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Cuadros y carteles para enseñar a leer: materialidad, disputas político-pedagógicas y prácticas de enseñanza en las escuelas de la ciudad de Buenos Aires a fines del siglo XIX
Posters for reading education: materiality, political-pedagogical debates and teaching practices in schools in Buenos Aires in the late XIX century
Cuadros y carteles para enseñar a leer: materialidad, disputas político-pedagógicas y prácticas de enseñanza en las escuelas de la ciudad de Buenos Aires a fines del siglo XIX
Historia de la educación - anuario, vol. 25, no. 1, pp. 96-116, 2024
Sociedad Argentina de Investigación y Enseñanza en Historia de la Educación
Received: 17 July 2023
Accepted: 23 April 2024
Resumen:
La práctica de exponer carteles con letras y sílabas en las paredes de las aulas estaba presente desde sus primeras configuraciones, sin embargo, hacia fines del siglo XIX, se produjo una renovación en los soportes materiales destinados en la enseñanza inicial de la lectura que innovaba en cuanto a su diseño, sus fundamentos pedagógicos y los métodos de enseñanza. El artículo analiza tres colecciones de carteles aprobados por el Consejo Nacional de Educación para uso en la jurisdicción nacional: - Los Carteles de lectura y logografía, de Francisco Berra. - Los carteles El Nene, de Andrés Ferreyra. - Los carteles El Alfa, de Eleodoro Suárez. Las tres colecciones coinciden en la imposición de la enseñanza simultánea de la lectura y la escritura, el sustento en el concepto pestalozziano de intuición (en algunos aspectos, articulado con elementos positivistas) y la primacía del concepto de “lectura inteligente” sobre la “lectura mecánica”. La combinación de estos componentes nos lleva a plantear que se trata de soportes materiales modernos. Por otra parte, a pesar de que los autores coincidían en la importancia del método de “palabra generadora” diferían en cuanto a los procedimientos más efectivos para implementarlo. Como último punto de análisis, el artículo se refiere a lo que efectivamente sucedía dentro de las aulas de la ciudad de Buenos Aires, donde el uso de los carteles dependía de la interacción con otras dimensiones que afectan las prácticas pedagógicas, como por ejemplo la disponibilidad y conservación de estos materiales didácticos así como la apropiación particular que hacían los/as maestros y maestras.
Palabras clave: Enseñanza de la lectura, cultura material escolar, prácticas pedagógicas.
Abstract:
Ever since the inception of the classroom teachers have made use of its walls for displaying posters with letters and syllables. However, near the end of the XIX century, a renovation of the reading materials took place that changed its design, pedagogical basis and teaching methods. This article analyses three compilations of graphics that were endorsed by the Consejo Nacional de Educacion for jurisdiction of national law: - “Los Carteles de lectura y logografía”, by Francisco Berra - “Los carteles El Nene”, by Andrés Ferreyra - “Los carteles El Alfa”, by Eleodoro Suárez All three of these compilations support concepts such as simultaneous teaching of reading and writing, relaying on the concept of intuition, introduced by Pestalozzi (in conjunction with positivist elements), and the advantages of “smart reading” over “mechanical reading”. The combination of these components allows us to consider these posters “modern material”. Nevertheless, even though the authors agree on the importance of the “generative word” method, they differed on which was the most effective approach for its implementation. As a final point of analysis, the article exposes what realistically took place in classrooms in the city of Buenos Aires, where the use given to the posters depended on the interaction of multitude of dimensions that affected the pedagogical practices, such as the availability and conservation of the didactical materials, as well as the personal interpretation of each teacher.
Keywords: Reading education, Material culture in schools, pedagogical practices.
Introducción
Hace tres décadas aproximadamente despuntó en nuestro país un renovado interés por historizar la enseñanza de la lectura y la escritura y analizar sus soportes materiales. Aunque se contaba con algunos antecedentes importantes1, fue desde mediados de los años 90 cuando se encararon investigaciones influenciadas por el desarrollo de la llamada historia de la cultura escolar (Julia, 19952) y la de la cultura material escolar3.
La enseñanza de la lectura fue una de las tareas principales asignadas a las escuelas primarias como parte de la construcción del Estado liberal en la Argentina. La valoración creciente de la alfabetización como indicador de civilización y progreso y, como condición de la legitimidad del sistema político, condujo a asignarle una importancia política y pedagógica prioritaria. La renovación de los métodos y soportes materiales adoptados en las escuelas acompañó estos cambios políticos y culturales. A partir de estas observaciones, y al calor de la renovación historiográfica que referimos, se produjeron diversos estudios en nuestro país que analizan los libros de lectura, cuya conformación como un sub-género dentro del conjunto de textos escolares se inició hacia fines del siglo XIX y se extendió hasta fines de la década del 30 (Linares, 2022).
Sin embargo, para el análisis de las prácticas de alfabetización inicial escolar durante las dos últimas décadas del siglo XIX resulta insuficiente recurrir exclusivamente a los libros de lectura, dado que en las escuelas se utilizaba frecuentemente otro tipo de soporte material consistente en un nuevo tipo de cuadros y carteles, que se diferenciaban de los silabarios y cartillas.
En este artículo nos proponemos analizar la utilización de esos soportes materiales en las escuelas de la ciudad de Buenos Aires durante las dos últimas décadas del siglo, focalizando en aquellos que fueron aprobados por el Consejo Nacional de Educación.
¿Cómo era su materialidad? ¿Cuándo comenzaron a utilizarse y por qué? ¿Quiénes fueron sus autores y editores? ¿Qué principios pedagógicos guiaban su producción? ¿Qué debates político-pedagógicos estaban implicados en su producción y uso para la enseñanza de la lectura? ¿Qué prácticas de enseñanza se desarrollaron a partir de este soporte material en las escuelas? Estos son algunos de los interrogantes que intentaremos responder.
