Servicios
Descargas
Buscar
Idiomas
P. Completa
La democracia y los vaivenes de lo público-estatal
OSVALDO M. IAZZETTA
OSVALDO M. IAZZETTA
La democracia y los vaivenes de lo público-estatal
Revista SAAP, vol. 1, no. 2, pp. 377-408, 2003
Sociedad Argentina de Análisis Político
resúmenes
secciones
referencias
imágenes

Resumen: Si bien lo estatal no agota a lo público, existe un segmento público-estatal que resulta crucial para asegurar la vigencia y alcance de las promesas y contenidos universalistas de la democracia. Este artículo contiene una revisión teórica sobre el vínculo entre lo público-estatal y la democracia e indaga acerca de las oscilaciones de esa conexión en la experiencia argentina. Ese abordaje focaliza tres dimensiones alternativas de lo público-estatal que conciben a éste como lo común a todos, abierto al control y debate público y como expresión de intercambios universalistas. Esta revisión está guiada por la percepción de que el Estado y la calidad de dichas dimensiones no resultan indiferentes para nuestra democracia y sus posibilidades de profundización y perfeccionamiento.

Palabras clave: Estado, democracia, público, privado, particularismo.

Abstract: In spite of the fact that the state doesn’t run out of the public, there is a public-state segment that is needed to reassure the validity and reach ofthe universalistic promises and contents of the democracy. This paper presents a theoretical revision about the links between the public-state and the democracy and investigates about the oscillation of this connection in the argentine experience. This study involves three different dimensions of the public-state that takes it as what is common to everybody, as what is opened to control and public debate and as a expression of universalistic exchanges. This revision is orientated by the idea that the state and quality of these dimension ns is not useless for our democracy and its possibilities of improvement.

Keywords: State, democracy, public, private, particularism.

Carátula del artículo

Artículo

La democracia y los vaivenes de lo público-estatal

OSVALDO M. IAZZETTA
Universidad Nacional de Rosario, Argentina
Revista SAAP, vol. 1, no. 2, pp. 377-408, 2003
Sociedad Argentina de Análisis Político
1. Luces y sombras del Estado

En un texto anterior hemos sostenido que, si bien la democracia re-quiere el sustento del Estado, éste debe reunir ciertas capacidades y re-cursos sin los cuales no logra efectivizar en forma homogénea los derechos y garantías que dicho régimen político presupone1. Por consiguiente, en contextos en los que el Estado permanece ausente, quebrado fiscalmente o exhibe una presencia esporádica y dispar, el desafío inmediato es reconstruirlo y entender esta labor como parte de las tareas que debemos emprender para fortalecer la democracia2.

De todos modos, este reconocimiento normativo sobre el papel del Estado en una democracia no significa ignorar que nuestro Estado histórico-concreto aún dista de constituir una entidad inherentemente virtuosa, consagrada a la protección del interés general. Más aún, se ha extendido -y con sobrados fundamentos- la certeza de que carecemos de instituciones estatales previsibles, capaces de cumplir y hacer cumplir las leyes y la Constitución Nacional. Múltiples evidencias abonan tal desconfianza. En las últimas décadas, en diversas oportunidades, las acciones de las instituciones estatales no sólo no garantizaron el respeto a las legislaciones vigentes sino que, además, las violaron flagrantemente3.

Tal vez no resulte ocioso recordar que en el pensamiento político clásico, el Estado fue imaginado como un reductor de incertidumbre -repárese en la caracterización proveniente de Hobbes- regulando nuestras relaciones sin destruir-nos entre sí. Nuestra experiencia reciente revela, sin embargo, que el Estado no sólo muestra serias limitaciones para actuar como productor de certidumbre sino que incluso es percibido socialmente como una fuente de incertidumbre. Aunque este comportamiento se manifiesta de diversas formas, su incapacidad para asegurar el valor de la moneda4 y los contratos entre particulares5 o para ejercer el control de sus fuerzas de seguridad -casos de violencia policial y “gatillo fácil”- desnuda sus límites para actuar como garante de la convivencia6.

Coincidimos con Botana cuando señala que los déficit de las palancas institucionales del Estado combinan, en nuestro caso, una coacción legítima débil con una coacción ilegítima fuerte (2002:81). Esta paradoja revierte la ecuación que permitió “domesticar” la naturaleza autoritaria del Estado a partir del Estado de derecho, cuando aquél se somete a su propia ley, acepta límites en el uso de la fuerza y se compromete a respetar y garantizar derechos subjetivos de los ciudadanos. De esa ecuación perversa resulta un Estado vigoroso y activo para atropellar los derechos ciudadanos, y débil y pasivo en áreas en las que debe exhibir fortaleza para resguardarlos en forma efectiva. Esta distor-sión acentúa el rostro opresivo del Estado, desnaturalizando el trato que debe mantener con los ciudadanos en una democracia.

Este Estado, débil en sus capacidades extractivas sobre los grandes contribuyentes7 o en su autoridad para garantizar el imperio de la ley sobre todo el territorio y todos los sectores sociales, pero fuerte y abusivo cuando cobija y ampara a agentes y funcionarios que vulneran derechos ciudadanos, traduce una inequívoca propensión a detenerse ante los poderosos (grupos organizados y poderes fácticos) y a excederse con los más débiles y desprotegidos, material y jurídicamente. La metáfora de las “zonas marrones” imaginadas por O’Donnell (1993) para retratar es-pacios geográficos o sociales adonde no llega la legalidad estatal y sus brazos ejecutores, resulta potente para ilustrar de qué modo la ausencia de Estado favorece la propagación de formas alternativas de regulación por parte de instituciones “informales” y particularistas que actúan en abierto desafío del orden estatal legítimo. Esta erosión de la dimensión pública del Estado no resulta indiferente para la democracia en tanto ésta descansa en la promesa universalista que aquél garantiza. Por cierto, no es irrelevante que nuestra democracia haya sorteado el desbarranque socioeconómico e institucional desatado a fines de 2001 sin alterar su continuidad; sin embargo, su propio afianzamiento exige como contra-partida la recreación de esa dimensión pública del Estado. La democra-cia no flota en el vacío y requiere el sustento del Estado para su mejora y profundización.

