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Sudamérica y el dilema de Colombia
JUAN GABRIEL TOKATLIAN
JUAN GABRIEL TOKATLIAN
Sudamérica y el dilema de Colombia
Revista SAAP, vol. 1, no. 2, pp. 409-422, 2003
Sociedad Argentina de Análisis Político
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Sudamérica y el dilema de Colombia

JUAN GABRIEL TOKATLIAN
Autor Independiete, Argentina
Revista SAAP, vol. 1, no. 2, pp. 409-422, 2003
Sociedad Argentina de Análisis Político

Quisiera introducir tres breves reflexiones sobre Colombia hoy. Las mismas se concentrarán en los siguientes temas: la paz, la democracia y el terrorismo.

I

Creo que el reciente proceso de negociación entre el gobierno de Colombia y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) que se desarrolló entre el 7 de enero de 1999 y el 20 de febrero de 2002 dejó varias enseñanzas importantes. De hecho, todo el proceso estuvo marcado por errores, defectos y problemas mayúsculos, tanto de forma como de contenido.

El fracaso de las conversaciones fue responsabilidad de ambas partes; las perspectivas maniqueas que suponen un gobierno generoso y una guerrilla perversa o una insurgencia seria y una administración manipulada desde Washington no ayudan a entender lo acontecido y mucho menos, a extraer lecciones.

Probablemente, si se busca ubicar y comprender mejor el desastroso proceso emprendido por el Presidente Andrés Pastrana (1998-2002) y horadado por las FARC, sería pertinente tener en cuenta el aporte analítico de trabajos como el de Walter. Con base en un minucioso análisis de 72 guerras internas (de base política, étnica, o religiosa) que se iniciaron entre 1940 y 1992, Walter arriba a conclusiones rigurosas y sugerentes.

Ante todo se propone responder a un enigma fundamental de los estudios políticos e internacionales sobre la guerra y su resolución: el por qué llevar a los combatientes a una mesa y responder a sus demandas no garantiza alcanzar la paz. Sólo el 51% de los 72 conflictos mencionados conocieron procesos de negociación. Llamativamente, en el mundo el 43% de los acuerdos de paz firmados luego de una negociación jamás se han implementado y los contrincantes volvieron a combatir. Así, la gran mayoría de las guerras civiles iniciadas en aquel período no han culminado de modo pacífico, sino que terminaron con el exterminio o con la capitulación de una de las partes.

Los más citados enfoques que buscan explicar la recurrencia a la guerra son de dos tipos: por un lado, el enfoque racionalista que postula que los cálculos costo-beneficio de los actores armados son los que dificultan un acuerdo positivo a un conflicto, y por otro lado, el enfoque idealista que señala que las emociones y los valores envueltos en una guerra interna son los que impiden alcanzar una salida no bélica.

A su vez, las más acreditadas teorías que intentan explanar la terminación pacífica de las guerras domésticas se pueden también agrupar en dos. Por una parte están las que analizan las salidas negociadas en función de las condiciones económicas, políticas y militares imperantes en el campo de batalla. Según ésas, si dichas condiciones empujan a las partes a negociar, el resultado previsible será un arreglo exitoso. Por otra parte sobresalen las que hacen énfasis en la disposición de los adversarios para resolver los conflictos de interés subyacentes. Si las partes están dispuestas a hacer concesiones, el desenlace predecible será un pacto exitoso.

Mediante una combinación de metodología cuantitativa y estudios de caso comparativos, Barbara Walter muestra en detalle y con fundamentos por qué aquellas aproximaciones son incapaces de elucidar la efectiva culminación de los conflictos armados internos. En esencia, los hallazgos de su investigación le muestran que la teoría del “compromiso creíble” es mucho más adecuada para esclarecer la finalización exitosa de esas guerras.

