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La sociedad y la política, en necesidad de ideología
Revista SAAP, vol. 1, no. 2, pp. 233-246, 2003
Sociedad Argentina de Análisis Político

Artículo


Resumen: Existe un acuerdo bastante extendido respecto de que la Argentina y, más en general, la América Latina, están manifestando la ausencia tanto como la necesidad de un debate político de fondo, en particular dado el balance finalmente desalentador de su evolución en las últimas décadas (a pesar de su recuperación democrática) y su situación actual verdaderamente crítica. El artículo postula la pertinencia de un retorno a la producción y discusión de mapas orientadores generales por parte de los cientistas sociales y la intelectualidad, para lo cual revisa las causas del “apagón ideológico” contemporáneo y la propia noción y utilidad de las ideologías políticas en una democracia, tanto en contraste con la ciencia y la teoría políticas como en el marco internacional de estos días.

Palabras clave: Crisis, deliberación, ideología política, democracia, Argentina.

Abstract: Nowadays there is in Argentina as well as in Latin America an extended agreement as to both the absence and the absolute need for a profound political debate; this, given the mostly disappointing balance of their evolution in the last decades -notwithstanding the recovery of democracy- and their present, truly critical condition. In this regard, the paper calls for a return to the production and discussion of general orientative (ideological) maps by social scientists and intellectuals. To this effect, it reviews the causes of the contemporary “ideological blackout”, and there-after the very notion and usefulness of political ideology in democratic regimes, as compared to the more scientific and theoretical approaches and in the current international framework.

Palabras clave: Crisis, deliberación, ideología política, democracia, Argentina.

I

Después de cien a doscientos años desde su independencia, en plena globalización y un desarrollo entre espectacular y asombroso de revoluciones comerciales, financieras, científicas, y de invenciones y recursos tecnológicos que parecerían fantásticos si no se estuviese haciendo uso de ellos cada día, los países de la región pasan contemporáneamente por situaciones de verdad críticas y se dejan ver en buena medida como frustrados, hasta agobiados. La mayoría de ellos ha vivido más de una “década perdida”, según se llamó en particular a la de los pasados años ochenta, en rigor, no la única (Chile es seguramente la excepción más notable, y luego el México del NAFTA); o cursó procesos sociales y culturales, económicos y políticos, cuyo balance y saldo a la fecha, aun computados los progresos habidos, resultó decepcionante y hasta desalentador, así se hayan abierto recientemente algunas puertas a la esperanza (en Brasil, por ejemplo).

En la actualidad, para señalar lo más grave, el número y el porcentaje totales de individuos y familias en la pobreza o la miseria, lo mismo que el de “excluídos”, ha aumentado contra todo optimismo y cualquier expectativa mínimamente prometedora: se cuenta por decenas y decenas de millones, crece y crece, es ahora más que inmenso, apabulla. Las cifras revelan transparentemente un alcance trágico de la condición humana en el área tanto como, en igual medida, significan una ofensa brutal a la dignidad más legítima y necesaria de lo que es propio que llamemos personas; esto es, de una inmensidad de personas, una por una. Son, estrictamente, números patéticos. A tenor de ellos, la comunidad iberoamericana está apreciablemente degradada, cual si se la hubiese “echado a perder” y ello de tal modo que una parte considerable de las generaciones en vida se encontrasen ya heridas sin remedio, es decir, como heridas de muerte para una vida decente. Otro dato preocupante -y correlativo, sin duda- lo constituye el sentimiento de inseguridad y la profunda sensación de malaise que existen todavía más ampliamente extendidos, casi generalizados1.

Para peor -y nuevamente en relación-, los propios regímenes democráticos que alcanzaron o recuperaron nuestras repúblicas se encuentran notoriamente en deuda consigo mismos, cuando no, de remate, deteriorándose, involucionando y en peligro2. El trasfondo de Occidente, encima, si no y quizás del globo todo, muestra hoy una amenazante ruptura de los fundamentos mismos de nuestra civilización y la Modernidad entera. De hecho, la guerra en Irak lo expuso con toda evidencia.

¿Por qué sucede esto? ¿Quién o qué rige esta historia? ¿Qué criterios siguen los gobernantes y las dirigencias? ¿Con cuáles parámetros están ellos y estamos todos midiendo? Las preguntas son múltiples, se suceden; y acucian. En cuanto a la más inmediatamente relevante, tal vez la pregunta final para nosotros en la América ibérica, sería cómo sortear, si acaso, esa especie de pantano tan espeso que nos cerca, uno tan estancado y per se -en el plano moral- realmente espantoso. Y apuntando a qué objetivos, guiados finalmente por qué valores.

