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Resumen: Este artículo se aproxima a los modos en que las prácticas católicas de la sanación espiritual o exorcismo y la profecía, en cuanto escenas del mal que acaecen en atmósferas rituales, permiten tramitar violentamente el padecimiento personal y colectivo. El trabajo se deriva de una indagación etnográfica y documental en un santuario católico de peregrinación, ubicado en los Andes centro-orientales colombianos. Se concluye que dicho trámite es propiciado en el revival y actualización de la batalla entre el bien y el mal, de la cual la peste es una consecuencia. Una vez sometidos los peregrinos al trabajo y la violencia del ritual, pueden llevarse consigo algunas guías para la acción en momentos de crisis e incertidumbre.
Palabras clave: catolicismo, exorcismo, peste, profecía, violencia ritual.
Abstract: This paper approaches how the Catholic practices of spiritual healing (or exorcism) and prophecy—as scenes of the evil that happen in ritual atmospheres—allow to process violently personal and collective suffering. The work is derived from an ethnographic and documentary inquiry around the pilgrimages in a Catholic sanctuary, located in the Colombian central-eastern Andean region. It is concluded that this ritual process is based on revival and updating of the battle between good and evil, of which the plague is a consequence. Once the pilgrims have been subjected to the ritual work and the ritual violence, they can take some guides for the action with them for times of crisis and uncertainty.
Keywords: Catholicism, plague, exorcism, prophecy, ritual violence.
Se puede hablar mucho de un pueblo por el carácter de sus demonios.
Thomas J. Csordas (1994: 65, trad. propia)
Entonces Jehová aumentará maravillosamente tus plagas y las plagas de tu descendencia, plagas grandes y permanentes, y enfermedades malignas y duraderas; y traerá sobre ti todos los males de Egipto, delante de los cuales temiste, y no te dejarán. Asimismo, toda enfermedad y toda plaga que no está escrita en el libro de esta ley, Jehová la enviará sobre ti, hasta que seas destruido. Y quedaréis pocos en número, en lugar de haber sido como las estrellas del cielo en multitud, por cuanto no obedecisteis a la voz de Jehová tu Dios.
(Santa Biblia, Deuteronomio 28, 59-62)
Avanza 2020. La humanidad ha sido atacada de nuevo por la peste, se dice que “de la noche a la mañana”. Un agente invisible de corona se ha llevado el crédito esta vez, que no miríadas de ranas o de piojos. Al son de la nueva plaga, en los medios masivos proliferan noticias como las invasiones de langostas que azotan Sudamérica o la amenaza latente de la Vespa mandarinia —un himenóptero al que han dado en llamar “avispón asesino asiático” para georreferenciar la fuente del peligro—. Como parte de nuestro régimen escópico, ese mismo del zoom sensacionalista, dichas imágenes amplificadas sazonan el encierro de un mundo que, en pánico o a regañadientes, se ha confinado varias veces ante el avance del contagio, en medio del barroco informativo y la llamada posverdad.
Pero ni siquiera los planos en 3D del SARS-CoV-2 han reducido el temor ante su letalidad y su acelerada propagación en calidad de agente invisible. Ante la angustia y la incertidumbre, las narrativas apocalípticas y distópicas no se han hecho esperar y andan capturando con inédita eficacia todo cuanto de dogma, teoría o ideología se atraviese. En la arena cibermediática, además, divas de toda pelambre ofrecen su opinión; una célebre vedette de mi país, tan solo días antes de la cuarentena obligatoria, tuiteó que era necesario
Cambiarle el nombre a este Virus! Conocemos el poder q’tienen las palabras. Los neurolinguistas es lo primero q’te enseñan. A este virus se le puso el nombre “Corona” y así, hasta ahora, está reinando en el mundo entero. Porfavor, quitémosle poder!! Llamémoslo sólo Covid 19. (sic) (Amparo Grisales, actriz, modelo y presentadora colombiana, marzo 21 de 2020, https://twitter.com/amparo_grisales/status/1241510170875826176)
A su vez, en medio del caos informativo, la crisis sanitaria y socioeconómica y la proliferación de brotes fundamentalistas que han encontrado ancla en la coyuntura —apocalípticos, anticuarentenistas, antivacunas, conspiracionistas, neoderechistas contra la “infectadura” y un largo etcétera1—, autoridades destacadas del mundo espiritual y religioso por supuesto han aportado su respectiva cuota. En particular, la grey católica hispanoamericana, siempre expectante al dictamen de sus ministros frente a los signos de los tiempos, no solo atiende sus intervenciones, sino las viraliza en redes sociales, en medio del maremágnum fundamentalista de la derecha eclesial a escala global. Tal sería el caso de la homilía del obispo de Cuernavaca en México, Ramón Castro, quien no dudó en pregonar desde su catedral que la pandemia de Covid-19 es un grito de Dios a la humanidad ante el desorden social, el aborto, la violencia, la corrupción, la eutanasia y la homosexualidad. (…) Fíjense qué interesante: negros y blancos, ateos y con fe, pobres y ricos, todos estamos igualitos (…). Es interesante cómo un microscópico virus viene a decirle a la humanidad: “¡Hey!, eres frágil, eres vulnerable (…), ¡date cuenta quién eres! No juegues a ser Dios”. (En Mexican Post, 2020; cf. Clarín.com, 2020)
Además de estas declaraciones de último minuto, los medios también tuvieron tiempo para desempolvar mensajes antiguos, a propósito de una pandemia de tal magnitud como la del Covid-19. Aquello tiene, por supuesto, una clara intención: actualizar la memoria de las audiencias y refrendar un mensaje específico en épocas de crisis, con el fin de traficar diversos sentidos que, además de reafirmar una postura u otra, cumplan con ofrecer certeza —cualquiera que esta sea— en medio de la inseguridad ontológica. Allí se inscribe, por supuesto, el revival de relatos proféticos y revelaciones, como el de aquella nota publicada por la influyente revista nacional Semana el pasado 18 de marzo. Bajo el título “El sacerdote que predijo la pandemia del coronavirus en 2016”, se afirmaba que “hace cuatro años, el padre Álvaro Puerta dijo a sus fieles que esa peste es necesaria para que la humanidad vuelva los ojos hacia Dios” (Semana, 2020).
En este artículo, solo tomaré como pretexto la coyuntura del Covid-19 para aproximarme a un fenómeno de mayor profundidad histórica en la narrativa católica: la peste y su articulación con las escenas rituales del exorcismo y la profecía. En específico, me concentraré en el caso de este clérigo colombiano, reconocido por sus facultades taumatúrgicas de sanación, liberación de espíritus y revelación. Católico apostólico romano como se define, ha sido artífice de uno de los lugares de peregrinación más concurridos en Colombia en los últimos veinte años: el santuario de Nuestra Señora de la Esperanza, en el municipio de Soracá, departamento de Boyacá. Raudales de personas acuden allí sin falta a las misas que el cura oficia durante la primera semana de cada mes, con el fin de recibir sus dones preternaturales, escuchar el mensaje que la Virgen canaliza a través de él y quizá presenciarla en el Sol danzante u otros fenómenos meteorológicos (Uribe, 2009). Esta particular atmósfera ritual ha sido objeto de mi interés, junto al de otros miembros de la Red de Etnopsiquiatría: Estudios Sociales y de la Cultura, por más de una década (Numpaque, 2008; Uribe, 2009; Red de Etnopsiquiatría, 2012; Ospina Martínez, 2018).
Mediante la indagación etnográfica y documental sobre este santuario, mi propósito es analizar algunas de las formas en que la sanación espiritual o exorcismo y la profecía permiten tramitar violentamente el padecimiento personal y colectivo a través del revival y la actualización ritual de una escena: la batalla entre el bien y el mal, de la cual la peste es una consecuencia. Los peregrinos, sujetos permanentemente expectantes, están dispuestos a someterse a una cuota más de violencia, la del ritual, en cuanto los sane o los exima de la peste y —muy importante— les proporcione brújulas para la acción en momentos de crisis (cf. Csordas, 1994). Así, el lector encontrará un primer apartado donde trazo el marco histórico-cultural de la atmósfera ritual del santuario que, además, caracterizo; una segunda parte donde me detengo etnográficamente en las prácticas de sanación espiritual o exorcismo y profecía, para presentar las vías en que sus escenas del mal se articulan con la retórica-práctica de la peste y la violencia (ritual, colonial); y, por último, señalo algunas líneas interpretativas.