Según ésta, el fracaso de las soluciones negociadas obedece a la ausencia de un tercero, externo a los adversarios, dotado de voluntad y capacidad para satisfacer tanto las necesidades de garantías para la desmovilización y el desarme de los combatientes, como los requerimientos para asegurar los acuerdos de co-gobierno estipulados. La sensación de enorme vulnerabilidad militar de los participantes de un enfrentamiento bélico y la desconfianza política frente al otro son los dos factores fundamentales a tener en cuenta. El meollo de una salida pacífica a una guerra interna está en las garantías reales de supervivencia de los actores armados, y en la ejecución segura de lo convenido por el Estado y su oponente en materia de poder compartido. Será un tercero, distinto a los bandos enfrentados, el que puede lograr lo anterior. De lo contrario, ni los más plausibles acuerdos concertados y ratificados se pondrán en práctica y los combatientes regresarán, más temprano que tarde, a la lucha armada. Ese tercero capaz de cumplir el compromiso creíble debe reunir tres condiciones. Primera, que la parte interviniente (un Estado o conjunto de estados) tenga intereses tangibles en el caso afectado por una guerra. Segunda, que esté dispuesta a usar la fuerza para garantizar el cumplimiento de lo acordado. Y tercera, que demuestre constante firmeza.

En ese sentido, es indudable que el papel de Estados Unidos en el caso de una pacificación en Colombia será ineludible. El interrogante es si Sudamérica entiende que tiene intereses en juego en el ejemplo colombiano y si está en capacidad de formular una salida pacífica a la guerra en ese país andino.

En esa dirección, a mi entender, Colombia no debe ser objeto de una intervención militar, sino de una injerencia política. Colombia necesita una suerte de nueva Contadora impulsada, en especial, desde Mercosur. Eso implica lo siguiente:

*Al igual que la experiencia en América Central, la nueva Contadora debe ser útil para ofrecer un diagnóstico realista de la situación colombiana, evitar premisas equivocadas y precisar la naturaleza real de la(s) amenaza(s) existente(s).

Si en los ochenta, la Contadora para Centroamérica pretendía abrir espacios políticos y diplomáticos para que Nicaragua y El Salvador no se perdieran para Occidente, hoy la Contadora para Colombia debe evitar que el país se pierda para el continente en términos democráticos.

Aunque equidistante en su comportamiento, la Contadora para América Central fue percibida por la Casa Blanca y parte del legislativo en Washington como anti-estadounidense; la Contadora actual para Colombia debe ser, sin duda, entendida como una alternativa válida y valiosa para comprometer a Estados Unidos en una solución a largo plazo de la guerra colombiana.

La Contadora para Centroamérica supo desagregar los componentes de la crisis sub-regional y definir procedimientos, procesos y políticas específicas y generales; la Contadora para el caso colombiano necesita desarrollar una capacidad semejante para entender la simultánea yuxtaposición y autonomía de distintos fenómenos violentos en el país.

En América Central, Contadora sólo se ocupó del conflicto armado político; en Colombia, una nueva Contadora debe aportar a una comprensión diferente de la guerra interna y de asuntos tales como el negocio ilícito de las drogas -cuestión crucial en el caso colombiano y ausente en el caso centroamericano-. No se trata de que la eventual resolución del caso colombiano precipite un desplazamiento a los países vecinos del lucrativo emporio ilícito de los narcóticos.

Hace unos lustros en América Central, Contadora aportó una voz diplomática a una crisis básicamente política; en Colombia la nueva Contadora debería ir más allá y presentarse como fuerza dispuesta a presionar con una variedad de instrumentos una solución global al conflicto colombiano.

En Centroamérica, Contadora evitó la propagación de un conflicto de baja intensidad por toda el área pero no contribuyó a forjar un nuevo pacto democrático en los estados con altos niveles de violencia; en Colombia, Contadora debe dejar en claro que no es conveniente que sólo se resuelvan los enfrentamientos armados y no se modifique la estructura de poder vigente.

II

El mayor dilema que enfrenta el presidente de Colombia, el Liberal disidente Álvaro Uribe, es recuperar la autoridad del Estado, o caer en el autoritarismo. El hecho de que la elección que le dio el triunfo tuviera como tema central la autoridad, hizo que esta fuera una decisión “hobbesiana”. De allí la importancia que tuvo el tema de la recuperación del monopolio de la fuerza para el Estado. Con una victoria convincente -Uribe (53%) obtuvo 22% más votos que su más inmediato contendiente, el Liberal oficialista Horacio Serpa (31%)- pero no masiva -pues Uribe obtuvo aquel total de sufragios en una votación con apenas 47% de participación electoral- no parece sensato interpretar el éxito de Álvaro Uribe como un “cheque en blanco” de la gran mayoría de los ciudadanos a favor de una política inflexible de “mano dura”.

