Resumen: La reforma constitucional de 1994 introdujo una serie de modificaciones en la Carta Magna y, según la mayoría de los implicados en el proceso, una de las más importantes fue la introducción de la Jefatura de Gabinete. Se sostenía que esta nueva institución atenuaría los supuestas deficiencias y males del presidencialismo. También se afirmaba que obraría como una suerte de “fusible” que evitaría la crisis institucional en caso de encontrarse muy cuestionada la figura del presidente de la República. En este artículo el autor repasa hipótesis que sostuvo en la época de creación de la nueva institución y, fundamentalmente, analiza la supuesta función de “fusible” en ocasión de la crisis institucional que concluyó con la renuncia del entonces presidente de la Nación, Fernando De la Rúa.
Palabras clave: Presidencia, gobierno, jefe de Gabinete, crisis institucional, presidencialismo.
Abstract: In 1994 the Argentine Constitution was reformed and a number of amendments were introduced. A new institution was presented as the key factor to improve the functioning of the Presidential Regime: the Cabinet Chief. This paper analyses the previous hypotheses maintained by the author in the last years about what the real effects on the political system could be. One hypothesis was that the Cabinet Chief would be ineffective to attenuate the strong Argentine presidentialism. The main hypothesis supported by the author, before the reform, was that the Cabinet Chief would be useless to avoid the institutional crisis caused by either the loss or the lack of presidential legitimacy. In order to rethink and prove this argument this work deals with the presidential crisis which ended with Fernando De la Rúa’s resignation and the role played by Crhystian Colombo, the last Cabinet Chief in the “Alianza” administration.
Keywords: Presidency, government, chief of staff, institutional crisis, presidentialism.
Artículo
La Jefatura de Gabinete y las crisis políticas: el caso De la Rúa
El derrumbre del gobierno de la Alianza, iniciado en 1999, obedeció a distintos factores que se han consignado en otro trabajo. Entre los elementos presentes deben destacarse: la imposibilidad o el fracaso de transformar la alianza electoral en coalición de gobierno con un programa definido, el estilo presidencial, la persistencia de una política no transparente, la sordera de los gobernantes y la reacción de una hastiada ciudadanía. Elementos que socavaron la legitimidad del gobierno e instalaron una ingobernabilidad manifiesta1.
El estilo presidencial fue un elemento importante que alimentó la debilidad de la oficina de la presidencia y profundizó la crisis institucional que sería antesala y detonante de una crisis más global. La caída de Fernando De la Rúa debería renovar la discusión acerca de los mecanismos establecidos en la reforma constitucional de 1994 para conjurar las crisis institucionales y lograr mayor estabilidad del sistema. Tal es el objetivo de este trabajo: reflexionar acerca del papel de la Jefatura de Gabinete en una situación de grave crisis donde lo que estaba en juego era la pérdida acelerada de la legitimidad de la presidencia.
Cabe recordar que en la referida reforma la figura estelar en relación con los objetivos señalados fue la Jefatura de Gabinete. Se decía que la Jefatura de Gabinete obraría como una suerte de “fusible” que resguardaría la figura presidencial: en vez de caer el presidente, sería el jefe de Gabinete quien sería reemplazado y así el sistema no se vería afectado. Se tenía en mente una suerte de régimen institucional más próximo al sistema parlamentario. El otro objetivo esencial de la introducción de la Jefatura de Gabinete era la “atenuación del sistema presidencialista”.
En la época de la discusión institucional y en trabajos anteriores cuestioné la supuesta atenuación del sistema a través de la Jefatura de Gabinete. También en publicaciones anteriores sostuve varias prevenciones en relación con la viabilidad de un jefe de Gabinete como “fusible” del presidente. Así, se expresó que: a) incluso de adoptarse un sistema parlamentario más o menos puro, la existencia de un primer ministro no aseguraría la estabilidad institucional (1994)2; b) concretamente, la Jefatura de Gabinete -figura diseñada en el núcleo de coincidencias básicas del llamado Pacto de Olivos- no obraría como “fusible”, sino que implicaría una reforma dentro del aparato ejecutivo y que tendría probablemente efectos en cuanto a su funcionamiento interno (1994-1995-1997-1999)3.
En este trabajo se repasarán el diseño de la figura, algunos de los argumentos que se sostuvieron en su oportunidad para justificar y predecir la ineficacia de la
Jefatura de Gabinete como “fusible del sistema” y se culminará con observaciones concretas en relación con el “caso De la Rúa”.
Cabe recordar que cuando se “estrenan” instituciones, es necesario recalcar suficientemente la importancia de las primeras prácticas institucionales4, porque es el momento concreto en las que se las ejecuta y experimenta. Tal ejecución formará parte de la posterior interpretación sobre su funcionamiento real, aunque exista la posibilidad de renovadas interpretaciones y, también, de nuevas prácticas. En este sentido, la Jefatura de Gabinete ha tenido ya años de funcionamiento y, para lo que aquí interesa, se ha enfrentado con, por lo menos, una situación de gravedad institucional de magnitud para comprobar sus supuestos efectos de “fusible”.
Si el paso de los años y el tipo de tarea desplegada por la Jefatura de Gabinete han volcado la balanza en favor de quienes sostuvieron que no “atenuaría” el sistema presidencial, con los hechos de diciembre de 2001 quienes dudaron de la “teoría del fusible” parece que también transitaron la correcta senda del análisis y la relativa predicción institucional, al menos hasta que nuevos hechos prueben lo contrario.
El Pacto de Olivos -producto del acuerdo entre los ex presidentes Carlos Menem y Raúl Alfonsín- había incluido dentro del “núcleo de coincidencias básicas” la figura del jefe de Gabinete y la censura parlamentaria, como elementos fundamentales para la atenuación del presidencialismo hipertrófico5.
Cabe aclarar, nuevamente, que el diseño que surgía del pacto nada tenía que ver con el oportunamente presentado por el Consejo para la
Consolidación de la Democracia6, con el modelo de la V República francesa y, muchísimo menos aún, con los sistemas parlamentarios. La reforma acercaba el nuevo régimen institucional a otros diseños normativos latinoamericanos que habían adoptado alguna forma de censura parlamentaria, dentro de sistemas presidencialistas más o menos fuertes.
