Resumen: La crisis política argentina del año 2001 se inscribe en el escenario de masivas movilizaciones populares que condujeron en varios países de América del Sur a remociones gubernamentales no programadas. Una y otras ponen de manifiesto el fracaso de la arquitectura institucional que intentó compatibilizar democracia representativa y macroeconomía neoliberal. Más que la “gobernabilidad de las democracias”, lo que aparece cuestionado por la protesta popular es propiamente el sistema político y el carácter democrático convencionalmente asignado al mismo por su apelación a convocatorias electorales periódicas. La primera parte de este trabajo presenta de manera muy abreviada un conjunto de proposiciones que vinculan la gobernabilidad democrática a las dimensiones sustantivas del sistema político (la estructura de poder que expresa, las decisiones que produce, la asignación de ganancias y pérdidas) y a su articulación con el contexto social. En la sección siguiente se discute la gravitación de escenarios de desigualdades sociales y económicas profundas en el comportamiento político de los actores así como en la constitución y efectivo desempeño de los regímenes políticos de aspiración democrática. En la tercera sección se formula una lectura de la crisis política argentina reciente como ejercicio de aplicación de las proposiciones formuladas en las secciones previas. El texto se cierra con unas breves conclusiones.
Palabras clave: Argentina, crisis política, democracia, gobernabilidad, desigualdad social.
Abstract: Argentina’s Political crisis in 2001 inserts itself in an encompassing setting of massive popular mobilizations that led to the un-scheduled overthrow of governments in several South American countries. Altogether they witness to the failure of the institutional architecture designed to match representative democracy with Neoliberal macroeconomic policies. Much more than the governability of democracies, what is at stake in these events is the very political system as well its actual democratic character despite periodic appeals to elections,. The first section of this document displays in a very sketchy manner some theoretical propositions relating democratic governability to the substantive dimensions of political systems (i.e. the power structure it institutionalizes, the decisions made, the allocation of profits and loses…) as well to its articulations to the social environment. The following section discusses the way deep social inequalities conditions both the political performance of actors and the working-out of democratic political regimes. Subsequently the 2001 political crisis in Argentina is approached through the lens of the preceding theoretical propositions. The final section sums up the main conclusions.
Keywords: Argentina, political crisis, democracy, governance, social inequality.
Artículo
Gobernabilidad democrática y heterogeneidad social: la crisis argentina de 2001*
La democracia posee una dimensión sustantiva y una dimensión formal. La primera se refiere a los vínculos existentes entre el sistema político, las estructuras socioeconómicas y los patrones culturales, y se expresa en el contenido de las demandas formuladas al sistema político y en el modo en que éste las procesa; en su capacidad para movilizar recursos y adoptar decisiones pertinentes; en el margen de acción legítima de las agencias gubernamentales y los actores sociales. Este aspecto de la democracia se refiere por lo tanto a la estructura de poder existente en la sociedad. En la mayoría de las sociedades en desarrollo las múltiples fuentes de confrontación social -política, económica, étnica...- tienden a superponerse, lo cual suele conducir a una polarización mayor de los conflictos. Las desigualdades en el acceso a los recursos y en las capacidades para incidir en la política y en los acontecimientos sociales suelen ser muy profundas. La igualdad frente a la ley coexiste con desigualdades entre diferentes grupos étnico-culturales, entre hombres y mujeres, entre regiones, entre clases sociales.
A su turno, la dimensión formal de la democracia refiere a los procedimientos e instituciones que dan marco a las relaciones de poder -procedimientos e instituciones que se supone son de observancia obligatoria por todos-. Mientras la dimensión sustantiva expresa las características particulares del régimen político, la dimensión formal testimonia la gravitación de diferentes enfoques teóricos de pretensión universal.
No hay una correlación lineal entre regímenes políticos y estructuras socioeconómicas. Sin embargo, desde los orígenes de la teoría política se ha reconocido la existencia de algún tipo de congruencia entre unos y otras. Desde Aristóteles hasta Barrington Moore Jr. y Seymour Martin Lipset, pasando por Karl Marx y Max Weber, se ha llamado la atención sobre la relación de consistencia que se advierte entre estructuras socioeconómicas y ambientales, pautas culturales y comportamientos políticos -lo que, con los recursos de su tiempo, Montesquieu denominó espíritu de las leyes-. Sobre todo en nuestros días, la dinámica de los mercados y los imperativos del comercio y las finanzas internacionales plantean acotamientos severos al arco de posibilidades de acción de los sistemas políticos. Sería erróneo, sin embargo, reducir un régimen político a sus enmarcamientos estructurales. En las sociedades modernas, la dominación política y las estructuras socioeconómicas están sometidas a procesos de determinación recíproca que incluyen la capacidad de la acción política de rediseñar, y no sólo reproducir, sus condicionantes estructurales y culturales. El propio desdoblamiento entre procesos económicos y procesos políticos, típico del capitalismo, plantea la existencia, en los regímenes políticos, de una virtualidad transformadora de las relaciones sociales y económicas y de los patrones culturales, tanto como una capacidad reproductora o conservadora.
La potencialidad de cambio social de los regímenes políticos está presente con fuerza en la caracterización práctica de la democracia en América Latina y el Caribe a lo largo del siglo XX y del actual, con independencia de identidades políticas particulares. Un régimen democrático implica, en este sentido, el funcionamiento efectivo de determinadas instituciones y procedimientos así como la eficacia de esas instituciones y procedimientos para mejorar, en un sentido de progreso, la calidad de vida de la población; explícita o implícitamente se reconoce en la democracia una potencialidad reformadora de la realidad social y económica (Alarcón, 1992; Vilas, 1999a). En el fondo, esta concepción entronca con las versiones clásicas de la teoría política que vinculan el ejercicio de la política a la consecución del bien común.
Debe señalarse que la virtualidad de transformación social de la democracia también fue reconocida, aunque de manera aberrante, por las variantes más extremas de la derecha política, que recurrieron a rupturas institucionales de fuerte contenido autoritario en un tácito y perverso reconocimiento de la ineficacia de las instituciones democráticas y en particular del sufragio universal para promover proyectos políticos socialmente regresivos. En tiempos más recientes, la tesis de las democracias de mercado, enunciada desde las más altas esferas del gobierno de Estados Unidos, replanteó en clave mucho menos salvaje la legitimación de las instituciones democráticas en función de su capacidad para promover las políticas del denominado “Consenso de Washington”. Curiosas convergencias ideológicas: mientras en la época del socialismo real la existencia de una democracia popular dependía de la adopción de esquemas de estatización económica y planificación centralizada, en tiempos del neoliberalismo la legitimación de las democracias tiene como indicador estratégico la promoción de economías de mercado en los términos definidos por la hegemonía del capital financiero. En uno y otro caso, no hay autonomía, sino subordinación de los diseños políticos a los esquemas de organización macroeconómica1.
