PSICOANÁLISIS
“HACERSE UN NOMBRE” O “QUERERSE UN NOMBRE”: POSIBLES CONSECUENCIAS DE LAS DECISIONES DE TRADUCCIÓN EN LA LECTURA PSICOANALÍTICA DEL CASO JOYCE
“Making a name” or “Wanting a name”: Possible consequences of translation decisions in the psychoanalytic reading of the Joyce case
“HACERSE UN NOMBRE” O “QUERERSE UN NOMBRE”: POSIBLES CONSECUENCIAS DE LAS DECISIONES DE TRADUCCIÓN EN LA LECTURA PSICOANALÍTICA DEL CASO JOYCE
Anuario de Investigaciones, vol. 28, núm. 1, pp. 233-241, 2021
Universidad de Buenos Aires
Recepción: 31 Agosto 2021
Aprobación: 20 Octubre 2021
Resumen: Este artículo retoma el trabajo de Lacan sobre Joyce en 1975-1976 e interroga la decisión de traducción “querer hacerse un nombre” -y su deriva reductiva “hacerse un nombre”- en lugar de “quererse un nombre”, tal la versión original en francés. En el artículo revisamos las implicancias de ambas expresiones, tanto en francés como en español, para luego desarrollar una posible lectura del caso Joyce que considera la diferencia entre “quererse un nombre” y “hacerse un nombre”. Para esto, recurrimos metodológicamente a la obra del autor considerada autobiográfica y comentamos los apartados concernientes a esta dimensión de “quererse un nombre”. Concluimos que, en el caso Joyce, el “quererse un nombre” -entendido en términos de su deseo de ser EL artista- cumple una función de anudamiento de los registros que precede a la del ego corrector y al escabel que logró como escritor del enigma, habitualmente asociadas al “hacerse un nombre”.
Palabras clave: Psicoanálisis, Joyce, Deseo, Nombre, Lacan.
Abstract: This article takes up Lacan’s work on Joyce in 1975-1976 and examines the translation decision “wanting to make a name for oneself” -and its reductive derivative “making a name for oneself”- instead of “wanting a name”, as in the original French version. In the article we review the implications of both expressions, both in French and Spanish, and then develop a possible reading of the Joyce case that considers the difference between “wanting a name” and “making a name for oneself”. For this, we methodologically resort to the author’s work considered autobiographical and comment on the sections concerning this dimension of “wanting a name”. We conclude that, in the case of Joyce, “wanting a name” - understood in terms of his desire to be THE artist - accomplishes a function of knotting the registers that precedes that of the corrective ego and the footstool that he achieved as a writer of the enigma, usually associated with “making a name for oneself”.
Keywords: Psychoanalysis, Joyce, Desire, Name, Lacan.
Introducción
Es conocida la expresión italiana “Traduttore, traditore”, que refleja las dificultades al traducir una palabra o expresión de una lengua a otra lengua y hasta caracteriza de “traidor” a quien traduce. En términos generales, se cree que traducir dos lenguas cercanas es una tarea sencilla y, sin embargo, muchas veces justamente por esta creencia se generan desviaciones o deslizamientos del enunciado original que hasta terminan generando nuevas nociones en una disciplina. Estas desviaciones o deslizamientos afectan, en primera instancia al enunciado, pero podríamos pensar que, en muchos casos, el alcance de estas nuevas nociones puede modificar también a la enunciación.
Partimos del hecho de que las traducciones son siempre más o menos “infieles” al texto original, ya sean traducciones de lenguas cercanas o lejanas, pero nos interesa detenernos en aquellas decisiones de traducción cuyo destino es cristalizar en nociones de alta difusión que van mucho más allá de la enunciación original del autor y, en particular, en el efecto que este hecho produce, es decir, la creación de nuevos términos o campos en la temática que pueden conducir a “desviaciones” del tema o de las nociones que propuso el autor que los enunció por primera vez.
En Psicoanálisis, esto se produce de manera reiterada, generando incluso giros lingüísticos inesperados en la propia lengua materna, hasta el punto de sentir –para aquel que no comparte la jerga psicoanalítica– que “los psicoanalistas no hablan español”, sino una especie de dialecto en el que predominan los “no hay sino”, “identificarse a”, “un otro”, entre otros galicismos frecuentes.
Este fenómeno de la creación de nuevas nociones a partir de una decisión de traducción, por lo menos cuestionable, ya fue señalado por la traductora Ana María Gentile, quien trabajó sobre la traducción de textos del Psicoanálisis del francés al castellano e hizo referencia a la aparición de un nuevo significado en el término en español a partir de su traducción. Es lo que sucede, por ejemplo, con la traducción de investidura [investissement] o après-coup. Esta traductora explica que, en estos casos, se produce una “resemantización del término” y que este nuevo significado encuentra su lógica dentro del universo de discurso en el que los psicoanalistas están inmersos (Gentile 2009, 6). Podemos pensar un fenómeno similar en la traducción de “fantasme” por “fantasma”, un caso de literalidad muy cuestionable, y que tuvo una repercusión enorme en español, pero no así en portugués, ya que prefirieron el término “fantasia”, mucho más fiel al original, que refiere a las fantasías sexuales inconscientes. En este caso resulta claro cómo una decisión de traducción cuestionable puede generar una nueva noción o inducir un deslizamiento de la noción original. En español, el sentido habitualmente asociado a “fantasma” es el de una figura irreal que nada tiene que ver con la estructura de la realidad que aporta la fantasía inconsciente según Lacan. He aquí un ejemplo de cómo la resemantización de ciertos términos a partir de decisiones de traducción puede inducir desviaciones en la transmisión de los conceptos. Hecho este planteo inicial nos abocaremos a continuación al tema que nos ocupa
El caso Joyce: ¿quererse un nombre o hacerse un nombre?
