Resumen: La corona portuguesa aplicó una serie de políticas a mediados del siglo XVIII para facilitar la integración de los indígenas amazónicos en la sociedad colonial. Entre esas medidas se encontraba el incentivo de los matrimonios entre “blancos” e indígenas. A pesar de ciertas reticencias iniciales, muchos soldados destacados en las regiones de frontera optaron por estos matrimonios. Sin embargo, continuó existiendo un amplio abanico de relaciones informales interétnicas entre hombres y mujeres. En este artículo exploramos varios casos ocurridos en el Rio Negro con la finalidad de analizar las agencias y resistencias de soldados y mujeres indígenas, así como la pluralidad de formas que adoptaron sus interacciones. La reconstrucción de sus itinerarios personales, conectados alrededor de la fortaleza del Rio Negro en la década de 1760, es posible gracias al análisis de fuentes inéditas producidas en aquella misma región y disponibles en el Arquivo Público do Estado do Pará (APEP).
Palabras clave: Directorio, Amazonía, fronteras.
Abstract: the mid-18th century, the Portuguese crown issued a set of policies that were designed to ease the integration of Amazonian indigenous populations into colonial society. Among these policies, marriage between “white” and indigenous people was to be promoted. Despite early reluctances, many of the soldiers at the frontier opted to marry native women. However, a complicated set of informal interethnic relationships between men and women continued to exist in the region. In this article we reconstruct a number of cases reported in the Rio Negro area, with the aim of analyzing the agency and resistance of both soldiers and native women, as well as the diversity of their social interactions. The reenactment of their personal trajectories, unfolding around the fortress of Rio Negro in the decade of 1760, is made possible through the analysis of unpublished sources produced in the region and are currently archived in the Arquivo Público do Estado do Pará (APEP).
Keywords: Directory, Amazonia, frontiers.
ARTIGOS
Soldados y mujeres indígenas en la Amazonía portuguesa (Rio Negro, mediados del siglo XVIII)
Soldiers and Native Women in the Portuguese Amazon (Rio Negro, Mid-18th Century)
Recepción: 07 Diciembre 2021
Recibido del documento revisado: 03 Marzo 2022
Aprobación: 09 Marzo 2022
La corona portuguesa aplicó a mediados del siglo XVIII una serie de políticas reformistas que pretendían optimizar el control y rendimiento de sus posesiones amazónicas. Entre estas medidas, destacaron aquellas dirigidas a acelerar la incorporación de las poblaciones indígenas a la sociedad colonial (DOMINGUES, 2000; SAMPAIO, 2011). Con ese fin, se apartó a los misioneros de la administración de las aldeas y se publicó un Directorio (1757) con instrucciones para tutelar la autonomía de los indígenas hasta que estos tuvieran capacidad para gobernarse a sí mismos (ALMEIDA, 1997). Tres de los noventa y cinco párrafos del Directorio estaban dedicados a promover los matrimonios interétnicos. En la consagración de estas relaciones se veía un camino para asentar a los portugueses en el territorio y para facilitar la “civilización” de los nativos. Ambos aspectos resultaban especialmente decisivos en las regiones de frontera, donde la población de origen europeo o luso-brasileño se reducía a unos cientos de soldados y colonos.
Sin embargo, no fue sencillo convencer a estos hombres para que se casaran con las mujeres indígenas. La nueva legislación suponía un cambio importante en la mentalidad de la época, ya que hasta entonces la unión con las nativas se había reputado como “infamia”. Además, los soldados temían perder su salario tras el matrimonio, pues las autoridades preveían su baja para facilitar su asentamiento en las aldeas. Para superar todos estos recelos, la corona tuvo que ofrecer incentivos a aquellos que optaran por el matrimonio, como el adelanto de varios meses de sueldo o la entrega de dotes.1 Ello contribuyó a suavizar las resistencias, junto con otros factores como las necesidades afectivas y familiares de los soldados (dada la escasez de mujeres de origen europeo en la colonia) o la posibilidad de convertirse en pobladores y no tener que desplazarse a los destacamentos más lejanos. De esta manera, pronto se registraron un gran número de matrimonios mixtos y, ya en 1761, noventa de los 222 soldados registrados en la capitanía de Rio Negro estaban casados.2
Pero a pesar del éxito (relativo) de estos matrimonios, la vida afectiva de aquella frontera continuó pautada por un amplio espectro de relaciones informales (abusos, concubinatos, adulterios…) que traspasaban los límites marcados por el Directorio. Y es que los matrimonios suponían una oportunidad (tanto para los soldados como para los indígenas), pero también una incómoda y forzada transformación de sus acuerdos y costumbres. Estas relaciones informales pueden ser rastreadas en las fuentes, pero resultan hoy difíciles de definir y, sobre todo, de comprender, ya que en muchas ocasiones la naturaleza del consentimiento no era explícita ni siquiera para testigos y contemporáneos. En las próximas páginas trataremos de explorar la naturaleza de estas relaciones entre soldados y mujeres indígenas, acotando nuestra exploración a los asentamientos portugueses en el Rio Negro en la década de 1760, con el convencimiento de que al estudiar esa relación social podremos entender mejor a sus protagonistas.
Así, por un lado, este artículo debe servir para reivindicar y problematizar la agencia de las mujeres indígenas, las cuales no fueron víctimas pasivas de abusos y violaciones, sino que también desplegaron estrategias de negociación y resistencia en la América portuguesa (GARCIA, 2021; JULIO, 2015), y en concreto en la Amazonía lusa (ARENZ; GAIA, 2019; MELLO, 2005; SWEET, 1981). Así, tanto ellas como sus familiares supieron gestionar en beneficio propio las relaciones interétnicas, apropiándose de los matrimonios mixtos (MOREIRA, 2015; 2018; RENDEIRO NETO, 2017; SOMMER, 2011, p. 631-632). Al analizar los casos concretos de mujeres como Cándida, Anna Maria o Inácia, nos preguntaremos cuáles fueron sus razones para convivir con los soldados, huir de ellos o, por el contrario, negarse a abandonarlos. Sus distintas experiencias servirán como ejemplo de las difíciles decisiones que las mujeres supieron tomar para sobrevivir en éste y otros contextos coloniales (KARS, 2016).
