Historia de la Psicología
Recepción: 30 Abril 2020
Aprobación: 20 Octubre 2020
Resumen: El objetivo de este artículo es analizar el libro Higiene de los nervios, publicado en Buenos Aires en 1892 por el médico de origen rumano Hugo Marcus. Por un lado, se recuperan algunos datos a propósito del autor, y se presta especial atención al hecho de que su obra constituye el primer texto de divulgación a nivel local acerca de las afecciones nerviosas leves. Por otro lado, se examinan los principales elementos de la concepción defendida por Marcus en torno a esas condiciones patológicas, y se indica asimismo el contexto en que el tópico de la nerviosidad adquirió entre los porteños una singular significación. Por último, se realiza un estudio comparativo de las descripciones y lenguajes utilizados por Marcus y por otros médicos de la capital en torno a esas problemáticas.
Palabras clave: Nerviosidad, Neurastenia, Marcus, Divulgación, Modernidad.
Abstract: The purpose of this paper is to analyze the book Higiene de los nervios, published in Buenos Aires in 1892 by Hugo Marcus, a physician born in Rumania. On the one hand, some information about the author is pointed out, and special attention is paid to the fact that his book constitutes the first attempt to disseminate in the city scientific knowledge about mild nervous disorders. On the other hand, the main elements of his theory regarding these pathological conditions are examined, and the context in which the topic of nervousness acquired a singular significance among the porteños is also indicated. Finally, a comparative study of the descriptions and languages used by Marcus and other Buenos Aires physicians is carried out.
Keywords: Nervousness, Neurasthenia, Marcus, Dissemination, Modernity.
Hacia fines de agosto de 1892 la editorial de Félix Lajouane publicó en la ciudad de Buenos Aires un libro de unas 200 páginas titulado Higiene de los nervios. Iba firmado por “Hugo-Marcus”, quien, según la información que figuraba en esa misma portada, era “doctor en medicina y cirugía en las facultades de París y Buenos Aires” (Marcus, 1892: 3). Su nombre no era demasiado conocido en los círculos académicos ni en los agrupamientos profesionales de la ciudad. Ajeno a la enseñanza universitaria de la capital, este médico extranjero no había publicado hasta ese momento ningún artículo o comunicación científica en los escasos órganos de prensa de la medicina porteña. Por el contrario, para los lectores de periódicos, e incluso para las autoridades sanitarias, se trataba de un personaje que podía resultar familiar, ya fuera por los escándalos en que había quedado envuelto hacía poco, ya por los avisos publicitarios con que promocionaba sus servicios terapéuticos.
El objetivo de este artículo es examinar el contenido y la significación de esa obra algo olvidada. Además de recuperar los pocos rastros disponibles acerca de la identidad de su autor, estas páginas tienen el cometido de contextualizar los interrogantes y lenguajes utilizados en el libro de 1892 en el marco más general de los discursos que en torno a los problemas nerviosos fueron difundidos por distintos agentes del escenario cultural de fines de siglo. En efecto, en el momento en que Marcus dio a la imprenta su concepción acerca de los “nervios”, otros médicos y novelistas se ocupaban, merced a términos y recursos argumentativos distintos, de circunscribir y describir la proliferación de nuevas afecciones espirituales y mentales, que no podían ser caracterizadas con el vocabulario clásico del delirio o la locura.
Un autor controvertido y un género poco transitado
No es mucho lo que sabemos acerca del autor de la obra que nos ocupa. Los elementos más fidedignos pueden ser hallados en su legajo universitario, que se abre con documentación fechada en mayo de 1890, momento en que este médico de origen rumano solicitó ante la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires la reválida de su diploma (obtenido en París en 1885). En la carta dirigida por Marcus al decano González Catán a los fines de iniciar ese trámite, informa que tiene 29 años -es decir, habría nacido en 1860 o 1861-, es soltero y está domiciliado en Corrientes 844.[1] Sabemos, por otro lado, que este profesional había arribado al país en 1889, aunque por el momento no contamos con evidencias que nos permitan establecer el motivo de ese viaje. Sea como fuere, unas semanas más tarde, entre junio y agosto de 1890, aprobó los exámenes de revalidación, y por lo tanto quedó habilitado para ejercer el arte médico en el país.[2] De inmediato los diarios de la ciudad comenzaron a incluir pequeños avisos publicitarios a través de los cuales Marcus se anunciaba como especialista en cirugía general y en “enfermedades sexuales”.
