizantes” y las niñas en los síndromes “internalizantes” (Luzzi & Slapak, 2013; Crijnen, Achenbach, & Verhulst,1997; Lemos, Vallejo & Sandoval 2002). Dentro de los síndromes externalizantes se agrupan los comportamientos disruptivos, perturbadores, oposición-desafío y déficit de atención e hiperactividad. Mientras que los síndromes internalizantes incluyen alteraciones del estado de ánimo, como ansiedad y depresión, quejas somáticas y trastornos de la alimentación.
Investigaciones nacionales e internacionales indican que se observan mayoritariamente derivaciones de niños por conductas agresivas o violentas, que se agrupan dentro de la escala “síndromes externalizantes”, y en menor cantidad a niñas por problemas de atención y síntomas “internalizantes” que incluyen síntomas depresivos y psicosomáticos. Estas diferencias no dan cuenta de un menor padecimiento o “mayor” salud en las niñas frente a los niños que arriban a consulta presentando sintomatología más grave (Cervone, N.; Luzzi, A.; Slapak, S.; Samaniego, C.2002; Lo Russo, A., 2011; Moral, Galán & Beitia, 2012).
Respecto a la mayor derivación de los varones, se estudió que las conductas disruptivas generan molestia en los adultos, ya sean familiares o miembros de la escuela, y son quienes los derivan a los centros de salud mental mientras que las niñas tienden a pasar desapercibidas ya que sus síntomas no perturban dentro del aula o del hogar. De esta manera, la consulta en las niñas y la detección de sus malestares no se producen de manera temprana sino cuando se agravan a edades posteriores. (Samaniego, 2004; Soler, Alcántara, Fernández & Castro, 2010; López-Soler et al, 2009;Cova, Maganto & Melipillán, 2005).
A partir de los datos recolectados, surgen diversos interrogantes acerca de cómo las niñas son miradas, cuáles son las razones que movilizan las derivaciones y el motivo de consulta de quienes las acompañan: ¿pueden los estereotipos de género posibilitar en las niñas una expresión similar de los ideales de lo femenino en su sintomatología? ¿Qué aspectos en las derivaciones clínicas están en consonancia con los estereotipos de cómo debe ser una mujer según el sistema reinante? De ser así, ¿alguien escucha o mira esa expresión si no genera disrupciones o malestar en los otros? Si se parte de la hipótesis que los estereotipos de género femeninos influyen en la construcción subjetiva de las niñas: ¿cómo se refleja esta influencia en los motivos de derivación de los EOE a los servicios de salud mental infantil?
La construcción de subjetividad
Los primeros años de vida de los niños y niñas son esenciales en su formación como sujetos dentro de la sociedad en la que viven y se desarrollan. Beatriz Janin (2011) toma los desarrollos de Freud para argumentar que el aparato psíquico del infante se estructura marcado por las acciones específicas que los otros realizan, consideradas fundamentales debido a la dependencia con los adultos que lo rodean. La autora argumenta que “en la medida en que el niño se va pensando a sí mismo como alguien, es que puede ir armando una representación de sí, a partir de la imagen de sí que le dan los otros” (p.23). Las figuras significativas de los infantes son quienes prohíben, posibilitan, ofrecen modelos de identificación, portan normas, ideales y transmiten la cultura en la que están insertos.
Ignacio Lewkowicz y Cristina Corea (1999), retomado por Melera (2013), refieren que las prácticas de la crianza son las que marcan el cuerpo del bebé incluyéndolo así en el campo de la humanidad. Estas prácticas inician para el autor la posibilidad de instituir la subjetividad en los sujetos. Por su lado, Silvia Bleichmar (1995), señala a la identificación como la operación fundamental que genera las condiciones para instituir la subjetividad, al propiciar los requisitos de la constitución psíquica. A partir de las palabras, las miradas, acciones, los modos de cuidado, el sostén y los juegos de las figuras significativas de los infantes determinan el modo en que invisten y transmiten los conocimientos tanto de sí mismo como del mundo que los rodea.