Para ello resultan necesarias reformas que permitan reconstruir la confianza pública en las instituciones estatales como, así también, el acompañamiento sostenido de una sociedad civil, activa y vigilante, que no tolere sus abusos y demande su intervención cuando revele ausentismo o indiferencia en ámbitos en los que su acción resulta esperable e insustituible. En suma, la democracia exige tanto el fortalecimiento y recuperación de las capacidades institucionales del Estado como de una sociedad civil vigorosa que amplíe constantemente los límites y densidad del espacio público. Contrariamente a lo sugerido por las ideas neoliberales, no es posible seguir pensando la relación entre estos términos como un juego de suma cero: un Estado fuerte, una sociedad civil fuerte y una democracia fuerte, pese a su aparente antagonismo, se precisan y refuerzan mutuamente.

2. ¿Por qué Estado?

El debate desarrollado en el último cuarto del siglo XX en torno a la relación Estado-mercado impuso una lectura unilateral que resaltaba, en forma excluyente, su ineficiencia y “gigantismo” como “empresario” o prestador de servicios. Esta percepción, respaldada por evidencias que abonaron la aceptación y posterior ascenso del diagnóstico y terapéutica neoliberal, culminó confundiendo a una de sus partes con el todo, ofrecien-do una versión del Estado que, en su empeño por restringirlo a la di-mensión económica, ocultaba otras funciones, no menos relevantes, tam-bién cubiertas por aquél.

Sin embargo, la reforma del Estado que pondría remedio a esos ma-les no sólo produjo un colosal recorte de su sector empresario -léase privatizaciones- sino también un desmantelamiento indiscriminado de su aparato institucional, que hoy compromete el cumplimiento de tareas en las que resulta irremplazable. Para expresarlo en el lenguaje metafórico y autocrítico empleado por el Banco Mundial (1997), en esa poda no sólo se eliminaron las “ramas secas” del árbol estatal sino también, innecesariamente, muchas de sus “ramas sanas”. Aquella lectura reduccionista soslayó que, junto a su dimensión económica, el Estado también compren-de otras dimensiones que permiten considerarlo simultáneamente como forma política (dimensión política), como aparato burocrático (dimensión administrativa), como garante de un orden jurídico legítimo (dimensión legal) y como síntesis simbólica de la sociedad civil (dimensión simbólica).

Ese discurso, interesado centralmente en la expansión y fortaleci-miento de un mercado al que presentaba aprisionado por el “gigantismo estatal”, se desentendió de las otras dimensiones fingiendo que no exis-tían, ignorando que éstas resultan indispensables incluso para garanti-zar un funcionamiento más eficiente del mercado.

Sin perjuicio de otros vínculos que pueda reconocer el Estado, nues-tro propósito en esta ocasión es concentrarnos en la articulación que mantiene con la democracia. En este sentido, si bien la evaluación de la calidad de una democracia comprende diferentes aristas, ella no puede desconocer la capacidad exhibida por el Estado para cubrir, razonable-mente, ciertas dimensiones de lo público-estatal sobre las que reposa. En otros términos, la calidad de lo público-estatal también nos informa so-bre la calidad de una democracia, pues aunque no constituye una condi-ción suficiente, la vigencia y alcances de sus promesas y contenidos universalistas no resultan indiferentes para ésta.

Como sugiere Botana, es cierto que la democracia significa sobera-nía del pueblo y libertad electoral, derechos humanos y separación de poderes pero, también, la democracia significa el universalismo del Esta-do8. Ese universalismo del Estado, en su relación con la democracia, se expresa de diferentes maneras. En primer término, está presente en la promesa de asegurar el alcance universal de los derechos ciudadanos (“ciu-dadanía inclusiva” en el lenguaje de Dahl, 1999:100), lo cual forma parte de las condiciones mínimas que debe cubrir un régimen político para ser reconocido como democrático9. En otros términos, un régimen demo-crático presupone: a) un Estado territorialmente basado que delimita a quiénes son considerados ciudadanos/as políticos/as; y b) un sistema le-gal de ese mismo Estado que, dentro de su territorio, asigna la ciudada-nía política sobre bases universalistas (O’Donnell, 2003).

Sin embargo, el universalismo del Estado también puede reconocerse en el esfuerzo por atenuar y controlar toda tentación discrecional, sujetándose a un derecho formal y un modo de administración que, en el límite ideal de la versión weberiana, proceden con apego a normas impersonales que no reparan en consideraciones afectivas o particularistas. Ese universalismo del Estado moderno no debe ser leído unilateralmente por la previsibilidad y calculabilidad que supo aportar al desarrollo capitalista sino también por el avance que significó en términos de democratización, marcando una clara atenuación de la arbitrariedad que distinguió al Estado pre-moderno.

A nadie escapa que los alcances universalistas del Estado represen-tan un aspecto controvertido que ha merecido -y aún suscita- una amplia discusión en la literatura sobre el tema. Luego de repasar esta discusión nos centraremos en los vaivenes que han experimentado ciertos aspectos de lo público-estatal en nuestra experiencia democrática.

La lenta formación de lo público-estatal

El Estado es una entidad centralizadora por excelencia; su lento y trabajoso proceso de construcción se asocia al control gradual de diversos mecanismos monopólicos que le permiten expresar el “interés general”. Como señala Oszlak (1986:11), el Estado no surge por generación espontánea sino que resulta de un proceso formativo a través del cual ad-quiere un conjunto de propiedades y atributos que incluyen tanto capacidades materiales para controlar, extraer y asignar recursos sociales respecto de una población y territorio dados, como capacidades simbólicas para crear, imponer y evocar identidades y lealtades colectivas entre ciudadanos o sujetos habitantes de una nación determinada. La adquisición de dichos atributos requirió una creciente capacidad de penetración de las autoridades estatales sobre la sociedad civil, desarticulando aquellos poderes autónomos de carácter privado que rivalizaban con esa tendencia centrípeta10.

En la clásica versión weberiana, el Estado moderno se inicia cuando el príncipe concentra en una sola cima, la totalidad de los medios de ad-ministración, de guerra, de finanzas y de bienes políticos que “expropia” a los competidores que existían a su lado. Sin embargo, la constitución de estos mecanismos monopólicos establece, al mismo tiempo, una sepa-ración entre el administrativo y los medios materiales de administración, un rasgo que distingue al Estado moderno de las formas de dominación patriarcal, patrimonial y de despotismo sultanesco, en las que gobierno y propiedad permanecían confundidas (Weber, 1982)11. La conformación de un polo público-estatal supone la progresiva “expropiación” de recursos y atribuciones hasta entonces detentados por entidades de la sociedad civil que, en el “modelo clásico” inspirado en la experiencia de los países de desarrollo originario, reconoce la siguiente secuencia:

La primera fase -constitución de mecanismos monopólicos en un poder central- resulta de un proceso de selección social y lenta competencia entre diversos señoríos territoriales que finaliza con la imposición de uno de ellos sobre los demás. Uno de los diversos señores feudales en lucha concluye asumiendo la función de regulador supremo sobre una unidad política de tamaño superior (absolutismo monárquico). Esta cuestión ha sido ampliamente tratada por los cientistas sociales y, a partir de las valiosas contribuciones aportadas por Weber (1982), Elias (1993) y Bourdieu (1996), pue-de advertirse cierto consenso que identifica al Estado con el control de tres mecanismos monopólicos complementarios: militar, fiscal y simbólico.