En otras palabras y en resumen: la realidad latinoamericana general tiene demasiado de insana, en sentido estricto. Por tanto, se ha vuelto ya ineludible y el máximo de urgente considerarla in totum y luego debatir las vías de escape a una tierra más firme, también más feraz, colectivamente más productiva, lo necesariamente más reconfortante y amable; una en la cual “hasta los pobres” vivan, si no en igualdad -ese horizonte tan ilusorio, aunque irrenunciable como utopía-, no menos que “humana” y dignamente.

II

Asentado lo anterior, sin embargo, nada quita que a la idea del debate haya que sacarle más la punta. Ahora, al hacerlo, como dije, la tarea se complica. Pero puesto a ella propongo lo que sigue.

1- Lo que está faltando -ésta es mi idea- no es un debate a secas y experto: es debate ideológico. Ideología, producción ideológica, sencillamente (aunque no tan sencillamente; véase más abajo).

Debates, después de todo, tenemos, y tenemos más de lo que suele reconocerse, incluyendo -aun en la propia y muy denostada TV, pero más bien en la de cable- debates de cuestiones teóricas o prácticas significativas que son más o más serios, aunque siempre corridos por la brevedad de los tiempos. Es cierto, empero, que en la misma televisión son muchísimos más los intercambios triviales, meras distracciones de lo cotidianamente fundamental, sobre todo en la TV “abierta”; o el puro y tantas veces banal cuando no estúpido e imbecilizante entretenimiento de las “confrontaciones” que sólo buscan la publicidad, el rating, o aun el voto ciudadano, pero al modo marketinero. En fin, me refiero en particular a la TV porque es, de lejos, la mayor y más impactante creadora de sentido en la sociedad contemporánea. Pero no se trata de ella sola.

Sea como fuere, lo que apenas habría, insisto, es en realidad debate franca y básicamente ideológico (con la relativa excepción de algunos medios académicos o de cultura en los que ahora está quizás reasomando, pero como reservado a sus miembros o el sector y de circulación obviamente reducida, en suma escasa, por más que “los intelectuales” tengan siempre su peso en la sociedad). Subrayo: falta debate ideológico. Además, realmente público, que consiga extenderse a la sociedad y envolverla.

2- Podría decirse que ello es así porque hace ya unos cuantos años -retomo los términos- las ideologías cayeron públicamente en el descrédito y/o se “pasaron de moda”. Un hecho indiscutible. Sin embargo, si dejásemos la cuestión en este punto podríamos estar llamando a confusiones graves. Se impone por tanto aclararla y precisar más qué tipo de debate, en verdad, es el que en mi opinión está faltando.

Por lo pronto, ya eso mismo del apagón ideológico de nuestra época no sucedió por ninguna casualidad, ni tampoco, en rigor, por un cambio cultural antojadizo de moda o de humor; sino por “muy buenas razones”. La experiencia del siglo XX, es decir, la dominante en las largas décadas (desde principios del siglo hasta bastante después de la segunda posguerra) durante las cuales imperaron las ideologías “fuertes” y unos proyectos “refundacionales” extremos, hasta dementes, fue una experiencia de crueldades inenarrables y de fracasos no menos enormes que estrepitosos. Tras ello, por supuesto, resultó lo más natural y comprensible que “la ideología”, “las ideologías” y todos “los ideólogos” se hundieran en un pozo negro oscuro. ¿De qué hablamos, entonces?

Cabe un par de apuntes más, antes de pasar a verlo. Aquel resultado que recién mencionamos no sólo trajo un escepticismo y retraimiento lógico de casi “todo el mundo”, o un ancho desinterés por la propia política y todo lo demás que hoy nos consta, así nos hayan aliviado en el mismo tiempo una cierta recuperación general del Estado de derecho y la expansión de los movimientos por los derechos humanos. Trajo, además, la contrapartida del neoliberalismo, una ideología no menos fuerte que las anteriores pero presentada como saber y técnica puros, y cuyas consecuencias sociales, especialmente, se probaron nefastas en todas partes. En el ínterin, no obstante, muchos intelectuales antes de espíritu crítico tendieron -o ya venían inclinados- de hecho a “borrarse” política y hasta moralmente, fuese por “mala conciencia” o por “vergüenza ajena”, o también por razones más prosaicas “de mercado”. Asimismo muchos científicos -entre ellos o fuera de ellos- optaron a la vez por volcarse completamente a sus disciplinas o como expertos a las políticas públicas, y, dentro del plano académico, mayoritariamente a filosofías de un tipo más bien logicista o bien al examen de las instituciones de gobierno -en las que, realmente, y “por culpa” precisamente de los ideologismos, hasta entonces habían parado poco o nada, pese a que en la práctica suelen tener una importancia hasta decisiva.

