Artículo
Resumen: En este trabajo se discuten algunas interpretaciones formuladas recientemente sobre las discontinuidades resultantes del derrumbe político de diciembre de 2001. Se presta especial atención a la centralidad del peronismo, las tendencias al hegemonismo y la fragmentación en esa fuerza y en el conjunto del sistema político y las formas y fórmulas de gobierno y competencia política que resultan de ello, temas, como ya se puede advertir, estrechamente vinculados entre sí. Discutimos en primer lugar el conflicto por el liderazgo peronista destacando los elementos que permiten hablar de la consolidación de ese partido como fuerza predominante, tanto en términos de institucionalización de reglas de juego interno y externo, como de la acumulación de poder institucional. Posteriormente analizamos el impacto de la predominancia peronista en el resto de las fuerzas políticas y los critetrios para evaluar los avances y retrocesos de estas otras fuerzas en la última década. Y por último consideramos la hipótesis de un hegemonismo no disruptivo y gobernable como escenario posible para la política argentina.
Palabras Clave: Sistema político, Argentina, crisis de representación, peronismo, partidos políticos.
Abstract: This work discusses recent interpretations on the discontinuities that result from the political breakdown of December of 2001. Special attention is lent to the centrality of Peronismo, the tendencies to hegemonism and fragmentation in that force and in the political system as a whole. Also attends the forms and formulas to rule the country and political competition that result from those tendencies, subjects, as already can be notified, closely linked among them. We discuss in the first place the conflict for Peronist leadership emphasizing the elements that allow to speak of the consolidation of that party as a predominant force. Later we analyze the impact of the Peronist predominance in the other political forces and the criteries to evaluate the advances and backward movements of these ones in the last decade. And finally we consider the hypothesis of a non-disruptive and governable hegemonism as possible setting for argentine politics.
Keywords: Political system, Argentina, crisis of representation, peronism, political parties.
La percepción colectiva, y la de muchos analistas, es que nos encontramos en medio de un proceso de profundos cambios. Con todo, las elecciones de abril de 2003 mostraron hasta qué extremo el sistema político argentino de nuestros días sigue estando signado por dos rasgos presentes, en distintas variantes y relaciones pero siempre ejerciendo un efecto decisivo sobre la vida del país, desde hace décadas: en primer lugar, la centralidad del peronismo, tanto por su decisivo peso electoral y presencia en las instituciones, los sindicatos y los territorios, como por su tendencia a funcionar como un sistema político en sí mismo (Torre, 1999), cumpliendo a la vez las funciones de oficialismo y oposición; en segundo lugar, el más o menos agudo desconocimiento de las reglas de juego institucional de esta fuerza política tanto en su vida interna como en sus estrategias de ocupación y ejercicio del poder del Estado, y la consecuente tendencia a intensificar y polarizar los múltiples disensos y conflictos que se expresan en su seno. ¿Cuál es la razón de estas continuidades? ¿Cabe atribuirlas a la siempre aludida “eficacia” del peronismo para gobernar, vis a vis las alternativas que se le presentaron o, más bien y a la luz de los efectos destructivos que ha tenido la salida de la convertibilidad, deberíamos buscarla en un vínculo más complejo entre esos rasgos del peronismo y su capacidad de bloqueo y de descargar costos en el resto de los actores en las crisis que la misma centralidad peronista provoca? Por otro lado, contra la visión que sólo atiende a las continuidades, ¿sigue siendo esta centralidad tan “ingobernable” como fue en el pasado, o ha tendido a normalizarse y estabilizarse, en la medida en que se moderan las pujas internas y se institucionalizan reglas de juego formales e informales para resolverlas?
Quienes a partir del estallido de la crisis de diciembre de 2001 abrazaron un diagnóstico según el cual la “vieja política” llegaba a su fin y la tarea del momento consistía en adivinar, o intentar delinear, los rasgos y potencialidades de una “nueva política” -un compendio de estos argumentos puede encontrarse en Schapira y Merklen, 2002- podrían ser refutados echando mano a aquel fundamental factor de continuidad. El derrumbe de la Alianza y la convertibilidad, la fragmentación del peronismo durante la gestión de la emergencia en 2002 y las anómalas reglas electorales utilizadas en abril de 2003 alentaron a imaginar una fractura definitiva de esa fuerza y un masivo reemplazo de actores y de comportamientos. El curso posterior de los acontecimientos indicaría más bien que los cambios que es dable esperar serán en gran medida procesados a través de las instituciones, mecanismos y actores preexistentes: los del peronismo y su centralidad. ¿Cómo explicar esta frustración, al menos, parcial? El diagnóstico de un cambio de época incurre tal vez en el equívoco de suponer que la crisis destraba más o menos automáticamente una situación de bloqueo al debilitar a los actores tradicionales cuando, en realidad, los damnificados también se cuentan entre los apoyos de una potencial coalición reformista. Y, también, pasa por alto la similitud entre el derrumbe político de fines de 2001 con el experimentado a comienzos de 1989: en ambos casos la viabilidad de toda estrategia de cambio político e institucional dependió de la resolución de la decisiva cuestión económica, que requiere de una coalición de actores y una movilización de recursos institucionales que sólo el peronismo ha logrado reunir (en los años noventa con una fórmula que se mostró insostenible, como sabemos), y ha estado muy lejos de ser alcanzada, en cambio, por las fuerzas y coaliciones no peronistas. ¿Qué diferencias podemos establecer, en este sentido, entre los dos procesos de crisis? ¿Cuáles son las ventajas y las desventajas que encuentran hoy las fuerzas no peronistas respecto de su situación una década atrás?
Como hemos insinuado, la continuidad de actores y configuraciones no justifica desestimar las discontinuidades que, con el tiempo, podrán implicar cambios más profundos que los hasta hoy observados. Ante todo, porque uno de los partidos tradicionales, el radicalismo, entró con la caída del gobierno de Fernando De la Rúa en un cono de sombra que puede ser definitivo y que, hasta el momento, ha implicado la fuga masiva de votos hacia dos nuevas formaciones políticas: el ARI, de centroizquierda populista, y RECREAR, una fuerza de centroderecha liberal. Y también porque el Partido Justicialista, si bien logró incluso incrementar sus respaldos electorales en medio de la crisis de confianza que enfrentó la dirigencia política en 2001 y 2002, padece conflictos internos que alcanzaron un nivel crítico en los meses previos a las elecciones de 2003 y no han podido ser resueltos hasta aquí en una nueva orientación y un nuevo liderazgo ampliamente aceptados, pese a los esfuerzos realizados por sus principales protagonistas. Aunque se desmintió el pronóstico que circuló profusamente durante la emergencia sobre lo insuperable de esas disidencias, por la velocidad con que Eduardo Duhalde y el actual presidente Néstor Kirchner hicieron a un lado y reabsorbieron al menemismo, “pacificando” aunque más no sea transitoriamente el partido, no está dicha la última palabra sobre el destino de sus estrategias. El escenario de una fuerza predominante institucionalizada es sólo una de las posibilidades que se abren ante la inédita configuración de las facciones internas del PJ y las posibilidades de cooptación que les ofrece la persistente fragmentación de la oposición.
En este trabajo nos proponemos, en suma, discutir algunas interpretaciones que se han formulado recientemente sobre el peronismo, la fortaleza o debilidad de distintas tendencias en curso en la vida partidaria y las formas y fórmulas de gobierno que resultan de ellas. Todos estos temas, como ya se puede advertir, están estrechamente vinculados entre sí, y permiten intentar comprender las continuidades y discontinuidades presentes en la evolución de la más reciente crisis política e institucional argentina, aún en curso. Discutiremos, en primer lugar, el conflicto por el liderazgo peronista destacando los elementos que permiten hablar de la consolidación de ese partido como fuerza predominante, tanto en términos de la institucionalización de reglas de juego interno y externo como de la acumulación de poder institucional. Posteriormente analizaremos el impacto de la predominancia peronista en el resto de las fuerzas políticas y los critetrios para evaluar los avances y retrocesos de estas otras fuerzas en la última década. Por último, consideraremos la hipótesis de un hegemonismo no disruptivo y gobernable como escenario posible para la política argentina.