La inclusión de un jefe de Gabinete y de la censura parlamentaria significaban una innovación institucional que adquiría rango constitucional. En realidad, existieron antecedentes históricos en relación con propuestas institucionales que se alejaban, en mayor o menor grado, de la forma de gobierno instaurada por la Constitución de 1853/60. Propuestas que se remontaban muy lejos en el tiempo y que precedieron a aquellas otras formuladas por el Consejo para la Consolidación de la Democracia durante la gestión del presidente Alfonsín.
Estos antecedentes se ubicaron en dos sitios específicos: el debate llevado a cabo por algunos intelectuales argentinos a principios del siglo XIX y las propuestas de reforma constitucional presentadas, en distintas épocas, por los legisladores en el Congreso de la Nación. La discusión institucional más significativa había aparecido ya en 1910, en la Revista Argentina de Ciencias Políticas, bajo la pregunta acerca de “la función constitucional de los ministros” que pretendía en realidad definir el tipo de régimen institucional del país7. En tal debate intervinieron intelectuales de nota que, en muchos casos, no acertaron en definir el sistema constitucional argentino como “presidencialista puro”, además de que algunos de los opinantes bregaron por un viraje paulatino y progresivo hacia las formas parlamentarias. El debate -acotado al campo académico- fue opacado en una época donde brilló por su importancia el otro gran debate desarrollado en la arena política: “la cuestión electoral”, que desembocó en la reforma electoral de la llamada “Ley Sáenz Peña”. Entre las figuras que participaron puede citarse, principalmente y entre otros, a José Nicolás Matienzo, Rodolfo Rivarola, Isidoro Ruiz Moreno, Enrique de Vedia, Raúl Orgaz, Roberto Piñero, etc.
La otra línea de aparición de diseños no presidencialistas (puros) fue la representada por determinados proyectos de reforma constitucional, presentados en el Congreso a partir y durante la primera experiencia institucional del presidente Hipólito Yrigoyen. Quizás en reacción contra su estilo institucional -poco respetuoso del Legislativo y sus formas- ingresaron en el Congreso proyectos que, en algunos casos, intentaron reforzalo o establecer su mayor independencia y, en otros, propusieron un avance más directo hacia formas parlamentarias de gobierno8.
En épocas más recientes se destacaron los dictámenes del Consejo para la Consolidación de la Democracia9, que aconsejaron la implantación de un sistema semipresidencial o semiparlamentario que distinguiera claramente entre la jefatura del Estado (presidente) y la jefatura del gobierno (primer ministro), esta última sometida a la confianza de la cámara baja. El primer ministro tendría una doble dependencia: del presidente y de la cámara de diputados. En otros trabajos he analizado con mayor amplitud y detenimiento el contenido de la propuesta y los probables efectos que podrían derivarse de una forma de gobierno semipresidencialista10 en el caso argentino.
En resumen, existieron más antecedentes que los usualmente conocidos o supuestos. Sus perspectivas, objetivos y contenidos podrían haber sido otra fuente importante para la reforma de la instituciones11. No obstante, se optó por una figura cuyas características se desarrollan más adelante.
La supuesta atenuación que giraría en torno a la Jefatura de Gabinete no siguió los trazos de reforma propuestos por autores como Linz, Valenzuela (para citar sólo a los de la “primera generación” de politólogos preocupados por el tema) o Nino12, sino que parece haberse decidido -en forma premeditada o no- por la propuesta de Dieter Nohlen. Para el politólogo alemán la reforma posible consistía en desconcentrar13 las tareas presidenciales, aunque más no sea por delegación. En este sentido, las funciones aconsejadas para el “primer ministro” serían: la coordinación del gabinete y la supervisión de la administración del Estado; la tarea de enlace y negociación entre el Ejecutivo y el Legislativo; y la “protección” de la figura presidencial de los avatares de la vida cotidiana, aminorándose el riesgo de que sea el responsable de todos los problemas políticos14.
En el debate institucional argentino no fueron pocos los que vieron a la Jefatura de Gabinete como pieza esencial de la eventual atenuación del sistema presidencial y hasta un eslabón de futuro tránsito hacia formas parlamentarias de gobierno. Sobre estas cuestiones relativas a la Jefatura de Gabinete15 ya me he ocupado en otros trabajos a los cuales me remito nuevamente16. Simplemente cabe señalar distinciones básicas de clarificación acerca de las diferencias con otros modelos institucionales y observaciones en torno al peso y la utilidad de la figura. ¿En qué se diferencia de un primer ministro o premier? En los siguientes puntos: 1) no es jefe de gobierno (el jefe de gobierno en la Argentina es el presidente); 2) no designa a los ministros del gabinete (el presidente es el que los designa); 3) el jefe de Gabinete puede ser removido por el presidente;
la censura contra el jefe de Gabinete no conlleva la remoción de los ministros (lo cual tiene su parte lógica, ya que aquéllos no son nombrados por el jefe de Gabinete, es decir, no hay solidaridad); 5) en algunos parlamentarismos existe además de la censura al premier, la censura individual a los ministros, aunque en la reforma no se instauró tal censura (el único que puede ser censurado es el jefe de Gabinete).
En relación al sistema semipresidencial, prácticamente y sin entrar en detalle, podrían reproducirse las mencionadas diferencias. Pero existe un punto en común: la doble dependencia hacia el presidente y el Legislativo, pero si en el caso francés se da sólo con la Asamblea Nacional, en el caso argentino la responsabilidad es para con el Congreso. ¿Y en qué se diferencia con los presidencialismos latinoamericanos? En los siguientes puntos: 1) en la mayoría de aquéllos no se instituye un jefe de Gabinete (en el caso peruano, según la Constitución de 1979, existía un presidente del Consejo de Ministros, pero el presidente de la Nación debía tener en cuenta al presidente del Consejo para designar a los ministros del Consejo); 2) en los presidencialismos “parlamentarizados” existe la posibilidad de censurar a los ministros del Ejecutivo, mientras que en la Argentina no, ya que sólo puede ser objeto de censura el jefe de Gabinete17.
Las diferencias entre el jefe de Gabinete y el primer ministro de los sistemas parlamentarios y semipresidenciales sirven para ilustrar que tras la reforma la lógica del sistema sigue siendo presidencialista (con un presidente fortalecido, al menos en el tramo legislativo). Así se entiende que no aparezcan notas típicas de los parlamentarismos18. Por ejemplo, que no exista voto de investidura (aunque no todos los parlamentarismos lo tienen), ni la facultad del Ejecutivo de disolver las Cámaras. Y no pueden existir porque no tendría sentido alguno. ¿Para qué el voto de investidura de una figura que no ostenta la jefatura del gobierno? Menos sentido aún tendría una facultad disolutoria que, de existir junto a la gama de nuevas facultades, deslizaría al régimen a la antesala de un presidencialismo todavía más hipertrófico sino autoritario.