Se abre un segundo momento cuando dichos mecanismos monopólicos ya no dependen de un rey absoluto sino de toda una clase. Con el ascenso de la burguesía al Estado, las oportunidades centraliza-das y monopolizadas que aquellos mecanismos proporcionan ya no se distribuyen según el capricho y los intereses personales de un solo individuo, sino según un plan impersonal. A partir de ese momento, paulatinamente el monopolio deja de ser privado para convertirse en público, experimentando una socialización creciente hasta depender de un entramado de seres humanos interdependientes, considerados como un conjunto12. En las sociedades que presentan una intensa división de funciones, la conversión de monopolios privados en “públicos” o “estatales” también afecta al carácter de las tareas que lleva adelante la “administración monopolista” que pasan de ser una “función privada a ser una función pública” (Elias, 1993:353-354).

Si el acceso de la burguesía al gobierno socializa los mecanismos monopólicos privados convirtiéndolos en públicos, este carácter público proseguirá expandiéndose en la medida en que deje de ser sólo un Estado (exclusivo y particular) de los capitalistas para pasar a ser un Estado capitalista (que no es exactamente lo mismo). Esto tiene consecuencias importantes pues en tanto el Estado garantiza y organiza la vigencia de las relaciones sociales capitalistas, es garante y organizador de las clases que se enlazan en esa relación, esto es, no sólo de la existencia y reproducción de la burguesía sino también de la clase obrera y otras clases no ligadas directamente en la producción a la burguesía13. Esto implica que el Estado se torna más autónomo con relación a la clase dominante14 y que, no pocas veces, el interés general de reproducción de di-chas relaciones (y, por lo tanto, de las clases por ellas vinculadas) lleva al apara-to estatal a desempeñar un papel custodial respecto de las clases dominadas, incluso en contra de demandas de la burguesía15.

Es sabido que la tradición marxista ha resaltado los límites del Esta-do capitalista para comportarse como garante del “interés general”. “El poder del Estado -ha dicho Marx- no flota en el aire”, representa a una clase (1973:132) y esta naturaleza de clase torna ilusoria la expectativa de que actúe como expresión del “interés general”: las clases dominantes recubren de legitimidad su propio interés presentándolos como el interés común de todos los miembros de la sociedad16.

Esta tradición teórica cuestiona la posibilidad de que el Estado disponga de cierto margen de autonomía relativa frente a los intereses particulares de las clases dominantes, dando por descontada una correspondencia entre el Estado como instancia de articulación de relaciones sociales y como aparato institucional que a menudo no se verifica en los hechos. En efecto, mientras la primera alude a una relación social abstracta, la segunda se refiere a actores concretos -organizaciones burocráticas- que son su objetivación institucional y, aunque en teoría es esperable una correspondencia entre ambas esferas, en los hechos, ella resulta frecuentemente alterada por la relativa autonomización del Estado “apara-to” respecto del Estado “relación social” (véase Oszlak, 1986:17).

El reconocimiento de ciertos márgenes de autonomía no autoriza a recaer en una postura inversa que adopte la idea de un “Estado puro”, totalmente aislado de los grupos privados. Cualquiera sea su grado de centralismo y racionalidad, el Estado es “...impuro pues las diferentes partes de su cuerpo político están abiertas a la penetración de diversas redes de poder”. En consecuencia, el Estado sería bastante menos coherente de lo que suponen ciertas posturas teóricas, esto es, “...puede aislarse y ser autónomo en algunas de sus partes, nunca en su totalidad” (Mann, 1997:86 y 95, la cursiva es nuestra).

Asimismo, “la autonomía del Estado” no es un rasgo estructural fijo. Puede aparecer y desaparecer y se requiere cierta sensibilidad analítica para identificar sus variaciones históricas y estructurales. Aun dentro de un Estado globalmente “débil” pueden reconocerse capacidades estatales autónomas aisladas. Esto es, puede existir “una isla de fortaleza del Estado en un océano de debilidad” si esa esfera posee recursos excepcionales de capacidad administrativa, planificación pública previa y experiencia gubernamental práctica17. De todos modos, la actividad autónoma del Estado nunca es realmente “desinteresada” pues sus acciones benefician necesariamente a algunos intereses sociales y perjudican a otros, aun cuando los beneficiarios sociales no hayan trabajado en pro de las acciones del Estado ni las hayan provocado (Skocpol, 1989:95-98).

Los límites del interés general

Nos demoramos en este aspecto con el propósito de evaluar las posibi-lidades que contiene el Estado para garantizar cierta expresión del “inte-rés general”. Sin embargo, esta noción puede resultar grandilocuente y ambiciosa para retratar un Estado puesto que se encamina a asumir un rol más “modesto”, compartiendo un lugar dentro de lo “público” junto a otros actores. Recientemente -aunque por motivos distintos a los invoca-dos por Marx- algunos autores como Jean-Marie Guéhenno han puesto en duda la conveniencia de seguir pensando en términos de “interés ge-neral” entendiendo más apropiado reemplazarlo por el concepto de “inte-rés público”18. En su opinión, el Estado ya no es un árbitro que garantiza el “interés general” sino un gestor de una diversidad de “intereses públi-cos” en un escenario en el que una multitud de nuevos actores surge a la vera de las instituciones públicas clásicas. El Estado sigue siendo, no obs-tante, un actor relevante aunque cada día deberá justificar con humildad su utilidad frente a otros actores que le disputan legitimidad (2000:53).