Al mismo tiempo, este artículo pretende comprender la mentalidad y la posición de los soldados, superando estereotipos que los representan como ejecutores implacables de la agenda imperial. Según Guha (1997), los imperios sólo necesitan fuertes, cuarteles y oficinas para sustentar su poder en las colonias. Como resultado, los soldados y funcionarios acaban por vivir en espacios impersonales, padeciendo un aislamiento y una falta de libertad que se ven reforzados por el volumen de las poblaciones nativas y la inmensidad de los nuevos paisajes. Los espacios comunes donde socializan se convierten en sucedáneos de un hogar y la falta de arraigo social provoca una inquietud que no está presente en las narrativas tradicionales, entregadas a la celebración del entusiasmo de los soldados o a su justificado temor ante situaciones bélicas o rebeliones. “El resultado”, argumenta Guha (1997, p. 487-488), “ha sido fomentar una imagen del imperio como una especie de máquina manejada por operarios que saben tomar decisiones y que nunca dudan, que conocen de acción, pero no de circunspección, y que, en el caso de un percance, solo sienten miedo, pero no ansiedad”.3
Como apunta el propio Guha (1997), esta imagen triunfalista del imperio se desvanece cuando se abandonan los discursos oficiales y se analiza la realidad de las fuentes. Pero no basta con acudir a ellas, ya que los archivos imperiales, tanto en su forma como en su contenido, son artefactos coloniales que producen un determinado conocimiento (STOLER, 2002) y que, por tanto, raramente reflexionan sobre aspectos como la vulnerabilidad de sus agentes. Es necesario analizar minuciosamente las correspondencias para encontrar indicios de estos quiebres emocionales, los cuales brillan con intensidad cuando son expuestos a la luz de una metodología microhistórica. En este artículo, analizaremos la fragilidad emocional de los militares portugueses en el interior de la Amazonía a través de los casos de tres tenientes que servían en la capitanía del Rio Negro.4 Sus historias nos han de servir para recuperar las propuestas de Guha (1997) y poner en contexto sus planteamientos,5 enfatizando en este caso la intensa socialización de los soldados con otros camaradas y, sobre todo, con las poblaciones indígenas.
Uno de estos tenientes era Manuel Pedro Salvago. Sabemos que ya antes de 1755 se encontraba sirviendo como alférez de infantería en una de las compañías del regimiento de Pará. En marzo de aquel año la corona aprobó su requerimiento (y el de su hermano José Máximo)6 para ser dispensado del tiempo de servicio que le faltaba y así ser promocionado en su carrera militar.7 Ya con el rango de teniente, lo encontramos en las fuentes de los años posteriores sirviendo en la capitanía del Rio Negro, donde los soldados padecían unas duras condiciones de vida, acentuadas por los retrasos en los pagos, los altos precios y las enfermedades. Por todo ello, no eran raras las solicitudes para regresar a Belém o a Portugal; o, por lo menos, para ser trasladado a un mejor destino, como podía ser Santarém (en la boca del río Tapajós).8
En ese sentido, la frontera fue tanto un espacio de libertad y posibilidades de promoción, como una cárcel en la que muchos se vieron obligados a permanecer. No parece haber sido éste el caso de Manoel Pedro Salvago, quien por sus méritos sería finalmente escogido para desempeñar el puesto de director en la villa de Moura, en el río Negro.9 Tras la aplicación del Directorio en la Amazonía portuguesa desde 1757, la administración de las antiguas misiones religiosas pasó a manos de los directores, cargo creado expresamente para la tutela y gobierno de las poblaciones indígenas en sus aldeas (COELHO, 2016; SOUZA JÚNIOR, 2010). Dicho cargo fue entregado generalmente a hombres que habían mostrado ser dignos de confianza en los años anteriores, pues los directores jugaban el complicado papel de mediación entre la corona y las poblaciones indígenas. Los directores no podían prender, juzgar ni castigar a los habitantes indígenas de las aldeas, que en la arquitectura legal del Directorio respondían ante jueces ordinarios y los Principales indígenas de cada comunidad. La tarea del director era más bien de tutela y promoción del comercio y la producción agrícola, recibiendo en pago un sexto de los bienes producidos por su aldea.
No todos los directores desempeñaron su cargo con celo y justicia, siendo comunes las quejas por sus abusos y corrupciones. En la figura del director convivían, de hecho, el servicio a la corona con la tendencia a transgredir sus leyes en beneficio propio (MELO, 2016). Estas transgresiones respondían al interés personal de los directores, pero también a la ignorancia de las nuevas leyes. El teniente Bernardo Toscano, al que pronto conoceremos, escribió en 1757 al gobernador con el objetivo de resolver algunas dudas sobre cómo debía aplicar el Directorio. Preguntaba, en concreto, si podría prender a los principales indígenas que cometiesen alguna falta, a lo que el gobernador le contestó “no cabe en la jurisdicción de vuestra merced el tener semejante procedimiento con ellos”,10 por lo que se debía limitar a informar al gobernador.11 Estas dudas, las obligaciones del cargo y las pocas retribuciones llevaron a algunos directores a solicitar la dispensa de sus funciones. Especialmente explícito fue el director de Fonte Boa, en el río Solimões, quien pedía que “por las llagas de Jesús nuestro bien se digne mandarme sacar de esta población para ir a mi casa con mi familia que pobre por pobre vale más en mi casa que en este sertão, sujeta mi conciencia a muchos peligros de mi Alma”.12
No sabemos si la vida de Manoel Pedro Salvago en la villa de Moura también era así de atormentada. Lo que sí parece es que sus superiores confiaban en él, puesto que en alguna ocasión le encargaron investigar excesos de sus compañeros.13 Así, en abril de 1762 le escogieron para ejecutar una difícil misión. Con la mayor urgencia debía partir de Barcelos, capital de la capitanía de Rio Negro, y viajar hasta la fortaleza situada en la desembocadura del mismo río. El viaje en sí, río abajo y a bordo de canoas remadas por indígenas durante cuatro días, no era ninguna aventura.14 La dificultad de la misión estribaba en lo que el teniente Salvago debía realizar una vez llegado a su destino. El gobernador interino, Valério Correa Botelho de Andrade, había recibido “repetidas quejas”15 sobre el comportamiento del comandante de la fortaleza, y ahora le tocaba al teniente Salvago dirigir una investigación que esclareciese los hechos. Por lo menos formalmente, ya que el gobernador “estaba informado con toda certeza de lo que había sucedido”16 y la sentencia estaba tomada de antemano.