El presidencialismo con jefe de Gabinete puede también coexistir con una renovación parcial de las cámaras a diferencia de lo que ocurre con el sistema parlamentario pues la legitimidad dual no se ha alterado en absoluto y -de nuevo- el jefe de Gabinete no es jefe de gobierno. En otras palabras, al existir doble legitimidad (del presidente y del congreso) y residir la jefatura suprema y la jefatura del gobierno en manos del presidente, la renovación parcial no afecta la congruencia del sistema. No existe una razón distinta para justificar y permitir tal modo de renovación en el diseño de la Constitución argentina de 1853/60 y negarlo enfáticamente en 1994.
Yendo ahora a la trama normativa, el artículo 100 trata las atribuciones del jefe de Gabinete, atribuciones políticas, administrativas, económicas y relacionadas con el Congreso. Las más importantes, tenidas en cuenta para sostener la relevancia del jefe de Gabinete, se refieren a las atribuciones económicas y a las administrativas. Al respecto conviene señalar que el propio articulado ha compensado o quizá neutralizado las facultades establecidas al jefe de Gabinete. Es oportuno, en este sentido, citar a García Lema. Respecto a las atribuciones económicas, dejando bien en claro que el sistema es presidencialista, dice: “el presidente continuará ejerciendo la jefatura del gobierno -que antes era implícita y ahora se enuncia expresamente- y retendrá la responsabilidad política de la administración general del país. Como consecuencia de ello, la reforma al inciso 13 del artículo 86 aclara que supervisa el ejercicio de la facultad del jefe de Gabinete de Ministros respecto de la recaudación de las rentas de la Nación y de su inversión con arreglo a la ley o presupuestos de gastos generales. La modificación propuesta al inciso 20 del artículo 86, incluye expresamente la atribución del ejecutivo de requerir al Jefe de Gabinete de Ministros los informes que crea convenientes y la obligación correlativa de proporcionarlos”19. En cuanto a las atribuciones administrativas, García Lema es igualmente claro al expresar: “la redacción de ese inciso 20 (interpretada en consonancia con los textos modificados de los incisos 1 y 13 y las demás atribuciones del Poder Ejecutivo) conduciría a sostener que el presidente conserva la facultad de avocación en materia de la administración general del país. La prerrogativa del presidente de avocarse en este tipo de asuntos, permitiría evitar la apertura de una crisis política cada vez que disienta con su jefe de Gabinete sobre el tratamiento de una cuestión administrativa. En efecto, el titular del Ejecutivo no necesitará remover obligadamente a ese ministro en caso de diferencias de criterios sobre aspectos administrativos puntuales, excepto que se trate de aquellos que requieran la firma obligada del jefe de Gabinete, porque en estas últimas situaciones no podría resolver la cuestión mediante el dictado de un decreto con el refrendo de otro ministro”20 (¿amenaza implícita?).
En relación con el contenido del artículo 100, el inciso 1 dice que le corresponde “ejercer la administración general del país” y el inciso 3 señala que efectúa los nombramientos de los empleados de la administración, excepto los que correspondan al presidente. En cuanto a las atribuciones administrativas vale lo referido anteriormente.
El inciso 4 señala que le corresponde “ejercer las funciones y atribuciones que le delegue el presidente de la Nación y, en acuerdo de gabinete resolver sobre las materias que le indique el Poder Ejecutivo o por su propia decisión cuando, por su importancia, lo estimare necesario, en el ámbito de su competencia”. ¿En esta delegación estaría la salida pensada por el radicalismo en relación a momentos críticos?
El inciso 6 y el 7 tratan sobre sus atribuciones económicas. Dice el inciso
“enviar al Congreso los proyectos de ley de Ministerios y de Presupuesto nacional, previo tratamiento en acuerdo de gabinete y aprobación del Poder Ejecutivo”; y el 7, “hacer recaudar las rentas de la Nación y ejecutar la ley de Presupuesto nacional”. Nuevamente, y siguiendo la lógica del articulado, el presidente también supervisa en materia económica la acción del jefe de Gabinete de acuerdo a lo dispuesto por el artículo 99 inciso 10.
El inciso 8 le asigna la tarea de “refrendar los decretos reglamentarios de las leyes, los decretos que dispongan la prórroga de las sesiones ordinarias del Congreso o la convocatoria de sesiones extraordinarias y los mensajes del presidente que promuevan la iniciativa legislativa”. No es difícil imaginar que un jefe de Gabinete que no refrendara los decretos y mensajes del presidente, estaría liquidando su carrera política, al menos en ese gobierno. El inciso siguiente lo habilita a concurrir a las sesiones del Congreso y participar en sus debates, pero no votar.
El inciso 10 le encarga la tarea de presentar junto a los restantes ministros una memoria detallada del estado de la nación en lo relativo a los negocios de los respectivos departamentos. El inciso 11, a producir los informes y explicaciones verbales o escritos que cualquiera de las cámaras le solicite al Poder Ejecutivo.
Los incisos 12 y 13 se refieren al refrendo de los decretos que ejercen facultades delegadas por el Congreso, los decretos de necesidad y urgencia, y los que promulgan parcialmente las leyes, debiendo presentar personalmente y dentro de los diez días de su sanción estos decretos a consideración de la Comisión Bicameral Permanente.