Desde luego éste es un aspecto controvertido. Ciertos indicios per-miten dudar si corresponde considerar a este cambio como una “supera-ción” positiva de lo público-estatal, o si sólo representa una “regresión” que reinstala cierta lógica “feudal” en un marco de hiperdesarrollo tec-nológico (véase Eco, 1997). De todas maneras, no cabe duda que asisti-mos a una expansión de lo público que redefine el lugar del Estado den-tro de una constelación más amplia y pluralista de actores. Este reconoci-miento no debe ignorar la persistencia de responsabilidades de coordi-nación y regulación que -pese a las restricciones aquí señaladas- sólo son esperables desde una institución permanente y relativamente impar-cial como el Estado. Aunque otros actores no estatales también manifies-tan compromiso con lo “público”, resulta importante identificar ese umbral irrenunciable de “intereses públicos” que éste debe garantizar y que la democracia requiere para sostenerse.

3. Las dimensiones de lo público-estatal en la democracia argentina

En los orígenes de la democracia -esto es, en la antigua Atenas19-, lo público aún no se identificaba con lo estatal, sólo aludía al espacio que, por oposición a la esfera doméstica, estaba reservado a los ciudadanos libres para el tratamiento debatido de los asuntos comunes20. Es preciso avanzar hasta la modernidad para encontrar nuevas acepciones de lo público que permitan asociarlo al Estado. A medida que se acentúa la diferenciación entre sociedad civil y Estado, lo público adquirirá una de sus connotaciones contemporáneas como equivalente a lo estatal.

Esta diferenciación no sólo trajo aparejada un reconocimiento de los individuos como portadores de derechos subjetivos por parte del Estado, sino también una progresiva auto-limitación de sus poderes arbitrarios frente a los ciudadanos. Este proceso, asociado al nacimiento del Estado liberal de derecho y a la expansión de la ciudadanía, también descansa en una concepción del ser humano como un agente moral autónomo en la que convergen diversas doctrinas religiosas, éticas y filosóficas (O’Donnell, 2000 y 2003)21.

Hay, por lo tanto, una dimensión jurídica del Estado que no puede soslayarse y que alude a su capacidad para garantizar la universalidad de tales derechos, para lo cual debe disponer de recursos y presupuestos si aspira a que ese reconocimiento no resulte puramente nominal. Tornar efectiva esa unversalidad exige contar con una logística y -siguiendo el vocabulario sugerido por Mann- capacidades infraestructurales.

Nuestro país -al igual que nuestra región- registra en este tema algunos altibajos notables. Aunque la democratización ocurrida en el último cuarto del siglo XX permitió la recuperación de derechos que habían sido sistemáticamente negados bajo los regímenes autoritarios (derechos políticos), también fue escenario del deterioro de otros derechos ciudadanos que parecían asegurados (especialmente sociales y civiles), debido al impacto de las fuertes crisis económicas y sociales y de políticas de desmantelamiento de áreas enteras del Estado. Este aspecto del deterioro del Estado y sus implicancias sobre la democracia ha sido ampliamente tratado por O’Donnell (1993, 2000 y 2003) y define uno de los desafíos cruciales para el perfeccionamiento y reconstrucción de ambos.

Una de las conexiones ineludibles del Estado con la democracia se asocia a su condición de garante de la universalidad de los derechos ciudadanos. Esta garantía de universalidad forma parte del umbral mínimo de condiciones que debe reunir un régimen político para considerarse democrático (o poliárquico, según Dahl), algo que, como bien lo documenta la historia política, no se expandió de la noche a la mañana y, menos aún, de manera lineal y pacífica. Aunque ésta es una de las garantías universalistas que asume el Estado frente a la democracia, ella se complementa con otras expresiones de universalismo que traducen la institucionalización de patrones impersonales reflejados en el derecho formal y en la administración estatal, según la conocida caracterización weberiana.

Hay, por ende, otras dimensiones públicas del Estado -no menos relevantes- que también merecen nuestra atención pues permiten identificar otras tareas pendientes para apuntalar a la democracia. Con el propósito de reconocer y agrupar ciertas responsabilidades públicas cruciales dentro del Estado, presentamos tres dimensiones bipolares alternativas que es posible distinguir con fines analíticos22.

lo público como opuesto a privado

lo público como opuesto a secreto

lo público como opuesto a intercambios particularistas

Estas acepciones de lo público no son excluyentes, por el contrario, se complementan y definen tareas concurrentes que debe garantizar un Estado, aportándonos una vía de entrada alternativa para explorar la calidad de nuestra democracia desde otra perspectiva.

Lo público como opuesto a privado

Esta acepción proviene del momento en que el Estado moderno se confunde con lo público expropiando funciones tradicionalmente cubiertas por instituciones privadas. Ello requirió una fuerte capacidad de penetración de las autoridades estatales sobre la sociedad civil de modo que al mismo tiempo que centraliza recursos de autoridad desarticula aquellos poderes autónomos de carácter privado que rivalizaban por el control de instrumentos de coerción, regulación y socialización (iglesia, órdenes militares, etc.).

En este caso, el Estado se identifica con lo público y expresa lo que es común a todos, configurándose un segmento institucional diferenciado del sector privado. Edificios públicos, empleados públicos, fondos públicos, definen un espacio y patrimonio común en el que los recursos materiales, administrativos y simbólicos adquieren carácter público por oposición a lo que es privado.

Lo público como “común a todos”

En Argentina, lo “común a todos” se ha conformado a medida que el Estado fue coronando, hacia fines del siglo XIX, su lento y trabajoso proceso de construcción. Ese espacio se fue recortando a partir de la progresiva “expropiación” de medios materiales y simbólicos a diferentes sectores privados de la sociedad que desafiaban la constitución de un centro de autoridad autónomo.

Ello no sólo comprende el monopolio de la coacción física sobre todo el territorio, un proceso por el cual la espada pública (nacional) se impuso sobre múltiples espadas privadas (locales) que compiten entre sí23, sino que también se extendió a otros ámbitos de la sociedad que detentaban, como en el caso de la iglesia católica, un dominio indisputado en el campo ideológico. Con las medidas adoptadas por el Estado nacional a partir de 1881, éste comienza a arrebatarle a esa institución religiosa funciones ideológicas (como la ley 1420 que establece la exclusión de la enseñanza religiosa de las escuelas públicas) o de registro público (ley del Registro Civil, Matrimonio Civil, etc.). Estas iniciativas no sólo establecieron la separación entre iglesia y Estado, también iniciaron un temprano proceso de secularización y modernización cultural que introdujo una mayor segmentación y diferenciación entre esferas de la sociedad antes confundidas24.