El comandante investigado se llamaba Bernardo Toscano de Vasconcellos, y también ostentaba el rango de teniente. Salvago debía averiguar qué había ocurrido en la fortaleza y por qué el comandante había encarcelado y golpeado con saña a cuatro mujeres y dos hombres, todos ellos indígenas. Llevaba con él una detallada orden que en once puntos resumía lo ocurrido a partir de las noticias que habían llegado hasta el gobernador, y él debía confirmar o desmentir cada uno de esos once puntos con los testimonios que pudiese reunir en la fortaleza.17 Dos de esos once puntos, los últimos, aludían a una situación ocurrida recientemente, cuando el teniente José Soares fue mal recibido por el comandante, el cual no solamente se negó a cederle unos indios pescadores, sino que incluso lo “prendió en prisión cerrada”.18
Los otros nueve puntos de la orden tratan sobre un mismo asunto y son los que realmente nos interesan. Tres mujeres indígenas (Cándida y Anna Maria, mozas, y Josefa, viuda) habían huido de la fortaleza. En respuesta, el comandante Toscano había prendido a otros tres indígenas: Lucas Ribeiro de Carvalho, su esposa Lucrecia de Souza, y el hijo de ambos, Feliciano de Carvalho. Sospechando que esta familia había facilitado la fuga de las tres mujeres, se decía que el comandante los había detenido y torturado para que confesaran el escondite de las huidas. Luego había detenido a éstas y las había castigado con violencia. Manoel Pedro Salvago debía averiguar si todo esto era cierto e, igualmente importante, si el origen de todos estos desórdenes estaba en la “amistad particular” que unía al comandante Toscano con Cándida, “trato ilícito” por el cual habría impedido que la dicha Cándida contrajera matrimonio con el joven Feliciano de Carvalho.19
Ahora bien, ¿qué tipo de relación mantenían Cándida y el comandante? ¿Qué significaba aquella “amistad particular”? No podemos responder a estas preguntas con los resultados de la investigación oficial, que el teniente Salvago llevó a cabo con celeridad. Tras llegar a la fortaleza, interrogó a siete testigos y apenas doce días después de haber recibido las órdenes del gobernador, concluían sus averiguaciones. En los relatos de aquellos siete hombres se encontraba la verdad oficial que Salvago aspiraba a recopilar. Los testigos fueron Manoel Marques, labrador de 33 o 34 años, y seis soldados de entre 17 y 24 años.20 Después de poner la mano derecha sobre los Evangelios, todos ellos juraron decir la verdad y respondieron a las preguntas que les hizo el teniente Salvago.21 Gracias a sus palabras conocemos algunos detalles de aquella fuga y del castigo que recibieron sus protagonistas.
En primer lugar, era cierto que el comandante Toscano había maltratado a los colaboradores de la fuga, es decir, al matrimonio formado por Lucas Ribeiro de Carvalho y Lucrecia de Souza, así como a su hijo. El padre de familia fue encadenado y le dieron “muchos golpes de palmetazos de suerte que se le hincharon y reventaron las manos, además de esto por las espaldas del dicho indio le dio muchos golpes de sipó de que le quedaron cicatrices”.22 Su mujer, recibió por tres veces golpes con un sipó (rama o liana) hasta caer derribada al suelo. Peor suerte corrió su hijo, al que le aplicaron el habitual castigo de palmetazos. Todo por haber participado en la fuga de las tres mujeres y por resistirse a revelar hacia dónde habían escapado. ¿Pero por qué se obcecaban en el silencio? ¿Por qué, en primer lugar, habían participado de aquella precipitada huida? Los testigos no aportan claves al respecto, pero la novena pregunta del interrogatorio sugiere una explicación: “si por causa de la amistad particular con la dicha india Cándida prohibió o estorbó el dicho Comandante que el indio Feliciano de Carvalho hijo del indio Lucas Ribeiro se casase con la dicha Cándida; y si por esta causa tuvieron origen todos estos desórdenes”.23
Con las respuestas de los testigos, aunque fragmentadas y sucintas, podemos tratar de reconstruir lo ocurrido. Así, podemos deducir que el joven Feliciano era el prometido de Cándida. Parece incluso que, en algún momento, el comandante y el padre del novio habían acordado el matrimonio, pero el acuerdo se truncó con la llegada del vicario general. Según el religioso, Cándida era demasiado joven y debía esperar un año antes de casarse. No sabemos qué edad tenía Cándida por aquel entonces, pero lo cierto es que ya convivía y mantenía relaciones con su prometido, pues ambos andaban “escandalosamente siempre metidos en la roza”. Para evitar estos escándalos, el comandante decidió separarla de su novio (con quien vivía “como si fuese ya su mujer”),24 y ponerla a vivir en casa de un soldado portugués, llamado António Fernandes, uno de los siete testigos interrogados.
Es posible que este cautiverio temporal llevase a Lucas Ribeiro a organizar (o por lo menos a participar) en la fuga de Cándida y a soportar los golpes sin revelar el paradero de las fugadas. Sin embargo, éstas fueron finalmente capturadas y trasladadas a la fortaleza. Allí, Josefa recibió tres docenas de palmetazos y fue puesta en hierros. Anna Maria no corrió mejor fortuna: se llevó treinta palmetazos y golpes de guambé. Tratando de zafarse del soldado que la sujetaba, Anna Maria le mordió en un brazo y éste la empujó con violencia. Durante el forcejeo le cayó la falda y tan hinchadas tenía las manos a causa del castigo, que tuvieron que ayudarla a cubrirse. No satisfecho con aquel castigo, el comandante “le cortó los cabellos con un cuchillo para más injuriarla y después de eso el referido la mandó meter en [el] tronco donde la dejó estar mucho tiempo”,25 un mes según oyó decir otro testigo.26 Cándida, finalmente, también recibió algunos palmetazos, dos docenas según el soldado Luis Tavares.
Las declaraciones de los testigos son más parcas de lo que desearíamos, pero aun así ofrecen destellos que sugieren situaciones sociales inesperadas. Tras comentar la residencia de Cándida en la casa del soldado António Fernandes, uno de los testigos añade que oyó decir que “por esas causas no [salían?] los soldados de la Fortaleza”.27 El sentido de esta frase no queda del todo claro; y la transcripción, como ocurre frecuentemente con este tipo de fuentes, genera dudas. Sin embargo, la cita admite matices al vincularla con otros casos de la época. En 1759, por ejemplo, el alférez Crispim Lobo tomó a una mujer que estaba presa en Barcelos “supongo que para divertirse con ella, y no sólo lo hizo para sí, como para algunos amigos que llevó en su compañía como era el soldado Pedro José (…), y también convidó a un criado mío el cual luego que me constó lo despedí de mi servicio”.28 Podemos preguntarnos si algo semejante ocurrió con Cándida, convertida en una herramienta del comandante para mostrar su poder y repartir favores entre los soldados.