Ahora bien, muy pronto fue el protagonista principal de un extraño altercado, que ocupó las columnas de los periódicos durante un par de semanas. No estudiaremos en detalle ese conflicto, solamente señalaremos sus puntos más salientes. Entre diciembre de 1890 y enero de 1891 llegaron a Buenos Aires las primeras muestras de la “tuberculina”, el fallido remedio que Robert Koch acababa de distribuir como la solución definitiva y casi mágica para la tuberculosis (Gradmann, 2004). En esta ciudad, al igual que en las grandes urbes de occidente, se generó gran expectativa acerca de la efectividad de la droga, y de inmediato se efectuaron ensayos clínicos destinados a ponerla a prueba. Esos ensayos eran llevados a cabo en instituciones sanitarias (el Hospital de Clínicas y el Hospital Alemán, en un inicio), pero casi en simultáneo trascendió que Marcus era el único médico particular que disponía de la “linfa” milagrosa, y que la aplicaba en sus pacientes. Ello dio lugar a que las autoridades sanitarias citaran al médico extranjero a los fines de apercibirlo; lo más importante, empero, es que ese descontento hacia el proceder del diplomado fue acompañado por declaraciones de otros actores sociales, que no solamente objetaron que el remedio en posesión de Marcus era falsificado, sino que pusieron en entredicho los antecedentes del implicado. Tanto el cónsul del Imperio Austro-Húngaro como el cónsul alemán publicaron en diarios locales comunicados en que desmentían varios puntos del curriculum del acusado -puntos que este último solía mencionar con orgullo en sus avisos publicitarios y en sus entrevistas-: negaron, en tal sentido, que Marcus hubiera realizado estadías de trabajo e investigación en algunos centros académicos de los países representados por ellos. Las alegaciones en contra del rumano fueron de tal gravedad que el propio Departamento Nacional de Higiene pidió a la facultad de medicina que hiciera las averiguaciones necesarias para determinar la autenticidad del diploma médico.[3] Mientras se esperaba una respuesta, uno de los diarios alemanes de la ciudad publicó una larga nota, sin firma, pero redactada presuntamente por un profesor de la universidad, en la cual se afirmaba, entre otras cosas, que Marcus nunca había terminado su estudios de medicina en París, pues había sido expulsado de esa casa de estudios, y que en verdad se había apropiado, mediante artilugios dignos de una novela policial, de un diploma que no le pertenecía.[4] Cabe subrayar que esa columna no fue una difamación sin consecuencias; tal y como consta en el expediente universitario, dos semanas más tarde el propio decanato autorizó el pago de la traducción de esa nota del Argentinisches Tageblatt, y su versión en español figura entre esa documentación oficial.[5]
Con el correr de las semanas se fue apagando el fervor por la tuberculina, y desaparecieron asimismo las acusaciones contra Marcus. Hacia octubre de ese año las autoridades finalmente reconocieron la autenticidad del diploma original de Marcus.[6]
Pasado ese mal trance, este doctor extranjero logró cierta notoriedad entre el público local, primero mediante su libro de 1892, y luego mediante las publicidades de su consultorio médico. No habremos de ocuparnos aquí de su itinerario ulterior, pero dejemos asentado que, por un motivo u otro, sus iniciativas siguieron generando sospechas, e incluso se volvió a cuestionar su condición de médico legítimo.[7]
Aquellos precedentes un tanto escandalosos no impidieron que su libro Higiene de los nervios fuera bien recibido por el público. Sabemos, en efecto, que conoció al menos dos reediciones antes del cambio de siglo (Marcus, 1893, 1899). Ese relativo éxito, poco frecuente en obras médicas lanzadas al mercado editorial porteño, quizá pueda ser explicado en base al talante divulgativo adoptado con insistencia en el volumen. En efecto, partimos de la conjetura de que Marcus supo aprovechar una zona dejada vacante por sus colegas locales. En momentos en que el discurso médico, por ejemplo bajo la forma de preceptos higiénicos destinados a prevenir ciertas enfermedades infecciosas, y vehiculizados por campañas sanitarias a veces accidentadas, lograba una creciente aceptación de parte de algunos sectores de la población general; y en momentos en que la medicina comenzaba a ganar cierto reconocimiento general gracias a su implementación de artefactos sanitarios y terapéuticos que por fin se mostraban eficaces para el abordaje de afecciones y condiciones mórbidas (basta pensar en la progresiva difusión local de sueros y en el uso creciente de la asepsia y antisepsia) (Gutiérrez & González, 1988); en esas fechas, afirmamos, el saber médico se transformó en un objeto confiable y apetecible para los ciudadanos comunes. Si bien no abandonó el tecnicismo que podía resultar expulsivo para un lector no entrenado -todo lo contrario, con el avance de las teorías microbiológicas y la creciente permeabilidad entre medicina y física o química, ese tecnicismo se incrementó-, la literatura médica se transformó en un lenguaje accesible y hasta seductor para los porteños letrados. Durante las últimas dos décadas del siglo XIX, los diarios generales incluyeron con frecuencia columnas firmadas por médicos, dedicadas a resumir, en lenguaje más o menos llano, consejos de higiene o reseñas de descubrimientos científicos.