Si bien esas tareas son propias del Estado en su etapa formativa, con el transcurso del tiempo ese espacio “común” fue expandiendo sus límites a nuevos ámbitos de acción considerados legítimos. Especialmente, al abrirse el ciclo de intervención estatal en el orden económico, el Estado argentino -en sintonía con el ascenso del paradigma keynesiano en el orden mundial- se convirtió en un agente económico decisivo asumiendo responsabilidades directas en el sector empresario, lo que fue aceptado como una “solución” que permitía suplir la insuficiencia dinámica del sector privado en ciertos rubros estratégicos. Esa modalidad de intervención en lo económico no demoró en trasladarse al área social cuando, bajo el influjo del populismo, nuevos grupos sociales emergentes accedieron a beneficios sociales que señalan los comienzos de la “ciudadanía social”, al menos en la versión que ha resultado posible entre nosotros25. La idea de “movilización”, acuñada por Germani (1971:59), retrata esta transición en la que grupos sociales que hasta ese momento “no contaban” en el juego político y social comienzan a participar. La “movilización” representa, por consiguiente, una extensión de la participación que se traduce en el acceso de “nuevos grupos sociales” al consumo de bienes materiales y simbólicos, y en el ejercicio de derechos y cumplimiento de obligaciones.

Sin embargo, este ciclo de intervención ha entrado en crisis en los años ’80 y la actuación del Estado, antes considerada una “solución”, pasó a convertirse en un “problema” para reproducir el ciclo de desarrollo iniciado cinco décadas antes26. El diagnóstico se centró en el “gigantismo estatal” y las recetas adoptadas para subsanarlo postularon el achicamiento de sus dimensiones y, con ello, del patrimonio público acumulado en las décadas anteriores. Con la contracción del Estado, ocasiona-da por la privatización de las empresas productivas y de servicios que se inició hacia fines de los ’80 y profundizada en los ’90, no sólo se redujo el patrimonio público común legado por el anterior ciclo de intervención estatal27, sino también se asistió a un creciente descompromiso del Esta-do con la distribución de bienes públicos (educación, seguridad, salud, seguridad social) que, de ser concebidos como derechos ciudadanos, pasaron a ser considerados bienes intercambiables en el mercado. Hay razones para suponer, como sugiere Lechner (1996), que no se ha instaurado sólo una economía de mercado sino una sociedad de mercado, esto es, una nueva forma de sociabilidad definitoria del conjunto de las relaciones sociales.

Esta retirada del Estado se conjuga con un auto-aislamiento de los grupos sociales más favorecidos que, emprendiendo una suerte de exclusión social “voluntaria”, apuestan a una educación, seguridad, salud privadas antes que a pagar impuestos para sostener servicios del Estado crecientemente precarizados.

El déficit fiscal del Estado y la reticencia a tributar constituyen un círculo vicioso que compromete severamente las posibilidades de garantizar bienes públicos que aseguren un umbral mínimo de ciudadanía efectiva. Ello nos sitúa en un escenario marcado por fuertes disparidades que se manifiestan en una oferta de servicios sociales dualizada: la que un Estado deteriorado vale a los sectores modestos y la que el mercado ofrece a quienes disponen de mayores recursos.

Frente al círculo vicioso que plantea la coexistencia de un Estado pobre y una sociedad cada vez más desigual e injusta, es preciso recrear las capacidades de ese Estado debilitado como parte de la reconstrucción de la democracia28. Vale recordar que ésta no es gratuita, de modo que un Estado que carece de presupuesto para sostener los derechos ciudadanos no sólo lo debilita a éste sino también afecta a la democracia.

De todas maneras, hoy el Estado no agota a lo público y es posible reconocer un complejo entramado de actividades e instituciones que forman parte de lo público sin pertenecer ni participar del Estado. Expresiones como “público no estatal” (Bresser Pereira, 1998) o “privado social” (Quijano, 1988; y Portinaro, 2003:11) describen un denso espacio guiado por el interés público que hunde sus raíces en la sociedad civil y no se reduce al Estado, como sucedió en los umbrales de la modernidad.

La creciente relevancia de estas expresiones de lo público no estatal reconoce como correlato a un Estado que ha desertado de múltiples responsabilidades y tareas que garantizaba en el pasado. Pese a que ambas manifestaciones de lo público no constituyen fuentes excluyentes para la acción colectiva, este auge de lo público no estatal es presentado -a veces sin inocencia- como un sustituto del Estado29, sin reparar debidamente en que esa “solidaridad horizontal” (o “altruismo cívico”30), a diferencia de la emanada desde el Estado, no es permanente ni constante.

Aunque apreciamos esta revalorización de la generosidad como re-curso social, ello no debe impedirnos reconocer que esa energía solidaria, motorizada a través de múltiples asociaciones voluntarias, no garantiza continuidad, certidumbre, seguridad y, como tal, no basta para resolver los problemas de necesidad y reproducción de los grupos socia-les31. De modo que esos signos provenientes de la sociedad civil, aunque alentadores por la vitalidad del tejido social que expresan, se tornan in-suficientes para reparar la fractura que exhiben nuestras sociedades, de-mandando un órgano permanente e imparcial.

Aunque no existe entre ambas manifestaciones de lo público un juego de suma cero, tampoco debemos olvidar que estas organizaciones ci-viles, en rigor están, retomando tareas solidarias que ya habían sido ab-sorbidas por el Estado y nuevamente “devueltas” a la sociedad civil tras su descompromiso social reciente.

Es preciso, por lo tanto, valorar esta renovada energía cívica que observamos en diferentes ámbitos de la sociedad sin soslayar, al mismo tiempo, que ello forma parte de una devolución de responsabilidades del Esta-do a la sociedad civil que aparece como un espejo invertido del proceso de construcción que distinguió al Estado en su formación. En cierto modo, ello constituye el reverso del proceso de expropiación encarado en los comienzos de la época moderna. En especial, la creciente privatización de la seguridad, hoy, parece poner en entredicho uno de los fundamentos de ese Estado32. Sin embargo, una tendencia similar también se manifiesta en los campos de educación, salud, sistema previsional, desmantelando de ese modo el polo público que se configuró con el nacimiento del Estado moderno33.

En lo que hace a la faz social, algunos autores creen hallar en este “traspaso” de funciones y prestaciones, desde lo público a lo privado, un cambio profundo e irreversible y no un mero “retroceso” temporario. Se trataría de un cambio de naturaleza del Estado social que, de “Estado providencialista”, pasaría a actuar como “Estado supervisor” (Portinaro, 2003:11).