En cualquier caso, sabemos que Toscano fue finalmente sustituido por ese mismo Crispim Lobo en la comandancia de la fortaleza29 y encerrado en el calabozo de la misma durante algunas semanas. Más tarde se le alivió la pena permitiéndole respirar el aire libre, pero sin abandonar el perímetro de la fortaleza.30 En enero de 1763 escribía al gobernador de Pará, pidiendo “la natural benignidad de que Vuestra Excelencia es dotado permitiéndome por especial indulto mi libertad”,31 después de haber purgado su culpa con nueve meses de prisión. Para justificar su petición, Toscano argumentaba que “las circunstancias que mostraron [aggrav.e?] la culpa porque estoy preso no tuvieron más ser de que los calumniosos enredos del Teniente José Soares”.32 Es posible, entonces, que en su castigo pesara más su comportamiento con José Soares que sus excesos con Cándida y el resto de los nativos.
Sea como fuere, parece que el gobernador acabó por ordenar su liberación, ya que el episodio no interrumpió la carrera militar de Bernardo Toscano. En una región tan necesitada de mano de obra y de soldados, los administradores coloniales no podían permitirse licenciar o encerrar durante demasiado tiempo a un hombre cuya única falta había sido un exceso de violencia y celo en su gestión de la libertad indígena. O, como máximo, su trato irrespetuoso a otro oficial. Y máxime en un contexto de guerra en Europa (la Guerra de los Siete Años) que había puesto en tensión las fronteras amazónicas (IBÁÑEZ-BONILLO, 2021). Así pues, Toscano fue liberado en algún momento de 1763. En julio de ese año escribía de nuevo al gobernador, esta vez desde Barcelos, solicitando licencia para viajar a Belém con finalidad de atender algunas “dependencias particulares” y “besar las manos de Su Excelencia en acción de gracias por el favor con que me tiene distinguido”.33 En diciembre ya estaba ejerciendo de nuevo como comandante de la fortaleza34 y en julio de 1768 se desempeñaba como director de la villa de Barcelos,35 ejerciendo también como sargento-mor de uno de uno de los tercios de la ordenanza en la capitanía de Maranhão hasta, por lo menos, 1778 (MELO, 2016, p. 73).
Veamos ahora el caso de un hombre que también pasó por los calabozos de la fortaleza en las mismas fechas. Este hombre se llamaba Miguel Ángelo Ferreira, también ostentaba el cargo de teniente y fue transportado a la fortaleza desde Barcelos, encadenado y preso, en el mes de mayo de 1762.36 Parece haber sido un tipo complicado, con muchos enemigos entre los portugueses que habitaban el Rio Negro. De él se dijo en aquellos días que “con sus irregularidades ocasionó a ciertos soldados la libertad de esperarle, y ultrajarle con palos en una madrugada”.37 Sus “imprudencias nacidas del poco juicio”38 le hacían ser “aborrecible de todos”.39 Entre esas imprudencias figuraban la delación de las faltas de sus compañeros.40
A consecuencia de una delación suya, el cabo de escuadra João Pedro Marçal da Silva acabó en el calabozo. Desde allí, para vengarse, éste escribió una carta al gobernador “en que además de defenderse, propalaba defectos ajenos, y en primer lugar el público, y antiguo concubinato, en que vivía Miguel Ángelo con la india Inácia”.41 Volvemos a encontrar de nuevo una “relación ilícita” entre un oficial portugués y una mujer indígena. Esta vez la acusación es más explícita que en el caso de Toscano y parece haber sido de conocimiento público. De hecho, aquel tipo de concubinato interétnico era una falta consentida, pues en el fondo no suponía un mal evidente más que a los ojos de la iglesia (RESENDE, 2011). Ello facilitaba que se establecieran relaciones duraderas al margen de la ley, las cuales podían ser interrumpidas bruscamente en cualquier momento por una denuncia inoportuna. Es lo que ocurrió esta vez.
Enterado de la situación, el vicario general decidió tomar cartas en el asunto. El mismo vicario que impidiera el matrimonio de Cándida por ser demasiado joven, se empeñaba ahora en corregir aquel concubinato. Para ello hizo llamar a Inácia y “en la presencia de algunas personas la persuadí a que se casase”.42 Ella aceptó “y me respondió [que] sólo se casaría con el indio Thomas, que en otro tiempo fue criado mío”.43 En este diálogo, que sólo conocemos por la pluma del vicario, se cruzan las agencias del religioso y de Inácia. Podemos recuperar aquí la cita con la que Barbara Sommer (2012, p. 14) cierra su estudio sobre Joanna Baptista, indígena que voluntariamente se vendió como esclava: “Si ella no podía ser su propia dueña, por lo menos quería tener algo que decir en quién lo sería”.44 Elección que, en el caso de Inácia, agradó al vicario. “Mandé llamar al indio, y se ajustaron legítimas esponsales entre ellos sin la menor violencia”,45 para a continuación “mandar yo depositar la india en casa de Manoel Gonçalves, por ser el único casado con mujer blanca”.46
Cuando el teniente Ferreira conoció los tejemanejes del vicario “rompió e[n] impetuosos desórdenes, y excesivas pasiones; porque luego sin perder tiempo vino a mi casa a pedirme explicaciones por el caso del matrimonio acordado”.47 El vicario lo despachó con buenas palabras, como también hicieron el gobernador de Rio Negro y el depositario de Inácia. Tal y como había ocurrido en el caso de Bernardo Toscano, la posibilidad de perder a su compañera indígena encolerizó al oficial portugués, al cual no le importó llamar la atención de las autoridades con sus airadas protestas. De hecho, al día siguiente se presentó en el calabozo y, valiéndose de su autoridad, arremetió contra su delator, “dándole a su gusto con una vara por la libertad que tomó en escribir contra él”.48 Por aquel exceso, Ferreira recibió una reprimenda del gobernador, que incluso barajó la posibilidad de mandarlo preso a la fortaleza.49
Lejos de amilanarse, el despechado teniente continuó haciendo todo lo posible por recuperar a Inácia. Acudió primero a casa de la mujer, “a buscar algún [hatillo?] insignificante, que él le había dado”50 y llegó a enfrentarse públicamente con el entrometido vicario, “con palabras tan desaforadas, y públicas, que la libertad de ellas causó admiración a las personas más sensatas”.51 Entre las “abominables injurias”52 que el teniente lanzó contra el religioso estaba la de “que yo forzaba a la india a casarse sólo por querer aprovecharme de ella”.53 Por todos los medios trató Ferreira de revertir aquella situación, empeñándose en “hacer cambiar de opinión a la india del dicho casamiento, cuyo efecto consiguió haciendo variar a la india de resolución”.54 Y este cambio repentino en la opinión de Inácia merece también nuestra consideración, pues tanto podemos pensar que la mujer era altamente manipulable, como que ella tenía voluntad de permanecer junto al oficial portugués.