La problemática de la “gobernabilidad de las democracias” refiere a la eficacia del sistema político para administrar la tensión que usualmente se suscita entre la diversidad de demandas y expectativas derivadas de la heterogeneidad propia de toda sociedad, y las exigencias del proceso de acumulación económica. La gobernabilidad implica determinadas capacidades institucionales, pero también se alimenta de criterios sustantivos de legitimidad referidos a los objetivos del sistema político, al modo de definirlos, y a la forma de orientarse a su consecución. Sin embargo el modo en que se ha venido desenvolviendo el debate sobre el asunto, marginando estas cuestiones sustantivas, confirma a grandes rasgos la hipótesis que Offe formuló hace un cuarto de siglo en otro escenario de crisis (Offe, 1988)2.
La reaparición del tema en la agenda de la discusión académica y política contemporánea se inscribe en la crisis social y las amplias movilizaciones de protesta alimentadas por el impacto de casi dos décadas de restructuración socioeconómica neoliberal, así como por el temor a que las respuestas sociales a esa crisis pongan en juego la estabilidad de los gobiernos que ejecutaron esas transformaciones, o las aceptaron. Gran parte del debate aceptó como cuestión de principio la calidad democrática de los regímenes políticos que sucedieron a las brutales dictaduras militares, fundando esa caracterización en la convocatoria periódica a elecciones y en el aseguramiento del proceso de acumulación en clave neoliberal. Por encima de la mayor o menor sofisticación de los intentos, queda la impresión que privó en ellos la preocupación por dotar de un mínimo de coherencia discursiva a la conflictiva cohabitación del principio inclusivo básico de la democracia moderna -la universalización de los derechos de ciudadanía- con el efecto marginador de los esquemas macroeconómicos. Las políticas sociales de tipo asistencial orientadas hacia los sectores más vulnerables, que adquirieron auge en los escenarios generados por el ajuste, tuvieron como objetivo último alcanzar ese difícil equilibrio (por ejemplo Diamond y Plattner, 1993; Przeworski, et al. 1995).
El énfasis puesto por gran parte de la literatura sobre la llamada reforma del Estado en cuestiones de gerenciamiento público, de procedimiento e incluso de equipamiento técnico, reprodujo en su propio nivel el vaciamiento de la problemática del poder y de la organización política de la sociedad. La política quedó reducida a gestión, y ésta orientada hacia la promoción del modelo neoliberal y la contención de la insatisfacción social (Vilas, 2002). Asumida como cuestión de principio la legitimidad de la agenda neoliberal y su consiguiente ingeniería institucional, la ingobernabilidad devino, en este enfoque, atributo definitorio de la sociedad: más exactamente, de sus clases populares. La sorpresa provocada por los alzamientos masivos en Ecuador, Bolivia, Perú y Argentina en los años recientes tiene mucho que ver con ese reduccionismo instrumental de los sistemas y los procesos políticos.
Como quiera se la defina, la democracia supone una cierta igualdad entre los individuos que integran el sistema político. El reconocimiento de esta igualdad ciudadana fue considerado por la teoría política liberal requisito suficiente para compensar las desigualdades que toda sociedad presenta en materia de ingresos, empleo, educación, condiciones de salud, prestigio y otros. La ampliación de este concepto minimalista legal de democracia -inicialmente circunscrito a los varones adultos propietarios- hasta sus alcances actuales es el resultado de un proceso histórico de luchas sociales y políticas de las clases populares, los movimientos de liberación nacional y los movimientos identitarios. La efectiva universalización de la igualdad de derechos y obligaciones fue acompañada por la extensión progresiva del principio de igualdad al terreno de las oportunidades y al acceso a un conjunto amplio de recursos materiales y simbólicos. Además del reconocimiento de derechos, libertades y obligaciones iguales, un régimen democrático implica, desde esta perspectiva, la eficacia del marco institucional para mejorar, en un sentido de progreso, la calidad de vida de la población.
Ingresos, prestigio, educación, propiedad de activos, manejo de información, son recursos que los individuos movilizan para tomar decisiones, alcanzar metas, obtener resultados, modificar su relación con otros individuos y grupos, salir adelante en la vida. Diferencias significativas en el acceso a ellos implican diferencias en recursos de poder y en eficacia política. La participación política activa que usualmente se asocia con el ejercicio pleno de la ciudadanía requiere autonomía individual, tiempo libre, manejo de información, movilidad espacial, a los que en las sociedades de mercado se accede sólo o fundamentalmente mediante la disponibilidad de recursos económicos. El principio de la igualdad legal típico de la ciudadanía coexiste con, y a menudo se ve neutralizado por, una distribución desigual de las condiciones de su ejercicio efectivo: una desigual distribución de las oportunidades por una desigual distribución de recursos de poder.
Toda sociedad presenta diferencias distributivas en estos y otros aspectos de su constitución y desenvolvimiento. En principio ello no es obstáculo para el desarrollo de sistemas políticos democráticos. Las diferencias sociales se tornan desigualdad y ésta en problema político cuando van más allá de lo que la gente considera aceptable, vulnerando el sentimiento de pertenencia a una totalidad compartida de derechos, obligaciones y oportunidades. Ese sentimiento es la condición subjetiva básica del mínimo de unidad requerido para la existencia del Estado: sentir y creer que todos y todas somos parte de lo mismo, de algo que es común a todos y a todas y que nos involucra por igual: “un Estado existe sobre todo en el corazón y en la mente de su pueblo; si éste no cree que esté allí, ningún ejercicio lógico lo traerá a la vida” (Strayer, 1981:11).
