Temático

Resumen: El presente artículo explora la relación entre modernidad y religión a partir de los discursos de miembros de la Iglesia Adventista del Séptimo Día en el sur de Chile. La investigación se sitúa en Valdivia, ciudad caracterizada por la pluralidad religiosa, y busca conocer las definiciones y características que los propios creyentes atribuyen al fenómeno de la modernidad. A partir de una aproximación cualitativa que incorpora el análisis del ciclo vital de los creyentes, se recogen discursos que dan cuenta de una visión tensionada de la modernidad. Las nociones de mundanidad y desplazamiento, propuestas por los propios entrevistados, nos permiten una reflexión con base en sus experiencias vitales. Los creyentes desarrollan una valoración de lo moderno que no permanece estática, sino que se torna compleja en virtud de los cambios que experimentan a lo largo de su vida. Se manifiesta una postura de indocilidad frente a un mundo que es concebido como peligroso para la vida en la fe, pero que también ofrece posibilidades de integración parcial. Es, en suma, un nexo entre transformaciones personales, normas grupales y presiones externas cuyo análisis contribuye a aterrizar y enriquecer la vieja, aunque nunca acabada, problematización de las relaciones entre modernidad y religión.
Palabras clave: modernidad, adventismo, mundanidad, desplazamiento, investigación cualitativa.
Abstract: This article explores the relationship between modernity and religion through the discourses of members of the Seventh-day Adventist Church in southern Chile. The research is located in Valdivia, a city characterized by religious plurality, and seeks to know the definitions and characteristics that the believers themselves attribute to the phenomenon of modernity. From a qualitative approach that incorporates the analysis of the life cycle of believers, discourses are collected that show a tensioned vision of modernity. The notions of worldliness and displacement, proposed by the interviewees themselves, allow us to reflect on their life experiences. Believers develop a valuation of modernity that does not remain static, but becomes complex by virtue of the changes they experience throughout their lives. A posture of indocility is manifested in the face of a world that is conceived as dangerous for life in faith but which also offers possibilities of partial integration. It is, in short, a nexus between personal transformations, group norms and external pressures whose analysis contributes to ground and enrich the old, though never finished, problematization of the relationship between modernity and religion.
Keywords: modernity, Adventism, worldliness, displacement, qualitative research.
INTRODUCCIÓN
¿Cómo sobreviven las creencias religiosas en una sociedad moderna? La pregunta no es trivial si consideramos que por largo tiempo las ciencias sociales plantearon que el desarrollo de la modernidad coincidiría con la progresiva desaparición de la religión (Bruce, 1992). Numerosas versiones de la teoría de la secularización diagnosticaron esta relación y previeron que el despliegue de la nueva era industrial y científica tendría como contrapartida el declive o, al menos, un retraimiento inevitable e irreversible de las creencias, prácticas y formas de organización religiosa que habían sido hegemónicas en épocas pasadas (Wallis y Bruce, 1992; Martínez, 2011). Pero lo cierto es que la religión no ha desaparecido. El desarrollo de la educación humanista, la economía industrializada, los intensos procesos de urbanización y todos aquellos elementos que podemos calificar como estructurantes de la modernidad no han llevado a la desaparición de las creencias religiosas, aunque sin duda las han moldeado y sometido a presiones transformadoras. De hecho, la modernidad ha sido incorporada, con mayor o menor entusiasmo, en la propia autocomprensión de las comunidades de creyentes y, como lo expresó Habermas, “la religión no se ha vuelto irrelevante como ‘comunidad de interpretación’ en numerosos asuntos sociales y morales” (2008: 3).
En este artículo exploramos el modo en que el fenómeno de la modernidad adquiere sentido y es incorporado o rechazado por los creyentes adventistas que constituyen una “comunidad de interpretación”. A partir de una investigación cualitativa basada en entrevistas, nos aproximamos a la comunidad adventista de la ciudad de Valdivia, capital de la Región de Los Ríos en el sur de Chile, para analizar por una parte, los momentos más relevantes de la formación religiosa durante su ciclo vital y por otra, los modos en que conceptualizan el polisémico término de modernidad y definen orientaciones de acción respecto a sus elementos característicos.
En un contexto de pluralidad religiosa como el de la ciudad de Valdivia, el estudio del adventismo nos aproxima a una comunidad que vive la modernidad sin dejarse absorber por ella. Así, junto a una importante labor de organización que los conecta con la sociedad local -en la que destacan las instituciones educativas por ellos formadas-, se mantiene la rigurosa observancia del sábado, el respeto a la Biblia como único instrumento legitimador de creencias y la espera en torno al regreso del Mesías. Para los miembros de la Iglesia Adventista del Séptimo Día la articulación entre estas creencias y prácticas y las exigencias de la sociedad moderna no es sencilla. Por lo mismo, los creyentes -hombres y mujeres adultos/as que forman parte de la comunidad adventista de la ciudad de Valdivia- desarrollan elaboradas reflexiones sobre el valor y el significado del mundo moderno. En estas valoraciones de la modernidad emergen con fuerza los conceptos de mundanidad y desplazamiento como articuladores de la tensa relación de los creyentes con la sociedad moderna que habitan. Para el análisis de estos discursos introducimos como dinamizador la categoría de “ciclo de la vida” (Winch, 1994), que nos permitirá observar de qué manera los vaivenes de la vida religiosa no sólo son observables a niveles macro históricos (por ejemplo, mayor o menor secularización), sino que permanecen asociados al devenir de la vida personal y al ciclo de cambios vitales experimentados por las personas. Así como las creencias religiosas no permanecen incólumes en la historia, tampoco lo hacen a lo largo de la vida personal. Los dieciséis creyentes que entregaron sus testimonios en esta investigación muestran diversas valoraciones de la modernidad según su pertenencia a distintos grupos de edad (jóvenes, adultos y mayores), aunque en último término comparten una postura indócil frente al mundo moderno y sus elementos característicos.