Brevemente, en relación a la censura parlamentaria instituida por el artículo 101, resumiría lo siguiente: 1) es dificultosa, pues requiere la mayoría absoluta de ambas cámaras; 2) de progreso menos dificultoso si se trata del cuestionamiento a la persona que desempeña el cargo, y se intenta reemplazarlo;
de progreso más dificultoso si lo que se quiere es el cambio de políticas del Ejecutivo, ya que el jefe de Gabinete no decide la política, pues el jefe de gobierno es el presidente; 4) la censura al jefe de Gabinete provocaría un cambio de rumbo y podría obrar de “fusible”, sólo si el presidente así lo deseara, más allá del deseo o intenciones del Congreso (no se debería a la normativa, ya que la palanca la mantiene el presidente); 5) de producirse la situación anterior, se trataría de un estado precario de gobierno, pues el presidente en cualquier momento puede recuperar su liderazgo. Por otra parte, de suceder en un gobierno, ello no significaría una práctica susceptible de ser adquirida por el sistema institucional; en cualquier momento otro presidente podría apelar a la normativa que no contempla la semipresidencialización del sistema, y recuperar así su clara superioridad jerárquica; 6) ¿podría establecerse una práctica tendiente a la semipresidencialización? Sería muy improbable, pues las prácticas suelen montarse en indefiniciones, aspectos no claros o lagunas constitucionales. No sería éste el caso, al existir una clara definición institucional.
Este breve y rápido recorrido por el artículo 100 muestra que deducir de su contenido una atenuación del sistema presidencialista es una muestra de optimismo militante. No aparecen instancias que refuercen el mecanismo de frenos y contrapesos o formas que instauren un control menos refinado al poder. Pero sí se producen modificaciones dentro de la estructura y funcionamiento del aparato ejecutivo y en la comunicación formal con el Legislativo. En relación a este último, el mismo artículo 101 en su primera parte obliga al jefe de Gabinete a “concurrir al Congreso al menos una vez por mes, alternativamente a cada una de sus Cámaras para informar de la marcha del gobierno”.
En realidad, sólo puede comprenderse la dimensión de la Jefatura de Gabinete dentro del organigrama de poder cuando se analiza la presidencia y, en este tema, me remito a anteriores trabajos. Simplemente cabe señalar que, luego de la reforma de 1994, el presidente continúa con las jefaturas clave: sigue siendo jefe del Estado, jefe del gobierno, jefe de la administración pública -aunque con otras palabras- y Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, sólo ha perdido la jefatura de la Capital Federal. El Ejecutivo sigue siendo unipersonal y el presidente puede nombrar y remover a discreción a los ministros. Ha ganado, tras la reforma, importantes facultades legislativas vía decretos de necesidad y urgencia, reglamentos delegados y veto parcial.
En otro trabajo señalaba que la figura del jefe de Gabinete podría implicar modificaciones en el comando de la presidencia en varias direcciones. La coordinación podría redundar en un funcionamiento más homogéneo y ordenado de las tareas de los ministros, hacia una dirección más eficaz. La posibilidad de delegación -además de las tareas que se le asignan al jefe de Gabinete- podría influir en orden a la disminución de los problemas relacionados con la multiplicidad de papeles que debe desempeñar el presidente. Por último, podría obrar también como un filtro ante el exceso de información que llega al primer mandatario, incluso de la de tipo “poco relevante”.
Desde esta perspectiva positiva se observaba que la inclusión de la figura podría significar un funcionamiento más ordenado y eficaz del gabinete, pero que no significaría una atenuación de los males del hiperpresidencialismo, sino más bien una modificación encaminada a mejorar el funcionamiento burocrático -en términos weberianos- del más alto nivel del poder. Además, y para mensurar lo “positivo” de la figura dentro del catálogo de los argumentos esgrimidos por los críticos del presidencialismo, el problema de la multiplicidad de papeles del presidente y el tema del exceso de información fueron aspectos señalados como inconvenientes menores -de ninguna manera los más importantes o claves- que rodean a los sistemas presidencialistas. Y, en relación al nexo entre el Ejecutivo y el Legislativo, no obstante esta suerte de puente institucional que se tiende, las posibles situaciones que podrían devenir entre el Ejecutivo y el Legislativo (desde el conflicto, el aislamiento interorgánico o la sumisión institucional), obviamente no se originarían y difícilmente se resolverían sólo por el buen pulso del jefe de Gabinete. Es cierto que un buen jefe de Gabinete aportaría lo suyo en cuanto a una mejor coordinación y colaboración interpoderes, pero para la existencia de este tipo de relación haría falta algo -o mucho- más que su sola presencia.
Finalmente, cabe señalar que la figura que dibujó el “núcleo de coincidencias básicas” y que se plasmó en la reforma se acercaría a la de un ministro coordinador del gabinete y colaborador estrecho del presidente, de un rango aparentemente superior al resto de sus pares y que no puede desempeñar simultáneamente otro ministerio. Y según las tareas que le encomiende el presidente podría constituirse en una suerte de supersecretario (o superministro). Esta no era una interpretación que se formulaba en el vacío. La claridad del texto eximía de mayores fundamentaciones. También se decía que poco o casi nada podría hacer en relación a la hipertrofia presidencialista, entendida ésta desde la perspectiva -restringida- de la original distribución de facultades y competencias entre los órganos del Estado.
Para evitar confusiones, hay que precisar que en el sistema francés -y en los llamados de “régimen mixto”-, existe una diferenciación clara entre el presidente como jefe del Estado -que cuenta con poder efectivo-, y el primer ministro como jefe del gobierno, más allá de las posibles zonas de conflicto de competencias. Quizá un punto de dudosa discordancia sería la posible mejora del funcionamiento del aparato ejecutivo, gracias a las tareas de coordinación del gabinete ministerial, y el auxilio que puede prestarle a las numerosas tareas del presidente. Pero esta es una discusión que apenas roza -si es que lo hace- el tema del cambio cualitativo del sistema institucional argentino.
La estructura del Poder Ejecutivo variaba no sólo por la figura del jefe de Gabinete, sino también por la estructura organizativa de tal oficina. Del jefe de Gabinete de Ministros dependendieron al principio seis secretarías y doce subsecretarías21. Con la renuncia de Eduardo Bauzá a la Jefatura de Gabinete y el ingreso de Jorge Rodríguez, -durante la gestión del presidente Carlos Menem- la oficina reestructura su organización22 y, posteriormente, sufrirá otras modificaciones en su estructura y funcionamiento23.
La hipótesis de una instancia en el Ejecutivo que tuviera un perfil de mayor control y seguimiento de la gestión ministerial fue la que parece haberse cristalizado24. Asimismo, la reglamentación dictada confirma apreciaciones tales como la unipersonalidad del Ejecutivo en cabeza de la presidencia y el lugar subordinado del jefe de Gabinete25. Paradójicamente, con la Jefatura de Gabinete y su desempeño en los últimos años parece haber emergido un Poder Ejecutivo más organizado, con un aparato más sofisticado y con una mayor capacidad de ejecución y de control.