El caso que vamos a trabajar en este artículo está relacionado con la expresión “hacerse un nombre”, que se le atribuye a Jacques Lacan en el seminario XXIII, en referencia al caso de James Joyce. Desde la publicación de la versión establecida en español, en 2006, esta expresión tuvo una amplia difusión en el ámbito académico local. En una revisión de las publicaciones realizadas en las Jornadas y Congresos de investigación de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires encontramos que es la expresión que prevalece, en desmedro de la cita original de Lacan (Capurro 2008, Iuale 2016, Justo & Rodríguez 2006, Lombardi & Mattera 2006; Pirroni & al. 2017).
Si buscamos específicamente la expresión “hacerse un nombre” en el seminario en francés, encontramos que Lacan jamás la utilizó en dicho seminario. Aquello que se tradujo como “hacerse un nombre” se tomó de la expresión en francés “se vouloir un nom”, presente en el siguiente fragmento:
Joyce a un symptôme qui part de ceci que son père était carent, radicalement carent – il ne parle que de ça. J’ai centré la chose autour du nom propre. Et j’ai pensé — faites-en ce que vous voulez de cette pensée — que c’est de se vouloir un nom que Joyce a fait la compensation de la carence paternelle.
C’est tout au moins ce que j’ai dit, parce que je ne pouvais pas dire mieux. J’essaierai d’articuler ça d’une façon plus précise.
Mais il est clair que l’art de Joyce est quelque chose de tellement particulier que le terme sinthome est bien ce qui lui convient[1]. (Lacan 2005, 94, el subrayado es nuestro).
Vemos cómo la expresión “se vouloir un nom”, utilizada en francés por Lacan, fue traducida en español por “querer hacerse un nombre” (Lacan 2006, 92), en lugar de la expresión traducida al pie de la letra, es decir “quererse un nombre”. Posteriormente, en las lecturas que se hicieron de ese seminario, se difundió la expresión reducida a «hacerse un nombre».
Lo curioso es que la expresión “hacerse un nombre” existe también en francés, se trata de la expresión “se faire un nom”, pero no es la expresión elegida por Lacan en este seminario. Es conocida la selección cuidadosa que Lacan ejercía en las expresiones que utilizaba, manifiesta en varios tramos de su seminario, como el siguiente: «`La instancia, dije, de la letra´, y si uso instancia, es, como para todos los empleos que hago de las palabras, no sin motivo» (Lacan 1971, 15). Por lo tanto, entendemos que Lacan tendrá sus motivos para preferir la expresión «quererse un nombre» a la de «querer hacerse un nombre». Es este interrogante el que vertebra este artículo: ¿Por qué Lacan habría decidido utilizar una expresión de uso tan poco frecuente en francés, «se vouloir un nom» y por qué no optó por la más habitual «se faire un nom»? El objetivo del artículo es situar las diferencias de lectura que pueden hacerse a partir de estas decisiones de traducción.
Por otra parte, el uso que hace Lacan del verbo “querer” en forma pronominal reflexiva –quererse– implica que el sujeto ejerce una acción sobre sí mismo o para su propio interés: Joyce se quiere un nombre. El empleo del verbo querer en esta forma pronominal, tal como lo usa Lacan, no es para nada frecuente en francés -tampoco en español–. En el diccionario esta forma “quererse [se vouloir]” aparece muy poco. En los diccionarios consultados de francés encontramos que «se vouloir» implica la posibilidad de un querer seguido de un atributo, en el sentido de “pretender ser [prétendre être]”, “creerse [se donner pour]” o presentarse de tal o cual manera, según el Centre National de Ressources Linguistiques (CNRTL, 2021). El diccionario Littré, consigna el uso de «se vouloir» en el sentido de «se vouloir mal de quelque chose, s’en faire des reproches, par ex. : Je me veux mal d’une telle faiblesse» o «s’en vouloir», se reprocher un tort, se repentir».
En cambio, la expresión «se faire un nom» es de uso más frecuente. Se utiliza en francés -en un sentido similar al del español-, para referirse a aquellos hijos de padres con cierto renombre que sienten la necesidad de “hacerse un nombre” para ser reconocidos también por su propio nombre y no sentirse opacados “por el nombre del padre” -en sentido literal-, en aquellos casos en los que este nombre tiene un brillo fálico particularmente intenso en lo social. Por último, es una expresión que se usa también para “hacerse un nombre” en cierto ambiente, especialmente artístico, se trata de la expresión “se faire un nom dans le milieu de la mode, musical, etc.»