En palabras de Melera (2013) la subjetividad: “se compone situacionalmente, no se apoya en una esencia establecida a priori que se transforma de acuerdo a los movimientos de la historia. Cada momento histórico engendrará entonces sus modos específicos y singulares de producción de subjetividad” (p.5). Desde esta perspectiva, habrá tantas subjetividades como momentos históricos en los que se construyan como también de la cultura en la que se encuentren los sujetos.
Las figuras familiares que invisten y estructuran el psiquismo de los infantes están insertos en una cultura determinada y subjetivados en un momento histórico particular, entonces, como expresa Janin (2011): “la madre le ofrece al niño un mundo ya codificado por ella, peculiar lectura del mundo que se transmite a través de palabras, gestos y miradas” (p.23). En otras palabras, un mundo atravesado por un histórico-social y cultural con pautas determinadas. Asimismo, las figuras significativas erogeneizarán a ese niño de acuerdo al propio mapa erógeno estructurado por su propia historia de placeres y prohibiciones. De este modo, “el niño va armando sus redes representacionales, va constituyendo sus circuitos de pensamiento, en relación con los otros que lo rodean, fundamentalmente en relación con el funcionamiento psíquico de esos otros” (Janin, 2011, p.22).
Subjetividad y cultura
La subjetividad es construida e instituida de acuerdo al funcionamiento histórico del momento, por lo tanto, la cultura de cada época tendrá fuerte influencia sobre su desarrollo (Melera, 2013). Freud (1930) reconoce como culturales “todas las actividades y valores que son útiles para el ser humano en tanto ponen la tierra a su servicio, lo protegen contra la violencia de las fuerzas naturales” (p.89). Desde esta perspectiva, se entiende a la cultura como un regulador de los vínculos, las acciones, las posibilidades de satisfacción y las pulsiones de los sujetos. Además, destaca que la sublimación va a ser un rasgo fundamental para el desarrollo de la cultura, siendo este un destino forzoso y no sin sufrimiento, por el cual se renuncia a ciertas mociones pulsionales en pos de formar parte de la misma. El sujeto, en su carácter de infante llega al mundo y es atravesado por una cultura que portan sus referentes afectivos, así como las instituciones que lo “moldearán” desde sus propias inscripciones, prohibiciones, creencias y mitos sobre lo que se debe ser o hacer. En términos de Melera (2013), las instituciones son unas “máquinas de hacernos creer”.
Las reglas e imposiciones culturales, tanto positivas como negativas, son tomadas por quienes las transitan como rasgos naturales que preexisten y que portan un argumento válido para desarrollarse de esa manera. Ana María Fernández (1993) nombra este conjunto de reglas, mitos y significaciones colectivas como un “imaginario social” que funciona dando unión a la sociedad a partir de estos elementos. El imaginario social opera en el plano de las subjetividades colectivas produciendo y reproduciendo sus propias construcciones de sentido e interpela a los sentimientos, las voluntades y organiza el sentido de los actos humanos. La autora argumenta que “los discursos y los mitos sociales ordenan, legitiman, disciplinan, definen los lugares de los actores de las desigualdades en los espacios sociales y subjetivos que la violencia- visible o invisible- instituye” (1992, p.13). Los discursos instituidos en las sociedades producen individuos que luego van a investir y producir nuevos sujetos que reproducen las construcciones de la sociedad en la que se encuentran. ¿Qué es entonces, ser, devenir una mujer o un varón en el imaginario social imperante?