Menem, Duhalde y Kirchner: guerra interna y juegos de guerra
Es un lugar común hablar de la “vocación hegemónica” del peronismo y de la cultura de la ilegalidad que reina en sus filas. Según estas opiniones, no hay mucho que explicar, simplemente se trata de un carácter “incorregible” que se manifiesta de modos más o menos violentos y perjudiciales para las instituciones y la convivencia social, según las circunstancias, pero que está siempre presente, inevitablemente, por ser parte esencial de la identidad peronista. Ella no es, en última instancia, más que un “deseo irrefrenable de poder”, una pragmática del poder en estado natural -Palermo, 2001, se ha referido al pragmatismo como rasgo último de la “identidad” peronista precisamente en este sentido-, lo que convertiría entonces a los peronistas, en particular a sus líderes, en algo así como “animales políticos” hobbesianos, no aristotélicos, es decir, personas en las que la naturaleza desborda toda convención. La lucha por la sucesión del liderazgo entre Menem, Duhalde y Kirchner podría ser vista, desde esta perspectiva, como la reiteración de una historia de conflictos en la que el peronismo nos muestra su verdadero rostro: indiferente a las instituciones de la república, aspirando a representar al conjunto de las fuerzas sociales y a canalizar y politizar en su seno todo tipo de luchas ideológicas y de intereses que dividen a la sociedad. Una vez más, como en los años setenta, y yendo más atrás, como en sus orígenes, el peronismo ha aspirado a ser el partido del orden y la fuerza del cambio, representando al mismo tiempo a los grandes empresarios y a las masas trabajadoras y los excluidos, y ha dado lugar entonces a una conflagración sin reglas entre ideologías y proyectos (“modelos de país”) contrapuestos: es, en suma, el mismo drama con protagonistas apenas distintos; hoy, el “neoliberalismo” menemista y el “populismo” duhaldista y kirchnerista.
Esta forma de ver las cosas puede estar bastante justificada, pero tal vez sea un poco parcial y, en todo caso, no basta para explicar las razones por las cuales veinte años de democracia no han bastado para domesticar a este inasible Behemoth. Más aún si tomamos en cuenta el hecho de que el peronismo como fuerza política atravesó, durante estos años, en forma bastante exitosa, en algunos casos, sucesivas pruebas institucionales que, si no bastaron para probar su lealtad a la república, al menos sí para adivinar la presencia de esfuerzos y tendencias en ese sentido. Reseñemos estas experiencias.
En 1983 el peronismo fue derrotado por primera vez en su historia en las urnas a manos del radical Raúl Alfonsín y pasó a ocupar el lugar de principal oposición al primer gobierno democrático de esta nueva etapa, rol que desempeñó combinando estrategias de bloqueo y “oposición dura” (principalmente en el terreno económico) con formas acotadas pero significativas de cooperación (algunas figuras en la resolución del conflicto por el Canal del Beagle con Chile, las principales durante los levantamientos carapintadas, nuevamente acotada a algunas figuras en la discusión de la ley de coparticipación y el proyecto de reforma de la Constitución a partir de 1987, proyecto que volvería a ponerse en discusión y finalmente sería acordado con los radicales en 1994). Más importante que esto es el hecho de que tras la derrota de 1983, en el seno del peronismo, surgió una corriente renovadora que logró imponerle al resto del movimiento ciertas reglas de juego de tipo partidario: básicamente, un mecanismo para elegir las autoridades y las candidaturas basado en el voto de los afiliados. Dicho instrumento se utilizó desde entonces en la resolución de las disputas internas en diversas oportunidades a nivel de los distritos provinciales y municipios, y en las decisivas elecciones para la fórmula presidencial de 1988 en las que Carlos Menem logró consagrarse como nuevo líder partidario, permitiéndole llegar a la Casa Rosada un año después. Por último, y también por primera vez en su historia, el peronismo fue desplazado del ejercicio del gobierno nacional por medios electorales en 1999, sin que se produjera una crisis institucional ni intentos de manipular el resultado de las urnas: Menem entregó entonces el bastón presidencial a De la Rúa, electo por la Alianza UCR-Frepaso, y él y su partido volvieron a ser oposición.
Con todo, como hemos insinuado, estos avances institucionales estuvieron lejos de significar un cambio completo y definitivo en términos de la instauración de reglas de juego internas y externas. En 1988 fue la primera pero hasta ahora también la única vez que en el peronismo se recurrió a una compulsa interna para elegir a su líder nacional. Desde entonces, el juego interno ha permanecido trabado y ha recurrido a fórmulas ad hoc que no lograron destrabar plenamente la situación: en 1999 no se realizaron internas para consagrar a Eduardo Duhalde como candidato presidencial sino que él fue ungido por el congreso partidario, y en 2003 el peronismo presentó tres fórmulas presidenciales debido a la imposibilidad de llegar a acuerdos sobre los mecanismos para realizar las internas. A niveles provinciales, si bien la convocatoria a internas fue más habitual, por lo general lo fue en el marco de acuerdos de unidad que eliminaron o acotaron en gran medida la competencia, y trasformaron las elecciones en un rito de confirmación (Mustapic, 1996).
En cuanto a las reglas externas, el desempeño del peronismo desde su vuelta al poder en 1989 y en particular en los últimos años dista mucho del ideal republicano. Más allá del uso extendido y sistemático de recursos de dudosa o nula afinidad con la vigencia de la ley y la Constitución (decretos, vetos, manipulación de la Justicia, diversas formas de corrupción, asignación arbitraria de recursos, etc.), importa destacar el proceso de negociación de la reforma Constitucional de 1994. En él hubo, asociada a la colaboración entre partidos que antes destacamos, mucho de extorsión a la oposición, intercambio de “favores” con ella y abierta o disimulada violación de procedimientos constitucionales (sobre el Pacto de Olivos y sus consecuencias institucionales, Serrafero, 1997; Negretto, 1998; Cheresky, 1999) y esto sin duda se ha proyectado en la escasa eficacia de las reglas establecidas: buena parte de las nuevas instituciones de control y fortalecimiento de la gobernabilidad (como el control parlamentario de los decretos presidenciales, la reforma del sistema de coparticipación, etc.) no han sido siquiera instrumentadas, otras lo han sido de modo parcial y muy poco eficaz (como es el caso del Consejo de la Magistratura para la selección de los jueces o, también, de la doble vuelta en la elección presidencial). En suma, la reforma no dio por resultado, en términos generales, un fortalecimiento del acuerdo en torno a las reglas ni de la capacidad para hacerlas cumplir. El espíritu que primó en su concreción, la modificación de las reglas para adaptarlas a las conveniencias políticas del gobierno de turno, siguió primando en la posterior indiferencia de los gobernantes respecto de sus esperados efectos institucionalizadores. Precisamente en el núcleo de las reformas introducidas en 1994, las reglas de elección y reelección presidencial se hicieron ostensibles estos efectos deletéreos: Menem pretendió habilitar una segunda reelección, forzando la interpretación de las nuevas reglas por parte del congreso partidario y la Corte Suprema. Si bien ese intento fue contenido por la oposición duhaldista dentro del peronismo, ello también implicó el recurso a instrumentos reñidos con las reglas institucionales: Duhalde convocó a un plebiscito sobre una hipotética nueva reforma constitucional, un mecanismo no previsto en la Carta Magna pero que le permitía movilizar a la opinión pública antimenemista, a esa altura muy mayoritaria, para frenar a su adversario interno.
El comportamiento del peronismo nuevamente en la oposición desde 1999, y en particular su desempeño durante y después de la crisis de diciembre de 2001, también merece una consideración crítica. Si bien no planteó una oposición desleal al gobierno de la Alianza UCR-Frepaso, e incluso colaboró en la aprobación de algunas de las leyes de emergencia requeridas por el presidente De la Rúa en los últimos meses de su gestión, cuando los legisladores del propio radicalismo y del Frepaso se resistían a seguir apoyándolo, es también indudable que sectores importantes del peronismo, en particular en la Provincia de Buenos Aires, alentaron o al menos no impidieron la ola de saqueos y protestas que dio el golpe definitivo al gobierno aliancista. Por otro lado, De la Rúa careció de interlocutores en la oposición con los que fuera viable plantear un acuerdo más que coyuntural sobre el modo de encarar la crisis económica y garantizar la gobernabilidad (algo que, es justo decir, tampoco estuvo en los planes de ese presidente hasta que fue demasiado tarde). Esa ausencia se explica, principalmente, por la aguda fragmentación interna que resultó de la derrota electoral de Duhalde en 1999 y el consecuente congelamiento de la sucesión del liderazgo interno: Menem continuó siendo el presidente del partido, pero sin capacidad para encabezar ya un consenso amplio en la fuerza, en parte porque Duhalde retuvo un control férreo sobre el peronismo bonaerense (donde logró imponer a su sucesor en la gobernación en 1999, derrotando a la Alianza), y en parte por los agudos disensos que generaba la crisis del modelo de la convertibilidad y la presencia de figuras regionales con bases propias y aspiraciones de suceder a ambos caciques nacionales. Este cuadro de fragmentación se magnificó y volcó en una disputa aún más aguda por el poder, apenas contenida dentro del marco institucional, tras la renuncia de De la Rúa.