De todos modos, “hacerse un nombre” [se faire un nom] no es la expresión utilizada por Lacan en su enseñanza para el caso de James Joyce. Por el contrario, él utiliza esta forma verbal pronominal reflexiva inusual: “quererse un nombre [se vouloir un nom]”. Dado que ambas expresiones existen en francés, entendemos que por alguna razón Lacan prefirió la expresión «se vouloir un nom» (menos frecuente) a la más conocida «hacerse un nombre».
Respecto del español, en el diccionario de la Real Academia Española la forma pronominal del verbo “querer” no aparece directamente. En algunos diccionarios, muy pocos, “quererse” aparece sólo respecto a quererse a sí mismo o “quererse morir”, pero no aparece en forma transitiva y pronominal, como es el caso de quererse, por ejemplo, un nombre. Quizás sea esta una de las razones por las que se decidió traducir la expresión “se vouloir un nom” por “querer hacerse un nombre” (Lacan 2006, 92).
Cabe destacar también que la expresión “quererse un nombre” sí fue utilizada en algunas versiones -»no oficiales»-, del seminario (ver, por ejemplo, la versión de Ricardo E. Rodríguez Ponte para circulación interna de la Escuela Freudiana de Buenos Aires, entre otras). Sin embargo, no fue esa la decisión de traducción de la publicación establecida que impactó en la difusión de la expresión.
Coincidimos con Rodríguez Ponte en que hubiera sido más apropiada la traducción al pie de la letra de “quererse un nombre” que la de “querer hacerse un nombre”. Es una expresión que podría haberse utilizado también en español, como una expresión poco frecuente en francés y en español. Si bien entendemos que en español es una expresión que ni siquiera aparece en el diccionario, el problema es fundamentalmente que la elección de una u otra traducción genera una nueva noción, en este caso la de “hacerse un nombre” que no parece coincidir semánticamente con la idea original de Lacan para el caso Joyce.
Más allá de poder hipotetizar sobre las razones que llevaron a Lacan a usar esta expresión poco frecuente en francés, sabemos que una expresión no tiene el mismo alcance ni sentido que la otra.
Podemos agregar también que en la jerga cotidiana del psicoanálisis la expresión directamente se redujo a “hacerse un nombre” y escuchamos en varias oportunidades a muchos psicoanalistas decir “Joyce se hizo un nombre”, con lo enigmático que esto resulta para alguien que no es del campo del psicoanálisis.
El uso de una u otra expresión no es sin consecuencias. De hecho, podríamos pensar que, para el caso de Joyce, la expresión “quererse un nombre” podría estar más vinculada al «querer lo que desea»[2], más específicamente, al deseo de ser un artista, tal como Lacan lo señala en un fragmento anterior al ya citado:
Pourquoi ne pas concevoir le cas de Joyce dans les termes suivants ? Son désir d’être un artiste qui occuperait tout le monde, le plus de monde possible en tout cas, n’est pas exactement le compensatoire de ce fait que, disons, son père n’a jamais été pour lui un père ? [3] (Lacan 1975-1976, p. 88)
En este fragmento, Lacan otorga al deseo de ser un artista el valor de compensar la dimisión paterna, la Verwerfung de hecho. En tanto su nombre propio le es extraño, Joyce se quiere un nombre, se inventa un nombre que le es propio: Stephen Dedalus.
En las páginas siguientes del seminario dará a este «quererse un nombre» el estatuto de compensación sinthomática de la carencia paterna, como ya hemos citado. Deducimos entonces que en el primer tramo del seminario de Lacan, el deseo de ser un artista y el quererse un nombre son la forma que Joyce inventa para compensar la Verwerfung paterna, según Lacan. Ahora bien, con el correr del seminario, en la clase final, decanta otra lectura del cuarto que anuda como sinthome: el ego corrector del lapsus del nudo, en el cual el hecho de convertirse en un escritor del enigma es esencial. En ese final, Lacan otorga al ego corrector cierta función de restitución del nudo borromeo, que persiste opaca para nosotros en la medida en que el nudo joyciano es considerado inicialmente como no borromeano. Esta última versión se aproxima mucho más a la idea del escabel que Lacan introduce en las conferencias sobre Joyce. No obstante, creemos importante sostener la diferencia que hay entre considerar el deseo de ser un artista y el quererse un nombre -como cuarto que anuda y compensa la carencia paterna- y sostener que es el ego en su función de escabel únicamente aquello que anuda los registros.
La expresión elegida para la traducción al español “querer hacerse un nombre”, acentúa más el lado de la acción (“hacerse”) y del producto en lo social (“un nombre”), por lo tanto, la segunda vertiente mencionada, en detrimento de la primera versión que da Lacan: el deseo de ser un artista y el quererse un nombre.