APROXIMACIONES CONCEPTUALES
Al iniciar el artículo mencionamos un lugar común, aunque productivo, de la reflexión que desde las ciencias sociales se ha hecho sobre la religión tras el advenimiento de la modernidad, a saber, el vínculo refractario entre una y otra. La modernidad ha sido comprendida como proceso histórico, pero también como proyecto cultural. Si bien su fuente se sitúa invariablemente en Europa, para luego ser adoptada y adaptada por las sociedades de otros continentes, el anclaje temporal del proceso varía según se consideren sus orígenes en el Renacimiento del siglo XV o en procesos como el fin del feudalismo, la formación de estados nacionales o el nacimiento de la economía industrial. Sin embargo, más allá de las divergencias sobre su origen, la modernidad ha sido ampliamente comprendida como un proyecto cultural de emancipación en que el ser humano expresa su voluntad de liberarse de toda coacción (Touraine, 1994). Un proyecto inacabado, caracterizado además por una peculiar capacidad para reflexionar sobre su propia excepcionalidad y diferencia respecto a épocas pasadas (Habermas, 1989).
Parte importante de la reflexión sobre la cultura moderna ha puesto especial atención a los quiebres que han conducido desde el teocentrismo medieval hasta el antropocentrismo contemporáneo, es decir, a la modernidad como ruptura entre el ser humano y la divinidad. Las versiones de la secularización son numerosas y nos llevan desde los clásicos de la sociología, como Marx con su teoría de la alienación religiosa y la identificación de su origen en las condiciones materiales de existencia (1966), pasando por Weber con la tesis del desencantamiento del mundo como expulsión progresiva de la magia (1983), hasta Durkheim con su preocupación por las consecuencias normativas que traía el debilitamiento de la vieja autoridad religiosa en sociedades seculares cada vez más fragmentadas (1974). En términos generales, las tesis clásicas de la secularización coincidieron en sostener que la religión se aminora, se oculta o tiende a desaparecer acosada por las lógicas racionalizadoras características del despliegue de la modernidad. Sin embargo, las versiones clásicas de la tesis de secularización progresiva de la sociedad comenzaron a ser cuestionadas ante la evidencia de que las creencias y prácticas religiosas no sólo no desaparecían, sino que eran más bien objeto de procesos de privatización o diferenciación funcional. Versiones matizadas analizaron las relaciones entre religión y modernidad, poniendo el énfasis no ya en la desaparición de la primera sino en el proceso de privatización o fragmentación, e incluso proponiendo un proceso de desecularización contemporáneo (Berger, 1999). También en una búsqueda por especificar esta relación, Bruce (1992) y también Tschannen (1992) ponen el acento en el agotamiento de ciertas funciones sociales cumplidas antaño por la religión, especialmente por las prácticas mágicas, frente a los avances científicos y tecnológicos que resultan tanto más eficaces en el dominio de la naturaleza. En suma, la religión no desaparece, pero va quedando progresivamente marginada de sus antiguas y prestigiosas tareas.
En el caso latinoamericano esta reflexión presentó numerosas variantes. La tesis de la secularización sedujo, entre otros, a teólogos de la liberación como Gustavo Gutiérrez, quien vio en esta tendencia una posibilidad de hacer crecer la semilla racional y emancipadora contenida en el cristianismo (Gutiérrez, 1971). Pero también generó una reacción entre quienes sostenían que la mentada tesis no era más que el trasplante de una generalización de la experiencia histórica de algunas naciones europeas hacia suelo americano, donde la religiosidad popular seguía constituyendo el sustrato de la identidad cultural (Methol Ferré, 1977; Morandé, 1987). Así, el debate abierto por la tesis de la secularización se convirtió en un campo fértil de reflexión, no sólo para contradecirla sino también para especificar la situación propia de sociedades latinoamericanas, que desde fines del siglo XIX atravesaron un lento pero constante declive del monopolio católico y una creciente pluralización religiosa en la que las comunidades protestantes juegan un rol muy relevante (Chacón, 2002; Bastian, 2007; Serrano, 2008; Carbonelli y Mosqueira, 2010; Blancarte, 2014;). A esta pluralización comienzan a sumarse también en el último tiempo no-creyentes y “católicos a mi manera” (Parker, 2005). La profundización de este debate sobre las relaciones entre secularización y modernidad permitió también una comprensión más precisa de la secularización como laicización de las instituciones (Martínez, 2011) y, por lo mismo, como cambio en las actitudes de los actores sociales respecto a éstas. Como lo expresa Mallimaci, la secularización se verificaría “en la toma de distancia de los mandatos institucionales a nivel de la vida cotidiana […] y en un funcionamiento diario en que cada uno recompone su propia creencia en Dios de miles de maneras diferentes” (2008, 129).
Si bien la tesis de la secularización de la sociedad en su versión clásica no se ha verificado empíricamente de modo total, la reflexión sobre este binomio en constante tensión fue un importante motor para pensar procesos de cambio social y cultural en el largo plazo. Su formulación se torna una macro tesis evolutiva que nos habla de un movimiento direccionado, estructural y de largo alcance. Una perspectiva diacrónica de cambio social en la que se verifican cambios acumulativos y que nos aproxima más a una perspectiva histórica de larga duración que a una orientada por eventos o acontecimientos puntuales. Pero ¿es esta la única perspectiva o acaso la más relevante para comprender los cambios que acontecen en la vida cotidiana de los creyentes que despliegan su vida en una sociedad modernizada? Ya Tschanen advirtió que una tesis de amplio alcance como la de la secularización se sostiene en el presupuesto de una “edad de oro de la religión” (1992: 167), es decir, un tiempo pasado en que los pueblos habrían vivido bajo pleno dominio y convencimiento de ideas religiosas. Ese presupuesto de plenitud originaria de la creencia resulta necesario si se desea plantear su ocaso posterior. Sin embargo, como sugiere Paul Veyne al referirse a las modalidades de creencia y a la (in)docilidad frente a la palabra de otros, incluso las épocas más fuertemente religiosas conocieron el descreimiento o la duda frente a la palabra sagrada: “cada sociedad ha tenido sus impíos, más o menos numerosos y petulantes según que la autoridad haya sido más o menos indulgente” (1987: 67). Frente a una perspectiva orientada al largo plazo, que requiere del supuesto antes mencionado de una “edad de oro de la religión” para pensar un proceso de decaimiento continuo y unidireccional -y que supone también una suma docilidad ante la palabra expresada por otros-, estimamos útil la consideración de otra temporalidad que puede contribuir en una hermenéutica situada de las relaciones entre religión y modernidad. Nos referimos al ciclo vital.
