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Sudamérica y el dilema de Colombia
Sudamérica y el dilema de Colombia
Revista SAAP, vol. 1, no. 2, pp. 409-422, 2003
Sociedad Argentina de Análisis Político
Quisiera introducir tres breves reflexiones sobre Colombia hoy. Las mismas se concentrarán en los siguientes temas: la paz, la democracia y el terrorismo.
I
Creo que el reciente proceso de negociación entre el gobierno de Colombia y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) que se desarrolló entre el 7 de enero de 1999 y el 20 de febrero de 2002 dejó varias enseñanzas importantes. De hecho, todo el proceso estuvo marcado por errores, defectos y problemas mayúsculos, tanto de forma como de contenido.
El fracaso de las conversaciones fue responsabilidad de ambas partes; las perspectivas maniqueas que suponen un gobierno generoso y una guerrilla perversa o una insurgencia seria y una administración manipulada desde Washington no ayudan a entender lo acontecido y mucho menos, a extraer lecciones.
Probablemente, si se busca ubicar y comprender mejor el desastroso proceso emprendido por el Presidente Andrés Pastrana (1998-2002) y horadado por las FARC, sería pertinente tener en cuenta el aporte analítico de trabajos como el de Walter. Con base en un minucioso análisis de 72 guerras internas (de base política, étnica, o religiosa) que se iniciaron entre 1940 y 1992, Walter arriba a conclusiones rigurosas y sugerentes.
Ante todo se propone responder a un enigma fundamental de los estudios políticos e internacionales sobre la guerra y su resolución: el por qué llevar a los combatientes a una mesa y responder a sus demandas no garantiza alcanzar la paz. Sólo el 51% de los 72 conflictos mencionados conocieron procesos de negociación. Llamativamente, en el mundo el 43% de los acuerdos de paz firmados luego de una negociación jamás se han implementado y los contrincantes volvieron a combatir. Así, la gran mayoría de las guerras civiles iniciadas en aquel período no han culminado de modo pacífico, sino que terminaron con el exterminio o con la capitulación de una de las partes.
Los más citados enfoques que buscan explicar la recurrencia a la guerra son de dos tipos: por un lado, el enfoque racionalista que postula que los cálculos costo-beneficio de los actores armados son los que dificultan un acuerdo positivo a un conflicto, y por otro lado, el enfoque idealista que señala que las emociones y los valores envueltos en una guerra interna son los que impiden alcanzar una salida no bélica.
A su vez, las más acreditadas teorías que intentan explanar la terminación pacífica de las guerras domésticas se pueden también agrupar en dos. Por una parte están las que analizan las salidas negociadas en función de las condiciones económicas, políticas y militares imperantes en el campo de batalla. Según ésas, si dichas condiciones empujan a las partes a negociar, el resultado previsible será un arreglo exitoso. Por otra parte sobresalen las que hacen énfasis en la disposición de los adversarios para resolver los conflictos de interés subyacentes. Si las partes están dispuestas a hacer concesiones, el desenlace predecible será un pacto exitoso.
Mediante una combinación de metodología cuantitativa y estudios de caso comparativos, Barbara Walter muestra en detalle y con fundamentos por qué aquellas aproximaciones son incapaces de elucidar la efectiva culminación de los conflictos armados internos. En esencia, los hallazgos de su investigación le muestran que la teoría del “compromiso creíble” es mucho más adecuada para esclarecer la finalización exitosa de esas guerras.
Según ésta, el fracaso de las soluciones negociadas obedece a la ausencia de un tercero, externo a los adversarios, dotado de voluntad y capacidad para satisfacer tanto las necesidades de garantías para la desmovilización y el desarme de los combatientes, como los requerimientos para asegurar los acuerdos de co-gobierno estipulados. La sensación de enorme vulnerabilidad militar de los participantes de un enfrentamiento bélico y la desconfianza política frente al otro son los dos factores fundamentales a tener en cuenta. El meollo de una salida pacífica a una guerra interna está en las garantías reales de supervivencia de los actores armados, y en la ejecución segura de lo convenido por el Estado y su oponente en materia de poder compartido. Será un tercero, distinto a los bandos enfrentados, el que puede lograr lo anterior. De lo contrario, ni los más plausibles acuerdos concertados y ratificados se pondrán en práctica y los combatientes regresarán, más temprano que tarde, a la lucha armada. Ese tercero capaz de cumplir el compromiso creíble debe reunir tres condiciones. Primera, que la parte interviniente (un Estado o conjunto de estados) tenga intereses tangibles en el caso afectado por una guerra. Segunda, que esté dispuesta a usar la fuerza para garantizar el cumplimiento de lo acordado. Y tercera, que demuestre constante firmeza.