Dicho de manera casi obvia, la democracia representativa es el gobierno de la mayoría a través de sus representantes. La relación de representación presenta una doble dimensión: formal, referida al origen o título de los representantes, y sustantiva, referida a las cuestiones que los así designados expresan, promueven y defienden -la compatibilidad entre el mandato formal y la agenda política en función de la cual el mandato se efectiviza-. La literatura politológica reciente sobre la democracia tiene una clara tendencia a privilegiar su dimensión formal. En aplicación de una especie de schumpeterianismo elemental dedica atención preferencial a la ingeniería institucional que permite procesar las demandas formuladas al sistema político, producir políticas públicas, garantizar transparencia en los procedimientos, y cuestiones similares3. Desde una perspectiva más equilibrada, se pone énfasis en los objetivos de la organización política y en particular en la capacidad de la relación formal de representación para dar curso a las demandas de los representados, así como la del propio andamiaje institucional para generar políticas acordes con esas demandas -la relevancia de los productos efectivamente generados y no sólo de los procedimientos (ver, entre otros, Simon, 1995; Camp, 1997; Franco, 1998)-. Se destaca que la mayor parte de la gente hace política porque ve en esta actividad un medio eficaz para alcanzar determinados objetivos. Esto no implica necesariamente una concepción utilitarista de la vida. Los objetivos que se entiende que la política permite alcanzar son de una variedad amplísima. Algunos de ellos revelan, en efecto, instintos utilitarios o egoístas, pero muchos otros tienen que ver con convicciones ideológicas o filosóficas, con la aceptación de deberes u obligaciones institucionales, con la asunción de responsabilidades, o con compromisos solidarios. En todos los casos, el criterio de legitimación del régimen democrático refiere fundamentalmente a su eficacia para dar respuesta a las demandas de los representados -vale decir, a su capacidad para confirmar en términos sustantivos la vigencia de la relación de representación-.
La gobernabilidad democrática requiere así de la capacidad del sistema político para representar y expresar la variedad de intereses, aspiraciones y demandas planteadas por el arco de actores sociales y políticos, de procesar armónicamente sus conflictos y de mantener una efectiva vigencia de las instancias institucionales que permiten a los insatisfechos plantear legítimamente sus agravios y obtener respuestas fundadas. Esta compleja y delicada tarea demanda, por supuesto, la dotación de importantes recursos técnicos y de amplias capacidades de gestión. Pero por sobre todo implica la capacidad de conducción política del todo social a partir de una homogenización básica de sus partes constitutivas. En un régimen democrático esa homogenización básica se expresa en el conjunto de derechos, obligaciones, aspiraciones y responsabilidades que se resumen en el concepto y la práctica de la ciudadanía, y se apoya tanto en el marco institucional vigente como en la convicción amplia de la población de que sus demandas al sistema político serán convenientemente atendidas, y que las reglas y procedimientos que dan vida al sistema político serán respetadas por todos los actores4. Como todas las convicciones, éstas deben ser alimentadas por la evidencia. De ahí que, antes o después, tejidos sociales fragmentados por la polarización de los ingresos, el desempleo, el empobrecimiento masivo, la discriminación racial o de otra índole, escenifiquen cuestionamientos más o menos amplios, más o menos severos, al sistema político, o por lo menos a algunos de sus actores más relevantes. Sociedades polarizadas de muy ricos y muy pobres, de incorporados y marginados, generan demandas de muy difícil compatibilización por el sistema institucional. La ciudadanía, en tanto principio mínimo homogenizador del sistema democrático, se desdibuja ante la evidencia de las desigualdades realmente existentes en materia de autonomía de los individuos, eficacia institucional, efectividad de los derechos y las responsabilidades5.
La legitimidad reconocida al orden social y político no es incompatible, y de hecho incluye, la aceptación amplia de un conjunto de desigualdades en ciertos aspectos de la vida colectiva. El sociólogo peruano Carlos Franco denominó a esto “principio de desigualdades socialmente aceptadas” (Franco, 1996)6. Cuando este principio resulta vulnerado -sea por un aumento de la desigualdad, por la generación de desigualdades en nuevos ámbitos de la vida social, o con características nuevas, o por la ineficacia o desinterés del poder político-, y esa vulneración no va acompañada de nuevos argumentos que den una justificación aceptable de las nuevas dificultades o sufrimientos que se viven, se genera en los individuos y grupos negativamente afectados un sentimiento de injusticia (Pitkin, 1978).
La fragmentación de los escenarios sociales agravada por la restructuración económica de las dos décadas recientes genera un efecto de profundización de la heterogeneidad social y una dispersión de las formas en que los actores sociales se perciben a sí mismos. Las comunidades imaginadas de grandes agregados socioculturales como la nación o la clase, las dimensiones estructurales que les daban sustento -el mercado de trabajo, la acumulación extensiva- y las grandes organizaciones especializadas en la agregación de intereses -partidos políticos, sindicatos- han cedido terreno a una multiplicidad de identidades segmentadas y contingentes. En tales condiciones la capacidad de los regímenes democráticos para armonizar y canalizar la creciente pluralidad de requerimientos provenientes de la sociedad se encuentra obviamente sometida a fuertes tensiones, tanto más si lo democrático del régimen se refiere fundamentalmente a sus dimensiones formales. La “separación entre forma y contenido” que Offe señaló como característica de los regímenes de democracia liberal de Europa occidental (Offe, 1990:151167), se tensa al máximo en estos escenarios y puede conducir, efectivamente, a la ruptura institucional. En palabras de Heller: “sin homogeneidad social, la más radical igualdad formal se torna la más radical desigualdad y la democracia formal, dictadura de la clase dominante” (Heller, 1985: 265). Investigaciones más recientes llegan a conclusiones similares (Midlarsky, 1999; Vilas, 1999b).
Las enormes distancias en oportunidades y estilos de vida entre los muy ricos y los muy pobres conspiran contra el desarrollo de sentimientos firmes de solidaridad y de común pertenencia a la res publica. Desigualdades sociales profundas cuestionan la efectiva vigencia de códigos compartidos de referentes y significados que hacen posible sentimientos de identidad y de solidaridad más allá de los grupos de pertenencia o de identificación inmediatos. Esos códigos se desarrollan y transmiten a través de procesos sociales e instituciones públicas y privadas: escuelas, medios de comunicación, iglesias... El discurso cívico integrador de las instituciones democráticas pierde credibilidad ante la evidencia cotidiana de la fragmentación y la exclusión social. Después de cierto tiempo es difícil para la gente expulsada o marginada de la educación formal, de una adecuada atención en salud, de una vivienda decente y similares -a causa del desempleo y el empobrecimiento niveles más altos de la riqueza y el poder. De manera progresiva las élites pierden vínculos materiales y simbólicos con un país en particular o con una ciudadanía determinada (Sklair, 2001).