En su propuesta para comprender culturas ajenas y sus instituciones, el filósofo Peter Winch insistió en la necesidad de considerar tres conceptos claves: nacimiento, maduración sexual y muerte1. Son conceptos delimitadores de la noción misma de vida humana. Ni el nacimiento ni la muerte son acontecimientos como otros en la vida, sino los límites en los cuales ella está inscrita. Por otra parte, la madurez sexual constituye un modo de ser respecto a otro/a. Son conceptos relacionados entre sí que determinan el espacio ético “en el que pueden ejercerse las posibilidades de lo bueno y lo malo en la vida humana” (1994: 79). Pero son también un fundamento epistemológico que contribuye a la comprensión de una cultura: “están ineludiblemente supuestas en la vida de toda sociedad humana conocida, de un modo que nos proporciona una clave donde mirar si nos encontramos desorientados acerca del sentido de un sistema de instituciones extraño” (1994: 79-80). La inconmensurabilidad entre culturas o grupos humanos encuentra un límite justamente en estos elementos del ciclo de la vida, en torno a los que se organiza la vida interpersonal e institucional. Tomamos de Winch la propuesta de considerar esta micro temporalidad, la del ciclo vital, para dinamizar y organizar el análisis de los discursos que los creyentes adventistas generan sobre la modernidad. No nos centraremos exclusivamente en el nacimiento, la madurez sexual y la muerte, sino en los periodos de crecimiento y cambio personal (infancia, adolescencia y juventud, adultez y vejez) como ejes de los procesos que atraviesan los creyentes en su trayectoria espiritual. Esto nos permitirá visualizar que las creencias religiosas no sólo cambian a nivel comunitario en los largos plazos, sino también y de manera muy aguda, en el ciclo de la vida de cada persona.
Comunidades religiosas como la adventista de Valdivia no sólo no han desaparecido por fuerza del despliegue de la modernidad, sino que han fortalecido su unidad como comunidades de interpretación, es decir, como colectivos que desarrollan y comunican una comprensión común de lo sagrado y establecen los límites de dicha hermenéutica en un contexto social específico. En el caso de la comunidad adventista estudiada, dado el fuerte trabajo que realiza en el ámbito educativo, algunos de los espacios más relevantes en que se ejercen estas tareas de interpretación son también formativos, a saber, la escuela sabática, clase de religión, cultura cristiana y clase bíblica, todas ellas instancias en las que se realizan procesos de instrucción doctrinal y espiritual. Bravo (2016) ha destacado la importancia de la lectura e interpretación de la Biblia en el adventismo como práctica innovadora, eficaz en la conversión y generadora de un poder discursivo asociado al conocimiento acabado de las escrituras. Son espacios donde se interioriza colectivamente la creencia y se practican también los ritos de oración y entonación de cánticos. Son, en suma, espacios donde predomina la docilidad frente a la palabra reconocida como sagrada. Pero esta docilidad tiene, al menos potencialmente, su reverso en la indocilidad frente a aquello que se opone a la palabra aceptada.
BREVE HISTORIA DEL ADVENTISMO
La historia de la Iglesia Adventista del Séptimo Día (IASD) tiene su origen en la predicación de William Miller (1782-1849), un agricultor de New York convencido del inminente regreso de Jesús a la tierra (Quispe, Burt y Timm, 2013). Miller, de origen y formación cristiana, mantuvo durante su juventud contacto con intelectuales deístas, alejándose de su formación original. Posteriormente, tras la guerra anglo-norteamericana de 1812, tomó la decisión de retomar su vida cristiana. La lectura bíblica lo llevó a concluir, a partir de la profecía de los 2.300 días de Daniel 8:14, que el mesías retornaría el 22 de octubre de 1844. A partir de esta profecía inició un amplio proceso de prédica (McFarland, 2006). Sus seguidores fueron conocidos como milleritas y tuvieron su primera dispersión luego de que llegada la fecha, la interpretación profética no se cumpliera. El reavivamiento posterior vino de mano de los adventistas sabatistas, un conjunto de organizadores y una profetisa (Joseph Bates, James White y Ellen G. de White), que contribuyeron a que en 1863 la comunidad de creyentes se organizara oficialmente, eligiendo cargos y desarrollando una estructura definida (Schwarz, 2002). De esta forma, la Iglesia inicia una expansión geográfica sin precedentes: Australia, Nueva Zelanda, Europa occidental y oriental, partes de la India y Latinoamérica, siendo Brasil y Argentina los primeros países con una presencia adventista considerable. En el caso argentino, Flores (2008) ha caracterizado los inicios del adventismo como un expansivo “proyecto de colonización” con eficaces estrategias de conversión desde fines del siglo XIX.
