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Organización partidaria y democracia: tres tesis de los estudios comparativos y su aplicación a los partidos en la Argentina
Revista SAAP, vol. 1, no. 3, pp. 514-559, 2004
Sociedad Argentina de Análisis Político

Artículo


Resumen: Este trabajo discute algunos problemas de las teorías acerca de la organización de los partidos políticos desde el punto de vista de la teoría democrática y a la luz de la evolución reciente de los partidos argentinos. En primer lugar se analizan cinco argumentos teóricos acerca de la incidencia de los partidos políticos sobre el funcionamiento democrático de los gobiernos representativos. Tres de ellos valoran positivamente la contribución de los partidos y dos lo hacen negativamente. Resolver el diferendo entre estos argumentos requiere analizar la organización interna de los partidos políticos. El resto del trabajo discute tres argumentos relevantes para este análisis: las causas y consecuencias del predominio de los funcionarios electos sobre las organizaciones territoriales y la administración central de los partidos; la coexistencia entre instituciones formales e instituciones informales; y los cambios en las relaciones entre los partidos políticos, el Estado y la sociedad civil resultantes de las estrategias de financiamiento partidario. En todos los casos, la discusión se ilustra con referencias al funcionamiento de los partidos políticos en la Argentina apoyadas en las conclusiones de investigaciones recientes.

Palabras clave: Partidos políticos, organización partidaria, institucionalización, financiamiento partidario, Argentina.

Abstract: This paper discusses some problems of the theories of party organization from the point of view of democratic theory and in the light of the recent evolution of parties in Argentina. First, five theoretical arguments about the incidence of party organization on the democratic character of representative government are analyzed. Three of them assess positively the contribution of parties to democracy, two give a negative evaluation. The analysis of party organization is necessary to solve the disagreement between these arguments. The remainder of the paper discusses three arguments relevant for this analysis: the causes and consequences of the dominance of elected representatives over organizations on the ground and party bureaucracies; the coexistence of formal and informal institutions within parties; and the impact of party finance strategies on the relationships between parties, state and civil society. In all cases, references to the workings of Argentine parties, informed by the conclusions of recent research on the topic, illustrate this discussion.

Key words: Political parties, party organization, institutionalization, party financing, Argentina.

Introducción: la organización de los partidos y el gobierno democrático

Este trabajo discute algunos problemas de las teorías acerca de la organización de los partidos políticos desde el punto de vista de la teoría democrática y a la luz de la evolución reciente de los partidos argentinos.

Observar a los partidos desde el punto de vista de la teoría democrática requiere, entre otras cosas, determinar en qué medida distintos atributos de la organización partidaria inciden sobre los procesos de toma de decisiones de gobierno. La teoría democrática ofrece una serie de criterios para juzgar estos procesos. De acuerdo con el influyente análisis de Robert Dahl, cuatro características distinguen a las decisiones democráticas: la participación efectiva, la igualdad de votos en la etapa decisiva, la comprensión esclarecida y el control de la agenda (Dahl, 1989: 109-114). La cuarta característica requiere que la decisión sobre qué temas incluir en la agenda pública recaiga exclusivamente en los miembros del demos y no esté sujeta a ningún control externo. Las tres primeras corresponden con otras tantas formas de la igualdad de oportunidades: igual oportunidad de determinar cómo puede afectar la decisión que se adopte a los intereses de cada ciudadano (comprensión esclarecida), igual oportunidad de expresar las preferencias sobre la decisión a adoptar (participación efectiva), e igual oportunidad de incidir sobre la decisión (igualdad de voto en la etapa decisiva). Juzgar a la organización de los partidos desde el punto de vista de la teoría democrática equivale, entonces, a determinar en qué medida promueve o dificulta una distribución más o menos igual de cada una de estas oportunidades entre los ciudadanos.

La democracia como sistema de gobierno y la teoría democrática como referencia para juzgar sistemas de gobierno expresan persuasivamente tres creencias centrales en la moral occidental: la idea de que el sujeto político elemental es el individuo, la idea de que cada individuo es igualmente valioso y merecedor de igual respeto y la idea de que no hay mejor juez ni guardián del bien de cada individuo que el individuo mismo (Dahl, 1989: 83-105; O’Donnell, 2000). Esto hace que la democracia y la teoría democrática tengan, para los observadores occidentales, precedencia normativa respecto de otros sistemas y otras teorías del gobierno. Ningún sistema de gobierno existente satisface completamente los criterios de la democracia. Tampoco lo hacen los regímenes representativos que llamamos democracias -en términos de Dahl, las poliarquías- aunque se acercan a satisfacerlos más que otros regímenes contemporáneos.

Considerando los orígenes de las poliarquías, no es sorprendente que estén lejos de satisfacer completamente los requisitos de la decisión democrática. Las normas constitucionales (escritas o no) que regulan el funcionamiento de las poliarquías fueron concebidas originalmente y frecuentemente interpretadas con el explícito propósito de distribuir desigualmente entre los ciudadanos las oportunidades de formar y expresar preferencias y de votar de acuerdo con ellas1. Estas constituciones concentran el ejercicio de las facultades de gobierno en representantes y originalmente restringían los derechos a elegir representantes y competir por cargos electivos a un grupo, más o menos limitado de acuerdo con los casos nacionales, de ciudadanos de sexo masculino. Los fundadores de las repúblicas modernas concebían al gobierno representativo como un régimen distinto de (y preferible a) la democracia. Las instituciones representativas de gobierno originales experimentaron diversas transformaciones y reformas. Estas reformas dan lugar a que, en el uso corriente, consideremos como una variante de democracia a lo que originalmente se presentaba como una forma de gobierno distinta. La eliminación de las discriminaciones de clase y de género para el reconocimiento de los derechos a competir por los cargos de gobierno y a elegir candidatos son las principales reformas. A pesar del debilitamiento o la eliminación de las proscripciones legales, la persistencia de mecanismos de estratificación social en los entornos en que se desenvuelven las poliarquías incide sobre la equidad en la distribución de las capacidades políticas efectivas. La relativa equidad en la distribución de oportunidades para formar, expresar y votar a partir de preferencias depende de la distribución de otros bienes: información, tiempo, capacidad de influir sobre otros ciudadanos, capacidad de organización o el dinero que permite comprar información, tiempo e influencia y facilitar la acción colectiva. Los sistemas escolares, familiares, económicos y de información tienden a distribuir estos bienes de modo desigual y la capacidad del sistema político para regular estas distribuciones es muy limitada. De este modo, la influencia de factores extra-políticos suele dificultar la toma democrática de decisiones, aún en los regímenes cuya validez se sostiene sobre la del ideal democrático. Finalmente, la distancia entre las poliarquías y el ideal democrático admite una demostración formal. Las teorías inspiradas en el lenguaje de la elección social (social choice) destacan que no hay tal cosa como un sistema de decisión que considere las preferencias de los miembros de un grupo con estricta igualdad. De acuerdo con estas teorías, todos los sistemas de decisión ponderan de modo desigual a las preferencias de cada miembro de una unidad política (Riker, 1982) de modo que, con independencia del origen histórico y el entorno social de los regímenes, la igualdad en la toma de decisiones de gobierno es estrictamente imposible.

A pesar de los propósitos originales en la constitución de las poliarquías, las conclusiones de las teorías de la decisión, y los mecanismos que producen y reproducen desigualdades, la democracia subiste como ideal político y la teoría democrática continúa en pie como punto de referencia para valorar el funcionamiento de los regímenes existentes. Estas persistencias no son el producto de un malentendido o un abuso del lenguaje sino que tienen una justificación. La equidad en la distribución de los derechos políticos avanzó mucho más allá de los deseos, la imaginación y los prejuicios de los fundadores de las repúblicas modernas; ocasionalmente, algunos arreglos institucionales y decisiones políticas han permitido atenuar o revertir las tendencias a la distribución desigual de bienes; y los corolarios pesimistas de las teorías de la decisión han recibido convincentes objeciones (Mackie, 1998) y, en cualquier caso, no han impedido que se desarrollen esfuerzos para ordenar a las poliarquías en términos de las consecuencias de los sesgos institucionales y sociales en cada una de ellas sobre la equidad en la distribución de oportunidades de decisión2.

La distancia respecto del ideal democrático de cada poliarquía depende del carácter más o menos igualitario del entorno social en el que está emplazada, de los efectos distributivos de las reglas del juego político y de un tercer factor no considerado hasta el momento: las características de las organizaciones de movilización y acción política. Dentro de este conjunto de organizaciones, los partidos ocupan un lugar central.

En las poliarquías la elaboración de los programas de gobierno, la movilización electoral, la actividad legislativa y la ejecutiva están a cargo de partidos políticos3. ¿Cómo incide la existencia de partidos políticos sobre la equidad de los procesos de toma de decisiones? Las evaluaciones de las organizaciones partidarias desde el punto de vista de la teoría democrática ofrecen dos respuestas4. La primera, optimista, considera a los partidos como una herramienta de igualación en la distribución de las oportunidades para formar y expresar preferencias e incidir sobre las políticas de gobierno. La evaluación pesimista, en cambio, sostiene que la existencia de partidos introduce una desigualdad sistemática en esta distribución de oportunidades, sea porque privilegia a los líderes partidarios respecto del resto de los ciudadanos o bien porque privilegia a miembros de los partidos respecto de los no afiliados.

La evaluación optimista de las consecuencias de la organización partidaria sobre el carácter democrático de los procesos de toma de decisiones tiene tres versiones: una débil y dos fuertes. De acuerdo con la versión débil, los partidos políticos reducen las desigualdades en la eficacia política de los ciudadanos porque facilitan tanto la obtención de información acerca de los propósitos de los candidatos (a través de las plataformas y las doctrinas partidarias) como la asignación de responsabilidades por las acciones de gobierno (es más sencillo supervisar las acciones del partido en su conjunto que las de cada funcionario electo). De este modo, como resultado de la existencia de partidos políticos, aún los ciudadanos con menores posibilidades de obtener información disponen de algunas señales para orientar su voto. La contribución informativa de los partidos tiende a igualar a los ciudadanos en tanto que votantes. Como se ha enfatizado en estudios recientes, precisamente porque las funciones informativas de los partidos pueden desempeñarse eficazmente bajo condiciones de difícil cumplimiento, el voto es una herramienta valiosa pero insuficiente tanto para comprometer a los candidatos y sus organizaciones a seguir cierto curso de acción, como para sancionar su comportamiento en la siguiente vuelta electoral (Manin et al., 1999: 49-50); de aquí que la igualdad electoral de oportunidades tenga un impacto débil sobre el carácter más o menos democrático de los procesos de toma de decisiones.