Ahora bien, después de un primer año de gestión, el dilema señalado sigue vigente. En esencia, Uribe debe evitar que Colombia devenga en un Estado fracasado -un failed state en clave anglosajona- incapaz de proteger a los individuos de las fuerzas violentas que los amenazan y de garantizar la legitimidad indispensable para evitar un colapso institucional. De hecho, el país es ya testigo de una mezcla de Estado fantasma, presente en ciertas áreas, y de Estado anémico, que consume sus energías combatiendo múltiples grupos armados.

Resolver aquel dilema exige fortalecer la gobernabilidad democrática. En ese punto se ubica la principal intersección de los intereses de Colombia y Sudamérica. Si los sudamericanos -en particular, los países de Mercosur- quieren cumplir un papel positivo en la situación colombiana deben establecer un parámetro básico para orientar su aporte. De allí que resulte imprescindible hacer un seguimiento atento sobre la gestión específica del gobierno de Uribe. No se trata de un tema de encuestas transitorias, sino de un análisis de políticas concretas.

Ello podría tener como criterio rector lo que llamo la “prueba democrática”. Esta es una prueba sencilla que fija que toda decisión del ejecutivo debe ser evaluada de acuerdo a su contribución efectiva a un Estado democrático. Si una determinación gubernamental reafirma el imperio de la ley, asegura el uso legítimo de la fuerza, protege los derechos humanos de los desarmados o mejora las condiciones materiales de la sociedad, entonces la administración aprueba el test. Si, por el contrario, una decisión mina la democracia, debilita las instituciones, destruye conquistas alcanzadas en el plano de los derechos fundamentales o favorece los intereses de unos pocos, el gobierno pierde el examen.

Esta prueba es consonante con el pedido del presidente Uribe a la comunidad internacional en términos de no poner en igualdad de condiciones al gobierno y a la guerrilla, conteniendo la capacidad de la insurgencia para desplegar su “diplomacia paralela” y fustigando su recurso al terror. Los estados de Sudamérica no avalan a las organizaciones que recurren a prácticas terroristas en Colombia. Del mismo modo, los gobiernos sudamericanos buscan conocer más y mejor al gobierno colombiano que pretende mayor respaldo y asistencia.

En ese sentido, los resultados del cumplimiento o incumplimiento de la prueba democrática deberían ser categóricos. Si hay avances a favor del afianzamiento democrático del Estado, el apoyo y la cooperación externa deberían ser crecientes. Si hay retrocesos en desmedro de la democracia, la crítica y la limitación del apoyo externo deberían ser igualmente notorias.

Los parámetros de evaluación de la prueba democrática no deben ser dogmáticos ni ideológicos, sino rigurosos y precisos. Por ejemplo, la decisión de Uribe de convocar a un referendo que apunta a la modernización política aporta a la democracia; sin embargo determinados componentes del Estatuto Anti-Terrorista en discusión la socavan. El ministerio de Defensa ha presentado un trascendental “Libro Blanco sobre Política de Defensa y Seguridad Democrática” que contiene algunos principios y planes que podrían reforzar la democracia. Pero, paralelamente, desde el ministerio del Interior y Justicia se adoptaz posturas y medidas que se caracterizan por estigmatizar a la oposición no armada y antagonizar a los poderes públicos; fenómenos que enflaquecen la democracia. Lo anterior significa que la situación en el país está marcada por claroscuros; lo cual implica adoptar desde el exterior una mirada prudente y descartar aventuras belicistas.