Entre fines de diciembre de 2001 y principios de enero de 2002 el país tuvo tres presidentes peronistas, como consecuencia de la dificultad para llegar a un acuerdo dentro de esa fuerza sobre el rol y duración que debía tener el gobierno de emergencia, en función de distintas interpretaciones de la ley de Acefalía que dejaban traslucir la cada vez más aguda disputa por el liderazgo en el partido. El primero de esos presidentes, Ramón Puerta, hasta entonces presidente provisional del Senado y cabeza de una liga de distritos pequeños, por ser una figura regional con aspiraciones de liderazgo nacional no logró los apoyos necesarios de las provincias de mayor peso (Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe) para hacer de su apresurada asunción el paso hacia una presidencia más que transitoria. Fue sucedido por Adolfo Rodríguez Saá, hasta entonces gobernador de San Luis, quien tras intentar violar el acuerdo sellado con sus pares del PJ para realizar elecciones en un plazo perentorio, fue obligado a renunciar sin muchos miramientos. Finalmente, en los primeros días de enero una nueva sesión de la Asamblea Legislativa eligió a Eduardo Duhalde, que ocupaba una banca de senador y recibió el apoyo de buena parte de los legisladores peronistas y también del resto de los partidos para gobernar hasta fines de 2003, aunque la decisión mereció el rechazo del sector menemista y de los seguidores de Rodríguez Saá. La presidencia de Duhalde estaría signada, desde el comienzo, por un abierto debate respecto de su legitimidad de origen y el persistente reclamo desde distintos sectores, incluso del peronismo, de elecciones anticipadas para todos los cargos, o al menos para presidente.
Aunque la Asamblea Legislativa había finalmente establecido que la ambigua ley de Acefalía autorizaba al nuevo presidente a completar el mandato de De la Rúa1, el agudo desprestigio del conjunto de la dirigencia política ante la opinión pública y, sobre todo, la fractura interna que vivía el peronismo, hacían prácticamente inviable esa solución, y al mismo tiempo dificultaban una rápida salida electoral. El PJ debía resolver aún su disputa interna, esto es, realizar elecciones para candidaturas o bien definirlas a través del congreso partidario, para poder llamar a elecciones generales, y corría el serio riesgo de que ese proceso interno fuera la oportunidad para una fractura abierta y tal vez irreparable, más que para una resolución pacífica de la cuestión, y se impusiera a consecuencia de ello en los comicios presidenciales alguna expresión opositora. Durante los primeros meses de la crisis las posiciones preeminentes en las encuestas de opinión las ocuparon dos figuras que sintonizaban con las protestas callejeras contra el corralito bancario y los efectos de la devaluación: la diputada Elisa Carrió, quien había abandonado el radicalismo poco tiempo antes y formado Afirmación para una República de Iguales (ARI), y el también diputado Luis Zamora, antiguo dirigente del trotskismo local ahora abanderado de posiciones más cercanas al anarquismo. Tras ese tórrido verano, ascendió raudo en el favor popular el efímero ex-presidente Rodríguez Saá, quien anunció que competiría por fuera del PJ y congregó en torno de sí un aquelarre de figuras provenientes del radicalismo, pequeños grupos nacionalistas, ex militares carapintadas, etc., inspirando tan poca confianza y simpatía como los anteriores en el resto del peronismo.
En esta situación, el sector peronista en el gobierno, contando en principio con respaldos firmes sólo en el distrito bonaerense, se vería obligado una vez más a buscar soluciones ad hoc en difícil ajuste con el marco constitucional. Ya se había dado un paso significativo en esa dirección cuando, al designar a Rodríguez Saá, la Asamblea Legislativa había votado una ley para realizar elecciones presidenciales anticipadas con el sistema de lemas2, algo que no estaba previsto en las leyes electorales vigentes ni era compatible con las normas constitucionales reformadas en 1994. Esa idea volvió a circular en los debates internos del peronismo tras la asunción de Duhalde, impulsada ahora por otras figuras que aspiraban a la presidencia, principalmente el gobernador cordobés, José Manuel De la Sota. Y era resistida principalmente por el menemismo, que en el furor de la crisis creyó encontrar la oportunidad para pasar a la ofensiva y recuperar las posiciones perdidas. Pero para que Menem pudiera reconquistar el favor de los votantes y volver a la presidencia3 necesitaba, ante todo, ser ungido candidato del partido, lo que requería derrotar en la disputa interna a Duhalde y a los demás aspirantes a sucederlo (a los que se sumaron bien pronto el ya mencionado Ramón Puerta y Néstor Kirchner, entonces gobernador de Santa Cruz). Finalmente, forzado por la profundidad de la crisis económica y de confianza hacia su gobierno, y las constantes movilizaciones y protestas protagonizadas por sectores medios (ahorristas y deudores bancarios principalmente) y populares (“piqueteros” desocupados y sindicatos opositores), Duhalde anunció, a principios de agosto de 2002 (pocos días después de la muerte de dos manifestantes piqueteros), la realización de elecciones anticipadas, pero dando un lapso prolongado de tiempo para poder resolver la interna peronista. Las elecciones se realizarían en marzo del año siguiente y se convocaría a internas abiertas simultáneas de todos los partidos en los últimos meses de 2002 (se había aprobado en junio una ley a tal efecto).
Las internas abiertas tenían por principal objetivo evitar que la disputa se definiera en la consulta exclusiva a los afiliados peronistas, donde Menem tenía más posibilidades de imponerse4 y ofrecer una vía intermedia que fuera aceptada por todos los contrincantes, o al menos por los más relevantes. Para Menem, cuyo sector de todos modos se ocupó en un comienzo de criticar el mecanismo, era la segunda mejor opción después de las internas cerradas y mucho más conveniente que el escenario que podría resultar de la aplicación del sistema de lemas. Pero para que las previsiones del ejecutivo nacional se cumplieran y las internas abiertas fueran aceptadas e instrumentadas, debían cumplirse varias condiciones que finalmente no se alcanzaron. En primer lugar, los otros aspirantes que no se alineaban con ninguno de los dos grandes caudillos y que cifraban sus expectativas en el voto independiente, se resistieron a participar de cualquier instancia previa de selección de candidatos (ésta era sobre todo la posición de Rodríguez Saá y de Kirchner). En segundo lugar, Duhalde todavía necesitaba hallar un candidato que oponer al propio Menem, capaz de compensar con votos independientes la esperable ventaja del ex-presidente entre los peronistas, y eso no le resultó nada fácil. Él mismo se había excluido al asumir el gobierno en enero y no logró convencer a Carlos Reutemann -hasta entonces ligado al menemismo (véase nota 4) pero muy favorecido en las encuestas de opinión- de que aceptara una candidatura “de consenso”. Quien sí la había aceptado, el cordobés De la Sota, no lograba en cambio trepar en las encuestas. De modo que, cuando se acercó la fecha para definir la cuestión, la disputa sobre las reglas de juego volvió a abrirse. Tras una serie de maniobras judiciales5, en noviembre el Ejecutivo emitió un decreto modificatorio de la convocatoria electoral, en la que se suspendían las internas y se postergaba la realización de los comicios presidenciales a abril del año siguiente. Poco después, el congreso nacional del PJ, reunido en Lanús, aprobó una resolución impulsada por el duhaldismo que permitía a los sectores partidarios que así lo desearan presentar sus candidatos a la presidencia y establecía que el partido oficialmente no reconocería a ninguno de ellos. La solución encontrada difería, entonces, la resolución de la interna a la elección general con la expectativa de que al menos uno de los candidatos peronistas llegara a la segunda vuelta, dado que hasta entonces sólo Elisa Carrió aparecía como una posible competencia a los peronistas en la primera, y que ese candidato no fuera Menem. Poco después, en enero de 2003, Duhalde anunciaría su apoyo a la candidatura de Kirchner.
Sin duda, son muchos los factores que intervinieron en este proceso a lo largo del cual el peronismo enfrentó dividido el desafío de gobernar una crisis galopante y fue modificando, adaptando o simplemente desconociendo las reglas preestablecidas y las que él mismo estableció como soluciones ad hoc. Una de las cuestiones sobre las que más se ha insistido recientemente, en versiones periodísticas y académicas -en ambos casos con escaso fundamento, para explicar la radicalidad alcanzada por este conflicto-, es la que alude a la contraposición ideológica entre dos proyectos económicos y de inserción internacional. La idea de que Menem y Duhalde encarnaron “dos modelos de país” en pugna, más allá de la eficacia retórica que puede haber tenido durante el desarrollo de este conflicto, funda su credibilidad “explicativa” en la efectiva disputa en torno a ciertos temas macroeconómicos e internacionales: la posición frente al Mercosur y el ALCA, frente a la devaluación y la dolarización, respecto de la política de compensaciones al sistema financiero por la “pesificación asimétrica” decidida a comienzos de 2002, y algunos temas más. Con todo, la dramatización de estas diferencias es más significativa que las diferencias en sí; en muchos casos éstas son de grado y en todos son el resultado más que el motor del propio cuadro de enfrentamiento generado por una bicefalía partidaria irresuelta durante varios años.