La primera evaluación optimista y fuerte destaca que la institucionalización de la competencia por el acceso a los cargos de gobierno y la disputa por la elaboración de políticas como pugna entre partidos permite canalizar políticamente los conflictos distributivos. Por supuesto, no todas las disputas distributivas se resuelven en un sentido progresivo pero el mero hecho de que un reclamo distributivo pueda ser aceptado como un argumento político legítimo puede permitir que el funcionamiento de las instituciones de gobierno compense las desigualdades resultantes de otros sistemas sociales. Esta posibilidad era claramente reconocida por los fundadores de las repúblicas modernas, muchos de quienes acompañaban sus impugnaciones de la democracia como forma de gobierno con impugnaciones de las defensas de intereses parciales y de la expresión de esos intereses a través de organizaciones estables. Esta evaluación sostiene que la aceptación de la organización partidaria de la competencia electoral y el disenso parlamentario, en contraste con otros criterios de distinción y agrupación políticas, es un paso en la transformación democrática de las repúblicas representativas.

La segunda evaluación optimista y fuerte sostiene que los partidos políticos promueven la equidad en la consideración de las preferencias de los ciudadanos más allá de su condición de votantes. Por un lado, si los ciudadanos ingresan a los partidos pueden participar de la elaboración de los programas de gobierno. Por otro lado, las estructuras de deliberación y coordinación de los partidos ofrecen a sus miembros mecanismos complementarios de la sanción electoral para controlar que las decisiones de gobierno coincidan con los programas. Quienes comparten esta evaluación observan que los partidos, contribuyendo a la relativa generalidad y equidad en la distribución de las oportunidades para participar de la elaboración y el control de las políticas, sostienen la legitimidad y la estabilidad de las poliarquías5. Naturalmente, los partidos políticos no son el único vehículo organizacional disponible para incidir en la elaboración de las políticas o reforzar el control electoral6. Los ciudadanos pueden participar también de sindicatos, organizaciones vecinales, organizaciones empresarias o de cualquier otro grupo organizado alrededor de un interés común. Suscribir esta evaluación implica entonces postular, implícita o explícitamente, que los partidos tienen una ventaja respecto de cualquier otro tipo de organización en términos de su capacidad para facilitar la participación en las decisiones de gobierno y el control de su implementación.

En contraste con lo anterior, las evaluaciones pesimistas subrayan que la contribución de los partidos políticos a distribuir las capacidades de participar de las decisiones de gobierno de un modo más equitativo es, en el mejor de los casos, neutra y, en el peor, negativa. En esta línea de análisis, el trabajo pionero de Robert Michels (1996) destaca que la constitución de partidos políticos introduce una distinción jerárquica entre los líderes y las bases partidarias. Michels sostiene que el ejercicio de la función representativa conduce necesariamente a que los líderes partidarios adopten opiniones, hábitos y actitudes y desarrollen capacidades que los distinguen tanto del resto de los miembros de la organización como de sus votantes. Esta distinción les permite monopolizar recursos de poder y los protege de quienes quieran disputar ese monopolio. “La democracia conduce a la oligarquía y contiene necesariamente un núcleo oligárquico,” dice Michels en el prefacio (1996: 8). Evoca, de este modo, a las teorías clásicas que postulaban la evolución cíclica de las formas de gobierno. Pero la evocación no es analogía: el argumento de Michels no identifica a las democracias con las oligarquías. La formación de partidos políticos puede ser democratizante en el sentido de otorgar capacidad de acción política a grupos previamente no representados. Tal es, por ejemplo, el caso de los obreros alemanes participantes del Partido Socialdemócrata que analiza Michels. Pero la adquisición de capacidad de acción colectiva debe pagar el precio de la formación de una nueva jerarquía y la organización partidaria es el mecanismo a través del cual esta jerarquía se reproduce.

Otra de las evaluaciones pesimistas sostiene que los partidos son un elemento de distorsión en la relación entre votantes y funcionarios. De acuerdo con esta lectura, la existencia de partidos divide las lealtades de los funcionarios electos. Si las preferencias de los miembros de los partidos difieren significativamente de las del común de sus electorados, esta división de lealtades produce un problema de representación: los representantes responden a los miembros de las organizaciones que los llevaron a sus cargos antes que a sus votantes. Este es, por ejemplo, el fundamento de la objeción a los sistemas electorales plurinominales con listas cerradas y bloqueadas (Jones, Saiegh et al., 2002) y, en general, a los sistemas de selección de candidatos centrados en los partidos.

El argumento de Michels no alcanza solamente a los partidos sino que vale para toda institución de representación. Admitiendo la validez de las conclusiones de su estudio, puede de todos modos preguntarse en qué medida distintas formas de organización partidaria pueden agudizar o moderar las desigualdades de acceso a los procesos de toma de decisiones. El segundo argumento pesimista se aplica particularmente a los partidos pero es menos categórico desde el punto de vista de la equidad en la toma de decisiones. En la medida en que el acceso a los partidos sea libre y no esté sistemáticamente correlacionado con otros sistemas de desigualdad, la diferencia de incidencia entre afiliados y no afiliados es más atribuible a decisiones voluntarias de unos y otros que a sesgos resultantes de la existencia de organizaciones partidarias.

El diferendo entre las evaluaciones pesimistas y optimistas no admite una solución de validez universal. Dada la diversidad de las organizaciones partidarias y la riqueza de la historia política que tiene en los partidos a sus personajes principales, es sencillo encontrar ejemplos que abonen una y otra postura. Los partidos políticos pueden ser herramientas democratizantes, lo que no quiere decir que siempre lo sean. La vero-similitud simultánea de las evaluaciones optimistas y pesimistas acerca de los partidos refleja, además, la ambigüedad que adquieren los fenómenos de representación cuando se los observa desde el punto de vista de la teoría democrática. La teoría democrática es una teoría de la desigualdad -el gobierno, la representación- fundada en la igualdad, un modo de observar sistemas de diferenciación a partir de criterios que objetan las jerarquías. La dificultad para distinguir quién manda y prescribir quién debe mandar que presenta todo sistema de representación para la teoría democrática, se manifiesta también en el estudio de los partidos políticos. Los partidos son un vehículo para la participación y una herramienta de la acción política ciudadana y, simultáneamente, un recurso para que los líderes partidarios controlen y disciplinen al resto de los miembros de los partidos y a los electorados. Los resultados de esta interacción tensa entre quienes ejercen poder, quienes aspiran a ejercerlo y quienes tratan de controlar su ejercicio, dependen de las formas que adopten los partidos como organizaciones. Los partidos políticos pueden contribuir más o menos a democratizar la toma de decisiones en las poliarquías de acuerdo con los procedimientos de afiliación (y desafiliación) partidaria, las reglas para designar autoridades partidarias y candidatos, los procesos de elaboración de plataformas de gobierno, las prácticas de movilización electoral, los mecanismos de supervisión y sanción del comportamiento de los funcionarios electos, la eficacia en la aplicación de todas estas regulaciones y el alcance de los mecanismos informales de acción partidaria. Por este motivo, el análisis de la organización interna de los partidos políticos es relevante para el análisis del funcionamiento de las poliarquías desde el punto de vista de la teoría democrática.

En las circunstancias contemporáneas, el examen interno de los partidos políticos cobra una relevancia particular. Los partidos políticos pueden ser concebidos como los resultados organizacionales de los esfuerzos de expansión democrática de las repúblicas representativas. Las demandas por superar las barreras de clase, étnicas y de género en la distribución de derechos políticos se canalizaron a través de nuevos partidos o fueron promovidas por partidos ya existentes y las estructuras partidarias ofrecieron un canal de comunicación entre estos electorados expandidos y sus representantes (Manin, 1997; Panebianco, 1990). Adicionalmente, los partidos políticos permitieron institucionalizar, con dispar eficacia según los casos y el período, la competencia por el acceso a los puestos de gobierno (Hofstadter, 1969) y el disenso entre los funcionarios electos. De acuerdo con algunos diagnósticos, la vitalidad democratizante de los partidos políticos parece haberse agotado con la culminación de los procesos de expansión nacional de los electorados y el debilitamiento de las expresiones ideológicas de los conflictos distributivos (Schmitter, 1996). Diagnósticos de ese tipo observan que los partidos encuentran crecientes dificultades para agregar intereses, estructurar la oferta electoral y coordinar la acción de gobierno. Adicionalmente, se sostiene que la institucionalización partidaria de la competencia política ha dado lugar a la colusión entre los partidos establecidos para restringir el acceso de nuevos grupos y organizaciones a los procesos de toma de decisiones (Katz y Mair, 1995). La reducción en la participación electoral y en el número de miembros de los partidos políticos, el debilitamiento de la lealtad partidaria de los votantes y de los vínculos entre militantes y líderes partidarios y la vulnerabilidad de los partidos a la influencia de quienes les proporcionan recursos financieros, son tendencias que afectan aún a las democracias más establecidas y que otorgan verosimilitud a estos diagnósticos. Es posible que estos juicios estén inspirados en una imagen idealizada del rol de los partidos políticos durante los procesos de expansión de los electorados y extensión de los derechos sociales. Adicionalmente, el conocimiento disponible no nos permite concluir que las identidades partidarias y las lealtades electorales se debilitaron porque los partidos se volvieron organizaciones más cerradas y más jerárquicas. En otras palabras, puede que las organizaciones que motivan las evaluaciones optimistas y fuertes sobre el potencial democratizante de los partidos hayan sido episodios excepcionales y de modesta importancia en la historia de las repúblicas representativas. No obstante tiene sentido preguntarse en qué medida y bajo qué condiciones las organizaciones partidarias pueden hoy contribuir a orientar los procesos de gobierno en un sentido democrático, independientemente de cuánto hayan contribuido en el pasado.