El surgimiento de nuevas desigualdades o la profundización de las existentes por encima de los niveles hasta entonces justificados y tolerados -por ejemplo, la extensión de la jornada de trabajo, una reforma tributaria regresiva, la reducción de los salarios nominales, la exclusión institucional de algunos grupos- plantea a los afectados una pérdida de equivalencia en la red de intercambios sociales. Cuando el Estado auspicia o tolera estas modificaciones y no se dispone de argumentos justificatorios de la nueva situación, ésta se vive como injusticia (Moore Jr., 1978). La falta de equivalencia en las contraprestaciones aproxima el sentimiento de injusticia al concepto de explotación (Wright, 1994: 21-31).
La desigualdad social puede aumentar como efecto de causas variadas: crisis económicas, guerras, catástrofes naturales, incluso por efecto, intencional o no, de acciones gubernamentales -la denominada “política de la desigualdad”- (Chalmers, Vilas, et al. 1997; Tilly, 2000). En todos los casos alteraciones bruscas en el patrón existente de desigualdades tienden a generar tensiones fuertes en los sistemas políticos, sean éstos democráticos o no. La velocidad del cambio puede ser tan importante, y en ocasiones aún más importante, que la magnitud del mismo (Hirschman, 1973; Vilas, 1994, cap. I). Cambios de ritmo vertiginoso en las relaciones sociales y su patrón de desigualdades hacen difícil la adaptación a las nuevas situaciones y, sobre todo, la formulación y aceptación de nuevas argumentaciones orientadas a justificarlas. La gente pierde su ubicación previa más rápido de lo que consigue una nueva. Usualmente esto se presenta asociado a un incremento importante en los sentimientos de inseguridad que debilita la confianza en las instituciones políticas y otras expresiones de autoridad.
Dos mil quinientos años atrás, Aristóteles ubicó en la desigualdad la causa de las revoluciones. Su proposición ha sido corroborada por una gran variedad de estudios (Zinder, 1978; Aya, 1979; Midlarsky, 1988; Goldstone, 1998, etc.). Pero la relación entre desigualdad y violencia política no es directa ni mecánica. Se encuentra mediada por el plexo de valores, expectativas, actitudes y comportamientos predominantes en la sociedad, reproducido y reforzado por un conjunto amplio de prácticas y agencias públicas y privadas: por ejemplo el sistema escolar, los medios de comunicación, las iglesias, la familia y otros grupos de pertenencia o de referencia. Frente a situaciones críticas existe siempre un repertorio de respuestas posibles; la opción por una respuesta específica depende de un arco amplio de factores. La relación entre cambios en la desigualdad y comportamientos colectivos se procesa a través del tamiz de un conjunto de elementos culturales, político-institucionales y de desarrollo: las tradiciones culturales y de acción colectiva de los diferentes actores, sus experiencias previas, la calidad de las instituciones políticas y su mayor o menor receptividad y eficacia frente a la formulación de demandas sociales de sentido cruzado, los temas involucrados, la magnitud y características de los recursos en juego, coyunturas internacionales, etcétera (Hirschman, 1977; Muller, 1988, 1997; Tarrow, 1994; Jenkins y Klandermans, 1995; Midlarsky ,1999).
El modo en que la desigualdad se vive y las actitudes colectivas ante ella dependen en gran medida de la calidad del sistema político. Las democracias administran las desigualdades mejor que los regímenes autoritarios. Un régimen democrático cuenta con recursos y procedimientos institucionales para moderarlas o eliminarlas, y admite la libertad de organización orientada a tales efectos. Pero, igual que en todos los órdenes de la vida, las promesas y los discursos, para alcanzar y conservar verosimilitud, deben ser abonados por hechos verificables. Persistencia o incremento de la desigualdad social sin respuestas materiales o simbólicas compensadoras generan en el mediano plazo un deterioro de la ciudadanía y deslegitiman a la postre al sistema político como ámbito consensuado de procesamiento de demandas y gestión de conflictos7.
La ampliación de la distancia entre derechos y libertades formales y derechos y libertades efectivas, entre igualdad legal e igualdad de oportunidades, conspira contra la calidad de la democracia y de la ciudadanía. El paradigma liberal del individuo soberano de sí mismo y de su circunstancia, decidiendo en nombre de la voluntad general los mejores destinos del país o de su comunidad, cede ante la persistencia o la reaparición del clientelismo y el patronazgo, la impunidad de los poderosos, la intolerancia, la manipulación de las voluntades. Por su lado, la insistencia del sistema político, a lo largo del tiempo, en tomar decisiones que sistemáticamente excluyen las demandas de sectores amplios de la población, reduce la confianza de éstos en la eficacia de dicho sistema para avanzar sus propias propuestas, y antes o después conduce a un descrédito institucional y a la búsqueda de vías alternativas para el logro de los objetivos. Como advirtió Tocqueville hace un par de siglos, ningún estado puede sostener a la larga un gobierno democrático cuando las principales fuentes de prosperidad económica están desigualmente distribuidas entre sus ciudadanos.
La pérdida de legitimidad del sistema político y el deterioro de la ciudadanía tienen lugar tanto “hacia abajo” como “hacia arriba”, por más que la mayor parte de la literatura de los últimos años presta más atención al modo en que la ciudadanía se deteriora o metamorfosea en el mundo de la pobreza que al desarrollo de un proceso homólogo en el de la riqueza. A su turno este sesgo es parte del enfoque predominante en los análisis de la pobreza auspiciados por algunos organismos financieros multilaterales (por ejemplo BID, 1998; World Bank, 2001), que insisten en ver a ésta como una situación susceptible de ser enfocada en sí misma, y no como un proceso social cuya comprensión requiere la consideración simultánea del mundo de la “nopobreza” y de las relaciones que se desenvuelven entre uno y otro. El sentimiento de pérdida de eficacia política que se registra frecuentemente en algunos de los segmentos más empobrecidos de la población es paralelo al desarrollo de sentimientos de impunidad y ostentación en las élites más encumbradas; el desprestigio de la política como vía para alcanzar objetivos es también parecido, por motivos y con manifestaciones diferentes, en ambos extremos de la pirámide social. Lo mismo que el medio ambiente, cuando la democracia se degrada, se degrada para todos8.