Descartada o, al menos, relativizada la confrontación entre “modelos”, es oportuno focalizar la atención en dos factores: en primer lugar, esa situación de bloqueo en la sucesión del liderazgo peronista planteada a partir de 1995, a la que ya nos hemos referido pero que todavía es preciso explicar; y en segundo lugar, la debilidad de los constreñimientos externos a los que lo somete una competencia electoral acotada a ciertos distritos y ciertos sectores sociales. Esta última es tan o más fundamental que la primera para comprender las ambigüedades presentes en la relación entre el peronismo y las instituciones, y la analizaremos en el siguiente apartado.
Respecto de la primera cuestión, el problema central, planteado en 1995 y modificado desde entonces hasta las elecciones de 2003 (cuando ni siquiera entonces se resolvió sino que cambió de protagonistas), es una bicefalía en el peronismo en la que los polos en disputa cuentan con recursos preeminentes de distinta naturaleza y, por lo tanto, compiten en distintos planos simultáneamente, intentando llevar al adversario al terreno donde ellos son más fuertes y el otro más débil. Inmediatamente después de haber logrado su reelección en 1995, Menem cayó drásticamente en las encuestas de opinión y ya no volvió a recuperarse. Eso le permitió a quien había sido su vicepresidente entre 1989 y 1991 y que se desempeñaba desde entonces como gobernador del principal distrito del país, Buenos Aires, presentarse ante amplios sectores peronistas y no peronistas como su “oportuno” y necesario sucesor. Pero no le bastó para hacerse de una mayoría propia en el partido para desplazar a Menem de la presidencia del mismo. Como ya señalamos, el entonces presidente logró mantener detrás de sí apoyos internos suficientemente amplios y consistentes como para, si no evitar la amenaza de una “sucesión antimenemista” que encarnaba Duhalde, al menos mantenerla a raya. La “solución” que intentaría éste, en distintas variantes, una y otra vez, consistió en hacer pesar internamente el antimenemismo no peronista. Esto implicaba, en algunos casos, eludir o cambiar las reglas partidarias y, también, las institucionales (lo que podríamos llamar “alegalidad”6), y en otros forzarlas o simplemente violarlas (ilegalidad). El plebiscito lanzado en 1998 afectaba a estas últimas, las internas abiertas modificaban las primeras y los sistemas de lemas o de “neolemas” (como se llamó a la fórmula finalmente escogida) implicaba suspender o eludir las primeras y alterar (aunque en un grado mucho mayor en el caso de los lemas que en el de los neolemas) las reglas electorales y constitucionales.
En otros contextos, por ejemplo en el que se dio a fines de los años ochenta, el relativo equilibro de recursos entre los distintos actores internos del partido (renovadores y ortodoxos primero, renovadores y menemistas después), había permitido el acuerdo sobre las reglas de juego. ¿A qué se debe que, en la situación que estamos analizando, en cambio, el equilibrio haya contribuido paradójicamente a producir un efecto inverso, de desacuerdo creciente al respecto? Más que a una intrínseca, “natural” y “renacida” disposición a ignorar la ley (como parece ser el argumento predilecto de los no peronistas), o a supuestas incompatibilidades subjetivas, personales o ideológicas entre las figuras en pugna que, por algún motivo, habrían llegado a ser más dramáticas que en el pasado (y que en estos términos son frecuentemente evocadas en las explicaciones provenientes de las propias filas partidarias), cabría atribuir ese efecto a una muy ostensible y objetiva diferencia en términos del tipo de recursos y los terrenos de disputa que privilegiaron ambos polos. Según esta idea, renovadores y menemistas pudieron acordar las reglas de juego, en 1988, porque basaron su poder en un mismo tipo de recurso. Y lo que sucede a partir de 1995 es que los recursos de los bandos en pugna ya no poseen esa homogeneidad. De donde resultan inevitablemente resistencias a reconducir unos u otros a un único terreno de disputa aceptado como decisivo y legítimo.
Desde esta perspectiva es posible valorar de un modo más preciso, además, las estrategias de los distintos actores durante el conflicto y las posibles perspectivas que se abren con su (parcial) resolución. Como suele suceder, una primera violación o alteración de las normas lleva en germen su reiteración posterior o, incluso, su agravamiento. En algún sentido esto es lo que encontramos en este caso: sucesivas “escaladas” de amenazas y actos concretos de ilegalidad o alegalidad. Pero también podemos identificar los esfuerzos por hallar caminos intermedios y “reglados” realizados por ambos contendientes: ante la alternativa entre lemas e internas cerradas Duhalde intentó una solución intermedia, las internas abiertas, que fue aceptada por Menem y, posteriormente, éste se avino incluso a participar de las elecciones cuando el primero modificó nuevamente las reglas e introdujo los neolemas que, ubicándose un escalón por debajo del mecanismo anterior en las preferencias del ex-presidente, de todos modos seguía siendo mejor que los lemas, cuyas implicancias anticonstitucionales eran además potencialmente destructivas para ambos. La decisión de Menem de retirarse del ballotage tras los comicios del 27 de abril de 2003, en los que había obtenido una exigua primera minoría, puede concebirse, en este sentido, como el último eslabón de una cadena de actos alegales e ilegales que “desconocen las reglas”; pero también como el intento desesperado, en el marco de un juego de presiones y transacciones en torno a la definición de las reglas con que se juega, juego arriesgado pero juego al fin (que estaba a punto de concluir en un resultado extremadamente -e inaceptablemente- negativo para él7), de terminar con la partida (en la expectativa, claro, de que la labilidad de las reglas con las que se habían liado y ligado los actores permitía cambiar de tablero drásticamente o volver atrás). A partir de esta forma alternativa de ver las cosas, podríamos extraer la siguiente previsión, razonablemente optimista: en la medida en que el desenlace del conflicto modera y pacifica el marco de convivencia y competencia entre las facciones internas, y ha evitado cursos de acción disruptivos y abiertamente ilegales, puede esperarse de él que también moderase las tendencias a la ilegalidad y la alegalidad en el PJ (siendo sin duda irrazonable esperar que desapareciese completamente).
Para discutir este último punto, puede ser útil reflexionar sobre el tema a partir de una analogía que salta a la vista entre esta situación y la resultante del conflicto entre facciones peronistas registrado en la primera mitad de los setenta. En ambos casos, la heterogeneidad de la naturaleza de los recursos de los bandos enfrentados, en el marco de un relativo equilibrio de fuerzas, desató una dinámica de conflagración y disputa sobre las reglas. En aquél entonces, la Tendencia y la ortodoxia sindical contaban, cada una en su terreno, con recursos preeminentes: la capacidad de movilizar a la juventud, la primera, el control de las organizaciones gremiales, la segunda; de manera que resultaba extremadamente difícil, sino imposible, llegar a un acuerdo respecto del terreno en que debían dirimirse los conflictos. Pero la analogía con la situación actual se detiene en ese aspecto del problema pues sucede que, mientras en los setenta el conflicto efectivamente se radicalizó por la polaridad ideológica de los proyectos en pugna, contribuyendo a que el terreno de batalla se definiera a favor de aquello que finalmente ambos bandos compartían, el recurso a las armas, en este caso esa opción no sólo está descartada por el peso de esa historia y por la impugnación pública que sobre esa posibilidad pesa inapelable, sino por el hecho, ya insinuado, de que las opciones ideológicas son mucho más moderadas que entonces, incluso más moderadas de lo que la imagen superficial que ofrece la polarización posicional entre el duhaldismo y el menemismo en estos años llevó a pensar. Y hay todavía algo más: una legitimidad en última instancia indiscutida, equivalente funcional del recurso a las armas, que ahora reside en la capacidad de ganar elecciones en un contexto donde las elecciones no se definen “en el peronismo”. Esto es, finalmente, lo que Menem no puede hacer o no puede garantizar a partir de 1995, pese a que retiene el favor de buena parte de los peronistas, y lo que termina sellando su destino.
Si esto es así, entonces, el problema no sería tanto que el peronismo se ha institucionalizado precariamente (es decir, “que sigue siendo un movimiento populista, inorgánico y tendiente a abarcar todo el espectro político en su seno”) sino que lo ha hecho al mismo tiempo que se ha establecido en el país una realidad electoral que lo obliga a competir fuera de sus filas. El peronismo no puede triunfar electoralmente ni gobernar expresándose, canalizando a través suyo a la sociedad, porque las fuerzas más dinámicas de la sociedad no se dejan expresar de ese modo. Su tragedia, dicho de otro modo, es que ha llegado a ser un partido -partido predominante, además- demasiado tarde, cuando ya los partidos, aun el más poderoso, se ven obligados a competir, formar mayorías y sostener coaliciones de gobierno que los exceden en gran medida. Ese es el desafío que Menem vio delante de sí en 1989 y cuya resolución le permitió erigirse en líder partidario casi indiscutido durante siete años; y es también el arma que Duhalde, quien aprendió esa lección de su adversario en 1995, utilizó en su contra desde entonces.