El malestar en y con los partidos políticos ha motivado el desarrollo de un nutrido grupo de estudios acerca de su vida interna. Estos estudios reformulan las tipologías clásicas y analizan el impacto de los cambios recientes en los sistemas de estratificación social y las tecnologías de comunicación sobre la organización de los partidos (Panebianco, 1990; Kitschelt, 1994; Gunther y Diamond, 2003; Katz y Mair, 1994; Harmel y Janda, 1994; Harmel y otros, 1995; Mainwaring y Scully, 1995). Las nuevas teorías procuran extender su alcance comparativo más allá del cotejo tradicional entre los partidos europeo occidentales y los norteamericanos. Detallados estudios de caso sobre algunos partidos y sistemas de partidos latinoamericanos (Coppedge, 1994; Mainwaring, 1999; Levitsky, 2003; Cavarozzi y Abal Medina, 2002) contribuyen al desarrollo de nuevos marcos comparativos y ponen a prueba sus capacidades. La ciencia política ofrece, en síntesis, un herramental teórico y empírico abundante para el estudio de las organizaciones partidarias argentinas en perspectiva comparada.

La evolución del sistema partidario argentino en los últimos veinte años ofrece señales del malestar en y con los partidos. Análisis recientes destacan dicho sistema atraviesa una segunda transición (Torre, 2003) y que los partidos han perdido arraigo social y disciplina interna (Abal Medina y Suárez Cao, 2002). La evolución de algunos indicadores de comportamiento electoral confirma la validez de estos diagnósticos.

TABLA 1
Indicadores de evolución del sistema de partidos en la Argentina de acuerdo con los resultados de las elecciones de diputados nacionales, 1983-2001

1Para 1985 se suman los votos del Partido Justicialista (7,8%) y del Frente Renovador (26,8).

2 Para 1997 se suman los votos de los distritos en los que la UCR concurrió sola (6,9 %)o en Alianza con el Frepaso (36,3%); para 1999 y 2001 se reportan los votos de la Alianza.

3 Calculado de acuerdo con el índice de Taagepera y Laakso que pondera a los partidos de acuerdo con la proporción de votos obtenidos: NEP = 1/ p i 2 .

Fuente: Elaboración del autor con base en datos de la Dirección Nacional Electoral.

La proporción de ciudadanos que cambian su opción partidaria entre elecciones de diputados nacionales se mantuvo entre 1985 y 1999 entre las tres más bajas de América Latina7. En 2001, esta proporción se triplicó8. Como se observa en la tabla, la pérdida de votos afectó más marcadamente y con más frecuencia a la Unión Cívica Radical; sin embargo, el apoyo a las listas legislativas del justicialismo sufrió una caída a partir de 1995 de la que aún no ha conseguido recuperarse. Hasta 2001, el desplazamiento de votantes entre partidos no produjo un aumento de la fragmentación partidaria. Los votos perdidos por unas agrupaciones se distribuyeron entre las otras existentes o entre un número discreto y más o menos constante de nuevas agrupaciones. En 2001, en cambio, la insatisfacción con el desempeño gubernamental de la Alianza fue capitalizada sólo parcialmente por el PJ y alimentó tanto el caudal de nuevas agrupaciones como el volumen de la indiferencia y la protesta electoral (Escolar, Calvo et al., 2002). Como es conocido, la proporción de ciudadanos que no concurrieron a votar, votaron en blanco o anularon su voto alcanzó en esas elecciones proporciones inéditas (Basset, 2003). Se observa menos frecuentemente que el ausentismo electoral había experimentado un primer salto en las elecciones de 1991 y que las elecciones presidenciales de 2003 la suma de estas tres categorías es 3 puntos superior a la registrada en las presidenciales de 1999 (21,7 por ciento y 24,6 por ciento respectivamente). En síntesis, los partidos mayoritarios pierden apoyo y esta pérdida produce dos resultados: la dispersión del voto y la renuncia a votar. El primero de ellos dificulta la constitución de mayorías legislativas; el segundo resta legitimidad a las decisiones que esas mayorías producen. Aunque seguramente las motivaciones de estos comportamientos son diversas, la inestabilidad en los patrones de comportamiento electoral9 indica que una proporción importante y creciente de ciudadanos no encuentra en los partidos políticos argentinos un vehículo eficaz para la expresión de sus preferencias políticas. El examen que se presenta a continuación procura determinar en qué medida la forma de las organizaciones partidarias argentinas alienta o es capaz de neutralizar reacciones de este tipo.

Entre los problemas tratados en los estudios comparativos la presente indagación destaca tres, especialmente relevantes para el examen de los partidos políticos desde el punto de vista de la teoría democrática. En primer lugar, se discutirá el problema del predominio de los funcionarios electos respecto de las organizaciones territoriales y las burocracias partidarias. Este predominio constituye un problema desde el punto de vista de la teoría democrática porque debilita a los partidos como escenarios deliberativos de agregación de preferencias y como mecanismos de refuerzo del control electoral. La capacidad de los funcionarios electos para liberarse del control partidario depende del tipo de recursos que estos funcionarios controlan, del valor que esos recursos tienen para los militantes y los votantes del partido, y de la lógica de los intercambios que tienen lugar entre estos tres grupos de actores. La teoría organizacional de Panebianco (1990) ofrece un esquema para comprender la dinámica y las consecuencias de estos intercambios. El texto discute las ventajas y desventajas de este enfoque e ilustra la discusión con referencias a los partidos argentinos.

En segundo lugar, se examinará el problema de la institucionalización de los partidos políticos. Se entiende a la institucionalización como la medida en que las actividades del partido y las interacciones entre sus miembros están sujetas a patrones regulares, conocidos y generalmente aceptados10. La institucionalización constituye un problema relevante para la teoría democrática porque las organizaciones institucionalmente débiles refuerzan la capacidad de control de quienes monopolizan recursos políticos clave y neutralizan los mecanismos de supervisión de la actividad y rendición de cuentas de las coaliciones partidarias dominantes. Una forma particular de institucionalidad débil, la informal, presenta especiales desafíos para el análisis político, como también para el examen de los partidos políticos. La teoría ofrece estrategias para enfrentarlos cuya validez será analizada.

Finalmente, se tratará el problema de los intercambios entre ciudadanos y partidos políticos. Los partidos políticos reúnen los recursos necesarios para llevar adelante sus actividades a través de distintos mecanismos. Estos mecanismos inciden sobre la equidad en la distribución de oportunidades para incidir sobre las decisiones de gobierno. Ciertos mecanismos hacen a los partidos y, a través de ellos, a las instituciones de gobierno, particularmente vulnerables ante los ciudadanos y las organizaciones que disponen de dinero. Este argumento justifica la inclusión de este problema en un examen de los partidos políticos desde el punto de vista de la teoría democrática. El texto discutirá las distintas interpretaciones acerca de las consecuencias de los cambios en los mecanismos de obtención de recursos para la actividad partidaria que se presentan en la teoría.

Se dedicará una sección al análisis de cada uno de los problemas mencionados. En cada caso, se ilustrarán los argumentos teóricos con observaciones acerca de los partidos políticos en la Argentina. La última sección expone sintéticamente las conclusiones de este análisis.

I. El predominio de los funcionarios electos: causas, dinámica y consecuencias

Las investigaciones acerca de la evolución de las organizaciones partidarias en las últimas dos décadas coinciden en un diagnóstico: los funcionarios electos han ganado autonomía respecto de las organizaciones territoriales y las estructuras burocráticas partidarias. Esta es una de las conclusiones a las que arriba el trabajo de Peter Mair (1994), basado en el cotejo entre estudios de caso sobre las transformaciones en la organización de los partidos en los Estados Unidos y en trece países de Europa Occidental. El análisis de Mair concibe a los partidos como complejos integrados por tres unidades: el partido en el territorio, el partido en el gobierno y la administración central del partido11. De acuerdo con este análisis, el aumento en el número de partidos que participan de coaliciones de gobierno, el fortalecimiento en la regulación pública del uso partidario de los medios de comunicación, y el incremento del peso relativo del financiamiento público en las estrategias partidarias de obtención de recursos, independizan a quienes acceden al control de fondos estatales respecto tanto de los militantes como de las burocracias partidarias.

El funcionario electo es también la figura central del partido profesional-electoral retratado por Panebianco. De acuerdo con su exposición, las transformaciones en las tecnologías de comunicación permiten a los candidatos prescindir de la organización partidaria como vehículo de contacto con los electorados. El candidato puede obtener información acerca de las opiniones y actitudes de los votantes y transmitir sus mensajes de campaña utilizando los servicios profesionales de los analistas de opinión pública y el espacio de los medios de comunicación masivos.

Adicionalmente, la complejización de los sistemas de estratificación en las sociedades postindustriales dificulta la tarea de reproducir la lealtad de militantes y votantes a través de mecanismos de socialización y demanda que los partidos desarrollen vínculos más débiles, que puedan ser redefinidos más rápidamente y a menos costo, con distintos segmentos del electorado. Los cambios sociales y en las tecnologías de comunicación devalúan los recursos de las estructuras territoriales y burocráticas del partido y debilitan entonces su capacidad de transmitir demandas y controlar a los funcionarios electos.

El partido profesional electoral es el modelo organizacional que corresponde con la forma de gobierno representativo que Bernard Manin denomina democracia de audiencias. Manin coincide en reconocer al cambio en las tecnologías de comunicación como fuente de la creciente autonomía de los funcionarios electos (Manin, 1997: 220). Destaca, adicionalmente, que esta autonomía se refuerza por la expansión en el ámbito de actividad gubernamental y la diversificación de la lista de asuntos de gobierno. Las decisiones de los funcionarios públicos afectan a un conjunto de temas tan amplio y complejo que resulta prácticamente imposible regularlas a través de las doctrinas, las plataformas y las burocracias partidarias. En estas condiciones, la confianza que despierte la persona del candidato en los votantes recobra relevancia, en detrimento de las estructuras partidarias de deliberación y control.