En el caso chileno, la presencia adventista se manifestó por primera vez en 1885, con la llegada de los franceses Claudio Dessignet y su esposa Antonieta S. de Dessignet, quienes se radicaron como colonos en las cercanías de Chanco, actual región de la Araucanía (Pacheco, 2004: 11). Posteriormente, en el año 1891, el británico Clair A. Nowlin llega al Río de la Plata y, tras recorrer gran parte del sur de Argentina, entra en Chile por la Patagonia, aunque sin contar con mayor éxito en el proceso de reclutamiento hasta su llegada a Valparaíso (Plenc, 2013: 64). A esta ciudad puerto llegaron en 1894 los vendedores de Biblias Frederick Bishop y Thomas Davis, protagonistas de la expansión adventista. Dicha expansión resultó tan amplia que encontramos al primer pastor adventista chileno, el hojalatero Julián Ocampo, en el pueblo de Huara, al extremo norte del país. En los últimos años del siglo XIX y principios del XX el adventismo extiende su presencia desde la capital Santiago, el puerto de Valparaíso y la ciudad de San Felipe hacia ciudades del centro y sur del país como Angol, Los Ángeles, Mulchén, Victoria, Perquenco y Pitrufquén, llegando en 1918 al extremo sur del país donde se organiza la iglesia de Punta Arenas (Plenc, 2013: 38). Es pertinente mencionar que a partir de 1883-1884, con motivo de la promulgación de las leyes laicas, se había iniciado en Chile un proceso de apertura hacia otras religiones, más específicamente, denominaciones protestantes. Estas agrupaciones comenzaron a tener mayor presencia como resultado de las políticas de migración promovidas por el Estado para intensificar la ocupación de las tierras del sur, usurpadas al pueblo mapuche tras la invasión del Wallmapu (1869-1881). Así, entre finales del siglo XIX y principios del XX nos encontramos en un escenario en el que se conjuga el lento declive del monopolio católico, la represión de las creencias indígenas y la irrupción de nuevas iglesias cristianas. El proceso de pluralización se consolidará algunas décadas más tarde (1925) con la separación definitiva de la Iglesia y el Estado chileno.
El origen de la presencia adventista en la ciudad de Valdivia no tiene un registro claro. A partir de las entrevistas realizadas, se ha podido confirmar que hacia 1944 ya existía la congregación en la ciudad. Por aquellos años la hermandad, como se autodefinen los miembros de la Iglesia, sumaba cerca de ochenta personas (comunicación personal, hombre 74 años, septiembre 2018). Considerando la llegada del adventismo a otras localidades cercanas, como Pitrufquén en 1906, y más australes, como Punta Arenas en 1918, es muy probable que los inicios de la IASD en Valdivia se remonten a la década de 1920.
A partir de la década de 1950 se consolida un proceso de desarrollo organizacional, con hitos como la adquisición de un edificio propio en la ciudad, la Iglesia Central de Valdivia, inaugurada el 7 de octubre de 1961. Este evento fue transmitido por la popular radio Baquedano, hecho que constituyó un hito en el logro de nuevas adhesiones (Cameron, 1962: 17). Los años posteriores verán el crecimiento de la IASD en membresía, en nuevos lugares de culto en la ciudad y su expansión hacia nuevos núcleos urbanos, como San José de la Mariquina, Mafil y Niebla. Un punto relevante de este desarrollo será la apertura del Colegio Adventista de Valdivia en 1963, institución que hasta hoy tiene una posición relevante en conectar la comunidad adventista con la sociedad local.
Es interesante notar que el crecimiento local se vincula con modificaciones de la estructura organizacional en términos globales. Actualmente la IASD distribuye su administración en catorce divisiones que cubren partes delimitadas del mundo, como las sudamericana, transeuropea, africana centro-oriental, etc. Estas entidades a su vez se dividen de forma progresiva y decreciente, primero en uniones, posteriormente en asociaciones y finalmente en distritos administrados por los pastores locales. Toda esta estructura es dirigida por la asociación general que se encuentra en Washington, Estados Unidos.
METODOLOGÍA
Esta investigación cualitativa se realizó en base a dieciséis (16) entrevistas en profundidad semiestructuradas2 (Hernández et al., 2010), destinadas a recoger las percepciones de los creyentes sobre la modernidad. Todos los/as entrevistados/as son miembros de la Iglesia Adventista de Valdivia en la actualidad y fueron seleccionados teniendo como base los lineamientos de la tabla 1. En las entrevistas se abordaron aspectos de la vida cotidiana y de la valoración que otorgan los creyentes a las distintas prácticas asociadas a su vida religiosa. Se indagó sobre los momentos de cambio más importantes a lo largo del ciclo vital y la transformación de las creencias y prácticas a través de estos distintos momentos. Las entrevistas permitieron una aproximación íntima pero que, mediante las referencias a la modernidad, se proyecta a temas sociales y religiosos de mayor amplitud.

RESULTADOS
La creencia religiosa a través del ciclo vital
Profundicemos ahora en la dinámica que adquieren las creencias a lo largo del ciclo vital de los creyentes. Distinguimos tres etapas: la primera, cuando se produce la adopción de creencias, es la niñez y adolescencia; la segunda etapa es la de la juventud y el paso a la adultez que aborda el momento de mayores tensiones personales asociadas a la condición de creyente en un mundo moderno; y una tercera etapa, la vida adulta, momento en que las creencias tienden a consolidarse. Del análisis de esta última etapa se desprende una reflexión en torno a lo que denominamos “el otro ciclo vital”, referido a la expectativa de una vida después de la muerte.