Tratando de evitar que el teniente Ferreira acabara por llevarse a Inácia, el vicario ordenó trasladarla a la prisión; “pero pareciéndome luego difícil de una parte conservar a la india en la prisión; y por la otra el soltarla, y entregarla al Miguel Ángelo, que públicamente se declaraba ya mancebo de ella, y se hacía parte en este procedimiento, tomé la resolución de poner a la india fuera de esta villa”.55 El vicario envió a Inácia a la villa de Thomar, donde debería permanecer en casa del director João Pinheiro de Amorim. Pretendía así sacar a Inácia del campo de acción de Miguel Ángelo, que ya se había convertido en un incordio pues sus acciones “fácilmente podían asustar a los parientes de la india, y llevarlos a alguna huida”.56 Tampoco aquello funcionó. El teniente comenzó a “blasfemar contra [él] y a hacer peticiones de agravio a la Corona con las cuales importunó al Oidor General”.57
Apuraba ya sus últimas opciones el oficial, que llegó incluso a escribir una “petulante carta” al director de Thomar, según el vicario Noronha.58 Tal vez el vicario se refiriese a una carta en la que Miguel Ángelo pedía al destinatario “favorecer en aquello que pudiera a esa muchacha Inácia”59 y rogaba “a vuestra merced le quite de la cabeza para que no se case con nadie porque quiero hacerle yo su casamiento acá con persona de mi g.o [gusto?]”.60 Pretendía, parece, casarla con alguien de su “gusto”, lo cual nos permite, por lo menos, dos interpretaciones. Por un lado, es posible que el teniente Ferreira pretendiese escoger un falso marido, a modo de testaferro, para mantener las apariencias y continuar su relación con Inácia. Por otro lado, es posible que al arrogarse la tutela matrimonial, el teniente esperase obtener beneficios del futuro marido. En cualquier caso, volvemos a encontrarnos con una de esas relaciones interétnicas de difícil interpretación, donde no es fácil discernir entre el amor y la coacción.
La carta que narra todos estos detalles fue escrita por el vicario, José Monteiro de Noronha, al gobernador del estado de Pará. En principio, apenas para informarle de la situación y protegerse de las calumnias que los parientes y amigos de Miguel Ángelo Ferreira ya hacían correr sobre él. En la carta el vicario sugiere que “Miguel Ángelo no debe vivir entre hombres, sino con las fieras”,61 por lo que sugería enviarlo a los destacamentos de las fronteras, ya fuera en el río Javari o en el alto río Negro. Sin embargo, las autoridades decidieron mostrar mayor dureza y se ordenó que quedara “en la prisión del calabozo tres meses y pasados ellos quedase en la misma Fortaleza”62 del río Negro. Hasta allí lo condujeron63 y en el calabozo tuvo que coincidir con Bernardo Toscano. La prisión de Ferreira sorprendió al vicario, quien en cartas posteriores mediaría para su liberación.64 El propio Ferreira escribió, por lo menos en tres ocasiones, pidiendo el perdón y el favor del gobernador a fin de “que se me reduzcan las ponderadas aflicciones en mayor número de prosperidades”.65 En 1763 le remitieron al destacamento de São Gabriel, en la frontera, desde donde volvería a escribir pidiendo licencia para recogerse a la ciudad.66 De allí lo mandaron regresar a Barcelos en 1764, desconfiando el gobernador “de sus prácticas, por sus maliciosas entrañas”.67
La historia de Inácia, atrapada en la red de rivalidades que unía a Miguel Ángelo Ferreira, al cabo de escuadra que les delató y al vicario José Monteiro de Noronha, es ejemplar de la posición que muchas mujeres ocupaban. Eran utilizadas como arma para las acusaciones entre rivales. Ya no se trataba de obtener un beneficio directo con ellas, sino de utilizarlas como herramienta de acusación. Poco después, en diciembre de 1764, una indígena acusó al capellán de su aldea de haberla violado. Sin embargo, la mujer confesó, en presencia del vicario José Monteiro Noronha, que la acusación era falsa y que en realidad había sido el director de la villa quien la había amenazado de muerte, obligándole a culpar al clérigo para perjudicarle y forzar su expulsión de la villa. Descubierto el engaño, fue el propio director quien se vio expuesto a la expulsión, mientras que la indígena fue llevada a Barcelos para evitarle represalias.68
Este último caso ocurrió en la villa de Moura, durante la dirección de João Pedro Marçal da Silva, a quien ya conocemos por haber delatado el concubinato de Miguel Ángelo Ferreira en Barcelos. Era un universo pequeño de soldados y oficiales el que se repartía los cargos y muchos de ellos acabaron generando conflictos con los indígenas y, particularmente, con las mujeres. En este caso, los oficiales indígenas de la villa de Moura (principales, capitán mor y sargento mor) denunciaron los abusos del director, no sólo en relación a la falsa acusación contra el capellán, sino por otros desprecios y malos tratos; otros abusos del director incluyeron el traslado de dos mujeres (una indígena y una mameluca) al ingenio de Pedro Furtado, para el servicio del propietario. Es bastante probable, así, que los habitantes de Moura añorasen al anterior director, nuestro teniente Manoel Pedro Salvago, con el que iniciamos este recorrido.69
Recuperemos aquí la huella de aquel oficial a quien vimos solicitar la merced real para promocionar su carrera militar al inicio de este artículo, el mismo que en abril de 1762 viajó desde Barcelos a la fortaleza del río Negro para averiguar qué había de cierto en los rumores sobre las prisiones y torturas que el comandante Toscano había aplicado sobre seis indígenas. El mismo Salvago que, tras concluir su investigación y encerrar en el calabozo al comandante Toscano (acompañado en prisión por Miguel Ángelo Ferreira), regresó a la villa de Moura, donde ejercía como director. Allí le esperaba la sombra de un viejo incordio llamado Manoel dos Reis Trovão, quien había llegado a Moura, de donde era su mujer (por tanto, indígena ella), desterrado tras levantarse en 1760 contra el comandante de la villa de Borba (en el río Madeira).70