Si las hipótesis expuestas fueran correctas, deberíamos esperar que la autonomía de los funcionarios electos se acentúe: a) cuando el valor de los recursos de origen estatal para asegurar la reproducción electoral del partido supere al de los recursos de otro origen; b) cuando la complejización de la estructura social en los entornos en los que actúa el partido torne ineficiente el establecimiento de relaciones de largo plazo con electorados de clase; c) cuanto más maduro sea el desarrollo de los medios de comunicación masivos; y d) cuanto más marcada sea la expansión y diversificación de la agenda de gobierno. Dado el conocimiento disponible, es difícil integrar los factores propuestos en una explicación general. Cada uno de los cuatro argumentos podría ser suficiente para inducir al cambio organizacional en los partidos, aunque también es posible que deba asignarse a cada uno de ellos eficacias causales de distinta intensidad o que existan interacciones entre ellos aún no exploradas. Para avanzar en la elaboración de una explicación integrada es necesario disponer de una teoría acerca de las motivaciones y los intercambios entre votantes, militantes, burócratas partidarios y candidatos. Esta teoría debería comenzar por precisar el sentido de la autonomía de los representantes electos a la que refieren los diagnósticos expuestos. En rigor, la tarea de los funcionarios electos es siempre parcialmente independiente, puesto que el acceder a un cargo supone ejercer una autoridad reconocida legalmente, y parcialmente dependiente, ya que para acceder y permanecer en esos cargos los candidatos necesitan del trabajo, el dinero, la aprobación y el voto de otras personas. La representación política mediada por las elecciones y los partidos es un sistema de autorización temporaria sujeta a intercambios. Postular que los representantes o el partido en el gobierno han ganado autonomía respecto de otros miembros u otras instancias de la organización equivale a postular que el valor de los recursos que cada parte controla y “trae” a la relación se ha transformado. La teoría de la organización partidaria de Panebianco (1990) ofrece herramientas para comprender esta transformación.

De acuerdo con Panebianco, los partidos, en tanto que asociaciones voluntarias, se reproducen en la medida en que consigan motivar la adhesión de individuos. La adhesión puede obedecer al deseo de obtener beneficios colectivos (satisfacción ideológica, sentimiento de solidaridad), beneficios selectivos (cargos, dinero u otros bienes de disfrute privado) o alguna combinación de ambos. Para mantener su capacidad de producir estos incentivos, la organización entra en intercambios con su entorno: desarrolla campañas electorales, participa de negociaciones parlamentarias y ejecuta políticas, entre otras cosas. Estos intercambios están sujetos a incertidumbre, es decir, a acciones y condiciones que la organización no puede controlar completamente (Panebianco, 1990: 83): la amplia mayoría de los votantes no es miembro de la organización, los otros partidos son organizaciones independientes y el éxito de las políticas depende de cómo reaccionen frente a ellas agentes sociales que son autónomos respecto del Estado y del partido. La capacidad de reducir esta incertidumbre depende del control de ciertos recursos clave: por ejemplo, notoriedad pública para capturar la atención y dinero para desarrollar estrategias masivas de persuasión de los votantes, confianza y credibilidad de parte de los miembros de otras organizaciones partidarias, competencia técnica y control sobre las burocracias estatales para diseñar e implementar políticas eficaces. Los miembros de la organización dotados de estos recursos disfrutan de una ventaja respecto de, y ejercen poder sobre, los miembros que no disponen de ellos (Panebianco, 1990: 84). La jerarquía de valoración, el “tipo de cambio” entre esos recursos, varía de acuerdo con el entorno en el que actúe la organización. Por ejemplo, el empleo público y los subsidios directos que sostienen a algunas redes de intercambio clientelar son más valiosos en los partidos que compiten por el voto de los electorados mayoritariamente pobres que en un partido que representa a sectores de mayores ingresos12. De este modo, el poder de decisión de quienes controlan esos recursos puede ser más o menos marcado en distintos partidos. Las relativas valoración y concentración de recursos estructuran los intercambios entre los miembros de la organización. Estos intercambios son siempre asimétricos. De la asimetría resulta una relación de poder, en la que los individuos dotados de los recursos más valiosos son la parte aventajada. Los intercambios “horizontales” entre individuos que controlan recursos constituyen coaliciones dominantes (Panebianco, 1990: 89-94). La estructura de poder del partido como totalidad depende del grado de cohesión y del grado de estabilidad de las coaliciones dominantes (Panebianco, 1990: 317-18). La cohesión de las coaliciones dominantes depende de la concentración o dispersión en el control de cada recurso de poder y del conjunto de los recursos de poder (Panebianco, 1990: 315). La estabilidad de las coaliciones dominantes depende de su capacidad para “establecer compromisos relativamente duraderos en el reparto de esferas de influencia dentro de la organización” (Panebianco, 1990: 316). La estabilidad y la cohesión de las coaliciones dominantes se refuerzan mutuamente. Si los recursos de poder más valiosos están concentrados en un grupo limitado de miembros de la organización, el deseo de proteger el control de esos recursos es un poderoso motivo para que los miembros de ese grupo establezcan acuerdos entre sí que los resguarden de los desafíos del resto de los miembros de la organización. Recíprocamente, si la distribución de recursos de la organización está sujeta a reglas sostenidas sobre compromisos estables entre los miembros de la coalición dominante, es más improbable desafiar exitosamente la autoridad de esas coaliciones.

¿En qué medida la tesis sobre el predominio de los funcionarios electos se aplica a las organizaciones partidarias argentinas? ¿Qué recursos se intercambian en estas organizaciones? ¿Quién los controla? ¿En qué medida la estructura de intercambios permite que los partidos políticos funcionen como vehículos de la representación democrática del electorado argentino?

Dos atributos distinguen al Partido Justicialista y la Unión Cívica Radical, las dos organizaciones dominantes desde 1983 a escala nacional: homogénea implantación territorial y firme disciplina legislativa (Jones, 1998; Jones y Hwang, 2003). Ambos atributos ofrecen condiciones propicias para el funcionamiento democrático de los partidos y parecen contradecir la tesis de creciente autonomía de los funcionarios electos. Las organizaciones territoriales pueden ofrecer un espacio de discusión política y un mecanismo directo de comunicación entre representantes y votantes. La disciplina legislativa indica que existe un mecanismo eficaz para el control del comportamiento de aquellos. ¿En qué medida la implantación territorial favorece la deliberación política y el control de los funcionarios electos? ¿La disciplina legislativa es un indicador del control democrático del partido sobre el desempeño de los funcionarios?

Tanto la UCR como el PJ compiten en los 24 distritos electorales. Entre 1983 y 2003 ocuparon el ejecutivo en el 85% de las provincias y en un porcentaje similar de las municipalidades (De Luca, 2004: 8). La proporción de votos que recogen varía muy poco entre provincias y, dentro de cada provincia, ente las distintas circunscripciones.13 La capacidad de competir por cargos en todas las categorías de elecciones requiere el mantenimiento de estructuras grandes y distribuidas en todo el territorio nacional. El liderazgo carismático de los fundadores de ambos partidos y el control del ejecutivo nacional durante los primeros años de su formación facilitaron el despliegue de estas estructuras. La regulación electoral, la legislación sobre el funcionamiento de los partidos políticos y la estructura federal de la Argentina ofrecen incentivos para su mantenimiento. Los diputados y senadores nacionales se eligen en distritos provinciales. Los ejecutivos provinciales ejecutan alrededor del 40 por ciento del gasto público total (Tommasi, 2002) y controlan la distribución de los fondos no solamente en los programas de escala provincial, sino también, en algunos casos, en los nacionales y municipales (Jones y Hwang, 2003). Los recursos del Fondo Partidario Permanente, que solventan parcialmente la actividad proselitista de los partidos, sus gastos administrativos y la capacitación de sus cuadros, se distribuyen en un 20 por ciento para las organizaciones de escala nacional y en un 80 por ciento para las provinciales (Ley 25600/2002, arts. 16 y 26). En ausencia de una agencia autónoma de control electoral, la supervisión de los escrutinios requiere, tanto en las elecciones internas como en los comicios generales, la presencia de fiscales de los partidos o sus líneas internas en cada mesa de votación. La historia política argentina permitió a los grandes partidos consolidar organizaciones en cada provincia y en cada pueblo del país. Las reglas de la política argentina los inducen a conservarlas.

El espacio restante del sistema de partidos argentino ha sido ocupado por agrupaciones de distinta naturaleza. Por un lado, los partidos que compiten u obtienen el grueso de su apoyo en un solo distrito14 y, por otro, los partidos con alta incidencia en la política nacional pero mayoritariamente sostenidos por el voto de los electorados de la Ciudad y la Provincia de Buenos Aires (Torre, 2003): el Partido Intransigente, el Modin, la Ucedé, el Frente Grande/Frepaso, Acción por la República, y los recientemente constituidos ARI, Autodeterminación y Libertad, y Recrear. En ambos grupos de partidos se registran importantes diferencias en términos de la densidad y relevancia de sus redes territoriales (De Luca, Jones y Tula, 2002). Es de notar, sin embargo, que varias de las agrupaciones que no sobreviven como actores relevantes, perecieron en alianzas con los partidos mayoritarios motivadas, entre otras cosas, por la necesidad de suplir las debilidades de sus redes territoriales.

Esta evidencia indica que la implantación territorial es un recurso político valioso en la política partidaria argentina. ¿Cuál es la fuente de su valor? Las organizaciones territoriales desempeñan fundamentalmente tareas de comunicación y movilización electoral. La comunicación funciona hacia “arriba,” informando a los dirigentes partidarios sobre las demandas y opiniones del electorado y, hacia “abajo,” difundiendo entre el electorado las posiciones y doctrinas partidarias. La movilización electoral tiene tres componentes. En primer lugar, motivar y facilitar la concurrencia de los votantes a las urnas, lo cual, en muchos casos, incluye proveer transporte gratuito hasta los sitios de votación. En segundo lugar, la inducción a votar por las listas del partido o la línea interna de que se trate, lo cual puede apoyarse en la confianza personal entre los votantes y los líderes partidarios locales, la persuasión argumental, la provisión de bienes selectivos de algún tipo o alguna combinación de todas estas estrategias. Finalmente, la fiscalización de los escrutinios, que incluye la estimación del comportamiento electoral probable de los votantes conocidos por los activistas locales (lo que la jerga partidaria llama “punteo” de los padrones) y el control del registro de los votos en las actas de votación.

La difusión de las técnicas cuantitativas y cualitativas de estudio de las preferencias y actitudes políticas (encuestas y técnicas grupales) comenzó a generalizarse en la práctica partidaria desde la reinauguración democrática. Esta difusión hace menos relevante las tareas comunicativas “ascendentes” de las organizaciones territoriales. El desarrollo de los medios de comunicación masivos devalúa también sus actividades de comunicación “descendentes.” No obstante, algunos rituales de interacción entre representantes electos y votantes, como los actos en lugares públicos o las caminatas por avenidas transitadas, se continúan realizando, especialmente durante las campañas. Las organizaciones territoriales cumplen un papel importante en asegurar la concurrencia a estos actos, pero este papel no tiene una función comunicativa directa. Los actos constituyen más bien un escenario de lo que luego recogen las cámaras de televisión y la prensa escrita. Las audiencias de estos medios, y no los asistentes a los actos, constituyen el destinatario principal de los mensajes de campaña. Las organizaciones territoriales de los partidos existen entonces fundamentalmente para colaborar en la movilización electoral. Esto no es incompatible con que las organizaciones territoriales funcionen como ámbitos de discusión política, pero, por razones que se exponen más abajo, es improbable que estas discusiones tengan incidencia sobre la elaboración de los programas de gobierno y los mensajes de campaña.