SORACÁ: TRAYECTORIA Y CARÁCTER DE UNA ATMÓSFERA RITUAL
Siempre que evoco el trabajo de campo en el santuario de la Esperanza, mi memoria me conduce primero a una escena: llevamos —siempre en plural— dos horas y media de viaje desde Bogotá y, antes de llegar a la ciudad de Tunja, capital de Boyacá, en la región andina centro-oriental, nos detenemos en una intersección desorientados. Desde ese punto, apenas quince minutos nos separan de nuestro destino, Soracá, un pequeño municipio campesino, enclavado entre valles y montañas, de paisaje eminentemente agrícola y pecuario. Es temprano en la mañana y el aire frío, de aroma a hierba y a boñiga de vaca, es el mismo aun si hay niebla o asoma el sol en su esplendor, aunque puede mutar de repente en rocío y ventarrón helado, solo para colorear nuestras narices y mejillas con ese rosa típico de los rostros del altiplano. Luego de tomarnos un momento para bien-orientarnos en el cruce de caminos, retomamos al fin el recorrido, expectantes, por la angosta y curvilínea carretera.
Con mi grupo de investigación advertíamos, mes a mes, la necesidad de comprender no solamente las múltiples capas que hacían tan densa la atmósfera sagrada soraquense, sino también su ensamblaje enunciativo-performativo (Turner, 1982; Austin, 1991). Así, íbamos siempre tras el “decir-hacer ritual”, como lo concibe Luis Carlos Castro, “esto es, la palabra que al mismo tiempo que enuncia, hace” (2018: 15): bendice o maldice; proclama u ordena; sana o libera; enferma o mata (cf. Red de Etnopsiquiatría, 2012). Y como etnógrafos, adicionalmente, procurábamos acogernos al presupuesto de que “para entender la religión es siempre preciso incluir la experiencia” (Csordas, en Toniol, Matsue y Gomes, 2018: 965).
Tales premisas, aguzadas por la vivencia etnográfica, dirigieron sin remedio nuestra atención hacia la urdimbre histórico-geográfica del territorio soraquense, aquel que en tiempos prehispánicos había sido asentamiento de un cacicazgo muisca de estirpe guerrera, bajo el influjo del zaque de Hunza (Tunja). Junto a los referentes deterministas sobre lo que el clima y la topografía de la región podían hacerle al cuerpo —como enfermarlo o enloquecerlo—, los cronistas registraban otros atributos del terreno que servían bien para fines de dominio: la “mansión regia del soberano” —lo que el vocablo chibcha soracá traduce— gozaba de una ubicación estratégica, como el resto del valle de Tunja:
Su valle corre Norte Sur (…) es falto de agua y leña, y por causa de la elevación de la tierra muy frio y seco; y por los ayres sutiles y nocivos que la bañan (principalmente el que llama de Carare, que es el más continuo) se padecen pasmos y desecación de cerebro, de que resulta estar muy sujetos a perder el juizio sus habitadores. Pero como era este valle el centro de los Estados del Tunja, puso en él [el zaque] su silla para repartir igualmente la influencia del dominio en sus vasallos. Cíñenla dos colinas rasas, una a la parte de oriente, donde habitan los Chibatáes, Soracáes, y otras naciones que se extienden hasta la cordillera (…) (sic). (Fernández de Piedrahíta, 1688: 49)
Hoy, lo primero que se divisa del poblado a la distancia es su parroquia. Esta antigua capilla doctrinera, enclavada en 1600,2 se mantuvo conectada con la extensa red de centros dominicos que se ocupó de la evangelización muisca y que posicionó a la Orden de los Frailes Predicadores como “una corporación de gran poder e influencia, (…) un baluarte del orden y la sociedad coloniales” (Plata, 2015: 81, cf. De Pedro y Escobar, 2017). Un claro indicio de la acción dominica en Soracá, además de los rastros iconográficos, es la acérrima fe mariana de sus gentes, en especial a las advocaciones de la virgen del Rosario —principal motivo devocional de la orden— y de la Esperanza. En efecto, en la historia oficial de esta congregación es un hito la visión mística de su héroe fundacional, santo Domingo de Guzmán, en la que María le entrega el Rosario en forma de oración y collar como arma idónea para convertir herejes, exorcizar posesos y protegerse contra el Demonio. Así es como el Santo Rosario llegó a ser uno de los bastiones doctrinales de la orden religiosa, reconocida ampliamente por propagar el culto mariano en sus misiones de evangelización —entre otras razones, para afirmar a la Virgen como madre de Dios frente al catarismo (Torres, 2016-17; Uribe, 2009)—. Igualmente, su marcador distintivo sería el uso de collares de cuentas conocidos también como rosarios y que los frailes incluso portaban al cinto. Durante la colonización hispánica de América, la advocación de la Virgen del Rosario se utilizaría ampliamente en la lucha contra el demonio y sus hijos y contra toda idolatría, mientras motivaba la profusa elevación de templos y santuarios milagrosos, muchos de los dislocando los antiguos lugares sagrados indígenas (cf. Bernand y Gruzinski, 1992; Cañizares-Esguerra, 2008; De Pedro & Escobar, 2017; Gruzinski, 1994; Pinzón & Suárez, 1992).
Por todo ello, como explican con destreza Pinzón y Suárez (1992), la particular imaginería mágico-religiosa que en Boyacá ha predominado por siglos debe una buena cuota a la misión de los dominicos y su talante inquisitorial —legado, entre otras, por su acción contra la herejía cátara y la participación de algunos de sus miembros en la gran cacería de brujas—. Plasmados en la toponimia soraquense pueden encontrarse aún vestigios de aquella brigada colonial de “ruptura de la lógica del sentido” (Pinzón & Suárez, 1992), en la que pululó el rebautismo y el re-emplazamiento de sitios de alta significación indígena (Taussig, 1997/2002; Uribe, 2009) y cuyo resultado sería la superposición de diversas capas histórico-culturales y geoespaciales que densificaron las topografías de lo sagrado (Ferro, 2004).
En los días que corren, este fenómeno incluso se ha puesto al servicio de la promoción turística. Lo que Soracá “tiene para mostrar” a los foráneos radica en su memoria arquitectónica (iglesia, cementerio, plaza central), pero también topográfica. En esta última categoría se incluye, por ejemplo, el cerro del Gavilán, importante referente geográfico para los lugareños, donde pueden visitarse unas grutas naturales conocidas como Cuevas de las Brujas. En su zona de páramo, se encuentran también la Plazuela y los Tejos del Diablo, en cuyas áreas pedregosas Satanás solía jugar al tejo y donde, en temporada lluviosa, brota un nacedero de agua. El del diablo, de hecho, es un relato muy común entre los soraquenses, tanto en zonas de geografía similar como en senderos, lagunas y quebradas aledañas. Allí, el demonio prefiere la transformación mimética: asume la forma de un niño flacucho y desvalido que engaña a quien se lo cruza y le produce estados de inconsciencia (Alcaldía de Soracá, Boyacá, Colombia, s. f.).
Junto a estas historias, grabadas en la naturaleza misma, abundan también las referidas al oro, a las guacas, tesoros ocultos e inteligentes que desafían y castigan la ambición humana3; una memoria latente de los violentos saqueos que los muiscas padecieron a manos de las tropas conquistadoras. Es bien sabida la relación de estas reliquias con las aguas, especialmente en sitios donde estas son tan escasas y preciadas, como es el caso de Soracá4. Un testimonio recogido por Andrés Rincón lo ilustra:
Don Guillermo Jiménez, una de las personas de mayor edad (…), dice que sus ancestros contaban que antes Soracá era una laguna y que había una piedra (señalando en dirección suroccidente). Luego añadió que de un monte (señalando hacia el norte) venía una gallina de oro con doce pollitos de oro, también; cuando (…) la gallina y los pollitos [se estrellaron] contra la piedra, la laguna se había empezado a secar. Después un novillo fuerte (…), que también era de oro, se había estrellado contra la piedra y que eso había terminado por cercar la laguna completamente. (En Miñana et al., 2011: 161)
Al igual que en la prensa y la publicidad turística, en todo Boyacá se encargan de advertir que aquella es “tierra de mitos y leyendas”, “de brujas, apariciones y milagros”, en alusión al antiguo, aunque vigente, circuito de religión, magia y curanderismo en la región (Pinzón y Suárez, 1992). Allí, desde 2003, Soracá aportaría un nodo más: el culto a Nuestra Señora de la Esperanza, cuyo santuario sería erigido por el padre Álvaro de Jesús Puerta y que se ha convertido en lugar de peregrinaje, de multitudinarias jornadas campales que pueden convocar hasta 20.000 personas durante la primera semana de cada mes. La rúbrica del ministro en la topografía soraquense es apenas una de las pruebas de su gran influjo local: como émulo de los rebautismos coloniales, poco después de su llegada al municipio, instó a los habitantes de sus doce centros poblados a fabricar, cargar y clavar doce cruces —entre los 1,5 y 15 m de altura— en la cima de un cerro durante un Viernes Santo. Fueron elaboradas con las mejores maderas del lugar y luego trasladadas en procesión hasta aquel referente geoespacial, como recreación del vía crucis de Jesucristo hacia el monte Calvario. Esta resignificación territorial sería muy poderosa, no solo porque se trata de un cerro tutelar, sino porque cada cruz —como declaró el mismo clérigo— simboliza los pecados de los doce centros poblados.