En ese sentido, es indudable que el papel de Estados Unidos en el caso de una pacificación en Colombia será ineludible. El interrogante es si Sudamérica entiende que tiene intereses en juego en el ejemplo colombiano y si está en capacidad de formular una salida pacífica a la guerra en ese país andino.
En esa dirección, a mi entender, Colombia no debe ser objeto de una intervención militar, sino de una injerencia política. Colombia necesita una suerte de nueva Contadora impulsada, en especial, desde Mercosur. Eso implica lo siguiente:
*Al igual que la experiencia en América Central, la nueva Contadora debe ser útil para ofrecer un diagnóstico realista de la situación colombiana, evitar premisas equivocadas y precisar la naturaleza real de la(s) amenaza(s) existente(s).
Si en los ochenta, la Contadora para Centroamérica pretendía abrir espacios políticos y diplomáticos para que Nicaragua y El Salvador no se perdieran para Occidente, hoy la Contadora para Colombia debe evitar que el país se pierda para el continente en términos democráticos.
Aunque equidistante en su comportamiento, la Contadora para América Central fue percibida por la Casa Blanca y parte del legislativo en Washington como anti-estadounidense; la Contadora actual para Colombia debe ser, sin duda, entendida como una alternativa válida y valiosa para comprometer a Estados Unidos en una solución a largo plazo de la guerra colombiana.
La Contadora para Centroamérica supo desagregar los componentes de la crisis sub-regional y definir procedimientos, procesos y políticas específicas y generales; la Contadora para el caso colombiano necesita desarrollar una capacidad semejante para entender la simultánea yuxtaposición y autonomía de distintos fenómenos violentos en el país.
En América Central, Contadora sólo se ocupó del conflicto armado político; en Colombia, una nueva Contadora debe aportar a una comprensión diferente de la guerra interna y de asuntos tales como el negocio ilícito de las drogas -cuestión crucial en el caso colombiano y ausente en el caso centroamericano-. No se trata de que la eventual resolución del caso colombiano precipite un desplazamiento a los países vecinos del lucrativo emporio ilícito de los narcóticos.
Hace unos lustros en América Central, Contadora aportó una voz diplomática a una crisis básicamente política; en Colombia la nueva Contadora debería ir más allá y presentarse como fuerza dispuesta a presionar con una variedad de instrumentos una solución global al conflicto colombiano.
En Centroamérica, Contadora evitó la propagación de un conflicto de baja intensidad por toda el área pero no contribuyó a forjar un nuevo pacto democrático en los estados con altos niveles de violencia; en Colombia, Contadora debe dejar en claro que no es conveniente que sólo se resuelvan los enfrentamientos armados y no se modifique la estructura de poder vigente.
II
El mayor dilema que enfrenta el presidente de Colombia, el Liberal disidente Álvaro Uribe, es recuperar la autoridad del Estado, o caer en el autoritarismo. El hecho de que la elección que le dio el triunfo tuviera como tema central la autoridad, hizo que esta fuera una decisión “hobbesiana”. De allí la importancia que tuvo el tema de la recuperación del monopolio de la fuerza para el Estado. Con una victoria convincente -Uribe (53%) obtuvo 22% más votos que su más inmediato contendiente, el Liberal oficialista Horacio Serpa (31%)- pero no masiva -pues Uribe obtuvo aquel total de sufragios en una votación con apenas 47% de participación electoral- no parece sensato interpretar el éxito de Álvaro Uribe como un “cheque en blanco” de la gran mayoría de los ciudadanos a favor de una política inflexible de “mano dura”.
Ahora bien, después de un primer año de gestión, el dilema señalado sigue vigente. En esencia, Uribe debe evitar que Colombia devenga en un Estado fracasado -un failed state en clave anglosajona- incapaz de proteger a los individuos de las fuerzas violentas que los amenazan y de garantizar la legitimidad indispensable para evitar un colapso institucional. De hecho, el país es ya testigo de una mezcla de Estado fantasma, presente en ciertas áreas, y de Estado anémico, que consume sus energías combatiendo múltiples grupos armados.