La movilización electoral de base territorial es relevante tanto en las elecciones generales como en los comicios internos, pero especialmente en estos últimos. Esto es así puesto que la motivación de la asistencia electoral y la inducción del voto a través de los contactos personales directos son actividades trabajo-intensivas que solamente permiten movilizar a un número limitado de votantes. De acuerdo con la información relevada por De Luca, Jones y Tula (2003: 425), entre 1983 y 2001 un promedio de 45 por ciento de las organizaciones provinciales del Partido Justicialista seleccionaron a sus candidatos para diputados nacionales a través de elecciones internas. El promedio para la Unión Cívica Radical en el mismo período es 56 por ciento. Los cálculos de los autores indican que las proporciones fueron menores en los partidos nacionales más pequeños y en los partidos provinciales (De Luca, Jones y Tula, 2003: 428, tabla 2). Para estimar el valor de las actividades de movilización electoral de las organizaciones territoriales debe tenerse en cuenta, adicionalmente: a) la incidencia de las elecciones de escala provincial que utilizaron el sistema de Ley de Lemas (un promedio de 39 por ciento de las provincias en la primera mitad de los noventa; la ley sigue vigente en Tucumán y Santa Fe) (De Luca, 2003: 13); y b) la densidad de los calendarios electorales, que incluyen elecciones legislativas y ejecutivas de escala municipal, provincial y nacional así como la selección de candidatos y autoridades partidarias en comicios internos. La Ley 25611/2002, obliga a seleccionar las fórmulas presidenciales y las candidaturas a senadores y diputados nacionales en internas abiertas (art. 4), lo cual permite esperar que la movilización electoral territorial continúe siendo un recurso valioso en el futuro.

Observamos, entonces, que el desarrollo de organizaciones territoriales es una estrategia fundamental para la supervivencia de las organizaciones partidarias argentinas, especialmente para las que aspiran a competir a escala nacional. Este valor resulta de sus actividades de movilización electoral, especialmente las desempeñadas en comicios internos o en comicios generales con sistemas que inducen la competencia intrapartidaria. La incidencia sobre las decisiones de concurrir a votar y sobre las opciones electorales son zonas de incertidumbre que pueden controlarse con los recursos provistos por la confianza personal, el intercambio directo y la interacción frecuente pero también necesita de recursos producidos por los miembros del partido que no actúan en el territorio: programas de gobierno, capacidad de coordinación, competencia técnico administrativa y control de los fondos públicos que pueden distribuirse directamente como bienes selectivos.

Las organizaciones partidarias se reproducen a través del intercambio de estos recursos. Este intercambio es siempre asimétrico puesto que es más costoso generar los recursos que controlan los candidatos y funcionarios electos que los que controlan los activistas del partido que trabajan en el territorio. Las teorías del cambio en las organizaciones partidarias comentadas más arriba sostienen que esta asimetría se ha acentuado en las últimas décadas. De acuerdo con nuestro análisis, este acento puede entenderse como un incremento en la probabilidad de reemplazar a las unidades territoriales en sus tareas de comunicación y movilización electoral. Esta probabilidad puede aumentar por dos motivos distintos: a) porque puede reemplazarse al trabajo político territorial por estrategias mediáticas; o b) en los casos en que el trabajo territorial no sea prescindible, porque puede reemplazarse a unas unidades territoriales por otras unidades territoriales. Las estrategias mediáticas son más eficientes y de uso más probable en los comicios generales, especialmente en los de escala nacional. El reemplazo de unas unidades territoriales por otras es más probable cuando el vínculo entre activistas territoriales y votantes está apoyado en intercambios en los que la confianza personal o la coincidencia ideológica no son decisivas15. La relevancia estratégica de la implantación territorial es entonces congruente con la tesis de incremento de la libertad de acción de los candidatos y los funcionarios electos. Estos pueden definir sus estrategias con mayor libertad bien porque en algunos casos pueden prescindir de las organizaciones territoriales o bien, cuando no, porque pueden reemplazarlas por otras.

La posibilidad de prescindir o reemplazar a las organizaciones territoriales devalúa a los partidos como vehículo de la relación entre representantes y votantes. Un funcionario electo sin apoyo territorial o con apoyo territorial volátil puede tener aprobación de la ciudadanía, representar fielmente las preferencias de sus votantes o producir buenas políticas (como quiera que se las defina); puede, en suma, ser un buen representante. Lo importante para este argumento es que: a) esa relación de representación no depende del vínculo organizacional mediado por el partido (Manin, 1997); y b) si existe alguna herramienta a través de la cual los votantes pueden inducir este comportamiento positivo, ésta no es la organización partidaria.

El funcionamiento electoral del justicialismo representa fielmente la inestabilidad de los lazos verticales entre candidatos y activistas territoriales. Como lo demuestra el valioso estudio de Steven Levitsky (2003, cap. 3) sobre la estructura interna del PJ, los líderes del partido tienen escaso control sobre la creación y las actividades de las unidades básicas. Dos tercios de las relevadas fueron creadas como resultado de la decisión independiente de un activista o puntero, muchas de ellas funcionan en los domicilios particulares de los punteros y los órganos de coordinación distrital del partido carecen de los medios (y probablemente de los incentivos) para controlar quién recluta miembros, moviliza electores y distribuye favores para y en nombre del PJ. Esta ausencia de control central les otorga a las organizaciones territoriales del partido amplio espacio para adoptar estrategias, incluyendo la de decidir si y cuándo presentarse públicamente como organización del justicialismo. Solamente cinco de cada diez se reconocen como unidades básicas del Partido Justicialista. El 50% restante, se presenta como grupo de trabajo, ONG o sindicato (Levitsky, 2003: 69, tabla 3.3), si bien desarrolla actividades proselitistas para este partido16. El vínculo entre las unidades básicas y el partido se canalizan a través de agrupaciones, “conjuntos de unidades territoriales que compiten por el poder en el partido a nivel local” (Levitsky, 2003: 69). Las agrupaciones constituyen el mecanismo de coordinación en el terreno y el primer eslabón de la cadena de poder partidario. Entre elección y elección el número de agrupaciones varía, la migración de unidades básicas entre agrupaciones es intensa así como los cambios de alianzas entre agrupaciones. Esta volatilidad organizacional de las maquinarias electorales es consistente con la tesis de reemplazo expuesta anteriormente.

De acuerdo con el análisis anterior, las organizaciones territoriales partidarias, cuando existen, no ofrecen ni un espacio relevante para la discusión política entre militantes y votantes, ni una restricción fuerte para la autonomía de los representantes. Sin embargo, el alto grado de disciplina partidaria registrado en el Congreso Nacional (Jones, 1998; Jones y Hwang, 2003) demuestra que los partidos políticos son organizaciones eficaces en el control del desempeño de sus miembros. Jones (1998: 33) atribuye estos altos valores a “una combinación de las reglas institucionales que gobiernan las elecciones y la organización legislativa en Argentina” y estructuran de este modo las carreras políticas de los legisladores. Si los legisladores desean ser reelectos, deben ingresar en las listas cuya composición decide el partido y habitualmente controlan los líderes distritales de la organización. La lealtad partidaria también es una condición necesaria si no buscan la reelección pero desean continuar sus carreras políticas en otros cargos ejecutivos o legislativos. Las autoridades de la cámara y los líderes de cada bloque deciden las nominaciones para integrar las comisiones legislativas, controlan la agenda legislativa y pueden distribuir recursos financieros adicionales a los que cada miembro de las cámaras recibe para mantener su staff. Los legisladores necesitan de estos recursos tanto para recompensar a parte de los miembros de sus organizaciones como para impulsar iniciativas legislativas que les permitan ganar notoriedad personal. Estas herramientas institucionales restringen la autonomía individual en el voto de los legisladores.

Las leyes electorales y la organización parlamentaria hacen de las delegaciones legislativas de los partidos organizaciones eficaces para la sanción de políticas. En síntesis, los partidos solucionan problemas de coordinación entre los legisladores. Esta eficacia es una condición necesaria pero no suficiente para que los partidos funcionen como mecanismo de igualación de las capacidades de intervención política. Para que ocurra esto último es necesario también que las políticas que los bloques legislativos sancionan sean elaboradas en ámbitos partidarios de deliberación en los que los afiliados o votantes del partido tengan alguna participación relevante. Rara vez los partidos políticos argentinos satisfacen esta segunda condición. Esto ocurre por varios motivos. En primer lugar, la agenda legislativa nacional está fuertemente controlada por el Poder Ejecutivo. Aunque los proyectos del Ejecutivo suelen discutirse y modificarse en las comisiones parlamentarias antes de ser sometidos a votación, los legisladores carecen de los incentivos para desarrollar estrategias partidarias de elaboración de políticas (Jones, Saiegh et al., 2002). Algunos legisladores o grupos de legisladores organizan fundaciones que, en algunos casos, se dedican a la elaboración de políticas (Mustapic, 2002; Levistky, 2003)17 y ocasionalmente las líneas internas de algunos partidos realizan encuentros de discusión política y doctrinaria18. Sin embargo estas prácticas no están institucionalizadas a escala de los partidos ni tienen una incidencia decisiva en la deliberación parlamentaria. En segundo lugar, la institucionalización de espacios en los que se discutan y elaboren políticas a escala de los partidos requiere de una inversión organizacional en el desarrollo de mecanismos de deliberación y decisión. Esta inversión tiene un rendimiento más alto cuando el vínculo entre los partidos y sus electorados son ideológicos o programáticos; en términos de Kitschelt (2000), cuando los representantes producen bienes que pueden disfrutar tanto quienes votaron por ellos como quienes no lo hicieron. Cuando la reproducción electoral del partido se apoya fundamentalmente en intercambios directos (de acuerdo con la concepción de Kitschelt, cuando haber votado por el partido es condición del acceso a los bienes que sus miembros producen) la agregación de las preferencias de los miembros y votantes del partido en términos de un programa de gobierno es menos importante. El control sobre el empleo público y la distribución de la ayuda social es una herramienta fundamental para la reproducción de las coaliciones dominantes en el Partido Justicialista (Calvo y Murillo, 2004; Jones y Hwang, 2003; Levistky, 2003; Mustapic, 2002), en especial en las provincias pequeñas y en los municipios del Conurbano Bonaerense. De acuerdo con el análisis de Levitsky, la importancia de esta herramienta creció a partir de mediados de los ’80, cuando el control de los recursos de origen público a través de las gobernaciones, las legislaturas y los municipios permitió reemplazar a las fuentes de financiamiento y las estructuras de movilización provistas por los sindicatos. La Unión Cívica Radical desarrolló estrategias similares para consolidar su control sobre los aparatos provinciales en su origen (Giacobone y Gallo, 1999). Actualmente, ni el empleo público ni la ayuda social constituyen motivos poderosos para sostener la lealtad de sus electorados (Calvo y Murillo, 2004) por lo que es de esperar que los intercambios directos sean menos relevantes para la reproducción electoral de esta organización, al menos en las escalas nacional y provincial.