Los acontecimientos de fines de 2001 e inicios de 2002 en Argentina pueden ser interpretados a la luz de las proposiciones formuladas en las secciones precedentes. En un marco de largo plazo de persistente deterioro social y crecimiento sostenido de la concentración de los ingresos (Altimir, et al. 2002, y Gráfico 1), varias políticas gubernamentales agravaron la magnitud y alcances de la crisis económica y la vulnerabilidad financiera y acentuaron su impacto sobre los segmentos medios y más empobrecidos de la población, incluyendo a quienes hasta entonces habían logrado mantenerse relativamente al margen de ellas. De manera abrupta se acentuó el efecto de exclusión social de las políticas económicas ejecutadas por un gobierno nacional que había sido elegido por sus promesas de introducir cambios profundos en el diseño macroeconómico ejecutado a lo largo de los años noventa y en la consiguiente distribución de ganancias y pérdidas. Al agravamiento de las penurias económicas se sumó la frustración de muchas expectativas de cambio político, gestándose condiciones favorables a la explosión social que condujo a la caída del gobierno de Fernando De la Rúa.
La reforma tributaria de diciembre 1999 acentuó la regresividad del sistema impositivo y golpeó fuertemente a los sectores medios que constituían el principal sustento electoral del gobierno. Las medidas que se adoptaron a partir de ahí contribuyeron al aislamiento gubernamental respecto de sus bases sociales y del conjunto de la sociedad, ahondaron la fragmentación del tejido social y acentuaron los conflictos internos de la coalición gobernante hasta llevar en octubre de 2000 a la renuncia del vicepresidente y a un profundo cambio de gabinete, en el marco de acusaciones a ministros y a senadores de compra de votos con fondos públicos9. En marzo de 2001 el intento de imponer un nuevo ajuste para mejorar la capacidad de pagos externos generó un conato de rebeldía social que forzó al gobierno a desistir a los pocos días. En esa ocasión la mayor embestida contra el intento del gobierno provino de un arco amplio de organizaciones juveniles y profesionales vinculadas al ámbito de la educación y al magisterio -sectores tradicionalmente afines al partido radical y al FREPASO-. El nombramiento de Domingo Cavallo como ministro de Economía y los hitos principales de su gestión convencieron a muchos de la claudicación del gobierno ante el poder económico y del olvido de sus promesas electorales. Además, la delegación de facultades legislativas en beneficio del Poder Ejecutivo fue entendida por la opinión pública como una concesión política al ministro Cavallo y una vulneración explícita de preceptos constitucionales y del Estado de derecho.
La gestión de Cavallo estuvo jalonada por varios momentos particularmente irritativos para el humor ciudadano y gravosos para su bolsillo. La reprogramación parcial de los pagos más apremiantes de la deuda externa generó nuevas denuncias de corrupción gubernamental. La reducción de los salarios en el sector público, en las jubilaciones y en las deudas del Estado con sus proveedores sumó agravios. Para franjas amplias de la sociedad lo que había comenzado a fines de 1999 como una propuesta de cambio en un sentido de honestidad administrativa y progreso social había devenido en una evidencia de compromisos incumplidos, vulneración del Estado de derecho, fomento a la especulación, inequidades, peleas internas y dislates.
Entre octubre de 2000 y octubre de 2001 la pobreza en hogares creció en el área metropolitana casi 25 por ciento, y la concentración del ingreso, medida por el índice de Gini, subió del 41,2 por ciento en octubre 2000 a 44,8 por ciento en similar mes de 2001 (ver Cuadro 1). Ello en el marco de una recesión que había comenzado a fines de 1998 y que la política económica del gobierno agravó.
Las elecciones legislativas de octubre de 2001 explicitaron la orfandad política del gobierno y el grado de deslegitimación de los principales protagonistas del sistema político. Se registró un 26,3 por ciento de ausentismo como promedio nacional, varios puntos mayor que el de las anteriores elecciones legislativas de 1997. El ingrediente más notable y publicitado de la jornada fue el llamado “voto bronca”: el sufragio voluntariamente anulado por su emisor, como una forma de protesta o repudio contra todos los partidos y candidatos participantes en la elección. Fenómeno nuevo en su magnitud, el “voto bronca” sumó 21 por ciento del total emitido en todo el país, pero en siete distritos electorales (entre ellos la Ciudad de Buenos Aires) la proporción fue considerablemente mayor. En conjunto, casi la mitad del electorado argentino se abstuvo de votar o utilizó el voto para repudiar al sistema político o a sus actores principales. La coalición gobernante perdió más de cinco millones de los votos que había conseguido en la anterior elección legislativa (octubre de 1997). Solamente en la Ciudad de Buenos Aires el gobierno perdió un tercio del caudal electoral de 1997; en la provincia de Buenos Aires la pérdida fue de más de 70 por ciento10. El Partido Justicialista resultó vencedor con casi cinco millones de votos, un millón de votos menos que en las elecciones legislativas de 1997; en la provincia de Buenos Aires, un distrito gobernado por ese partido, el justicialismo perdió un tercio de su caudal electoral. De todos modos triunfó en esa provincia así como en las de Córdoba, Entre Ríos, Formosa, La Pampa, La Rioja, Mendoza, Misiones, Salta, San Juan, San Luis, Santa Cruz, Santa Fe, Santiago del Estero, Tierra del Fuego y Tucumán, ganando asimismo el control de las dos cámaras del poder legislativo nacional (Vilas, 2001b; Escolar, et al. 2002).
El resultado electoral de octubre de 2001 puede ser interpretado como expresión de la frustración y castigo a lo que para parte importante de la ciudadanía fue incumplimiento de las promesas de cambio progresista y honestidad que dos años antes habían permitido a la Alianza ganar la conducción del gobierno nacional. Un repudio que también involucró al partido del ministro Cavallo y al PJ que colaboró estratégicamente con el gobierno desde el parlamento. Pero al mismo tiempo el resultado de octubre mostró la capacidad del Partido Justicialista de preservar, a pesar de las pérdidas, un caudal importante del electorado y de recuperarse como principal fuerza política. Esto le permitió ganar la elección en la provincia de Buenos Aires y ubicar al ex-gobernador Eduardo Duhalde en el Senado de la Nación, circunstancia que resultaría de crucial importancia en el procesamiento de la crisis que detonaría dos meses después.