Resumiendo algunas de las ideas y concepciones que giraron en torno de la Jefatura de Gabinete puede decirse que: 1) fue percibida como un mecanismo de atenuación del presidencialismo al contraponer al presidente una figura de poder dentro del aparato ejecutivo; 2) en caso de fracaso presidencial, el jefe de Gabinete sería un “fusible” para preservar la figura presidencial y reemplazar al jefe de Gabinete en vez de esperar el derrumbe del gobierno y quizá del régimen; 3) en caso de elecciones legislativas que dieran como triunfador a un partido de la oposición, allí podría un representante de dicho partido convertirse en jefe de Gabinete.
Lo que ha mostrado la realidad, y que prácticamente no fue dicho, es que el jefe de Gabinete puede funcionar justamente para “fortalecer” al presidencialismo cuando a su cabeza se encuentra un presidente que va perdiendo el apoyo político o se va internando en el camino de la soledad y la debilidad de liderazgo26.
En la Convención Nacional Constituyente existieron distintan posiciones en relación con la Jefatura de Gabinete, desde aquéllas que acentuaron su importancia hasta las que advirtieron su inocuidad. A mero ejemplo ilustrativo y en relación con las crisis políticas, cabe citar al radical Enrique Peixao, quien sostenía: “finalmente, como una señal de la función de puente entre el Presidente y el Congreso de la Nación, debo decir que la reforma que ponemos a consideración de este cuerpo incluye la posibilidad de que el Congreso remueva al jefe de Gabinete, quien tendrá responsabilidad política ante el Poder Legislativo. Si bien se trata de un arbitrio excepcional, apto para servir de referencia al sistema y sujeto a exigencias que han de hacer a esa remoción infrecuente, queda en manos del Congreso un instrumento apto para resolver institucionalmente situaciones de profunda crisis política”27.
En la referida convención existieron también algunas propuestas que diseñaron un jefe de Gabinete con un perfil político más alto. Así, algunos legisladores del Frepaso, propusieron la modificación del artículo 90 de la Constitución en los siguientes términos: “la Cámara de Diputados designa al Jefe de Gabinete y aprueba el plan de gobierno por éste diseñado y los ministros propuestos por mayoría absoluta; y con la misma mayoría puede censurarlo, lo que implica su revocación y la de todo su gabinete. Si la Cámara de Diputados rechazara dos jefes de gabinete sucesivamente propuesto por el presidente, se hará cargo provisoriamente el que proponga el presidente con sus ministros y el respectivo plan. No habiendo acuerdo en los diez días siguientes, el presidente propondrá su Jefe de Gabinete con sus ministros y el plan de gobierno; la Cámara de Diputados hará lo mismo y se decidirá entre ambos mediante consulta popular vinculante dentro de los veinte días siguientes. El que resulte así designado no podrá ser censurado por la Cámara de Diputados ni removido por el presidente en los ocho meses siguientes”28. Si bien aquí encontramos un jefe de Gabinete en apariencia más cercano al primer ministro del parlamentarismo, por cuanto diseña el plan de gobierno, los mecanismos establecidos para el caso de censuras sucesivas establecen un escenario de amplificación de la crisis institucional. Más que resolver una grave situación política, la norma diseña dispositivos para un conflicto institucional de mayor dimensión.
El jurista Gil Lavedra planteaba tres escenarios distintos en relación con el perfil y la utilidad del jefe de Gabinete29. En el primero, un presidente con una mayoría estable, homogénea y durarera, donde la figura pierde relevancia pues la designación recaería en una persona de la línea presidencial reduciéndose su función a tareas burocrático administrativas. El segundo escenario sería el de un presidente en minoría y aquí se podría variar el diseño de funcionamiento nombrándose a un jefe de Gabinete perteneciente a la mayoría parlamentaria o bien afín pero de distinta extracción política, posibilitándose llevar a cabo su política de gobierno. Por último, el tercer escenario sería el de la presidencia en crisis, en el cual el jefe de Gabinete cumpliría una contribución importante para la estabilidad obrando como “fusible”. La perspectiva del autor muestra una interesante diferenciación de situaciones, pero su análisis parte del presupuesto equivocado de asimilar la reforma y la Jefatura de Gabinete por un diseño semipresidencial donde sí serían factibles las conductas señaladas.
Pero la opinión que no puede faltar en este análisis es la de Raúl Alfonsín, el principal mentor de la figura. Decía Alfonsín: “... en el hiperpresidencialismo es muy difícil lograr amplios consensos para superar situaciones de crisis. Ello puesto que nadie quiere integrar un gobierno donde los aciertos serán del presidente y los errores de los miembros extrapartidarios de su gabinete. La nueva figura que estamos analizando rompe este círculo vicioso. En efecto, la oposición querrá el cargo y asumirá el compromiso con políticas específicas, ya que ello implica poderes sustanciales. La creación del jefe de Gabinete rompe el derrotero letal del presidencialismo latinoamericano, que podemos resumir en estos seis tiempos: a) derrota electoral parlamentaria del partido oficialista, b) pérdida de consenso del presidente, c) confrontación interpartidaria, d) bloqueo institucional interpoderes, e) crisis y parálisis del sistema, f) caída del sistema. Anteriormente, el jefe de gobierno que resultaba vencido en las elecciones y perdía las mayorías en el Congreso, seguía en esas condiciones al frente de la más alta magistratura constitucional. La figura del jefe de Gabinete permite cortar la caída en el punto c) y evitar sus sucesivas consecuencias. Bajo la nueva Constitución, en el caso de que acontezca una dura derrota electoral del partido oficialista, la oposición no tendrá necesidad de especular con el derrumbe a plazo del jefe de Estado. No convendrá jugar a ganar “todo o nada”. Por el contrario, podrá imponerle al presidente un jefe de Gabinete que lo obligará a tomar decisiones basadas en vínculos cooperativos. De modo que se podrá dar la necesaria confrontación partidaria sin que genere la paralización de los poderes del Estado, ya que se elimina el incentivo que tenía el presidencialismo para la confrontación y la crisis y caída de la democracia. La oposición debería apostar a generar propuestas constructivas para sumar sus iniciativas a las propuestas del adversario político”30.