Letras y sílabas en las paredes del aula
La práctica de exponer carteles con letras y sílabas en tamaños que pudieran ser alcanzados por la vista de los alumnos estuvo presente en las aulas desde sus primeras configuraciones históricas, tanto en las que adoptaban el método simultáneo como en las de enseñanza mutua.
Así, las instrucciones para las lecciones de lectura elaboradas por Juan Bautista de La Salle establecían que se debía utilizar primero el cartel del alfabeto y luego el cartel de las sílabas, antes de pasar al silabario y los distintos libros. La Guía de las Escuelas que seguían el método simultáneo incluye una sección titulada “De los dos carteles, de lo que deben contener y del modo de colocar a los alumnos que leen en ellos” (La Salle, s/f, p. 23) en la que detalla la altura a la que debían colocarse, el tamaño, la distancia respecto de los bancos, el contenido y el diseño a partir de un modelo prescriptivo. También indica las prácticas que debían seguirse en dos secciones tituladas, respectivamente, “Del modo de hacer leer en el primer cartel” (La Salle, s/f, p. 25) y “Del modo de hacer leer en el segundo cartel” (La Salle, s/f, p. 26).
De la misma manera, a pesar de diferir la organización del aula, el método mutuo propuesto por Lancaster incluía pilares o tablas sobre las paredes destinadas a colgar material impreso frente a cada una de las hileras de bancos en las que se ubicaban los alumnos de las diferentes clases (Bowen, 1992, p. 376).
En muchos casos, la presencia de estos materiales atendía a la carencia de libros. Dice Agustín Escolano Benito (refiriéndose a España), que las escuelas de primeras letras no siempre contaban con cartillas, catones y catecismos dado que eran materiales caros y de deficiente calidad de impresión, razón por la cual eran sustituidos en las escuelas populares por “carteles que se colgaban en las paredes y servían para la enseñanza individual o colectiva de letras, sílabas y números” (Escolano Benito, 1997, p. 19). Registra su presencia desde el Antiguo Régimen y su demanda se habría incrementado desde fines del siglo XVIII gracias al impacto de la Ilustración.
La exposición de abecedarios y silabarios en las paredes (así como de los rudimentos de la aritmética y otros contenidos, como máximas o recomendaciones morales) estaba presente en las escuelas de primeras letras. En su reconstrucción de las prácticas de enseñanza de la lectura en las escuelas españolas, Julio Ruiz Berrio (1997) menciona la utilización de carteles para los tres estadios en los que se dividía esta enseñanza: el deletreo, el silabeo y la lectura propiamente dicha. Dichos carteles podían ubicarse en las paredes del aula o en la mesa del maestro y se utilizaban para mostrar o señalar uno de sus elementos (fueran letras, sílabas, o palabras divididas en sílabas), informar el sonido, repetirlo y luego implementar diversos ejercicios de reconocimiento, localización y pronunciación por parte de los niños; luego de estos pasos, se pasaba al uso de libros para enseñanza de la lectura. Según Berrio, los carteles (junto con tableros con letras o sílabas pegadas)
(…) sirvieron casi como único material en el aprendizaje de la lectura en las primeras décadas de vida de una enseñanza primaria institucionalizada, llegando a alcanzar su servicio hasta las primeras décadas de nuestro siglo (se refiere al siglo XX). En realidad habían venido a resolver el problema de la enseñanza de la lectura a grandes masas y primero se utilizaron en colegios privados, como los famosos cartapolos de los escolapios, y después de una forma casi única en las escuelas públicas y en bastantes privadas. (Berrio, 1997, p. 220).
En nuestro país, también podemos encontrar la recurrencia del uso de cuadros y carteles. Sin pretensión de exhaustividad, podemos nombrar algunos ejemplos que demuestran esta presencia.
El Reglamento redactado por Pablo Baladía en 1825 para escuelas de enseñanza mutua recomendaba la colocación de tableros frente a los cuales los alumnos debían formar un círculo al recibir la orden respectiva y responder preguntas referidas a reconocimiento de letras, sílabas y sus combinaciones, así como palabras y frases que debían leerse de memoria. Los tableros también se usaban para el dictado en las clases de escritura (Baladía, s/f, pp. 4-7).
En Educación Popular, Sarmiento menciona la impresión de “una colección de cuadros de lectura, una de aritmética y otra de escritura para servir de tema al dictado” (Sarmiento, 2011, p. 243) por encargo del Gobierno de Chile para uso en las escuelas de enseñanza mutua, sistema introducido también en la Escuela de la Patria de San Juan (República Argentina) en la que él mismo hizo un ensayo en 1832 “con la escasez de materiales que era posible disponer” (Sarmiento, 2011, p. 243). El reglamento de esta escuela indicaba que “el silabario estará estampado al óleo en pizarras de madera según los números indicados y en caracteres bastardos capaces de entenderse a una distancia regular” (Sarmiento, 2011, p. 259). También menciona Sarmiento la presencia de carteles en Buenos Aires; particularmente elogia los de Bonifaz por su ordenación gradual y sistemática, que los volvía superiores a los que observó en la Escuela Normal de Madrid (Sarmiento, 2011, p. 272).
En la descripción de las escuelas durante el período independiente, Juan P. Ramos da cuenta de los métodos utilizados en la mayoría de las instituciones, y a los que les critica su orientación memorística. En su descripción, incluye la presencia de láminas “con las palabras ya escritas ó escritas en el momento de la lección” (Ramos, 1910, p. 42).
