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Viejos y nuevos debates sobre el estatuto constitucional de las organizaciones religiosas
FERNANDO ARLETTAZ
FERNANDO ARLETTAZ
Viejos y nuevos debates sobre el estatuto constitucional de las organizaciones religiosas
Old and new debates on the constitutional status of religious organisations
Revista SAAP, vol. 13, núm. 1, pp. 107-134, , 2019
Sociedad Argentina de Análisis Político
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Resumen: El artículo aborda los debates sobre el estatuto constitucional de la Iglesia Católica y las demás organizaciones religiosas en Argentina. Tomando como punto de partida el Derecho Constitucional y el Derecho Internacional Público, desentraña los presupuestos y proyectos políticos subyacentes a las diferentes posiciones. Realiza un recorrido histórico y problematiza los términos actuales de la discusión.

Palabras Clave: organizaciones religiosasorganizaciones religiosas,Iglesia CatólicaIglesia Católica,Derecho ConstitucionalDerecho Constitucional,Derecho InternacionalDerecho Internacional,libertad religiosalibertad religiosa.

Abstract: The article deals with the debates about the constitutional status of the Catholic Church and the other religious organisations in Argentina. Taking Constitutional Law and International Law as a starting point, it analyses the political ideas and political projects which underlie the different positions. The article adopts a historical perspective and considers the features of the current discussion on the subject.

Keywords: religious organisations, Catholic Church, Constitutional Law, International Law, religious freedom.

Carátula del artículo

Artículo

Viejos y nuevos debates sobre el estatuto constitucional de las organizaciones religiosas

Old and new debates on the constitutional status of religious organisations

FERNANDO ARLETTAZ
Universidad de Buenos Aires, Argentina
Revista SAAP, vol. 13, núm. 1, pp. 107-134, 2019
Sociedad Argentina de Análisis Político

Recepción: 12 Diciembre 2018

Aprobación: 12 Diciembre 2018

1. Introducción

La cuestión religiosa ha estado presente en los doscientos años de vida argentina independiente, desde la inicial discusión sobre el encaje constitucional de la Iglesia Católica y la admisión (o no) de cultos disidentes en el territorio nacional hasta las contemporáneas intervenciones de grupos religiosos en el disputado campo de la regulación matrimonial y familiar. Obviamente, las problemáticas que suscita la cuestión religiosa son muy variadas y no todas se refieren directamente a la relación del fenómeno religioso con el Estado. El rol de la religión en la sociedad civil, en ámbitos educativos o sanitarios por ejemplo, excede en mucho la temática de las relaciones entre el campo religioso y el campo del poder estatal institucionalizado.

En este artículo, sin embargo, intentamos una aproximación a este último punto. Nos interesa abordar la posición de lo religioso institucionalizado en el esquema político-constitucional argentino. Creemos que el momento resulta propicio para volver sobre este viejo objeto de controversia. El Código Civil y Comercial en vigor desde 2015 ha abierto nuevos interrogantes sobre el régimen legal de las organizaciones religiosas, interrogantes que están siendo revisitados en relación con el nuevo (uno más) proyecto de ley de libertad religiosa actualmente en discusión.

Nuestro objeto de estudio será el discurso construido en torno de la posición constitucional de las organizaciones religiosas (entre las cuales ocupa por supuesto un lugar preponderante la Iglesia Católica). Creemos que existe al respecto cierta vacancia en los desarrollos académicos. En efecto, aunque hay estudios sobre el tema (de hecho, ellos constituyen buena parte del material documental que hemos analizado en el presente trabajo), tales estudios adoptan una perspectiva estrictamente jurídica: buscan desarrollar argumentos para justificar una toma de posición sobre la interpretación correcta de las disposiciones constitucionales.

Nuestro interés, en cambio, no es hacer un estudio de Derecho Constitucional (ni de Derecho Internacional Público, el que, como veremos, también juega un papel central). Nos interesa ver el modo en que el discurso jurídico deja traslucir un proyecto político más amplio y se encaja en un particular contexto político-religioso. Obviamente deberemos detenernos en la hermenéutica de textos legales (de carácter constitucional e internacional). Pero al hacerlo no adoptaremos el punto de vista del jurista, preocupado por desentrañar la interpretación jurídica correcta de un determinado texto1. Por el contrario, buscaremos vislumbrar qué presupuestos y proyectos políticos vehiculizan determinados textos legales y determinadas interpretaciones de esos textos.

El argumento central de este trabajo es que, desde la adopción la Constitución de 1853 hasta el presente, diferentes voces han pugnado por construir un discurso jurídico que ubique a los grupos religiosos (y, muy especialmente, a la Iglesia Católica) en el lugar constitucional conveniente al proyecto político defendido por cada una de esas voces. Las herramientas de la hermenéutica legal han servido para presentar la lectura constitucional defendida como si fuera el resultado de una pura operación jurídica, y no la consecuencia de la opción política del actor involucrado.

La naturaleza disputada del tema abordado ha sido una constante desde los orígenes constitucionales argentinos. En este sentido, las opciones defendidas por los actores involucrados pueden organizarse en torno de dos núcleos conceptuales que, aunque no deben absolutizarse, son útiles para comprender el horizonte de sentido que guía las opciones de los actores. Por un lado, hay una tradición interpretativa de carácter confesional favorable a un reforzamiento de los vínculos entre el Estado y la Iglesia Católica. Por otro lado, una tradición laica que busca la autonomización de lo religioso (principal pero no únicamente católico) en relación con las estructuras estatales. En este sentido, creemos que la dualidad confesional / laico puede servir como clave de lectura de las disputas en torno de la construcción del discurso jurídico que aquí abordamos.

Las categorías de la confesionalidad y la laicidad, sin embargo, están en el centro de múltiples debates en ciencias sociales y, en consecuencia, carecen de un significado generalmente consensuado. Tal como la entendemos a efectos de este trabajo, la laicidad supone una forma de construir la legitimidad del poder sobre bases no religiosas, de manera que el Estado garantiza el ejercicio de los derechos a todos los ciudadanos con independencia de las pertenencias religiosas (o no religiosas) de éstos (ver los desarrollos teóricos del concepto, entre otros, en Baubérot, 1994; Milot, 1998; Blancarte, 2008; Baubérot, 2013; Baubérot y Milot, 2015). En este sentido, la laicización, como proceso político de construcción de la laicidad, no va siempre acompasada con la secularización, como proceso cultural que alude a las formas en que las diferentes tradiciones religiosas se vinculan con las distintas versiones de la modernidad (Martínez, 2011; Martínez, 2013). La categoría de la confesionalidad, finalmente, se construye por oposición a la laicidad: asumir la justificación religiosa del poder y tornar relevantes las pertenencias religiosas de los ciudadanos a la hora de la distribución de derechos son los rasgos de una posición confesional. La confesionalidad puede resolverse, simultánea o alternativamente, en la injerencia religiosa en la esfera política o en la injerencia política en la esfera religiosa. Para este último fenómeno suele utilizarse, y utilizaremos en este trabajo, la expresión regalismo2.

En las secciones 2, 3 y 4 avanzaremos en nuestro análisis desde una perspectiva diacrónica que permita comprender los límites del debate político en torno de nuestro objeto de estudio. En la sección retomaremos esos debates para, a modo de conclusión, problematizar los términos actuales de la discusión.

Para avanzar en el análisis señalado, el presente trabajo se apoya en el análisis de aquellas fuentes documentales que resultan centrales en la conformación del discurso jurídico que se estudia. Así, se recurre a textos legales y se mencionan algunas sentencias de la Corte Suprema de Justicia, pero se hace especial hincapié en los textos académicos de los especialistas del Derecho Constitucional, en los que se puede encontrar una justificación más detallada de las opciones políticas subyacentes a las estrategias de hermenéutica jurídica. Se han seleccionado especialmente las obras sistemáticas de doctrina jurídica, tanto por su accesibilidad como por entender que representan adecuadamente el estado del discurso jurídico en un determinado momento.