Salvago había tenido problemas en el pasado con este hombre, al que mantuvo preso durante un mes en el calabozo “por querer vender latón por oro, como vendió”.71 En otra ocasión había ordenado encadenarlo durante un tiempo por haber proferido palabras indecentes durante la procesión que tenía lugar todos los domingos en la villa. Manoel dos Reis parecía incorregible y lo peor era que suponía un pésimo ejemplo para sus vecinos, ya que era experto “en fomentar desórdenes invitando a los camaradas y juntándolos en su puerta introduciéndoles el terrible epadú72 mezclado con ceniza y tapioca, el cual dicen que quita el sueño, masticándolo y tragándolo, en este ejercicio están toda la noche hasta por la madrugada”.73 Habiéndose hecho maestro “de tan pésimo costumbre (como los indios) ha expresado el dicho Manoel dos Reis Trovão palabras indecorosas [excogitando?] las vidas ajenas y dando novedades, que sirven de inquietud y [mal?] ejemplo”.74
Además del epadú, Manoel dos Reis también consumía pagevarú (vino de frutas y beijú) (SAMPAIO, citado por TANAN DA SILVA, 2019, p. 93). La convivencia permitía, por tanto, un fluido intercambio de prácticas culturales del que también participaban los matrimonios y el resto de relaciones entre soldados y mujeres indígenas. De hecho, no era extraño que los portugueses acabaran siendo integrados en las familias indígenas y que su intimidad les llevara a deslizarse fuera del control colonial y de sus costumbres anteriores. Para desespero de las autoridades, éste fue el camino de muchos de los blancos que se casaron con mujeres indígenas. Al evaluar la experiencia de estos matrimonios en los veinte años anteriores, el oidor Ribeiro Sampaio escribiría que los matrimonios “han sido por la mayor parte poco afortunados; porque en lugar de las Indias tomar las costumbres de los blancos, estos han adoptado las de aquellas”75 (citado por MELO, 2011, p. 128). Manoel dos Reis Trovão parece haber sido uno de estos soldados descarriados.
Su falta de compostura abarcaba también sus relaciones con otras mujeres. Había molestado (desenquietado) a algunas de ellas en Moura y en cierto momento solicitó permiso para visitar la aldea de Carvoeiro, donde fue públicamente amonestado por los vicarios por el “escándalo que dio en el mismo lugar con la india Genoaria”.76 De nuevo encontramos la interferencia de los religiosos en la esfera privada de las relaciones interétnicas. Y no sin razón en este caso, pues Manoel dos Reis estaba casado con una mujer a la que daba mala vida y a la que trató de apuñalar, sin razón aparente. Su caso es buen ejemplo de una realidad que se constató después de los primeros matrimonios interétnicos: la existencia de malos tratos por parte de los maridos a sus mujeres indígenas, una violencia difícil de juzgar pues si bien atentaba contra los principios del Directorio, no era menos cierto que pertenecía a la intimidad familiar.77
Por otra parte, Manoel dos Reis tenía también problemas con sus camaradas. Al detallar el expediente de sus faltas, el teniente Manoel Pedro Salvago escribía que “[s]iempre anda reñido con unos u otros camaradas”,78 teniendo para ellos “palabras indecentísimas”.79 Por todo ello, el teniente Salvago advertía que era muy perjudicial su permanencia en Moura y que se vería obligado a forzar su traslado próximamente. Ganas, ciertamente, no le faltaban, pues Trovão se había enfrentado con el director de la villa en múltiples ocasiones. La última, poco antes de que el teniente se marchase a la fortaleza para averiguar lo ocurrido con Bernardo Toscano y Cándida. Salvago le había denegado licencia para que Trovão viajase a Barcelos, pero al regresar a Moura, en el mes de julio de 1762, encontró que había salido de la villa sin su permiso.80
A pesar de todas sus maldades, este Trovão tendría que sobrevivir durante años en la región. Veinte años después de los sucesos relatados en este artículo, residía en la villa de São Paulo de Olivença, donde causaba un constante perjuicio a la corona por sus actividades de contrabando. Había llegado hasta allí como desterrado, una vez más, y gracias a su matrimonio con una cafusa, hija de uno de los indígenas principales de la villa, adquirió relevancia regional. Tras la muerte del principal, creció su influencia sobre los indígenas, incitándoles a no trabajar para los portugueses ni respetar su autoridad (BASTOS, 2017, p. 222-223). En resumen, la influencia de su esposa le ayudó a convertirse en un personaje intermediario entre el sistema colonial y los mundos indígenas. Fue a través del matrimonio y de la inmersión cultural, a la que ya se había mostrado propicio veinte años atrás, que consiguió tejer sus redes de influencia, transitando un camino que exploraron otros muchos personajes, los célebres cunhamenas que habitaban en el sertão (SOMMER, 2006).
Estos cunhamenas gozaban de una gran libertad y movilidad. Era el caso, por ejemplo, de Manoel Dias, que en 1762 vivía “en los sertões de esta capitanía (…) con sus hijas, un hijo, y algunos indios agregados”.81 A pesar de que se desconocía el lugar exacto donde vivía, mantenía correspondencia con algunas personas. El oidor de Rio Negro recomendaba al gobernador que “si no tiene crimen que desmerezca indulto y perdón; parece sería bueno mandarlo recoger, y destinarlo a población, o que la haga; porque este hombre ha adquirido gran noticia de los sertões, y podrá hacer descendimientos por la buena Fe en que está con el gentío”.82 Además, y no menos importante, “podrán las hijas casar, aprovechándose aquellos [garfos?] de un europeo, lo que no sucederá si el padre muere en la selva; porque se dispersarán, y seguirán los ritos gentílicos los hijos de ellas, lo cual será la mayor desgracia!”.83 El matrimonio y la descendencia ofrecían, por tanto, una vía de promoción social alternativa y de reinserción a la sociedad colonial.