De hecho, una cosa es “quererse un nombre” y otra, bien distinta, “querer hacerse un nombre” y especialmente su desviación directa, “hacerse un nombre”. Incluso podríamos pensar que el hecho de “quererse un nombre”, en ocasiones, precede al hecho de lograr «hacerse un nombre». En el caso de Joyce, el “hacerse un nombre” podría haber sido una consecuencia del “quererse un nombre”. Sin embargo, no podemos dejar de lado otras posibilidades: como la de “hacerse un nombre” sin querer(lo), o sin buscarlo, por ejemplo, a través de algún talento. Es decir que el hecho de “hacerse un nombre” no necesariamente es la consecuencia de “quererse un nombre”. Citemos, por ejemplo, el caso de muchos deportistas talentosos cuyo nombre llega a adquirir un brillo que no siempre pueden soportar, o todavía no están preparados para semejante reconocimiento. Recordemos la frase del 2005 de Diego Armando Maradona cuando declaró “Yo no quiero ser un ídolo, ni ejemplo de nadie. Sólo quiero jugar a la pelota” (Maradona, 2005, en France 24, 2020). Más allá de la negación de su primera frase, podemos percibir cierto desajuste entre el “Sólo quiero jugar a la pelota” y la repercusión que generó su talento, que en ese momento parecía pesarle demasiado. Hacerse un nombre sin quererlo no tendría las mismas consecuencias que hacerse un nombre queriéndolo, en la vía inaugurada por Lacan del «querer lo que desea».
Por otro lado, debemos señalar también que el hecho de “quererse un nombre” no implica necesariamente lograr “hacerse un nombre”. Muchas personas pasan su vida esforzándose y trabajando para “hacerse un nombre” en determinado medio sin lograrlo. En otros términos, pueden darse las dos cosas: quererse un nombre y, como consecuencia, hacerse un nombre, pero también puede darse una de las dos sin la otra, con consecuencias clínicas bien distintas.
La extrañeza del nombre propio y el quererse un nombre
Ahora bien, una vez planteadas estas precisiones semántico-lingüísticas, vayamos ahora puntualmente al caso de James Joyce, en tanto sostenemos hipotéticamente que el «quererse un nombre» habría precedido al «hacerse un nombre»
¿Qué implica el “quererse un nombre” en Joyce? ¿Cómo logra, por la vía de ese querer, transformar su nombre dejándolo asociado a la subversión de la literatura en lengua inglesa? El interrogante clínico que insiste de fondo es aquel de saber en qué puede soportarse un nombre propio en los casos en que se constata una Verwerfung de la función nombrante del padre. ¿Bastaría con decir que se soporta del ego, de la invención de un escabel, del hacerse un nombre o para poder llegar a eso se requiere algo del «querer lo que desea», de un deseo no asentado en la père-version?
Para avanzar con nuestro problema, hemos continuado con el método propuesto por Lacan en su armado del caso Joyce, que consiste en tomar su obra como testimonio. A través de sus biografías y, especialmente, de sus obras autobiográficas, podemos encontrar que para James Joyce el quererse un nombre, o mejor aún, el deseo de un nombre que deje una marca en la literatura y que sea estudiado por al menos trescientos años por un gran número de académicos fue, durante gran parte de su vida, uno de sus principales motores personales.
En principio, recordemos el origen de su nombre y las circunstancias de su nacimiento. Richard Ellmann, su biógrafo más reconocido, relata:
El nombre de James no era nuevo en la familia. A principios del siglo XIX George Joyce, rico propietario de Cork, llamó a su hijo James. Este James, bisabuelo del escritor, llamó a su hijo James Augustine Joyce, y éste a su vez trató, de acuerdo con una exuberante pero incierta tradición familiar, de llamar a su único hijo James, pero se vio defraudado por un empleado del registro civil aficionado a la bebida, que le inscribió con el nombre de John, rompiendo con ello la línea. (Ellmann, 2002 [1959], 28).
Tanto su abuelo como su bisabuelo llevaron el nombre de James: su abuelo llevó como segundo nombre Augustine, pero ya su padre no pudo llevar el mismo nombre, James. A partir de la generación del padre del escritor se rompe esta tradición familiar, ya calificada como incierta. Más allá de que, evidentemente no tiene demasiado sentido atribuir culpas, podríamos decir que en James se revela el eslabón roto de la cadena de nombres masculinos del único hijo. Esta tradición familiar resultó trunca a partir del nombre del padre de James Joyce, en sentido literal, debido a esta inscripción equivocada de su nombre.
John Joyce, padre de James, sufrió la pérdida de su primogénito en 1881. “Mi vida quedó enterrada con él”, exclamó, “pero pronto se consoló con otro. (…) El segundo hijo, James Augusta -como fue registrado, también por equivocación- nació el 2 de febrero de 1882”. (Ellmann, 2002 [1959], 37).
Viniendo de una fuerte línea masculina, la pérdida de su primer hijo afectó profundamente a John, y probablemente explica por qué centró casi todo su afecto y puso todas sus esperanzas en el siguiente hijo: James («Jim» para su familia) nació a las 6 de la mañana del jueves 2 de febrero[4]. (Bowker 2011, cap. 1).
Con respecto a este error en el registro de su nombre, en una nota al pie Ellmann aclara que este error no fue minimizado por Joyce y que, por esta razón, uno de los personajes centrales de Ulysses tiene un nombre femenino como segundo nombre, tal es el caso de Leopold Paula Bloom (Ellmann, 2002 [1959], 37).
Si ahondamos aún más en su historia, encontramos también otro detalle. El primogénito de la familia Joyce, el hermano mayor del escritor, nació tres meses prematuro y murió a los dos meses. Fue llamado “John Augustine Joyce” (Bowker, G, 2011, cap. 1). El nombre de este hermano mayor es un dato que casi no aparece en las biografías más conocidas de Joyce, en las que se menciona la muerte de su hermano, pero no su nombre.