2. El proyecto fundacional
2.1. La herencia del régimen colonial y el liberalismo patrio

La Iglesia postridentina impuso en América Latina las bases de un orden simbólico de tipo devocional que se trasladaría luego a la representación social del Estado nación organizado a partir de las independencias (Bastian, 2001). La Iglesia Católica no sólo mantenía una relación privilegiada con el poder colonial, que garantizaba su carácter de única religión permitida, sino que tenía la capacidad de definir una moral generalmente aceptada, en particular en cuestiones sociales y familiares.

La ruptura del orden colonial puso sobre la mesa la necesidad de definir los términos de la relación entre el poder estatal que intentaba organizarse y el poder religioso. Aunque es discutido por los especialistas cuál era la fuerza real de los elementos anticlericales3 en las élites políticas del momento fundacional del Estado (contrastar, por ejemplo, De Lucía, 2003 y Di Stefano, 2008), parece claro que las relaciones fueron conflictivas. La debilidad del Estado argentino tornó evidente su necesidad de apoyarse en las más consolidadas estructuras eclesiásticas para acelerar el proceso de formación de las instituciones nacionales en un tiempo en el que, paradójicamente, resultaba imperioso mantener la paz con una Iglesia en cuyas manos permanecían importantes resortes de poder social. Los reiterados intentos de injerencia regalista en el funcionamiento de la Iglesia Católica, y los complejos modus vivendi ideados frente a la resistencia eclesiástica, se encuadran en esta lógica ambivalente.

Por otra parte, las bases institucionales de la Iglesia Católica argentina se fueron estableciendo en paralelo a la formación del propio Estado nacional. Así, la primera sede arquidiocesana argentina, la de Buenos Aires, se estableció en 1865. De modo absolutamente comprensible si se tiene en cuenta lo explicado en el párrafo anterior, el propio Estado participó en la consolidación de la Iglesia nacional: Mitre, por ejemplo, llevó adelante gestiones para que Buenos Aires fuera sede arzobispal (Lida, 2007).

La intrínseca debilidad del naciente Estado impidió el desarrollo de un verdadero experimento laicizador. Durante el periodo de la organización nacional, el Estado buscó el control de la Iglesia Católica a través del Patronato Nacional4. Los liberales de la generación del romanticismo eran partidarios de la laicización, pero de forma más o menos gradual (De Lucía, 2003). En cualquier caso, a mediados del siglo XIX ya se había consumado un primer umbral de laicización5: las relaciones entre poder civil y poder religioso habían dejado de pensarse en términos meramente jurisdiccionales para transformarse en relaciones entre dos instituciones relativamente autónomas. Se había creado una esfera específica para encerrar dentro de ella a la religión, que durante la colonia había impregnado todas las manifestaciones de la vida colectiva (Di Stefano, 2011a; Di Stefano, 2011b).

La laicización se profundizaría con las reformas que, a principios de la década del ’80, afectaron a la educación, el registro civil y el matrimonio. Para algunos autores, la etapa que va de 1880 a 1930 se habría caracterizado por una cierta hegemonía liberal, que habría dado lugar a una forma de entender las relaciones entre el poder político y la Iglesia que puede caracterizarse como laicidad liberal (Mallimaci, 2004; Mallimaci, 2008). Otros, en cambio, sugieren que el predominio de estas tendencias habría sido mucho más limitado (el periodo 1882-1884) y que tampoco sería totalmente correcto caracterizar a este periodo como de laicidad liberal, ya que el catolicismo continuó teniendo en los hechos (y a pesar de lo que explicamos en la subsección siguiente sobre la lectura dominante del texto constitucional) la consideración de religión oficial (Di Stefano, 2011a; Di Stefano, 2011b).

2.2. La Constitución de 1853/60

Los primeros ensayos constitucionales se decantaron hacia una afirmación del catolicismo como religión del Estado. La proclama del 26 de mayo de 1810 (conocida como El Ideal de Mayo) enunciaba ya entre sus objetivos el de «la conservación de nuestra religión santa». Los proyectos presentados a la Asamblea del Año XIII tenían el mismo tono. El Estatuto Provisional de 1815 y el Reglamento Provisorio de 1817 establecían la religión católica como religión del Estado. Las Constituciones de 1819 y 1826 adoptaron la misma posición6. En todos estos casos, sin embargo, el reconocimiento de este estatuto a la Iglesia Católica parecía insertarse más en un intento de establecer un régimen regalista, con control del Estado sobre la Iglesia, que en una voluntad de asegurar el control eclesiástico de las instituciones constitucionales.

Ninguno de los documentos constitucionales efectivamente adoptados en esta primera época reconoció la libertad religiosa, de modo que para los grupos no católicos el estatuto jurídico siguió siendo de prohibición. Las Constituciones de 1819 y 1826 incorporaron en la cláusula sobre la religión católica una salvedad sobre las opiniones privadas, de modo semejante a algunos de los proyectos debatidos por la Asamblea del año XIII, pero no más.

El estatuto de las religiones no católicas estuvo desde un primer momento ligado a la cuestión de los extranjeros. La Asamblea del Año XIII, por ejemplo, adoptó una ley sobre minería que, en uno de sus artículos, reconocía la libertad religiosa en el ámbito privado para los extranjeros que fueran dueños o trabajadores de minas7. El propósito de la legislación era claro y sería parte de un dilema cada vez más acuciante para la joven República: si se quería atraer inversión y mano de obra extranjera, había que resignarse a aceptar las religiones no católicas. En 1825 el tratado con Gran Bretaña reconoció a los ingleses residentes en Argentina plena libertad de culto8.

El proyecto constitucional de la Comisión Redactora de 1853 propuso como art. 2 el texto que finalmente resultaría aprobado: «El gobierno federal sostiene el culto católico apostólico romano». El informe de la Comisión daba al sostenimiento un carácter eminentemente económico, al reconocer que «es obligación del Gobierno federal mantener y sostener el Culto Católico Apostólico Romano a expensas del Tesoro Nacional». El proyecto de la Comisión se apartaba tanto del proyecto constitucional de De Ángelis como del de Alberdi, que con terminología diferente consagraban ambos el carácter oficial de la religión católica9.

Los debates de la Convención de 1853 en torno del sostenimiento del culto ya han sido estudiados y no es nuestra intención volver aquí sobre este tema10. Sólo diremos que las enmiendas presentadas para sustituir la disposición proyectada por otra que dejara en claro el carácter confesional del Estado fracasaron. De forma muy significativa, el convencional Gorostiaga dijo que el hecho de que el gobierno sostuviera el culto católico implicaba reconocer que esa religión era la dominante y la de la mayoría de los habitantes; pero que no se podía afirmar que ella fuera la religión del Estado «porque no todos los habitantes de la Confederación ni todos los ciudadanos de ella» eran católicos y porque pertenecer a la religión católica nunca había sido según nuestras leyes «un requisito para obtener la ciudadanía».

Durante la Convención bonaerense de 1860, el diputado Frías insistió en una enmienda de mayor contenido confesional. Sarmiento defendió la vigencia del art. 2 original diciendo que era «una conquista que el progreso había hecho sobre la Constitución de Buenos Aires, muy atrasada a este respecto». La Constitución de Buenos Aires, obviamente, tenía una disposición que declaraba a la católica como religión del Estado. Finalmente, el art. 2 se mantuvo sin cambios11.

En lo que se refiere a los grupos no católicos, la Constitución de 1853 reconoció la libertad de cultos con carácter general (art. 14) y la reiteró respecto de los extranjeros (art. 20). Ambas disposiciones se mantuvieron en 1860. La libertad de cultos de la Constitución de 1853 se inspiraba del proyecto constitucional de Alberdi, quien la consideraba indispensable como una forma de promover la llegada de inmigración, en particular anglosajona de religión protestante (a diferencia de lo que sucedía con el proyecto constitucional de De Ángelis, que sólo preveía una simple tolerancia para los no católicos, siempre que no turbaran la religión dominante).

En las Bases, Alberdi había justificado la combinación que impulsaba entre oficialidad de la religión católica y libertad de cultos. Lo primero, porque era necesario «mantener y proteger la religión de nuestros padres, como la primera necesidad de nuestro orden social y político», ya que «la religión católica es el medio de educar estas poblaciones» (Alberdi, [1852]1914: 120). Lo segundo, porque si se quería recibir inmigración era necesario respetar «su altar a cada creencia». «La América española, reducida al catolicismo con exclusión de otro culto, representa un solitario y silencioso convento de monjes. El dilema es fatal: o católicos exclusivamente y despoblada; o poblada y próspera y tolerante en materia religiosa» (Alberdi, [1852]1914: 93).