Hacia mediados del siglo, se elaboraron algunos libros que comenzaban a cuestionar la práctica lenta y tediosa del deletreo derivado de la cartilla y el silabario. Así, Sarmiento había propuesto un Método de lectura gradual, que innovaba en cuanto a la manera de pronunciar las letras y clasificar las sílabas según sus sonidos para enseñar mediante el silabeo; este libro se había llevado al formato de cuatro cuadros murales (Sastre, 1862, p. 68). También Marcos Sastre propuso un procedimiento que no comenzaba por el abecedario sino por las vocales y que utilizaba diversos recursos fonéticos. El método se plasmó en un libro titulado La Anagnosia, que tuvo su versión en ocho cuadros murales (Sastre, 1862, p. 68). Ambos formulaban críticas a los procedimientos rutinarios de enseñanza precedentes y se interesaban por el sentido de los textos, pero no superaban los modelos de lectura memorística (Braslavsky, 2002).
Durante la segunda mitad del siglo XIX, circularon diferentes colecciones de carteles. Tenemos noticias de la circulación de una colección llamada La Alfabetolojía castellana (sic) cuyo uso el Gobierno de Catamarca se propuso generalizar en toda la provincia a partir de 18714. En Uruguay, se habían publicado al menos otras dos colecciones de carteles, entre las que se cuentan la de Emilio Romero (Berra, 1899, pp. 59-62) y la de Alfredo Vázquez Acevedo, además de la de Berra (a la que nos dedicamos en el apartado siguiente). En Buenos Aires circulaba una colección de Santa Olalla (Cucuzza, 1986, p. 81) y una Cartilla Normal con carteles murales elaborados por Adolfo Van Gelderen5. En 1889, El Monitor de la Educación Común anunciaba la publicación del libro de Carlos Vergara La mamá que, aparentemente, iba acompañado de carteles, aunque el comentarista que redactó la sección Bibliografía no los había recibido y -por lo tanto- no podía dar cuenta del método seguido, más allá de suponer que debía ser similar al del libro (MEC Nº 156, 1889, p. 818). También la directora de escuela Julia S. de Curto diseñó una colección de siete carteles que incluían figuras y palabras (MEC Nº 162, 1889, pp. 53-56).
Sin embargo, hacia fines del siglo XIX, el Consejo Nacional de Educación estableció mediante concursos cuáles de esos materiales serían autorizados para ser utilizados en las escuelas bajo jurisdicción nacional6. Los carteles seleccionados no consistían en ampliaciones de abecedarios y silabarios sino que innovaban en cuanto a su diseño material, sus fundamentos pedagógicos y los métodos de enseñanza de la lectura. Es por ello que los identificamos como un nuevo tipo de soporte material para la alfabetización inicial que se distinguía de los anteriores, aunque también de los libros de lectura destinados a los primeros grados.
En 1887 (con vigencia hasta 1889), el CNE aprobó los Carteles de lectura y logografía publicados por Berra, los carteles El Nene elaborados por Andrés Ferreyra y los Carteles de Lectura por Alfredo V. Acevedo. Para 1891-1892 y 1893-1895 se aprobaron los de Berra y los de Ferreira. Para 1898-1900 se aprobaron estos dos, más los elaborados por Eleodoro Suárez. A continuación estudiaremos con mayor detalle estas tres últimas colecciones7.
El combate al deletreo y el silabeo. Los carteles aprobados por el CNE
Es dificultoso acceder a los carteles originales debido a que muy pocos se han conservado. Es por ello que abundaremos en aspectos descriptivos a partir de contar con algunas imágenes que los reproducen, las instrucciones escritas por los autores para su utilización pedagógica, las menciones por parte de las revistas pedagógicas y de los inspectores de escuelas, así como las clases modelo desarrolladas como conferencias prácticas. Estas referencias nos pueden dar una idea bastante aproximada sobre su materialidad y uso.
Asimismo, indagaremos acerca de los autores de estos carteles a fin de considerar las finalidades con las cuales los elaboraron y las concepciones pedagógicas en las que se basaron.
Los Carteles de lectura y logografía, por Francisco Berra
La colección se compone de ocho carteles, de 98 x 61 cm cada uno. Desconocemos la fecha de la primera publicación, pero hacia 1884 ya circulaba en Buenos Aires. Tenemos noticias de tres ediciones: la primera estuvo a cargo de la Sociedad de Amigos de la Educación Popular de Montevideo, la segunda fue impresa en Stiller de Laas como propiedad del autor, y la tercera estuvo a cargo de Ángel Estrada en Buenos Aires8.

La primera impresión fue asumida, como ya mencionamos, por la Sociedad de Amigos de la Educación Popular de Montevideo, que Berra integraba. Según explica el autor, se proponía superar los errores atribuidos a una colección anterior elaborada por Emilio Romero publicada por la misma Sociedad en 1874, cinco años después de que José Pedro Varela hubiese promovido la enseñanza de la lectura según el método de palabras que había conocido en Estados Unidos (Berra, 1899). Berra coincidía con ambos en la necesidad de erradicar el deletreo pero se oponía a importar el mismo procedimiento que se utilizaba para la lengua inglesa, tal como lo habría hecho Romero. Ese método -útil para aquella lengua pero no para el castellano- resultaba insatisfactorio dado que no realizaba una correcta combinación de análisis y síntesis, razón por la cual propuso su reemplazo por su propia colección que introducía el método de palabra generadora. Además de la crítica teórica, Berra cuestionaba la falta de éxito en la práctica, dado que observaba que muchos niños leían los carteles pero no podían reconocer las mismas palabras si las veían escritas en otra parte y tampoco podían leer ni escribir palabras nuevas (Berra, 1899, p. 62). Según él mismo indica, la Sociedad de Amigos le encargó la redacción de nuevos materiales en base a las doctrinas que enseñaba en su cátedra y que ya había publicado.