Soracá no sobrepasa los 57 km2 y, según el último censo nacional, tampoco supera los 5.200 habitantes, de los cuales más del 75 % vive en área rural. El viajero común lo define como un sitio de paso en días no rituales y, antes de instituirse las misas, las únicas procesiones que recibía eran las de los ciclistas tunjanos los domingos (El Tiempo, 2004). De allí que la prensa documentara con curiosidad el fenómeno, importado desde el cercano municipio de Motavita, donde las “misas milagrosas” del sacerdote ya eran célebres y masivas en los años noventa, tanto así que los fanáticos le erigieron en la plaza central un busto en su honor y una placa de gratitud. Para entonces, Puerta prefería la sotana negra —como consta en artículos y fotografías— y oficiaba su seguidilla ritual tanto en la iglesia como en el cementerio, donde “no cesaba de anunciar curaciones y de lanzar diatribas contra Satanás” (El Tiempo, 1996; cf. Uribe, 2009).
Su creciente feligresía —junto a la tropa de artesanos y comerciantes de objetos rituales— lo seguiría sin reparo hasta Soracá, mientras atrás quedaba el pueblo que lo vio prosperar; atrás, sin la bonanza que las misas le habían concedido. Motavita habría padecido ese castigo —de forma colateral o consciente—, aunque no hay que olvidar que si existe secuela distintiva de las pugnas brujeriles, esa es la ruina. Y esto sí que se sabe en este pueblo, conocido en la región como “El patio de las brujas”. Uribe (2009) alude a las acusaciones de brujería que recibiera el trabajo ritual de Puerta, así como las consecuentes amenazas sobre su vida, como razones de su traslado de Motavita a Soracá y de la asignación de un esquema permanente de protección policial en sus misas. Otras versiones en campo adjudican los ataques a faltas más profanas del cura como su avaricia o incluso a la mala praxis, al incumplir la esperanza de sanación de algún paciente terminal. Una explicación que cobra fuerza es la relacionada con la envidia —otra clave brujesca— que su labor habría suscitado entre hechiceros y curanderos motavitenses, quienes incluso habrían consumado sus amenazas al hacerlo víctima de trabajos mágicos para expulsarlo del lugar y para desencadenarle graves enfermedades como cáncer y diabetes. A la envidia también se le achaca el suceso extorsivo que Puerta denunció en 2014, cuando dijo haber recibido un anónimo que le exigía mil millones de pesos colombianos —algo más de 250.000 dólares—, por cuenta de lo cual se reforzó su esquema de seguridad (Caracol Radio, 2014).
Al radicarse en Soracá, donde fue párroco también, no solo el pequeño municipio se benefició económicamente de las oleadas de devotos a los que espera con ansias cada mes, sino que además incrementó su densidad mágico-religiosa. Con la convocatoria al peregrinaje, el sacerdote replica, vivifica, una práctica milenaria de las poblaciones andinas, en la que los concurrentes se desplazan desde las inmediaciones o las lejanías para visitar un lugar de gran potencia sagrada, con el fin de sanarse o liberarse de sus males en la dificultad que entraña el trabajo ritual. Ciertamente, el viaje, el desplazamiento mismo hasta ese destino, es (debe ser) arduo en distintas escalas: muchos proceden del mismo municipio o de pueblos y ciudades circunvecinos, mientras otros tantos acuden desde localidades más distantes, incluso de otros países. Esto y la amplísima diversidad socioeconómica del público definen el paisaje congestionado de vehículos durante las misas, a las que se arriba en bicicletas, caballos, motos, automóviles de toda gama o buses en nutridas caravanas organizadas por feligreses, quienes se convierten en ocasionales agentes de viajes a través de redes sociales o portales web5.
En todo caso y aunque muchos vayan a pie desde el inicio, todos deben caminar o ascender al menos un trecho hasta el santuario de la Esperanza. Esto se aúna a la intrínseca dificultad del viaje, especialmente porque son enfermos quienes deben hacerlo, muchos con serias discapacidades o condiciones crónicas, en estado terminal o de gravedad; ellos y, claro está, sus familias, cuidadores o lazarillos. Pero, además, otras dificultades se imprimen en ese cuerpo de cuerpos peregrino. El clima del municipio, por ejemplo, suele generar gran impacto físico, tanto en nativos como en extranjeros que se aventuran a la jornada. Por su asiento orográfico a una altitud de 2.800 m. s. n. m., la temperatura es fría, pero el viento, el sol picante y la llovizna se alternan inmisericordemente y, cuando la temporada es húmeda, se forman barrizales en los que se hace arduo caminar. Este es uno de los atributos destacados en la atmósfera ritual, no solo porque desafía el aguante requerido, en cuanto las misas son al aire libre, sino además porque, como señala Uribe (2009), su oficiante establece con el entorno una suerte de “comunicación cósmica”:
Esta idea de un microcosmos sagrado la enfatiza con ideas como que “el cielo está aquí, porque el cielo nos pertenece” o “este puntico en el planeta en donde cabe el cielo”. [La] consagración del lugar siempre se testifica con un evento natural consecuente, por ejemplo, “una suave brisa”, “un viento fresco y suave que nos baña”. (92)
Son estos fenómenos portadores de la presencia de entidades divinas, aunque no invocadas a capricho, sino siempre en pos del objetivo ritual de turno. Puerta conoce bien las cadencias atmosféricas, el vaivén de esas presencias, y sirve de intermediario entre ellas y sus fieles; capta sus signos y mensajes, perceptibles o invisibles, los integra a su atmósfera ritual y los comunica. Esta práctica encuentra respaldo en los llamados signos del mundo de los hombres, incluidos en el Catecismo de la Iglesia Católica (1997) como parte de la celebración litúrgica; una fórmula sin duda exitosa en la batalla de signos y símbolos sagrados —para usar el concepto de Ferro (2004)— en suelo americano. En esta guía doctrinal, además de enfatizarse el carácter corporal, social y espiritual del humano, así como la mediación lingüística y simbólica de su condición, se reconoce el lugar semiótico del “cosmos material” en su relación con la divinidad:
Dios habla al hombre a través de la creación visible. El cosmos material se presenta a la inteligencia del hombre para que vea en él las huellas de su Creador (…). La luz y la noche, el viento y el fuego, el agua y la tierra, el árbol y los frutos hablan de Dios, simbolizan a la vez su grandeza y su proximidad. // En cuanto creaturas, estas realidades sensibles pueden llegar a ser lugar de expresión de la acción de Dios que santifica a los hombres, y de la acción de los hombres que rinden su culto a Dios. (Iglesia Católica, 1997: 1147-1148)
Puerta también se vale de la mediación iconográfica de las pinturas y esculturas de la Virgen y el Nazareno, un recurso fundamental en esta tierra mariana, heredera de la “guerra colonial de las imágenes” y de la pugna por la verdadera latría (Gruzinski, 1994; Bernand & Gruzinski, 1992; Pinzón & Suárez, 1992). Al tiempo, amonesta a los asistentes cuando se “exceden” en la adoración de objetos rituales e indica con precisión cuáles son legítimos y cuáles no, o cuáles incluso pueden ser peligrosos o propiciatorios de presencias nocivas. Así, admite exclusivamente y con mesura el porte de rosarios, medallas o estampas de vírgenes y cristos (“no de santos populares, que finalmente son hombres”), así como de medicamentos “autorizados por el Invima6 o recetados por médicos graduados” (“no menjurjes formulados por brujos, hermanos o teguas”)7. Todo ello da cuenta de un juego oscilante entre naturalismo, culto a la imagen e iconoclasia, que da un tono especial al ritual: instala y afianza en los presentes el carácter de esa atmósfera —una potencialmente riesgosa y contaminante, pero también sanadora y redentora— y termina por adobar el revival de la guerra entre el bien y el mal.
EL MAL EN ESCENA, LA PESTE EN CONTINUUM8
El padre Puerta, de 60 años, sacerdote del clero secular y artífice de estas “misas de sanación” —como se les conoce—, dice provenir de una humilde familia campesina del departamento de Antioquia, en el occidente colombiano. Su vocación misionera lo llevó por todo el país hasta su arraigo hace casi cuatro décadas en la región de Boyacá. En Soracá, además de construir las sedes de formación de los Misioneros y Misioneras de la Esperanza, erigió el santuario mencionado, dice él, guiado estrictamente por sus visiones personales de Jesús y María. El lugar ritual está emplazado a campo abierto, en un terreno de aproximadamente dos hectáreas, y consta de un templete cercado por estandartes marianos y pabellones de distintos países y localidades, tapiado de exvotos y flores y coronado por la Virgen y el Cristo Nazareno. Al extremo opuesto, el sacerdote construyó su imponente residencia que, pintada de un blanco inmaculado y de ventanales celestes, sobresale entre las muy humildes casitas del lugar. En sus patios externos, además de gallinas, suelen verse corretear pastores Collie y pavos reales.