A principios de diciembre el cambio violento de escenario provocado por la inmovilización de las cuentas bancarias y los ahorros de la gente (el corralito) fue el detonante de la violencia y la explosión posteriores. La medida se adoptó para frenar la masiva salida de capitales ante la inminencia del colapso final. Fue ineficaz por tardía y por mal direccionada; los grandes capitales ya se hallaban afuera, de modo que afectó ante todo a los pequeños y medianos ahorristas11. Además, debido al bajo índice de bancarización de la economía argentina, la medida generó una reducción severa de las transacciones y el quiebre de la cadena de pagos. El impacto fue particularmente grave en los grupos de ingresos medios y bajos, y en el sector informal de la economía, cuyas transacciones se realizan en efectivo. La parálisis de las actividades se sintió especialmente en los sectores pequeños y medianos del comercio y la producción. Un enjambre de pequeños establecimientos, de prestadores de servicios personales, de microemprendimientos, quedaron fuera de juego, imposibilitados de operar de acuerdo a las nuevas reglas. El momento de la medida cooperó para agravar su impacto: inicio de la temporada navideña y víspera de la época en que gran parte de los argentinos realiza gastos adicionales o toma sus vacaciones. De la noche a la mañana gran cantidad de familias debió archivar sus planes de viaje y sus compras de temporada. Si la cuestión vacacional golpeó sobre todo a las clases medias que durante la década de 1990 se habían acostumbrado a frecuentar destinos turísticos en el exterior, el golpe al consumo se asestó también a las familias de ingresos más bajos, donde subsiste la tradición de algún pequeño gasto extra para esas fechas: por lo menos, la sidra y el “pan dulce” de la Nochebuena, y algún regalito barato para los pibes.
Todo esto se vino abajo con el corralito y explica el malestar, el enojo y sobre todo la inseguridad que se apoderaron de una enorme porción de la sociedad argentina. Para muchos fue la sensación de quedarse sin piso de sustentación, de no saber qué hacer, adónde ir, a quién reclamar. Tratando desesperadamente de rescatar al sistema bancario colocado al borde del quebrantamiento por la fuga de capitales que ese mismo sistema había auspiciado, el gobierno de Fernando De la Rúa se echó encima la ira de la sociedad. La intensidad de esa ira va más allá de la magnitud efectiva de los fondos secuestrados. En los hechos, se esfumó con el corralito la fantasía, alimentada de manera entusiasta por millones de argentinos a lo largo de una década, de vivir en un país del primer mundo, de tener una moneda a la par del dólar, de ser ciudadanos de la cosmópolis. Una fantasía que, alimentada conspicuamente por el discurso oficial de los sucesivos gobiernos y por los medios masivos, soslayaba sistemáticamente otros ingredientes del modelo: el empobrecimiento y el desempleo crecientes, la desigualdad en ascenso y la fragmentación indetenible del tejido social.
Fue precisamente en esta cara, imposible de disimular, del modelo, donde tuvieron lugar las primeras manifestaciones del estallido social: el mundo del subempleo y el desempleo encubierto y de la pobreza generalizada, castigado por la desmonetización del sector informal provocada por el corralito. Los disturbios que se escenificaron a mediados de diciembre son la expresión de ese acentuado clima de hastío social y de agravado empobrecimiento en el marco del masivo repudio electoral. Concentrados fundamentalmente en las zonas más empobrecidas de varias provincias y el área metropolitana, su expresión más traumática fue el saqueo de comercios, particularmente de alimentos y bienes de consumo entre el 16 y el 19 de diciembre. En la ciudad de Córdoba las protestas de empleados municipales por el atraso en el pago de sus salarios culminaron en enfrentamientos violentos con la policía y la destrucción parcial de la sede de la municipalidad. En varias ciudades de la provincia de Entre Ríos se registraron saqueos a comercios de alimentos, cortes de rutas y enfrentamientos entre la población y la policía provincial. En la provincia de Mendoza hubo ataques a supermercados; en la ciudad de Tucumán pobladores de áreas marginadas asaltaron depósitos de alimentos; en la provincia de Santa Fe la policía reprimió con extrema violencia el asalto a comercios. El pico de estos hechos se registró los días 18 y 19 de diciembre en el área metropolitana, y el debate respecto de cuánto de espontaneidad y cuánto de organización estuvo presente en ellos sigue abierto12. Al promediar la tarde del día 19, 37 personas habían muerto en todo el país producto de la intervención policial y de la reacción de los comerciantes saqueados.
Con todo, el golpe asestado a las finanzas y las fantasías de las clases medias tuvo más impacto desestabilizador que el deterioro de largo plazo de las condiciones de vida de las grandes mayorías populares. El deterioro social que se había experimentado a lo largo de 2000 y 2001 había tenido cierto gradualismo y de alguna manera se inscribía en el estilo de gestión que venía ejecutándose desde el gobierno de Menem e incluso desde antes -según se observa en el Gráfico 1-. Las medidas de impacto más fuerte en el bolsillo de la población habían sido justificadas con argumentos plausibles para muchos, y el propio gradualismo había dado oportunidad a un cierto reacomodo hacia abajo por parte de los afectados, ya acostumbrados a deslizarse por la pendiente13. En cambio el corralito afectó a todos, careció de una justificación plausible, se entendió como una medida destinada a salvar a la banca y se ejecutó en el escenario de aislamiento y notoria debilidad gubernamental. La ira y la violencia que se esparcieron por amplias capas de la sociedad argentina deben tanto al impacto mismo de la medida, como al desprestigio público de quienes tomaron las decisiones y a la frustración que se venía acumulando desde antes. La declaración del estado de sitio, con el potencial de violencia represiva que normalmente implica, y la represión policial desatada para aplastar la protesta, terminaron de sellar la suerte del gobierno.