En cuanto al autor, Francisco Berra (1844-1906) había nacido en la provincia de Buenos Aires pero se formó como abogado y desarrolló sus primeras actividades políticas y pedagógicas en Uruguay. Allí integró activamente la Sociedad de Amigos de la Educación, donde compartió espacio con otros importantes promotores de la educación pública, como José Pedro Varela y Emilio Romero, con los que polemizó sobre distintos temas. Fue autor de numerosas obras, en las que su interés inicial por la historia política fue desplazándose hacia la teoría pedagógica. En 1878 publicó sus Apuntes para un Curso de Pedagogía, una voluminosa obra producto de sus clases sobre Pedagogía Teórica. Compartía con otros liberales la confianza en la educación como canal para el progreso y tomó posición por el laicismo.
Según Santiago Harispe (2015), sus posiciones antiartiguistas lo habrían llevado a ocupar un lugar secundario como intelectual de la Historia en Uruguay y expulsado hacia Buenos Aires, donde fue convocado para encabezar la Dirección General de Escuelas de la provincia, cargo que desempeñó entre 1894 y 1902 (Coll Cárdenas, 2009). Su gestión intentó llevar a cabo la tarea de normativizar y dotar de sustento científico a la pedagogía a través de acentuar la titulación de los maestros (Pineau, 1997). En ejercicio de este cargo, redactó un famoso Código de Enseñanza Primaria y Normal (1898), que fue fuertemente criticado por Andrés Ferreyra (de quien nos ocuparemos más adelante).
En paralelo, Francisco Berra ocupó la primera cátedra de Ciencias de la Educación en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA), creada en 1896. Claudio Suasnábar caracteriza su pensamiento pedagógico como de transición entre el naturalismo y el positivismo; como una
(…) mezcla híbrida entre el cientificismo evolucionista y la influencia pestalozziana (y en menor medida herbartiana) que se manifiestan en la centralidad de la finalidad moral de las leyes de la enseñanza y en la base psicológica fundada en el intuicionismo sensual-empirista y la teoría de las facultades. (Suasnábar, 2018, p. 14)
En Argentina desempeñó un rol importante, tanto en la gestión educativa como en la fundación del campo pedagógico, aunque dicho papel fue parcialmente reconocido por la historiografía educativa (Suasnábar, 2018).
Este intelectual manifestó tempranamente una fuerte preocupación por la enseñanza de la lectura y la escritura, tema que ocupa gran parte de sus escritos. Los carteles que analizamos en este artículo estaban destinados a la enseñanza de la lectura y la «logografía». Con este término refería a la parte de la enseñanza de la escritura que se dedicaba a “significar con letras las palabras habladas” (Berra, 1884, p. 374), aspecto que distinguía de la enseñanza de la «caligrafía», referida al buen trazado de las letras.
El autor tenía la precaución de no exagerar el uso que podía dársele a su colección de carteles, que iba a acompañada de palabras y letras sueltas, y un libro de ejercicios9; todo ello debía utilizarse en combinación con el pizarrón y las pizarras manuales. Berra no reducía la efectividad de la enseñanza a factores únicos; el método utilizado, los soportes de lectura, la capacidad de los maestros debían actuar conjuntamente y ninguno de estos garantizaba por sí mismo el aprendizaje.
Para Berta Braslavsky, Berra fue “el teórico de la metodología de la enseñanza de la lectura a fines del siglo XIX, si bien tenía conciencia de los límites del método” (2002, p. 44).
Los carteles El Nene, de Andrés Ferreyra
Los carteles El Nene. Método ecléctico de lectura y escritura constituían una colección de siete cuadros10. Su tamaño era de 99 cm por 69 cm (apenas un poco más anchos que los de Berra) y estaban cromolitografiados en seis colores.
ILUSTRACIÓN 2

Las instrucciones para su uso están organizadas en cuarenta y dos pasos. El autor proponía ejercicios preparatorios implementados por el maestro con anterioridad. Estos consistían en realizar movimientos gimnásticos con la mano, enseñar la posición correcta del cuerpo y de los materiales de escritura, imitar líneas en las pizarras, aplicar nociones (como alto, bajo, largo, grueso, etc.), dibujar letras, repetir oraciones familiares y distinguir palabras oralmente, buscar palabras con sonidos similares, observar al maestro pronunciándolas con exageración de los movimientos de la boca y repetir (Ferreyra, 1890).
Los cuadros se complementaban al comienzo con objetos (por ejemplo, cajitas con té, yerba y café) que deberían usarse para enseñar que los signos representan ideas, aunque ya no era necesario una vez que los niños incorporaban esta noción. A continuación, se debía pasar a la escritura en el pizarrón y en las pizarras individuales. Luego venían ejercicios de análisis y síntesis, que volverían a aplicarse a las palabras generadoras de cada uno de los siete carteles (Ferreyra, 1890).
Las Instrucciones para usar los cuadros «El Nene», escritas por Ferreyra, reflejan la influencia del método intuitivo apoyado en las teorías de Pestalozzi, presente en los tres autores que estamos analizando, practicados aquí a partir de la inclusión de objetos. La introducción que realizó Esteban Lamadrid11 a esta publicación lo explicitaba con toda claridad, aunque es interesante notar que la referencia al pedagogo suizo remite al concepto de intuición pero no así a los procedimientos que utilizaba para enseñar a leer12. Para Lamadrid, el método de Pestalozzi erraba al seguir un método exclusivamente sintético y le criticaba que no supo aplicar el concepto de intuición a esta enseñanza, a pesar de ser el principal referente teórico en esta materia:
(…) Se notan fácilmente dos cosas, á saber: primera, que el método de lectura de Pestalozzi era sintético, exclusivamente sintético; y, segunda, que á pesar de ser él decidido partidario, algo más, ardentísimo defensor de la institución13, no la supo aplicar en la lectura. (Lamadrid, 1890, p. 19).