Resolver aquel dilema exige fortalecer la gobernabilidad democrática. En ese punto se ubica la principal intersección de los intereses de Colombia y Sudamérica. Si los sudamericanos -en particular, los países de Mercosur- quieren cumplir un papel positivo en la situación colombiana deben establecer un parámetro básico para orientar su aporte. De allí que resulte imprescindible hacer un seguimiento atento sobre la gestión específica del gobierno de Uribe. No se trata de un tema de encuestas transitorias, sino de un análisis de políticas concretas.
Ello podría tener como criterio rector lo que llamo la “prueba democrática”. Esta es una prueba sencilla que fija que toda decisión del ejecutivo debe ser evaluada de acuerdo a su contribución efectiva a un Estado democrático. Si una determinación gubernamental reafirma el imperio de la ley, asegura el uso legítimo de la fuerza, protege los derechos humanos de los desarmados o mejora las condiciones materiales de la sociedad, entonces la administración aprueba el test. Si, por el contrario, una decisión mina la democracia, debilita las instituciones, destruye conquistas alcanzadas en el plano de los derechos fundamentales o favorece los intereses de unos pocos, el gobierno pierde el examen.
Esta prueba es consonante con el pedido del presidente Uribe a la comunidad internacional en términos de no poner en igualdad de condiciones al gobierno y a la guerrilla, conteniendo la capacidad de la insurgencia para desplegar su “diplomacia paralela” y fustigando su recurso al terror. Los estados de Sudamérica no avalan a las organizaciones que recurren a prácticas terroristas en Colombia. Del mismo modo, los gobiernos sudamericanos buscan conocer más y mejor al gobierno colombiano que pretende mayor respaldo y asistencia.
En ese sentido, los resultados del cumplimiento o incumplimiento de la prueba democrática deberían ser categóricos. Si hay avances a favor del afianzamiento democrático del Estado, el apoyo y la cooperación externa deberían ser crecientes. Si hay retrocesos en desmedro de la democracia, la crítica y la limitación del apoyo externo deberían ser igualmente notorias.
Los parámetros de evaluación de la prueba democrática no deben ser dogmáticos ni ideológicos, sino rigurosos y precisos. Por ejemplo, la decisión de Uribe de convocar a un referendo que apunta a la modernización política aporta a la democracia; sin embargo determinados componentes del Estatuto Anti-Terrorista en discusión la socavan. El ministerio de Defensa ha presentado un trascendental “Libro Blanco sobre Política de Defensa y Seguridad Democrática” que contiene algunos principios y planes que podrían reforzar la democracia. Pero, paralelamente, desde el ministerio del Interior y Justicia se adoptaz posturas y medidas que se caracterizan por estigmatizar a la oposición no armada y antagonizar a los poderes públicos; fenómenos que enflaquecen la democracia. Lo anterior significa que la situación en el país está marcada por claroscuros; lo cual implica adoptar desde el exterior una mirada prudente y descartar aventuras belicistas.
Dichas aventuras resultan de un compromiso entre los sectores duros y moderadamente duros en Estados Unidos. Ese compromiso, en grandes líneas, apunta a que la “guerra contra las drogas” de origen estadounidense la libren primordial y frontalmente los propios colombianos y que la “guerra contra la insurgencia”, hoy ad portas de ser mimetizada con la “guerra contra el terrorismo”, descanse también sobre los colombianos, con algún grado de participación latinoamericana, acompañados por una retaguardia estadounidense que no necesita más soldados muertos en otro nuevo teatro de combate. Washington está en condiciones de preservar un alto nivel de asistencia a Bogotá, pero Colombia no es Irak.
III
La ligera aceptación en Argentina de que Colombia se ha convertido en epicentro de la “guerra contra el terrorismo” merece evaluarse con mayor atención. Por ello, deseo hacer tres precisiones breves (que, obviamente requieren un tratamiento más pormenorizado y amplio).