Primera etapa: la adopción de un ideario
En esta etapa que comienza en la niñez, y se extiende a través del proceso formativo, hay tres espacios fundamentales: el hogar, el espacio eclesiástico y la escuela. Todos ellos son relevantes en la interiorización de enseñanzas y doctrinas bíblicas por medio de prácticas y referentes espirituales. Entre las prácticas se mencionan de manera recurrente la oración, el estudio bíblico y el acto de congregarse o reunirse. La primera y la segunda son complementarias, siendo la primera un modo de comunicación eficaz con la divinidad y la segunda el medio por el cual la divinidad se comunica y presenta sus designios a los creyentes. Ambas prácticas permiten constituir una relación de comunicación humano-divina. Por su parte, la tercera práctica mencionada guarda relación con la consolidación de vínculos sociales y la pertenencia a una comunidad de creencias. Uno de los entrevistados distinguía las dos primeras prácticas como parte de una relación vertical, por ser humano-divina, y la tercera práctica de congregación como horizontal, por ser una relación entre hermanos (hombre 51 años, septiembre 2018).
En esta etapa cobra gran relevancia la presencia de referentes espirituales (adultos) como orientadores de las prácticas antes mencionadas. Padres o abuelos en el hogar, maestras de la escuela sabática en el espacio eclesiástico, profesores o capellanes en el espacio educativo, cumplen estos roles referenciales. A propósito de la creciente importancia que en este proceso formativo adquiere la literacidad, recogemos la cita de una entrevistada:
“quien me llevó a la Iglesia desde que nací fue mi abuelita […] ella era una persona muy creyente, pero era analfabeta y desde que yo empecé a leer en primero básico, ella me hacía que le leyera la biblia y la escuela sabática, esto me ayudó a aprender a leer más rápido y a consolidarme en la fe. Yo todavía era bien chica cuando ya había leído la Biblia completa dos veces” (mujer 59 años, agosto 2018).
Las diversas prácticas formativas realizadas tienden a complementarse y reforzarse en torno al objeto de mayor prestigio: la Biblia3. En este proceso, la instrucción sobre cuestiones que trascienden la experiencia sensorial y racional se hace constante. Las menciones a la intervención divina y a los milagros en la vida cotidiana de los creyentes forman parte de la educación temprana, continuando un patrón común en la formación religiosa de otras iglesias cristianas. De acuerdo con las entrevistas realizadas los recuerdos asociados a esta etapa formativa están exentos de las tensiones que posteriormente surgirán como consecuencia del encuentro con el mundo.
Adolescencia y juventud como etapa de ambivalencia
“Los mayores cuestionamientos se producen en la etapa evolutiva de la adolescencia, que es una etapa que se caracteriza por las tensiones, por los ajustes, por las contradicciones y por la búsqueda de una identidad […] y eso se produce porque los adolescentes se plantean desde el mundo de lo posible, ya no es tanto el dogma, las enseñanzas o la normas, sino que ellos comienzan a buscar la autonomía y producto de esto surgen los primeros cuestionamientos, ya que esa autonomía se produce en función de los padres y son ellos los que representan la religiosidad en la casa” (hombre 36 años, agosto 2018).
La cita anterior expresa muy claramente el desafío que presenta esta nueva etapa para los jóvenes adventistas. Una actitud de cuestionamiento respecto a la propia formación religiosa se conjuga con los estímulos sociales modernos que comienzan a ser accesibles en esta edad. Como sostiene uno de los entrevistados utilizando imágenes bíblicas para expresar una evaluación crítica de su actitud:
“[En la juventud] no me supe mover entre todo lo que la modernidad presenta, no fui como Jesús o los apóstoles, yo fui Pedro, lo negué a tal punto que el gallo se cansó de cantar, fui Judas, lo entregue y traicione tantas veces que podría haberme comprado no solo un terreno sino varias hectáreas” (hombre 35 años, junio 2018).
Según los entrevistados, adolescentes y jóvenes se caracterizarían en esta etapa por disponerse a probar cosas nuevas y, por ende, corren riesgos. Sin embargo, esto no implica siempre un abandono de la vida religiosa, sino el desarrollo de una ambivalencia: continuar con las prácticas religiosas aceptadas por la comunidad y, a la vez, llevar un estilo de vida cotidiano secular. Como relata una entrevistada, los jóvenes viven en una “dualidad, es decir, viven tanto en el mundo como fuera de él, costándoles trabajo ser de una sola línea. Lo ideal sería que tuviesen una vida espiritual plena o que estuviesen totalmente afuera, pero es muy cómodo estar en el intermedio queriendo tenerlo todo” (mujer 59 años, agosto 2018).
Adolescencia y juventud son las etapas en las que se producen los mayores acercamientos a las prácticas, objetos y modos de vida considerados modernos, contribuyendo así al desplazamiento de lo divino. Uno de los mayores riesgos consistiría en exacerbar la autoafirmación personal, desatendiéndose de la importancia divina. En paralelo al desarrollo de esta etapa caracterizada por la problematización de la fe, la comunidad educativa se articula en torno a los adolescentes y jóvenes por distintos medios (programas y ministerios) para reforzar el proceso formativo y la educación espiritual: “lo que se busca es que los adventistas más jóvenes se sientan plenos al decir yo soy adventista, y que obviamente eso sea suficiente para sus ansias de identidad” (hombre 36 años, agosto 2018).
Adultez y vejez: la consolidación de la creencia y la apertura al otro ciclo vital
Si bien los diversos testimonios recogidos apuntan a que no hay un momento preciso en el que se produce la consolidación de las creencias, ésta aparece notoriamente más asociada a la etapa de la adultez, cuando se perfila un estilo de vida que tiende a resolver, al menos en parte, las tensiones de la vida religiosa con la mundana modernidad. En este contexto “consolidación” significa una sólida interiorización del dogma y el estilo de vida asociado. Esto no impide que muchos creyentes vivan al filo de la contradicción entre el credo religioso y la práctica mundana. La tensión entre religión y modernidad forma parte de la experiencia adventista, incluso entre quienes consideran haber consolidado su creencia. La diferencia está dada por las capacidades que se poseen para no alejarse demasiado de la vía espiritual:
“Yo pienso que las diferencias espirituales que pueden haber entre un adulto y un joven no son diferentes a las que se dan en otros ámbitos […] yo creo que el adulto tiene una vida espiritual más constante o más firme, mientras que el joven puede ser más intermitente […] sobre todo por el entorno, ya que los jóvenes son muy influenciables y todos de alguna forma experimentamos aquello […] Ahora esto no significa que los jóvenes no puedan tener una vida espiritual sólida […] yo pienso que algunos tienen una mejor vida espiritual que muchos adultos, pero si tuviese que hablar de la mayoría diría que hay una diferencia de solidez” (mujer 60 años, septiembre 2018).