Así y todo, pocos doctores se atrevieron a emprender obras divulgativas al estilo de Higiene de los nervios. En efecto, hasta fines de siglo, las producciones escritas de los médicos locales siguieron siendo lo de siempre, esto es, comunicaciones más o menos especializadas (bajo la forma de artículos en revistas, tesis o, de manera menos habitual, libros y tratados), que no alcanzaban jamás a lectores que no pertenecieran a la profesión. En unas pocas ocasiones los médicos produjeron escritos que llegaron a manos de otros destinatarios, por ejemplo, cuando redactaron informes oficiales (sobre demografía, condiciones sanitarias, etc.), pero ello sucedió sobre todo cuando sus opiniones expertas fueron convocadas en procesos judiciales. En efecto, los informes periciales a propósito de casos criminales que concitaron el interés de la opinión pública, fueron quizá las piezas médicas que con más facilidad alcanzaron muchos lectores profanos.[8] A ello cabría sumar las obras de aquellos médicos que ganaron cierto renombre gracias a sus incursiones en géneros como la literatura naturalista o la crónica costumbrista; a ese conjunto pertenecen nombres como los de Silverio Domínguez, Ricardo Gutiérrez, Manuel Podestá o Francisco Sicardi.[9]
Aun a pesar de que los doctores porteños dieron desde bien temprano muestras de un buen manejo de la pluma, no se adentraron sino con timidez en el terreno de la divulgación científica. Se cuentan con los dedos de una mano los textos médicos dirigidos al público ampliado, cuyo cometido fuera popularizar conocimientos u objetos de su ciencia. Uno de los más ilustrativos fue el grueso volumen titulado El médico práctico doméstico y Enciclopedia de Medicina, escrito, según se afirmaba en la portada, “por varios facultativos de los más célebres de Norte y Sud América” (Lyon, 1889: 1). Entre los autores figuraba Silverio Domínguez, el médico español afincado en el país desde 1874. Era una suerte de catálogo de las enfermedades más prevalentes, con indicaciones acerca de cómo reconocer sus síntomas y cómo tratarlas, incluyendo instrucciones sobre el modo de confeccionar los respectivos preparados medicamentosos.[10] Podemos mencionar también el libro Niños, de Podestá (1888), quien manifestó que a través de la difusión de la higiene infantil “la madre puede convertirse en el médico de su hijo” (Podestá, 1888: 8). Una década más tarde, Gregorio Aráoz Alfaro publicó un tratado de cometido similar, El libro de las madres, que conoció varias reediciones a comienzos del siglo XX (Aráoz Alfaro, 1899).
Higiene de los nervios se conecta sin lugar a dudas con estos últimos ejemplares. Se trata de una literatura divulgativa que hace pie en un tópico de actualidad (el cuidado de la infancia, la nerviosidad). A diferencia de aquellos otros diccionarios de medicina casera, lo que está en juego no es tanto el aprovechamiento comercial de una cultura del auto-consumo (de remedios, consejos, técnicas diagnósticas), sino más bien el afán de testimoniar que el saber médico es el más indicado para descifrar y manipular esas problemáticas acuciantes.[11] En efecto, tal y como será conjeturado más abajo, la crisis social y económica producida en 1890 había puesto en evidencia el carácter endémico de síntomas que eran atribuidos al excesivo afán de lucro y a la expansión de un cosmopolitismo malsano (visible en el aceleramiento de la vida o la búsqueda de placeres artificiales). El libro de Marcus, colocándose de alguna forma en la estela de la literatura ficcional sobre la Bolsa, pretendió hacer de esa extendida nerviosidad un asunto médico.
El artífice del prefacio, el político y periodista Gabriel Larsen del Castaño, se encargó de realzar el talante divulgativo del libro, señalando que éste era “livianito en su forma y propio para ser consultado a toda hora”; dado el lenguaje sencillo utilizado por su autor, y dada ante todo la ausencia de términos que puedan atentar contra el pudor “pueden leerlo damas, señoritas y hasta las niñas” (en Marcus, 1892: 12-13).[12] Ese afán de divulgación queda en evidencia en diversos aspectos de la obra de 1892. Entre los elementos formales, es menester insistir en la ausencia de términos técnicos, la evitación de citas eruditas y la renuncia a la estructura argumentativa que solía primar en las tesis o tratados. En efecto, no se parte de la formulación de hipótesis o del revelamiento de opiniones expertas sobre los temas tratados, sino que se ofrece un discurso que queda colocado desde el inicio como verdad ya demostrada. Otro de los ingredientes que confirman (y de alguna manera prefiguran) el tipo de lector al que van dirigidas esas páginas, tiene que ver con la preeminencia que se otorga a algunas dimensiones del problema, en desmedro de aquellas que prevalecían en la literatura científica. Así, Marcus no dedica ningún capítulo a la enumeración de los síntomas, o a su clasificación sistemática (por ejemplo, en físicos o afectivos); al contrario, se detiene con particular atención en dos aspectos: por un lado, en la narración de las causas y condiciones sociales que mayor responsabilidad tendrían en la propagación de la “nerviosidad” moderna. Ello coincide con una denuncia, esgrimida en un lenguaje moral, de malos hábitos, ligados mayormente a la educación y los consumos cotidianos (más abajo volveremos a ello). Por otro lado, el libro ponía gran cuidado en explicitar consejos y recomendaciones que debían seguirse con el propósito ya sea de prevenir la lamentada nerviosidad, ya sea de remediar sus efectos.[13]