Lo público como opuesto a secreto

Esta connotación se corresponde con la demanda de visibilidad, publicidad y controlabilidad de los actos de gobierno que introduce el Estado liberal de derecho. Esta noción de lo público no anula la anterior acepción pero le añade un nuevo significado que se identifica con lo “abierto al público”. Se corresponde con la expectativa iluminista de poner límites a la discrecionalidad y arbitrariedad de los poderes despóticos y connota tanto la idea de “publicidad” como la de “rendición de cuentas”, a las que están sometidos los poderes públicos. La “opinión pública”, la publicidad de los actos de gobierno, el parlamento como ámbito de deliberación pública racional, son algunas de las nociones que condensan esta segunda connotación de lo público moderno (véase Rabotnikof, 1993)34. Esta acepción realza la centralidad de instituciones representativas como el parlamento, un ámbito público por excelencia que actúa como “caja de resonancia” de la sociedad, comportándose como espacio de debate público y sede de vitales procesos decisorios.

Transparencia, visibilidad y controlabilidad de las decisiones

Los procesos de libre deliberación pública, que eran esperables des-de el ideal republicano, conviven sin embargo con modalidades decisorias que apelan al secreto, el sigilo y la reserva, en abierta tensión con las exigencias de un régimen democrático.

Pese a que nuestras sociedades disponen de mayores instrumentos y dispositivos tecnológicos para garantizar el control, cognoscibilidad y publicidad del proceso de toma de decisiones en tiempo real, subsisten modalidades de encapsulamiento de los estilos decisorios que atentan contra aquella aspiración. El auge de los medios de comunicación de masas -en especial la televisión- permite que “muchos” (tantos como jamás en la historia) observen a “pocos”35. Asimismo, existe la presunción de que si bien este enorme potencial tecnológico ofrece nuevas posibilidades de control y difusión de los actos públicos, también coloca a disposición de los gobiernos sofisticadas modalidades de intromisión y seguimiento de la privacidad de los ciudadanos. Mientras que la vida de los ciudadanos ya no parece tener “secretos” para los gobiernos, los ciudadanos no siempre disponen de mecanismos para impedir el “secreto” en las decisiones gubernamentales. Lo secreto, sin embargo, ofrece ribetes novedosos en tiempos en que las tecnologías informacionales y comunicacionales permiten burlar esa privacidad, tornando ilusoria la “cultura intimista” que cree hallar, en el ámbito privado, la seguridad y protección que considera negada en un espacio público agresivo y ame-nazante36.

Esta dificultad para evitar el secreto representa una de las tantas “pro-mesas incumplidas de la democracia” inventariadas por Bobbio (1994) años atrás. Ello no sólo afecta a democracias con pobre o deficiente calidad institucional -como es el caso de muchas de las democracias de nuestra región- sino también a sociedades con mayor tradición democrática que, por su influencia en el escenario mundial, aíslan ciertas de-cisiones estratégicas del debate público y la decisión democrática37.

Este desencanto también puede reconocerse en el balance realizado por Dahl cuando, tras señalar las ventajas del régimen democrático, re-pasa ciertos rasgos que desnudan su “lado oscuro”. Dahl admite que, bajo un gobierno representativo, los ciudadanos delegan a menudo una autoridad enormemente discrecional en decisiones de extraordinaria importancia: ”Junto a las instituciones de la democracia poliárquica que ayudan a los ciudadanos a influir en la conducta y las decisiones de su gobierno se da un proceso no democrático: el regateo entre elites políticas y burocráticas” (1999:131).

De igual modo, el ordenamiento neocorporativo de los estados contemporáneos determina que muchas leyes que se aprueban en el parlamento expresan en realidad acuerdos extraparlamentarios entre las gran-des organizaciones del capital y del trabajo más que el poder soberano del pueblo. La consecuencia de este proceso ha sido una ciertav “privatización del derecho público y el desplazamiento de las decisiones políticamente relevantes fuera del parlamento, hacia la arena del merca-do” (Portinaro, 2003:13).

En economías sujetas a las condicionalidades impuestas por los or-ganismos multilaterales de crédito, las decisiones que afectan a los ciu-dadanos se adoptan sin reservar mucho margen para el debate público en los ámbitos deliberativos institucionalizados y, menos aún, admiten la participación de asociaciones de la sociedad civil en el tratamiento de tales cuestiones38.

Cuando grandes temas de la agenda política son escamoteados al debate público o se sustraen de la negociación en el ámbito parlamenta-rio, aún sentimos lejanas e incumplidas las promesas de la ilustración en favor de una expansión de lo público entendido como opuesto a secreto. Ellas ocasionan lo que Habermas define como un “déficit de legitimación democrática” y como una “pérdida de poder adquisitivo de las urnas”, determinando que importantes decisiones políticas resulten apartadas de los ámbitos de formación de la opinión y la voluntad democráticas (2000:124).

Este aspecto de la publicidad y visibilidad también tiene implicancias en la calidad del proceso de representación. Como bien recuerda Hilda Sabato (2002:42), las figuras del “público” y de la “opinión pública” así como las formas de participación fundadas sobre ellas, estuvieron conceptual e históricamente vinculadas al surgimiento de la soberanía popular y la república representativa. En tiempos en que la credibilidad de nuestros representantes es puesta en cuestión y el vínculo que los conecta a los ciudadanos está resentido, no resulta ocioso explorar este aspecto de lo “público” que atañe a la visibilidad y transparencia de los actos de los representantes. Resulta oportuno recordar con Bobbio (1994:112) la conexión que Carl Schmitt establece entre publicidad y representación. Para este último, la representación puede tener lugar sólo en la esfera de la publicidad, no hay pues representación que se desarrolle en secreto, a solas. Por consiguiente, un parlamento tiene un carácter representativo cuando su actividad propia es pública. Las decisiones, acuerdos y sesiones secretas pueden ser significativas pero jamás pueden tener un carácter representativo. “Representar -agrega Schmitt- significa hacer visible y hacer presente a un ser invisible mediante un ser públicamente presente”. Esta es una idea muy potente que ayuda a comprender la pérdida de legitimidad de nuestros representantes y el inquietante vaciamiento de las instituciones representativas que hoy aqueja a nuestras democracias.