La hipótesis fue pensada para evitar que se produjera la ruptura del orden democrático que se identificaba con la caída del presidente, luego de su pérdida de legitimidad. Si bien en el caso De la Rúa no se quebró el régimen democrático -al menos al estilo golpe de Estado militar y administración de facto-, lo cierto es que se derrumbó el gobierno. También para esta situación de crisis obraría supuestamente como fusible el jefe de Gabinete.
Obsérvese que en la tesis de Alfonsín, el objetivo es que la oposición no apueste a la caída del gobierno -que puede o no desembocar en ruptura del régimen- y se establezcan, en cambio, consensos para superar la crisis. La traducción institucional de este comportamiento sería la conformación de una suerte de “coalición de crisis” o bien una amigable “cohabitación” en el aparato ejecutivo entre el presidente y el nuevo jefe de Gabinete designado por la oposición. Pero Alfonsín basaba su suposición en un cálculo erróneo cuando decía: “en efecto, la oposición querrá el cargo y asumirá el compromiso con políticas específicas, ya que ello implica poderes sustanciales”31.
La situación que rodeó la caída del presidente De la Rúa constituye una suerte de prueba experimental de la hipótesis, pues aparecen casi todos los elementos del, según Alfonsín “derrotero letal del presidencialismo latino-americano”. Aparece así la secuencia señalada por el ex Presidente en cuanto a la derrota electoral parlamentaria del partido oficialista y la pérdida de consenso del presidente. En cuanto a la presumible confrontación interpartidaria -en el caso del gobierno de la Alianza- el bloqueo institucional interpoderes, la crisis y parálisis del sistema, en realidad, estuvo bastante suavizado, en el sentido que la oposición acompañó al presidente en medidas fundamentales. Ello, paradójicamente, hubiera podido implicar una negociación más fácil para llegar o bien a una “coalición de crisis” o a una amigable “cohabitación”. Pero nada de ello ocurrió pues la figura pensada para tal operación no implicaba ningún incentivo para la oposición pues no tenía el poder que le atribuyeron los ilusionistas de la teoría del “fusible”.
Para el análisis, sin duda es importante introducir la figura del último jefe de Gabinete, quien coexistió hasta el final de la crisis del gobierno de la otrora Alianza. Chrystian Colombo fue el reemplazante del primer Jefe de Gabinete, Rodolfo Terragno32. Este último había ingresado al gobierno con De la Rúa, era un político reconocido, con experiencia ministerial en la gestión de Alfonsín y de buena imagen popular. Colombo, en cambio, aparecía como una figura gris y apenas conocida. Pero terminaría siendo, junto a Domingo Cavallo, figura clave del segundo año del presidente.
Colombo llegaba al cargo con una buena relación con el siempre influyente político radical Enrique Nosiglia, y tejió una fluida relación con el grupo íntimo del Presidente. Había entablado también buenos vínculos con el peronismo a través de su gestión al frente del Banco Nación. Poco a poco, su figura fue teniendo más saliencia y mostró, a la largo de su gestión, dos virtudes importantes para el cargo: hiperactividad y una capacidad de negociación sin límites.
Colombo estuvo al frente de las negociaciones más difíciles que tuvieron como contraparte a los gobernadores justicialistas, en la búsqueda de acuerdos que pusieran en caja el gasto de los estados provinciales, de acuerdo con las directivas del Fondo Monetario Internacional. Piloteó hábilmente las negociaciones hasta llegar a un pacto, en noviembre de 2000, y siguió negociando con los mandatarios de la oposición, en el marco de la política del “déficit cero”, al año siguiente. En ningún momento perdió la energía y el activismo y fue, sin duda, leal al presidente en todo momento. El mandatario se recostó sobre él, aunque hacia el final parecía más propenso a consumir sus últimas energías políticas en la inútil tarea de defender a su ministro de Economía, Domingo Cavallo.
En las horas críticas, nadie parece haber pensado seriamente en la censura de Colombo. Es más, en vísperas de la crisis final los hechos del 19 de diciembre culminaron con la aceptación de la renuncia de Cavallo en la madrugada del día siguiente. Era Cavallo y no Colombo el ministro blanco de las presiones sobre el Presidente. Y todos los restantes miembros del gabinete pusieron a disposición de Colombo sus renuncias. El Jefe de Gabinete era el más sólido cuando el gobierno se licuaba aceleradamente.
Es Colombo el que arriesga la última jugada para salvar a un gobierno que tenía la suerte echada intentando, vanamente, un gobierno de coalición de crisis con la oposición. Él es quien recibe la respuesta del diputado justicialista Humberto Roggero de que ya era “demasiado tarde” y que el justicialismo no estaba dispuesto a cogobernar.
A mayor abundamiento, cuando el senador Ramón Puerta -en ejercicio del Poder Ejecutivo por imperio de la ley de Acefalía- se entera de la renuncia del presidente se comunica inmediatamente con Colombo y le pide que continúe en su puesto hasta la asunción del nuevo gobierno, para evitar un desmoronamiento aún mayor. Además, un hecho casi paradojal para los sostenedores de la teoría del “fusible”: hasta el propio presidente Eduardo Duhalde pensó en convocar a Chrystian Colombo para que retomara la Jefatura de Gabinete, al poco tiempo de hacerse cargo del gobierno.
La crisis de Fernando De la Rúa fue un momento de prueba para medir la utilidad de la institución frente a las crisis político-institucionales, pues se trató de una crisis de tal gravedad que terminó con la caída del presidente33. Obviamente, la pregunta aquí es ¿por qué no funcionó la Jefatura de Gabinete como “fusible”? Las respuestas son varias.
La primera razón fue una cuestión esencial que he señalado desde que comenzó, hace casi diez años, a gestarse la figura: el jefe de Gabinete no es jefe de gobierno. El jefe de gobierno es el presidente, de ahí que resulta ilusorio pensar en una parlamentarización o semipresidencialización del sistema. El régimen institucional, más allá de este híbrido, continúa operando bajo la lógica presidencialista.
Otra explicación -vinculada con la anterior- podría ser, lisa y llanamente, porque el público no visualizó nunca al jefe de Gabinete como quien tenía a su cargo la ejecución de las políticas de gobierno. Es que, en realidad, el jefe de Gabinete no tenía la conducción del gobierno. Ya lo había advertido Carlos Nino hace mucho tiempo cuando señalaba -en el marco del Consejo para la Consolidación de la Democracia y en relación con un primer ministro “en serio”- que la ciudadanía tendría que interiorizarse de la reforma que se proponía para que no fuera sólo una construcción formal, e identificar al gobierno con el primer ministro y su gabinete. El primer ministro debería ser el responsable de la conducción política y del programa de gobierno asumiendo un rol principal, pues, de lo contrario, no se atenuaría la personalización del poder, ni existiría un “fusible real” frente a las crisis políticas34.