En síntesis, Higiene de los nervios define como su lector ideal a un sujeto preocupado por los efectos malsanos de la vida moderna, máxime los que pusieran en riesgo su salud mental. Respetando los lineamientos clásicos del universo de la higiene, el libro alienta ese cometido merced a un doble movimiento complementario. Primero, y sin por ello desmerecer el valor de los factores hereditarios, casi todo el peso etiológico recae sobre objetos y fuerzas que tienen que ver con el ambiente (la dieta, el ejercicio físico, la educación, las horas de sueño, la elección de la profesión, etc.). Segundo, la solución al problema es confiada a una conciencia o una voluntad, deseosa de modificar todos esos comportamientos y costumbres. Ahora bien, a diferencia de los libros de medicina casera, la obra de Marcus, aunque no sin paradoja, no hacía equivaler la transmisión general de conocimientos científicos sobre el mal nervioso y su sanación con un aliento al autoconsumo (o a la evitación de la consulta con el profesional). En palabras del doctor rumano: “No espere el lector encontrar […] recetas para la curación de nerviosos. Esto no es posible, porque solo el médico y no el medicamento cura al enfermo” (Marcus, 1892: 167)
Los nervios y la ciudad
Las 200 páginas del libro de Marcus son de alguna forma la glosa de las afirmaciones incluidas en el capítulo inicial, titulado “El siglo nervioso”. Allí leemos: “El hombre moderno de nuestra civilización apenas se siente tranquilo y sano. En vano se esfuerza por instalar su home con todo el confort preciso para hacerle agradable […] Tal vez tiene ante sí un telegrama que le participa el resultado de una carrera, la noticia de un combate, de una elección, de una operación bursátil en que se halla comprometido. Si es un gran comerciante, ¡cuántas preocupaciones le asedian! Los balances, las transacciones, los vencimientos, al mismo tiempo que las exigencias siempre crecientes de la familia, en cuyo número las nobles pasiones de su hijo, las toilettes costosas y los viajes de su mujer a las estaciones balnearias no ocupan la menor parte. No, la vida de muchos hombres de nuestra época no es reposada ni es dichosa” (Marcus, 1892: 16-17).
En esos enunciados se condensan los razonamientos y evidencias que el autor recopilará a lo largo de los capítulos. Marcus enfatiza desde el inicio que se trata de una enfermedad social, y no de un accidente singular o contingente. Hablar científicamente de los nervios no equivale a observar la conducta o la predisposición del individuo que tiene la desgracia de caer enfermo, sino auscultar un ambiente social que funda una suerte de falso hábitat: la ciudad moderna, caracterizada no solo por sus estímulos excesivos o su ritmo acelerado, sino sobre todo por el reinado funesto del mercantilismo.[14] La proliferación de teatros, el aumento de las horas de trabajo (resultante muchas veces de una ambición desenfrenada), la difusión de placeres artificiales, la circulación de idearios peligrosos (como el anarquismo o el socialismo), hacen de una ciudad como Buenos Aires la cantera de una nerviosidad siempre latente.[15] Por las calles de la capital, según la mirada del rumano, no se ven sino hombres “pálidos, taciturnos, excitados e inquietos” (Marcus, 1892: 17), y esa comprobación lo empuja a pensar que se trata de una “sociedad que avanza hacia la ruina física y moral” (Marcus, 1892: 25).
La metrópoli es el escenario de una espiral fatídica. Cuanto más somete a desgaste al sistema nervioso de sus habitantes, tanto más los incita a consumir sustancias y estímulos que brindan una fugaz pero contraproducente recomposición: “El habitante de las grandes ciudades es el que se complace en estas agitaciones, pero este pobre placer no es un indicio de salud y de fuerza, sino más bien irritación y debilidad […]. Y mientras más excitable y enfermizo sea el sistema nervioso, mayor número de excitaciones diversas y picantes requiere para satisfacerse. Pero todo esto cuesta dinero, mucho dinero, y hay que poner el cerebro en tortura para buscar los medios de procurarse todos esos placeres y todos esos deleites, que se van convirtiendo en necesidades. Así, se forma un círculo vicioso. La hiperexcitación de los nervios en el combate por una existencia ficticia y refinada, crea a la ansia de goces más y más fuertes, y por consecuencia, más y más caros, y para que estos goces, ya convertidos en necesidades, puedan adquirirse, tiene que producir el sistema nervioso un trabajo más elevado” (Marcus, 1892: 26).
Hay un término que sintetiza la acción mortificante de ese medio enervante: desgaste. La ciudad “gasta” la fuerza vital y ante todo la fuerza nerviosa, y es por ello que los sujetos modernos sufren principalmente de “pobreza nerviosa” (Marcus, 1892: 30). De ese postulado desprende el autor su cosmovisión acerca del modo de contrarrestar el mal que produce la multiplicación de neuróticos, histéricos y neurasténicos. La batalla debe ir encaminada a lograr una “buena nutrición del sistema nervioso”, y una equilibración entre el consumo y el gasto de su energía (Marcus, 1892: 37). Esa estrategia comanda tanto las ulteriores disquisiciones del autor a propósito de las condiciones que favorecen la pervivencia de la nerviosidad, como la enumeración de sus consejos preventivos y terapéuticos (ligados a múltiples frentes: reforma educacional, campaña anti-alcohólica, aliento a la gimnasia corporal, tratamiento moral, prescripción de medicamentos y uso de artefactos como la electroterapia o hidroterapia).