Debora Tajer (2009) tomando desarrollos de Silvia Bleichmar propone como concepto los “modos de subjetivación” definidos como “un constructo conceptual que refiere a la relación entre las formas de representación que cada sociedad instituye para la conformación de sujetos aptos para desplegarse en su interior y las maneras en las cuales cada sujeto constituye su singularidad” (2009, p.1). Estos modos de subjetivación se ven modificados a los largo del tiempo por los distintos destinos, permisos, posiciones en el mundo público y privado tanto de los varones como de las mujeres. Diferencia tres tipos de modos de subjetivación: tradicional, transicional e innovador pero no como categorías fijas sino que pueden superponerse, modificarse o presentarse en una misma persona distintos aspectos de cada uno de ellos. La autora diferencia estos modos principalmente por los momentos históricos en los que se desarrollan ya que los cambios en la cultura, los movimientos sociales e históricos afectan de manera directa la subjetivación de las mujeres y los varones. De esta manera, por ejemplo, en la modernidad los estilos de subjetivación estaban relacionados a lo tradicional que sostenían la lógica capitalista reinante así la mujer se abocaba a lo privado sentimentalizado, el cuidado del hogar, la crianza y los varones tenían movilidad en lo público considerados proveedores económicos de ese hogar y eran relacionados con el poder y la fuerza (Tajer, 2009). A pesar de los cambios en la modalidad de subjetivación por los movimientos histórico-psico-sociales, la autora refiere que siguen presentes vestigios de estos modos que continúan operando en lo colectivo. ¿Desde qué modo construyen las madres, padres e instituciones las subjetividades de las nuevas niñas? ¿Qué momento sociohistórico-cultural las atraviesa? ¿Cómo se entremezcla con el modo de subjetivación en que sus referentes fueron subjetivados?
Fernández (1992) explícita que la modalidad con la que operan los imaginarios sociales sobre los sujetos resulta inseparable de las lógicas de poder. A partir de dichos imaginarios se instituirán los distintos espacios y lugares en la sociedad que ocupará cada uno mediados por los mitos y las creencias. La autora sostiene que si estos atributos del imaginario social se consideran “ahistóricos y naturales” entonces “los mitos sociales obtienen su eficacia simbólica por medio de la repetición-insistencia de sus tramas argumentales, que se multiplican en innumerables focos de tejido social” (p.22). En la repetición se da por supuesto que esas son las maneras de ser, hacer y pensar renovando la apuesta al modo de funcionamiento vigente. La autora considera que cuestionar el carácter natural del imaginario implica interrogar el funcionamiento social, el de las instituciones, pero también acerca de la subjetividad de varones y mujeres y “cómo operan en tal registro las tecnologías sociales de manipulación de los deseos, temores, esperanzas, anhelos, amenazas, etc.” (1992, p14). En este punto, se abren nuevos interrogantes: ¿y en el sufrimiento?, ¿impactan estos imaginarios en la manera de expresar las niñas su sufrimiento psíquico?
Lo femenino en el imaginario social
Los procesos de subjetivación se presentan en las infancias sin importar el género, pero ¿determina el género de qué manera se subjetivan las infancias? Como primer paso, es necesario definir y diferenciar la categoría de género y sexo. Según la OMS el sexo refiere a las características biológicas y físicas de los individuos que los diferencian entre femenino o masculino. En cambio, el género es definido como aquellos conceptos sociales de las funciones, comportamientos, actividades y atributos que cada sociedad considera apropiados para los hombres y las mujeres. Judith Butler (1999) diferencia también el sexo como lo biológico y el género como constructo social y agrega que existe una ley cultural que atraviesa los cuerpos que puede generar determinismos en esta construcción, empezando por el hecho de pensarse el género como binario y heteronormativo. Butler (1999) afirma:
Cuando la cultura pertinente que construye el género se entiende en función de dicha ley o conjunto de leyes, entonces parece que el género es tan preciso y fijo como lo era bajo la afirmación de que <biología es destino>. En tal caso, la cultura, y no la biología, se convierte en destino. (p.57)
Desde la psicología, Dio Bleichmar (1992) plantea el género como los aspectos psicológicos, sociales y culturales de la femeneidad y la masculinidad. La autora ubica al género como un “principio organizador de toda subjetividad”. Por su parte, Alejandra Lo Russo (2011) plantea que el género “es una noción que opera sobre los aspectos identitarios así como también determina a las distintas instancias psíquicas, yo, superyo, deseo sexual” (p.41). Entonces, ¿cómo es el proceso de subjetivación de la niña en el imaginario social?