Entonces, cabe agregar, los obstáculos que surgen para el pleno funcionamiento de las reglas internas del partido y para su sujeción a las reglas electorales del sistema político deben atribuirse, más allá de su tradicional “vocación hegemónica” y su no menos conocida tendencia a “funcionar como un sistema político en sí mismo” que canaliza en su seno los conflictos y las expectativas de los más diversos grupos sociales, a circunstancias en cierto sentido más novedosas, cuya consideración echa luz sobre una relación más ambigua y compleja con las reglas institucionales: sucede que el peronismo se ha visto sometido al muy arduo desafío de dirimir un doble conflicto, interno y externo, entre el menemismo y el antimenemismo. Esto se ha dado en un contexto donde, por un lado, estuvo obligado a conciliar sus consensos internos con los consensos externos, para evitar una de otro modo esperable derrota electoral y, por otro lado, debió preservar su unidad y un mínimo ajuste con las reglas de legitimidad autolimitando las opciones posibles en esta disputa, en un contexto en que dada la extrema inorganicidad y labilidad de las demás fuerzas políticas, ellas eran incapaces de imponerle límites a la competencia entre facciones peronistas. Veamos con un poco más de detalle los distintos elementos de este escenario.
Hace algún tiempo Vicente Palermo escribió: “el peronismo del ’73 es esencialmente un peronismo que es expresión de sí mismo, de las fuerzas (sociales, políticas, corporativas) que contiene en su propio seno. Fuerzas que, a la hora del peronismo gobernar, harán sentir su poder de veto de un modo u otro, y con una formidable potencia autodestructiva. En cambio, el peronismo del ’89 es un peronismo que sale al encuentro de fuerzas de diferente tipo que no están en su seno, sino claramente fuera de él. Continuando con el contraste, el peronismo del ’73 es un peronismo que se concibe a sí mismo como la expresión de la nación; por lo tanto, mecánicamente, un gobierno peronista es un gobierno nacional. El peronismo del ’89, en cambio, es agudamente conciente de que no es la expresión de la nación y que para gobernar debe, de un modo u otro, expresar una voluntad o una orientación nacional. Al mismo tiempo, el peronismo del ’73 tiene su propia visión de las cosas, para el mundo; el peronismo de 1989 adopta una visión de las cosas que le impone el mundo” (Palermo, 2001). El contraste que nos presenta Palermo desmiente el argumento de la continuidad, en el peronismo, de una misma vocación hegemónica y una misma tendencia a abarcar todo el espectro político. Siguiendo este argumento podemos decir que la crisis de diciembre de 2001 y los acontecimientos posteriores no hacen más que confirmar y profundizar esta discontinuidad: la crisis de confianza en las fuerzas políticas obliga al peronismo a buscar fuera suyo las voluntades que aspira a representar y gobernar. Sin embargo, y al mismo tiempo, existe una marcada continuidad entre ambas situaciones, resultante del hecho de que en la aspiración del peronismo de capturar esas voluntades, encuentra que le es no sólo posible sino necesario confundirse con las más diversas voces y corrientes de la sociedad. Lo paradójico, y verdaderamente novedoso de esta situación, en última instancia, es que el problema no está “en el peronismo” sino fuera de él. Para graficarlo: podemos imaginar que si en abril de 2003 primaba en el PJ la disciplina partidaria y el respeto a las reglas institucionales, muy probablemente se encaminaba a una derrota electoral sin poder evitar la fractura, y en cambio si se dejaba llevar por las corrientes de opinión más prometedoras en términos electorales, la fractura hubiera sido segura aun cuando se pudiera evitar una derrota inmediata. De todo ello, lo más significativo no es sólo el modo en que finalmente el peronismo logró evitar esa doble amenaza sino la peculiar situación en que lo colocaba una sociedad cuyas fuerzas más dinámicas ya no le pertenecían pero que no era representada por ninguna otra fuerza política consistente. Desembocamos así en la segunda cuestión que anticipamos discutiríamos en este trabajo: el bajo nivel de constreñimiento a las normas a que someten al peronismo las fuerzas políticas que compiten con él, debido a su acotado arco de recursos electorales e institucionales.
La fragilidad de las fuerzas y coaliciones alternativas
Aunque la competencia electoral ocupa un lugar central en tanto principio de legitimidad aceptado por todos los actores y, como hemos visto, se da ahora “fuera del peronismo”, ¿por qué no es necesariamente una competencia entre el peronismo y otras fuerzas políticas sino que sigue definiéndose en gran medida “entre peronistas”? Con esta pregunta en mente encaramos la siguiente cuestión: la debilidad de las fuerzas no peronistas para competir, para formar mayorías, y para hacerle pagar costos al peronismo por sus desempeños (y por violar las reglas de juego). Las respuestas habituales a estos interrogantes giran en torno a la “capacidad de gobierno” del peronismo y la lealtad de sus votantes, inalcanzables para sus adversarios. Nos referiremos, a continuación, a dos cuestiones que en cierta medida matizan o especifican estas dos capacidades: los desajustes en la correspondencia entre variaciones electorales y variaciones en la representación institucional y su impacto diferencial para las distintas fuerzas políticas, por un lado, y las dificultades suplementarias que deben enfrentar las coaliciones no peronistas para conformarse y sobre todo para sostenerse, por otro. Estos dos elementos se ven favorecidos en los últimos años por un tercer factor, la fragmentación creciente del campo no peronista (Torre, 2003), de manera que cabría esperar dificultades mayores para esas coaliciones. Este podría considerarse el resultado tal vez más perdurable del fracaso de la Alianza. El derrumbe electoral de esa coalición en los comicios de renovación parlamentaria de octubre de 2001 significó un agudo desbalance en una relación de fuerzas que tradicionalmente había estado inclinada a favor del peronismo. Para entender esta situación debemos pasar revista, brevemente, a la evolución del sistema de partidos argentino desde algunos años antes: un sistema inclinado hacia una fuerza “casi predominante” con una potente estructura de poder local, a lo que se suma una cada vez más sensible tendencia hacia el multipartidismo.
Desde la reinstauración democrática, en 1983, el sistema de partidos en Argentina vivió un proceso que podemos caracterizar como de marcada fluidez en tres planos diferentes: las variables relaciones de fuerza, oposición y alianza entre partidos tradicionales y nuevas fuerzas políticas, por un lado; entre partidos nacionales y fuerzas locales, por otro; y, por último, entre los dos partidos tradicionales, el peronista y el radical, que atravesaron sucesivos períodos de crisis.
En términos electorales se observa, desde 1983, un progresivo declive de la UCR, que de fuerza mayoritaria en esos primeros comicios y en los de renovación parlamentaria de 1985, pasó a ser una segunda fuerza crecientemente debilitada, hasta que en 1995 perdió incluso esa posición. Dicha tendencia fue simultánea a un progresivo fortalecimiento del peronismo, desde la derrota electoral a manos de Alfonsín en 1983 hasta la victoria en la mayor parte de las elecciones de gobernadores y de legisladores provinciales y nacionales realizadas en 1987, lo que lo colocó en la posición de sólida y amplia primera minoría, que conservó durante los siguientes diez años, incluso reforzándola en 1995, cuando alcanzó por primera vez mayoría propia en ambas cámaras del Congreso, situación que llegó a interpretarse como indicio de la configuración de un sistema de partido predominante (véanse cuadros 1 y 2). Este cambio fue simultáneo a un progresivo debilitamiento de la polarización entre estas dos fuerzas nacionales y el consecuente reemplazo del esquema bipartidista de los primeros años por una competencia crecientemente plural que, a su vez, se puede desdoblar en dos planos diferentes: por un lado, se han ido fortaleciendo los terceros partidos nacionales, proceso que se consolidó desde 1995, cuando un frente de centroizquierda conformado por varias fuerzas menores pudo desplazar a la UCR del rol de principal oposición; por otro lado, las fuerzas provinciales se fortalecieron en la segunda mitad de los años ochenta y principios de los noventa, aunque volvieron a decaer desde entonces. Esta tendencia hacia el multipartidismo fue, en algún sentido, “compensada” por la conformación de una alianza de fuerzas opositoras al peronismo, en 1997, que reunió a la UCR con ese frente y varios partidos locales. La Alianza resultó victoriosa en la elección de renovación parlamentaria de ese año y en las presidenciales de dos años después dio lugar a una competencia bipolar que en parte reeditó el “bipartidismo” de los primeros años. Sin embargo, esta bipolaridad no sobrevivió al colapso del gobierno encabezado por De la Rúa, anticipado en los comicios de renovación parlamentaria de octubre de 2001.