Las enfermedades nerviosas (o de los nervios, según los términos empleados por el autor) son definidas y examinadas, por lo tanto, mediante un lenguaje y una grilla interpretativa que apunta a elementos como la energía o la fuerza. Se trata, en otras palabras, de una comprensión nutritiva del mal neurótico.[16] No nos importa en esta oportunidad sopesar la vaguedad que puede imputarse a ese modo de intelección de las afecciones; en efecto, estamos frente a constructos teóricos bastante endebles, que conforman un entramado conceptual en que sobresale una aproximación moral, en desmedro de una ausente exploración fisiológica. Así y todo, es menester reconocer la potencialidad de esa propuesta de Marcus, asentada en dos gestos mutuamente articulados. Por un lado, el reconocimiento de la autonomía mórbida de entidades patológicas como la neurastenia, la histeria o la debilidad nerviosa. Tal y como recordaremos en unos instantes, ese reconocimiento era una adquisición reciente y no muy firme en la medicina vernácula. Por otro lado, el establecimiento de una divisoria de aguas entre esas perturbaciones nerviosas y los trastornos mentales delirantes (o locura). Higiene de los nervios participa, en tal sentido, del discurso médico que por esos mismos años ensaya una distinción entre, por un lado, afecciones delirantes más clásicas y estudiadas (definidas ante todo por la peligrosidad, la operatoria de creencias erradas y un yo enajenado), y por otro, dolencias caracterizadas más bien por la preeminencia de malestares afectivos o corporales, y reconocibles sobre todo por la naturaleza imperturbada del yo.[17]
El libro de 1892 no contiene el primer intento realizado en Buenos Aires por llevar a buen puerto esos dos movimientos. De hecho, en años inmediatamente anteriores otros médicos de la ciudad habían ya emprendido la difusión de argumentos relativamente similares. Salvo raras excepciones, hasta mediados de la década de 1880 el término neurosis tuvo para los profesionales locales una significación problemática (y ya caída en desuso en la medicina europea), merced a la cual se englobaba en esa misma categoría trastornos tan disímiles como la vesania, la epilepsia y la histeria, entre otros.[18] No obstante, lentamente se perciben rastros de una recepción y difusión local de aquellas teorías científicas que, desde fines de la década de 1870, venían proponiendo la existencia de entidades patológicas enraizadas en la nerviosidad, y que establecían un nexo causal muy franco entre esas condiciones y la vida en las ciudades modernas (sobre todo el norteamericano Georges Beard, pero también su compatriota Silas Weir Mitchell o el francés Eugène Bouchut).[19] Por ejemplo, ya en 1883 Carlos Díaz presenta una tesis de grado en torno al Nervosismo (sic), entendido como “una neurosis general, caracterizada por alteraciones funcionales de la sensibilidad, la inteligencia, la motilidad y de los órganos internos” (Díaz, 1883: 15) y acompañada por una serie abultada de síntomas y manifestaciones (temblores, eretismo nervioso, espasmos musculares, insomnio, dolores vagos, palpitaciones, constipación, irascibilidad, fotofobia). A pesar de que en algunos de sus tramos parece anticipar los postulados de Marcus, existe un corte muy nítido entre ambas obras: si bien Díaz reconoce acción etiológica a hábitos denunciados también por el rumano (el consumo de excitantes, el exceso de labor intelectual), en ningún momento se coloca a la vida urbana como el ordenador y catalizador de esas influencias malsanas.
Un primer atisbo de esa asociación se produce en un escrito publicado en 1886 en una revista médica de la ciudad por un afamado médico uruguayo, Federico Susviela Guarch. En su texto enviado desde Berlín, el doctor oriental señalaba que “La nerviosidad es un fenómeno concomitante de la cultura de los pueblos actuales y de la excesiva tensión de sus fuerzas físico-morales en los combates que el espíritu libra por la vida material e intelectual” (Susviela Guarch, 1886: 373), y establecía un maridaje inmediato entre ese desarreglo y las exigencias que la ciudad moderna imponía a sus habitantes -lamentaba, en efecto, la “excitación y sobreexcitación permanente de la vida de las grandes ciudades, con su caza hacia la adquisición de dinero y placeres” (Susviela Guarch, 1886: 374)-.