Para pensar los procesos de subjetivación de las niñas de los últimos años hasta la actualidad se debe tener en cuenta que el imaginario social se rige bajo la lógica de un sistema patriarcal. Este sistema sostiene ciertos mitos, creencias y lugares adjudicados a los distintos actores de la sociedad para intentar resguardar una lógica de poder y orden que es tomada como natural y atemporal invisibilizando tanto las diversidades como las singularidades dentro de cada género. Se concibe así que lo dado es por la naturaleza de las diferencias y que viene desde hace años funcionando de esta manera como algo establecido sin posibilidad de modificación, dejando oculto que se basa en construcciones culturales y arbitrarias (Fernández, 1992). Estas construcciones estereotipadas perduran en el tiempo apoyándose en diversos argumentos, como lo explica la autora, por un lado en la falacia naturalista expresada más arriba pero también transportando estos aspectos biológicos a un rango de esencia. De este modo, los atributos por los cuales se define lo femenino son concebidos como una esencia universal dotado de un verdadero peso ontológico (Fernández, 1993).
Las construcciones sobre qué es ser una mujer se sostienen en, por lo menos, tres mitos (Fernández, 2014; Tajer, 2009). El primero sostiene la igualación de “mujer-madre” dejando entrever que para ser mujer es condición la maternidad; el segundo refiere a la “pasividad femenina”, dando por hecho la docilidad, bondad y acatamiento de la mujer; y tercero, el “amor romántico”, que ubica a la mujer en el lugar de ser rescatada, de exclusividad y renuncia por un otro a pesar de los daños. Estos mitos, vividos como una realidad objetiva, organizan las prácticas y procuran establecer los espacios públicos y privados otorgando los lugares que cada cual puede y debe ocupar, lo que está permitido y prohibido. Establecen que “lo femenino se desarrolla en el mundo privado sentimentalizado, definido como un mundo de la retaguardia, marginal y subalterno, privado de las características de productividad, poder organizacional y potencialidad cognitiva” (Fernández, 1993, p.152). La mujer es asociada con la ternura, los afectos, el cuidado maternal hacia sus hijos como a otros sujetos y a la pasividad. En su contra parte, al varón se lo considera como triple proveedor de lo económico, del placer erótico y de significaciones desde una lógica de potencia y poder. Estos atributos construidos social y culturalmente determinan la constitución subjetiva y los posicionamientos sociales de las y los sujetos. Si bien muchos de estos determinantes están en movimiento y en proceso de deconstrucción y cambio continúan operando en diversos aspectos de la vida cotidiana y la cultura.
Devenir niña
Desde el nacimiento los infantes son incluidos por sus figuras familiares y por las instituciones que les atraviesan en la cultura de su lugar de procedencia y con ella, en las prácticas y costumbres que legitima. René Käes (1987) considera que “la institución nos precede, nos sitúa y nos inscribe en sus vínculos y sus discursos” (p.16), pudiendo ubicar al género como una institución reguladora de las relaciones, los modos de desarrollarse y vivir. Los géneros preexisten al sujeto en la sociedad marcando prohibiciones y permisos según a cuál pertenezca o le sea asignado al nacer. Entonces, ¿de qué manera se construye la subjetividad de las niñas?, ¿qué impone “lo femenino” del imaginario social en su construcción como niña?
Retomando la definición de institución de Käes (1987) y los modos de subjetivación de Tajer (2009), se puede considerar que los atributos hacia lo femenino se basan en un instituido del género construido en un histórico-social de una determinada cultura. Este aspecto fue esbozado por S. Freud al sostener que “debemos cuidarnos de pasar por alto la influencia de las normas sociales, que de igual modo esfuerzan a la mujer hacia situaciones pasivas” (1931, p.107). Si bien Freud consideraba las influencias sociales en la mujer, sostenía una visión determinista respecto al ser de la mujer. Un año más tarde solicitaba no descuidar “la existencia de un vínculo particularmente constante entre feminidad y vida pulsional. Su propia constitución le prescribe a la mujer sofocar su agresión, y la sociedad se lo impone” (1932, p.107).
Débora Tajer (2009) retoma las ideas de Mabel Burin (1987) para sostener que las mujeres tienden a expresar la hostilidad de manera indirecta debido a los mandatos sociales, ligados al sometimiento, que inhiben el despliegue de esta pulsión. Burin diferencia el “deseo hostil” del afecto de hostilidad y lo define como un deseo que permite la diferenciación, la constitución y el despliegue de nuevos deseos y promueve nuevas búsquedas de objetos libidinales al aparato psíquico. La autora ubica al deseo hostil como fundante de la subjetividad femenina en la temprana infancia, aunque señala que en nuestra cultura es un deseo que tiene predominantemente como destino la represión ya que enfatiza las diferencias y propicia la ruptura de los vínculos identificatorios a diferencia del “deseo amoroso” que favorece experiencias placenteras y de satisfacción libidinal en el vínculo madre-hijo. De este modo, argumenta que “el desarrollo del deseo hostil implicaría un peligro para nuestros ordenamientos culturales que identifican a las mujeres con las madres” (Burin, 1996, p.89).