Dichas aventuras resultan de un compromiso entre los sectores duros y moderadamente duros en Estados Unidos. Ese compromiso, en grandes líneas, apunta a que la “guerra contra las drogas” de origen estadounidense la libren primordial y frontalmente los propios colombianos y que la “guerra contra la insurgencia”, hoy ad portas de ser mimetizada con la “guerra contra el terrorismo”, descanse también sobre los colombianos, con algún grado de participación latinoamericana, acompañados por una retaguardia estadounidense que no necesita más soldados muertos en otro nuevo teatro de combate. Washington está en condiciones de preservar un alto nivel de asistencia a Bogotá, pero Colombia no es Irak.

III

La ligera aceptación en Argentina de que Colombia se ha convertido en epicentro de la “guerra contra el terrorismo” merece evaluarse con mayor atención. Por ello, deseo hacer tres precisiones breves (que, obviamente requieren un tratamiento más pormenorizado y amplio).

En primer lugar, el fenómeno del terrorismo requiere un análisis preciso y ponderado; con más razón cuando muchos estudios sobre el tema son conceptualmente pobres, políticamente intencionados y moralmente vacíos. Por ello, es fundamental recordar que el terrorismo no es un objetivo (nadie obtiene siempre o preserva indefinidamente el poder a punta de terror), ni es una ideología (de derecha o izquierda); el terrorismo es un método. La insurgencia, cualquiera sea su orientación y en todo tiempo y lugar, recurre a la combinación de tres formas de combate: la lucha guerrillera, enfocada a producir bajas en los cuerpos de seguridad del Estado y a erosionar la voluntad del contrincante; la guerra convencional, que pretende alcanzar la formación de un ejército regular paralelo y confrontar al oponente a través de grandes unidades; y el terrorismo, que dirige la violencia hacia la población civil no combatiente. El terrorismo no es una modalidad de confrontación carente de propósito; su uso apunta a objetivos políticos que faciliten, en el largo plazo, la conquista del poder. Sin embargo, el recurso al terrorismo antes que una demostración de fortaleza, es la expresión de una debilidad estratégica. Como medio de lucha urbana es militarmente inefectivo, aunque resulte simbólicamente efectista: salvo la excepción de Yemen del Sur en 1967, no se conoce ningún caso de terrorismo urbano eficaz. En esa dirección, y dado que las FARC han incrementado notablemente el recurso al terror -en especial, urbano- pero, a su vez, no constituyen lo que algunos denominan “mega-terrorismo” (o “super-terrorismo”), cabe preguntarse acerca de una denominación pertinente para este caso. El uso de una u otra definición presenta problemas conceptuales y prácticos importantes. Siguiendo a Stepanova, sugiero calificar a las FARC como una “organization involved in terrorist ac-tivities rather than a terrorist organization”. Ello expresa mejor la variedad de prácticas armadas de este movimiento y permite concebir la posibilidad eventual de una negociación política con él.

En segundo lugar, quien siga el drama colombiano se sentirá sorprendido que el actual gobierno haya culminado un acuerdo con las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), el grupo paramilitar de ex-trema derecha identificado como la organización terrorista número 36 en el listado sobre terrorismo internacional del departamento de Estado de Estados Unidos. Al parecer, no sólo Washington ha avalado la negociación con un grupo terrorista, sino que la embajadora estadounidense en Bogotá, Anne Patterson, ha señalado que su país se comprometerá a financiar la desmovilización de las AUC. Esto lleva a una pregunta central en el caso de Colombia: ¿por qué allí ha sido exitoso el terrorismo? Al grupo armado más nacionalista, el Movimiento 19 de Abril (M-19) le sirvió, lo escucharon más (durante el gobierno de Virgilio Barco, 1986-1990) después de la toma y destrucción del Palacio de Justicia (1985) en pleno centro de Bogotá; a los narcotraficantes les sirvió pues lograron, mediante el terrorismo indiscriminado de finales de los años ochenta, una política de plea bargain (“política de sometimiento a la justicia”) a la colombiana durante el comienzo de la presidencia de César Gaviria (1990-1994); a la guerrilla de origen marxista, las FARC les sirvió, en particular a finales de los noventa cuando más recurrieron a prácticas de terror y lograron el inicio de un proceso de diálogo (finalmente fracasado) con el presidente Andrés Pastrana; y a los paramilitares les sirvió pues hoy se sientan a pactar con el gobierno, a pesar de haber cometido decenas de masacres de miles de civiles por más de tres lustros.