Actualmente, cada día de la semana en que se adelantan las jornadas rituales está dedicado a una actividad concreta: martes y miércoles de confesiones, diferenciadas por género; jueves de sanación por imposición de manos para todas las enfermedades —ocasionalmente, hay sesiones especiales para enfermos de cáncer o discapacitados—; viernes de sanación interior y liberación de espíritus —o exorcismo—; sábado en la mañana de Rosario a la Virgen, quien puede hacer apariciones y revelaciones; y sábado en la tarde de eucaristía por los enfermos. A pesar de que Puerta no se adscribe a ningún movimiento de renovación, es evidente su influencia carismática y pentecostal, en principio, por cuenta de sus facultades para la sanación física y espiritual, el exorcismo, el discernimiento de espíritus y la profecía —a modo de médium de la Virgen—, todas incluidas entre los dones espirituales de la Primera Epístola de San Pablo a los Corintios, pero también por la habilitación de espacios rituales colectivos, distintos a la eucaristía, para la práctica de esos dones.9
Pero así como este ministro no se autodefine “carismático”, tampoco se considera “exorcista” y, de hecho, rehúye obstinadamente esta denominación. Su “gran hospital bajo el cielo azul”, como denomina al santuario de Soracá, resuena más con el apelativo de “sanación física, espiritual e interior” que con el de “liberación de espíritus”. Según Csordas (1994), es la reinterpretación que el Concilio Vaticano II hace de los sacramentos la que hizo posible hablar de “sanación carismática por la fe”, una de cuyas modalidades sería la liberación de espíritus malignos. Que este fuese un tema de “salud” contribuiría a la convocatoria de diversos públicos, por un lado, en cuanto se moderaba el violento performance del exorcismo —argumenta el mismo autor—, pero también en la medida en que patologizar el sufrimiento permitía enunciarlo legítimamente, materializarlo y quizás curarlo, sin renunciar a la matriz de sentido religiosa. Esa ambigüedad garantizaba también la permanencia del mito y el misterio, del temor y la expectación, como subyace a ciertas declaraciones de Puerta:
No le hagamos publicidad a un tema tan espinoso, tan delicado, [con el nombre de] “exorcismos”. Yo no logro ni siquiera abarcar la palabra. Jesús fue el único y efectivo exorcista. Jesús (…) se encontró con Satanás, expulsó a Satanás y lo llamaron Satanás a él (…). El tema es más profundo, delicado, sensible (…), más complejo (…). Luego aquí no se hacen exorcismos. Se habla más bien de “sanación del espíritu”.
Hablar en términos “médicos”, por lo demás, contribuye a legitimar esa práctica ritual ante sus usuarios, en cuanto se ubica en el mismo renglón de la autoridad científica biomédica, en una suerte de operación metonímica constante y reiterativa. En Colombia, la medicina alopática continúa siendo el rasero de los múltiples saberes, tradiciones y prácticas que se entienden con la salud y la enfermedad, los cuales suelen tomar prestada su terminología con ánimo de traducción para sus consultantes, o bien, para hacerse un lugar en el espectro terapéutico aceptado o legal. Dicho sea de paso, el modelo categorial “médico” también cumple con revestir a la práctica ritual de un cierto halo moderno, ese mismo del que la alopatía es eficazmente emisaria, por lo que también contribuye a actualizar el mito, a sacudirlo de anacronismos y a relocalizarlo en el presente de modo renovado. La batalla entre el bien y el mal y sus consecuencias —referente primigenio del mito judeocristiano— retornan aquí a modo de “fundamentalismo moderno”, en una atmósfera que se pretende clínica, sanitaria.
De otra parte, dado que el Código de Derecho Canónico de la Iglesia establece que “el gran exorcismo” —como se llama al ejercicio concreto de liberación demoniaca— solo puede ser oficiado por clérigos autorizados y que requiere de prudencia, acogimiento a la norma eclesial y, sobre todo, capacidad de discernimiento, es natural que muchos exorcistas se amparen bajo la figura de la sanación espiritual. En cuanto al discernimiento en estos casos —que, vale decir, también se considera un don—, el Código es muy preciso: la influencia demoniaca es muy distinta de las enfermedades, “sobre todo psíquicas, cuyo cuidado pertenece a la ciencia médica. Por tanto, es importante, asegurarse, antes de celebrar el exorcismo, de que se trata de una presencia del Maligno y no de una enfermedad” (Iglesia Católica, 1983: 1673). El discernimiento de espíritus viene a emular la tarea médica del diagnóstico diferencial y, para entrenarse en ello, el mismo Vaticano ofrece cursos y especializaciones. No obstante, como se verá, la acción del mal, traducida en peste a menor o a mayor escala, termina abarcando una amplísima cantidad de padecimientos.
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En todas nuestras visitas etnográficas, el viernes de liberación era especialmente impactante, agotador. La atmósfera siempre se percibía densa o, al menos, tenía una densidad distinta a la de otros días, a pesar de que el número de asistentes era visiblemente más reducido que el de los sábados de Rosario y su duración si acaso llegaba a las tres horas. La expectación previa, sin excepción, era más fuerte y a algunos les causaba especial ansiedad. Todo iniciaba realmente abajo, en la plaza del pueblo. En toda tienda y negocio, incluso en aquellos que no expendían alimentos, se promocionaba la venta de agua, sal y aceite, como también aparecía por doquier el “servicio de baño”. Ese aroma inicial a hierba fresca y estiércol permanecía allí mixturado con el del humo de la leña, signo inequívoco de que las cocinas entraban en actividad. Artesanos, vendedores de bebidas y golosinas, mercaderes de objetos rituales y de remedios populares disponían sus puestos desde muy temprano a lado y lado de las calles, y se desplegaban hasta bien arriba, hasta donde la policía y el cura les permitieran. También los había ambulantes, ellos mismos ornados de pies a cabeza con los atavíos en venta: “¡Lleve su denario, su medallita de la Virgen, el llavero del padre Puerta!”.
Entre esta primera muchedumbre de la plaza, siempre aparecía don Rafa, artesano y comerciante nómada que seguía al clérigo adonde fuera, con su miscelánea de ornamentos rituales. Antes de subir, alrededor de un café, nos ofrecía sendas explicaciones sobre el uso de cada objeto y variados consejos sobre la jornada: “No tengan miedo, todo eso está acá en la mente”. A pesar de ello, la mayoría terminaba comprándole cosas, en especial contras, cierres u objetos de protección para amarrarse al cuello, a las muñecas o tobillos, partes definidas como canales energéticos. Los más solicitados eran las pulseras rojinegras contra el mal de ojo, las medallas de San Benito —históricos repelentes del mal— y los rosarios multipropósito —para rezar, ostentar devoción y protegerse en simultánea—. Como don Rafa advertía que yo nunca le compraba nada, asumía que era una escéptica y solo me sugería llevar un limón en el bolsillo, “por si acaso”, para detener cualquier acción maligna. Dicha acción puede ser tan fuerte que, en ocasiones, revienta collares y pulseras, pudre los limones o rompe las medallas, como le sucedió a uno de mis descreídos estudiantes: en medio del ritual, su San Benito se partió a la mitad y don Rafa le sugirió que, antes de irse, lo desechara en una quebrada, para que no se le “pegara” nada.
Así, solo quedaba abastecerse de agua, sal y aceite. Estas sustancias, profanas en principio, en la tradición católica se sacralizan al articularse a una serie de actos, cometidos en el performance ritual, conocidos como sacramentales. Su potencia radica en que combinan gesto, palabra y materia; juntos en escena hacen una acción que transforma, que produce algo nuevo. En la sofisticada semiótica de la liturgia católica, explicada en el Catecismo y en el Código Canónico, son signos sagrados que imitan los sacramentos y que median la santificación otorgada por el Espíritu Santo. Los sacramentales son administrados por los clérigos, aunque ocasionalmente también por “laicos que posean las debidas cualidades” (Iglesia Católica, 1983: 1168). Este último precepto, popularizado con la democratización del Concilio Vaticano II, halla sustento en la idea de que “todo bautizado es llamado a ser una ‘bendición’ y a bendecir” (Iglesia Católica, 1997: 1669). Son sacramentales, por ejemplo, las bendiciones y consagraciones de personas, lugares y objetos, pero también los gestos involucrados —la imposición de manos, la aspersión de agua bendita—, los elementos ya bendecidos —el agua, los óleos o aceites, las cruces y medallas— y las oraciones y letanías proferidas.