En relación a los grupos no católicos, como no hay en la Constitución de 1853 ni la resultante de las reformas de 1860 ninguna disposición específica sobre su estatuto jurídico, ellos quedaron amparados en la genérica disposición del art. 14 de ambos textos sobre el derecho de asociarse con fines útiles, en combinación con la libertad religiosa del mismo artículo12.

La obligación de sostener el culto católico era reforzada, en la Constitución de 1853/60, por un conjunto de disposiciones relativas al ejercicio del Patronato. Como ya hemos insinuado, el proceso independentista había visto aflorar posiciones regalistas cuya principal arma era la reivindicación, de parte del naciente Estado, de las potestades del Regio Patronato Indiano, ahora convertido en Patronato Nacional13.

La libertad de culto del art. 14 de la Constitución supuso un paso decisivo en el proceso de laicización. El sostenimiento del culto católico proclamado en el art. 2 puede ser entendido en el mismo sentido, incluso a pesar de estar acompañado por las disposiciones relativas al Patronato Nacional, pero a condición de hacer de ese artículo una lectura restrictiva. En efecto, la lectura restrictiva (es decir, laica) del art. 2 supondría marcar claramente la ruptura de la Constitución de 1853/60 con los textos constitucionales previos que, de modo indubitable, calificaban al catolicismo de religión oficial.

La interpretación jurisprudencial dominante de las cláusulas constitucionales relativas al estatuto de la Iglesia Católica a fines del siglo XIX y comienzos del XX fue, en efecto, restrictiva. Por ejemplo, la Corte Suprema dijo que la Iglesia Católica no es un poder político del Estado, ya que «la Constitución desechó la proposición de que el catolicismo fuera declarado la religión del Estado y la única verdadera, arribándose como solución transaccional, a la fórmula del art. 2º, cuyo alcance no es otro que el emergente de su texto: los gastos del culto serán pagados por el tesoro nacional»14. Y en otra sentencia afirmó que «[…] la Iglesia como entidad de derecho público reconocida por la Nación […] no puede pretender otras exenciones o privilegios que aquellos que le hayan sido expresamente acordados»15.

Entre los constitucionalistas cuyas obras se convertirían luego en clásicos de la disciplina también prevalecía una tesitura restrictiva. Joaquín V. González optaba por la tesis según la cual el art. 2 no significaba que el catolicismo fuera «la religión del Estado» sino sólo «que los gastos del culto serían pagados por el tesoro nacional, incluidos en su presupuesto y sometidos, por consiguiente, al poder del Congreso»; el origen del artículo había de verse en «una necesidad impuesta por las costumbres de la sociedad, por las tradiciones legislativas del pueblo argentino, y una consecuencia de los derechos que el Estado adquiría con el Patronato» (González, ([1897]2001: 115).

La misma posición sostenía Juan A. González Calderón, cuando elogiaba el régimen de transacción adoptado diciendo que «no era ventajoso, indudablemente, mantener el sistema que había sido admitido y practicado hasta entonces, el de la religión de Estado; pero como la Iglesia Católica y su culto ejercían en nuestro pueblo una grande influencia, que debía tenerse bien presente, no era [tampoco] posible pasar bruscamente al sistema de la separación entre aquellas dos potestades, establecido en la Constitución norteamericana» (González Calderón, 1918: 58).

Ambos autores explicitaban los dos elementos que, a su juicio, habían provocado el régimen adoptado en 1853/60: la tradición jurídica del país (podríamos llamarlo argumento histórico-tradicional) y la mayoría católica (argumento sociológico). Sin embargo, estos dos elementos no eran óbice para realizar una lectura restrictiva (es decir, laica) del texto constitucional. Joaquín V. González agregaba además el ejercicio del Patronato como causa de la financiación estatal al catolicismo.

El favoritismo hacia el culto católico, incluso interpretado de modo restrictivo, generaba incomodidad en liberales y socialistas. En la cita transcrita más arriba, y a pesar de sus elogios al art. 2 de la Constitución, González Calderón decía que no era posible pasar «bruscamente» a un régimen de separación al estilo estadounidense, insinuando que quizá un paso gradual hacia ese régimen sería conveniente. Joaquín V. González era todavía más radical y explicaba en otro texto que la separación entre el Estado y la Iglesia sería «la fórmula única de prevenir todo trastorno en la marcha del derecho público [y] de evitar que se formen esos verdaderos tumores que acaban con la vida de las instituciones políticas, únicas por las cuales el Estado está encargado de velar» (González [1885]1935: 222). En esta misma línea, en 1925 Juan B. Justo y Mario Bravo presentaron una iniciativa, que no prosperó, para separar la Iglesia y el Estado.

Un sector minoritario de los especialistas del Derecho Constitucional mantenía una posición diferente. Entre estos destaca José M. Estrada, primer profesor de nacionalidad argentina que dictó Derecho Constitucional en la Universidad de Buenos Aires y combativo crítico del liberalismo laico (Tanzi, 2011). Estrada entendía que la Constitución incluía un reconocimiento de la nación como nación católica, y que de este reconocimiento se derivaban «varias instituciones del derecho público y del derecho civil, singularmente, la jurisdicción eclesiástica y el régimen del matrimonio» (Estrada, [1883]1904c: 150-151). La lectura que Estrada hacía del texto constitucional era decididamente confesional. Eso sí: se quejaba de la inclusión del Patronato en la Constitución y del uso que de él hacía el Estado (rebasando, a su juicio, los límites constitucionales), lo que muestra que su opción confesional no era regalista: «Entre católicos no puede haber duda ni controversia. La teoría de ser el Patronato un atributo de la soberanía es abiertamente contraria a la libertad de la Iglesia y a los derechos sagrados que emanan de su divino origen. Por otra parte, Roma ha hablado y basta» (Estrada, [1883]1904b: 135). Y agregaba, en un artículo escrito con ocasión de las negociaciones entre el gobierno de Roca y la Santa Sede por la eventual firma de un concordato, que «el Estado excede sus facultades cuando quiera que por sí y ante sí resuelva puntos como el Patronato de las Iglesias» (Estrada, [1883]1904c: 128-129). El pensamiento de Estrada acusaba la influencia del conservadurismo de Donoso Cortés. Baste recordar otro texto en el que citaba repetidamente al pensador español y calificaba a la doctrina católica de «supremo y eficacísimo recurso que queda a las sociedades americanas para curar radicalmente sus amargos dolores y sus agrias desventuras» (Estrada, [1864]1903: 26).

3. La Argentina católica
3.1. Catolicismo y nacionalidad

Desde fines del siglo XIX, las corrientes liberales intentaron cierta laicización de la esfera pública. La Iglesia Católica debió entonces hacer frente a reformas que afectaban terrenos normativos tradicionalmente influidos por ella. Sin embargo, la laicización de las instituciones fue parcial y sinuosa, y no fue paralela a una secularización de la sociedad.

Desde los años ’20 del siglo XX, el dominio de las corrientes liberales fue cediendo lugar a las perspectivas políticas nacionalistas, de inspiración católica e hispanista. El catolicismo se perfilaba como colaborador eficaz para hacer frente a las dos grandes preocupaciones de la élite: la de la identidad nacional y la de la cuestión social (Di Stefano, 2008). A la posición laica de los liberales, la Iglesia Católica opuso una fuerte movilización pública y una alianza con los sectores autoritarios. La Argentina católica fue un mito movilizador de muchos católicos que se opusieron tanto a la Argentina liberal como a la Argentina comunista, aunque desde luego esto no quiere decir que el catolicismo haya actuado siempre como bloque homogéneo y coherente en este sentido (Mallimaci, Donatello y Cucchetti, 2006; Zanatta, 1996).