Excepto lo último (y aunque ahora, por el contrario, no pocos de aquellos cientistas parecen “de rebote” haber sobre-estimado la trascendencia de lo suyo), la consecuencia del proceso fue que hace ya un tiempo vinieron a abandonarse y por tanto a faltarnos los mapas generales que pueden decirnos dónde están los grandes ríos, las llanuras, las montañas, los valles y las ciudades (o las salinas y las ciénagas) de la política. Señalarnos no sólo su ubicación sino también las distancias, las comunicaciones o los cruces, precisar los obstáculos entre medio. Asimismo, dónde estamos situados los humanos. Es a lo que aludo por ideología y lo que, entiendo, hace al papel útil que ella cumple. Paso ahora a esto.

3- ¿Abogar por la ideología? ¿A quién y cómo se le ocurre, si consideramos la historia del siglo XX y la que ahora mismo está corriendo ante nuestros ojos o lo que enseña el conocimiento acumulado más serio? Treinta años atrás, a comienzos de los 1970, yo mismo protestaba vehementemente en contra de ella. Así, la anterior es una buena pregunta.

A su propósito, la del penúltimo párrafo era una metáfora quizás bonita o elegante, quién sabe, pero de hecho operacionalmente pobre de toda pobreza y que apenas sirve para lo nuestro. Si, de otro lado, no alcanzaría el espacio aquí disponible para ventilar debidamente el asunto, dada en cualquier caso la pertinencia de la pregunta avanzo ahora con las precisiones posibles, en tan pocas páginas, alrededor de la noción de ideología que tengo en mente.

Elijo al efecto un camino indirecto pero relativamente fácil. Empiezo así por decir que, comparadas uno a uno, resulta manifiesto que las ideologías valen cognoscitivamente menos que una buena filosofía y que las teorías de índole científica, lo cual no quita, sin embargo, que aun estas últimas sean siempre en parte ideológicas, incorregiblemente, mal que nos caiga a todos, buscadores congénitos de certezas y seguridades como somos.

Las teorías científicas, para detenernos en ellas, son una construcción que combina lo que se sabe o cree saberse -el llamado conocimiento objetivo- con suposiciones más o menos fundadas y atrevidas a propósito de lo que no se sabe, o no se sabe “todavía”. Las ideologías, en cambio, una especie de decantación y vulgarización -según cada usuario y corriente- de lo establecido en la o las teorías, pero una vulgata que a la vez se infiltra con valores y metas por los que cada cual apuesta o se abstiene y que conlleva una dosis de ilusión o de fantasía a la que los hechos mismos, o las incertidumbres, si no las “segregan” ya per se, “autorizan” y hasta invitan.

Puede entenderse de allí mismo el papel de mapa más colectivo que poseen las ideologías y la función general que cumplen. Respecto, por ejemplo, de las instituciones y su funcionamiento o provecho, o de las políticas públicas y su éxito, para volver a algo mencionado, facilitan al grueso de la ciudadanía -que es alcanzada por el discurso ideológico como no lo es por los estudios filosóficos o la investigación científica- el conocimiento de los criterios que se emplean, las mediciones por lo menos “a ojo” de sus resultados y/o consecuencias, y las evaluaciones para actuar políticamente de una forma o de otra. No hay mejor modo a ese propósito; en realidad, no existen alternativas. Y, como decía el propio Aristóteles respecto de la utilidad de la retórica, ya más cerca de la ideología, o de su carácter no tanto verdadero como verosímil, si viene (a) para entretener a las audiencias, también (b) ilumina el entendimiento de la gente y (c) la mueve. Esto, b y c, en política, especialmente en las democracias, es fundamental, casi no hace falta decirlo. Hace a la activación de los individuos para su misma ciudadanía. Sin lo cual no hay ni puede haber repúblicas democráticas (más en serio).