Respecto a las “disposiciones pulsiones” disímiles entre los varones y mujeres, es pertinente recordar que S. Freud (1932) entiende la “naturaleza” de la mujer a partir de esta diferencia: considera que “la niña es por regla general menos agresiva y porfiada, se basta menos a sí misma, parece tener más necesidad de que se le demuestre ternura, y por eso ser más dependiente y dócil (...) es más inteligente y viva que el varoncito de la misma edad, que se muestra más solícita hacia el mundo exterior” (p.109). Si bien estos desarrollos provienen de décadas pasadas donde los naturalismos en torno a las identidades de género tenían una fuerza mayor, aún hoy continúan vigentes.
En esta misma línea, Lo Russo (2011) sostiene que existen “variaciones en la vida pulsional de niños y niñas y sus modos singulares de expresión, donde los niños, con particular predominancia de varones, tienen una vía facilitada o habilitada para la expresión directa de su hostilidad; se presentan visiblemente como más agresivos o menos dóciles” (p.194). Por su parte, las niñas “han recibido una crianza para ser siempre “buenitas”, obedientes, no protestar, ser humildes, hablar en voz baja o callarse como atributos de la femeneidad” (Burin, citado por Tajer, 2009, p.4). En este sentido, A. Lo Russo (2011) agrega que en los aspectos diferenciales de los procesos de subjetivación de la infancia según el género se destaca el lugar del cuerpo, el dolor y la hostilidad donde el cuerpo para las niñas tempranamente adquiere una significación totalmente diversa. Para las niñas el cuerpo se construye como un lugar sagrado y frágil a cuidar, ocultar y resguardar; mientras que para los niños, por la expresión habilitada de la hostilidad y la agresión, su cuerpo se construye con mayor exposición a riesgos físicos como muestra de potencia y fortaleza. Se desprenden de estas construcciones los lugares de poder y dependencia entre los géneros, por lo tanto, “la fragilidad femenina y la consecuente necesidad de protección masculina son también una construcción social e histórica” (Fernández, 2014, p.89).
Los atributos asignados por el imaginario social a cada género son transmitidos desde la temprana infancia. Como principales figuras de esta operación se encuentran los padres y las madres que como explica C. Castoriadis (1997) “son claramente la sociedad en persona y la historia en persona inclinados sobre la cuna del recién nacido. (...) Padre y madre transmiten lo que viven, transmiten lo que son, proveen al niño de polos identificatorios simplemente siendo lo que son” (p.165). Así, los padres construirán subjetividad en las niñas a partir de sus propias lecturas del mundo, desde un entramado de subjetividades compuesto por su subjetividad en el histórico-social actual y por la que fue transmitida a ellos cuando eran pequeños. Esas madres y padres estarán “comandados a su vez por exigencias y valores sociales, así como por exigencias y valores de las generaciones precedentes” (Janin, 2011, p.61) y harán presente un pasado cultural por medio de la transmisión en la vida cotidiana de una “historia de varias generaciones que se inscribirá en cada niño y que le permitirá ubicarse y ubicar a los otros en un contexto” (Janin, 2011, p.61).
La niña en la escuela
La escuela es una institución de gran influencia en los procesos de subjetivación de niños y niñas que ofrece referentes, identificaciones y modos de conocer el mundo: ¿cómo se articula esta institución con las nociones de género? Ana María Fernández (2014) considera:
La escuela arrastra consigo en múltiples pero no menos invisibles hilos formas desiguales de apropiación de los espacios, de autovalorizaciones personales, de registros no siempre conscientes de, que debajo de las igualdades conquistadas, persisten sutiles pero persistentes formas de desigualación que no siempre pareciera conveniente desafiar. (p. 95)
La apropiación de los espacios está generalmente mediada por la diferencia de género donde, por ejemplo, los varones suelen abarcar una mayor parte del patio en relación con las nenas. Respecto a las normas de convivencia escolar, sostiene que “por parte de las mujeres se observa mayor acatamiento y vigilancia, en tanto los varones despliegan una mayor capacidad de negociación y aún de transgresión o subversión” (p.98).