Tal como señalaba Cristina Linares (2012), encontramos una articulación con concepciones asociadas al positivismo:
(…) la intuición no puede fundar un método en cuanto método significa, en rigor, el camino que debemos recorrer para llegar al descubrimiento de la verdad ó para transmitirla; cosas que se confunden, desde que hemos visto que el método de descubrimiento y de enseñanza coinciden en el modo de obtener los principios y leyes que la educación aplicará después. (Lamadrid, 1890, p. 20).
Concluye Lamadrid:
¿Cuál es, pues, el papel de la intuición en un método de lectura?
La intuición es la base, el punto de partida, el control del método de lectura; pero esta intuición ha de resultar de la observancia de las leyes mentales, de la aplicación del método analítico-sintético. (Lamadrid, 1890, p. 20).
Así, para Esteban Lamadrid -cuya conferencia sirve de prólogo a la publicación de Andrés Ferreyra referida al uso de los cuadros El Nene- el método seguido en los carteles era superior a los procedimientos propuestos por el mismo Pestalozzi, a pesar de inspirarse en el concepto de intuición propuesto por él.
Los carteles de Eleodoro Suárez y la cartilla El Alfa
Las primeras referencias que tenemos son de 1898, cuando fueron aprobados por el Consejo Nacional de Educación, junto con el libro de lectura que los acompañaba, con los títulos Método ecléctico de lectura y escritura y Cartilla El Alfa, respectivamente. No hemos encontrado originales y sólo poseemos una imagen en blanco y negro publicada en la revista La enseñanza argentina (1998).

Eleodoro Suárez se presenta a sí mismo no como un teórico sino como un «humilde obrero» de la enseñanza, «un artífice práctico» (Suárez, 1898, p. 63). Reconoce los aportes de pedagogos como Van Gelderen, Ferreyra, Sastre, Vázquez Acevedo y Berra, aunque fundamenta sus méritos en su experiencia antes que en un desarrollo doctrinario que no pretende hacer. Sus referencias a Comte y a Spencer, así como muchas de sus frases, nos hacen suponer una adhesión a la filosofía positivista, aunque desconocemos cuál era su grado de acercamiento a estos autores. Dice poseer sólo estudios de maestro y llegó a ser Inspector.
La publicación de estos materiales y la aprobación por parte del Consejo le dieron cierta notoriedad: en 1898 dictó conferencias muy concurridas, una de ellas reproducida por completo en la revista La enseñanza Argentina (1898), cuyo director era Andrés Ferreyra. Anteriormente había publicado Nociones de geografía que tuvo varias reediciones y fue coautor (junto con Ferreyra) del libro El Polígrafo Argentino.
Eleodoro Suárez le atribuyó a Andrés Ferreyra haber sido el primero en introducir en América el método de palabra generadora (Suárez, 1898b, p. 259), negándole este mérito a Berra. Suárez se apoyaba en los conceptos teóricos vertidos por este último acerca de la importancia de los descubrimientos por parte del niño (entre otras recomendaciones pedagógicas). Sin embargo, le criticaba que sus carteles y ejercicios no los promovían ya que las palabras propuestas no guardaban relación entre sí y, por lo tanto, las generadoras no llevaban a engendrar otras palabras. Además, realizaba algunos cuestionamientos ortográficos y criticaba el hecho de que se incluyeran frases confundidas con palabras. La acusación más grave consistía en haber recibido la aprobación del CNE gracias a sus vinculaciones con la comisión evaluadora.
Por el contrario, consideraba que tanto los carteles de Vázquez Acevedo como los de Andrés Ferreyra podían ser catalogados como de «palabra generadora». Consideraba que los primeros eran superiores a los de Berra, aunque justificaba que la comisión los hubiera desestimado debido a la cantidad de tiempo que demandaban para enseñar a leer. Con respecto a los de Ferreyra, no cuestionaba el método sino la elección de las palabras. Luego de frases elogiosas para su autor, analizaba una a una las palabras incorporadas y encontraba dificultades que detalló pormenorizadamente (referidas, por ejemplo, a la presencia de tildes y también algunas deficiencias en la articulación que obligaban a recurrir por momentos al silabeo), aunque reconocía que algunas de estas fallas podrían ser subsanadas en siguientes ediciones.
La colección que él propuso posee ilustraciones (reproducciones fotográficas de pinturas del artista Raimundo Rossi). Sus instrucciones también incluían ejercicios preparatorios y el recurso a las “cajitas” de Ferreyra. El libro El Alfa ampliaba el contenido y se proponía como guía para los maestros; allí incorporaba frases y oraciones breves, y culminaba con refranes de carácter moralizador.
Nuevos debates pedagógicos, nuevos soportes materiales
Como hemos planteado anteriormente, estos carteles tenían su especificidad. No son láminas aisladas sino que estaban numeradas y secuenciadas según pasos rigurosamente prescriptos. Constituían colecciones que intentaban presentar, en un número reducido de láminas, procedimientos de enseñanza de la lectura que superaran los aspectos mecánicos y memorísticos.
Estaban diseñados para ser utilizados en una organización de clase frontal según el método simultáneo introducido por Juan Bautista de La Salle a fines del siglo XVII, razón por la cual se hacían de tamaño suficiente para ser observados por todos los niños de la clase. Sin embargo, su diseño se complejiza con la introducción de nuevos elementos ausentes en aquel entonces, como la vinculación de la lectura con la escritura, la concepción intuitivista (que explicaremos a continuación) y los procedimientos analítico-sintéticos concentrados en el método de enseñanza denominado de “palabra generadora”.
La combinación de estos componentes en un mismo soporte material nos lleva a plantear que se trata de recursos modernos, a pesar de que algunos de esos elementos en forma aislada eran preexistentes.