Esas ideas tuvieron rápidamente sus defensores en la ciudad. Por ejemplo, en su tesis presentada un año más tarde, Lucas Ayarragaray advertía acerca de “Las inquietudes que aquejan la vida moderna por las exigencias que ha creado el progreso en el cumplimiento del destino individual y colectivo” (Ayarragaray, 1887: 10). De todas maneras, esas páginas permanecían todavía muy apegadas a la vieja concepción acerca de la influencia de lo moral sobre el organismo, en la cual el tradicional tópico de las pasiones ocupaba un lugar privilegiado. A resultas de ello, no sorprende que ese planteo se mostrara incapaz de otorgar a las neurosis una nítida autonomía mórbida. Ayarragaray tampoco dio este último paso en la conferencia dictada dos años más tarde, referida precisamente a las Causas sociales del neurosismo contemporáneo (Ayarragaray, 1889). Allí no hizo otra cosa que desplegar con mayor detenimiento el diagnóstico anticipado en su tesis, insistiendo en la conjetura según la cual el medio social moderno, responsable de la enervación nerviosa tan extendida, se asentaba en una rotura de las jerarquías y estratificaciones que durante largo tiempo habían marcado el destino de los hombres. Aquella rotura atizó la ambición, alimentó la quimera de que cada uno puede forjarse su propio destino, con lo cual los organismos muchas veces sobreexigieron sus capacidades innatas.[20] No obstante, el esfuerzo en delinear una imagen más certera del elemento social moderno no iba acompañado de un avance en la autonomización mórbida de lo que allí es tildado de neurosismo. Desde el punto de vista de este médico porteño, el término neurosis menta, o bien una condición adquirida debido a la inmersión en ese hábitat social excitante -caracterizada por la reunión de manifestaciones molestas y difusas, “ya es la cefalgia por la erección continua de la idea, ya es la dispepsia por la inquietud y la excitación perenne; o se notan esos síntomas indefinidos, vagos y tenues que comprometen algunas o todas las partes del sistema nervioso” (Ayarragaray, 1889: 151)-; o bien una enfermedad mental con todo el cortejo de delirios y alucinaciones que definen a la locura.
A los fines de concluir esta rápida enumeración de los antecedentes de los postulados de Marcus, cabe recuperar el contenido de la primera tesis acerca de la neurastenia, defendida por Ramón Eizaga en 1890 (Eizaga, 1890). Tenemos allí la inversión exacta de los trabajos previos. Si éstos habían logrado una aproximación cada vez más detenida a las influencias perjudiciales del hábitat urbano sobre el funcionamiento nervioso, lo habían hecho a costa de un descuido de los linderos de eso que tildaban de neurosismo o nervosismo. Por en contrario, en 1890 Eizaga es quizá el primero en asignar una independencia infranqueable a una entidad como la neurastenia, pero lo logra apelando a una mirada causal en que la afección nerviosa no queda mixturada por necesidad con la vida urbana o moderna; según su perspectiva, la provocación de la enfermedad dependía de la intervención de los factores más variados y dispersos: junto con la herencia, cabe atender a una mal gobernada educación de los niños (excesivos trabajos intelectuales, inyección de temores imaginarios), el onanismo, los excesos venéreos, la lectura de novelas románticas, impresiones morales, enfermedades debilitantes como el tifus o la difteria, entre otros
Del Tedium Vitae a la ficción del dinero
En base al recorrido efectuado hasta aquí, surge por derecho propio un interrogante algo incómodo: ¿cómo explicar, dados los avances titubeantes realizados por la medicina porteña en los años inmediatamente anteriores, que para 1892 (de la mano de Marcus y de algunos otros, como veremos en el cierre) el discurso sobre las afecciones nerviosas no solamente haya conseguido saldar de una buena vez la discusión sobre su autarquía patológica, sino que también haya adquirido una férrea convicción a propósito del basamento moderno y citadino de esas dolencias? Creemos que la respuesta a esas preguntas allanan asimismo el camino para una mejor comprensión, primero, del hecho de que en esa misma fecha haya aparecido un texto divulgativo sobre esos asuntos, y segundo, que ese volumen haya conocido un inocultable éxito (al punto de ser llegar a su tercera edición antes del cambio de siglo). Entendemos, para decirlo de otro modo, que es menester tomar en consideración dos puntos: por un lado, que la problematización de los efectos indeseables de la modernización formaba parte de la agenda ideológica de otros actores del mundo letrado, y por otro lado, que recién cuando esas otras aproximaciones alcanzaron su formulación más desarrollada, se dieron las condiciones para un acoplamiento con el discurso médico, merced a lo cual en este último se produjo la destrabazón discursiva que nos ocupa.
En el presente apartado nos proponemos, por lo tanto, localizar brevemente las coordenadas del escenario cultural más extenso en el cual el asunto de la nerviosidad cobró una rápida significación, al menos en la ciudad de Buenos Aires. La alarma por la propagación de un mal nervioso entre los ciudadanos fue un tópico compartido por varios registros enunciativos, y fue al mismo tiempo un fenómeno puesto de relieve por diversos artefactos culturales (Vallejo, 2020). Un mirador esencial de esa trama está dado por la literatura ficcional producida a nivel local durante esos años. En esas narraciones comprobamos, de hecho, la reiteración de personajes centrales, suerte de héroes trágicos, caracterizados y aquejados por un mal nervioso que, amén de no recibir una definición precisa o cabal, queda netamente diferenciado de la locura. La más temprana de esas novelas se encargó quizá de plasmar el retrato más acabado de esa nueva subjetividad en la narrativa local. Nos referimos a Sin rumbo, de Eugenio Cambaceres (1885). En su afán de impugnar, no sin paradojas, la autofiguración clásica de la elite a la que pertenecía por derecho propio, Cambaceres desplegó un análisis psicológico de esos desarreglos nerviosos mucho más sutil y perspicaz que los ensayados por otros novelistas del período. De hecho, ningún otro escritor del siglo XIX supo atrapar con igual acierto el tedio, la inconstancia o la misteriosa insatisfacción de esos nuevos habitantes de la ciudad moderna.[21] Por otro lado, ya en esos años Cambaceres propuso traducir esos desarreglos a un lenguaje del desgaste, haciendo al mismo tiempo de la vida citadina la principal consumidora de esa energía vital: “En su ardor, en su loco afán por apurar los goces terrenales, todos los secretos resortes de su ser se habían gastado como se gasta una máquina que tiene de continuo sus fuegos encendidos. Desalentado, rendido, postrado, andaba al azar, sin rumbo, en la noche negra y helada de su vida” (Cambaceres, 1885: 48).