Al mismo tiempo, hay una creciente sensación de desencanto con relación a la expectativa de controlabilidad que introduce el ideario republicano. Frente a las deficiencias que manifiestan los mecanismos institucionales de balance y rendición de cuentas, asistimos a la emergencia de novedosas formas de control social que se convierten en un componente importante de la vida democrática actual. Los déficit de accountability horizontal (ejercidos a través de los mecanismos de balance institucional) y vertical (a través de las elecciones) han incentivado la gestación de otros tipos de accountabilities que complementen a los mecanismos de control clásicos. Estos mecanismos de accountability social (Peruzzotti y Smulovitz, 2002; O’Donnell, 2002), son ejercidos por gru-pos o individuos que revalorizan el control social sobre los abusos o deserciones del Estado y consiguen movilizar el sistema legal a fin de prevenir, reparar y/o castigar acciones (u omisiones) presumiblemente ilegales perpetradas por funcionarios públicos.

Lo público como opuesto a intercambios particularistas

Esta tercera variante de lo público difiere ligeramente respecto de la primera acepción. Aunque ambas reconocen afinidades, es posible diferenciarlas con fines analíticos. Si la primera resalta el proceso de expropiación de recursos y funciones efectuado por el Estado a sectores privados, la última procura llamar la atención sobre diferentes modalidades por las que individuos o grupos privados expropian al Estado, privatizando lo que ya había adquirido carácter público. Si la primera acepción delimita o recorta un espacio común diferenciado de lo privado, esta última acepción enfatiza nuevas formas de colonización de lo público con fines particulares que expresan una inquietante evaporación de la dimensión pública del Estado.

Estas prácticas borran la dimensión universalista que instaura el Estado moderno en sus órganos de administración y gestión que, en la versión weberiana, se expresan en la distinción entre “presupuesto público” y “patrimonio privado”, entre la “oficina” y el “hogar”.

Aunque el Estado es el instrumento para la realización de una visión del bien general basada en la libertad y en la asignación igualitaria de bienes públicos, ella suele ser contrariada por una poderosa inclinación a colonizarlo en provecho de partidos o grupos sociales. Si bien hay regí-menes democráticos que han logrado que el Estado cumpla mejor esa función universalista sobre los intereses corporativos, en experiencias como la nuestra el Estado dista de ser un instrumento al servicio de la asignación de bienes públicos39. Esta acepción alude a las diferentes modalidades de privatización de lo público que comprometen la imparcialidad de las instituciones estatales y socavan sus posibilidades para ex-presar el interés general. Entre las mismas se destacan ciertas prácticas de colonización, “politización” o “partidización” del aparato estatal.

*Colonización del Estado: el Estado, en nuestra región, ha sido en gran medida privatizado cuando ciertos intereses particulares -en especial grandes empresas privadas nacionales o extranjeras- controlan algunas políticas públicas o áreas del aparato estatal despojándolo de su carácter público40.

En estos casos verificamos una doble expropiación de los recursos y medios de administración pues, a la expropiación inicial que el Esta-do moderno efectuó a los ciudadanos en su proceso de constitución, se añade la expropiación de la que es objeto el propio Estado por parte de los poderes privatistas (véase Avritzer, 2002:149).

*Desembarco de fundaciones privadas en la administración estatal: en Argentina, el debilitamiento del aparato estatal también se refleja en la carencia de capacidades administrativas autónomas, entre otros motivos, por la ausencia de una reforma administrativa y una construcción institucional orientada a acumular estas capacidades, tal como sucedió en otros países de la región. Estas capacidades definen una característica interna del Estado que contribuye a asegurar la autonomía de sus procesos decisorios pues la debilidad o fortaleza de un Estado también puede juzgarse según la masa crítica disponible para reunir y procesar información compleja. En cierto modo, Argentina ha carecido de una estrategia y de una tradición que le permitiera fortalecer estos rasgos internos del Estado.

Sin embargo, esa debilidad no se revierte -por el contrario puede agravarse- cuando ese déficit es cubierto mediante el desembarco masivo de técnicos provenientes de una entidad privada, tal como sucedió bajo el gobierno de Menem al asumir Cavallo el ministerio de Economía. Es sabido que, tras su ingreso a ese ministerio, también se incorporaron numerosos técnicos aportados por la Fundación Mediterránea que el ministro había formado y conducido bajo el financiamiento y respaldo de las empresas privadas más importantes. El origen de estos técnicos comprometía sus márgenes para desafiar el punto de vista de las empresas privadas que venían sosteniéndolos para arribar a ese sitio, tal como se puso en evidencia al implementarse el proceso de privatizaciones en el que muchas de dichas empresas resultaron beneficiadas. Esta colonización de áreas estatales, por parte de entidades privadas, contradice las expectativas universalistas depositadas en la función pública, desvirtuando la autonomía que resulta esperable de sus aparatos administrativos41. Al mismo tiempo, si bien tal desembarco representa una mejora de las capacidades tecnoburocráticas y en la disponibilidad de “masa crítica” que requiere la formulación e implementación de las políticas públicas, ella asume un carácter transitorio -esto es, permanecen mientras perdure el funcionario que las ha convocado- de modo que no resuelve el déficit que aqueja al aparato estatal cuando éste carece de agencias tecnoburocráticas permanentes comprometidas con el Estado (véase Iazzetta, 2000).

*Politización del Estado: la dimensión pública del Estado también se debilita cuando sus instituciones se “politizan” confundiendo a éstas con el partido gobernante, es decir, “capturando” un aparato que es expresión del interés general en beneficio de una facción gobernante transitoria. Es preciso admitir que en nuestra experiencia, el Estado no ha logrado establecerse como una organización autónoma frente a los avatares partidistas. Como señala con desencanto Botana, “esa forma de Estado, independiente de los intereses facciosos del príncipe, todavía no ha cuajado en la Argentina”42.

Aunque tales prácticas no se reducen a su período, los estilos de gestión que distinguieron al gobierno de Menem en los años noven-ta promovieron una confusión entre el aparato estatal y la facción gobernante que se tradujo en una inquietante captura de espacios estatales en beneficio del partido oficial43.

Como expresábamos anteriormente, ese estilo -aunque exacerbado por ese gobierno- excede su vigencia. El Informe 2002 de Transpa-rencia Internacional denunciaba el ascenso de los niveles de corrupción (correspondientes a los años 1999-2002) al tiempo que expresa-ba que el “Estado argentino está capturado por una red de dirigen-tes que lo tienen al servicio de sus negocios y de sus intereses políti-cos”44.