Pero, como adelantamos más arriba, estas variaciones electorales no se ven plenamente reflejadas en términos institucionales, y esto genera una discordancia que tiene un impacto decisivo para la competencia entre partidos y la gestión de gobierno, reforzando la desigualdad de recursos entre el peronismo y el resto de las fuerzas políticas. Gracias a las distorsiones a la proporcionalidad de la representación parlamentaria que introducen las leyes electorales -tanto el sistema D´Hont que se utiliza para la distribución de bancas de diputados nacionales como la sobrerrepresentación de los distritos pequeños producto de la conjunción de marcadas diferencias de tamaño entre provincias y una representación homogénea en la cámara alta y un mínimo de cinco diputaciones para cada distrito, ver Cabrera, 1993 y Gibson y Calvo, 20018-, el peronismo, que es el partido más firmemente asentado en los distritos favorecidos, retiene regularmente una representación institucional muy superior a su representatividad electoral, tanto en el Senado como, en menor medida, en la Cámara de Diputados. Obsérvese que, en este último caso, el PJ obtuvo el 43,7% de las bancas con el 38,5% de los votos en 1983, retuvo el 40,4% en 1985 a pesar de que había recibido sólo el 34,3% de los votos; subió al 43,8% con el 41,5% de los sufragios en 1987, y al 47,2% con el 44,7% de 1989; aunque su apoyo electoral disminuyó dos años después de asumir Menem al 40,2%, prácticamente no perdió bancas (se mantuvo en el 45,1 %), y en 1993 le bastó con sumar 42,5% en las urnas para obtener casi mayoría absoluta (49,4%); para alcanzar el 51% de las bancas con el 43% de los votos en 1995 (véase cuadro 2).
**Elección a convencionales constituyentes
***Se sumaron los resultados logrados por la Alianza UCR-Frepaso más los que lograron por separado estos partidos en los distritos en los que no sellaron el acuerdo electoral.
Fuente: Elaboración propia con datos de Molinelli, Palanza y Sin, 1999; Calvo et al, 2001.
Esta sólida presencia institucional, por su estabilidad y amplitud, resulta absolutamente decisiva para conformar mayorías de gobierno. En particular, el control permanente del Senado por parte del PJ es un rasgo relevante en este sentido: ha ofrecido, desde 1983 en adelante, un dato inmutable a la dinámica institucional, condicionando las oportunidades de los distintos partidos para pesar en la toma de decisiones de gobierno.
** Desde 1991 se elige en forma directa al gobernador de Tierra del Fuego.
*** Desde 1996 se elige en forma directa el jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.
Fuente: Elaboración propia sobre la base de Molinelli, Palanza y Sin, 1999 y La Nación.
La correlación entre ese cuadro de desajuste entre las variaciones electorales y la representación institucional de las distintas fuerzas, la sobrerrepresentación de los distritos chicos y la estabilidad de los resultados electorales a nivel distrital en esas provincias, que conforman subsistemas de partido predominante y aun hegemónico en manos, principalmente, del peronismo, se puede observar en el cuadro
En él advertimos que los distritos que se han comportado más lealmente son los periféricos, entre los cuales se cuentan los más pequeños, en los que la sobrerrepresentación es más marcada. En resumidas cuentas el cuadro nos muestra la convergencia de sobrerrepresentación de distritos chicos y periféricos frente a los distritos grandes o “metropolitanos” y la estabilidad electoral relativa, o el menor grado de competencia y alternancia en esos distritos (producto de la combinación de sistemas electorales mayoritarios o escasamente proporcionales para las legislaturas provinciales y el bajo promedio de “número efectivo de partidos”).
Estos elementos en conjunto dan por resultado una situación en la que el partido más fuertemente asentado en los distritos periféricos, el peronista -ganó todas las elecciones a gobernadores desde 1983 en 8 de ellos, y cuatro de cinco en otros 3-, cuenta con un coto de caza electoral relativamente impermeable a la competencia de otras fuerzas locales o nacionales. Ello le garantiza una posición privilegiada en la competencia electoral nacional y, por sobre todo, una representación institucional decisiva para formar mayorías en el Congreso Nacional (sobre todo en el Senado, proporcionándole hasta un 60% de las bancas). Esta situación no ha variado con la reforma constitucional de 1994 que no modificó sustancialmente la representación de los distritos en las cámaras legislativas9, ni con las reformas provinciales realizadas desde 1983 que, o bien no modificaron las reglas electorales o reemplazaron sistemas proporcionales por mayoritarios.
**Indice alternancia: número de veces en que cambió de signo el Ejecutivo 1983/2001.
***Número efectivo de partidos en competencia parlamentaria local (Calvo et al, 2001).
Como hemos visto en el cuadro 1, el sistema de partidos estuvo lejos de permanecer “congelado” durante estos casi veinte años de vida democrática. Antes bien, la rigidez observada a nivel provincial no parece haber sido de gran ayuda para que el sistema lograra consolidarse a nivel nacional. El sistema nacional ha experimentado más bien cambios sucesivos en distintas direcciones, reforzando tendencias a la fragmentación y la formación, auge y declive de diversas fuerzas no peronistas. Tendencias que, dicho sea de paso, dificultan la formulación de una explicación sucinta y abarcativa de los rasgos del sistema y su posible evolución. Agotar esta cuestión está por ello fuera de nuestro alcance. A lo más que podemos aspirar es a considerar algunas tendencias de continuidad y discontinuidad, sobre todo en la competencia entre partidos y las posibilidades efectivas de formar gobierno de distintas coaliciones, atendiendo especialmente a la última fase de este período, la que se inicia a mediados de los años noventa.
Pero antes de continuar el análisis de la competencia interpartidaria, es conveniente destacar la siguiente cuestión: el presidente argentino tiene amplios poderes institucionales pero encuentra contrapesos a esos poderes en los gobiernos provinciales (sobre todo cuando no es un presidente del partido peronista) y en la estructura federal de los partidos (cualquiera sea su signo partidario). De manera que para garantizar un esquema de gobernabilidad los presidentes se ven obligados a formar coaliciones intrapartidarias con caudillos locales de su propia fuerza y, cuando ello no es suficiente para garantizarse mayorías legislativas, coaliciones interpartidarias con otros partidos menores (provinciales o nacionales) que cuenten con representación parlamentaria. Si a ello le sumamos el hecho de que conviven un sistema de partidos muy fluido, es decir poco consolidado, a nivel nacional, con subsistemas provinciales mucho más consolidados y estables, es fácil concluir que para la formación de estas coaliciones los presidentes pueden enfrentar condiciones desfavorables de negociación de cara a gobernadores de otros partidos o incluso del suyo propio -sobre los aspectos fiscales de este problema, véase Bonvecchi, 2003-. El resultado esperable de la combinación de un partido que en términos de su poder institucional es “casi predominante” y un fuerte federalismo (institucional y partidario) es o gobiernos peronistas relativamente estables (Menem 1989-1999) o gobiernos no peronistas en minoría parlamentaria (gobierno dividido) y, por lo tanto, potencialmente muy inestables (Alfonsín 1983-1989 y De la Rúa 1999-2001). Si a esto le agregamos ahora la consideración de las reformas constitucionales concretadas en Argentina desde la transición democrática y nos preguntamos si ellas fortalecieron las oportunidades para las fuerzas de oposición o posibilitaron la permanencia en el tiempo y la concentración de poder en manos de los líderes y los grupos políticos en el gobierno, debemos decir que las provinciales tuvieron claramente el segundo efecto para buena parte de los distritos (al introducir sistemas mayoritarios y la reelección de los gobernadores) mientras que la reforma de 1994 tuvo un efecto inverso, más en línea con el fortalecimiento del pluralismo y la competencia electoral abierta, a nivel nacional (al mantener el sistema proporcional combinándolo ahora con la elección directa en doble vuelta del presidente). Y la conjunción de ambos efectos da por resultado un agravamiento de los problemas previos: presidentes más débiles frente a poderes provinciales más fuertes.
¿Qué aportaron, en suma, las reglas electorales de 1994, en particular el sistema de elección directa del presidente, con doble vuelta, a esta situación? Sus efectos no difieren mayormente de los conocidos desde antes pero los han intensificado. Si bien el efecto esperable de esas reglas era el fortalecimiento de la legitimidad presidencial y de la cohesión y cooperación entre partidos, ello no se verificó, en gran medida porque conviven con otro conjunto de reglas que tienen un efecto divergente: la organización federal de los partidos, la renovación parcial y por representación proporcional de la cámara de diputados, etc. Todo esto combinado imprime una aguda inconsistencia al funcionamiento institucional: exige demasiado a los actores políticos, en particular a los no peronistas que compiten a nivel nacional, sin proveerles los recursos mínimos para “estar a la altura de las circunstancias”.
