El 9 de julio de 1816 los diputados del Congreso de las Provincias Unidas en la benemérita y muy digna ciudad de San Miguel de Tucumán declaraban
solemnemente a la faz de la tierra que, es voluntad unánime e indudable de estas provincias romper los violentos vínculos que las ligaban a los reyes de España, recuperar los derechos de que fueron despojadas e investirse del alto carácter de una nación libre e independiente del rey Fernando VII.1
Gracias a las investigaciones de David Armitage sobre las declaraciones de independencia desde el siglo XVIII hasta nuestros días y a la compilación de Alfredo Ávila, Jordana Dym y Erika Pani sobre las declaraciones de independencias en América ibérica tenemos hoy una mejor visión de lo que estos textos supusieron.2
Estos autores resaltan en particular el hecho inédito y global que constituyen este tipo de documentos en América entre 1776 y 1826 destacando cómo, a través de ellos, los sujetos o vasallos de las monarquías europeas expresan su voluntad unilateral de ser “una nación libre e independiente”. Enunciado de carácter performativo que encontramos en todos los textos y que puede dar lugar a diferentes lecturas, como ha sido recientemente señalado por José M. Portillo Valdés.3
Estos textos introducen cambios considerables en el llamado orden westfaliano, no solo porque hacen posible una amplificación de los sujetos de derecho de gentes, sino también porque introducen nuevos mecanismos de acceso a este, a través de lo que el jurista Martens califica de “guerra de revolución”, que libran las colonias a sus metrópolis y sobre la cual reposan las declaraciones de independencia.4 De manera tal que aunque la declaración sea un acto político por excelencia –expresa la voluntad de formar un Estado libre e independiente– ella funda su autoridad en principios objetivos de derecho, sobre los cuales las metrópolis habían justamente instaurado el ius publicum Europaeum con el fin de proteger su soberanía territorial. La obra de referencia de las declaraciones es la del suizo Emmerich de Vattel, Le Droit des gens (Londres, 1758),5 quien desarrolló el concepto de “Independencia” a partir de la tradición de derecho natural del siglo xvii pero que asocia al derecho de gentes positivo (voluntario), texto cuya importancia en el lenguaje político americano ha sido debidamente destacada por José Carlos Chiaramonte.6
No es entonces difícil sostener hoy que la declaración legitima la guerra ante el derecho de gentes europeo, como bien lo había apuntado José de San Martin en su carta al diputado de Cuyo Tomás Godoy Cruz en 1816.7 Pero la voluntad de constituirse en nación libre e independiente enunciada a “la faz de la tierra” no pone fin a la guerra y requiere, para que la soberanía territorial sea efectiva, de un triunfo militar que se acompañe del reconocimiento de las otras naciones y sobre todo de la renuncia por la ex metrópoli “a toda pretensión de gobierno, dominio y soberanía”, formulada a través de un tratado de paz. Así lo había hecho Gran Bretaña en 1783 a través del tratado de Versalles por el cual reconocía la independencia de los Estados Unidos, y Portugal con el Brasil a través del tratado de Río de Janeiro de 1825.