Volviendo al nombre del hermano muerto, notemos que el primer nombre es, literalmente, el nombre del padre (John) y su segundo nombre (Augustine) fue el nombre que le quisieron poner a James, pero por un error terminó en su forma femenina, Augusta. Es decir que podríamos pensar que hubo en John Joyce, padre del escritor, algún intento por inaugurar un nuevo linaje de nombres a partir de su nombre propio, John, puesto por error, y que esa tentativa parece truncarse tempranamente con la muerte de su primogénito. Quiso recuperar el nombre “Augustine” de la tradición de las generaciones anteriores - su abuelo se llamaba James Augustine Joyce-, con el primogénito y, luego, con el escritor, pero por otro error en el registro de nombres esa transmisión de mantener el segundo nombre de su padre y el de su hijo muerto falló también.
El biógrafo Bowker nos presenta el contexto de la Irlanda británica de los inicios del siglo XX en el que el origen familiar era determinante para situar el estatus social de una familia. Por esta razón, para John Stanislaus Joyce y también para su hijo James, la identidad era inseparable de la familia, con toda su historia y sus distintas ramificaciones genealógicas. La “presencia ancestral” de cada familia les recordaba quiénes eran y los distinguía socialmente: “A medida que el padre iba perdiendo su herencia y su familia caía en la pobreza, afirmar las pretensiones de una ascendencia distinguida se volvió cada vez más importante para él.” Además, las relaciones familiares, los escudos y los retratos se volvieron cada vez más significativos. (Bowker 2011, cap. 1). Ellmann, por su parte, también menciona este hecho:
“El padre de Joyce, John Stanislaus Joyce, poseía un grabado enmarcado que representaba las armas de los Galway Joyce, y lo llevó consigo, magnífica y quijotescamente, en medio de sus frecuentes mudanzas forzadas, compensando así la dilapidación de la fortuna familiar con la conservación del blasón putativo”. (Ellmann 2002, 27).
Tanto en Ulysses como en A Portrait of the artist as a Young Man hay referencias a esta defensa patrimonial del padre de Joyce, encarnado por Simon Dedalus.
La muerte del primer hijo, John Augustine Joyce, marcó profundamente a los padres del escritor y rompió con la tradición de los hijos únicos que había primado en las dos generaciones anteriores. Mientras su madre se consoló en la religión, su padre encontró muy poco consuelo en ella e incluso comenzó a insultar a los obispos y sacerdotes (como también se refleja en Ulysses). Bowker menciona también que James fue bautizado a los tres días como “James Augustine Joyce”. Aquí encontramos una discordancia respecto a otras biografías, dado que no menciona el error en el registro de su segundo nombre como Augusta.
James Joyce nace algunos meses después de la muerte de su hermano, era ya un hijo de reemplazo, después de tres generaciones de hijos únicos. Recibe el mismo nombre que su abuelo paterno, James Augustine Joyce, intentando restablecer algo de la tradición familiar paterna que había sido rota al nacer su propio padre, por la equivocación en su inscripción ya mencionada. Es curioso cómo el padre de Joyce intenta inaugurar una nueva tradición transmitiéndole a su primogénito su propio nombre que, a la vez, había sido producto de un error por la borrachera de un funcionario. Como ya mencionamos, este intento se trunca con la muerte prematura del pequeño. Además del error con el segundo nombre de James, Augustine, que retomaba no sólo el segundo nombre de su abuelo, sino también el segundo nombre de su hermano muerto. Tal era la dificultad en la constelación de origen del escritor con respecto a los nombres y sus inscripciones.
Hay otro detalle que no fue señalado en sus biografías -al menos las consultadas- el padre de James Joyce -John Stanislaus Joyce-, transmitió su propio nombre a sus primeros hijos varones, pero salteó a James. A su primer hijo, lo nombró John, su primer nombre y a su tercer hijo lo nombró exactamente como él, John Stanislaus Joyce. Los nombres del padre quedaron excluidos para James.
Evidentemente, tal como lo describió Lacan: “ (...) on ne pouvait plus mal partir que lui[5]” (Lacan 2005 [1976], 15). No es casual que algo de esta transmisión fallida del nombre en la filiación haya generado en James Joyce la “extrañeza” que Lacan resalta con respecto a su nombre propio:
N’y a-t-il pas quelque chose comme une compensation de cette démission paternelle, de cette Verwerfung de fait, dans le fait que Joyce se soit senti impérieusement appelé ? C’est le mot qui résulte d’un tas de choses dans ce qu’il a écrit. C’est là le ressort propre par quoi le nom propre est chez lui quelque chose qui est étrange[6]. (Lacan 2005 [1976], 89).