Para cerrar esta parte, sólo agregaré que los mapas de los que hablo -las ideologías políticas o sus formulaciones y aplicaciones- desde el punto de vista racional pueden ser “suficientemente” responsables, dentro de todo. Ya alcanza y sobra con los factores y los motivos real y estrictamente “opcionales” desde el ángulo axiológico y el epistemológico o cognoscitivo para, en cualquier caso, marcar todas las personas sus diferencias entre sí e identificarse políticamente. Ello, así no cupieran más a la fecha, quizás, oposiciones abismales como las de medio o un siglo atrás, simplemente porque nuestra civilización ha vivido o experimentado ese tiempo y lo ha juzgado; y también, encima, porque desde entonces cambió como tal notoriamente, sobre todo en las últimas dos décadas.

Lo bastante responsables, he dicho. En defecto de serlo, desde ya que en su medida, recaeríamos seguramente en las ideologías (al menos, en la clase de las ideologías) que conocimos antes de ahora y cuya experiencia o lección de experiencia, sobreentiendo, habría empero que incorporar sin falta en cuerpos aggiornados. Fuera de eso, está claro que ellos serían, todavía y siempre, inevitablemente, socialistas o conservadores o liberales o católicos (etcétera), en cuanto nunca deja de haber valores en juego, y cosas que no sabemos a ciencia cierta, una variedad de creencias, y por tanto elecciones individuales o de conjunto; pero en lo demás pueden -y deberían- estar puestos al día, cada uno, tanto como resta y es posible.

Por lo pronto, todo lo que pasó con el comunismo, el fascismo, el nazismo, los nacionalismos y los desarrollismos o los populismos, los autoritarismos más próximos, como también y últimamente con el neoliberalismo y, más en general, con otros cuantos programas que se proclamaron “occidentales y cristianos”, o lo que pasa aun con la propia “democracia real” de nuestra época, es para que lo ignoren sólo y exclusivamente las mentes más facciosas y de suyo cerradas. A todo evento, tendremos que analizar, seguir analizando o volver a analizar y rediscutir esos fenómenos y procesos. Por lo demás, tampoco cabe que escapemos de los datos y las estadísticas e incluso las encuestas de opinión que existen disponibles -aunque también ellos den, de todas maneras, para lecturas e interpretaciones quizás y en parte encontradas- sólo que algunos, básicos, son como graníticos, y en ninguna lectura o interpretación se justificaría obviarlos.

En cualquier caso, y cerrando el acápite, dejo aquí dos apuntes. Primero, una ideología política implica pérdidas pero también premios; pérdidas en términos de conocimiento propiamente dicho o en todo caso no falsable, premios relativos a números de participantes en la información, el análisis y el diálogo, y a propósito de una cultura y una sociedad o vida política democráticas. Segundo, ninguna ideología, sólo por serlo, deja de estar sujeta a la crítica racional a que ella misma se exponga; de hecho, todas quedan expuestas “positivamente” en cuanto se perfilen de modo más nítido, así como “negativamente” en tanto lo hagan de forma vaga y borrosa. En ambos casos hay lugar para una determinada crítica racional de ellas, incluso si por definición le escaparán siempre en algún grado. Pero, de verdad, en materias político-sociales no sucede nada muy distinto sino y sólo un tanto más preciso y controlable con lo que se considera “científico”.

Una nota última en el presente capítulo. De lo mismo que expresé algo más arriba resulta la necesidad de la ideología como discurso que reduce la realidad, siempre tan compleja, a mapa indicativo; a realidad-compleja-tal-como-puede-entendérsela-y-enfrentársela, o sea tal como puede ser abarcativamente manejada.

Si las personas tuviéramos que “acabar” de modo stricto sensu irrefutable con tanto estado de cosas o situación “densos” como hay para descifrar, en rigor no llegaríamos a formular ni proponer nunca ningún proyecto político más o menos -pero suficientemente- comprehensivo, articulado y sensible. De hecho, aquella exigencia haría un desideratum, un imposible, no tiene factibilidad, tanto menos en el espacio de una y cualquier vida o generación. De donde, precisamente (le recuerdo al lector un apunte de más arriba), incluso las teorías científicas son, en parte, también ideológicas. Insuperablemente.

Y paso ahora a las cuestiones de nuestro tiempo que son abordables desde la ideología y deberían, por tanto, ser abordadas.