El rechazo por parte de Fernando VII a aceptar primero la pérdida de sus posesiones de Ultramar y, luego –cuando ya no parecía haber posibilidad de recuperarlas militarmente– de reconocer la Independencia, llevará a los diferentes representantes de los estados recientemente proclamados a desarrollar una activa diplomacia de reconocimiento que implica a las otras potencias.8 En ella se conjuga y desarrolla el lenguaje del derecho con el de la diplomacia e involucra, dato también nuevo, tanto a las diferentes potencias europeas como a las nuevas naciones americanas. Mi hipótesis es que el tardío reconocimiento y el contexto particular que debían enfrentar estos nuevos estados republicanos –no solo ante la Europa de la Restauración monárquica sino ante el hecho de que estos jóvenes estados debían negociar un lugar en un concierto de potencias imperiales– lleva a estas naciones a desplazar el lenguaje del derecho natural y de gentes hacia una concepción positiva del derecho internacional, y con ello dan primacía a la política sobre el derecho.9
La carrera del reconocimiento y el derecho internacional
Las primeras misiones diplomáticas destinadas a negociar el reconocimiento de las potencias amigas como condición del ingreso de los nuevos estados al Ius Gentium fueron las emprendidas por Venezuela entre 1810 y 1812, que tuvieron como secretario en Londres a Andrés Bello, autor en 1832 del primer tratado de derecho internacional y traductor de Bentham al español.10 La primera misión enviada por el Río de la Plata es anterior a la de claración de Independencia y constituye la respuesta del Segundo Triunvirato a las iniciativas de lord Strangford destinadas a incitar al gobierno rebelde a presentar votos de fidelidad a Fernan do VII, recientemente restaurado. Designados Manuel Belgrano y Pedro Medrano en un primer momento, partirán hacia Europa finalmente Belgrano y Bernardino Rivadavia en diciembre de 1814 con instrucciones privadas que dan cuenta de los diferentes proyectos que podía contener entonces la palabra “independencia”.11 En Londres, Rivadavia cultiva el trato con otros hispanoamericanos –entre los cuales se encuentra Andrés Bello–, y con Jeremy Bentham, con quien entablará una relación que proseguirá epistolarmente a su regreso al Río de la Plata en 1820 y que hace de Rivadavia un fiel adepto del empirismo inglés, que en materia de derecho de gentes promueve una codificación del derecho internacional fundada sobre la utilidad común y no sobre principios objetivos derivados del derecho natural, de difícil aplicación.
La declaración de Independencia del 9 de julio de 1816 modifica radicalmente la misión de Rivadavia en París, ahora abocada a negociar con España el reconocimiento de la Independencia. Ante la intransigencia española, la tentativa concluye en un reclamo del ministro de Estado de Fernando VII, José García de León y Pizarro, al ministro de relaciones exteriores en Francia para la expulsión de Rivadavia de los territorios franceses. Durante sus funciones de ministro de gobierno y de relaciones exteriores del gobierno del general Martín Rodríguez en la provincia de Buenos Aires entre 1820 y 1824, Rivadavia desarrolla importantes negociaciones con las potencias amigas, que concluyen en el reconocimiento de los Estados Unidos en 1822.12 En 1824 regresa a Londres como comisionado del gobierno de Juan Gregorio de Las Heras para retomar, ahora con el ministro de Relaciones Exteriores de Gran Bretaña, George Canning, las negociaciones iniciadas durante su ministerio y que dan lugar a la firma de un tratado de comercio y amistad con Gran Bretaña en 1825. Por este se obtiene el reconocimiento de la independencia de hecho a cambio de la inclusión de la cláusula de nación más favorecida que concedía a Gran Bretaña importantes privilegios comerciales. Para obtener las mismas condiciones, Francia ordenará el bloqueo del puerto de Buenos Aires en 1838, prueba de que la declaración de Independencia iniciaba –más que confirmaba– un largo proceso de negociación destinada a proteger la soberanía territorial de los nuevos estados. De manera tal que para entender mejor las características y los alcances de este proceso es indispensable modificar el marco espacial y temporal de los análisis que tienden a considerar el proceso de independencia cerrado entre 1825 y 1830 con las revoluciones liberales en Europa.13 Y ello tanto más aunque para obtener el reconocimiento de derecho y poner fin a la guerra era necesario, según la doctrina del reconocimiento que sostiene en el Río de la Plata Juan Bautista Alberdi, la renuncia expresa hecha por la corona española a toda pretensión de soberanía sobre sus antiguos territorios.14 Y estas tardarán, según los intereses y la importancia geopolítica de cada región, entre 15 y 70 años.15