En busca de un nombre que devenga propio
Quizá haya sido arduo para James Joyce todo este complejo contexto familiar y el hecho de llevar un nombre que pertenecía a otros antepasados, incluso a su hermano muerto recientemente, pero que a Joyce le resultaba extraño para sí, lo que quizás pudo haber generado en él el deseo de quererse un nombre. Un nombre para sí y no un nombre de otros. Un nombre propio. Un nombre que lo nombre a él y, fundamentalmente, que vaya mucho más allá del reconocimiento de los otros. Esta sería una acepción posible del «quererse un nombre» en James Joyce, ligada a esta extrañeza del nombre inicial y a un deseo novedoso y transformador. De ahí a querer hacerse un nombre y especialmente el alcance que se generó con esta expresión hay un gran salto. Inicialmente, pareciera que James Joyce se quiere un nombre para inscribirse en el mundo de la vida por la vía del arte, y no meramente para hacerse un nombre en lo social.
Por otro lado, podemos enlazar este «quererse un nombre» con el deseo genuino de ser EL artista. Genuino en el sentido de que no es un efecto de la versión del padre, sino un verdadero acontecimiento:
La obra de su juventud: Stephen Hero y A Portrait of the artist as a Young Man es un verdadero testimonio en el que se constata la fuerza indestructible de este deseo original, orientado hacia lo real de un goce y de ese punto de inflexión en la invocación de un nuevo nombre. (De Battista, 2016).
Y el nombre que Joyce se quiere no es el transmitido por el padre, él se quiere un nombre por sí mismo y para sí, de ahí el uso reflexivo del verbo querer. En Joyce, « (...) le nom qui lui est propre, c’est cela que Joyce valorise aux dépens du père. C’est à ce nom qu’il a voulu que soit rendu l’hommage que lui-même a refusé à quiconque[7] » (Lacan 2005 [1976], 89).
Joyce no quiere hacerle ningún homenaje a los muertos a través de su nombre, como posiblemente quería su padre al elegir esos nombres para él. Este no parece ser el querer de Joyce. Él quiere un nombre que merezca su propio homenaje, por él mismo y no por sus antepasados muertos. Este homenaje que Joyce quiere para su nombre es al nombre propio que él mismo logró inventarse con su arte[8].
Sin embargo, mucho antes de pensar en hacerse un nombre que merezca un homenaje y que sea reconocido durante varios siglos, Joyce deseó un nombre propio. Incluso parece haberlo necesitado como nombre de vida y para su propia subsistencia, mucho más que para obtener el reconocimiento de los otros. Necesitó un nombre que lo acerque más a los rodeos de la vida y es esa misma vida que encontró en el arte. Después vendrá su deseo de ser EL artista -no cualquier artista- y, posteriormente, lograr hacerse un nombre reconocido durante siglos.
Este quererse un nombre es mucho más primario y se relaciona, quizás, con el deseo de vivir dejando atrás el homenaje a los muertos. Se trata en Joyce de un deseo de involucrarse en el alboroto de la vida que va de la mano con el arte de escribir. Sabemos por su pluma que el arte logró vivificarlo, que arte y vida eran sinónimos para él. Este arte lo salvó de ser un muerto en vida. En efecto, el nombre transmitido por su padre era un nombre de muertos, él quiere vivir y para eso se quiere un nombre, un nuevo nombre. Un nombre que lo vivifique. Su verdadero nombre.
Recordemos que el nombre que eligió para el personaje principal de sus tres obras autobiográficas -Stephen Hero, A Portrait of the artist as a Young Man y Ulysses- fue Stephen Dedalus que también fue el seudónimo o sobrenombre que James Joyce usó para firmar sus primeros escritos. Ya había empezado a escribir su primera obra autobiográfica, Stephen Hero, y tomó el nombre del personaje principal. Stanislaus Joyce, en la biografía de su hermano, cuenta que para James Joyce “respaldar la mala literatura con la firma es, en cierta manera, perseverar en el mal”; aunque un tiempo después lo lamentó dado que consideraba que “la suya no era mala literatura y que no debía avergonzarse” (Joyce S, 2000, 287-288).
Por su parte, Jacques Aubert en el prefacio de Ulysses cuenta también que bajo el seudónimo de Stephen Dedalus Joyce no sólo firmó sus primeros textos como Dublineses, sino también cierta correspondencia (Joyce 1922b, 28). Stephen Dedalus, alter ego de James Joyce, remite a la combinación de dos culturas que el autor busca representar en su obra: la greco-latina y la cristiana. Por un lado, tenemos a Stephen o Esteban, nombre del primer mártir cristiano, el protomártir, San Esteban, a quien apedrean acusándolo de blasfemo y, por otro lado, Dedalus, que remite a Dédalo, arquitecto y artesano muy hábil que construyó el laberinto de Creta, un “artífice” [façonneur], hombre de savoir-faire, así como lo fue Joyce.
La referencia a Dédalo está claramente señalada por el mismo Joyce en A Portrait of the artist as a Young Man cuando Stephen reflexiona sobre su nombre, recuerda cómo lo llamaban -en tono de broma- sus compañeros de colegio:
¡Stephanos Dédalos! ¡Bous Stephanoumenos! ¡Bous Stephaneforos! La zumba aquella no era nueva para él, y ahora se sentía blandamente halagado por semejante especie de tumultuoso acatamiento. Ahora más que nunca le parecía profético aquel extraño nombre que llevaba. (…) Ahora, al nombre del fabuloso artífice, le parecía oír el rumor confuso del mar y ver una forma alada que volaba por encima de las ondas y escalaba lentamente el cielo. ¿Qué significaba aquello? ¿Era como el lema al frente de una página en algún libro medieval de profecías y de símbolos, aquel hombre que como un neblí volaba hacia el sol sobre la mar? ¿Era una profecía del destino para el que había nacido, y que había estado siguiendo a través de las nieblas de su infancia y de su adolescencia, un símbolo del artista que forja en su oficina con el barro inerte de la tierra un ser nuevo, alado, impalpable, imperecedero?[9] (Joyce 2003, 182-183. El subrayado es nuestro.)