III

No son precisamente pocos los temas fundamentales que se han desvanecido en estas décadas en el aire junto con “las ideologías”; que ya no se colocan sobre la mesa ni se debaten, y cuyo planteamiento no nos guía. A modo de ejemplo: no se tematiza más la idea del autogobierno, esa aspiración política tan antigua (¿tiene ella todavía sentido?); o casi no se habla de las democracias que querríamos y de las que serían posibles, ni de cómo podrían serlo (lo que se estudia, hasta donde se estudia, es más bien cómo operan las que tenemos); la idea y el papel mismo del Estado se discuten mucho más en la filosofía propiamente dicha que en la ciencia, la sociología y la teoría políticas stricto sensu; el análisis político del capitalismo se ha desvanecido -y el del socialismo, archivado en el desván de los trastos viejos-. Todo eso, estando, como estamos, en la situación que dije más arriba en el primer capítulo: en una condición que de verdad urge repensarlo todo.

Ignoramos y nos desentendemos de cuestiones fundamentales, reitero, o damos las respuestas por sobreentendidas. Sin embargo, no podemos remitirnos sin más a las “lecciones” de la historia, pues éstas se suceden, y se acumulan, pero no van todas en la misma dirección, incluso se contradicen. No son ellas tan obvias, por cierto, aun si algunas han sido en sí mismas patentes.

Además, quiero mencionar aquí de nuevo que, a propósito de los asuntos político-sociales mayores y más graves, el límite entre la ciencia o el conocimiento y la ideología no es siempre tajante sino, habitualmente, más bien difuso. Peor para el caso, tampoco existen sistemas completos de saber o de sabiduría, ni muchísimo menos. Ni -tiro de gracia- existirán en el futuro. El estudio, la reflexión y el debate son en la materia nuestro mismo sino y lo serán constantemente. Lo que digo, por tanto, es que los apliquemos a las cuestiones fundamentales que le dan o le quitan el mejor sentido a nuestras vidas. Esto, como racionalmente se pueda, como se puede. Y según los valores no cuestionables ni cuestionados, los centrales, los más elementales, de esta civilización que es la nuestra. A todo evento, ni el libre comercio ni el estatismo (etcétera) están entre ellos; son apenas una función suya, una consecuencia o un medio, o, por otra parte, su objeto, todo a considerar según aquellos valores, las circunstancias y las diversas Anschauungen o teorías.

A propósito de lo último, y de las últimas, conviene realizar aquí un excurso antes de llegar al cierre de la pieza.

Hacia (y hasta) el siglo XVIII la teoría política -aun con sus diferencias entre autores y escuelas- aceptaba que era la política la que daba existencia plena, organización y sentido a la vida de las entidades con el nombre de países, ya para entonces o desde entonces Estados-naciones. Recuérdese tan sólo a Hobbes y, en la misma línea, a Locke y Rousseau después. Un “contrato político” entre todos o entre la comunidad y el gobierno, según el caso, daba objeto y forma a cada unidad. Pero ya en ese tiempo y desde entonces surgieron los Montesquieu, Hume, Adam Smith, Burke, y sus teorías entre más “orgánicas”, “históricas” y “sociales”. (Para no salirme de la modernidad, evito remontarme a antecedentes más viejos ni a sucesivas variaciones en el tiempo).

El “descubrimiento” de la Sociedad por los últimos, tan agudamente narrado por Hannah Arendt, Robert Nisbet y Sheldon Wolin, veló tanto como redujo entonces el papel de la política y el Estado. Según las nuevas perspectivas, el orden social era y es la obra, en rigor, de una variedad de instituciones “heredadas” y sucesivamente practicadas sin ruptura, las cuales ajustan de hecho la vida de los individuos y el conjunto de ellos pese a haber tantas distinciones según cuna, riqueza, status, educación, derechos legales, y, de ahí, encontrarse clasificados y diferenciados los individuos en rangos y estamentos o clases, o por autoridades locales en ejercicio del mando; y un orden informado por la religión y la familia así como legitimado por un sistema complejo pero integrado de costumbres, leyes, creencias, en definitiva valores, que, a su turno, el poder debía/debe proteger.