Hasta 1999 era posible prever que el sistema político argentino avanzaba en dirección a conciliar el presidencialismo con el multipartidismo. La crisis del gobierno de la Alianza impugnó esta previsión y, en su lugar, refuerza otra: la combinación de presidencialismo fuerte y base electoral y partidaria fragmentada por el federalismo institucional y partidario, la representación proporcional y la renovación parcial de los cargos parlamentarios con sobrerrepresentación de las provincias periféricas y chicas que se convierte en un serio problema para el peronismo y en un desafío insuperable para el resto de las fuerzas políticas.
Es importante destacar esos rasgos del sistema electoral porque ellos han influido fuertemente en los problemas de competencia electoral y ejercicio del gobierno con que debieron lidiar los actores partidarios en los últimos años. Concretamente, mientras se intensifica la competencia electoral y el pluralismo de partidos a nivel nacional -respecto de esta tendencia y la desidentificación partidista del electorado ver Adrogué y Armesto, 2001- sucede lo contrario a niveles locales. Aquel incremento de la competencia y el pluralismo ha tenido una víctima privilegiada, el radicalismo, que desde mediados de los noventa ya no encarna una potencial mayoría alternativa al peronismo. Como consecuencia, se ha vuelto crecientemente difícil coaligar a las distintas corrientes de opinión no peronista que tienden, ahora, a expresarse a través de fuerzas más hacia la derecha o hacia la izquierda de la UCR. Éstas encuentran aún más serias dificultades para consolidar sus ocasionales respaldos electorales y traducirlos en poder institucional y, por lo tanto, tienden a tener un período de vida muy breve.
En la oposición al peronismo encontramos en los últimos años fuerzas políticas que deben lidiar con dos serios problemas para poder ser auténticas alternativas electorales y de gobierno. En primer lugar, deben superar las marcadas diferencias que existen entre ellas y sus posibles aliados y la amenaza que para sus precarias identidades representa la formación de coaliciones con ellos. Y en segundo lugar, dado que muy difícilmente logran superar esos escollos y formar una amplia coalición (lo logró el Frepaso en 1997, pero no pudo evitar pagar altísimos costos en términos de identidad por el mal desempeño de la Alianza), estas fuerzas sufren agravado el problema que ya padecía el radicalismo: sus avances electorales se reflejan sólo parcialmente en términos de poder institucional, lo que significa que no pesan en las decisiones como en la opinión. Nuevamente el Frepaso es un claro ejemplo de esto: de la comparación de los cuadros 2 y 3 puede concluirse que las terceras fuerzas (y fue el caso en particular del Frepaso, que se asentaba en los distritos más densamente poblados, es decir los más subrrepresentados) sufren en mayor medida que la UCR el desajuste entre apoyo electoral y representación institucional. Es así que en 1995, tras haber alcanzado el 20,7% de los votos para diputados a nivel nacional, el Frepaso reunía poco más del 8% de las bancas de la cámara baja. En 1997, con el 45% de los votos en conjunto con los radicales apenas si logró mejorar su posición hasta el 13% de la cámara y esta situación no varió mucho dos años después cuando la Alianza volvió a triunfar (con el 41% de los votos para diputados). Una situación similar enfrentó Acción para la República, una fuerza de centroderecha orientada por Domingo Cavallo, en 1999.
¿La crisis de fines de 2001 significa un punto de quiebre o una profundización de estas tendencias al desequilibrio? Por lo que se observa en el cuadro 1, podemos decir que el efecto más inmediatamente observable es el de profundización: entre la UCR y el Frepaso apenas si alcanzan ahora a sumar los votos obtenidos por la primera en 1995, hasta entonces su peor elección -los radicales ceden varias bancas de diputados hasta alcanzar los niveles previos a la formación de la Alianza- y el voto no peronista se dispersa. Con todo, la crisis es tan profunda que el PJ tampoco escapa a ella y experimenta cambios sensibles que, si bien también tienen antecedentes en procesos previos, permiten imaginar otras posibles discontinuidades en el sistema de partidos. Es cierto, como señala Torre (2003), que esta fuerza retiene mucho mejor sus votos que el resto (pierde sólo 670.000 votos, frente a los 4.500.000 de la Alianza y el 1.200.000 de APR) pero ese resultado se muestra menos halagüeño si se tiene en cuenta el rol de oposición que desempeñaba el PJ: cuando el oficialismo (tanto la Alianza como APR, ya que Cavallo integraba en ese momento el gobierno de De la Rúa) se derrumba, los electores no van hacia la oposición peronista sino principalmente a la abstención, el voto nulo o en blanco (opciones a las que se inclinan 4.400.000 electores más que en 1999) y, en menor medida, a una nueva formación de centroizquierda (el ARI, confluencia de ex-radicales y ex-frepasistas, obtiene 1.600.000), a la izquierda tradicional (crece en casi 1.000.000) y a una variedad de nuevas fuerzas locales y provinciales de centroderecha (crecen cerca de 700.000 votos).
Esto alienta a dudar del argumento de Torre (“las dificultades que hoy exhibe el peronismo se refieren más a su cohesión interna como maquinaria política que a la salud de los vínculos con el electorado que representa”) y gana en cambio crédito la idea de un “desalineamiento” del conjunto de los electores (Cheresky, 2002) y de una situación de competencia electoral que no se define “en el peronismo”. Finalmente, el PJ también realiza en esta ocasión la peor elección de su historia: apenas uno de cada cinco electores apoyó a sus candidatos mientras que más dos de cada cinco no apoyaron a ninguno. Así, aunque retenía un porcentaje de los votos positivos equivalente al mínimo de anteriores comicios, y gracias a la caída de su principal adversario, la dispersión del resto de los votos y las distorsiones ya examinadas, incluso incrementaba sus bancas parlamentarias, más profundamente lo que se podía advertir era la continuación del lento declive que venía sufriendo su caudal electoral desde 1995. En este sentido, 2001 representa un nuevo mínimo en el “voto cautivo” peronista. Ello se compensa con la aguda debilidad de las fuerzas no peronistas que le permite al PJ y a sus facciones en pugna cooptar las corrientes de opinión más nutridas independientemente de su posición en el arco político y en la escala social, corroyendo las ocasionalmente acrecidas bases de apoyo de aquéllas y acelerando su rotación. Es así que en abril de 2003 la estrella en ascenso ya no fue el ARI sino la nueva formación de López Murphy, RECREAR, que sin embargo unos pocos meses después también había ingresado en una fase declinante.
2003: ¿Extravío de oportunidades refundacionales o lentitud del cambio político?
Diciembre de 2001 abrió un escenario en el que el peronismo tenía mucho por ganar, dado el colapso de la coalición que había desafiado su preponderancia electoral e institucional, pero también mucho que perder, dado que la crisis no lo dejaba indemne. Y el dilema que tenía por delante consistía en que los recursos que podían permitirle sacar provecho de lo primero eran los mismos que podían llevarlo a lo segundo: a la ruptura y tal vez a la dispersión de sus bases de apoyo, compartiendo la suerte del radicalismo.
En suma, cuando Eduardo Duhalde asumió la presidencia en enero de 2002 podía imaginar hacia adelante un PJ unificado detrás de sí, fortalecido electoralmente, y disponerse a trabajar por ese objetivo. Pero no podía dejar de ver otros escenarios igualmente factibles: una victoria electoral a costa de una fractura del partido, un partido unificado y victorioso pero encolumnado detrás de su adversario, Carlos Menem, o aun el peor de todos, un partido dividido y derrotado. Para quienes ansiaban hacer de la crisis la oportunidad de cambios profundos, el orden de las preferencias prácticamente se invertía: sin duda era una condición fundamental para avanzar en esos cambios la derrota electoral del PJ y, en lo posible, su fractura.
Visto desde hoy, podría pensarse que finalmente “sucedió lo que tenía que pasar” y se dio el escenario más probable: el peronismo sigue siendo una fuerza capaz de procesar sus diferencias aun al precio de descargar los costos de ello en toda la sociedad y en las instituciones, de producir liderazgos, de administrar el gobierno aun en contextos de crisis aguda y de movilizar a millones de electores. Pero si reconstruimos paso a paso el curso de los acontecimientos vamos a advertir hasta qué punto intervinieron en él el arte político, un complejo e impredecible juego de estrategias en pugna y también una cuota de azar.