En el Río de la Plata las negociaciones con España se inician luego de la caída de Rosas y en el difícil contexto de secesión del Estado de Buenos Aires, provocada por desacuerdos en torno al proceso constituyente.16 Las primeras acciones internacionales emprendidas por Urquiza son dirigidas a la aplicación del derecho internacional positivo a través de la firma de tratados con las potencias amigas. En efecto, en julio de 1853, apenas dos meses después de promulgada la Constitución, Urquiza firma un tratado de libre navegación de los ríos Paraná y Uruguay con Gran Bretaña, Francia y los Estados Unidos por medio de sus respectivos Plenipotenciarios, tratado aprobado en Paraná el 1 de diciembre de 1854.17 Este estipula que la Confederación Argentina, en el ejercicio de sus derechos soberanos y en cumplimiento del derecho de gentes en materia de navegación de los ríos internacionales, según normas fijadas por el Congreso de Viena de 1815, permite la libre navegación de los ríos Paraná y Uruguay, en toda la parte de su curso que le pertenezca (reservando expresamente al Emperador del Brasil y a los gobiernos de Bolivia, Paraguay y el Estado Oriental del Uruguay el poder de hacerse parte del tratado).18 El tratado implicaba la inclusión de la provincia de Buenos Aires en las negociaciones (a pesar de que no había participado en ellas). Además, el artícul o 5 estipulaba que las naciones signatarias no permitirían que la isla Martín García fuera poseída por un estado que no hubiera adherido al principio de libre navegación, lo que suponía que Buenos Aires debía aceptar la libre navegación si deseaba conservar la isla Martín García.19 Los conflictos internos se dirimen entonces en la escena internacional, tanto más aun ya que el Estado rebelde promulga una Constitución en 1854 que estipula en su artículo 1: “Buenos Aires es un Estado con libre ejercicio de su soberanía interior y exterior, mientras que no la delegue expresamente en un Gobierno Federal”.20 Así, entre 1854 y 1860 Buenos Aires y la Confederación libran una verdadera guerra de propaganda en torno al reconocimiento del ejercicio de la soberanía exterior a través de los enviados diplomáticos que actúan desde París. No es un hecho fortuito que tanto Buenos Aires como la Confederación busquen entonces firmar un acuerdo de paz y reconocimiento con España en nombre de la nación argentina. Tanto los representantes del Estado de Buenos Aires –entre los cuales se encuentra Carlos Calvo en Montevideo– como los de la Confederación –que cuenta con la pluma de Alberdi– adoptarán el lenguaje de los derechos internacionales comprendido como derecho positivo. A través de este, buscaban la inserción de la joven república en el concierto de naciones civilizadas que implicaba un reconocimiento externo de la soberanía territorial y una consolidación interna del ejercicio de la misma.21
La política del derecho internacional
Cuando Alberdi defiende la posición de la Confederación Argentina ante las cortes europeas sostiene, con Martens, que el derecho de gentes es el derecho positivo europeo que rige en América.22 Y precisa en términos inequívocos las condiciones de inserción de la Argentina independiente en el orden internacional:
Desierta y pobre la América tiene que recibirlo todo de afuera. Ese todo le irá, o bien por la fuerza de expansión del mundo moderno (conquista, anexión, protectorado, etc.) o bien atraído o recibido por ella, según el derecho de gentes.23
Con esta aserción Alberdi comienza un proyecto de manual de derecho internacional que no llegará a desarrollar en vida pero cuyos fundamentos se encuentran en sus Bases y puntos de partida. En estos escritos asienta la idea de la civilización europea como base y garantía de la soberanía territorial, dando cuenta ya para los años 1850 del viraje que tomará el derecho internacional entre 1870 y la Gran guerra.24 Según Alberdi, la política exterior de Hispanoamérica debe limitarse a dar a conocer las potencialidades civilizatorias de los nuevos estados como condición de su inserción en la Ley de las naciones de la Europa civilizada. De allí que resuma su proyecto en la fórmula “gobernar es poblar” y que todos sus esfuerzos se hayan centrado en ofrecer condiciones atractivas para una Europa en movimiento, tanto en materia de derechos civiles a los extranjeros como en concesiones comerciales a las potencias europeas.25 En este sentido, se opondrá, con una ferocidad que lleva a pensar que se estaban dirimiendo otras cuestiones de orden más personal, a la obra que su compatriota Carlos Calvo publica en París entre 1862 y 1869, donde sostiene la existencia de fuentes latinoamericanas del derecho internacional.26 A la pretensión de Calvo de fijar las fuentes del derecho latinoamericano desde 1493, Alberdi responde que los pueblos de