Y en tercer lugar, cabe reflexionar sobre lo que llamo la paradoja del intervencionismo. En ese sentido, cabe subrayar que la intervención armada en la guerra colombiana la promueve mucho más el Comando Sur estacionado en Miami (y no tanto por círculos de decisión en Washington) que las fuerzas armadas de Colombia (aunque algunos civiles sueñen con una salvadora intervención militar externa). El general James Hill en Estados Unidos y el presidente Álvaro Uribe en Colombia, han hablado mucho más de una participación militar externa en Colombia que Rumsfeld y Powell en Washington y que los principales comandantes militares en Bogotá. Por ello, es relevante consultar el reciente informe de 2003 del departamento de Estado de Estados Unidos sobre Patterns of Global Terrorism y dirigirse al voluminoso apéndice donde se señalan los principales actos terroristas ocurridos en todo el mundo durante 2002. Según el mismo, se produjeron sólo 5 hechos destacables en Colombia: 3 de ellos vinculados a secuestros de extranjeros y 2 a la voladura de oleoductos. Conviene recordar que en 2002 fueron masacrados miles de colombianos, se produjeron casi 3000 secuestros en el país y Álvaro Uribe fue objeto de un ataque directo el día de la inauguración presidencial.

Por todo lo anterior, Argentina se equivoca si confunde lo que sucede en Colombia y lo que allí hay en juego. Civiles y militares en el país deben entender que la guerra colombiana sigue teniendo un componente político y que lo prioritario es el fortalecimiento de la democracia. Colombia necesita una mayor gobernabilidad, pero no cualquiera: sólo una genuina gobernabilidad democrática resolverá su extenuante conflictividad armada.