La incidencia pasada y presente de los vínculos electorales clientelares permite entender la heterogeneidad ideológica y los virajes doctrinarios característicos de los grandes partidos nacionales. Aunque más homogéneos y menos dependientes del intercambio clientelar, los partidos nacionales más pequeños que se constituyeron entre 1983 y 2003 tampoco consiguieron institucionalizar espacios amplios de deliberación y elaboración programática. Probablemente esto obedezca a que carecieron de tiempo para hacerlo y a que su suerte electoral fue muy dependiente de unas pocas figuras de alto reconocimiento público19.

La debilidad institucional de los espacios partidarios de elaboración de políticas no es una novedad del período 1983-2003 (Mustapic, 2002; Mackinnon, 2002; Maguire, 1995). No obstante, la constitución de los partidos mayoritarios y la institucionalización de la competencia política a través de los partidos constituyeron importantes y costosos avances en la democratización del ejercicio del gobierno en la Argentina. Las capacidades de formar, expresar y votar de acuerdo con las propias preferencias están distribuidas hoy con más equidad que en cualquier otro momento de la historia nacional. No obstante, el sistema partidario argentino no ha generado hasta el momento organizaciones capaces de llevar este proceso de democratización un paso más adelante. Esta incapacidad obedece en parte a la persistencia de deficiencias organizacionales más antiguas y en parte a los efectos de transformaciones más recientes.

Este análisis de los partidos argentinos confirma y precisa algunas de las conclusiones de los estudios comparativos sobre las transformaciones organizacionales en los partidos. Efectivamente, el cambio en las tecnologías de comunicación permite reemplazar las tareas de recolección y difusión de información que desempeñaban las organizaciones territoriales de los partidos. Esto no implica que los partidos puedan prescindir completamente de ellas. Los partidos argentinos que aspiran a un rol importante en la escala nacional no pueden. La persistente importancia estratégica de las organizaciones territoriales no se traduce, sin embargo, en capacidad de intervención en las decisiones de la organización. La función de movilización territorial del voto no es reemplazable pero, en muchos casos, sí lo son las organizaciones que desempeñan esta función. La tesis de autonomía de los funcionarios electos no debe entenderse como una tesis de irrelevancia de la organización partidaria. Los partidos políticos argentinos resuelven los problemas de coordinación entre los miembros de sus delegaciones legislativas. La capacidad partidaria de disciplinamiento se respalda en el control de agenda de los poderes ejecutivos, la regulación electoral y en la organización del trabajo en el Congreso. Los mecanismos partidarios de agregación de preferencias de escala partidaria son más débiles. Los programas se elaboran en las dependencias del ejecutivo y en las organizaciones que los miembros individuales o las líneas internas de los partidos constituyen a tal efecto. La insularidad y dispersión de los espacios partidarios de discusión política refleja los problemas de institucionalización que, en distinta medida de acuerdo con los casos, afectan a los partidos políticos argentinos. El apartado siguiente expone y discute una manifestación particular de estos problemas: la institucionalidad informal.

II. Institucionalidad débil e institucionalidad informal

La literatura de ciencia política usa los términos “institucionalidad” e “institución” en una amplia variedad de sentidos. Esta variedad caracteriza también a los usos de estos conceptos en los estudios acerca de las organizaciones partidarias (Levitsky, 2003; Randall y Svasand, 2002). Aunque es difícil encontrar una definición de estas nociones que haga lugar a todos los usos que de ellas se hacen en la literatura, puede identificarse algunos componentes semánticos comunes. De acuerdo con la mayoría de los tratamientos, las instituciones otorgan, en primer lugar, estabilidad a los comportamientos a lo largo del tiempo. En segundo lugar, las instituciones restringen el comportamiento de los actores, obligando a realizar ciertas acciones o prohibiendo la realización de otras. En tercer lugar, las instituciones adquieren cierta exterioridad respecto de los individuos, en el sentido de que es difícil transformarlas voluntariamente, aunque en última instancia son resultado de interacciones entre actores individuales o colectivos. Finalmente, precisamente porque funcionan como restricciones exteriores, las instituciones reducen la incertidumbre que frecuentemente afecta a la interacción política, facilitando de este modo la cooperación y los intercambios entre actores individuales o grupos de actores20. Con distintos acentos en cada uno de estos componentes, se han propuesto distintos análisis acerca de las consecuencias de la institucionalización (o falta de institucionalización) de los partidos políticos. Entre estas consecuencias interesa destacar una, especialmente relevante para esta discusión. Hemos señalado más arriba que las capacidades para formar preferencias y expresarlas de modo eficaz en los procesos de toma de decisiones están distribuidas desigualmente entre la población como resultado de la operación de mecanismos de diferenciación social. Las instituciones partidarias pueden intentar moderar el efecto de estos mecanismos de diferenciación o no. Su funcionamiento eficaz tiene entonces efectos indeterminados sobre el carácter democrático de las organizaciones partidarias. Que las reglas partidarias se apliquen eficazmente no implica que los partidos sean más democráticos. Sin embargo, su funcionamiento ineficaz contribuye sistemáticamente a la reproducción de las desigualdades generadas fuera del partido. Una institución débil es una institución que no “filtra,” no transforma los “insumos” que recibe del entorno. Por este motivo interesa a nuestra indagación detenerse en el problema de la institucionalización en los partidos.

En el trabajo comentado más arriba, Panebianco define a la institucionalización como un atributo de los partidos políticos con dos componentes: la autonomía respecto del medio y el grado de sistematización de las subunidades (Panebianco, 1990: 120-1). Por “autonomía” entiende al grado de dependencia de las estrategias de la organización respecto de decisiones tomadas fuera de la organización. La sistematización refiere a la “coherencia estructural interna de la organización” (Panebianco, 1990: 120). Ocurre cuando las subunidades organizacionales tienen baja autonomía y son homogéneas en su estructura. Esto tiende a ocurrir cuando el control de los recursos de poder está más concentrado. Esta “definición por enumeración” de la institucionalización propone como elementos del concepto a fenómenos que, de acuerdo con el resto de los usos en la literatura, parecen ser, uno, una condición de la institucionalización, y el otro, una consecuencia de la institucionalización. Los partidos con una pirámide de poder más angosta y más alta (es decir, más sistemáticos, en el sentido de Panebianco) tienen mayores chances de resolver los conflictos dentro de sus coaliciones dominantes de acuerdo con reglas conocidas, estables y de aplicación eficaz. La existencia de estas reglas refuerza el control de los recursos de poder por parte de quienes lo ejercen pero no produce ese control. La sistematización parece entonces una condición de posibilidad y no un atributo constitutivo de la institucionalización. Complementariamente, la posibilidad de resolver conflictos de acuerdo con reglas conocidas, estables y de aplicación eficaz reduce los costos de los intercambios entre los miembros del partido y, en ese sentido, incrementa la probabilidad de que la organización sostenga su autonomía respecto del entorno. La autonomía del partido respecto de las organizaciones externas resultaría entonces más un producto que un componente de la institucionalización.

Mainwaring y Scully (1995) ofrecen un concepto alternativo de institucionalización. El propósito de su trabajo es analizar la institucionalización de los sistemas de partidos definidos como “patrones de interacción en la competencia” entre “grupos políticos que presentan y son capaces de colocar a través de elecciones a sus candidatos en puestos de gobierno” (Mainwaring y Scully, 1995: 2). Estos patrones del sistema de partidos vienen definidos por atributos de los partidos políticos mismos. La mayoría de los indicadores de institucionalización que consideran los autores representan la capacidad de los partidos para reproducir su organización y apoyo electoral a lo largo del tiempo. Presumiblemente, entonces, los atributos que distinguen a por lo menos uno de los partidos en un sistema de partidos institucionalizado hacen de él también un partido institucionalizado. Levitsky observa, correctamente, que de acuerdo con este abordaje la estabilidad del apoyo electoral a los partidos es presentado, simultáneamente, como un componente y como un resultado de la institucionalización. Esto daría lugar a un razonamiento circular. Para evitar la tautología, recomienda no incluir a la estabilidad en el apoyo electoral de la definición de institucionalización (Levitsky, 2003: 16)21.

Levitsky concluye su discusión del problema de la institucionalización recomendando considerar separadamente a sus dimensiones componentes22. Su análisis identifica dos: la infusión de valor de la organización y la rutinización. La infusión de valor es un atributo que una organización adquiere cuando el mantenimiento de la organización, per se, se convierte en una meta fundamental para sus miembros. La rutinización se refiere al proceso a través del cual las reglas de la organización ganan conocimiento y aceptación general entre sus miembros (Levitsky, 2003: 16). Levitsky subraya que el valor del mantenimiento de la organización es independiente de cuán conocidas y aceptadas sean sus reglas. Algunas organizaciones -por ejemplo, el Partido Justicialista que ocupa su análisis- pueden ser altamente valoradas a pesar de que sus reglas internas sean vagas, poco conocidas y menos respetadas. Concentrando su análisis exclusivamente en la rutinización identifica, adicionalmente, tres estados que pueden adoptar las organizaciones en relación con esta variable: la rutinización formal, cuando las reglas que los patrones de interacción respetan están “sancionadas oficialmente” y, en general, “escritas;” la rutinización informal, cuando las interacciones siguen un patrón conocido y aceptado que o bien no está escrito ni oficialmente sancionado o bien difiere de lo que las reglas formales prescriben; y la rutinización débil o ausente, cuando las interacciones no siguen ningún patrón (formal o informal) (Levitsky, 2003: 18).