Contra la tesis de los politicistas, la idea de esta segunda corriente vino a decir que la sociedad es el resultado último de incontables autores anónimos, extravía su origen y forma en las penumbras de la historia, se basa en un sustrato desenvuelto como insensiblemente por una mano invisible, y conduce a la dispersión del poder (no dejemos de registrar que aquellos clásicos y escuelas que citamos estaban movidos por su temor al despotismo, cosa política, y en consecuencia querían dicha difusión del poder así como el gobierno “limitado”). De tal modo, toda re-constitución política auténtica, toda reforma profunda y, tanto más, cualquier re-ordenamiento sobre la base de una tabula rasa, de ningún modo podrían lidiar con semejante complejidad y llegar a nada positivamente útil. Al contrario, serían utópicas y peligrosas, esclavas de un sinfín de consecuencias no queridas.

Desde luego, el reverso de esta segunda moneda teórica implicaba e implica una cierta dependencia de la política y el Estado respecto de la sociedad, por tanto un mantenimiento en principio largo de las desigualdades sociales, y, a fortiori, el inevitable reflejo de éstas en el orden político y estatal. Es lo que señalaron en su momento los socialistas de una y otra suerte, fuera de otras cuestiones que levantaron con mejor o peor tino y acierto.

La revolución inglesa, la americana y la francesa (hasta, en el siglo XX, la rusa y la china, o la misma cubana) han provisto el material más abundante y dispar para las apreciaciones del asunto. Si, lógicamente, no hay acuerdos universales al respecto, lo que aquí viene al caso anotar es, sobre todo, que si y cuando hoy se los debate, ello se hace (excepto el caso de Cuba, tan repicado y al que Fidel Castro mismo vuelve a poner cada tanto sobre tablas) más bien en el plano de lo propiamente histórico, rara vez en términos de su actualidad o en clave de lo presente y para el futuro. Y hablo de debate en sentido estricto. En todo caso, las cuestiones que existen y se discuten apenas son remontadas a sus principios discursivos; esto, no obstante que ellos siguen siendo los mismos. Incidencia, seguramente, del “pensamiento único” que ha dominado y todavía domina en nuestra época, y que se ha dejado que la domine.

Hay, por supuesto, una dialéctica y, siempre, tensión entre las posiciones de fondo. Con todo, en la situación en que estamos, y pensando en cómo salimos de ella eventualmente, me parece que lo que se impone en primer término es recrear los marcos y los mapas orientativos (únicos capaces, por otra parte, de reactivar una ciudadanía hoy en retirada -piquetes y asambleas aparte, a tener en cuenta, como en la Argentina, pero lejos de ser lo mismo).

Otra vez, en consecuencia: se trata de que los intelectuales recuperen un rol y una responsabilidad “social” y “política”; un papel, por lo pronto, de creatividad y creación ideológica. ¿Dónde estamos ahora, en qué medio vivimos, qué países y sociedades queremos? Probablemente sea preguntar mucho, pero ¿se puede y se debe preguntar menos?

Retomo ahora el hilo anterior.

Una cuestión hoy realmente fundamental es la que puso en juego la guerra en Irak, o la política exterior de los Estados Unidos (a partir del negro 11 de septiembre de 2001) en contra de la paz mundial, el derecho internacional público y los derechos humanos -más allá de que se invocaran los determinados que convenía-. En la materia, debemos a los investigadores en el área de las Relaciones Internacionales una información y unos análisis tan ponderados como iluminantes de las consecuencias de la nueva doctrina Bush, dicho sea de paso una doctrina en rigor no tan nueva: está probado que se avanzó en ella ya desde principios de los años noventa; el presidente Bush “sólo” la consagró como “oficial” y a la primera oportunidad la puso en vigor para todo el mundo.

La información y el análisis especializado y científico que mentamos están sin embargo aún en desarrollo, “en progreso”, como se dice en la jerga académica. Como sea, mientras tanto una política exterior norteamericana determinada y la misma idea y práctica de guerra “preventiva” que es su consecuencia se hallan en pleno curso -o, mejor, tienen pleno efecto, por cierto que un efecto estremecedor, siniestro-.

¿Esperaremos a que la ciencia “concluya” su tarea para pronunciarnos? O, presentando el asunto en otros términos: cuando nos pronunciamos como de hecho lo hacemos, puesto que nadie aceptó guardar silencio frente a la tragedia de Irak y lo que siguió y está siguiendo a ella, ¿qué otra cosa sino una ideología nos apoya, una ideología según la definimos más arriba?