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Notes
Notes
1 Este texto fue presentado, originalmente, en un seminario organizado por el Consejo Argentino de Relaciones Internacionales (CARI), Buenos Aires, en julio de 2003.
2 ¿En qué ha devenido hoy el conflicto colombiano después de cuatro décadas de lucha armada? Parece claro que el país no vive una revolución política y popular, ni una rebelión ciudadana y justiciera contra un Estado robusto y dominante. Estamos másbi en frente a una revuelta amorfa e intemperante de una compleja amalgama desectores emergentes, inconformes, excluidos y olvidados. Revuelta que es canalizada, parcial y contradictoriamente, por poderosos grupos armados que, a pesar de carecer de un proyecto unívoco, afirman su influencia social, su control territorial y su proyección política en medio de un notorio debilitamiento del Estado y de la agonía de la sociedad desarmada. Se trata de una agitación violenta y difusa, impulsada por igual por movimientos guerrilleros, mafias organizadas y bandas reaccionarias, que parecen tener la suficiente fuerza para acorralar al Estado pero que no poseen la capacidad de construir una nueva autoridad. La perspectiva de balance que caracteriza a la reflexión en torno a la legitimidad no parece útil en este caso. No hay un proyecto homogéneo que crece en legitimidad mientras otro decrece. No hay una elite tradicional, reinante e ilustrada, ni un contrapoder compacto, vigoroso y civilizador. Asistimos más bien a legitimidades degradadas; tanto de las existentes como de las desafiantes. Estamos en presencia del peligroso fracaso del Estado de derecho pero un horizonte alterno próximo con capacidad para establecer el orden, la paz y el bienestar está ausente. De allí que lo que predomine sea una mezcla de guerra política, violencia criminal y violación humanitaria.
3 Barbara F. Walter, Commiting to Peace: The Successful Settlement of Civil Wars, Princeton, Princeton University Press, 2002
4 Después de décadas de confrontación militar, las FARC hicieron en 2001 una propuesta política de “co-gobierno” que fue inmediata y categóricamente rechazada por el gobierno. Ahora bien, e independiente de las razones que motivaron esa decisión en aquel momento, parece conveniente comprender el alcance de esta noción. El co-gobierno —power sharing en clave anglosajona— ha cobrado preeminencia en los últimos años como producto de la formulación de soluciones alternativas para situaciones críticas marcadas por guerras civiles encarnizadas, conflictos armados prolongados o enfrentamientos étnicos agudos. El co-gobierno implica un ejercicio compartido de poder que intenta resolver la disputa en torno a quién comanda el control supremo de una unidad política dada. Más que dirimir quién ejerce poder sobre quiénes, el co-gobierno procura una práctica conjunta de ese poder. Así, se busca acomodar y organizar intereses opuestos e identidades divergentes bajo un marco político común. El co-gobierno se puede establecer desde el exterior o puede ser pactado internamente. La salida gestada por Naciones Unidas para las comunidades greco-chipriotas y turco-chipriotas en Chipre es un ejemplo de lo primero, mientras la Constitución interina de 1993, acordada entre blancos y negros en Sudáfrica, que facilitó la gestión del gobierno de Nelson Mandela es un caso típico de lo segundo. El power sharing puede ser regional o nacional. Es posible instituir un régimen con autonomía especial para una porción del territorio de tal modo que un grupo minoritario ejerza una amplia gama de funciones en dicho ámbito. También es factible que líderes de las partes confrontadas pasen a ejercitar, mediante un sistema de decisión por consenso, el poder del Estado central. La experiencia internacional muestra que se necesitan tres condiciones para que funcione el co-gobierno: la presencia de un núcleo fuerte de moderados, tanto entre los bandos en pugna como en la sociedad civil, que promueva una coexistencia efectiva; la certeza de que las partes actúan de buena fe a la hora de acordar y practicar un compromiso de power sharing; y la existencia de un acuerdo temporal y acotado que no se dilate en el tiempo ni malgaste la confianza generada. En el caso de Colombia, no existía en 2001 ni existe hoy en 2003 ninguna de estas tres condiciones indispensables.