Nos referimos ya, en la primera parte de este trabajo, al manejo de los tiempos y de las reglas electorales realizado desde el Ejecutivo a lo largo de 2002. A ello debemos sumar el relativo buen desempeño de las políticas anticrisis, en particular a partir de la segunda mitad de ese año, que proveyó al duhaldismo recursos suplementarios para pilotear la crisis interna del PJ -aunque no los suficientes como para construir una voluntad mayoritaria en su seno- y, lo que fue más importante, un margen de maniobra creciente para promover una fórmula presidencial electoralmente competitiva, sobre todo fuera del peronismo. Por otro lado, el contexto de relativa estabilidad y recuperación económica desde mediados de ese año tornó progresivamente menos significativos los desacuerdos programáticos -que viraron de un lado y del otro hacia el centro- reenviando el conflicto hacia las reglas de juego electoral, en la competencia interna y en la presidencial. Fuera del peronismo, la contención de la crisis significó esencialmente desmentir los diagnósticos catastrofistas y quitar sustento a las opciones más radicalizadas, principalmente a aquellas que detrás de la consigna de “que se vayan todos” aspiraban a convertir el masivo descontento de 2001 en una nueva mayoría. Esta situación fue la que permitió que, si bien el peronismo no pudo resolver su interna y terminó presentando tres candidatos a las elecciones presidenciales, los tres se ubicaron durante casi toda la campaña en las tres primeras posiciones de las encuestas de opinión y llegaron a reunir en los comicios del 27 de abril de 2003 poco más del 60% de los votos en una elección donde los votos en blanco y nulos cayeron por debajo del promedio histórico, con un nivel de asistencia que, si bien fue algo menor que en elecciones presidenciales previas, estuvo muy por encima del registrado en 2001. En segundo lugar, las elecciones arrojaron por resultado un panorama claramente desfavorable para Menem en la segunda vuelta: si bien éste obtuvo un modesto primer puesto, gracias principalmente a la lealtad del voto peronista (el 43% de los identificados con ese partido declararon haberlo votado, contra el 34 de Kirchner y el 23 de Rodríguez Saá), no logró recuperar respaldos importantes fuera de esa fuerza. La relativa desdramatización de la crisis también dificultó su estrategia en este sentido. Ello explica, como adelantamos al comienzo, que para la segunda vuelta se previera un resultado muy desfavorable para el expresidente, ya que su antagonista lograba atraerse sin mucho esfuerzo las distintas vertientes del antimenemismo. En tercer lugar, en la oposición se produce un reagrupamiento que, si bien morigera circunstancialmente las tendencias a la fragmentación y la desafección, divide el voto no peronista en dos opciones fuertemente enfrentadas entre sí, una de centroizquierda (el ARI), liderada por Elisa Carrió, quien obtuvo el 14% de los votos, y otra de centroderecha liberal, RECREAR, que trepó al 16%. Aunque ninguna de estas fuerzas logró finalmente pasar a la segunda vuelta, ni ganar el respaldo masivo de los independientes disgustados con la “vieja política”, su desempeño no fue despreciable.
Esta situación podría leerse también como una combinatoria de elementos de continuidad y de discontinuidad. Se podría decir que el PJ ocupa, una vez más, el centro político (Kvaternik, 1994), teniendo ahora a su derecha y a su izquierda fuerzas competitivas con electorados bastante diferenciados entre sí, provenientes ambos en alguna medida del radicalismo que, en esas elecciones, obtuvo apenas el 2% de los votos. No existen precedentes cercanos a esa configuración en la historia política argentina pero, en cambio, puede establecerse una analogía bastante estrecha con la situación del sistema mexicano posterior a 1988. En el caso mexicano, recordemos, la división de la oposición no impidió que un partido durante décadas hegemónico fuera finalmente derrotado: el desgranamiento de votos del PRI hacia el PRD (centroizquierda) fue casi simultáneo al fortalecimiento de la oposición de centroderecha (PAN), que se impuso en las elecciones presidenciales de 2000. ¿Podría suceder algo semejante en nuestro caso? Ante todo debemos decir que, en el caso mexicano, la fuerza opositora que venció la hegemonía priísta contó para ello con una sólida identidad y bases de apoyo locales construidas a lo largo de décadas. Lo único comparable en nuestro caso sería el radicalismo. En segundo lugar, en México las reglas electorales y el sistema federal no se conjugan como en Argentina para debilitar la estructura nacional de los partidos. Todo lo contrario, encontramos allí una larga tradición de liderazgos y organizaciones partidarias “nacionales”. Aunque la mayor competencia, a nivel nacional, también ha tenido un efecto de “federalización” de los partidos, en particular en el PRI, ese proceso tiene un alcance mucho menor que en el caso argentino.
Pero hay otros dos elementos, tal vez más relevantes, que dificultan que en Argentina se consolide algo así como un tripartidismo equilibrado. En primer lugar, la aguda frustración resultante de la experiencia de la Alianza puede colocar por largo tiempo muy abajo en el orden de prioridades la alternancia entre partidos. En segundo lugar, el peronismo ha demostrado en esta crisis y su desenlace la plasticidad y amplitud de su “abanico populista” y su eficacia para neutralizar a potenciales rivales y adaptarse a profundos cambis en las preferencias de la ciudadanía. Hemos relativizado aquí la idea de que en su seno compiten distintos “modelos de país” pero no puede ignorarse la profundidad de las disidencias programáticas e ideológicas que el conflicto entre Menem y Duhalde suscitó. Y lo mismo cabe decir de las orientaciones adoptadas por Néstor Kirchner. A la aspiración menemista de reconquistar el alma del peronismo para consolidar su orientación en clave neopopulista y neoliberal la identidad partidaria (equivalente en alguna medida a la orientación que con más suerte ha logrado infundirle la mayoría moral cristiana al partido republicano en Estados Unidos), el duhaldismo le contrapuso una suerte de “regreso a las fuentes” nacionalistas, desarrollistas y populistas, en términos más o menos clásicos, aunque bastante más moderados que en sus versiones originales, con la aspiración de reunificar el partido dando por cerrada la experiencia menemista -interpretada desde este sector como una desviación “promercadista” tal vez coyunturalmente inevitable pero en todo caso superada y ya injustificada-, para volver a sentar sus reales en el centro político. Pero la victoria obtenida por Duhalde sobre Menem está lejos de significar el éxito de su apuesta, es decir, la concreción del escenario que identificamos como el “óptimo” imaginable al momento de su asunción (victoria con reunificación), en la medida en que se abrió un nuevo frente de conflictos para el duhaldismo y de disensos programáticos e ideológicos para el peronismo, con el ascenso de Kirchner a la presidencia (con lo cual el resultado alcanzado podría considerarse, hasta ahora al menos, como “subóptimo”: victoria electoral pero con el partido dividido).
El cariz que adopta hoy el abanico peronista termina de complicar las cosas. Kirchner, quien conquistó la presidencia fundamentalmente gracias al apoyo de Duhalde y el peronismo bonaerense, pareciera querer hacer con éste y el resto de las facciones internas lo mismo que ambos hicieran con Menem: captar las corrientes de opinión no peronistas para cambiar una relación de fuerzas desfavorable en la interna partidaria. Ello significa, en su caso, formar en el seno del PJ un polo progresista y de “reformismo institucional” (a través de juicios a los militares, modificaciones en la Corte Suprema, en el PAMI, etc.) que le permitiría al peronismo hacer lo que no pudo durante los noventa: ofrecer una opción competitiva con la centroizquierda y con la oposición en general en los temas republicanos para apropiarse de una parte de sus bases electorales. En tanto Duhalde, cuyas preferencias de siempre por ubicar al peronismo en el centro político se corresponden ahora con el celo en hacer respetar las fronteras y cierta cohesión partidarias, tiende a coincidir con sus anteriores adversarios internos y a preferir un camino de moderación en los cambios institucionales y la renovación de dirigentes que dejará insatisfechos a los electores no peronistas pero, paradójicamente, puede permitir el fortalecimiento de las fuerzas que aspiran a representarlos y, por lo tanto, la competencia y los equilibrios interpartidarios.
¿Estamos entonces en los prolegómenos de un nuevo ciclo de hegemonía? Es difícil saberlo pero podemos imaginar el siguiente escenario: si el proyecto de Kirchner avanza produciendo cambios institucionales a favor de los mecanismos de control y equilibrio, paradójicamente su consagración puede implicar el reforzamiento de la hegemonía peronista, mayor irrelevancia de la oposición e internalización de la competencia política en el PJ. Ello es factible porque, aunque la partidización del peronismo iniciada en los años ochenta y aún en proceso obstaculiza las tendencias populistas de las que se alimenta el hegemonismo, ello no ha sido suficiente para garantizar el pluralismo de partidos, en la medida en que no se ha logrado una experiencia efectiva y exitosa de alternancia que consolide capacidades de competencia y cooperación entre las fuerzas no peronistas. Obviamente que en ello la responsabilidad central no es del peronismo sino, nuevamente, de los muy escasos recursos y habilidades de esas otras fuerzas. El dilema al que parece enfrentado el sistema político argentino podría resumirse en la siguiente interrogación: ¿cómo superar la alternativa entre el reformismo (económico, institucional, etc.) de un peronismo hegemónico (y tal vez él mismo crecientemente institucionalizado) y un pluralismo que hasta aquí ha mostrado ser demasiado inestable y bastante esteril?
Bibliografía
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