Pero si la adultez puede identificarse como una etapa donde tienden a mermar las tensiones con la modernidad y los elementos mundanos que la caracterizan, resurge una idea cuya semilla ha sido sembrada desde la primera infancia: la expectativa de una vida después de la muerte, el acceso a un nuevo ciclo vital inscrito en el plano supraterrenal. En esta etapa, la esperanza de una ‘vida póstuma’ se conjuga con la decisión de llevar una vida estricta en términos religiosos:
“la decisión de seguir a Dios es justamente eso, una decisión. Dicho de otra manera, yo elijo seguir a Dios para poder vivir eternamente con él […] Es en este proceso donde Dios nos aconseja y nos señala qué es lo que es bueno y qué es lo que es malo, con el fin de refinar nuestro carácter para la eternidad, pero eso no lo consideramos como una barrera que nos limita, sino como baranda que nos cuida del peligro y eso las personas no lo entienden” (mujer 53 años, septiembre 2018).
Si la modernidad implica un proceso de desplazamiento de la divinidad como figura central, entonces supone también un descentramiento de las ideas trascendentales asociadas a una vida después de la muerte. Sin fe en Dios no hay paraíso. La situación adventista contrasta con el catolicismo, que asocia la posibilidad de acceder a una vida celestial por las obras realizadas en el mundo. En el caso adventista, como en otras denominaciones protestantes que sostienen la doctrina de la sola fides, se establece una importante diferencia en este punto. Al creer en la salvación por la fe no hay obra o acción humana que sea suficientemente loable como para dirimir el acceso al plano celestial post mortem. Sólo creer en Jesús y en su sacrificio salva. Las acciones carecen de verdadero valor “ya que si nos abstenemos de algo es por amor a Dios y porque sabemos que será de beneficio para nuestras vidas, pero no para salvarnos” (mujer 32 años, agosto 2018). Volvemos a encontrar en este punto un viejo tópico cristiano referente a la motivación última del obrar, muy claramente expresado en la cita anterior.
La modernidad como mundanidad y desplazamiento
Entre los entrevistados la modernidad se asocia constantemente con lo mundano, la mundanalidad o, simplemente, el mundo. El uso de este concepto tiene predominantemente un carácter normativo que pone énfasis en lo mundano como aquello que se contrapone a los principios cristianos-adventistas: “el que no cree en Dios, a este le llamamos mundo o nos referimos a él como a alguien que pertenece al mundo […] Y en cuanto a la mundanalidad se apunta a lo mismo, es todo lo que no está acorde con los principios o creencias cristianas” (mujer 59 años, agosto 2018). Es una concepción negativa que caracteriza como mundanalidad tanto a las prácticas como a los pensamientos pecaminosos que atentan contra las bases inmutables del dogma. Emerge a partir de este concepto de mundanidad la idea de una batalla entre el bien y el mal, entre las figuras de Dios y Satanás. Un entrevistado lo expresa de la siguiente manera:
“[Mundano] es un término que Jesús también utiliza, y la Biblia utiliza, cuando Jesús dice: en el mundo tendréis aflicción (Juan 17:11). Muchas veces en el evangelio la palabra mundo está asociada al mundo de pecado, es decir a las consecuencias de la desobediencia a Dios.” (hombre 52 años, agosto 2018).
Recordemos que pecado es entendido en la Biblia como “iniquidad” (Nueva Biblia de Jerusalén, 1999: 1 Juan 3:4)4 o como la “transgresión de la ley” (Reina-Valera, 1960: 1 Juan 3:4). El pecado constituye la condición de distanciamiento y contrariedad respecto a la divinidad. Una de las sinonimias compartidas por los entrevistados es aquella entre mundanidad y modernidad:
“[La modernidad] es una etapa complicada, porque con ella han surgido una cantidad significativa de anti-valores y ha traído serias consecuencias en las conductas de las personas, en las formas de ser, en las ideologías y en todo ámbito de la sociedad. Yo creo que producto de la modernidad hemos mal entendido la libertad y hemos desembocado en una especie de libertinaje que atenta contra los valores y principios establecidos” (hombre 58 años, septiembre 2018).
Los principios de origen cristiano considerados universales “como por ejemplo el amor a Dios y al prójimo, que repercute en otros valores como el respeto, la obediencia, la tolerancia, la mansedumbre y la solidaridad” (mujer 60 años, septiembre 2018), son vulnerados por los nuevos valores mundanos asociados a la época moderna.
La mundanidad aparece entonces vinculada a un proceso cultural de despliegue de valores que atentan contra los valores religiosos y, por ende, degradan la relación humano-divina. Se menciona el “relativismo valórico” como aquella tendencia a actuar estrictamente según deseos y convicciones propias. Esto implica que las nociones de bien y mal, verdad y mentira, pueden variar según la voluntad personal y quedan desancladas de la palabra sagrada (hombre 58 años – mujer 53 años, septiembre 2018).