5 A más tres décadas de que el Presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, declarara en 1971 el inicio de la “guerra contra las drogas”, y después de millones de muertes inútiles, de una alarmante devastación ambiental y multibillonarios e improductivos gastos mundiales, es el momento de pensar seriamente en poner fin a la prohibición de las sustancias psicoativas ilegales. La ciega política prohibicionista imperante ha hecho posible que hoy exista en el mundo una variedad sin precedentes de drogas naturales y sintéticas, se consuman más estupefacientes a menor precio y con mayor pureza, y se genere la más ostensible criminalidad organizada transnacional, capaz de conducir a varios estados al colapso total. Por esto es impostergable plantear alternativas más sensatas, humanas y eficaces. En ese sentido, es aconsejable instaurar una política de reducción de daños que apunte a disminuir los graves perjuicios y a evitar los desmedidos costos producidos por el uso y abuso de las drogas. Bajo esta racionalidad, no se trata de eliminar por completo un fenómeno estructuralmente multifacético y humanamente inextinguible. Se trata, más bien, de reducir gradual, notoria y genuinamente su incidencia negativa para las personas, las familias y las sociedades. Diversas variantes de reducción de daños ya se aplican exitosamente en algunos barrios (el Goutte d’Or en París, por ejemplo), ciudades (Zurich, Baltimore, etc.), estados (California, New Mexico, entre otros) y países (Holanda) que son polos de demanda. El desafío es implementar esa política en los países cultivadores, procesadores y exportadores de drogas. Los principios que podrían guiar una estrategia de reducción de daños en los polos de oferta pueden ser: a) una política de recuperación de la legalidad en distintos ámbitos económicos y sociales para vencer la subcultura mafiosa vigente; b) una mirada de largo plazo alejada de las soluciones inmediatas y milagrosas; c) un énfasis en la protección de los ciudadanos y en la desarticulación del crimen organizado ligado al negocio de las drogas; d) el rechazo a la concepción del fenómeno de los narcóticos como un asunto militar de seguridad; e) el abandono del uso simbólico del derecho que crea más sanciones inaplicables; y f) la defensa de la cooperación efectiva en el campo internacional, ya que en este frente no hay salvaciones individuales. En cuanto a las políticas específicas, habría que plantear que la adquisición legal por parte de un fondo financiado por los principales centros de consumo y la destrucción simultánea y verificada de las cosechas de cultivos ilícitos por un período determinado (acompañado por una sustitución por productos legales con acceso a los mercados nacional e internacional), sería mucho más eficiente, económica y sana que la continuación de la inoperante táctica represiva de fumigación química de plantaciones. Ésta sólo ha reforzado la depredación ambiental y la corrupción oficial, dejando intacto el eslabón más crítico del negocio e inalteradas sus manifestaciones más violentas. De igual forma, habría que establecer que las acciones preventivas en defensa de los ciudadanos más vulnerables (campesinos, indígenas, jóvenes, pobres) y las acciones disuasivas contra los grandes barones del crimen y sus asociados, son más acertadas y eficaces en términos materiales y morales. Se debe ser compasivo con los desprotegidos de siempre e inflexible con los grandes delincuentes de turno. Las últimas ocho administraciones de Colombia han cumplido cabalmente con la lógica punitiva de la “guerra contra las drogas”. Hoy, la evidencia de su desatino nos ofrece la dimensión exacerbada y descontrolada del conflicto armado interno.
6 El Leviatán es quizás la obra más reconocida y citada de Thomas Hobbes (1588-1679). Allí describió y analizó las condiciones del orden; se trataba de superar la situación del estado de naturaleza en la cual homo homini lupus (el hombre es el lobo del hombre). El Behemoth es probablemente uno de sus trabajos menos leídos y referidos. En ese texto, Hobbes se concentró en los horrores del desorden mediante el estudio de la guerra civil inglesa de 1640 a 1660. En esencia, buscaba mostrar la mezcla de “injusticia” y “locura” que deviene de tal circunstancia. Hobbes detalla y explica la disolución del poder, los equívocos del Estado, los desaciertos de las concepciones colectivas y la corrupción extendida del cuerpo político. Todo ello conduce a la anarquía; anarquía que se supera, en gran medida para él, reconstruyendo el Estado. Y en ese sentido, para Hobbes la reconstrucción estatal no pasa exclusivamente por elevar la capacidad coactiva y disuasiva del Estado. El sustento del poder político no se concentra o limita al ejercicio de la coerción. Ni siquiera el uso legítimo de la fuerza es condición suficiente para transitar del desorden al orden. Es indispensable observar y comprender entonces que “el poder del poderoso no se funda sino en la opinión y la creencia del pueblo”. Dicha obediencia, a su vez, se asienta en la medida en que existan “reglas infalibles” por un lado, y la “ciencia de la equidad y la justicia” por el otro. En Colombia, que conoce hoy la cara del Behemoth, la autoridad y no el autoritarismo resuelve su gran dilema histórico.
7 Mientras en los comicios de 1998 los colombianos mostraron su saturación con el conflicto armado, en la elección de 2002 el rechazo fue hacia un modelo de negociación —entre el gobierno del Presidente Pastrana y las FARC— visto y vivido por la ciudadanía como una farsa dramáticamente costosa. Aunque el triunfo de Uribe fue la expresión de un hastío frente la insurgencia, también es una muestra de hartazgo frente a la violencia en general.