Y sobre todo ninguna de las novelas del período naturalista captó con tanta habilidad la extraña “desposesión” que caracterizaba a esos sujetos nerviosos: la incapacidad de controlar su yo, sus emociones o su cuerpo es aprehendida como un rasgo tan positivo como enigmático, que nunca queda reducido a la consecuencia de un delirio o una idea errada (Forth, 2001). Los estados de angustia, las palpitaciones o los trastornos sensitivos eran tan lacerantes para el nuevo neurótico por un motivo que excede su cariz doloroso o molesto; significaban una herida imperdonable a su elemento más preciado: su yo seguro y estable, su capacidad de mantener bajo control los deseos e impresiones de su ser sensible. Andrés, el protagonista de Sin rumbo, es el ícono acabado de ese nuevo neurótico que asiste denodado a un cuerpo que no responde, que debe soportar la tortura de ser un yo escindido y contradictorio. Podemos conjeturar incluso que Cambaceres le lleva la delantera a los médicos porteños al dictaminar que estas nuevas afecciones nerviosas exigían una redefinición del tópico de la enajenación: si Andrés no era el amo absoluto de sus afectos y de sus movimientos, ello no obedecía a la súbita irrupción de una cosa ajena su yo (un impulso instintivo o la invasión ciega de un delirio), sino a la constante vacilación de aquel.[22]
Ficciones posteriores volverán a colocar en el centro de sus tramas a personajes igual de enigmáticos que Andrés, esto eso, sujetos enfermos y apocados, que de todas formas no deliran ni alucinan de modo constante; sujetos que sufren de un mal misterioso que ya comienza a recibir, en esa misma literatura, rótulos como “neurosis” o “neurastenia”. Un ejemplo posterior está dado por el elusivo hombre de los imanes, el personaje principal de Irresponsable, la obra publicada en 1889 por el doctor Manuel Podestá. Su endeblez mórbida, sus extravagancias, su pusilanimidad, sus eternas cavilaciones inútiles;[23] todos esos signos traducían su “sistema nervioso de neurótico” (Podestá, 1889: 220), propio de esos “seres enfermos, organismos morales truncos, que van esparciendo, como la mala semilla, el germen insano de una existencia peligrosa, que lleva de una generación a otra su marca indeleble” (282).
Tal y como ha sido señalado por la crítica, una indeterminación homogénea corroe la trama de ambas novelas, sobre todo en el modo en que intentan fundamentar el destino de sus personajes. Para empezar, el retrato de Andrés construido por Cambaceres no se muestra capaz de delinear una imagen convincente de la afección nerviosa que lo martiriza. No solamente el suicidio final del personaje, sino también algunas de las torsiones previas de la narración (por ejemplo su inesperada afición a su hija Andrea), parecen señalar que lo que prima en la novela es un afán pedagógico de disciplinamiento moral, en desmedro de una problematización más certera de la subjetividad del personaje (Nouzeilles, 2000). Otro tanto sucede con el hombre de los imanes, tal y como fuera denunciado tempranamente por uno de sus primeros lectores, Norberto Piñero. El destino final de ese hombre, que acaba sus días en un manicomio, víctima de una triste demencia y de aparatosas convulsiones, no se condice de ninguna forma con la caracterización que de él había desplegado la novela (Salto, 1998).[24] Para decirlo en otros términos, la aniquilación de Andrés cumple, en tal sentido, la misma función que el derrumbamiento del hombre de los imanes: ambos recursos narrativos, amén de implicar una secuela paradójica de la trama previa, ratifican la imposibilidad en que el lenguaje literario se halla para sostener una representación armónica de una subjetividad que cabalga entre la enajenación absoluta y la mera insatisfacción.
Creemos que fue Julián Martel, a través de su novela La Bolsa (1891), quien logró atravesar ese umbral. Esa narración se mostró capaz de desplegar de manera coherente la narración de los nuevos sujetos nerviosos (esos “hombres agitados, febriles, de caras patibularias, con el pánico impreso en sus rostros atónitos”, víctimas de “ese goce de la vanidad satisfecha y el exhibicionismo, que es una de las neurosis contemporáneas más extendidas y desarrolladas” [Martel, 1891: 137, 184]), sin verse en la necesidad de precipitar finales abruptos o discordantes. La novela de la bolsa fue la primera ficción que dio verdaderas cartas de ciudadanía a esos individuos atribulados pero no locos, y que llevó hasta sus últimas consecuencias la conjetura según la cual esas condiciones mórbidas debían ser aprehendidas como un reflejo o síntoma de la agitación de la metrópoli moderna. En efecto, tanto en La Bolsa como en Quilito de Carlos María Ocantos (también de 1891), se produce un deslizamiento que ya ha sido justipreciado por la crítica: renunciando de algún modo a la clásica maniobra naturalista, mediante la cual el estudio de un sujeto (tratado al modo del caso clínico) servía para ilustrar procesos o dinamismos incorpóreos (las leyes hereditarias, la inmigración, las suplencias de tradiciones), ambas novelas de 1891 colocan a la vida urbana (o incluso a la ciudad en sus costados más materiales) como el verdadero eje alrededor del cual se desenrolla la trama.