La modernidad se observa como un proceso de mundanización de la vida que afecta todas las dimensiones de la existencia. Pero resulta especialmente determinante al introducirse en la dinámica familiar, concebida como el pilar del orden social cristiano. Como lo plantea una entrevistada:
“[La modernidad] ha significado una reestructuración física y valórica de la familia, que es la entidad base de toda sociedad. Esta reestructuración ha provocado una serie de procesos que son negativos para el ser humano, y los resultados no podían ser de otra forma. Que quiero decir con todo esto, si la familia no posee ningún tipo de valores la sociedad en su conjunto tampoco los va a tener […] Al desmoronarse la familia tradicional, desaparecieron una serie de principios elementales como el respeto, el amor, la empatía, entre otros […] hoy en día lo único que esta sociedad moderna ensalza o valora es el individualismo y lo que yo puedo hacer por mí mismo” (mujer 48 años, agosto 2018).
Vemos así que la modernidad, interpretada como mundanalidad, conduce a ensalzar el individualismo, debilitando tanto las relaciones humano-divinas como las relaciones de la comunidad de creyentes. Las referencias a la modernidad como mundanidad se distribuyen de modo muy similar entre hombres y mujeres entrevistados, pero son predominantes en los entrevistados mayores de 46 años. Esto puede indicar una tendencia a tomar posiciones más críticas respecto a la sociedad secular en la edad adulta y en la vejez. Ciertamente, la visión de la modernidad como expansión de una mundanidad que degrada los valores religiosos opera, tal como mencionamos previamente, sobre el supuesto de una “edad de oro” en que los valores que están ahora en decadencia tuvieron su auge en épocas pasadas. No obstante, esta es sólo una de las posiciones que se manifiestan entre los entrevistados; también encontramos posiciones intermedias que buscan integrarse parcialmente a la vida moderna sin abandonar las creencias y prácticas que la trascienden.
Antes de analizar la categoría de desplazamiento, vale la pena destacar algunos elementos que nutren el imaginario sobre la modernidad en la comunidad adventista valdiviana. Lo nuevo que se impone a lo viejo está materializado en objetos, prácticas e ideas. Permítasenos reproducir en extenso un párrafo que detalla algunos de estos elementos:
“Para mí la modernidad son los avances que se van generando en diferentes ámbitos de la vida y de la sociedad, por ejemplo, las nuevas tecnologías, las redes sociales como el WhatsApp y el Facebook y también las nuevas tendencias que adoptan la personas, las cuales no siempre son buenas. Un ejemplo claro de esto último, son los temas hoy en día están en boga, como lo es el aborto libre. Antiguamente jamás se le hubiese ocurrido a alguien que eso era normal o al menos no se decía abiertamente, pero hoy, en la actualidad ese mensaje ha calado hondo en el pensar de muchas personas, sobre todo en las generaciones más jóvenes […] otro de los elementos que ha potenciado la modernidad, según mi punto de vista, es la creación y masificación de ciertos estilos musicales que entregan mensajes perjudiciales para el ser humano, como por ejemplo el considerar a la mujer como un objeto sexual o el vulgarizar la vida íntima de una pareja, todos son elementos que sin lugar a dudas vulneran la integridad de las personas, hacen que estas piensen menos y se vuelvan cada vez más como animalitos” (mujer 44 años, agosto 2018).
Los objetos, tendencias, prácticas o fenómenos culturales modernos no sólo degradan la relación humano-divina sino también la propia integridad humana, convirtiendo a las personas en animalitos, como dice la entrevistada. Pero lo cierto es que, así como emergen discursos con una fuerte carga de oposición moral a la modernidad, también surgen visiones que juzgan más finamente y con matices aquello que puede ser considerado bueno o malo en ella. Como dice un entrevistado que considera la modernidad y sus elementos como medio que puede ser utilizado para fines diversos:
“para mí la modernidad no es mala en sí, sino que es el uso de lo que es moderno lo que afecta para bien o para mal […] La modernidad va a atentar en contra de la religión siempre y cuando nosotros lo permitamos, inclusive estos elementos se podrían usar dentro de la Iglesia para beneficio de ésta y no es malo, no es pecaminoso. El problema radica en que muchas veces consideramos todo como negativo o demoníaco y hay que ser equilibrados en ese sentido. Para mí la modernidad es un medio para llegar a otras personas con el mensaje [cristiano] que de otra forma no lo podría hacer” (hombre 36 años, agosto 2018).
Esta última interpretación resulta especialmente relevante para comprender las tácticas a partir de las cuales es posible conciliar la cotidianidad en una sociedad moderna con las exigencias de una vida religiosa que puede, eventualmente, utilizar los recursos de la primera para fortalecer sus valores.
La comprensión de la modernidad como mundanidad se asocia fuertemente con otro concepto que emerge de las entrevistas, a saber, el desplazamiento de la divinidad. Los discursos se refieren en este punto a la relación directa que establecen los creyentes con la divinidad y al modo en que se ve trastocada en una sociedad moderna. A la pérdida de autoridad por parte de la Iglesia se suman el auge del humanismo y la exaltación de la razón, todos procesos considerados negativos para la fe:
“Para mí la modernidad destruyó mi fe, rompió el altar donde Dios estaba y al caer al piso vi que la figura era solo de yeso, había algo penoso en todo esto, no me afectó ver la estatua destruida, tampoco tenía intenciones de levantar la figura de Dios. En ese entonces yo estudiaba historia en una universidad equis […] y había dos mundos que influenciaron y condicionaron mi espiritualidad. […] El primero fue el mundo académico con su conocimiento y su arrogancia, este ambiente me hizo creer que ser cristiano es ser ignorante […] y el segundo la acción social, ver cómo miles de jóvenes estaban dispuestos a marchar, a perder la vida, a protestar por un mundo mejor, para cambiar la sociedad y dejarles a nuestros hijos un legado real. Mientras que la Iglesia dormía, y solo se prestaba para actividades sociales, cuestión que por supuesto mal interpreté en ese momento” (hombre 35 años, junio 2018).