No creo que nadie objete las tomas de posición respecto de la citada política exterior de los Estados Unidos o la doctrina Bush. Pero podría decirse que este es un caso extremo y que, sólo por serlo, por tener la inmensa entidad que tiene, por poner tanto y tan fundamental como ha puesto en juego, cabe que demos nuestra opinión “a pesar” de lo mucho que desconocemos efectivamente al respecto y que sólo sabremos más “a ciencia cierta” con el tiempo. Y es verdad: la envergadura de lo que aquí ha sido cuestionado quizás no admita hoy la comparación con nada más en el planeta, aquí el silencio no cabe. De todos modos, no es la urgencia que sentimos la que puede “autorizar” nuestro juicio. Lo aceptamos, pese a cierta precariedad intrínseca que posee, sencillamente porque lo que ese juicio sostiene se considera suficientemente fundado y se coloca más allá de las dudas que tenemos o podamos tener. Por lo demás, urge hacerlo.

En fin, se trata de eso, precisamente. Lo que en definitiva sostengo, por tanto, es que mutatis mutandis también otros asuntos de la más grave importancia en la vida de nuestras sociedades reclaman y merecen ser debatidos/enjuiciados. Lo mejor y más racionalmente que se pueda, pero como se pueda. En este punto, sólo me queda hacer referencia al inicio del presente artículo: a la condición actual de nuestros países y de la población latinoamericana. ¿Qué decimos a este propósito y qué proponemos?

Se nos da y tenemos la palabra, de modo que hablemos. Sin falsos pudores académicos. ¿O dejaremos que también e incluso la palabra y el sentimiento se arrastren inercialmente en nuestro tiempo y contexto?

Pero no avanzo más en la materia; tampoco tendría ya espacio para hacerlo. El objeto de estas líneas fue únicamente sostener que tenemos necesidad de ideología y de debate ideológico, que la tienen la política y la sociedad iberoamericanas mismas, y extender tanto como fundamentar lo posible mi invitación al respecto.

Notes

1 Lo están también en otras partes, aun en Europa occidental, donde un autor reconocido define el sentido de la citada “inseguridad” mediante la voz alemana Unsicherheit, la cual —subraya— comprende no sólo inseguridad sino también desprotección e incertidumbre. Véase Zygmunt Bauman, En busca de la política, Buenos Aires, FCE, 2001
2 Más allá de casos nacionales determinados, remito en general a dos libros míos recientes, Democracia & Desigualdad. Sobre la “democracia real” a fines del siglo XX, Buenos Aires, CLACSO, 1999, y La vida en la sociedad contemporánea. Una mirada política, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2003.
3 En el prefacio y el epílogo de un estudio epistemológico que ya era decididamente anti-positivista y anti-cientificista, La razón científica en política y sociología, Buenos Aires, Amorrortu, 1979 (primeramente publicado entre 1974 y 1975). Pero el contexto entonces era muy distinto. Lo que en esos años así y todo preocupaba era cuántos cientistas sociales se habían cruzado de una ciencia sin Política a una política sin Ciencia, o de un extremo al otro, entregándose sin mucho más al voluntarismo.
4 Esta ansiosa necesidad humana de conocimiento cierto y seguro es simplemente un datum, uno que - en la modernidad- explotaron a fondo Bacon y Descartes para refundar no sólo la filosofía sino, más en general, el pensamiento (aunque los dos cayeron entonces largamente en un metodologismo pro-certezas contrario a la educación y la expresión más discursivas). Véase a este respecto mi libro citado en la nota anterior.
5 Aristóteles, El arte de la retórica, Buenos Aires, Eudeba, 1979. Según Aristóteles, el objeto de la retórica, la disciplina argumental propia de la Política y el Derecho, es la persuasión, no ya la demostración, propia de la Ciencia. Entre contemporáneos, véase Chaim Perelman y L. Olbrechts-Tyteca, La nouvelle Rhétorique: traité de l’argumentation, Paris, Presses Universitaires de France, 1958. Y también aquí remito a trabajos míos previos: véase Filosofía de la ciencia política y social, Buenos Aires, Abeledo Perrot, 1986.
6 No me canso de citar a Tocqueville al respecto: “Si el hombre tuviese la necesidad de probarse a sí mismo todas las verdades de que se sirve diariamente, no acabaría nunca, por cierto; se entretendría en demostraciones previas, sin adelantar un paso”, La democracia en América, II, primera parte, cap.1.


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