El otro argumento es que cuando existe una crisis institucional en los sistemas presidenciales quien aparece como responsable de la gestión política es el presidente35. De allí que la gente, en el caso concreto en análisis, clamaba no por el reemplazo de Colombo -quien por otra parte era percibido como un funcionario eficiente- sino por el alejamiento de De la Rúa. En definitiva, el injerto de la Jefatura de Gabinete -tal como se la diseñó- no alcanzaba a conmover la lógica del sistema presidencial.
La oposición política también parece haber estado más interesada en la caída del Presidente que en ubicar un jefe de Gabinete propio. ¿Cuál es el incentivo para asumir tamaña responsabilidad sino conlleva un ejercicio pleno del poder? Un jefe de Gabinete de la oposición debería, al menos, seguir negociando con el presidente que ha perdido legitimidad y la superación de la crisis sería más que difícil. Al contrario de lo supuesto por quienes sostuvieron la teoría del “fusible”, parecería que la Jefatura de Gabinete no opera como incentivo alguno en relación con la oposición y en situaciones de crisis.
En principio, y aun en caso de haberlo deseado, la censura contra Colombo hubiera requerido de unas mayorías difíciles de lograr. Aunque la renovación de la Cámara Baja y el Senado habían fortalecido a la oposición, no alcanzaba la mayoría absoluta en ambas cámaras. En Diputados, el peronismo pasaba de 99 a 116 diputados sobre un total de 257. En el Senado, aumentaba de 39 a 40 sobre un total de 72. Así y todo, podría haberse actuado en miras a lograr la mayoría requerida en la Cámara Baja y probablemente se hubiera podido obtener, por ejemplo, con el apoyo del ARI. Elisa Carrió, líder de esta agrupación, no sólo se había alejado tiempo atrás del radicalismo y fundado un partido de franco perfil opositor a De la Rúa, sino que también había cuestionado severamente a la figura de Chrystian Colombo36. Pero tampoco para los propios legisladores el problema era el Jefe de Gabinete, ni pensaban que su reemplazo pondría paños fríos a la crisis. ¿Qué legislador de la oposición estaba interesado en la salida de Colombo, funcionario que, además de tener una buena imagen, gozaba de una respetable reputación entre la clase política y de aceitadas relaciones con el peronismo?
Aun de haber logrado la oposición el número de legisladores suficientes y con el deseo de practicar la censura, no lo hubieran hecho pues hubiera aparecido como un acto casi frívolo ya que para la ciudadanía la figura de Colombo no tenía demasiado que ver con una crisis que ubicaba en cabeza de la presidencia (argumentos 3 y 5). Haber buscado ese objetivo no hubiera sido otra cosa que la prueba más palpable del divorcio entre la clase política y la ciudadanía.
Una paradoja adicional. El Jefe de Gabinete más que fusible fue una activa pieza en búsqueda de la conformación de una coalición de crisis que evitara la caída del gobierno. Trabajó incesantemente para lograr una suerte de “gran coalición” con el peronismo a efectos de evitar el derrumbe del gobierno. Su papel no fue, entonces, el de una figura de descarte sino un engranaje que, aunque sin éxito, hizo todo lo posible para lograr apoyos al presidente.
Ahora bien, debe decirse que, aun de haber funcionado la Jefatura de Gabinete como “fusible”, la crisis seguramente hubiera persistido: el causante era el presidente, y un nuevo jefe de Gabinete no hubiera tenido ni el control de la situación política e institucional ni las herramientas para poder modificar el curso descendente del gobierno hacia su derrumbe.
Queda otra cuestión importante para señalar y que denota un importante olvido para todos aquellos que pensaron seriamente en el jefe de Gabinete como “fusible” y en los incentivos que tendría supuestamente la oposición para formar parte de un gobierno en crisis. Bajo la persistencia de la ley de Acefalía 20.972 no existiría ningún incentivo para que la oposición que controlara el Congreso asumiera la Jefatura de Gabinete en una situación de crisis del liderazgo presidencial y con la vicepresidencia vacante. Sería el peor “negocio” que podría hacer. ¿Por qué? La respuesta es muy simple. La referida ley le da al Congreso la facultad de designar al sucesor presidencial37. ¿Para qué la oposición va a lograr un premio menor -la Jefatura de Gabinete- si puede obtener el premio mayor -la presidencia-? Si bien es cierto que el artículo 75 inciso 21 señala que corresponde al Congreso “admitir o desechar los motivos de admisión del presidente o vicepresidente de la República; y declarar el caso de proceder a nueva elección” pudiendo sostenerse, entonces, que cabría la convocatoria a elecciones más allá de la ley 20.972, lo esperable es que el partido que controla el Legislativo dirima en ese ámbito la sucesión.
En otras palabras, incluso en la hipótesis de que el jefe de Gabinete tuviera mayor poder del que en realidad tiene, no existe ningún estímulo para que la oposición opte por este sitio institucional cuando, en realidad, puede obtener la presidencia.
Además, elegir un presidente para la oposición es más fácil que censurar al jefe de Gabinete existente e influir para que se nombre al propuesto. En efecto, en relación a la interpelación y censura dice el artículo 101 en su parte pertinente: “puede ser interpelado a los efectos del tratamiento de una moción de censura, por el voto de la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cualquiera de las Cámaras, y ser removido por el voto de la mayoría absoluta de los miembros de cada una de las Cámaras”. En cambio, la designación de un presidente por la Asamblea Legislativa presenta un camino más fácil. Dice el artículo 2 de la ley 20.972: “la elección, en tal caso, se efectuará por el Congreso de la Nación, en asamblea que convocará y presidirá quien ejerza la presidencia del Senado y que se reunirá por imperio de esta ley dentro de las 48 horas siguientes al hecho de la acefalía. La asamblea se constituirá en primera convocatoria con la presencia de las dos terceras partes de los miembros de cada cámara que la componen. Si no se logra ese quórum, se reunirá nuevamente a las 48 horas siguientes, constituyéndose en tal caso con simple mayoría de los miembros de cada Cámara”. Y el artículo 3 prescribe: “la elección se hará por mayoría absoluta de los presentes. Si no se obtuviere esa mayoría en la primera votación se hará por segunda vez, limitándose a las dos personas que en la primera hubiesen obtenido mayor número de sufragios. En caso de empate, se repetirá la votación, y si resultase nuevo empate, decidirá el presidente de la asamblea votando por segunda vez. El voto será siempre nominal. La elección deberá quedar concluida en una sola reunión de la asamblea”.