Dice el sacerdote Lucas Prados (s.f.) que, por medio de los sacramentales, “se reciben efectos espirituales y que son actos públicos de culto y santificación”. Ambas consideraciones son notables en cultos como el de Soracá, porque son eminentemente demostrativos, testimoniales y en una escala multitudinaria. Tales efectos en los creyentes son, en esencia, de tres tipos, según Prados: de atracción de la gracia divina, purificación del alma y alejamiento del demonio; por ello, estas también son propiedades de los mismos objetos que devienen sacramentales: “No solo son vehículos sustanciales para que el poder divino sane, sino también podrían incluirse en [la] categoría de protección, especialmente contra los espíritus malignos” (Csordas, 1994: 46, trad. propia). La sal, el agua y el aceite que llevan los peregrinos al santuario de la Esperanza cumplirán pues con todos esos cometidos una vez sean transformados para ello.
Armados hasta los dientes, seguíamos nuestro camino junto al resto de peregrinos. Entre tanto, el sacerdote, ya en tarima, siempre custodiado por sus asistentes religiosos y varios policías, disponía el altar, su crucifijo de plata, los óleos y sus propias agua y sal que mezclaba en una cubeta para rociar objetos y feligreses, aunque siempre era reservado en la aspersión. Era corriente que inaugurara la jornada con un sermón exegético sobre las afecciones que podían ocurrir a razón de aproximarse al mal y, por tanto, de desobedecer a Dios. Su estilo era fundamentalmente coloquial, sin gritos ni impostaciones de voz, ni histrionismo exagerado, aunque gustaba del sarcasmo y la retórica moralizante. También eran infaltables sus reprimendas a la feligresía por sus otras e indebidas elecciones en el ámbito ritual y terapéutico:
Estas son las formas de este tema (…) en la mente sucia, puerca, asesina de quienes trabajan en la clandestinidad con esto. Y lo triste es que esto es público. Estas tiendas mágicas se consiguen en cualquier parte. Uno leyendo la prensa encuentra todo tipo de publicidad, donde te dicen “Gratis la consulta” y eso hacen filas para llegar allá. Y no se imaginan el estar haciendo ya la fila todo lo que invade tu espíritu. Porque tú sabes que no estás buscando a Dios, sino a un simple mortal con capacidad de hacer muchísimo daño (…). Imaginen cuántos quisieran venir aquí y no pueden porque les [dio], fuera de eso, una rabia, un odio hacia todo lo sagrado. Cuántos están en el manicomio, cuántos en tratamientos psiquiátricos (…). Muchos de ustedes habrán ido a esas formas de adivinología, numerología (…), y detrás de eso hay mucha porquería.
Puerta insistía en que el mero hecho de entrar en contacto con esos lugares mágicos, con sus oficiantes, objetos y prácticas, bastaba para tocar el mal y padecer por su contagio, que a su vez se traducía en contaminaciónde la vida toda, en peste, primordialmente a modo de malestares físicos, psíquicos, espirituales y sociales, de tragedia, ruina y enfermedad. Su clasificación de haceres heréticos incluía la veneración de personajes como el médico José Gregorio Hernández y el papa Juan XXIII, en sus palabras, “hombres ejemplares de quienes otros hicieron uso de su espíritu”; el culto a santos y ángeles, a los que reducía a la imaginería católica y desacreditaba como vías de acceso directo a Dios; o la consulta de terapeutas alternativos —refiriéndose a homeópatas, naturópatas y bioenergéticos, por ejemplo— que no formulan medicamentos autorizados o que no tienen título académico. Por esta vía llegaba siempre a la denuncia de los brujos, adivinos, practicantes del esoterismo y curanderos a quienes sus fieles consultan y de quienes generalmente, según él, provienen sus males. Con vehemencia, reiteraba: “Aquí no afirmamos al Diablo; aquí denunciamos las formas en que el Diablo obra”.
Por demás, la fórmula exegética preferida por Puerta, tanto como de otros oficiantes de este ámbito, era asimilar la acción del Maligno a algo sucio que hay que limpiar, purificar, para replicar esa histórica obsesión judeocristiana por la mácula; algo sucio que, sin embargo, por su propia condición —y en un sentido ciertamente higienista—, también induce enfermedad. El clérigo se esmera siempre por definir y clasificar dichos atributos, que también integra a su gran categoría de peste. En una de sus lecciones, exponía las modalidades de maleficios (clavamiento, putrefacción, destrucción con el fuego, anudamiento), entre las cuales fue particularmente ilustrativo con la putrefacción, que explicó como la puesta en descomposición de un objeto personal de la víctima para provocar su enfermedad y muerte, luego de una larga y dolorosa “desecación” y posterior “pudrimiento” de su cuerpo. En otro momento, puntualizó los distintos niveles de la influencia diabólica (vejación, obsesión, posesión, infestación) y se detuvo especialmente en distinguir los significados de infección e infestación demoniacas: atribuyó la primera a la influencia general que el Maligno podía tener en alguna persona —se dice que uno puede quedar infectado por un demonio— y la segunda, a la acción que este tiene en lugares, animales o cosas10. Otros términos de este orden reiterados por Puerta, del repertorio clásico de la demonología católica, aluden a la inmundicia de los espíritus malignos, esa porquería que es necesario expurgar, drenar.
Antes de iniciar con los asistentes, dice el sacerdote que es necesario exorcizar los sacramentales en potencia. Toda la ceremonia que aquí se inicia se basa en alguna versión del Nuevo rito del exorcismo, antiguamente incluido en el Ritual romano de la Iglesia católica y modificado en el Concilio Vaticano II.
Te exorcizo, criatura de la sal, por Dios vivo, por Dios verdadero (…), para que te conviertas, como sal exorcizada, en salud para los creyentes; para que seas salud de alma y cuerpo para todos aquellos que te consuman; para que huya y se aparte del lugar donde seas puesta toda maldad, toda acción del Demonio, del Enemigo, todo espíritu inmundo (…). Bendecid y santificad esa criatura que tú creaste para uso del género humano, (…) para que todo aquello que sea tocado con esta sal carezca de toda inmundicia y de toda infestación del espíritu del mal.
Al pie de la letra del Derecho Canónico, que requiere “tratar con reverencia las cosas sagradas destinadas al culto mediante dedicación o bendición” y, sobre todo, no emplearlas “para un uso profano o impropio” (Iglesia Católica, 1983: 1171), Puerta proclama que la sal queda ya exorcizada y bendita y que, por ello, “no la pueden dejar por ahí tirada; la deben usar con devoción, respeto” y, muy importante, “sin superstición”. En este acto se intrincan exorcismo y sacralización, además de una firme declaración antiidolátrica frente al gran poder del que quedan investidas tales sustancias. En la lucha por el monopolio legítimo de la magia, la Iglesia compite duramente con otros usos y fuerzas, como en Boyacá, tierra brujeril, donde la sal constituye un insumo crucial en otras prácticas en las que se utiliza al contrario o como contra, para maldecir, para relacionarse con los espíritus y, muy clave aquí, para enfermar (Wörrle, 1999). Para no ir más lejos, el salamiento es una de las llamadas enfermedades postizas —que se achacan al maleficio y a la acción del Diablo— extendidas por tierras boyacenses (Alvarado, Cruz, Fiallo, Márquez y Montero, 1989; Ramos, 2011). Puerta también advierte sobre el agua bendita que, “lastimosamente, es el elemento básico de quienes trabajan en este mundo oscuro, en el esoterismo, al punto del sacrilegio”.
Avisado el público, ahora el padre indica cómo mezclar la sal en el agua, eso sí, “sin volcarla toda, solo un poquito, porque a los hipertensos se les sube la presión”. Pide a todos repetir tres veces después de él una bendición para la mezcla y luego él mismo bendice a los presentes: “Señor, que por invocación de tu santo nombre desaparezca toda infestación del espíritu inmundo, sea alejado el terror de la serpiente infernal, mediante la presencia del Espíritu Santo”. Luego solicita a cada uno que realice su propia aspersión, que vierta un poco de la mezcla en su mano y se la rocíe por todo el cuerpo, mientras él va aleccionándolos sobre sus propiedades poderosas y les insiste en bien-usarla, lo que incluye el ejercicio autónomo, cotidiano, sin intermediación, de la bendición:
Ustedes mismos pueden bendecir su casa, su vehículo, bautizar a un niño en peligro de muerte. (…) Nosotros aquí no les damos esos botellones de agua podridos [que les dan en otros lugares], dizque para curar el cáncer… lo que salga de ahí es muerte.