El concepto de rutina que subyace a la discusión anterior es semánticamente idéntico a lo que el resto de la literatura llama institución: reglas y procedimientos ampliamente conocidos, respetados y cumplidos. Hay poca ganancia de información en la innovación terminológica propuesta, a menos que, efectivamente, la infusión de valor de las organizaciones sea estrictamente independiente del valor de las reglas de la organización como descriptores y predictores del comportamiento de sus miembros. Sin embargo, es difícil concebir que una organización motive el interés en su mantenimiento a pesar de que la interacción entre sus miembros no obedezca a ninguna regularidad. El interés en el mantenimiento del Partido Justicialista deriva de una regularidad muy persistente: un miembro de una lista con el logotipo del partido puede confiar en que los punteros del Partido Justicialista van a movilizar a sus electorados para votar por esa lista en un comicio general. Esta regularidad sostiene a la organización a pesar de que no existen órganos internos (ni una agencia estatal de regulación de la actividad partidaria) que produzcan un sistema de reglas coherente o sancionen las violaciones de las nominalmente vigentes.

Los patrones de competencia dentro de los partidos políticos argentinos son singularmente irregulares, fundamentalmente a escala nacional. Esto ocurre tanto en los partidos nacionales con alta densidad de organizaciones territoriales, como en los partidos concentrados en los distritos metropolitanos y con menor implantación (acerca del Frente Grande, véa-se Abal Medina, 2001). ¿Esto los constituye en organizaciones informalmente institucionalizadas o en organizaciones no institucionalizadas?

Es difícil concebir una organización no institucionalizada. Si no hay institucionalidad, patrones de interacción que pueden ser descriptos de acuerdo con una regla que es conocida y aceptada por los actores, no hay organización. Podrá objetarse que la institucionalización es una cuestión de grado, que en todas las organizaciones algunas interacciones se ajustan a reglas internas y otras no (sea porque no hay regla que contemple esos casos, sea porque no se respetan las reglas). Esto es correcto. Pero allí donde el comportamiento deja de ser regular no hay organización (precisamente hay, en el sentido de Panebianco, incertidumbre); la organización deja de ser tal y pasa a ser espacio en el que interactúan distintas organizaciones. Si concluyéramos, entonces, que las organizaciones partidarias argentinas son poco institucionalizadas, deberíamos concluir, en consecuencia, que es poco relevante considerarlas como organizaciones y que si estamos interesados en la dimensión organizacional de la política, tenemos que concentrar la atención en otro lado: en las facciones, en los grupos de legisladores o en otras coaliciones adhoc.

Podríamos, alternativamente, postular que las organizaciones partidarias argentinas están informalmente institucionalizadas23. Esta conclusión es correcta en uno de los sentidos de rutinización informal que identifica Levitsky. Si el sentido del concepto de institucionalidad informal se reduce, sencillamente, a indicar que las reglas que organizan las interacciones no están escritas ni sancionadas por el cuadro administrativo de la organización, no hay ninguna utilidad en destacar el concepto; a menos que se precise por qué es importante que las reglas estén escritas y sancionadas. Si la escritura no hace diferencia, sigue, sencillamente: hay reglas, los actores las conocen, las cumplen, saben que otros actores las conocen y las cumplen, punto. Pero la escritura hace una diferencia (Carey, 2000). Permite, entre otras cosas, que los actores conozcan qué comportamientos se espera de ellos, cuál puede esperarse de los otros actores, determinar qué ocurre en caso en que la interacción no respete la regla e identificar al encargado de sancionar las desviaciones. La dificultad reside en analizar la coexistencia de patrones de comportamiento explícitamente prescriptos (“escritos”) y patrones de comportamiento no reconocidos.

Una discusión reciente propone un esquema para analizar la coexistencia de reglas oficiales y reglas extraoficiales (Helmke y Levitsky, 2003). Esta coexistencia depende de la eficacia en la aplicación de las reglas oficiales y la compatibilidad entre las metas que persiguen estas reglas y las que persiguen las extraoficiales. A partir de la aplicación de ambos criterios se construyen cuatro tipos de interacción: complemento (para el caso en que haya efectividad y compatibilidad), ajuste24 (para el caso en que haya efectividad e incompatibilidad), sustitución (para el caso en que haya ineficacia y compatibilidad) y conflicto (para el caso en que haya ineficacia e incompatibilidad). En el primer y el tercer tipo, la existencia de instituciones informales plantea pocos problemas. Si las instituciones informales son, en efecto, instituciones (patrones conocidos de comportamiento) y las metas que persiguen las reglas oficiales y las extraoficiales son compatibles, el efecto de la coexistencia de ambos tipos de reglas sobre las interacciones entre los actores es más o menos el mismo con relativa independencia de la eficacia en la aplicación de las oficiales25.

El segundo tipo, el ajuste, y el cuarto tipo, el conflicto son los que más se acercan a representar los problemas que en la literatura se asocian con la institucionalidad informal. Es difícil imaginar una situación concreta que corresponda con lo que los autores denominan ajuste. Si los fines que persiguen las reglas formales y las informales son incompatibles y ambas se aplican eficazmente es de esperar que alguna de ellas deje de aplicarse o que ambas sean reemplazadas por una tercera. El tipo de conflicto también parece improbable. Es difícil imaginar que la aplicación de las reglas oficiales sea completamente ineficaz. La existencia de un mecanismo sancionado oficialmente implica una eficacia potencial que, aunque incierta, tiene incidencia sobre las estrategias de los actores. La institucionalidad informal plantea problemas cuando coexisten reglas oficiales y extraoficiales que persiguen fines incompatibles y se aplican con eficacia parcial. En esta situación, los patrones de comportamiento reales a veces coinciden con la regla conocida y oficial y otras veces coinciden con una regla también conocida pero que no puede reconocerse ni justificarse en público26. “Conocimiento” quiere decir, en este caso, certeza acerca del comportamiento prescripto por la regla, la sanción resultante de su violación y el agente habilitado para sancionar. La operación de las reglas informales debilita estas certezas. Los actores conocen cuáles son las reglas que pueden aplicarse, saben cómo los afectaría cada una de esas reglas pero no pueden determinar en cada caso cuál se va a aplicar. Esta incertidumbre tiene dos consecuencias relevantes para el funcionamiento interno de los partidos: a) refuerza el poder de las coaliciones dominantes respecto del resto de los miembros de la organización; y b) agudiza los problemas de cooperación en las coaliciones dominantes. En el primer caso, las tendencias oligárquicas de los partidos se refuerzan. En el segundo, los partidos se debilitan como organizaciones. En ambos casos, la función democrática de los partidos se ve afectada negativamente.

III. Finanzas, permeabilidad y competencia partidaria

La interpretación fuerte de la necesidad de los partidos políticos para la democracia está construida sobre una imagen singular de la estructura de los partidos. De acuerdo con esta imagen los partidos aspiran a incluir a amplios segmentos del electorado como miembros de la organización, los ciudadanos incluidos participan de la elaboración del programa de gobierno del partido y colaboran en la movilización electoral, el partido desarrolla un cuadro administrativo fuerte encargado de controlar que la acción de los miembros del partido que llegan al gobierno corresponda con el programa elaborado y los funcionarios electos respetan la disciplina partidaria. Esta es la imagen del partido burocrático de masas (Panebianco, 1990: cap. 14) que caracteriza al período de la evolución del gobierno representativo que Manin (1997) denomina democracia de partidos. Como se ha señalado, uno de los juicios más ampliamente compartidos en la literatura es que el predominio del partido burocrático de masas y la democracia de partidos ha concluido. En algunas evaluaciones, este juicio va acompañado de la convicción de que el fin de estas formas particulares inaugura también la declinación definitiva de los partidos políticos como organizaciones y el debilitamiento severo del componente democrático del gobierno representativo. Estas evaluaciones suelen sintetizarse en la idea de crisis de representación. Las evaluaciones más cautas, que son las más difundidas entre los analistas de las organizaciones partidarias, subrayan en cambio la capacidad de los partidos de sobrevivir al debilitamiento de sus organizaciones masivas. Para este último grupo de trabajos, el desafío consiste en describir los rasgos dominantes de las nuevas organizaciones partidarias y los nuevos vínculos que se establecen entre ciudadanos y representantes a partir de ellos.

Uno de los más persuasivos nuevos modelos que ofrece la literatura es el del partido cartel (Katz y Mair, 1995). Los autores trazan la evolución en las organizaciones partidarias, desde mediados del Siglo XIX hasta fines del XX, como un proceso de paulatino desplazamiento de los partidos desde la sociedad civil hacia el Estado. En este proceso los cambios organizativos en los partidos ocurren como una serie de respuestas motivadas por dos estímulos (Katz y Mair, 1995: 9): las transformaciones en el entorno social (algunas de las cuales se producen como resultado de la acción de los partidos mismos) y los desafíos competitivos que plantea la aparición de nuevas formas de organización a los partidos establecidos. El partido cartel es un producto de la evolución del partido atrapa todo. El catalizador de esta evolución es el “declive general en los niveles de participación e intervención en las actividades partidarias” que contrasta con el crecimiento en el tamaño de los electorados y en los costos de la actividad proselitista (Katz y Mair, 1995: 15). La respuesta a este estímulo es el incremento de los subsidios estatales para las actividades partidarias, tanto directos (aportes monetarios) como indirectos (acceso subvencionado o gratuito a los medios de comunicación masivos). Considerando que en el nuevo contexto es improbable que los niveles de participación ciudadana aumenten, los partidos quedan en una posición vulnerable para sostenerse, dado que el grueso de sus recursos son recaudados y distribuidos por otra organización: el Estado. Esta vulnerabilidad ofrece un incentivo para la colusión entre los partidos establecidos. Esta tendría como propósito la restricción de la entrada de nuevos partidos a la arena competitiva, que es también la entrada a las fuentes estatales de financiamiento. Dado que la capacidad de acceder a un mínimo de subsistencia de recursos estatales es un bien que no pierde valor al dividirse, no existirían obstáculos para esta colusión (Katz y Mair, 1995: 16). De este modo, el cartel que constituyen los partidos pierde interés en sostener sus raíces en la sociedad civil, se convierte en una agencia “semiestatal” (Katz y Mair, 1995: 16) y la competencia partidaria se debilita como instancia de control ciudadano. El partido cartel es, de acuerdo con esta descripción, la cristalización de las tendencias oligárquicas de la democracia representativa.