En los años ’30 el nacionalismo católico llegó al poder y el proyecto laico de los liberales encontró sus límites. Durante este periodo, la Iglesia Católica consolidó sus estructuras institucionales mediante la multiplicación de diócesis y parroquias, recibió de los poderes públicos privilegios como el establecimiento de la enseñanza religiosa obligatoria en las escuelas públicas y se convirtió en un actor social de peso a través de manifestaciones masivas y presencia en los medios de comunicación (Lida, 2007). El golpe militar de 1943 y los hechos que provocaron luego el ascenso del peronismo fueron la continuación de ese nuevo orden fundado en una visión integrista católica (Zanatta, 1999).

Es discutible si el periodo histórico que va entre 1930 y 1983 puede ser leído en términos de sustancial continuidad (como propone, por ejemplo, Mallimaci, 2008) o si por el contrario ha de verse un punto de cambio, aunque por supuesto no radical, en los eventos de los años ’50 (Di Stefano, 2011a). Los enfrentamientos entre partidarios de un Estado confesional y partidarios de un Estado laico, en efecto, volvieron a aparecer al final del gobierno peronista y nuevamente en los debates sobre la educación universitaria durante la presidencia de Frondizi; aunque desde mediados de los años ’40 el catolicismo argentino había adoptado un discurso menos militante y mostraba una estructura cada vez más plural (Lida, 2013).

La etapa que, de modo muy general, puede limitarse entre el fin del proyecto laicizador de los liberales hasta la recuperación democrática en 1983 dejó en herencia una cierta identificación entre catolicismo y nacionalidad. La argentinidad fue concebida como incluyendo entre sus componentes centrales la catolicidad. La participación de las autoridades públicas en ceremonias religiosas (y de autoridades religiosas en ceremonias civiles) así como la presencia de símbolos católicos en plazas y edificios públicos son algunas de las marcas visibles de esta complementariedad recíproca de funciones y legitimidades entre lo estatal y lo religioso-católico (Esquivel, 2008).

3.2. El Concordato de 1966

A pesar de las circunstancias recién señaladas, hacia mediados del siglo XX se mantenía en el pensamiento constitucional una interpretación restrictiva (es decir, laica) en relación con el estatuto constitucional de la Iglesia Católica. Carlos Sánchez Viamonte, por ejemplo, explicaba que «el Estado es laico, por más que acuerde una preferencia o privilegio en favor del culto católico» (Sánchez Viamonte [1944]1958: 110). Esta preferencia, por otra parte, se limitaba al «deber de costear el culto» católico, como consecuencia de que los constituyentes habían reconocido que «la mayor parte de la población era católica» (Sánchez Viamonte [1944]1958: 108). Para los no católicos, el régimen legal seguía siendo el de la libertad religiosa y la libertad de asociación, aunque con un sometimiento creciente al control estatal16.

La Constitución de 1949, que tuvo como uno de sus principales teóricos al constitucionalista de orientación tomista Arturo Sampay17, mantuvo las dos piezas clave del sistema de la Constitución de 1853/60: la libertad de cultos y el sostenimiento del culto católico. En 1955, y en el contexto de los enfrentamientos entre el gobierno de Perón y la Iglesia Católica, el legislador Tesorieri presentó un proyecto para separar Estado e Iglesia. El proyecto no llegó a aprobarse. Finalmente, como es sabido, luego del derrocamiento de Perón, el régimen constitucional volvió a estar basado en la Constitución de 1853/60.

En 1966, después del Concilio Vaticano II, tuvo lugar la celebración de un Concordato entre la Argentina y la Santa Sede. El Concordato supuso una alteración de hecho del esquema constitucional. Mantuvo respecto de la Iglesia la garantía del pleno ejercicio de su poder espiritual, de su culto y de la jurisdicción en el ámbito de su competencia (art. I), pero la liberó de la mayor parte de la injerencia estatal que le suponía el Patronato Nacional18.

A pesar de la irregularidad institucional que suponía realizar una reforma constitucional sin seguir el camino constitucionalmente establecido para ello, el Concordato fue sistemáticamente aplicado. No obstante, aunque las disposiciones constitucionales relativas al Patronato se volvieron (al menos de facto) inaplicables, no sucedió lo mismo con el sostenimiento del culto previsto en el art. 2, que fue expresamente ratificado. Así, la Iglesia se liberó de la mayor parte de las cargas que suponía la injerencia estatal, sin perder el privilegio de la financiación pública.

En los años previos a la celebración del Concordato habían comenzado a aparecer con fuerza, en la doctrina constitucional, algunas voces que interpretaban el art. 2 de la Constitución en un sentido que iba más allá del económico, de modo que se hacía una lectura confesional del precepto constitucional. Salvador Lozada señalaba que «por sostener no debe, pues, entenderse el mero acto de subvencionar, sino también los de proteger y fomentar, adhiriendo a los principios de la Iglesia y contribuyendo a su misión apostólica» (Lozada, 1961: 15). El constitucionalista Germán Bidart Campos, cuya influencia en el pensamiento nacional duraría varias décadas, sostenía que el art. 2 tenía un contenido moral pero no económico: «La toma de posición que en orden a las relaciones con la Iglesia aparece en la Constitución responde a una valorización de otro carácter, y a una adhesión espiritual que, si puede tener efectos económicos, no se limita a ellos, e incluso no los exige necesariamente» (Bidart Campos, 1966: 15).

Después de la celebración del Concordato, Bidart Campos profundizó en su tesis según la cual el sentido del art. 2 es el de establecer una unión moral entre el Estado y la Iglesia Católica y, además, reconocerle a ésta el carácter de persona de derecho público, pero no de exigir una subvención económica a la Iglesia (Bidart Campos, 1974: 148-149). Para el autor, las razones del estatuto especial de la Iglesia Católica serían la tradición hispano-indiana (el que hemos llamado argumento histórico-tradicional), la composición religiosa de la población (argumento sociológico) y la valoración del catolicismo como religión verdadera por parte de los constituyentes (esto último, según las expresiones del convencional Seguí en 1853; argumento histórico-constitucional) (Bidart Campos, 1972: 149-150). Como veremos más abajo, estos argumentos se irán repitiendo en los autores posteriores.

La doctrina citada puede verse como tributaria de la idea de la Argentina como nación católica. Subyace a esta perspectiva una concepción del catolicismo como parte de la esencia del ser nacional. Este punto se ve más claramente si se aborda la denominada teoría de los contenidos constitucionales pétreos, desarrollada por Bidart Campos. Según el constitucionalista, habría ciertos contenidos constitucionales que corresponderían a la esencia misma de la nacionalidad y que no podrían ser modificados por la vía de la reforma constitucional. «Hay cosas en la Constitución que no son susceptibles de suprimirse o de desfigurarse. Tal reforma sería inválida, sería atentatoria contra el poder constituyente originario, que ha forjado un arquetipo indestructible en su esencia íntima» (Bidart Campos, 1966: 16; la cursiva es nuestra). Para el autor, el art. 2 formaría parte de esos contenidos pétreos (Bidart Campos, 1972: 149-150). El vínculo es claro: si el art. 2 no puede ser modificado es porque la catolicidad se encuentra enraizada en lo más profundo del ser nacional.

La visión de Bidart Campos se basa, por un lado, en la concepción histórico-sociológica según la cual la Argentina es un país católico; y, por otro lado, en una concepción teológica según la cual la Iglesia es garante de los fines últimos del ser humano, y por ello el Estado debe subordinarse a ella. «En su orden racional, el hombre sujeta su cuerpo a su alma; el cuerpo no es malo, pero la materia queda bajo el dominio del espíritu. En la relación de la Iglesia con el Estado ocurre algo semejante: el principio jurídico que rige las vinculaciones sociales pide que la jerarquía de fines ordene la jerarquía de las instituciones; por eso, el fin sobrenatural es superior al fin temporal, y la Iglesia es superior al Estado» (Bidart Campos, 1977: 64). Con cita de Jacques Maritain, agrega luego que «el orden de los agentes corresponde al orden de los fines, por lo cual, si el fin del gobierno terrenal está subordinado al fin del gobierno espiritual, es necesario que éste se halle más elevado que aquél; que pueda dirigirlo con sus consejos, y si es exigido por el bien eterno de las almas, mandarlo con sus órdenes» (Bidart Campos, 1977: 64-65; la cursiva es nuestra).