El verdadero artista es el que sabe hacer con lo que tiene: el barro, las plumas de los pájaros. A Dédalo lo encerraron y construyó alas gigantes con las plumas que fue encontrando para él y para su hijo, Ícaro, para poder escapar de ese encierro. Ese es el modelo de Stephen y de Joyce, quien supo hacer con lo que tenía, a pesar de las falencias del padre.
Jacques Lacan calificó al padre de Joyce como un padre “carente, radicalmente carente” y centró esta carencia alrededor del nombre propio: « c’est de se vouloir un nom que Joyce a fait la compensation de la carence paternelle » (Lacan 2005 [1976], 94).
Con muchos más recursos que los de su propio padre, Joyce pudo responder a esta carencia paterna, especialmente gracias a su extrema inteligencia y a su excelsa retórica. De esta forma, pudo suplir esta carencia, esta falla paterna, una falla en la función de nominación. Precisamente, una de las funciones simbólicas del padre es crear un lazo filiatorio con el hijo a partir de la transmisión del nombre. James Joyce se vio forzado a quererse un nombre, a inventarse uno (Luzar, 2019). El padre intentó transmitirle un nombre de muerte. Esta transmisión del nombre fue fallida en Joyce -podría no haberlo sido en otros sujetos- y se vio forzado a quererse un nombre y a buscarlo a lo largo de gran parte de su vida. Esta búsqueda de un nombre de vida y que continúe vigente aún después de su propia muerte le habría permitido compensar esta carencia.
Por otro lado, esta idea de seguir vivo durante siglos a través de su nombre, de su arte y de la imagen que los otros tuvieran de él fue siempre muy importante para Joyce, e incluso llegó a constituir una de sus principales preocupaciones y aspiraciones en su carrera. Vemos esta inquietud reflejada en numerosos fragmentos de su obra. Citemos, por ejemplo, dos escenas de A Portrait of the artist as a Young Man.[10]
En el primer capítulo de A Portrait of the artist as a Young Man, Joyce relata una escena que vive en los primeros años del colegio Clongowes, en la que es cruel e injustamente azotado por el prefecto de estudios, dado que no estaba trabajando porque se le habían roto sus anteojos y lo acusa de “holgazán y trapisondilla[11]” (Joyce 2011, 56). Luego de esta paliza, tiene la idea -un poco incitado por dos de sus compañeros- de denunciar al prefecto de estudios frente al rector.
Luego de muchas dudas, decide hacerlo:
Sí, haría lo que le habían dicho los chicos. Subiría y le diría al rector que le habían castigado injustamente. Una cosa así había sido hecha antes en la historia por alguien, por un gran personaje cuya cabeza estaba representada en los libros de historia. Y el rector declararía que le habían castigado injustamente, porque el Senado y el pueblo romano, cuando alguien iba en queja, declaraban siempre que el castigo había sido injusto. Aquellos que habían sido los grandes hombres, cuyos nombres estaban en el libro de Preguntas, de Richmal Magnall. Toda la historia no hacía sino tratar de estos hombres y de lo que habían hecho y esto era también lo que contenían las Narraciones Griegas y Romanas de Peter Parley.[12] (Joyce 2003, 54-55, el subrayado es nuestro).
Encontramos en este fragmento, quizás la primera vez en la que Stephen empieza a soñar con quererse un nombre y lograr ser alguien reconocido por la historia, durante siglos. Que su nombre aparezca escrito en los libros y sea recordado como un gran hombre. Debemos distinguir que esta idea de “gran hombre” no es la misma que la idea de “redentor” que incluso se pensó para James Joyce: “On peut aussi penser à Joyce en Rédempteur, ou en aliment pour universitaires, ‘chair à chaires’”[13] (Miller en Lacan 2005, 223). O Lacan mismo cuando le realiza la siguiente pregunta a Jacques Aubert: “N’y-a-t-il pas dans les Écrits de Joyce ce que j’appellerai le soupçon qu’il est ou qu’il se fait lui-même ce qu’il appelle dans sa langue un redeemer, un rédempteur ?[14] » (Lacan 2005, 79). Este rol de redentor era más bien lo que quería su padre: que James redimiera a su familia, que fuera el que los salvara, dado que el padre de Joyce los llevaba directo a la ruina. (Ellman 2002, 37)
Por otro lado, la imagen que tenía de sí el prefecto de estudios no le correspondía a Stephen, así como tampoco le correspondía un nombre que homenajeaba a otros, a los muertos, a James.