El desencanto frente a estos fenómenos también invade a autores que reflexionan desde los países centrales. Así lo manifiesta Portinaro cuando señala que el rol de los partidos políticos no se limita hoy a la articulación y organización de la demanda política, sino a la colonización de todo el aparato estatal; esto es, una tendencia a la ocupación partidaria del Estado (designada comúnmente bajo el nombre de neopatrimonialismo y partidocracia), un fenónemo degenerativo que favorece la reacción de sectores populistas que terminan arremetiendo contra todas las instituciones y contra la esfera política, con la consiguiente deslegitimación del Estado (2003:13-14).

*Gestos antirrepublicanos que lesionan la ejemplaridad positiva: de este modo aludimos a ciertas transgresiones que involucran a personalidades de las que sólo cabría esperar -por su rango en la administración estatal- gestos de ejemplaridad positiva. Nuevamente, el período de Menem resulta emblemático -aunque no excluyente- por sus innumerables gestos de ejemplaridad negativa, que traducen “abuso de autoridad pública para conseguir un beneficio privado”45.

No caben dudas de que la propagación de cotidianos y moleculares ejemplos de este tipo por parte de los gobernantes socavan la dimensión pública del Estado y abonan el descontento ciudadano frente a las instituciones estatales y democráticas. Sin embargo, esta propensión de los gobernantes a incurrir en prácticas de este tipo es tan objetable como la tolerancia que en ocasiones manifiesta la sociedad ante tales conductas. Beneficios de menor cuantía, como el uso del avión presidencial para un fin que no sea estrictamente oficial, representan una transgresión que en otro país derivaría en un reclamo de devolución de lo gastado. Se trata, según O’Donnell, de “pequeños actos antirrepublicanos que expresan una constante y voraz apropiación de lo público” y que resultan independientes de la magnitud del beneficio obtenido46.

El grado de naturalización y complacencia social frente a estas prácticas no es menos inquietante que las prácticas mismas. En rigor, éstas se apoyan en aquéllas y comparten una falsa caracterización del Estado como una “exterioridad” ajena a nuestros esfuerzos y padecimientos, de la que puede extraerse provecho sin perjudicar a “nadie”47.

4. Estado, espacio público y sociedad civil

Nuestro interés por evaluar los límites y potencialidades de lo público-estatal se funda en la relevancia que reviste el Estado para sostener nuestras democracias. Como admite Sartori, si la democracia ateniense era una democracia sin Estado, las actuales no pueden existir sin Estado.

Así como no puede prescindir del Estado, tampoco es posible imaginar a éste sin garantizar (y en nuestro caso recomponer) las tres dimensiones de lo público que expusimos anteriormente. Por consiguiente, nuestro desafío es recrear un ámbito y herramientas mínimas para imaginar algún horizonte aceptable, cuidando que esa tarea de reconstrucción del Estado no recaiga en nuevas modalidades delegativas que aseguren la gobernabilidad vaciando de institucionalidad a nuestras democracias.

La crisis actual no es sólo una crisis de capacidades estatales sino una crisis de confianza que tiene su correlato en el actual “repudio” ciudadano hacia su dirigencia. Esta crisis ofrece una oportunidad para que esa desconfianza se traduzca en una agenda de reformas que promuevan nuevas y efectivas modalidades de rendición de cuentas y un mayor control ciudadano. Confianza y desconfianza son, por lo general, dos caras de una misma moneda pero, como señala Arato, “la condición normal de la democracia representativa moderna es la desconfianza, más que la confianza” (2002:57). Por consiguiente, debemos apuntar a la construcción de instituciones imparciales y permanentes que privilegien intercambios universalistas, resguardándonos de la propensión de los hombres a la concentración y abusos de poder. La calidad de la democracia depende finalmente de la calidad de lo público pues ésta define el ámbito y el contexto del cual aquella se nutre para su despliegue y desarrollo. Sin embargo, esta revalorización de lo público transita por dos andariveles: lo público estatal identificado con las tareas que éste asume en sus diferentes acepciones, pero especialmente, lo público no estatal que hoy se expresa en el resurgimiento de la sociedad civil48 bajo distintas y novedosas modalidades organizativas como las que relevan y describen Peruzzotti y Smulovitz (2002) dentro del concepto de accountability social.

Ambas vertientes son complementarias y contribuyen a la democratización del Estado: la primera para asegurar su universalidad, la segunda para exigirle responsabilidad y rendición de cuentas. Esto implica recuperar aquel impulso inicial de la modernidad en tanto avance hacia lo público, revalorizando el control societal sobre las decisiones adoptadas en el ámbito del Estado. En suma, produndizar y revitalizar el vínculo entre Estado y democracia que nació con el Estado de derecho, hoy supone en-tender que la democraticidad no es sólo una cualidad exigible al régimen político sino también al Estado en sus diferentes dimensiones.

Supplementary material
Bibliografía
Andrenacci, Luciano (1997). “Ciudadanos de Argirópolis”, en Agora. Cuadernos de Estudios Políticos, Nº 7, Buenos Aires, invierno.
Arato, Andrew (2002). “Accountability y sociedad civil”, en Peruzzotti, Enrique y Catalina smulovitz, Controlando la política. Ciudadanos y medios en las nuevas democracias latinoamericanas, Buenos Aires, Temas.
Arendt, Hannah (1974). La condición humana, Barcelona, Seix Barral.
Evans, Peter (1996). “El Estado como problema y como solución”, en Desarrollo Económico, Nº 140, Buenos Aires, IDES.
O’Donnell, Guillermo (1993). “Acerca del Estado, la democratización y algunos problemas conceptuales. Una perspectiva latinoamericana con referencias a países poscomunistas”, enDesarrollo Económico , Nº 130, Buenos Aires, IDES.
Sartori, Giovanni (1997). Teoría de la democracia 2. Los problemas clásicos, Madrid, Alianza.
Skocpol, Theda (1989). “El Estado regresa al primer plano: estrategias de análisis en la investigación actual”, en Zona Abierta, Nº 50, Madrid, Editorial Pablo Iglesias.
Sidicaro, Ricardo (2002). “Las desintegraciones institucionales argentinas y sus consecuencias sociales”, en Punto de Vista, Nº 72, Buenos Aires.
Touraine, Alain (1995). ¿Qué es la democracia?, Montevideo, Fondo de Cultura Económica.
Weber, Max (1982). Economía y Sociedad, México, Fondo de Cultura Económica.
Wolin, Sheldon (1983). “Los dos cuerpos políticos de la sociedad estadounidense”, en Crítica y Utopía, Nº 9, Buenos Aires.
Notes
Buscar:
Contexto
Descargar
Todas
Imágenes
Scientific article viewer generated from XML JATS by Redalyc