En primer lugar, estos cuadros se indicaban para la enseñanza de la lectura y la escritura de manera simultánea desde el inicio de la enseñanza sin esperar a que el niño supiera leer para pasar a la escritura y sin disociar estas disciplinas entre sí14.
Por otro lado, introducían imágenes no solamente con una función decorativa o estética sino bajo la influencia del concepto pestalozziano de “intuición”. El método intuitivo cuestionaba el verbalismo memorístico e impulsaba una enseñanza a partir de la observación mediante el uso de los sentidos. Aunque arraigaba en el sensual empirismo comeniano, venía a aportar “una síntesis que tendría decisiva influencia en la estructuración de los sistemas de enseñanza. En Pestalozzi, la intuición de la naturaleza es el fundamento propio y verdadero de la instrucción humana, porque es el fundamento del conocimiento humano” (Feldman, 2004, p. 82). Así, la enseñanza a partir de los objetos fue considerada como la base para el desarrollo de las facultades intelectuales. Sin embargo, como plantea este autor, frecuentemente fue aceptado el reemplazo de los objetos por imágenes que los representaban, sin alterar el fundamento epistemológico que orientaba las propuestas didácticas. Así, el uso de láminas se intensificó en base a una “concepción intuitivista” (Feldman, 2004, p. 80) que se proyectó con continuidad durante el siglo siguiente y que explica, en parte15, la importancia que adquirió la utilización de imágenes, tanto en láminas como en libros de lectura.
Durante la segunda mitad del siglo XIX tuvieron gran alcance estas prescripciones pedagógicas apoyadas en el concepto de intuición. Dice Cristina Linares (2012) que la adopción de esos principios varió según los distintos contextos de circulación y recepción, dando lugar a dos corrientes: una anglosajona, que realizaba una interpretación mecánica de la teoría y convertía a las “lecciones de cosas” en una asignatura más del curriculum, y otra corriente (con mayor presencia en Francia e Italia) que conservaba en mayor medida la concepción holística original y la convertía en una metodología aplicable a todos los ramos de la enseñanza.
Los carteles que estamos analizando incorporaban el concepto de “intuición” e intentaban aplicarlo al ramo de la enseñanza de la lectura y la escritura. Los cuadros y carteles para enseñar a leer incluían imágenes, pero no tenían el mismo sentido que las láminas en las que se apoyaba la enseñanza objetiva. En este caso, la finalidad no consistía en acceder al objeto a través de los sentidos sino a las palabras que los representaban, lo que -a nuestro juicio- representa una diferencia significativa16.
Además de los argumentos pedagógicos, podríamos inscribir la importancia de las imágenes en un contexto de avance de una cultura visual que venía manifestándose también en otras publicaciones. Según Sandra Szir (2013), desde la década de 1830 se publicaban periódicos ilustrados que venían a modificar los modos de comunicación a partir de la inclusión de imágenes que -además del contenido político- pretendían llamar la atención e incorporar una dimensión pedagógica y científica, explotada comercialmente debido a la atracción que provocaba lo visual en el público lector17. Pensamos que la configuración de esta cultura visual constituye un contexto propicio para recomendar la introducción de imágenes, en complementación con los argumentos pedagógicos ya expuestos.
En cuanto a las concepciones sobre la lectura, los tres autores a los que nos hemos referido pueden ser incluidos dentro de la amplia categoría de «herederos del sujeto sarmientino» (Puiggrós, 1990), en la medida en que su pensamiento operaba a partir de la dicotomía entre barbarie y civilización, y hallaban en la lectura el medio privilegiado para este pasaje en sentido de progreso. Todos ellos estaban influenciados de una u otra manera por el positivismo, que los llevaba a buscar en la ciencia los fundamentos de la pedagogía. Estas posturas subyacen en la importancia que le dan a la enseñanza de la lectura y en los materiales que elaboraron para ello. Encontraban allí un canal de civilización y de moralización, y el basamento para el desarrollo intelectual del que debían derivar todos los otros aprendizajes. Por ello, los tres rechazaban la lectura mecánica y proponían la lectura «inteligente», a la vez que promovían un papel activo del niño en el descubrimiento de las reglas que rigen la escritura. El método de palabra generadora venía a introducir la importancia del significado expresada por las palabras, antes que las letras y sílabas en forma aislada, y de la comprensión18 sobre la memorización.
Un análisis más detallado de estos materiales, complementado con las apreciaciones de los autores, los libros de lectura redactados por ellos, las instrucciones que elaboraron para los maestros y las críticas recibidas por sus contemporáneos nos permiten detectar también algunas diferencias, más allá del debate acerca de si la enseñanza debe comenzar con «ojo-ala-uva» (Berra), «té-mate-tela» (Ferreyra) o «papa-Pepa-pipa-popa-pupa» (Suárez).
Berra se había comprometido con la educación a partir de sus intereses políticos e históricos; era un teórico, que no había obtenido reconocimiento de sus contemporáneos en el campo historiográfico (Harispe, 2015) pero que llegó a adquirir un reconocimiento relativamente importante en el campo pedagógico. Se preocupó tempranamente por la enseñanza de la lectura debido a su pensamiento liberal que hallaba en la moralización individual un camino para la mejora de la sociedad.
Andrés Ferreyra y Eleodoro Suárez habían sido formados como maestros y se reivindicaban como tales. El primero tuvo mayor relevancia en el sistema educativo y en la pedagogía, aunque pensamos que podrían ser considerados afines en términos de la relación que los unía a partir de compartir espacios comunes19.
El debate más explícito se refiere a los procedimientos de enseñanza, que son contrastados en sus aspectos teóricos y lógicos, con pocas observaciones acerca de los resultados en la práctica (con algunas excepciones entre las que se cuentan las expresiones de Berra respecto de los carteles de Emilio Romero). La comparación entre carteles fue intentada por los contemporáneos: Berra comparaba los suyos con los de Romero y Vázquez Acevedo; Suárez contrastaba los propios con los de Berra y Ferreyra. En todos los casos, se buscaba justificar la necesidad de superar errores a través de la elaboración de nuevos materiales y fundamentar la superioridad de la propia obra.