Quererse un nombre, un nombre propio fue el camino herético que eligió y su deseo de ser artista se enmarca en este sueño. En la novela, es la primera escena en la que se opone a los “padres jesuitas” y hasta busca confrontarse y decide otro camino para su vida. Ya no se sentía representado por la imagen que “los padres” tenían de él. Empieza a soñar, ya desde su infancia, con que su nombre aparezca en los libros, ser reconocido como un “gran hombre” y dejar una huella aún después de su muerte. Su nombre sería reconocido y su obra seguiría viva durante al menos tres siglos. Vemos en esta escena cómo Stephen empieza a quererse un nombre.
Sin embargo, no parece que James Joyce quede capturado en este señuelo imaginario de quererse un nombre para la posteridad que parecía obnubilarlo de chico. Busca algo más en la invención de su nombre. Como ya mencionamos, necesita un nombre que esté más del lado de la vida que de la muerte. La extrañeza que siente por su nombre parece ser la de portar un nombre extranjero, de otros, de antepasados muertos.
Ya hemos mencionado cómo su nombre inventado se le aparece como una profecía. Como Dédalo, prototipo del artista, logra hacer algo con el “barro inerte” logra convertirse en un ser nuevo y alado que queda en la historia. Primero se quiso un nombre, lo soñó desde niño; este es el momento de poder hacer algo con ese sueño y Joyce lo logra. Se hace un nombre a partir de su deseo de ser un artista. Este ser nuevo y alado es Stephen tomando vuelo, creciendo. Pero con un nombre nuevo, creado por él. Vuela como Dédalo, el creador de sus alas y ya no como Ícaro con alas prestadas. Stephen, o más precisamente James Joyce, ya inventó su propio nombre.
Conclusiones
Luego de este recorrido podemos concluir que es importante mantener la diferencia entre «quererse un nombre» y «hacerse un nombre». En el caso de Joyce podemos decir que el «quererse un nombre», asociado a su deseo de ser El artista, precedió al hecho de hacerse un nombre como escritor del enigma entre los universitarios. Al revisar la constelación de su origen hemos podido constatar las fallas en la transmisión y en la inscripción en un linaje. La necesidad de Joyce de un nombre va mucho más allá de un mero reconocimiento social. Esta necesidad es aún más radical. Parece tratarse de una cuestión de supervivencia.
La invención de un nombre propio parece ser una forma de poder ir más allá del nombre de sus antepasados muertos, más allá de la extrañeza de su propio nombre. El nombre que le fue transmitido lo dejaba anclado al pasado, a la muerte y Joyce quiere vivir, quiere volar. Busca a través del arte la vida, un nuevo nombre que ya no esté relacionado con la muerte.
Si lo ubicamos en una lectura diacrónica, podríamos pensar primero en su deseo de ser artista, que coincide con un sentimiento de extrañeza respecto de su nombre propio; luego, el quererse un nombre de vida. Más tarde, este anhelo más imaginario de hacerse un nombre para la posteridad. Un nombre inmortal que quede a lo largo de la historia, una especie de escabel: el escritor del enigma.
Lacan ubica inicialmente este “quererse un nombre” como posible compensación de la carencia paterna. Ahí, precisamente está la falencia paterna, en no poder transmitir un nombre de vida para su hijo. Ahí surge su necesidad de un nombre y su extrañeza por el nombre transmitido. En Joyce, el hacerse un nombre no tiene tanto que ver con el trascender en la historia -que está, pero es secundario y posterior- sino con un nombre que lo represente en un arte que lo vivifica de una forma que no es fálica.
Frente al fallido intento paterno de inscribirlo en una tradición familiar de nombres, James Joyce se vio forzado a sortear esa tradición e inventarse su nombre, haciéndolo propio por primera vez.
Volviendo a lo cuestionable de la traducción de “quererse un nombre” por “querer hacerse un nombre”, creemos que esta traducción refuerza unívocamente la vertiente de la búsqueda de un reconocimiento social y eclipsa la vertiente acentuada por Lacan del «quererse un nombre» como compensación posible de la carencia paterna a través del deseo de ser un artista. Es importante entonces distinguir entre esta vertiente de la compensación que aparece en un principio y la vertiente del ego corrector que permite la restitución del nudo borromeo.
Si analizamos el caso de Joyce más en profundidad, vemos que esta necesidad y esta búsqueda de un nombre va mucho más allá del reconocimiento en lo social. Joyce siente su nombre extraño, no lo siente propio. Tiene que hacer primero todo un trabajo para inventar un nombre verdaderamente propio que luego tendrá otro lugar en lo social.
Y si volvemos a nuestra pregunta inicial -¿Cómo logra por la vía del querer transformar su nombre, dejarlo asociado a la subversión de la literatura en lengua inglesa?- podemos pensar que más que transformar su nombre, lo recrea, lo reinventa, o mejor aún, lo revive. Joyce percibió muy bien “la naturaleza de su sinthome” y la mejor manera de ser hereje es no privarse “de usarlo lógicamente, es decir de usarlo hasta alcanzar su real”. “Joyce sustituye el esplendor del Ser”, dejando caer el sinthome de su madaquinismo (Lacan 2005 [1975], 14-15). Logró hacer uso de su sinthome alcanzando lo real y no para “hacerse un nombre” con fines de reconocimiento, sino para inventarse un nombre que logre compensar la dimisión paterna. James Joyce es un nuevo nombre indisociable del deseo encarnado por Stephen Dedalus.
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