Las desigualdades y marcas de género no son solo sostenidas por los niños y niñas en base a su construcción familiar y social fuera de la escuela, sino que se mantienen también por los y las docentes (Fernández, 2014). Mercer y su equipo (Mercer R., et al. 2008) señalan que los docentes dentro del aula generan con sus acciones y/o formas de comunicar segregación y respuestas estereotipadas según a quiénes se dirijan. Por ejemplo, en el aula los docentes propician la participación de los varones por encima de las mujeres tomando un rol protagónico dentro de la misma (Fernández, 2014). Asimismo, se observa que durante la edad pre-escolar, las niñas son motivadas a participar en actividades estructuradas de adultos como acompañar a la maestra siguiendo órdenes (Mercer, et al., 2008). Otro ejemplo, lo proporciona Ilusión Duarte (2014) al mencionar ciertos marcadores de género en el juego, donde, a las niñas se les indican que si corren lo hagan despacio, les ceden el paso y les piden que crucen sus piernas al sentarse a diferencia de los niños a quienes se los motiva a la rapidez y la competencia. Estas diferencias pueden articularse con los aspectos estereotipados de los géneros, en tanto, los varones son relacionados al desarrollo en el ámbito público, a tomar la palabra, mientras que a las mujeres se las relaciona mayormente con lo privado, la docilidad y las actividades del cuidado. Javier Noriega (2017) ubica a la escuela como una organización de producción de subjetividad, por lo tanto, como reproductora de los estereotipos de género. Sin embargo, también remarca que en la escuela se presentan las condiciones para que se edifique como promotora de salud tanto en aspectos biológicos como psicosociales posibilitando movimientos instituyentes en torno a la temática.
Las niñas, por lo tanto, fuera y dentro del ámbito educativo según el imaginario social son concebidas como sujetos dóciles, que acatan, que no causan problemas y no levantan la voz. En base a estas ideas se plantean algunos interrogantes: si una niña no cumple estos parámetros de lo femenino, si hace ruido ¿es menos niña? ¿está expresando de esa manera un malestar? y si los cumple, ¿es signo de salud o va a manifestar su malestar en consonancia con cómo fue subjetivada como niña en su momento histórico-social? Si no genera desorden, ¿pueden los adultos leer o mirar en las niñas su malestar o verán los atributos de lo femenino?
Si la niña no molesta ¿no sufre?
La escuela se erige como principal agente de derivación de niñas y niños a los servicios de salud mental reproduciendo modos de mirar hacia las infancias. Como institución es una importante productora y reproductora de modelos de subjetivación y por lo tanto, de estereotipos de género.
Como se planteó en la introducción del presente artículo, los datos dan cuenta de un mayor número de derivaciones de niños que de niñas a los servicios de Salud Mental (Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 2013; Monterosso, 2017; Etchegaray, 2011; Bragado, Carrasco, Sánchez, Bersabé, Loriga & Monsalve, 1995). Estas diferencias fueron estudiadas con diversos métodos. Uno de ellos fue la administración del Child Behavior Checklist - CBCL- (Ackenbach, 1983; Adaptación Samaniego, 1998), un cuestionario que se administra a padres, madres o adultos responsables y contiene 118 ítems sobre problemas comportamentales. A partir de los datos extraídos, los niños muestran en mayor medida, puntajes altos en las escalas de síndromes “externalizantes” relacionados con conductas disruptivas y violencia y en las escalas de “conducta antisocial”, “problemas sexuales” y “agresividad” mientras que las niñas puntúan más alto en los síndromes “internalizantes” que abarcan síntomas depresivos y psicosomáticos y en las escalas pertenecientes a “problemas de pensamiento”, “problemas sociales”, “retraimiento” y “problemas de atención” (Luzzi & Slapak, 2013; Crijnen, Achenbach, & Verhulst,1997; Lemos, Vallejo & Sandoval 2002; Moral, Galán & Beitia, 2012;).