Por otra parte, desde el mismo punto de vista, como la Argentina es esencialmente católica, la no catolicidad es una cuestión que atañe a los extranjeros. Explicaba el ya citado Salvador Lozada que «la libertad de cultos en nuestro máximo código político, no tiene otro alcance que el de medio o instrumento para facilitar la inmigración de personas originarias de pueblos europeos donde imperaba o impera la llamada iglesia reformada» (Lozada, 1961: 37). Como ya vimos, es un hecho histórico indudable que la inclusión de la libertad de cultos en 1853 estuvo íntimamente ligada a la cuestión de la inmigración. Sin embargo, decir cien años más tarde que la libertad religiosa «no tiene otro alcance» que proteger a extranjeros no católicos es adoptar un punto de vista sesgado: es sugerir, por un lado, que no hay argentinos no católicos; y, por otro, que los argentinos católicos no están amparados por la libertad religiosa (porque para ellos rige el art. 2, no el 14).

4. La Argentina plural
4.1. Transformación del panorama religioso

El régimen militar que se instauró en 1976 dejó traslucir el carácter teológico-político que muchos daban al conflicto social en la Argentina (Donatello, 2005). La recuperación democrática siete años más tarde abrió una nueva etapa en las relaciones entre lo político y lo religioso. Sin dudas el rasgo más saliente de esta nueva etapa ha sido la creciente pluralización del espectro religioso a partir de los años ’80.

Por un lado, aunque demográficamente el grupo católico sigue siendo el de mayor peso, se ha producido una significativa reducción del número de sus fieles, de modo semejante a lo acontecido en otros países de América Latina (Mallimaci y Giménez Béliveau, 2007; Parker Gumucio, 2005). La reducción del número de efectivos católicos ha venido acompañada de un crecimiento del número de personas que se identifican con otras opciones religiosas o con ninguna de ellas. Según los datos disponibles, alrededor de un treinta por ciento de la población se autodefine como no católica (repartiéndose entre indiferentes, evangélicos, testigos de Jehová, judíos, musulmanes y otros grupos religiosos)19.

Por otro lado, el propio universo católico se ha pluralizado. Así, al lado de los católicos practicantes se ubica el grupo cada vez más amplio de quienes han sido socializados en un contexto católico pero no tienen una relación cotidiana con la Iglesia y sus ritos. Según diversas encuestas, la creencia en Dios es ampliamente mayoritaria y las personas atribuyen mucha importancia a esta creencia, pero la participación activa en ritos de culto es muchísimo más baja20. La gran mayoría de los encuestados dice relacionarse con la divinidad por su propia cuenta. Se desarrollan así formas de religiosidad autoconstruida, que combinan elementos de la religión católica con otras prácticas neopaganas o devociones populares, asociándose además este fenómeno de cuentapropismo religioso a la dilución y desinstitucionalización de las creencias (Mallimaci y Giménez Béliveau, 2007; Garma Navarro, 2007; Mallimaci, 2007; Cucchetti, 2003).

Obviamente, la presencia de tradiciones religiosas no católicas está originalmente asociada a los procesos migratorios de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX. Pero estos grupos (conformados por protestantes tradicionales, judíos y musulmanes) nunca habían tenido un peso cuantitativo importante. El quiebre del monopolio católico se ha producido esencialmente por la irrupción de los grupos evangélicos que, a diferencia del protestantismo tradicional, no ha sido un protestantismo de inmigración sino de conversión (Campos Machado, 2007; Wynarczyk, 2003). El número de ateos, agnósticos o indiferentes religiosos también va en aumento, aunque no alcanza los niveles propios de los países de Europa occidental.

El aumento de la diversidad religiosa no ha supuesto una retirada de las ofertas religiosas del espacio público (Cucchetti, 2003). Por ejemplo, los procesos de laicización de algunos sectores del orden jurídico (el caso del derecho de familia es paradigmático) mantuvieron abierto un espacio de conflictos entre los proyectos de transformación política y los grupos católicos conservadores, a los que se sumaron algunos grupos evangélicos con una capacidad de movilización creciente. En otras palabras: no se ha producido una pérdida de presencia pública de los propios grupos católicos (jerarquía eclesiástica y grupos de base), aunque se haya diluido en buena medida el modelo de control uniforme de los fieles, que la Iglesia Católica no puede ahora garantizar (Mallimaci y Giménez Béliveau, 2007).

En los años ’90, la Iglesia Católica, sin abandonar su posición de religión estatalmente favorecida, ganó credibilidad por medio de una intensa crítica de las consecuencias sociales del modelo neoliberal. Durante el primer gobierno Kirchner se produjo un claro distanciamiento de la Iglesia respecto de la dirigencia estatal, que se materializó en conflictos como los que giraron en torno de la educación sexual en las escuelas o del obispado castrense (Mallimaci, 2005).

A comienzos del nuevo siglo, según encuestas de opinión, la Iglesia Católica y, en menor medida, las iglesias evangélicas tienen un alto nivel de credibilidad pública, en un contexto de desconfianza hacia las instituciones políticas en general. Sin embargo, estas mismas encuestas muestran la necesidad de distinguir entre las funciones políticas y las funciones religiosas. Así sucede, por ejemplo, cuando se pregunta sobre la intervención de líderes religiosos en la interpretación del derecho, en el ejercicio de funciones políticas o en la determinación del voto de los fieles21.

La situación de favor institucional hacia el catolicismo es fuertemente cuestionada por los sectores no católicos, en especial evangélicos (Villalpando, 2007; Wynarczik, 2003). Sin embargo, a diferencia de las minorías religiosas surgidas de la inmigración, que se habían movido en la búsqueda de una clara separación entre lo político y lo religioso, el evangelismo contemporáneo reivindica un reconocimiento público de su particularidad y gozar de los mismos beneficios que la Iglesia Católica (Mallimaci, Donatello y Cucchetti, 2006; Mallimaci, 2005). La apreciación crítica sobre los privilegios del catolicismo, aunque no la propuesta de extenderlos a otros grupos, parece ser compartida por la población en general22.

4.2. Recuperación democrática y debates constitucionales

La doctrina constitucional de la década del ’80 y la primera mitad del ’90 continuó ocupándose de la interpretación que había que dar al art. 2 de la Constitución. La mayoría de los autores estaba de acuerdo en que el verbo sostener implicaba, como piso mínimo, la financiación de la Iglesia Católica por el Estado. Pero esta no era opinión unánime y, además, entre quienes la defendían surgía luego la pregunta de si el contenido del artículo se agotaba en esta subvención económica o si iba más allá.

Puede decirse que la posición mayoritaria era de tendencia confesional. Así, el art. 2 supondría un sostenimiento económico y además cierto amparo simbólico del catolicismo que, sin embargo, no tendría un alcance muy claro. Miguel A. Ekmekdjian decía lo siguiente: «el verbo ‘sostener’, en primer lugar, significa el reconocimiento de que la católica es la religión que profesa la mayoría del pueblo argentino. En segundo término implica la protección que el gobierno debe brindarle, contribuyendo -por ejemplo- a su propagación entre los indios (sin detrimento de la libertad de cultos) y, fundamentalmente, el otorgamiento de un subsidio financiero» (Ekmekdjian, 1993: 192). Esta tesis de financiamiento más adhesión espiritual era defendida también por otros autores (Caballero, 1992: 91-92; Zarini, 1991: 340; Bidegain, 1991: 80-81).

Bidart Campos, en cambio, mantenía su tesis ya planteada de que el art. 2 obliga a la unión moral entre el Estado y la Iglesia, así como al reconocimiento del estatuto de persona pública de ésta, pero no al sostenimiento económico. Sin embargo, en sucesivas ediciones de su obra, el autor no insistía en el carácter de contenido pétreo del art. 2 (Bidart Campos, 1992: 181-183)23. Por otro lado, a diferencia de la doctrina que daba al art. 2 un alcance espiritual, la interpretación de la jurisprudencia de la Corte Suprema se mantenía en su línea laica24.

