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El poder de las letras. Por una historia social de las universidades de la América hispana en el periodo colonial. Enrique González González, con la colaboración de Víctor Gutiérrez Rodríguez El poder de las letras. Por una historia social de las universidades de la América hispana en el periodo colonial, México, Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación...
Universidades, núm. 73, pp. 54-56, 2017
Unión de Universidades de América Latina y el Caribe

Enrique González González, con la

colaboración de Víctor Gutiérrez

Rodríguez El poder de las letras. Por

una historia social de las universidades

de la América hispana en el periodo

colonial, México, Universidad

Nacional Autónoma de México-

Instituto de Investigaciones sobre

la Universidad y la Educación,

Benemérita Universidad Autónoma

de Puebla, Universidad Autónoma

Metropolitana, Educación y Cultura,

2017, 969 pp.

Publicado gracias al esfuerzo colectivo de diversas instancias públicas y privadas, y al auspicio de la prestigiosa beca John Simon Guggenheim, El poder de las letrasde Enrique González, en colaboración con Víctor Gutiérrez, constituye una espléndida invitación a rescribir la historia de las universidades americanas del periodo colonial, siguiendo la estela abierta por la historia social.




Se trata de una tarea del todo necesaria, si se admite, como sugiere el autor, que aún en nuestros días el pasado de las universidades en Indias sigue siendo examinado con arreglo a los moldes de la historiografía tradicional de raigambre empirista. Y es que las más de las veces la celebración de cierta efeméride ha servido de pretexto para la publicación de alguna monografía que, inspirada preferentemente en fuentes jurídicas, rescata los acontecimientos más señalados en cada caso: casi siempre la fundación del estudio, cuando no la influencia que ejercieron sus graduados en los procesos de emancipación americana, pero sin siquiera atender a las condiciones sociales en que floreció cada centro.

A pesar de ese espíritu renovador, El poder de las letras corre el riesgo de inhibir a otras obras que le sucedan. Suele ocurrir así porque los grandes libros de historia, una vez que ensanchan los saberes reconocidos por la comunidad, tienden, ¡vaya desgracia!, a ser vistos como la última palabra.1 Esa tendencia permite entender que la pionera Historia de las universidades hispanoamericanas: periodo colonial (2 vols., Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1973) de Águeda Rodríguez Cruz, a quien Enrique González toma como obligado punto de partida, en algún sentido se malograra, toda vez que sus páginas sirvieron para llenar un vacío de conocimiento, pero solo tardíamente para incentivar nuevas investigaciones. Al grueso de sus lectores pasó inadvertido que se trataba un cierre de ciclo, no de una verdad revelada: Rodríguez reunió cuanto se sabía, lo ordenó y puso al servicio de los interesados en la materia, con la esperanza de que se diera seguimiento a su labor. Pocos acudieron a su llamado.

Para paliar aquella omisión, Enrique González propone expandir a la totalidad de las Indias una perspectiva de análisis empleada con éxito por los estudiosos de las universidades europeas y algunas hispanoamericanas, como las de México y Córdoba (Argentina); es decir, examinar esas corporaciones en su interacción con la sociedad donde emergían. A ese polo ha tendido la historiografía al menos desde mediados de la década de 1970, en que autores hoy imprescindibles como Lawrence Stone o Richard Kagan se valieron de métodos cuantitativos para determinar el tamaño de las poblaciones escolares, a fin de explicar la correlación entre la demanda de burócratas y el incremento en las matrículas. Por la misma época, Mariano Peset se interrogaba por el impacto de las reformas en la universidad española del XVIII, en particular en lo tocante a sus métodos de enseñanza, con lo que la historia universitaria quedó así vinculada a la de la ciencia.

En el ámbito indiano, una renovación de tal alcance implica atender a las asignaturas enunciadas en “Repensar la historia de las universidades coloniales”, primera de tres partes que componen el libro. Por principio, supone reflexionar en torno a las directrices desde las que se ha escrito esa historia, con qué fuentes y desde qué marcos interpretativos, a fin de identificar las taras que arrastra de tiempo atrás. En su valoración, el autor renuncia a emitir juicios respecto de los “abusos de la historiografía”, a los que procura sacar provecho para articular nuevas explicaciones. Incluso ante querellas como las que durante siglos han enfrentado a las universidades de Santo Domingo y Lima por la primicia de su fundación, el autor encuentra oportunidad para vincular ese “mito de los orígenes”, con la incapacidad de los historiadores de viejo cuño para entender “la sucesión de transformaciones, rupturas y refundaciones” sufridas por estas instituciones en el tránsito de varios los siglos.2 Lo mismo hace al examinar la reproducción acrítica de ciertos juicios, en cuya raíz se hallan antiguos pleitos entre órdenes mendicantes, como el protagonizado a lo largo del siglo XVII por jesuitas y dominicos por el derecho a graduar en Bogotá.3 Junto a estos señalamientos habría que destacar una de las reflexiones de mayor mérito de esta propuesta. Si se ha optado por un título como El poder de las letras, es porque con él se perfila la relevancia que tuvieron los letrados al interior de la monarquía hispánica, en tanto que operarios de la maquinaria imperial. Como es largamente sabido, los nacientes estados absolutistas ensancharon sus burocracias con centenares de graduados, a quienes se encomendó la administración tanto civil como eclesiástica. En América, la creación de universidades significó no solo augurar una ocupación digna a los descendientes de los conquistadores, como destacaban sus primeros promotores de los estudios en el temprano siglo XVI, sino que a la vuelta de unos años se encargó a los graduados ejecutar los proyectos ideados en la Corte. A ellos tocó asegurar para el monarca el control sobre una tierra en principio sujeta a la espada de la hueste conquistadora. No por casualidad, el rey puso tal empeño en controlar los nombramientos que se proveían, tanto los que le competían por ser señor temporal, como aquellos a que autorizaba el regio patronato. Para afianzar su autoridad, señala Enrique González, con la llamada “política de cargos” la corona impuso un régimen de segregación que marginaba a los hijos de la tierra, lo mismo indios que criollos. Éstos, pese a ser tan vasallos del monarca como los peninsulares, debieron conformarse con oficios de menor envergadura. La apreciación reviste particular interés en un tiempo en que instancias como la Red Columnaria apuestan por una visión tersa de la integración monárquica, que diluye las tensiones entre los distintos vasallos del rey.4