Cuadros y carteles en las aulas de la ciudad de Buenos Aires
La historiografía educativa ha evidenciado un giro que desplaza el énfasis de los estudios de nivel macropolítico -expresado en las normativas y teorías pedagógicas- hacia el nivel «micro» del aula. Siguiendo esta línea nos preguntamos por la presencia efectiva de los carteles en las escuelas y el uso que se hacía de ellos.
En cuanto a la provisión de los cuadros y carteles, encontramos su inclusión en las compras que hacía el Consejo Nacional de Educación. Por ejemplo, en un llamado a licitación correspondiente a 1883, se encargaba la compra de 300 colecciones de los carteles de Berra y otras 300 de los de Vázquez Acevedo. La cifra es importante, considerando que también compraba 200 alfabetos en piezas, y libros de lectura: 100 ejemplares de “El lector moderno” de Appleton, 400 ejemplares de El rudimentarista de Caprile, 50 ejemplares de El Tempe Argentino de Marcos Sastre, aunque también había compras mayores como El gato en cantidad de 2000 ejemplares (MEC Nº 3, 1883, p. 229). En el mismo año se informaba la compra de 100 de los de Santa Olalla (MEC Nº 27, 1883, p. 260) y la licitación de 1888 incluía 100 colecciones de los de Berra y otros 20 de los primeros (MEC Nº 120, 1887, p. 752). No pretendemos realizar un relevamiento exhaustivo de las compras, sino dejar indicada la preocupación del CNE por proveer de estos materiales a las escuelas.
También los encontramos en el catálogo de obras publicadas en la Capital, elaborado en función de la Exposición Universal de París de 1889, donde figuran colecciones de carteles murales de Berra, Sastre y Santa Olalla (MEC Nº 145, 1888, p. 207).
Una preocupación frecuente era la de su escasa durabilidad, ya que sufrían un importante deterioro con el uso (especialmente con el roce del puntero). Eran pegados sobre cartón, lo que no garantizaba su conservación de un año a otro. Además, a veces se usaba un mismo cartón para pegar dos carteles por ambas caras (¿una medida de economía?), lo que impedía que otro grupo de alumnos estudiara en el mismo momento mirando el reverso. La propuesta de utilizar madera resultaba demasiado costosa. Observamos un afanoso interés por parte del CNE por mandar a producir y distribuir cuadros y carteles, aunque parece que no siempre se alcanzaban a cubrir las necesidades.
Un artículo de redacción de El Monitor de la Educación Común de 1890 expresaba que los carteles de Vázquez Acevedo no se habían usado en las escuelas públicas y los de Ferreyra acababan de ser distribuidos, por lo que aún no se podía dar cuenta de su utilidad práctica. Sin embargo, los de Berra habían estado presentes, pero sin el empleo de las palabras, sílabas y letras sueltas que el autor consideraba necesarias para acompañar los cuadros, y consideraba que la falta de esos objetos “que algunos maestros han tratado de sustituir por medio de los cubos con letras ó de la imprenta escolar, han de haber retardado los adelantos de los alumnos y su educación en general” (MEC Nº 191, 1890, p. 926).
Una manera de adentrarnos en el uso de los carteles en el aula -nivel del que no tenemos registro directo- consiste en observar las llamadas «conferencias prácticas». Estas consistían en clases modelo brindadas por maestras/os comunes previamente designadas/os, en presencia de niños o niñas; se realizaban bajo la observación del resto del personal del distrito, que debía aprobar o rechazar las conclusiones presentadas por el/la disertante y realizar una crítica. Los informes de los secretarios de distrito nos relatan algunas de las clases en las que se usaron carteles. Si bien no nos permiten adentrarnos en la cotidianeidad del aula, podemos ver a través de estos informes lo que consideraban algunas maestras y maestros sobre cómo debía enseñarse a leer y el uso que hacían de estos soportes materiales en ese contexto.
La primera observación que podemos formular es que los carteles fueron frecuentemente elegidos como recurso didáctico por las maestras que eligieron desarrollar clases modelo tomando como tema la enseñanza inicial de la lectura. Por ejemplo, quienes dictaron conferencias prácticas sobre este ramo en 1º grado entre 1886 y 1890, usaron mayoritariamente los carteles de Berra, aunque Andrés Ferreyra dictó clase en base a uno de su autoría cuando aún no había sido publicado por la editorial.
Según las conclusiones que se presentaron en dichos eventos, el soporte resultaba efectivo para enseñar según el método de palabras generadoras. Por ejemplo, La Srta. Rosa Cámara (directora de la Escuela Nº 7 del 10º distrito) eligió dar una clase en 1º grado usando los carteles de Berra y sus conclusiones fueron las siguientes:
(…) 3º Después que los niños hayan aprendido á leer y escribir las primeras palabras generadoras, se procederá á descomponerlas en sílabas y letras, haciéndoles comprender claramente que estas últimas representarán á los sonidos de la palabra hablada.
4º Debe enseñarse la lectura por medio palabras generadoras para que los niños aprendan á descubrir por analogía otras semejantes y puedan recomponerlas dándoles sus elementos. (MEC Nº 139, 1888, p. 893)
También la Srta. Baldomera Videla dio una clase en 1º grado el 7 de setiembre de 1889 usando la lámina Nº 4 de Berra y al finalizar concluyó que:
1º Cuando se emplea en la lectura el método analítico-sintético, después de haber enseñado palabras nuevas generadoras, deben ejercitarse los niños en combinar las sílabas ya conocidas, para obtener con ellas, un número mayor de palabras. (MEC Nº 164, 1889, p. 205).