Lejos de aplacar los ánimos, fue la medida que colmó lo poco de paciencia y que disipó las últimas dudas que quedaban en la clase media porteña. Agraviados por el corralito y por el discurso presidencial que fundamentó el estado de sitio, frustrados en sus expectativas de cambio, centenares y después miles de gente de barrios de clase media comenzaron espontáneamente a expresar con cacerolas, bocinas de automóvil y gritos su repudio al gobierno y se dispuso a marchar hacia la Plaza de Mayo, frente a la casa de gobierno, y a la Plaza de los Dos Congresos, frente al Parlamento. Otros optaron por concentrarse y manifestar ruidosamente su protesta frente a la residencia oficial del Presidente. Esa noche la clase media dejó atrás el miedo que la venía arrinconando desde la época de la dictadura y que veinte años de democracia no habían conseguido diluir, y puso el cuerpo. Unos, agraviados por el corralito; otros, como continuidad del voto de octubre; otros más, celebrando la renuncia de Cavallo; todos, unidos por la que devendría en consigna de protesta de ahí en más: “que se vayan todos”. Esa noche la Plaza de Mayo de la Ciudad de Buenos Aires, escenario tradicional y símbolo de la masividad ciudadana, se colmó de gente que, sin convocatoria previa, se unificó detrás de aquella consigna. Después de un primer desbande producto de la represión policial, volvieron a reunirse en la mañana del día 20. La respuesta aún más brutal del gobierno, al costo de seis manifestantes muertos, sólo aceleró e hizo más cruento el inevitable final. Al atardecer, tras presentar su renuncia, De la Rúa abandonó la Casa Rosada. La clase media que dos años atrás lo llevó al gobierno, lo había expulsado de él, en el marco de la mayor crisis social de las décadas recientes.
Un aspecto importante de la crisis política de diciembre de 2001 fue su procesamiento institucional a través de mecanismos constitucionales. Un hecho de masas detonó la caída del gobierno de Fernando De la Rúa, pero la sucesión presidencial se llevó a cabo de acuerdo a los procedimientos institucionales previstos para esa hipótesis. La propia espontaneidad de la protesta, por lo tanto su carencia de organicidad, contribuyó además al tratamiento de la crisis por los actores políticos cuestionados en la elección de octubre y ausentes de los acontecimientos del 19 y 20 de diciembre. La consigna “que se vayan todos” alimentó las energías contestatarias de la muchedumbre pero la aceleración de los tiempos por la propia dinámica de masas conspiró contra su eficacia en términos de generación de modificaciones relevantes en los actores y en los escenarios. A diferencia de las acciones colectivas anteriores al 20 de diciembre, que tuvieron lugar en varias capitales de provincias y no sólo en la Ciudad de Buenos Aires, el estallido social que derrocó a De la Rúa fue un fenómeno predominantemente metropolitano, sin equivalentes en el resto del país, que se notificó sin activismo del resultado de la agitación porteña y de los trámites posteriores.
La protesta social alcanzó sus picos de mayor intensidad durante los cinco primeros meses de 2002, para luego descender sostenidamente a pesar de que la condición social de gran parte de los sectores populares y medios continuó degradándose (ver Gráficos 2 y 3)14.
Varios factores incidieron en esto. En primer lugar, el gobierno nacional permitió que las expresiones de protesta se prolongaran hasta que, por desgaste o cansancio, sus participantes con menor nivel de militancia, o cuyas demandas encontraban algún tipo de satisfacción, fueran abandonando o reduciendo la participación. Frente a los reclamos desde la derecha del espectro político de apelar a la “mano dura” contra los piqueteros y de criminalizar la protesta social, el gobierno nacional optó por una tesitura de tolerancia15. Hubo asimismo una reorientación de la protesta social. Las más nutridas y bulliciosas movilizaciones en torno al corralito tuvieron como principal blanco a los bancos que, en el imaginario de los afectados, se habían quedado con sus depósitos. En este sentido la disposición del poder judicial de hacer lugar a los reclamos de los afectados por el corralito, y poco después algunas decisiones gubernamentales que lo flexibilizaron, también contribuyeron a una descompresión de las tensiones sociales generadas por este asunto. Por su lado, el manejo de los instrumentos de política económica dio paso a una tímida reactivación económica, a la que contribuyó asimismo la fuerte devaluación de la moneda. El nuevo tipo de cambio encareció drásticamente las importaciones, pero generó un efecto coyuntural favorable a la sustitución de importaciones y de estímulo a las exportaciones. La circunstancia de que no se hubiera cumplido ninguna de las predicciones catastróficas que muchos economistas y comunicadores del establishment financiero habían formulado al abandonarse el esquema de convertibilidad y la paridad cambiaria (hiperinflación, licuación de los salarios, estampida del tipo de cambio, sanciones comerciales e incluso políticas externas a causa del default de la deuda, etcétera) contribuyó asimismo a mejorar el humor colectivo.
Papel importante en la contención de la protesta social correspondió al manejo de la política asistencialista de emergencia. La implementación de un plan amplio de subsidios al desempleo dirigido a jefes y jefas de hogar de todo el país permitió brindar un mínimo de asistencia monetaria a los grupos indigentes. Con una cobertura de alrededor de 2 millones de beneficiarios -800 mil en el área metropolitana- el programa puso dinero en el bolsillo de los desocupados y contribuyó a nivel agregado a dinamizar los distritos más empobrecidos, puesto que es en los pequeños comercios de barrio donde se satisface la demanda de consumo de los sectores más vulnerables. El programa permitió moderar la curva seguida hasta entonces por el deterioro social. La reducción de la polarización social registrada en octubre de 2002 respecto de los registros anteriores pese al agravamiento de la desigualdad general ilustra el impacto de este tipo de acciones asistenciales en los segmentos más empobrecidos de la población. Al mismo tiempo el programa abrió canales de diálogo y negociación entre el gobierno nacional, los gobiernos municipales y las organizaciones de desocupados.
La definición a mediados de 2002 de un calendario electoral que habría de culminar diez meses después en la elección de un nuevo gobierno nacional contribuyó adicionalmente a descomprimir la tensión social. Al mismo tiempo volvió a instalar a los partidos políticos en el centro de la escena institucional, presentando a las expectativas de la población referentes distintos y más tradicionales que el representado por las organizaciones sociales de protesta. La elección presidencial del 27 de abril puso de manifiesto la capacidad de las instituciones para contener y canalizar las opciones políticas de una población cuyo malestar social venía siendo moderado por las medidas antes señaladas. Destacó en esa jornada el alto nivel de participación (casi 80 por ciento del padrón nacional) y la desaparición del “voto bronca” (los votos en blanco y los votos nulos sumaron en conjunto 541 mil: poco más del 2 por ciento del total de votos emitidos o casi 3 por ciento del total de votos válidos). Triunfaron asimismo las opciones de cambio moderado: más de la mitad de los votos se dirigieron en conjunto a las tres fórmulas que postularon la reforma del esquema macroeconómico y político dominante, frente a 40 por ciento de las dos principales fórmulas de continuidad, y menos de cuatro por ciento conjunto de las propuestas de izquierda. La alta participación electoral diluyó la consigna “que se vayan todos” -que, irónicamente, terminó formalizada en la propuesta de un pequeño partido de ex militares golpistas-, pero dos tercios de los votos válidos se orientaron en conjunto hacia fórmulas presidenciales encabezadas por figuras opuestas, o por lo menos marginales, a los escenarios y estilos políticos de los gobiernos de Carlos Menem y de la Alianza: dos gobernadores de provincias pequeñas, una diputada al frente de un partido político nuevo, y un economista neoliberal que por primera vez se presentó a una contienda de este tipo, apoyándose también él en un partido político de reciente formación.