América no podían celebrar tratados en tanto que peleaban por conquistar el derecho de celebrarlos, es decir, la independencia.27 Pero la propuesta de Calvo, que se inscribe dentro de la iniciativa liderada por José María Torres Caicedo desde París, apunta a otra lectura política del derecho internacional. En efecto, propone la concertación entre los nuevos estados latinoamericanos como condición política de la producción de estas fuentes americanas del derecho internacional.28 En 1864 Calvo publicará en París la primera autodesignada obra doctrinaria de derecho internacional latinoamericano, que contará con el prefacio del reputado jurista Paul PradierFondéré.29 El jurista francés pondera la voluntad de Calvo en bajar “la metafísica humanitaria –la de Grotius– al campo de los hechos”.30
Aunque todo pareciera oponer al jurista Alberdi y al diplomático Calvo, los dos comparten un mismo lenguaje del derecho internacional como derecho positivo y una visión política del orden jurídico que asocia las fuentes del derecho al juego de fuerzas dentro de un orden internacional que hace de la “civilización” el regulador jurídico de la expansión territorial.31 Sin embargo, dos puntos los distinguen y oponen: el lugar que debe jugar Europa en las negociaciones de un espacio en este orden –para Alberdi el desarrollo de Europa en América es la condición de la inserción de América en el derecho Europeo; para Calvo, en un contexto de expansión europea, América latina debe formular nuevas normas del derecho internacional que regulen las intervenciones de las potencias europeas– y, de manera más profesional y personal, el lugar que uno y otro logra ocupar en la constitución y consolidación de un “campo” de expertos internacionalistas. Mientras que el jurista Alberdi nunca llegó a redactar su gran obra y pasará totalmente desapercibido en el cenácul o de internacionalistas, el diplomático Carlos Calvo logra, con la publicación en 1868 de su Derecho internacional teórico y práctico de Europa y América, una amplia visibilidad entre los juristas internacionalistas en América y en Europa.32 Esta publicación explica sin duda su presencia como miembro fundador del Instituto de Derecho Internacional en Gante en 1873, junto con los más importantes juristas de entonces, como Martens o Fiore.33 Las numerosas ediciones de esta obra serán la ocasión para Calvo de introducir “los nuevos progresos del derecho internacional positivo”, entre los que encontramos, en la edición de 1887, los adquiridos durante la Conferencia de Berlín de 18841885 durante la cual las potencias europeas se repartieron literalmente África. Carlos Calvo, quien participa en tanto que plenipotenciario de la República Argentina en Berlín y experto de derecho internacional, califica los resultados de esta importante reunión internacional como estando en adecuación con “las aspiraciones de los pueblos y los progresos de la civilización”, alegando que
el espíritu liberal y conciliador que ha dirigido los debates, ha contribuido sin duda a facilitar la adopción de principios que constituyen un progreso real en el desarrollo de las relaciones internacionales. La libertad de comercio, la libre navegación, la neutralización de las colonias en tiempo de guerra, el respeto de la propiedad privada en el mar, y el arbitraje en caso de diferencias entre los estados, son hechos adquiridos aunque parcialmente, pero cuya importancia en el sentido de la uniformidad tiene grandes significaciones tanto apreciables, si se considera que ellos se deben en gran parte a la iniciativa del Imperio Alemán, cuyo poder e influencias es tan predominante en el mundo entero.34
Todo da cuenta del viraje del derecho de gentes hacia una concepción positiva del derecho internacional que implica una primacía de la política sobre el derecho y que ha llevado a ciertos especialistas de historia del derecho como de la nueva historia imperial a interrogarse sobre la relación entre expansión imperial y derecho internacional.35 Pero pocos han indagado acerca del papel que han podido jugar las independencias iberoamericanas en ello. Pregunta que se justifica tanto más aun con la visión global propuesta por Armitage de las declaraciones de independencias, que deja suponer una línea de continuidad entre el proceso que se inicia en América del Norte en 1776 y el que acaba en la segunda mitad del siglo xx con la descolonización de África y Asia. Aquí sugiero, por el contrario, que las independencias americanas van a contribuir significativamente al desarrollo del derecho internacional, que ciertamente funciona como lenguaje emancipador pero que contribuye al mismo tiempo, en nombre de la civilización, a la legitimación de la expansión imperial en nombre del derecho.36
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Notas