El modelo de colusión oligopólica es intuitivamente atractivo. Confirma muchas de las percepciones y los juicios frecuentes acerca del funcionamiento de los partidos políticos contemporáneos. Sin embargo está construido sobre una concepción reificada del Estado. Adicionalmente, no toma en cuenta que la reducción de los niveles de participación puede hacer a los partidos más vulnerables respecto de la sociedad civil que del Estado. Pueden, de todos modos, existir incentivos para la colusión, pero generados por un mecanismo distinto del que proponen Katz y Mair.

Desde su origen en el siglo XIX, los partidos consiguieron los recursos que les permiten sostener su actividad combinando estrategias de apropiación y distribución de fondos estatales y de promoción de contribuciones privadas. La fuente originaria de ambos tipos de recursos es, siempre, el electorado. Lo que distingue a los recursos estatales de los aportes privados es el carácter obligatorio o voluntario de los aportes originarios y el mecanismo institucional de apropiación.

Las contribuciones privadas son voluntarias y, en casos como el argentino, los contribuyentes pueden dirigirlas o dispersarlas con tanta precisión como deseen: pueden aportar a la organización partidaria nacional, provincial o local; a una facción o tendencia interna o candidato individual, a varios, a todos ellos o a todos los partidos o candidatos con alguna chance de ganar una elección. Los aportes privados para las campañas nacionales están regulados por la ley 25.600/2002, que establece límites para los aportes de las personas jurídicas (1 por ciento del total de gastos del partido) y físicas (0,5 por ciento del total de gastos del partido; art. 35)27 y topes de $ 1 por elector habilitado para las elecciones legislativas y ejecutivas. Para estimar la eficacia de esta restricción debe considerarse: a) que las contribuciones privadas pueden dirigirse, además, a las campañas provinciales; y b) que muchos candidatos y agrupaciones cuentan con fundaciones que pueden recibir donaciones que no están sujetas a la legislación de financiamiento partidario (Ferreira Rubio, 1997: 41). Las contribuciones públicas para las elecciones nacionales son distribuidas por el Estado. Como se ha indicado, una parte de ellas va a la organización nacional del partido y el resto se distribuye entre las organizaciones provinciales. Aunque originariamente provienen de los impuestos, que son contribuciones obligatorias, los votantes tienen algún control sobre la dirección de los fondos públicos, ya que su monto depende, en parte, de la cantidad de votos que obtiene cada partido (Ley 25600, art. 16). Sin embargo, este control es débil, puesto que la unidad de recepción de la contribución es el partido y la unidad de elaboración de políticas o distribución de bienes no siempre lo es. El control de los contribuyentes voluntarios, en cambio, es más fuerte; primero, porque pueden decidir el monto del aporte y, luego, porque pueden distribuirlo con precisión hacia la unidad organizacional relevante, aumentando de este modo su potencia como señal y, con ello, la probabilidad de obtener la recompensa deseada. En partidos como los argentinos, con ideologías vagas y controles burocráticos débiles o inexistentes, los funcionarios electos disponen de amplia flexibilidad para adaptar sus estrategias y sus políticas. Esta flexibilidad es especialmente pronunciada para los que acceden a cargos ejecutivos y, con ello, al control de los recursos vitales para el sostenimiento de las máquinas electorales de escala local o de las campañas de comunicación masiva. Esto multiplica el valor de las contribuciones privadas a las suborganizaciones partidarias y ofrece a los integrantes de ellas una fuente de recursos financieros independiente del Estado; es decir, de los fondos cuyo monto depende, aunque indirecta y parcialmente, de la decisión de los votantes.

La reducción de la contribución voluntaria de tiempo de trabajo para los partidos puede, tal como lo indica la teoría, compensarse con el control de recursos estatales. Pero también los partidos recurren con frecuencia al aporte de grandes contribuyentes. De este modo se reduce el incentivo de los partidos para recompensar a sus militantes y a sus electorados tradicionales pero esta reducción no los convierte en agencias estatales ni los independiza completamente de la sociedad civil. El incentivo para responder a los contribuyentes financieros voluntarios permanece y, en los casos en que la regulación sobre el financiamiento partidario es incompleta y de aplicación ineficaz, se acentúa. Mientras los incentivos para promover las contribuciones privadas sean fuertes las organizaciones políticas continuarán firmemente arraigadas a un sector de la sociedad civil: el de los contribuyentes dotados de recursos financieros e información. Esto puede dar lugar a una forma distinta de cartelización. Pero de este cartel participarían tanto los partidos establecidos como sus contribuyentes: este no es un cartel estatal.

El argumento anterior probablemente sobreestime la capacidad de los funcionarios de recompensar directamente a sus contribuyentes y la amplitud de su margen de maniobra ideológico y organizacional. Interesa destacar, no obstante, que los vínculos entre las organizaciones partidarias y la sociedad civil no sólo dependen de la densidad de la participación y de las redes de solidaridad entre votantes, militantes y líderes. También dependen de la estructura de las contribuciones financieras voluntarias. Aún cuando estas contribuciones se realicen y los funcionarios las recompensen sin violar ninguna ley, la incidencia de este tipo de intercambios, en la medida en que favorece a los ciudadanos más dotados de recursos financieros, compromete seriamente la equidad en la representación democrática del régimen.

El carácter de agentes semiestatales es, más que una innovación, un atributo constitutivo de los partidos políticos. Lo que distingue a los partidos del resto de las organizaciones es su propósito explícito fundamental de ubicar a sus miembros en posiciones de decisión en el Estado28. Un partido político es una asociación voluntaria cuyos miembros aspiran a integrar el cuadro administrativo que sostiene el orden de una asociación obligatoria. En la medida en que sus miembros accedan a cargos de gobierno y si la organización partidaria tiene alguna incidencia sobre la coordinación entre los funcionarios de gobierno, el partido decide cómo, actúa en nombre de y, en este sentido, es el Estado. Antes que localizar a los partidos “en algún lugar entre el Estado y la sociedad civil” interesa, para insistir sobre un argumento anterior, precisar qué intercambios determinan la capacidad de los miembros del partido para acceder a puestos en el Estado, quiénes son las partes de ese intercambio, cuáles son los bienes intercambiados y qué consecuencias tiene la estructura de estos intercambios respecto del vínculo que se establece entre representantes y ciudadanos.

IV. Conclusiones

A pesar de la concentración de poder en las coaliciones dominantes partidarias y del debilitamiento de los espacios partidarios de deliberación y elaboración de políticas, la función representativa en las poliarquías puede seguir desempeñándose de un modo eficaz. Esta es, por ejemplo, la evaluación de Manin acerca de lo que propone denominar “democracia de audiencias”. En estos regímenes existe deliberación política y existe control de la acción de gobierno; sólo que estas actividades no tienen lugar ni en las legislaturas ni en los partidos sino en el espacio de los medios de comunicación. Es difícil determinar en qué medida esta “metamorfosis de la representación” constituye un avance democrático o no. Ello depende de la calidad democrática del régimen de partidos que preceda a esta transformación institucional y de las transformaciones organizacionales que desarrollen los partidos en los nuevos entornos representativos.

La reflexión teórica y los estudios comparados sobre las organizaciones partidarias y su evolución reciente identifican algunas tendencias que plantean dudas sobre la potencia democratizante de los partidos. Tres argumentos son especialmente relevantes para el examen de las organizaciones partidarias argentinas.

El primero postula el predominio de los funcionarios electos respecto de los militantes y las burocracias partidarias. Localizar las fuentes e interpretar las consecuencias de este predominio demanda identificar cuáles son los recursos vitales para la reproducción del partido, qué tan concentrada es su apropiación y cuáles son los intercambios de recursos que estructuran la acción de las unidades organizativas fundamentales. El predominio de los funcionarios electos resulta fundamentalmente del reemplazo de las funciones comunicativas de las organizaciones territoriales de los partidos y de la pérdida de relevancia de las tareas de movilización electoral territorial para los comicios generales.

No obstante, los partidos políticos argentinos que dominan la competencia a escala nacional conservan dos atributos característicos del modelo burocrático de masas: implantación territorial y disciplina legislativa. La eficacia de los mecanismos partidarios de solución de problemas de coordinación parlamentaria contrasta con la fragmentación de los espacios partidarios de deliberación y elaboración de políticas. Más que una novedad resultante de las transformaciones recientes en las relaciones representativas, este contraste parece continuar un patrón de desarrollo más antiguo en las organizaciones partidarias argentinas. La heterogeneidad ideológica y los frecuentes virajes programáticos característicos de estas organizaciones son consistentes con este patrón de desarrollo y con el predominio de los vínculos clientelares entre representantes y votantes que destacan algunas interpretaciones. La imposibilidad de transformar este patrón de desarrollo ha impedido que los partidos contribuyan a profundizar los avances democráticos alcanzados en los últimos veinte años.

Dicha transformación requeriría neutralizar los problemas generados por la operación de reglas informales al interior de los partidos. La institucionalización de las organizaciones partidarias es objeto de distintas concepciones. El uso más frecuente define a las instituciones como patrones de comportamiento conocidos y aceptados. Estos patrones pueden ser reconocidos abiertamente y sancionados oficialmente (oficiales) o carentes de tales reconocimiento y sanción (extra-oficiales o informales). En las organizaciones partidarias argentinas las reglas oficiales tienden a aplicarse selectivamente y a ser reemplazadas por reglas no reconocidas, tanto en la interacción vertical entre líderes y militantes como en la competencia horizontal entre líderes o candidatos. La co-existencia de reglas formales e informales refuerza el control de las elites partidarias y desestabiliza la coordinación entre ellas.

La reducción de la participación ciudadana en los partidos políticos modifica sus relaciones respecto del resto de la sociedad civil y puede inducirlos a restringir y desnaturalizar la competencia electoral. Esta modificación no necesariamente resulta en un desplazamiento de los partidos hacia el Estado (un tal desplazamiento sería innecesario) pero puede hacer a los partidos vulnerables a un tipo de dependencia respecto de la sociedad civil especialmente perniciosa para la calidad de la representación democrática. Dada la ausencia de regulación efectiva, los partidos políticos argentinos son especialmente vulnerables a ella.

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