La cadencia de la voz sacerdotal emula la de un padre preocupado por sus hijos. Suavemente, les ordena lamer un poco de sal y tragarla con algo de agua. Hay silencio. El viento sopla; los pájaros cantan. Segundos después, varios se echan a toser y Puerta inicia las letanías: “Señor, ten piedad… Ten misericordia de nosotros”, y todos, expectantes, lo siguen. Invoca repetidamente a Cristo, a la Virgen, a todos los santos, beatos y mártires, ángeles y arcángeles, patriarcas y obispos, profetas y discípulos, mientras la audiencia responde: “Rueguen por nosotros”. Se detiene un momento y reprende a algunos que entran y salen del lugar sin contemplar los riesgos del contagio: “Tengan mucho cuidado, ya iniciamos la liberación y, si no están en oración, algo se les pega. Esto no es un paseo, esto no es un estadio. O estamos o nos salimos”.
En su seguidilla de nombres santos, una vez llega a San Benito, alguien se echa a llorar, comienza a gemir; cuando invoca a Catalina de Siena, un grito femenino rompe la cadencia, desgarrado, agudo. Todo el resto se sostiene en un coro fervoroso ante las letanías:
—De todo mal… De todo pecado… De las acechanzas del Demonio…
—¡Líbranos, Señor!
—¡El mal recaiga sobre los que me acechan! ¡Yahvé, por tu verdad, destrúyelos!
—¡Destrúyelos!
El viento sopla fuerte, muy fuerte, según Puerta, en señal de la presencia del Espíritu Divino. Pide orar el Padrenuestro y parece que ese vibrato colectivo de la oración los uniese a todos por el pecho.
Te ordeno, espíritu inmundo, cualquiera que seas, y a todos tus compañeros que estáis en estos siervos de Dios (…), que me digas tu nombre y hora de tu salida por medio de alguna señal. Y que, a mí, ministro de Dios (…), me obedezcas pronto en todo…
De entre el millar de asistentes, tan cerca unos de otros, emerge un coro de gritos, de berridos, gruñidos y aullidos como de perro, y de risas como “de hiena” —como también registra Csordas (1990, 1994)11—. Otros tosen o eructan sin cesar, escupen flemas y saliva gruesa, sufren náuseas y vómitos. Se oyen también los golpeteos en el tórax de quienes pujan. Hay llantos desconsolados: los que lloran parecen desgañitarse sin remedio. Lo que se escucha es, pues, la respuesta del Maligno y su legión, a quienes Puerta ha invocado y convocado.
—Señor de toda creatura, que diste a los Santos Apóstoles el poder de pisotear serpientes y escorpiones; que entre los demás preceptos de tus maravillas te dignaste decir: “¡Arrojad a los demonios!”, en lo cual cayó Satanás del cielo como un rayo (…), suplico a tu Santo nombre, que a mí, indignísimo siervo tuyo (…), te dignes otorgarme una fe constante y el poder para, confiado y seguro del poder de tu brazo, enfrentarme con estos crueles e inmundos espíritus dados por brujería [se oyen gritos desgarrados de mujeres], por hechicería, produciendo males postizos, a través de bebedizos, impregnaciones, ataduras, ligaduras, entierros, tablas ouija, vudú, toda invocación espiritista; para que, en este momento, ¡obedezcan pronto en todo!
—¡Nooooooooooooo!— grita en espontáneo una joven.
—¡Y salgan de aquí a la orden de Jesucristo, Nuestro Señor! (…) Te conjuro, serpiente antigua, por el Dios de vivos y muertos, por tu hacedor, (…) por quien tiene poder de enviarte al infierno, para que pronto te alejes con tu miedo y el ejército de tu furor de estos siervos de Dios (…), te conjuro a que salgas. ¡Tienes que salir! (…) Empieza a salir de estos cuerpos, a abandonar estos espíritus. ¡Sal de ahí, espíritu inmundo, (…) no puedes quedar donde no debes estar!
La multitud va in crescendo. Hay niños muy pequeños, de miradas atónitas, inundadas de lágrimas. Con cada orden proferida, la respuesta de las víctimas se hace más dolorosa y desesperada. Y sus palabras, aunque quieren ser, fracasan. Las únicas coherentes son las de sus acompañantes, quienes repiten las letanías, y las del padre, con su sosegada y rítmica retahíla, tan precisa, tan protocolaria. Un hombre alto y corpulento, campesino de la región, entra en un lloro angustioso que suena como un quejido de dolor, y grita “¡Aaayyy! ¡Aaaaayyy!”. Ante la orden de “¡Ríndete!”, toda su humanidad se desploma, apenas unos metros enfrente de mi grupo. Y ahora atónitos nosotros, lo vemos retorcerse, arquear su espalda, serpentear y girar violentamente sobre su propio eje, en medio de un montón de sillas plásticas que vuelan de un lado a otro. El hombre se golpea, pero el sacerdote impide socorrerlo: “No lo toquen”. En otro punto de la multitud, muy cerca a la tarima, se derrumba una mujer; se estremece y se sacude hasta toparse con un enrejado metálico con el que se golpea repetidamente el rostro. Sangra ante el gesto incólume del cura, quien prosigue en su altar invocando a aquella cosa que la atormenta e insiste en que nadie la auxilie.
Entre letanía y letanía se hace un silencio eterno. Y cada vez son más los cuerpos que desfallecen, se contorsionan o caen de rodillas. Hay terror. De fondo, el sonido es uno solo, ensordece, y ha alcanzado un culmen: la atmósfera semeja un purgatorio. Los niños lloran y otros lloran como niños. La mayoría sirve como asistente en la reiterativa oración colectiva. “¿Quién contra nosotros si Dios con nosotros está, y tú estás contra Dios y Dios está contra ti?”, pronuncia el oficiante y ordena a los espíritus retirarse. Ellos, rebeldes, vociferan su negativa y sus cuerpos gesticulan en correspondencia; convulsionan como si algo los oprimiera, se aferrara a ellos y los aplastara contra el suelo. El ruido de las náuseas se acentúa y el esfuerzo enciende los rostros de sus emisarios, hace brotar sus venas, sus lenguas, porque entre más avanza la expulsión, se endurece la mueca vomitiva, al igual que la autoflagelación. Después de todo, eso que va saliendo con dificultad es inmundo, purulento, y la boca, uno de sus orificios de salida.
En la cresta del ritual, pronuncia el padre:
— El Demonio está suelto en la humanidad. Es una bestia que extermina, que destruye, (…) haciendo y produciendo males irreversibles en el espíritu de tantos miles y millones de hombres y mujeres. Por eso, en nombre de Jesucristo, el Señor, ¡conjuramos a Satanás, suelto en la humanidad entera! Y aquí, en este grupo, que representa a esta iglesia, a toda la humanidad, te pedimos por el poder infinito de tus santísimas y divinas llagas que hagas retroceder a Satanás. ¡Expúlsalo, Jesús!
—¡Vete, vete! ¡No te quiero más en mí! ¡No te necesito! ¡Fuera… fuera, maldito! ¡Por favor, vete de mí! [responde una mujer de ascendencia humilde a punta de alaridos, mientras su cuerpo aún se estremece y los demás observan impotentes].
El viento vuelve a soplar, esta vez más fuerte. Pertinaz, la llovizna se alterna con el sol. Muy lentamente, el rito y los ánimos amainan. Los sollozos y alaridos se van espaciando poco a poco. Puerta va cerrando, invoca a Dios, le dice que lo ama y recita fórmulas moralizantes frente a las raíces idolátricas de estos males. Dice “Amén” tres veces y se despide con un “Vayan con Dios”. La multitud aplaude, mientras él sale raudo hacia su residencia, escoltado por dos policías. Uno de sus asistentes se queda al micrófono ofreciendo en venta sus libros, el óleo y artículos ya benditos, incluso música y documentales “para mejorar las relaciones de pareja”. Mientras la muchedumbre se disuelve, múltiples sufrientes han quedado tendidos en el suelo, algunos heridos, otros muy exhaustos. Sus acompañantes los esperan con cautela. Algunos se apiadan y acercan sus paraguas a los caídos, para que no los moje la llovizna ni se quemen con el sol. Es este un verdadero campo después de la batalla.
En entrevista para Gloria.tv (2013), don Carlos López, peregrino asiduo, relata la unción que su familia recibió en estas jornadas. Después de veinte años de padecimiento, su esposa recibió los dones de sanación y liberación, pues había sido “trabajada con brujería por medio de Gregorio Hernández, de ropa interior metida en cementerios y de un brebaje que le dieron”. A la pregunta por sus “síntomas”, dice que ella “intentaba matarse, botársele a los carros, gritaba en los buses, el Diablo le decía que se fuera con ella”. Los médicos “no le encontraban nada”, pero terminó bajo tratamiento por dos décadas con “siete pastillas diarias, de esas que les dan a los locos para doparlos”. Con la visita a varios santuarios marianos por años, incluyendo Soracá, cuenta que ella “quedó totalmente liberada y ya no necesita tomar pastillas”, y que, para completar, él se curó de su alcoholismo y su afición por el juego, la pelea y la lujuria. Ahora regresa devoto cada mes en gesto de entrega y gratitud.