Sin embargo, el método de palabra generadora no tenía aceptación unánime y algunos de los participantes lo cuestionaban. Por ejemplo, durante una clase dictada por Andrés Ferreyra usando sus propios carteles, recibió críticas que cuestionaban el método por creerlo “poco educativo, inconveniente y que no se usa en casi ningún pueblo” (MEC Nº134, 1888, p. 653), y a la extensión del tiempo que llevaría enseñar a leer siguiendo ese procedimiento. La discusión nos permite hipotetizar que la «querella de los métodos» (Braslavsky, 1962) no era sólo un debate entre pedagogos-teóricos sino que atravesaba la práctica cotidiana de los maestros.
Por otro lado, el procedimiento analítico-sintético que suponía el método de palabra generadora debía combinarse con otras acciones que permitieran resolver la práctica concreta frente a los alumnos. Así, por ejemplo, la señorita María E. Capot necesitó combinarlo con lo que llamaba “método socrático” (MEC Nº134, 1888, p. 654).
Las clases que venimos analizando -sin bien nos permiten una aproximación a la dimensión práctica- no necesariamente dan cuenta de la cotidianeidad del conjunto de las escuelas. Los inspectores que las visitaban muchas veces encontraban una realidad diferente a la que muestran las clases modelo y las instrucciones que hacían los autores de los carteles, por más detalladas que fueran sus indicaciones. Así, los informes de los inspectores nos brindan un acercamiento que nos permite adentrarnos desde otro punto de observación.
En base a estos informes podemos decir que, en general, los carteles eran utilizados en la clase frontal al modo lasalleano tal como estaba previsto, sin embargo, otras descripciones indican que en ocasiones se formaban grupos de alumnos en semicírculos alrededor de un cartel bajo la conducción de un condiscípulo (Ferrer, 1884, p. 18). Algo similar halló tres años más tarde el inspector Juan de Vedia al visitar otra escuela que recurría a la «enseñanza mutua» a pesar de contar con suficiente cantidad de maestros. La enseñanza a cargo de monitores/alumnos había sido propagandizada con bastante éxito a principios de siglo, pero hacia este período ya no era promovida ni aceptada en virtud del mecanicismo y rigidez que se le adjudicaba y de la necesidad de formación específica de los enseñantes (entre otros argumentos). Sin embargo, la enseñanza por parte de alumnos parece estar presente y para algunos inspectores dejaba entrever una desatención del preceptor, que en vez de trabajar, descansaba en sus subalternos. Así, la presencia material de los carteles no aseguraba la organización de la clase esperada.
En qué momento y por qué dejaron de utilizarse los carteles es una pregunta que no estamos en condiciones de responder. Es posible que fueran teniendo menos presencia a medida que se iba generalizando la disponibilidad de libros de lectura para cada niño/a, aunque la lectura en textos individuales no necesariamente significaba la desaparición de las láminas frontales. Por ejemplo, en las “Advertencias á los directores dela enseñanza y á los maestros” que servían de prólogo a los Ejercicios de lectura. Curso progresivo de Berra se explicaba que
Los Ejercicios de Lectura han sido escritos para que sean usados al mismo tiempo que los niños estudian la materia en LOS CARTELES DE LECTURA Y LOGOGRAFIA del autor, en los cuales se aplica el método analítico-sintético, ó sea de palabras generadoras. (Berra, 1898, p. s/n)
Es decir que el libro no desplazaba automáticamente a los carteles sino que los complementaba, razón por la cual podrían convivir en el aula.
Conclusiones
La falta de conservación de las colecciones nos ha llevado a enfatizar ciertos aspectos descriptivos que obtuvimos en el entrecruzamiento con otras fuentes. La combinación de diferentes elementos presentes los carteles aprobados por el CNE hacia fines del siglo XIX nos permiten delimitar la especificidad de este tipo de soporte y ubicarlo como parte de una renovación pedagógica y material. Entre esos elementos, podemos mencionar la prescripción de enseñar simultáneamente la lectura y la escritura, el sustento en el concepto pestalozziano de intuición (en algunos aspectos, articulado con elementos positivistas) y la primacía del concepto de “lectura inteligente” sobre la “lectura mecánica”, concepción que llevaba a considerar el “método de palabra generadora” como el más apropiado para la enseñanza.
Además de estas coincidencias, alcanzamos a detectar algunos de los debates producidos entre los autores. Podemos ver que la discusión pedagógica estaba probablemente atravesada por otras confrontaciones que se ubican en el orden de lo político. Berra por un lado y la dupla que componían Andrés Ferreyra y Eleodoro Suárez, por otro, se hallaban enfrentados no sólo por cuestiones de teoría y técnica pedagógica sino que diferían en su formación y en su posición dentro del sistema educativo. ¿Cuánto pesaban estos enfrentamientos en sus debates didácticos? Creemos que una reconstrucción más pormenorizada acerca de los agrupamientos y redes de sociabilidad entre pedagogos, y también una profundización de los conflictos propios del campo pedagógico en constitución, nos permitiría profundizar en este aspecto.
También nos interesó adentrarnos en un nivel de difícil acceso para los historiadores: la práctica en las aulas. Según pudimos establecer, el CNE compraba y distribuía colecciones de carteles en las escuelas, a pesar de lo cual existían reproches por no llegar a cubrir todas las necesidades.
Asimismo, consideramos que el diseño de los carteles y las instrucciones que los acompañaban interactuaban con otras variables en el contexto concreto del aula, entre ellas, la continuidad de prácticas consideradas anticuadas (como el método mutuo) a pesar de que los autores de las colecciones no suponían esa organización y la apropiación particular que hacían los maestros y las maestras de estos soportes materiales en base a su propia experiencia pedagógica.
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