Por lo demás, la progresiva incorporación de los graduados a la administración imperial explica en parte que, a diferencia de lo ocurrido en Europa, en las Indias las universidades se asentaron en ciudades con alta relevancia política. De las 27 fundaciones americanas estudiadas, 15 compartieron espacio con las máximas autoridades, lo mismo audiencias que obispados, cuando no ambas; y, solo de modo excepcional, como en Córdoba de Tucumán y Huamanga (la actual Ayacucho), en enclaves comerciales. Situar a cada corporación en su entorno social permite ver con claridad que la relevancia de sus miembros escapaba por mucho a las aulas, y que sus trayectorias individuales estuvieron sistemáticamente asociadas al desarrollo de las élites locales. A ello se debe que en “Las ciudades, las universidades y las fuentes”, el autor prefiera pre- sentar cada universidad en relación con el centro urbano en que operó, y no siguiendo una ordenación cronológica, como en la Historia…de Águeda Rodríguez. Esa elección pone de relieve las interacciones de sus miembros con otros actores y las redes de solidaridad que lograron tender, al tiempo que facilita la compresión de sus diputas con instituciones análogas, cuando las hubo.

Para rescribir esa historia, hará falta volver a los archivos a formular nuevas preguntas, mirar los expedientes con otros ojos. Se trata de una tarea que entregará frutos, apunta el autor, solo en la medida en que se distingan las peculiaridades de cada institución. No en todos los casos se conserva la misma clase de información. Para las universidades reales o “dotadas”, a más de la obligada consulta del archivo de cada institución, mucho conviene voltear a ver al Archivo General de Indias (agi) en Sevilla, en cuyos fondos queda registro de la permanente supervisión de que fueron objeto por parte del rey. Por lo que hace a las fundaciones jesuíticas, su investigación exige la visita al Archivo Histórico de la Sociedad de Jesús (arsi) en Roma, donde se pueden consultar en soporte digital las multicitadas “Cartas Anuas” o los menos populares “Catálogos Trianuales”, con imprescindible información rara vez atendida.5 Menos promisorio parece, en principio, el examen de las universidades conventuales, en virtud de que las órdenes mendicantes rara vez se preocuparon por separar los papeles de sus estudios, lo que actualmente dificulta su ubicación.

La última sección del libro, “Fuentes manuscritas e impresas. Una guía” ofrece quince secciones, una por cada ciudad universitaria, en las que se da razón de los archivos localizados y del estado que guardan actualmente los fondos de mayor utilidad.6 Se advierte también a los futuros investigadores sobre las condiciones materiales a que habrán de enfrentarse: la existencia de instrumentos de búsqueda, impresos y digitalizados, así como de las exigencias de cada acervo. Entre tanto, el apartado final recoge una bibliografía exhaustiva y bien anotada, cuya ordenación se hace por país y no por ciudad, dada la diversidad de lugares de impresión. Tal vez por los tiempos que corren, a larga convenga volcar tan monumental esfuerzo en una plataforma digital que dinamice su circulación entre los interesados.

Si alguna crítica cabe a El poder de las letras es que el lector a quien parece estar dirigido resulta impreciso, ¿quién escribirá la tan necesaria nueva historia de las universidades? A ese respecto conviene recordar en que se trata de una faena ya iniciada, en la que el propio autor ha jugado un papel de primer orden, por lo menos desde la conformación hace más tres décadas de un grupo de investigadores asociados al Centro de Estudios sobre la Universidad (cesu), primero y más tarde al Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación (iisue), ambos dependientes de la unam. La renovación aquí vindicada dependerá de que encuentre, como ya ocurrió en México, las condiciones institucionales idóneas, lo que a la fecha parece cuando menos incierto al sur del continente. Dependerá de que este libro encuentre a sus lectores. Ojalá no tarden.

Estanque II. Serie Paisaje construido. Acuarela y carboncillo sobre papel. 105x128 cm. 2013.

Notas

1 Al respecto emite algunas observaciones Fernand Braudel en el “Prólogo a la segunda edición francesa”, Fernand Braudel, El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, 2ª edición en español, T. I, México, Fondo de Cultura Económica, 198,1 p. 21
2 Enrique González González, El poder de las letras…,p. 116
3 Ibídem, p. 421
4 Véase especialmente Xavier Gil Pujol, “Integrar un mundo. Dinámicas de agregación y de cohesión en la Monarquía de España”, en Óscar Mazín y José Javier Ruiz Ibáñez (coords.), Las Indias Occidentales: procesos de incorporación territorial a las Monarquías Ibéricas (siglos XVI-XVIII), México, El Colegio de México, Red Columnaria, 2012, pp. 69-108
5 Enrique González González, El poder de las letras…, p. 199
6 Ibídem, p. 489 y ss


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