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Al día siguiente, la multitud retorna al santuario multiplicada por diez o por veinte a orar el Rosario y presenciar la Virgen. Puerta conserva su tono moralizante, esta vez desde la voz materna que intercede por sus hijos ante el Dios padre castigador. Es común que retome los temas de jornadas anteriores, en una misma línea narrativa y retórica por medio de la cual cada día ritual encuentra continuidad con el siguiente. La profecía mariana, históricamente célebre por su contenido trágico, apocalíptico y demonológico (cf. Uribe, 2009; Vargas, 2002), resuena bien con la idea del mal personal y global al que se alude en las jornadas de liberación. Es el sábado, entonces, cuando el padre Puerta sella ante su grey la relación entre ese mal y la figura de la peste, en una escala más amplia, universal.
La escena ritual del viernes cumple con advertir a los asistentes sobre la inclemencia de la peste en las vidas personales. Allí se atestiguan las secuelas cotidianas de separarse del rebaño, por cuenta de otras latrías o violaciones normativas a la fe católica, y es allí también donde se libra el combate cuerpo a cuerpo con el mal. Es toda una anticipación para la jornada del sábado, cuando se debe “empuñar el arma de Dios que es el Santo Rosario” —al decir del dominico Grignion de Montfort— para “destrozar la cabeza del demonio” y “resistir todas las tentaciones” (ca. 1710/2003). Ese mismo día, entre mimos y figuras terroríficas, la Virgen comunica sus presagios e invita a sus “hijitos” a “no dejarse confundir y a permanecer fieles”, como refiere con frecuencia su médium. En esta nueva escena, el combate es entonces distinto: su eje es el poder masivo de la oración, con el cual se pretende evitar a toda costa la universalización de la peste, bajo las instrucciones de la propia Virgen María.
Por cuenta de uno de estos vaticinios sabatinos, volví de nuevo mi atención al padre Puerta, aunque el coronavirus fuese apenas uno más de los motivos coyunturales que ha asociado a la peste en décadas de misas milagrosas. Según algunos medios, el sacerdote habría advertido lo que sobrevendría para el mundo en este 2020 y su mensaje trágico no era el mismo de otras ocasiones, cuando auguraba accidentes aéreos, guerras mundiales o catástrofes naturales (cf. Uribe, 2009). Se trataba esta vez de una revelación concreta de la Virgen en agosto de 2016 sobre una epidemia de escala planetaria, cuya noticia y registro videográfico se encargaron de viralizar los peregrinos:
Puede haber muchísimos errores, mas no porque Ella los diga, sino porque yo no los sé traducir bien. (…) quiero que Ella, en este momento nos dé la gracia de aceptar con humildad lo que nos va a decir. Sus labios se mueven diciendo: “Los quiero mucho, los quiero tanto, mis hijos pequeños y pequeñas. Qué bueno que están aquí. Hoy quiero decirles lo triste que estoy. Dios Padre del cielo no tolera más tanta blasfemia, tanto desafío. Habrá una pandemia mundial —pandemia es una peste, algo así, no entiendo bien— por la cual la humanidad deberá volver los ojos a Dios. Esto es necesario, hijos, es necesario, no aguanta más. Tanta blasfemia, odio, no resiste más. Palabras muy mías, puedo decir que Dios está enojado, que no aguanta más, que llegó la hora, que esto es necesario… Que la peste mundial será necesaria para que vuelvan los ojos a Dios. Mis pequeños y pequeñas, admiro la voluntad de ustedes de venir hoy”. (Padre Puerta, en Semana, 2020; transcripción propia del video, en cursiva la primera persona de la Virgen)
Este mensaje se aunó a otros más que Puerta había canalizado en 2019, como aquel del 7 de diciembre donde la Virgen anunciaba “un acontecimiento tan profundamente grande que sacudirá a toda la humanidad”. A la pregunta de “¿Qué será, Señora?”, ella respondió, como siempre: “Debe suceder como tiene que pasar”. El padre le ruega, le suplica que salve de esa gran tragedia a quienes acuden a sus misas, a “los más pequeños y humildes”, a los campesinos de la región, y que solo “sacuda a esos viejos jeroces12 por allá, de América y de Europa, que se creen los dueños del mundo, a ver si reaccionan”. En su sermón del 7 de marzo de 2020, Puerta reiteró la necesidad de la epidemia para llamar la atención de los impíos y castigar a los infieles, pero tranquilizó a los presentes recordándoles que la Virgen les había prometido, allí, en su santuario, que a ellos “no les pasaría nada”. En cuanto a la dimensión de la tragedia, Puerta expresó, como siempre, figuras ambiguas:
Pareciese con esto que la tierra se estuviera abriendo y estuviésemos todos cayendo a un abismo. Yo no soy dramático, porque vivo de la esperanza, pero sí soy realista ante los mensajes que la Santísima Virgen me transmite para que se los transmita. A veces no los digo todos, porque pareciese que fuera un desastre. (…) Peregrinos, peregrinas: cada vez que usted viene a este santuario y deja una huella y una oración, recuerda que estás aportándole a la salvación del mundo. (sic)
Dos semanas después, con el aislamiento preventivo en el país, se cerraron templos y santuarios. Con las revelaciones de Puerta, circularon profecías de videntes marianos de todo el mundo, así como decenas de mensajes exegéticos de autoridades católicas, como el del obispo de Cuernavaca o los del prestigioso exorcista español José Antonio Fortea13. Todos concuerdan en afirmar, como Puerta, que “Dios está hablando a través de la pandemia”, que está lleno de ira por la “impiedad e iniquidad de los humanos”, pero también por su “impureza y rebeldía”, expresadas en su lujuria, codicia e idolatría o en las prácticas del aborto, la eutanasia y la homosexualidad; en suma, por el desorden social que se ha hecho peste. En paralelo, la divulgación de portentos es pan de cada día: en plena cuarentena, por ejemplo, a la víspera del día de la Virgen, las cadenas Univisión (2020) y Telemundo (2020) difundieron las fotografías de un médico colombiano que fue testigo de una aparición mariana en la Clínica Reina Sofía de Bogotá, justo en el pabellón de enfermos de Covid. Como afirmación de su pertenencia a la cibergrey católica, los peregrinos de Soracá han sido activos difusores de este tipo de mensajes y terminan usando sus redes sociales para el ensamble de collages proféticos de orden global, donde Álvaro de Jesús Puerta y el santuario de Soracá encuentran un lugar legítimo.
Cualquiera que sea el augurio, la profecía de la Virgen de la Esperanza siempre apela a la dimensión global de la tragedia: “Va a suceder una catástrofe (…) enormemente grande [y] la sentirá toda la humanidad. Esta catástrofe será un llamado de atención del cielo por todas las agresiones y blasfemias que han hecho últimamente contra la Iglesia de mi Hijo” (en Uribe, 2009: 90). Su recurso a la epidemia, como una de las formas que asume esa tragedia, también es habitual. Pero, más interesante aún, es que, en esta última escena del ritual en Soracá, a los peregrinos les queda suficientemente claro que cualquiera que sea esa catástrofe, esa tragedia, es calificada en este sistema categorial como “enfermedad de la humanidad”, como “la gran peste” que amenaza con universalizarse corroyendo todo a su paso. No obstante, frente a la aterradora inminencia, Puerta siempre recuerda otorgar a sus fieles una certeza: es el retorno incesante a la batalla espiritual —que en Soracá tiene sello antiidolátrico— la única garantía de salvación:
Lo que tiene que pasar va a pasar. Y como tiene que pasar va a pasar. Pero nosotros, aquí, somos como una antenita al cielo para evitar que las cosas sucedan como deben suceder.
CONCLUSIÓN: POR SIEMPRE FIELES Y EXPECTANTES...
Las imágenes hipertróficas de la peste que hoy cunden en los massmedia atestiguan la vigencia y eficacia simbólica de las narrativas apocalípticas, muchas de las cuales aún beben ávidas del mito judeocristiano. Algunas aún continúan atribuyendo a las plagas y epidemias una gran centralidad como signos de los tiempos, a la vez que se enaltecen como referentes fundamentales de la agencia del mal y la peste como una de sus manifestaciones. A dicho recurso, además, siempre le ha sido intrínseca la ambigüedad: ¿sobreviene la peste por cuenta de una revancha natural o humana —comúnmente atribuida a un otro radical—? ¿Es consecuencia acaso del contacto con el mal o, más bien, de la desobediencia a los preceptos divinos? Dicha indeterminación no solo dilucida la lógica paraconsistente de la narrativa mítica (Páramo, 1989), sino además que esa cualidad es precisamente la que sostiene, perpetúa y actualiza el mito porque le otorga gran plasticidad.