En primer lugar, el fenómeno del terrorismo requiere un análisis preciso y ponderado; con más razón cuando muchos estudios sobre el tema son conceptualmente pobres, políticamente intencionados y moralmente vacíos. Por ello, es fundamental recordar que el terrorismo no es un objetivo (nadie obtiene siempre o preserva indefinidamente el poder a punta de terror), ni es una ideología (de derecha o izquierda); el terrorismo es un método. La insurgencia, cualquiera sea su orientación y en todo tiempo y lugar, recurre a la combinación de tres formas de combate: la lucha guerrillera, enfocada a producir bajas en los cuerpos de seguridad del Estado y a erosionar la voluntad del contrincante; la guerra convencional, que pretende alcanzar la formación de un ejército regular paralelo y confrontar al oponente a través de grandes unidades; y el terrorismo, que dirige la violencia hacia la población civil no combatiente. El terrorismo no es una modalidad de confrontación carente de propósito; su uso apunta a objetivos políticos que faciliten, en el largo plazo, la conquista del poder. Sin embargo, el recurso al terrorismo antes que una demostración de fortaleza, es la expresión de una debilidad estratégica. Como medio de lucha urbana es militarmente inefectivo, aunque resulte simbólicamente efectista: salvo la excepción de Yemen del Sur en 1967, no se conoce ningún caso de terrorismo urbano eficaz. En esa dirección, y dado que las FARC han incrementado notablemente el recurso al terror -en especial, urbano- pero, a su vez, no constituyen lo que algunos denominan “mega-terrorismo” (o “super-terrorismo”), cabe preguntarse acerca de una denominación pertinente para este caso. El uso de una u otra definición presenta problemas conceptuales y prácticos importantes. Siguiendo a Stepanova, sugiero calificar a las FARC como una “organization involved in terrorist ac-tivities rather than a terrorist organization”. Ello expresa mejor la variedad de prácticas armadas de este movimiento y permite concebir la posibilidad eventual de una negociación política con él.
En segundo lugar, quien siga el drama colombiano se sentirá sorprendido que el actual gobierno haya culminado un acuerdo con las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), el grupo paramilitar de ex-trema derecha identificado como la organización terrorista número 36 en el listado sobre terrorismo internacional del departamento de Estado de Estados Unidos. Al parecer, no sólo Washington ha avalado la negociación con un grupo terrorista, sino que la embajadora estadounidense en Bogotá, Anne Patterson, ha señalado que su país se comprometerá a financiar la desmovilización de las AUC. Esto lleva a una pregunta central en el caso de Colombia: ¿por qué allí ha sido exitoso el terrorismo? Al grupo armado más nacionalista, el Movimiento 19 de Abril (M-19) le sirvió, lo escucharon más (durante el gobierno de Virgilio Barco, 1986-1990) después de la toma y destrucción del Palacio de Justicia (1985) en pleno centro de Bogotá; a los narcotraficantes les sirvió pues lograron, mediante el terrorismo indiscriminado de finales de los años ochenta, una política de plea bargain (“política de sometimiento a la justicia”) a la colombiana durante el comienzo de la presidencia de César Gaviria (1990-1994); a la guerrilla de origen marxista, las FARC les sirvió, en particular a finales de los noventa cuando más recurrieron a prácticas de terror y lograron el inicio de un proceso de diálogo (finalmente fracasado) con el presidente Andrés Pastrana; y a los paramilitares les sirvió pues hoy se sientan a pactar con el gobierno, a pesar de haber cometido decenas de masacres de miles de civiles por más de tres lustros.
Y en tercer lugar, cabe reflexionar sobre lo que llamo la paradoja del intervencionismo. En ese sentido, cabe subrayar que la intervención armada en la guerra colombiana la promueve mucho más el Comando Sur estacionado en Miami (y no tanto por círculos de decisión en Washington) que las fuerzas armadas de Colombia (aunque algunos civiles sueñen con una salvadora intervención militar externa). El general James Hill en Estados Unidos y el presidente Álvaro Uribe en Colombia, han hablado mucho más de una participación militar externa en Colombia que Rumsfeld y Powell en Washington y que los principales comandantes militares en Bogotá. Por ello, es relevante consultar el reciente informe de 2003 del departamento de Estado de Estados Unidos sobre Patterns of Global Terrorism y dirigirse al voluminoso apéndice donde se señalan los principales actos terroristas ocurridos en todo el mundo durante 2002. Según el mismo, se produjeron sólo 5 hechos destacables en Colombia: 3 de ellos vinculados a secuestros de extranjeros y 2 a la voladura de oleoductos. Conviene recordar que en 2002 fueron masacrados miles de colombianos, se produjeron casi 3000 secuestros en el país y Álvaro Uribe fue objeto de un ataque directo el día de la inauguración presidencial.
Por todo lo anterior, Argentina se equivoca si confunde lo que sucede en Colombia y lo que allí hay en juego. Civiles y militares en el país deben entender que la guerra colombiana sigue teniendo un componente político y que lo prioritario es el fortalecimiento de la democracia. Colombia necesita una mayor gobernabilidad, pero no cualquiera: sólo una genuina gobernabilidad democrática resolverá su extenuante conflictividad armada.
Notes