Reinserción es, de hecho, una palabra clave para entender la relación entre aquellos militares y las autoridades. Hemos visto en este artículo cómo los tenientes Bernardo Toscano y Miguel Ángelo Ferreira apenas pasaron un tiempo encerrados antes de ser liberados para regresar al escalafón militar, evitando castigos mayores de la justicia. El oidor Pereira da Costa lamentaba que “en esta capitanía [Rio Negro] se sufren muy mal las justicias ”,84 informando de cierto solapamiento entre las jurisdicciones militar y civil. El oidor se veía en una posición de debilidad, “porque entienden que todo pertenece a la jurisdicción militar de los gobernadores”,85 y le era “preciso usar de la mayor prudencia, ya haciéndome el ignorante, ya buscando mil rodeos para cualquier cosa”.86 Los militares, por lo que parece, intuían que, salvo en casos extraordinarios, sólo serían castigados con algún tiempo en el calabozo o con un destino incómodo en la frontera.
Conscientes de ello, soldados y oficiales sacaban partido de las limitaciones de la corona para imponer su autoridad. En su afán por integrar definitivamente aquellas tierras, de hecho, la corona tuvo que ofrecer gran número de privilegios como incentivos, generando oportunidades únicas para la promoción personal (SOMMER, 2011, p. 635). Estas concesiones formaban parte del “pacto de colaboración y lealtad entre el poder central y las élites locales” (CARVALHO, 2012, p. 555), que resultaba clave para la defensa de las fronteras amazónicas. En aquellas sociedades, marcadas por la existencia de “mercedes” y “gracias” como herramientas de ordenación social, los “indultos” permitían “reciclar” el escaso número de colonos y soldados disponibles. En definitiva, el “perdón” jugaba su papel en la gestión de la “economía política de privilegios” (FRAGOSO; GOUVÊA; BICALHO, 2000) que articulaba aquella sociedad,87 actuando como un recurso que permitía equilibrar la necesidad del castigo con el pragmatismo de la gobernabilidad.
Este acuerdo tácito entre los soldados y el gobernador permitía la defensa de las regiones más alejadas, repercutiendo en el “bien común” de la sociedad colonial. Sin embargo, debía resultar desesperante para los hombres que trataban de aplicarse en el cumplimiento de las órdenes reales. Éste fue tal vez el caso de uno de nuestros protagonistas, Manoel Pedro Salvago, a quien hemos visto dirigir una investigación contra Bernardo Toscano y denunciar los descarríos de Manoel dos Reis Trovão. Es dable pensar que Salvago no era el compañero más popular, siendo responsable de romper el clima de complicidad entre aquellos hombres y los pactos no escritos que les unían. Y es también posible que esa misma incomodidad, esa presión añadida al clima tropical y a las enfermedades, acabara afectando a su salud mental, como demuestra su trágico final.
En el contexto de la guerra que enfrentaba a las coronas de Portugal y España en 1762, el gobernador interino del Rio Negro ordenó que los militares que estaban dispersos por la capitanía se concentraran en Barcelos. Manoel Pedro Salvago se trasladó desde Moura, pero “pasados pocos días entró con unas melancolías”,88 asegurando que las distintas autoridades actuaban en su contra y que le preparaban un castigo violento y deshonroso. Sus recelos, según escribieran el oidor y el gobernador, eran totalmente injustificados, lo que nos hace pensar que Salvago sufría en aquellos días un episodio de paranoia. Pero, por lo demás, “conversaba, y discurría con juicio, y nunca dejó de entrar de guardia”,89 por lo que nadie podía anticipar lo que sucedería el 31 de agosto a las ocho de la mañana, “el caso más espantoso”90 en la vida de muchos de los allí presentes:
[Manoel Pedro Salvago] vino andando por la calle arriba saludando a todos, y frente a mis aposentos me llamó, y me saludó alegre, y fue para la iglesia donde oyó misa, y retirándose a su cuartel, se quitó la casaca, y se puso en la ventana, desde la cual habló a algunos soldados que pasaban, y se recogió cantando hasta una baranda donde había un soldado, a quien le pidió una aguja, y se fue para su cuarto, del cual mandó retirarse a un rapaz indio que le servía después de coger su espingarda, y cerrándose arrimó la boca de la espingarda al pecho izquierdo sobre el corazón, y con su bastón dio en el gatillo, disparó y se mató, lo que se infiere ser así por estar el bastón caído al pie de la espingarda, y en la mesa al pie tenía una lámina apoyada de Nuestra Señora, éste es el caso que a todos ha espantado.91
Las referencias a suicidios de soldados en los archivos son bastante raras, lo que hace de este caso un ejemplo excepcional. Más frecuentes, aunque también escasas, son las menciones a crisis psicológicas y enajenaciones. El ingeniero Gallucio se preguntaba, con cierto grado de ironía, si él mismo no acabaría enloqueciendo al verse forzado a trabajar bajo el mando e incompetencia del comandante de Macapá.92 Y Mathias da Costa e Souza tuvo que ser remitido a Belém, pues el cirujano le diagnosticó una manía o “queja de la cabeza” para la que no encontraría remedio en la frontera.93 En el caso del teniente Salvago, sus contemporáneos hablaron de “algunas imaginaciones melancólicas tal vez sugeridas por el Demonio”94 y de “demostraciones de delirio y manía”,95 expresiones que aluden a un problema de salud mental. Es evidente que nuestra interpretación de este caso podría limitarse a la anécdota o al estudio clínico, pero nos parece que la “desgraciada e infeliz”96 suerte del teniente Salvago es también expresión de aquella ansiedad que Guha (1997) detectara entre los soldados y oficiales destinados en las colonias, y a la que nos hemos referido en la introducción de este artículo.
En las páginas anteriores hemos visto también otros aspectos que convertían la vida de los soldados en un pequeño infierno del que muchos deseaban escapar. La pobreza y el clima arruinaban los uniformes, zapatos y armas de unos hombres que se acostumbraron a sobrevivir entre estrecheces. Miserias que, al no ser atendidas, llevaron a muchos a reconsiderar sus lealtades y a rebelarse contra las autoridades, protagonizando motines o deserciones (CARVALHO, 2012, p. 432-462). Hay registro de desertores que buscaron el amparo de la corona de Castilla al otro lado de la frontera, mientras que otros, simplemente, regresaban a Belém o desaparecían en el interior del sertão, a veces en compañía de sus mujeres indígenas. En resumen, el Rio Negro de aquella época exhalaba una atmósfera de frustración, de descontento y de insubordinación potencial.