En una expresión del catolicismo como la que aquí he descrito, esa ambigua noción de peste abarca una compleja legión de males personales y colectivos que emergen del contacto tanto como del castigo. El pasaje bíblico de Deuteronomio sobre las plagas de Egipto que he usado de epígrafe lo condensa bien: sobre piedra quedaron escritas las numerosas y temibles consecuencias de traicionar a Jehová. Esta retórica-práctica integra imágenes que localizan dichas secuelas en los niveles más íntimos del feligrés y, en simultánea, amplifican su dimensión hasta abarcar la especie toda. En ese degradé encontramos el recurso a las “grandes epidemias” —como el Covid u otras tantas en la historia—, pero también a las infestaciones o plagas; a la infección física, emocional, espiritual y social de cada cuerpo o de muchos cuerpos, del cuerpo de la Iglesia o de cuerpos otros que contagian. En cualquier caso, estas imágenes cumplen con avivar el temor humano ante el dolor y el sufrimiento, la caducidad y la desaparición; remiten al contagio, a su generalización y al terror que ello suscita; evocan el pánico de la agencia invisible y caprichosa del mal, cualquier cosa que este signifique.
La esfera mítico-ritual, con su gran poder evocativo, performativo y afirmativo de la identidad y el poder, ofrece un lugar para lidiar con aquellas fuentes de angustia e incertidumbre, así como para tramitar las secuelas de la peste. Adicionalmente, en cuanto dicha esfera también es lugar de memoria, tiene la facultad de evocar y recrear escenas arquetípicas. En el catolicismo latinoamericano, una de ellas es precisamente la de la experiencia violenta de la colonización y su empresa antiidolátrica, a través de un poderoso referente mítico: la batalla entre el bien y el mal, una de cuyas consecuencias trágicas y reiterativas es la peste, por vía del contagio maligno o de la punición divina.
Es por ello que, en las escenas del mal del exorcismo y la profecía, hay hoy lugar también para la “nueva peste”, la pandemia actual, aunque en suma no haya tanto de novedoso allí y, más bien, asistamos a la actualización y revival de una vieja figura. Y ese diminuto paraje boyacense que es Soracá constituye hoy apenas un nodo más en la extensa red de atmósferas rituales donde la peste se ha venido reavivando y tramitando. En la secuencia ritual de cada mes, su patriarca espiritual insiste en que aquella se deriva del castigo de Dios por la desobediencia humana, aunque, al mismo tiempo, sea uno de los rostros múltiples que asume el mal porque emerge del contacto extendido con este en la comisión misma de la falta. Muy enfáticamente, como parte del continuum colonial, el padre Puerta pone en primer plano de ese castigo y contagio la práctica de la idolatría, la traición a la verdadera fe por cuenta de la magia, la brujería, el espiritismo y otros haceres heréticos, alternos a la hegemonía alopática y católica. La idolatría se ha hecho peste y, según las voces de la derecha católica, es parte del gran desorden social que hoy azota al mundo.
Contener la peste en Soracá, por tanto, implica replicar el combate, vigente y repetidamente revivido en la tradición católica latinoamericana, del hecho colonial americano en el que se importó, expandió y sobredimensionó la causa contra el demonio y la idolatría; una empresa violenta cuyas heridas y cicatrices perviven en la toponimia y en la lucha por el monopolio legítimo de la magia de la que participa la Iglesia en territorios como el boyacense. Lejos de haberse superado, ese conflicto colonial latente emerge en la agencia político-ritual del padre Puerta y a esto son llamados los peregrinos una y otra vez. Para empezar, las prácticas de re-emplazamiento y resignificación territorial del sacerdote no solo confirmaron su potestad en el municipio, sino anunciaron la continuación de esa brigada antidemoníaca y antiidolátrica. Tal estereotipia patriarcal y colonial, tridentina y renovada al mismo tiempo, se refrenda cada vez en su maratónico ritual. El revival es también el de una memoria violenta.
Por ello, la peste no es un tema que emerja hoy en Soracá con el Covid-19 y, más bien, apenas si acaba de ser atrapado por este profundo continuum histórico-cultural. El culto del santuario de la Esperanza ya entrañaba una serie de escenas del mal intrínsecamente violentas para enfrentar la pestilencia como consecuencia de la guerra entre el bien y el mal. Por un lado, está la secuencia ritual en sí, que implica varios días de arduo trabajo en los que se despliega una sofisticada retórica-práctica del combate para propiciar verdaderas contiendas campales. El despliegue de cuerpos devotos lacerados, exhaustos, heridos, incluso tendidos en el campo de batalla, atestigua las consecuencias de esa guerra contra “el Enemigo”, la “serpiente inmunda”, el “dragón”, la “bestia que anda suelta entre la humanidad”. Esos cuerpos han sido blanco de sus embates, por lo que exhiben terribles secuelas de orden físico, psíquico, social y espiritual, todas las cuales requieren ser sanadas. Cuando en el exorcismo el clérigo invoca y provoca al mal en su rostro múltiple, este le responde de inmediato, con gran violencia, y solo accede a la purga después de azotar y estremecer los cuerpos de sus víctimas. Este, sin duda, es el leitmotiv de las escenas de la liberación, el cual se refrenda posteriormente en la profecía.
En esa misma línea, como brújula central que el ritual proporciona para la acción, los peregrinos —de ahora en más denominados “guerreros”— son convocados “en representación de esta iglesia” con la misión de “aportar en la salvación del mundo”. Y el cura que comanda es herramienta, instrumento de Dios —como se autodefinen por regla los sanadores, exorcistas y videntes católicos—: su cuerpo también está al servicio de esa guerra cuando invoca y provoca al Maligno en nombre de Jesús, asistido por su corte celestial, solo para denigrarlo, arrojarlo, expulsarlo de los cuerpos y del cuerpo de su Iglesia con la violencia ritual. Es este también otro revival: el de la figura del ejército cristiano en cabeza de Cristo y la Virgen y cuyo mariscal de campo es el sacerdote, “indignísimo siervo” que, con su estilo imperativo, entrena, ajusta y dirige las tropas14. Pero la autoridad ritual no solo comanda batallas. En simultánea, desempeña el rol de intermediario entre las deidades, los fieles y los espíritus malignos. En esa liminalidad, que lo hace ser quien es, dispone su cuerpo para tales propósitos. Es canal de los mensajes divinos, los recibe y los transmite, pero también reúne el clamor de su feligresía e intercede en su nombre ante la divinidad. También es portador de malas noticias al informar de los designios punitivos de Dios, expresados en imágenes terribles, catastróficas, de un ineludible futuro distópico; pasa a ser emisario de crueles mensajes en los que se expresa la ira divina, lo que provoca en su audiencia terror e incertidumbre. Para amainar esa furia y detener la expansión del mal, los movimientos marianos —como los carismáticos católicos— prefieren la reiteración ritual: retornan una y otra vez al santuario, al campo de batalla; repiten incesantemente el rezo en casa y, con más veras, fuera de ella; están siempre alerta a las manifestaciones divinas y jamás desatienden los signos de los tiempos. Estos creyentes, en esencia, son preparados para permanecer expectantes, siempre atentos a la embestida del mal y a la inminencia del milenio, del fin del mundo o del juicio final.
Por otro lado, vemos que ese mal demanda ser purgado, una imagen más en el modelo categorial de la peste que el padre Puerta, junto al resto de exorcistas, utiliza en su corpus explicativo del padecimiento humano. Como he señalado, el sacerdote se vale de otras tantas cualidades polisémicas de la gran categoría de peste para justificar la etiología de ese pathos, su naturaleza y comportamiento, su diagnóstico, pronóstico y tratamiento. En su exégesis, por ejemplo, prevalecen las imágenes de la infestación y la infección; de la fetidez, la purulencia y la putrefacción; del peligro del contacto con las víctimas, con objetos, lugares y otros vectores infecciosos y de la amenaza del contagio masivo (“está suelto entre la humanidad”, “afecta a millones de personas en el mundo”); en suma, de una enfermedad epidémica que demanda ser curada y que requiere prevención. Desde una versión pretendidamente higiénica y epidemiológica, desde esta patologización del mal, el cura conecta de nuevo con un metarrelato cataclísmico y devuelve a sus fieles a la inminencia de la catástrofe, a un Apocalipsis remanecido que involucra toda forma y toda escala de sufrimiento.
Hoy, sin la opción del encuentro ritual por cuenta del distanciamiento social promovido para contener la emergencia sanitaria, los peregrinos solo se tienen unos a otros en una ciberfraternidad de orden global; una comunidad imaginada que se estrecha con la unificación de un lenguaje en torno a la “gran peste”. Sin poder cumplir con su principal guía para la acción, la de retornar mes a mes al combate ritual en el santuario, solo les queda abrazarse sin reparos al ejercicio de los otros dos mandatos: conservarse siempre fieles y permanecer expectantes ante los signos de los tiempos.
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Notas