La crisis argentina de 2001 puede interpretarse como la reiteración, con rasgos particulares propios, de la tensión entre legalidad y legitimidad del orden político -uno de los temas más antiguos de la ciencia política, ya presente en las controversias de Sócrates con los sofistas-. La crisis volvió a plantear la cuestión de la legitimidad, es decir de la justicia, del orden político y social instalado durante las últimas dos décadas con una continuidad sustantiva por encima de diferencias partidarias o de elencos de gobierno. El gobierno del doctor De la Rúa, y buena parte del sistema político, dejó de ser representativo de las aspiraciones de sectores amplios de la ciudadanía. La acentuada polarización social se transfirió al contenido de las demandas dirigidas hacia el aparato decisorio del gobierno y trabó su capacidad de procesamiento, o hizo más notoria su proclividad a acoger ciertas demandas y a descartar otras. La persistente recesión agravó las cosas: si la polarización social siempre tiende a dotar al sistema político de una fisonomía tipo “suma cero”, esa tendencia se acentúa cuando la masa de recursos a distribuir se reduce por la contracción económica. En estas condiciones las nociones básicas de reciprocidad y solidaridad -el contrato social del racionalismo político- se resquebrajan y regresa el sálvese quién pueda. Los saqueos a supermercados constituyeron, con la brutalidad y la fealdad de la pobreza, y en escala minorista, la contra-partida del delito económico, el vaciamiento de empresas y la fuga de capitales en gran escala y con guante blanco.
El abrupto agravamiento de las condiciones de vida de sectores amplios de la población en la segunda mitad de 2001 detonó una de las mayores explosiones de protesta social de la historia contemporánea de Argentina. Aunque enmarcado en más de un cuarto de siglo de persistente aumento de la concentración de los ingresos y consiguiente incremento de la desigualdad social, varios factores incidieron para que la reacción social alcanzara tanta virulencia. En primer lugar, la aceleración del ritmo de deterioro de las condiciones laborales y de ingresos, que contrastó claramente con la gradualidad que registraba el proceso regresivo de largo plazo y que redujo la capacidad de la gente para generar respuestas adaptativas. En segundo lugar, la convicción generalizada que el nuevo capítulo de sacrificios no tenía otro objetivo que satisfacer las demandas de los acreedores externos, los grandes grupos económicos y el sector financiero. Tercero, la frustración amplia de las expectativas que muchos todavía albergaban hacia el gobierno del doctor De la Rúa respecto de sus compromisos originarios de transparencia administrativa, mayor democratización y, sobre todo, reorientación de la política económica apartándola de los derroteros neoliberales seguidos durante la década menemista.
Los acontecimientos de fines de 2001 ilustran así el modo en que, en escenarios de grave deterioro y fragmentación profunda, decisiones políticas desacertadas potencian la conflictividad social, al contribuir a difundir en grandes porciones de población un sentimiento de injusticia, de padecimiento ilegítimo, de burla por parte de los poderosos, de castigo inmerecido, de inseguridad y de cierre de horizontes. Esas decisiones tensaron la vigencia de la relación de representación. Vaciada de contenido efectivo a los ojos de grandes sectores de la ciudadanía, la ruptura de su forma institucional no tardó en llegar. La “ingobernabilidad de la democracia” argentina en 2001 fue el resultado combinado del agravamiento de tensiones macroeconómicas, deterioro social abruptamente incrementado, políticas gubernamentales desacertadas y frustraciones ciudadanas.
Estos hechos también muestran la capacidad del sistema institucional de procesar y contener dentro de sus propios márgenes el conflicto social, de neutralizar las presiones más reaccionarias a favor de una represión abierta de la protesta social y un disciplinamiento autoritario de las clases populares, y de reorientar la protesta social por vías no violentas de confrontación. La política creó las condiciones para que un proceso de largo plazo de desigualdad y fragmentación social se acelerara abruptamente y detonara una explosión tremenda de ira social. Pero fue también la política -ciertamente, otra política- la que permitió alcanzar una cierta contención y reducción de los niveles de conflictividad, el reencauzamiento de las demandas sociales por vías institucionales, y el tránsito hacia escenarios políticos más sensibles a las aspiraciones democráticas y de progreso social de grandes sectores de la población. La ampliación de la política asistencial permitió atender mínimamente las necesidades más urgentes de los grupos más vulnerables, bien que manteniendo la vigencia de las redes tradicionales de la política urbana en territorios de muchas carencias; la flexibilización del “corralito” por decisiones judiciales y por modificaciones de la política financiera moderaron la irritación de los ahorristas; el adelantamiento del calendario electoral ofreció respuesta al “que se vayan todos”. Este conjunto de medidas permitió comenzar a llenar el vacío de representación y pavimentó la transición hacia el escenario político actual, en la medida en que el discurso de las instituciones y la producción de resultados se fue compatibilizando con las demandas de los sectores más movilizados de la sociedad. En esa misma medida, la gobernabilidad volvió a ser posible.
Por otro lado, la inorganicidad de gran parte de los reclamos sociales contribuyó a su propia progresiva erosión. Una cuestión interesante para el análisis político es el contraste entre la masiva protesta urbana contra el sistema político, cuya más explícita manifestación se registró en las elecciones de octubre de 2001, y los resultados electorales registrados a partir de abril de 2003. Sin perjuicio de lo que parece ser una tendencia de largo plazo a una reducción lenta pero sostenida de la participación electoral sobre todo en algunas provincias, la mayor parte de la población parece seguir considerando al sistema electoral y al régimen de partidos medios eficaces para hacer sentir su presencia política y expresar sus demandas. La frustración del “que se vayan todos” parece fuera de duda -más allá de su propia plausibilidad-, pero es incuestionable la eficacia de los mecanismos de la democracia para mantener lejos de las instituciones del poder político a los más paradigmáticos representantes del sistema socioeconómico repudiado por gran parte de la ciudadanía en las calles y en las urnas.