Tal y como hemos mencionado en la introducción, la corona portuguesa diseñó una serie de medidas legislativas para proteger a las poblaciones indígenas, incluidas las mujeres, a mediados del siglo XVIII. Gobernadores, oidores y vicarios trataron de implementar estas medidas, castigando los malos tratos, los concubinatos, las violaciones y el resto de abusos que las mujeres sufrían a manos de los soldados. Sin embargo, no siempre lo consiguieron. La lejanía y la falta de institucionalidad en las regiones más alejadas dificultó la labor, pues los soldados y oficiales eran conscientes de su importancia en la zona y opusieron resistencia. Esta resistencia fue especialmente visible entre los oficiales, como los tenientes que protagonizan este artículo, y en los casos en que se veían interrumpidos sus “tratos ilícitos” o relaciones prohibidas. Las airadas reacciones de Bernardo Toscano y de Miguel Ángelo Ferreira, tratando de impedir matrimonios entre indígenas, resultan paradigmáticas por su visibilidad y por su ambigüedad, ya que tanto podían deberse a un pulso por el poder como al temor de perder una deseada compañía femenina.
En ese sentido, hemos visto también en este artículo la complejidad de las relaciones interétnicas en este periodo. Más allá de la voluntad oficial por estimular los matrimonios mixtos, los militares y las mujeres indígenas construyeron un amplio abanico de relaciones que hoy resulta complicado desentrañar. En muchos casos, la violencia y las amenazas resultan evidentes, pero en otros es difícil asegurar que no existiera una voluntad mutua en la relación. El concubinato o los ‘tratos ilícitos’ pueden de hecho ser entendidos también como expresiones de agencia de las mujeres en la elección de sus compañeros y, por tanto, de sus itinerarios vitales. En ese sentido, este artículo ha tratado de explorar la agencia de las mujeres en el contexto de su fricción con los soldados portugueses, visualizando algunas de sus formas de resistencia, así como su papel de intermediarias entre los soldados y las poblaciones indígenas. Con ello se ha pretendido superar la condición de víctima pasiva con la que tradicionalmente se ha representado a las mujeres indígenas.
Al reivindicar estas agencias hemos pretendido también incidir en el hecho de que los indígenas eran sujetos de derecho en la Amazonía portuguesa de mediados del siglo XVIII. Tras la ley de 1755 que consagró el final de la esclavitud indígena, los nativos accedieron a una serie de medidas que les ofrecían amparo y de las cuales fueron conscientes. Tanto hombres como mujeres supieron manejarse en el paisaje legal del Directorio, denunciando los abusos que sufrían a través de variados canales. Así, aunque los abusos no cesaron (e incluso en ocasiones se incrementaron por la permanencia de los soldados) y el Directorio no acabó con la violencia, encontraron un marco legal que les protegía al tiempo que fomentaba el mestizaje como medida de consolidación de la sociedad colonial. Eso sí, las mujeres continuaron bajo la tutela de las distintas autoridades, en un mismo marco patriarcal que condicionaba sus actividades y decisiones (SOMMER, 2012).
Por otra parte, los casos analizados en este artículo nos han servido para explorar algunas de las limitaciones del imperio en la gestión de sus territorios coloniales. Las múltiples concesiones que fueron discutidas para estimular los matrimonios interétnicos (permitir la continuidad en servicio de los soldados casados, adelantar sueldos, otorgar dotes...) son un claro ejemplo de este pulso entre la voluntad de la corte, el papel mediador de las autoridades regionales y la resistencia de soldados y colonos; como también lo son la incapacidad de controlar la intimidad de los vasallos y sus hibridajes culturales; así como la necesidad de reconocer los derechos de las poblaciones indígenas. Todos estos aspectos nos revelan el limitado poder de los imperios en los márgenes y su pragmatismo a la hora de perdonar y de ceder ante las reivindicaciones y necesidades de las comunidades amazónicas, en este caso del Rio Negro, conformadas tanto por indígenas como por soldados.
En la complicada gestión de estas relaciones, la corona (a través del gobernador) debía combinar con equilibro las recompensas y los castigos. Como resumía el obispo de Pará, “[s]iempre el castigo se hace indispensablemente necesario para los delincuentes, porque él y el premio son los dos polos en que se afirma la felicidad de las Monarquías, y el bien común de las Repúblicas”.97 Sin embargo, hemos visto en este texto que los castigos aplicados quedaban matizados por la dependencia de los escasos soldados (e indígenas aldeados)98 que allí vivían. Entre esos dos polos, la indulgencia de las autoridades permitía la reinserción y mantenimiento de las tropas sin menoscabo de la autoridad real. La posibilidad del perdón resultaba evidente para los soldados, que conocían los mecanismos más propicios para obtener dicha gracia: en cierta ocasión, por ejemplo, un grupo de ellos trató de desertar del Rio Negro y llegar a Belém en Quinta-feira de endoenças (Jueves Santo), “teniendo por cierto, Vuestra Excelencia en este día les había de perdonar su culpa”.99
Como consecuencia, los soldados vivían en un ambiente de cierta impunidad, pero también de abandono, precariedad y libertad limitada, ecuación de imprecisas variables que permitía múltiples soluciones en función de cada caso particular. Es por ello necesario humanizar y devolver su justa perspectiva a los soldados y al resto de agentes coloniales. Si los estudios etnohistóricos vienen demostrando en las últimas décadas la complejidad y sutileza de los actores indígenas, resulta igualmente necesario completar la historia social de la frontera con un abordaje que humanice a las mujeres y también a los oficiales y soldados portugueses. Unos hombres, estos, que no fueron los héroes intrépidos que ha querido glosar la historiografía tradicional, tal y como hemos visto que apuntara Guha (1997); pero que tampoco fueron, necesariamente, los agentes desalmados que desde otras tendencias historiográficas se haya podido sugerir. Fueron más bien hombres con dudas, temores y obsesiones, diversos en su manera de habitar la frontera imperial, tal como hemos mostrado en este artículo.
Este trabajo está financiado por fondos nacionales portugueses por medio de la FCT - Fundação para a Ciência e a Tecnologia, I.P., en el marco de la Normativa Transitoria - DL 57/2016/CP1453/CT0094 y del proyecto estratégico del CHAM (NOVA FCSH / UAc) (UIDB/04666/2020). El estudio forma parte del proyecto “Failure: Reversing the Genealogies of Unsuccess, 16th-19th Centuries” (H2020-MSCA-RISE, Grant Agreement: 823998), dentro de las líneas de trabajo establecidas en el WP4 “Unsuccessful polities, from empire to nations, and international relationships”.