8 El Plan Colombia, en su versión estadounidense, desarrollado a partir de 2000 y equivalente a 1.319 millones de dólares, autorizó la presencia de hasta 400 asesores militares estadounidenses y la subcontratación de empresas de seguridad privada (antiguamente conocidas como mercenarios). El resurgimiento de las actividades mercenarias viene preocupando seriamente a la comunidad mundial. La inquietud por este tema llevó a que, durante los años ochenta, Naciones Unidas (ONU) se ocupara del mismo concibiendo la Convención contra el Reclutamiento, la Utilización, la Financiación y el Entrenamiento de Mercenarios de 1989. La Convención entró en vigor en octubre de 2001 cuando 22 estados (Azerbadjián, Arabia Saudita, Barbados, Bielorrusia, Camerún, Costa Rica, Croacia, Chipre, Georgia, Italia, Libia, Maldivas, Mauritania, Qatar, Senegal, Seychelles, Surinam, Togo, Turkmenistán, Ucrania, Uruguay y Uzbekistán) la ratificaron. Sin embargo, ninguna de las potencias principales ha suscrito o aprobado dicho acuerdo multilateral; lo cual significa que en la práctica, la Convención de 1989 no se aplica. Durante la década de los noventa, la globalización en materia tecnológica, el debilitamiento del Estado en la periferia, la prolongación de las luchas armadas locales aun después del fin del conflicto Este-Oeste, el envilecimiento de las guerras civiles, y la privatización de la seguridad en los países industrializado y en las naciones en vías de desarrollo, alimentaron la participación de mercenarios en las confrontaciones internas. El fenómeno ha sido agudo en África; en particular en Angola, Chad, Guinea-Bissau, Etiopía, Eritrea, Liberia, Mozambique, República Popular del Congo, Rwanda, Sierra Leone, Somalia, Sudán y Zaire. Nicaragua en Latinoamérica en los ochenta y Afganistán en Asia y la ex Yugoslavia en Europa durante los noventa, se suman a las experiencias violentas más traumáticas con fuerte participación mercenaria. En ese contexto, especialistas civiles y militares, así como organizaciones no gubernamentales han advertido sobre el incremento de las compañías de seguridad en Sudáfrica, Inglaterra y Estados Unidos que ofrecen servicios militares privados a empresas, gobiernos y grupos parainstitucionales. Entre las firmas más conocidas están la sudafricana Executive Outcomes (hoy desmantelada), la inglesa Sandline International y las estadounidenses Military Professional Resources Incorporated (MPRI) y DynCorp. El auge de estas compañías, la naturaleza de su vinculación con los estados en que se encuentran establecidas, la escasez de normas internacionales en este ámbito de los negocios y los incontrolables efectos en los casos en que operan, han despertado una verdadera alarma mundial. Los peligros de la falta de regulación y control efectivos en este terreno ha quedado elocuentemente expresado en un informe de 2002 del House of Commons británico sobre las “Private Military Companies”: por lo general, no rinden cuentas a nadie, usurpan la soberanía de las naciones más débiles atravesadas por conflictos armados; se involucran en la explotación económica en los países donde intervienen; tienen un interés manifiesto —en especial de lucro— para la perpetuación de esos conflictos; se convierten en brazos clandestinos de los gobiernos en los cuales se originan; y generan problemas morales mayúsculos al legitimar el asesinato pago por encargo (kill for money) en vez de la lucha por una justa causa. En nuestro continente, el caso más reciente de involucramiento de este tipo de empresas en situaciones conflictivas se presenta en Colombia. En efecto, las dos compañías estadounidenses mencionadas actúan en ese país a modo de subcontratistas del Departamento de Estado y como parte del Plan Colombia de Washington. Según informó en su momento el periódico colombiano El Tiempo (16/4/01), DynCorp. y MPRI tienen “suculentos contratos” en el país andino. Hoy, cuando Estados Unidos no sólo no ha adherido a la Corte Penal Internacional (CPI), sino que además exige la firma de acuerdos bilaterales para que sus funcionarios y ciudadanos estadounidenses que actúen en el país con el que se haya establecido dicho acuerdo no sean acusados ante la CPI, es imperativo precisar los límites y alcances de las compañías privadas de seguridad. Se trata en últimas de que éstas no se conviertan en oscuras empresas de mercenarios impunes que se salvaguardan detrás de la “guerra contra el terrorismo”.
9 Si se observan los desembolsos efectivos de la ayuda de Estados Unidos a Colombia desde 1997 en adelante se obtiene lo siguiente: 1997, US$ 88.560.000; 1998, US$ 112.960.000; 1999, US$ 317.560.000; 2000, US$ 977.320.000; 2001, US$ 230.330.000; y 2002, US$ 502.110.000. El total acumulado concretamente brindado por Washington a Bogotá entre 1997-2002 ascendió a US$ 2.228.840.000. Para 2003, el total requerido por el ejecutivo para aprobación del legislativo alcanzó a US$ 755.750.000. Estas cifras pueden consultarse en http://www.ciponline.org/colombia/ aidtable.htm
10 Ekaterina Stepanova, Anti-terrorism and Peace-building During and After Conflict, Estocolmo, SIPRI, 2003, p. 7.
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