Las niñas presentan formas más adaptativas en sus modos de expresión de malestar psíquico para la sociedad como timidez y retraimiento a diferencia de los niños que presentan sintomatología más desadaptativa como desobediencia, nerviosismo o inquietud. Estas conductas de los niños perturban el orden social, dentro del hogar o la escuela, y generan molestias en los adultos quienes los derivan a los servicios de salud mental mientras que las niñas suelen ser subdiagnosticadas o pasar desapercibidas por no generar disrupciones (Samaniego, 2004; Soler, Alcántara, Fernández & Castro, 2010; López-Soler et al, 2009; Cova, Maganto & Melipillán, 2005; Slapak, S. et al, 2002).
Sigmund Freud (1932) expresaba que la mujer por su disposición pulsional característica, sumada a las exigencias de la cultura que “tiene que movilizarlo todo para poner límites a las pulsiones agresivas de los seres humanos, para sofrenar mediante formaciones psíquicas reactivas sus exteriorizaciones” (p.109), presenta intensas mociones masoquistas. El autor argumentaba que su constitución y estas mociones permiten en la mujer “ligar eróticamente las tendencias destructivas vueltas hacia adentro. El masoquismo es entonces, como se dice, auténticamente femenino” (p.107). Por su parte, Débora Tajer (2009) expone que en cuanto a la “circulación libidinal” desde pequeñas se les enseña a las niñas que la hostilidad debe ser inhibida y desplegada de manera indirecta como característica de femeneidad provocando, a medida que se desarrollan, dificultades en el manejo de la misma. Entre los efectos de esta exigencia menciona “la vuelta contra ellas mismas (masoquismo), la manifestación indirecta de los sentimientos hostiles de manera “venenosa” o solapada y la descarga inespecífica y/o masiva por falta de ligazón entre representación y afecto” (p.5). Debido a la descarga inespecífica, se genera una acumulación de los afectos y malestares que se expresan luego de manera explosiva frente a una situación que no parece acorde a la reacción. Por lo tanto, el masoquismo es el resultado de la inhibición de esa hostilidad mediada por las exigencias del imaginario social para cumplir con lo que se espera de una mujer. ¿Puede relacionarse este aspecto construido como “auténticamente femenino” con las formas de expresión de los síntomas en las niñas?
A partir de la categorización de los síntomas en “síndromes externalizantes” e “internalizantes” se puede considerar que las expresiones de malestar o sufrimiento de los niños generan, en su mayoría, disrupción en el orden social y en particular en el aula. De esta manera, los niños ocupan -al igual que en otras circunstancias-, un “rol protagónico” (Fernández, 2014), en cambio, la manifestación sintomatológica de las niñas presenta un modo más adaptativo y silencioso que no genera malestar en los adultos. Los valores altos en síndromes “internalizantes” “daría cuenta en ellas de un menor grado de actuación en el mundo externo y, por lo tanto, son de menor impacto” (Salpak, et al, 2002, p.10). Estos aspectos se relacionan con la idea de docilidad y acatamiento que se espera posea una niña, aún cuando está sufriendo, y de este modo, se explica la menor cantidad de derivaciones de las niñas a los servicios de salud mental en tanto su modo de expresión no dificulta el desarrollo de las actividades escolares.
El modo de expresión silencioso no da cuenta de un menor sufrimiento sino que, por el contrario, como expresan Slapak y su equipo (2002), las mujeres derivadas al servicio de salud mental presentan mayor patología con un inicio más temprano y las escalas en las cuales puntúan alto dan cuenta de una patología grave; por lo tanto, concluyen que se trata de una población de riesgo. Además, señalan que a pesar de ser un grupo de riesgo la consulta por las niñas se realiza tardíamente cuando la patología se agrava. Entonces, los síntomas “internalizantes” como expresión del sufrimiento en las niñas, ¿pueden relacionarse con los modos de expresión “avalados” para ellas? De ser así, ¿pueden los adultos escuchar el sufrimiento de la niña sin confundirlo con un modo de ser y estar construido como legítimo para las feminidades?