El estatuto de los grupos no católicos seguía siendo uno de derecho privado, amparado constitucionalmente en la libertad de culto y la libertad de asociación. El fenómeno de las sectas era visto con recelo por algunos tratadistas, que se hacían eco de la preocupación del catolicismo ante la creciente diversificación del espectro religioso. Ekmekdjian explicaba que el Registro de cultos tenía su causa «en la proliferación inusitada de sectas y movimientos religiosos, que se ha producido en nuestro país en las últimas décadas» y agregaba que «en los medios eclesiásticos [se sobrentiende, católicos] existe gran preocupación por un proceso de captación de prosélitos hacia otros cultos» (Ekmekdjian, 1993: 649-650). El autor consideraba que era legítimo desde la perspectiva constitucional que el Estado determinara «ciertos requisitos para inscribir un culto religioso en un registro» y que supeditara la posibilidad del ejercicio religioso a una autorización administrativa «como ejercicio del poder de policía de moralidad», pero también que esta facultad debía «ser ejercida con suma prudencia, porque es muy fácil caer en un exceso de la reglamentación del culto, que se convertiría en una alteración de tal derecho» (Ekmekdjian, 1993: 650).

La recuperación del régimen democrático en 1983 y la creciente diversidad del panorama religioso argentino que hemos descrito someramente en la subsección anterior hacían, sin embargo, que interpretaciones confesionales como las señaladas más arriba perdieran parte de su base de plausibilidad. El que hemos denominado argumento sociológico se volvía cada vez menos verosímil. Y el argumento histórico (en sus dos versiones de tradición pre-hispánica y voluntad del constituyente) implicaba una remisión a una situación del pasado cada vez más lejana en el tiempo.

En este contexto tomó impulso una nueva reflexión acerca del estatuto jurídico que habrían de tener los grupos religiosos y, particularmente, la Iglesia Católica. El Consejo para la Consolidación de la Democracia presentó al presidente Alfonsín un dictamen que incluía, entre otros aspectos constitucionales a revisar, el de la relación entre la Iglesia y el Estado (según el título dado por el propio dictamen). El dictamen recordaba que existe un consenso en el sentido de que una sociedad pluralista debe respetar la libertad religiosa y de culto. Y agregaba luego, en un tono claramente laico, que «un individuo puede ejercer plenamente sus derechos si recibe las mismas oportunidades que los demás para desarrollar su propio plan de vida» y que «el Estado no cumpliría con esta premisa de tratamiento igualitario, en una sociedad cuyos individuos difieren en sus convicciones religiosas, si prefiere alguna de estas concepciones». Por ello concluía que «las convicciones religiosas no deben ser homologadas por el Estado, sino que deben quedar libradas a la elección de los individuos y, en todo caso, ser materia de discusión y persuasión en el contexto social». El Consejo recomendaba entonces que la reforma constitucional que estaba en consideración consagrara «un tratamiento igualitario a todos los cultos» y determinara «una efectiva independencia de la Iglesia y el Estado»25.

La reforma constitucional tardaría todavía varios años. Pero el concepto de igualdad iría conformando un nuevo espíritu de época. Carlos S. Nino, personaje destacado en los debates constitucionales de entonces, cuestionaba el sistema constitucional por su oposición, precisamente, a la idea de igualdad. «[…] Hay en la misma Constitución vigente algunas cláusulas que afectan seriamente esa igualdad […]: una de ellas es la norma del art. 2º disponiendo el sostenimiento del culto católico, lo que implica un subsidio de quienes profesan otros cultos, o ninguno, a la población católica; otra es la exigencia […] de que el Presidente pertenezca a la comunión católica, lo que tiene un efecto simbólico sumamente negativo para quienes no pertenecen a ese culto; tampoco refleja exigencias de igualdad la norma […] que establece que el Congreso debe dictar leyes para promover la conversión de los indios al catolicismo» (Nino, [1992]2005: 438).

4.3. La reforma constitucional de 1994

Los cambios sociales en la Argentina de las últimas décadas del siglo XX, tanto en términos de diversificación del panorama religioso como de transformación del imaginario social en el sentido de una auto-percepción como sociedad plural, contrastaban fuertemente con un texto constitucional que no sólo establecía la preferencia a favor de un grupo religioso sino que mantenía formalmente un régimen de injerencia en la vida interna de ese grupo que, de hecho, había sido profundamente modificado en 1966. Recién con la reforma constitucional de 1994 cambió esta situación.

La reforma suprimió aquellas disposiciones constitucionales que implicaban una injerencia del gobierno federal en asuntos internos de la Iglesia26. De este modo, se eliminó la posible objeción constitucional a las disposiciones del Concordato (al menos, la objeción derivada de la contradicción directa con normas explícitas de la Constitución, sin considerar las posibles objeciones de carácter general derivadas, por ejemplo, del principio de igualdad). También suprimió las disposiciones que establecían una preferencia hacia el catolicismo27, con excepción del art. 2 sobre el sostenimiento del culto.

La innovación más importante en el derecho constitucional argentino en lo que respecta al tema aquí tratado (y a los derechos fundamentales en general, podría decirse) fue el otorgamiento de jerarquía constitucional a una serie de tratados internacionales en materia de Derechos Humanos. Muchos de estos tratados no sólo incluyen cláusulas de protección de la libertad religiosa sino que impiden expresamente cualquier discriminación por motivos religiosos.

Ciertamente, la relación entre estas cláusulas relativas a la no discriminación y la preferencia constitucional a la Iglesia Católica que subsiste después de 1994 es conflictiva. La Corte Suprema de Justicia, poco antes de la reforma de 1994, había resuelto a favor del estatuto preferencial de la Iglesia dos casos que se referían a la cuestión de si ella debía someterse al derecho civil común o si, por el contrario, podía invocar la aplicación de ciertas reglas particulares como consecuencia del Concordato28. Sin embargo, en el reciente caso sobre la educación religiosa en las escuelas públicas, la Corte retomó una línea interpretativa laica afirmando enfáticamente que el art. 2 de la Constitución sólo supone un sostén económico a la Iglesia Católica, pero no la conformación de un régimen de Estado confesional29.

La línea divisoria en la doctrina constitucional después de 1994 pasa por la oposición entre aquellos que consideran que el subsistente art. 2 debe leerse en un sentido meramente económico (como afirma la reciente sentencia de la Corte Suprema) y aquellos que hacen una lectura confesional del precepto. La primera postura se basa en la interpretación literal del art. 2 (Gelli, 2011: 36-37; Rosatti, 2010: 236; Quiroga Lavié, Bendetti y Cenica-celaya, 2009: 949; Cayuso, 2007: 39-40; Dalla Via, 2004: 121; Baeza, 1998: 100-101). Pero también gravita en esta interpretación el hecho mismo del pluralismo, asumido como valor constitucional por la reforma de 1994. Susana Cayuso, por ejemplo, afirma que la disposición del art. 2 debe interpretarse en el contexto de los tratados internacionales constitucionalizados por el art. 75 inc. 22, la libertad de culto del art. 14 y el derecho a la privacidad del art. 19. Este último reviste particular importancia ya que «encierra la filosofía jurídico-política demoliberal que ratifica la convivencia en la diversidad con protección de mayorías y minorías o, en su caso, de mayorías integradas por minorías» (Cayuso, 2007: 39-40). La relativa preeminencia de la religión católica obedecería entonces «a razones históricas y a ser el culto sostenido por la mayoría de la población, pero no a la intención de preeminencia de una creencia religiosa sobre las otras» (Dalla Via, 2004: 120).

En el campo de la interpretación confesional siguió destacando la figura de Germán Bidart Campos. En sus obras posteriores a la reforma, el constitucionalista insiste en su idea según la cual existe libertad de cultos, pero no igualdad de cultos. Sin embargo, la desigualdad de cultos no sería contraria al Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Dice literalmente: «estamos muy lejos de entender que la Constitución introduce una discriminación arbitraria en orden a la libertad religiosa de las personas y de las comunidades no católicas. Si así fuera, las valoraciones imperantes a fines del siglo XX y el Derecho Internacional de los Derechos Humanos acusarían, seguramente, a esa discriminación como incompatible con el actual sistema de derechos que diseñan los tratados de Derechos Humanos» (Bidart Campos, 2006: 542).