Todas esas narraciones no eran sino la modulación, en el campo literario, de un tópico ideológico más extendido, ligado a un descontento generacional. La tragedia que todas esas novelas tematizan -todas ellas a fin de cuentas denuncian la propagación malsana del mercantilismo, el materialismo, el exceso de lujo y sensualidad- tiene claras resonancias con el pesimismo fin-de-siècle que por esos mismos años comienza a ser difundido por las plumas más reputadas de la ciudad letrada (desde Miguel Cané hasta Paul Groussac) (Terán, 2000).[25] La visibilización de la subjetividad nerviosa se plegó, en cierto sentido, a ese discurso de denuncia acerca de los efectos indeseados de un progreso desbocado.[26] Ese pesimismo tuvo una certera torsión, y su provechosa confirmación, en la crisis económica y política de 1890, que derivó en la renuncia del presidente Juárez Celman. A partir de esa debacle sin precedentes, tanto la novelística como los discursos político y periodístico intentaron otorgar sentido a esa experiencia disruptiva, y para ello apelaron de modo insistente no sólo a la crítica del dinero y la aceleración urbana, sino también a figuras y metáforas ligadas a la nerviosidad (Bibbó, 2010).[27]
Si revisamos otras producciones médicas del momento en que Marcus lanzó su texto de divulgación, vemos que en todas ellas emergen los postulados que los estudios sobre la crisis habían sancionado. Sin ir más lejos, en el espacio de apenas dos años vieron la luz múltiples textos galénicos referidos a la extensión del nerviosismo, y en todos ellos el tópico de la vida urbana ganó un protagonismo excluyente. Todos ellos mostraron una fingida alarma por el carácter endémico de esos trastornos nerviosos. Por ejemplo, en una tesis sobre neurastenia defendida en 1892, su autor consideraba que la afección era “tan común en la actualidad que no pecaría de exagerado si lo considerara como una enfermedad a la moda” (Tessi, 1892: 11).[28] Este mismo médico, por otro lado, compartió con Marcus la conjetura sobre el anclaje urbano y circunstancial de la afección.[29] Un año más tarde, Ayarragaray dio a la imprenta una versión ampliada y corregida de su tesis; entre las novedades introducidas estaba la referencia a la proliferación de sujetos irritables - “la exaltación emocional es el rasgo característico del siglo”, según la sentencia que abría el volumen (Ayarragaray, 1893: 3)-, y sobre todo la pretensión de hacer de esa condición mórbida el epifenómeno de transformaciones epocales que eran irreductibles al caso clínico.
A modo de conclusión
Llevando nuestra argumentación hasta sus últimas consecuencias, podríamos sugerir que Higiene de los nervios fue una secuela o incluso un capítulo del Ciclo de la Bolsa, entendido en un sentido amplio. En efecto, si incluimos en el mentado ciclo algo más que las novelas que, haciendo eco al mensaje plasmado en la ficción de Martel, hicieron de la ciudad mercantilizada y agiotista la clave con que leer la crisis de la modernidad; y si aceptamos que esa literatura no puede ser aprehendida por fuera de las resonancias que estableció con los discursos contemporáneos que desde el foro político o filosófico ensayaban una intelección de ese mismo mal moderno, entonces nos queda por delante la tarea de reintegrar el saber médico a la consolidación de ese afamado ciclo.
Vistas así las cosas, resulta evidente que el libro de Marcus no hizo otra cosa que llevar al redil de la medicina un ideario y una agenda de intervención que la crisis de 1890 había precipitado. Los discursos acerca del trance que acabó con la presidencia de Juárez Celman prestaron un gran favor a la medicina, no solamente debido a que pusieron en circulación un caudal sorprendente de imágenes y representaciones acerca de las heridas subjetivas y sociales de una forma particular de la modernidad, sino sobre todo porque enseñaron que el verdadero objeto de narración (y de estudio) no debía ser mayormente el individuo enfermo sino esa ciudad que lo envolvía. Al igual que La Bolsa, la obra del médico rumano es ante todo una crónica de una ciudad viciada y cambiante. Si Higiene de los nervios omite la más mínima mención a un historial clínico, ello no responde a que su autor careciera de clientela; se debe, antes bien, a su adscripción al registro enunciativo que había hecho posible su voz.
REFERENCIAS
Archivo de la Universidad de Buenos Aires, R-087, D1-01-30
Archivo de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, Legajo 9126, “Hugo Marcus”.
Notas