Conclusiones
Dentro de los modelos histórico-sociales tiene un papel importante la cultura donde los niños y niñas se críen ya que determinará pautas, reglas y prohibiciones que influyen en sus subjetividades. Ana María Fernández (1992) engloba estas pautas en el concepto de “imaginario social” que produce y reproduce sus propias construcciones de sentido interpelando las emociones, voluntades, deseos y, en el cual también se podría incluir a los “modos de expresión de malestar psíquico”. El imaginario social regula también las distintas exigencias según el género a partir de la repetición de sus mitos y ritos dando lugar a los distintos “modos de subjetivación” que propone Débora Tajer (2009) según la época.
El constructo de género pensado desde René Käes (1996) como una institución que enmarca a los sujetos y que preexiste a los mismos regula los procesos de identificación, los discursos y las prácticas de crianza. A partir de dichas prácticas van construyendo condiciones de autonomía, nociones sobre del cuerpo, de las posibilidades y cuidado con un sesgo de género. En cuanto a las feminidades, a lo largo de los años se construyó la imagen de la mujer como sujetos dóciles, que no levantan la voz, que acatan y que inhiben su agresividad como atributos naturales y esenciales de lo femenino. Estas pautas son transmitidas a las niñas desde sus primeros años a través de las prácticas y los cuidados en la crianza y por las instituciones que las atraviesan, como la escuela, que las repiten y reeditan.
La escuela se establece como el mayor agente de derivación de niños y niñas a los servicios de salud mental y como expresa Fernández (1992) esta repite en “hilos invisibles” los modos de mirar y representar a las niñas. Desde este enfoque, se puede inferir que en repetidas oportunidades se desestiman ciertas conductas o modos de actuar en las niñas por considerarlos típicamente femeninos. Los síntomas que mayormente presentan las niñas, como indican Slapak y su equipo (2013) son del tipo “internalizante” por lo tanto no generan disrupciones y presentan características que pueden ser relacionadas con los modos de expresión aparejados con rasgos de femeneidad: no levantar la voz, mantener una posición pasiva frente a quien “tiene” el poder, la fragilidad corporal, la necesidad de inhibir la hostilidad, acatar y mostrarse dócil. De esta manera, las niñas quedan ubicadas en una situación de riesgo a la espera del encuentro de otra forma de expresión de su padecimiento u otra mirada que pueda ver más allá de los atributos “auténticamente femeninos”. Resulta interesante el aporte de Javier Noriega (2017) respecto a considerar a la escuela como promotora de salud también en relación a las nociones de género, en tanto, permite poder construir “un estar” en la educación mediado por una mirada con perspectiva de género que promueva bienestar psicosocial y posibilite detectar la expresión de los distintos malestares psíquicos y su posible derivación.
Para concluir se abre un nuevo interrogante acerca de cómo abordar en la clínica las infancias teniendo en cuenta estos aspectos. Se desprende de este recorrido que las subjetividades son devenires, que pueden modificarse, ampliarse y abrirse a nuevas construcciones a partir de interrogar las instituidas (Melera, 2013) y que en la infancia no todo está predeterminado (Janin, 2011) aunque estos movimientos sean de lenta y difícil modificación. En la clínica de adultos, algunos pacientes cuestionan y exigen una mirada desde la perspectiva de género para abordar los malestares que plantean en sus espacios terapéuticos (André, A., 2018). En la infancia, para las pacientes niñas (y los niños también) no es sencillo solicitar una perspectiva desde donde abordar sus malestares o cambiar de terapeuta como lo haría un adulto. Por lo tanto, resulta necesario e importante tener en cuenta las pautas construidas en torno a cada género según el sistema reinante y cómo estas pueden influir -como lo hacen en otros aspectos- en los modos de expresar sus malestares y sufrimientos. Es decir, contar con una mirada desde la perspectiva de género para la atención de las infancias para no replicar en la clínica los modos de mirar impuestos en el imaginario social. De esta manera posibilitar la construcción y deconstrucción de nuevas subjetividades y alojar sus sufrimientos; construir nuevas miradas que permitan diversos devenires de niños, niñas y niñes.
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