En el pasaje citado, el autor hace una afirmación (la distinción no es arbitraria) y saca una consecuencia (no hay violación del derecho internacional). Y para justificar esta postura vuelve sobre lo que hemos denominado más arriba argumentos histórico-tradicional, histórico-constitucional y sociológico. Otros defensores de una interpretación confesional del art. 2 retoman estos argumentos. Jorge Gentile, por ejemplo, se refiere a los argumentos histórico y sociológico (Gentile, 2003: 52). Gregorio Badeni retoma los tres argumentos de Bidart Campos al decir que la «situación especial» de la Iglesia Católica responde a «una razonable consideración de tipo histórico, tradicional y sociológico» y que «es manifiesta la existencia de una creencia religiosa en los constituyentes» (Badeni, 1997: 285; Badeni, 2006: 534).

Finalmente, ante la ausencia de una mención expresa tras la reforma de 1994, el estatuto constitucional de los grupos no católicos sigue estando amparado por la conjunción de las libertades de culto y de asociación.

5. Conclusiones

A lo largo de este trabajo hemos estudiado con cierto detalle los debates en torno del estatuto de la Iglesia Católica y de las demás organizaciones religiosas, con hincapié en el discurso del Derecho Constitucional y del Derecho Internacional. Estos debates se organizan en torno de dos puntos neurálgicos: el primero, la interpretación jurídica correcta sobre el estatuto de los grupos religiosos tal como es definido por el Derecho Constitucional y el Derecho Internacional que obliga al Estado argentino; y, el segundo, el estatuto deseable para esos grupos.

Uno de los presupuestos de la ciencia jurídica positivista (o, al menos, de algunas de sus variantes) es la posibilidad de separar ambas cuestiones. En este sentido, se asume que la discusión sobre lo que el derecho es en un determinado estadio de su evolución es una cuestión separada de aquella otra que se refiere a lo que el derecho debería ser, según la toma de posición (política, es decir, no jurídica) del intérprete. Sin entrar en el detalle acerca de cómo se articula esta cuestión en cada uno de los autores que hemos citado (lo que nos llevaría demasiado lejos), parece posible señalar que la radical distinción positivista lejos está de verse consagrada en nuestro campo temático.

En efecto, las interpretaciones extensivas del art. 2 de la Constitución suelen provenir de autores que, a veces inclusive desde un compromiso personal con determinadas convicciones religiosas, toman partido favorablemente hacia la existencia de un Estado (más o menos) confesional. Por el contrario, las interpretaciones restrictivas del art. 2 provienen de perspectivas más liberales, que no sólo desconfían de una proximidad excesiva entre el Estado y la Iglesia, sino que incluso en muchos casos se pronuncian a favor de una total separación.

Es verdad que, luego de la constitucionalización del Derecho Internacional de los Derechos Humanos por la reforma constitucional de 1994, el margen para la afirmación de una posición confesional en sentido fuerte se ha reducido notablemente. Las reglas de trato preferencial hacia el catolicismo han sido eliminadas, con la sola excepción del subsistente art. 2. Sin embargo, esto no ha impedido la pervivencia de cierta línea de pensamiento que, aunque hoy minoritaria, impulsa una interpretación del texto constitucional en el sentido de una cierta preferencia moral hacia el catolicismo.

Un segundo elemento a señalar es que las posturas confesionales y laicas se vinculan a dos imaginarios que atraviesan la historia argentina reciente. Aunque por supuesto no resulta posible establecer una vinculación lineal, sí pueden verse en los posicionamientos académicos los rastros de dos tendencias opuestas entre sí que luchan por lograr hegemonía. Una ya ha sido insinuada: es el mito de la Argentina católica, estratégicamente valorizado en algunos momentos en beneficio de un determinado proyecto político y según el cual la Argentina es un país esencialmente católico. La otra tendencia es la que corresponde al mito de la Argentina laica, según el cual la Argentina caminaría inevitablemente hacia una República de individuos libres en la que las expresiones religiosas son poco a poco marginadas de la vida estatal. Según este segundo mito, la construcción del imaginario de la Argentina católica, orgánica y conservadora sería sólo una singularidad pasajera (Mallimaci, 2015).

Los argumentos técnico-jurídicos avanzados para interpretar las ambiguas disposiciones constitucionales relativas al estatuto de los grupos religiosos, y las propuestas políticas que evalúan positiva o negativamente el estado de cosas constitucional, son en muchos casos tributarios de alguno de estos mitos. Las interpretaciones confesionales de la Constitución se basan en argumentos históricos y sociológicos que abrevan en el mito de la Argentina católica: si la Constitución debe leerse en términos confesionales es porque la nación es católica. La relación entre las interpretaciones constitucionales laicas y el mito de la Argentina laica es, quizá, menos directa. Proponer una interpretación laica del texto constitucional no requiere suponer que el país camina inexorablemente a una total separación entre lo político y lo religioso; aunque sí implica, de alguna manera, contribuir desde el discurso jurídico a esa separación.

En este artículo no hemos querido entrar en la discusión jurídica acerca de la interpretación correcta de las cláusulas constitucionales, sino sólo llamar la atención sobre el hecho de que la interpretación que se propone de la Carta Fundamental se enmarca en una concepción política más amplia sobre lo que son y deben ser las relaciones entre el Estado y las corrientes religiosas. Y señalar, además, que tales interpretaciones no están totalmente desgajadas del aire cultural de la época en la que son formuladas.