Como se observa, es más fácil para los mismos legisladores elegir un presidente que censurar un jefe de Gabinete e influir para que se designe el deseado.
En los anteriores puntos se argumentó acerca de la inutilidad de la Jefatura de Gabinete como “fusible” y del nulo interés de la oposición parlamentaria en recurrir a este instituto. Resta considerar aún otra posibilidad que efectivamente no ocurrió, pero que hipotéticamente también podría haber acontecido según los sostenedores de la Jefatura de Gabinete.
La hipótesis es la siguiente: el presidente Fernando De la Rúa podría haber ofrecido la Jefatura de Gabinete a la oposición parlamentaria y haber delegado en el Jefe de Gabinete la jefatura de gobierno más allá de lo expresado en el artículo 99 inciso 1 de la Constitución Nacional. Luego de las elecciones de medio término -en octubre de 2001- en las que el gobierno debilitó aún más su legitimidad de acuerdo a los resultados de las urnas, De la Rúa podría haber actuado rápido y haber propuesto a la oposición, más que la conformación de una nueva coalición, la entrega del poder a través de la Jefatura de Gabinete, permaneciendo él como jefe de Estado con funciones más simbólicas que reales. Normativamente no hubiera existido inconveniente, pues según el artículo 100 inciso 2 de la Constitución corresponde al jefe de Gabinete: “expedir los actos y reglamentos que sean necesarios para ejercer las facultades que le atribuye este artículo y aquellas que le delegue el presidente de la Nación, con el refrendo del ministro secretario del ramo al cual el acto o reglamento se refiera”. Y el inciso 4 del mismo artículo dice que al jefe de Gabinete le corresponde “ejercer las funciones y atribuciones que le delegue el presidente de la Nación y, en acuerdo de Gabinete, resolver sobre las materias que le indique el Poder Ejecutivo o por su propia decisión cuando, por su importancia, lo estimare necesario, en el ámbito de su competencia”. En otras palabras, hubiera bastado una amplia delegación del presidente para que el nuevo jefe de Gabinete obrara como jefe de Gobierno. Pero esta hipótesis merece los siguientes reparos:
Pensar en una delegación tan amplia del presidente hacia el jefe de Gabinete es un tanto ilusorio pues los mandatarios persiguen una mayor acumulación de poder y no su disminución. La propia tradición presidencialista va en contra de esta hipótesis, salvo contadas excepciones.
De haber sido así, sería dudosa la eficacia del jefe de Gabinete pues el público ve en el presidente al jefe máximo del sistema y no al jefe de Gabinete. ¿Qué grado de legitimidad tendría este funcionario no votado por la gente y designado por un presidente en estado de debilidad terminal? ¿Qué obediencia civil lograría? ¿Qué eficacia hubiera logrado su acción de gobierno?
Por último, cabe remarcar que tanto en este improbable supuesto de “delegación amplia” del presidente, como en el caso también improbable de una censura parlamentaria al jefe de Gabinete que provocara cambio de rumbo -obrando así como “fusible”-, la palanca la mantendría el presidente quien sería el responsable de la nueva situación más que el diseño normativo.
De producirse las situaciones referidas que implicarían una suerte de “semipresidencialización” del régimen institucional, se trataría de un estado precario de gobierno, pues el presidente en cualquier momento podría recuperar su liderazgo formal (o competencias normativas). Por otra parte, de suceder lo referido en un gobierno, ello no significaría una práctica susceptible de ser adquirida en el futuro por el sistema institucional. En cualquier momento otro presidente podría apelar a la normativa que no contempla la semi-presidencialización del sistema y recuperar así su clara superioridad jerárquica.
Si a lo largo de los últimos años se fue advirtiendo que la Jefatura de Gabinete no cumplía la supuesta función de atenuar al presidencialismo38, tampoco parece que obre como factor institucional al servicio de aportar mayor estabilidad al gobierno -y probablemente al régimen- en momentos de grave conflicto político. Como advertí en otros trabajos, la Jefatura de Gabinete podría ser útil -como lo ha sido en estos años- para una serie de tareas de administración y gobierno, pero ciertos efectos o resultados esperados de ella difícilmente se producirán. En este sentido, la Jefatura de Gabinete como “fusible” del sistema, en casos de grave crisis, y la superación de ésta a través de un nuevo funcionario designado por la oposición no parecen escenarios muy probables, más allá de su posibilidad teórica. Tampoco parece probable el escenario de un presidente débil entregando el poder a un nuevo jefe de Gabinete respaldado por la oposición y delegándole amplios poderes. En la literatura política e institucional argentina se ha insistido mucho en la existencia de un hiperpresidencialismo. Quizá sería interesante introducir el concepto de “presidecentrismo”39 que denota el lugar que por expectativa ostenta la presidencia más allá de sus poderes formales y reales. Es que, simbólicamente, el sitio de la presidencia se encuentra en el centro de la escena política, su ocupante podrá ser un líder fuerte o débil, omnipotente o impotente, pero cualquiera fuere su personalidad, estilo y resultados de gestión, las miradas de los ciudadanos siempre se dirigirán hacia él.
El diseño institucional del sistema presidencial -al menos del sistema argentino-, debe prever las situaciones de grave crisis a través de un régimen claro de resolución del problema de legitimidad y sucesión presidencial. En estos temas aparecen como puntos sensibles a investigar, para una ulterior reforma, el diseño del juicio político, la situación de la vacancia vicepresidencial y la mejor resolución para el caso de acefalía presidencial. Ninguno de estos temas mereció consideración alguna cuando se debatieron las propuestas de reforma que modificaron la Constitución, en 1994, cuando el protagonista estelar fue el jefe de Gabinete. Todos estos temas estuvieron presentes en la crisis institucional argentina de diciembre de 2001 y determinaron que la Argentina tuviera, en sólo trece días, cinco presidentes.