Material suplementario
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Zarini, H. (1999). Derecho Constitucional . Buenos Aires: Astrea .
Notas
Notas
1 Sobre la libertad religiosa y algunos aspectos del régimen legal de los grupos religiosos ver Arlettaz (2012) y Arlettaz (2016).
2 Ambas categorías conceptuales (la de la laicidad y la de la confesionalidad) pueden por supuesto declinarse en una multiplicidad de variantes en la medida en que existen muchos proyectos políticos laicos y confesionales con identidades propias y que, además, las experiencias históricas muestran la conformación variable de versiones de la laicidad y de la confesionalidad que responden en cada caso a una particular correlación de fuerzas y circunstancias coyunturales. Por limitación del espacio disponible no es posible entrar aquí en los matices de las dos categorías generales. Creemos, sin embargo, que incluso presentadas de este modo general las dos categorías resultan útiles para el propósito perseguido en este trabajo.
3 Tal como la entendemos en este trabajo, y desde una perspectiva estrictamente conceptual, la laicidad no supone necesariamente anti-religiosidad o anticlericalismo, es decir, hostilidad hacia la religión o hacia las estructuras eclesiásticas. Lo mismo debe decirse del concepto de liberalismo. Sin embargo, la construcción histórica de la laicidad, impulsada por sectores liberales, ha tenido momentos anti-religiosos o anticlericales.
4 El denominado Patronato Nacional se componía de un conjunto de prerrogativas que aseguraban cierta injerencia del poder estatal en los asuntos internos de la Iglesia Católica. El Estado argentino reivindicó el derecho a ejercer el Patronato como sucesor de la corona española, algo que la Iglesia Católica nunca reconoció formalmente. En la subsección siguiente se señalan algunos aspectos relevantes del régimen de Patronato.
5 El concepto de umbral de laicización fue desarrollado por Baubérot para explicar los elementos centrales de las etapas en la construcción de la laicidad. Así, el concepto de laicidad daría cuenta de un estado de cosas, mientras que el de laicización se referiría a un proceso estructurante de ese estado de cosas que se construye a partir de puntos de inflexión decisivos. Ver al respecto Baubérot (1994).
6 Los textos citados como precedentes de la Constitución de 1853/60 pueden consultarse en la obra clásica de Ravignani (1937-1939). Ver también Legón y Medrano (1953).
7 Ley sobre cateo y explotación de minas sancionada el 7 de mayo de 1813.
8 Tratado de Amistad, Comercio y Navegación celebrado entre las Provincias Unidas del Río de la Plata y Su Majestad Británica el 2 de febrero de 1825. El Congreso de 1824-1826 aprobó el tratado pero decidió que el artículo sobre libertad religiosa fuera aplicable sólo a la provincia de Buenos Aires. Las demás provincias podían decidir libremente sobre el punto y en su mayoría rechazaron la aplicación. Otro antecedente del reconocimiento de la libertad religiosa fue la llamada Carta de Mayo, especie de Constitución sancionada en 1825 para la provincia de San Juan, que la reconocía sin perjuicio del carácter oficial de la religión católica. La promulgación de la Carta provocó una revolución que depuso al gobernador Salvador María del Carril. También la provincia de Buenos Aires adoptó una ley general sobre libertad religiosa en 1825.
9 Los informes e intervenciones de los constituyentes mencionados en este trabajo pueden consultarse en la ya citada obra de Ravignani (1937-1939). El proyecto constitucional de Alberdi aparece como anexo de las Bases (Alberdi, [1852]1914).
10 Ver, entre otros, Baeza (1998); Dana Montaño (1943).
11 Sobre la reforma de 1860 ver Martiré (1984).
12 Además de las disposiciones señaladas, la Constitución de 1853/60 incluyó otras menciones a la cuestión religiosa. Todas ellas se mantuvieron después de 1860. El preámbulo, como es sabido, invoca a “Dios, fuente de toda razón y justicia”. Y la norma relativa a las acciones privadas dispone que ellas “están sólo reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los magistrados” (art. 19 en 1853 y en 1860).
13 La Constitución establecía la obligación de que el Presidente y el Vicepresidente de la Nación pertenecieran a la comunión católica apostólica romana (art. 73 en 1853; art. 76 en 1860) y juraran sus cargos por Dios y los Santos Evangelios (art. 77 en 1853; art. 80 en 1860). El Patronato incluía el derecho del presidente presentar un candidato, a propuesta en terna del Senado, para cubrir los obispados vacantes (art. 83 inc. 8 en 1853; art. 86 inc. 8 en 1860) y la atribución del Presidente, con acuerdo de la Corte Suprema, de conceder el pase o retener los decretos de los concilios, y los breves, rescriptos y bulas del sumo pontífice, aunque se requería ley cuando contenían disposiciones generales y permanentes (art. 83 inc. 8 en 1853; art. 86 inc. 9 en 1860). El Congreso debía arreglar el ejercicio del Patronato (art. 64 inc. 19 en 1853; art. 67 inc. 19 en 1860). El Congreso también tenía competencia para conservar el trato pacífico con los indios, debiendo promover su conversión al catolicismo (art. 64 inc. 15 en 1853; art. 67 inc. 15 en 1860). Y tenía también competencia para admitir o no nuevas órdenes religiosas (art. 64 inc. 20 en 1853; art. 67 inc. 20 en 1860). Sobre el Patronato ver los trabajos de Chacaltana (1885), Legón (1928) y Lafuente (1957).
14 CSJN, Correa, Fallos 53:188, 1893.
15 CSJN, Didier Desparats, Fallos 151:403, 1928.
16 La primera regulación particular de las organizaciones no católicas correspondió al Decreto 15829 de 1946 que estaba inspirado en una intención no admitida de control de los grupos no católicos. El Decreto, emanado de un gobierno de facto, no fue ratificado por el Congreso instalado en 1946. En 1948 se creó el Fichero de Cultos, que tenía una finalidad de control todavía más marcada que el anterior (Decreto 31818). El Fichero fue reorganizado en 1959 (Decreto 1127). En 1978 el gobierno de facto aprobó la Ley 21745 sobre el Registro Nacional de Cultos en el que deben inscribirse los grupos no católicos y que está todavía vigente. Esta disposición deja traslucir una clara preocupación por la actividad de los grupos no católicos como problema de seguridad nacional.
17 Ver Sampay (1949).
18 Bajo el régimen del Patronato, la modificación de las circunscripciones eclesiásticas requería de una ley del Congreso (ver nota 13). De acuerdo con el Concordato, en cambio, la Santa Sede puede unilateralmente erigir nuevas circunscripciones eclesiásticas o modificar los límites de las existentes, aunque debe comunicar previamente al gobierno argentino “sus intenciones y proyectos a fin de conocer si éste tiene observaciones legítimas” (art. II). Una vez producidas las erecciones, supresiones o modificaciones, la Santa Sede informa de los cambios al gobierno para que éste proceda a su reconocimiento administrativo (art. II). Por otra parte, el Patronato incluía el derecho del presidente presentar un candidato, a propuesta en terna del Senado, para cubrir los obispados vacantes (ver nota 13). Desde 1966, el nombramiento de los arzobispos y obispos es de competencia exclusiva de la Santa Sede, aunque antes de proceder al nombramiento de arzobispos y obispos residenciales, de prelados o de coadjutores con derecho a sucesión, ésta debe comunicar secretamente al gobierno “el nombre de la persona elegida para conocer si existen objeciones de carácter político general en contra de la misma” y el gobierno debe responder secretamente dentro de los treinta días (art. III). El Patronato suponía también la atribución del Presidente, con acuerdo de la Corte Suprema, de conceder el pase o retener los decretos de los concilios, y los breves, rescriptos y bulas del sumo pontífice, aunque se requería ley cuando contenían disposiciones generales y permanentes (ver nota 13). El Concordato, en cambio, reconoció la libertad de la Iglesia de publicar en Argentina normas de derecho canónico y la libertad del clero argentino de comunicarse con Roma (art. IV). Finalmente, antes de 1966 el Congreso tenía competencia para admitir o no nuevas órdenes religiosas (ver nota 13). El Concordato, en cambio, estableció que la Iglesia podía instalar en el país las órdenes y congregaciones que estimara oportuno (art. V). Sobre el Concordato ver Gramajo (2007).
19 Los números exactos varían según las encuestas que se consulten. Ver World Values Survey, wave 5 (2006) y World Values Survey, wave 6 (2013), ambas disponibles en www.worldvaluessurvey.org. Ver también Centro de Estudios e Investigaciones Laborales (CEIL-PIETTE, 2008), Primera Encuesta sobre Creencias y Actitudes religiosas en Argentina, disponible en http://www.culto.gov.ar/encuestareligion.pdf.
20 Ver World Values Survey (2006), World Values Survey (2013) y CEIL-PIETTE (2008).
21 Ver World Values Survey (2006), World Values Survey (2013) y CEIL-PIETTE (2008).
22 Según la encuesta del CEIL-PIETTE (2008), los argentinos son favorables a la contribución financiera del Estado con el trabajo social de las iglesias, pero la aceptación cae cuando se pregunta sobre el financiamiento para mantener templos y pagar los salarios de los ministros religiosos.
23 Hay que tener además en cuenta que incluso defensores de una interpretación amplia del art. 2 manifestaban su opinión contraria a la inalterabilidad de ese artículo (ver Ekmekdjian, 1993:193).
24 CSJN, Carbonell, Fallos 304:1139, 1982.
25 Síntesis del dictamen preliminar presentado al presidente Dr. Raúl Alfonsín por el Consejo para la Consolidación de la Democracia, 7 de Octubre de 1986.
26 La reforma suprimió la intervención del Presidente en el nombramiento de los obispos; la intervención del Presidente y la Corte Suprema, o del Congreso, en la aplicación del derecho canónico; la atribución del Congreso de arreglar el ejercicio del Patronato y la competencia del Congreso de admitir o no nuevas órdenes religiosas.
27 El requisito de que el Presidente y el Vicepresidente de la Nación pertenecieran a la religión católica, jurando sus cargos por Dios y los Santos Evangelios; y la responsabilidad del Congreso de mantener relaciones con los pueblos indígenas y de promover su conversión al catolicismo. Esta última disposición fue reemplazada por una de sentido exactamente opuesto, según la cual corresponde al Congreso “reconocer al preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos” (art. 75 inc. 15).
28 CSJN, Lastra c/Obispado de Venado Tuerto, Fallos 314:1324, 1991; CSJN, Rybar c/ García y/u Obispado de Mar del Plata, Fallos 315:1294, 1992.
29 CSJN, Castillo, Carina Viviana y otros c/Provincia de Salta Ministerio de Educación de la Provincia de Salta, CSJ 1870/2014/CS1, 2017.
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