El testimonio propone una imagen del colapso de la figura divina en un contexto de descreimiento al que fue conducido por la arrogancia del saber, pero también por la admiración hacia la acción política mundana. No resulta trivial la mención, por una parte, al saber y, por otra, a la voluntad de cambio social. Dios es desplazado así en dos dimensiones elementales de su naturaleza: primero, como fuente infinita y omnisapiente de respuestas ante los misterios más profundos de la vida y del universo y, segundo, en su condición de Dios sostenedor, dador de bendiciones y dispensador de justicia. El desplazamiento de la divinidad deja un espacio vacío que pasa a ser ocupado por el ser humano y sus potencialidades, debilitando el vínculo que existía entre ambos:
“la modernidad es la era del hombre donde la imagen de éste predomina, donde la escala y la medida de todas las cosas es el ser humano (…) y eso inevitablemente ha llevado a una crisis a la religión, ya que esta pasa a ser un elemento que no encaja en la idea del ser humano como el centro de todo” (hombre 36 años, agosto 2018).
En asuntos religiosos siempre es importante notar los matices. Para los entrevistados que abordaron explícitamente este tema, en su mayoría hombres jóvenes con educación universitaria, no se trata simplemente de que la razón humana sea una expresión demoníaca: es su exaltación la que atenta contra la espiritualidad del creyente. Por eso, el uso de la razón es considerada como un elemento positivo que, aunque asociado a la modernidad a partir del desarrollo de las ciencias, resulta necesario para una adecuada comprensión de las enseñanzas bíblicas. La totalidad de los entrevistados llegó a señalar que de alguna u otra forma (explícita o implícitamente) su fe era racional y que no se comprendía exclusivamente como producto de un sentimiento, aunque estos tuvieran lugar en ella. Esta idea se extiende incluso a la justificación del relato bíblico por medio de fuentes históricas y arqueológicas. El problema surge, para los creyentes, cuando se encumbra la razón humana al lugar que debería ocupar la divinidad. Esto puede conducir al rechazo de la vida religiosa en favor de estilos de vida mundanos. El uso religioso de la razón y la voluntad exigen que ambas permanezcan enmarcadas en los preceptos y enseñanzas bíblicas que operan como cortafuegos de una posible exaltación.
A modo de síntesis podemos distinguir dos grupos con posiciones distintas. Un primer grupo, con una interpretación negativa de la modernidad, está constituido por personas de un mayor rango etario (46 o más años). Así, las posiciones más críticas de la modernidad coinciden con un momento avanzado en el ciclo vital. Se conjugan en estos discursos la memoria de una etapa de mayor vigor de la fe en tiempos pasados, una fuerte reticencia hacia lo nuevo y una visión hostil hacia la mundanalidad de la vida moderna. Ciertamente esta posición no es exclusiva de este grupo, ya que hay una minoría de adultos de menor rango etario inclinados hacia esta posición, y también adultos de mayor rango etario que se excluyen de ella.
Un segundo grupo, mayoritariamente conformado por los entrevistados más jóvenes (entre 29 y 45 años), se caracteriza por poseer una postura más flexible frente a la modernidad: aunque se expresan conscientes de los peligros asociados, no la tematizan como perjudicial sino que extraen elementos positivos y provechosos para la búsqueda religiosa y el esfuerzo evangelizador. Es un grupo que acepta la irrupción de la novedad y se manifiesta dispuesto a realizar cambios en la organización eclesial en la medida que se mantengan orientados por el dogma. Como plantea de modo elocuente un entrevistado:
“Actualmente la sociedad mira al cristianismo como a una entidad descontextualizada, arcaica y esto se debe a que la sociedad avanza rápidamente hacia tendencias y cosmovisiones que el cristianismo no avala; esto inevitablemente crea tensiones, muchas veces da paso para que surjan ideas extrañas dentro de la Iglesia y se debe a que nadie quiere sentirse como un bicho raro, es un panorama innegable y hasta cierto punto entendible […] sigo pensando que la Iglesia debe modernizarse en aspectos formales, como en el rito, en la estructura, en las relaciones interpersonales, en las formas de evangelizar y es en estos sentidos donde pienso que la modernidad tiene cabida, pero no debe cambiar en la esencia” (hombre 36 años, agosto 2018).
Parte de la comunidad busca mantener un delicado equilibrio entre las exigencias de la vida moderna y aquellas de la vida religiosa. Se posicionan frente a la modernidad según la fórmula paulina “‘examinadlo todo; retened lo bueno’ (1 Tesalonicenses 5:21)” (mujer 48 años, agosto 2018). En este grupo hay también adultos de mayor rango etario que comparten esta postura flexible, como también hay un grupo minoritario de entrevistados más jóvenes que sostienen una visión hostil hacia la modernidad.
CONCLUSIONES
El principio cristiano de no-mundanidad, decía Arendt, es “sobremanera apropiado para llevar a través del mundo a un grupo de personas esencialmente sin mundo” (2009: 63). Hay en esto una observación histórica pero también una profunda paradoja: ¿cómo llevar adelante la vida en un mundo respecto al cual se pretende, a la vez, permanecer ajeno? ¿Cómo vivir en el mundo sin ceder a su seducción? No es la solución a este antiguo problema el que nos ocupa. Las más variadas tradiciones religiosas lo han abordado y poco tendríamos que agregar al respecto. Sin embargo, queda mucho por decir sobre el modo en que, en la práctica cotidiana, los creyentes dan sentido a su acción en un mundo que se plantea, por principio, discordante respecto a los valores de una vida religiosa lograda.
Considerando el concepto habermasiano de los creyentes como comunidades de interpretación, nos aproximamos a la Iglesia Adventista del Séptimo Día de Valdivia para abordar estas tensiones entre modernidad y religiosidad desde el punto de vista de los actores involucrados. Intentando problematizar la tesis de la secularización progresiva de la sociedad moderna, nos sumergimos en la temporalidad del ciclo de la vida de los creyentes y en el análisis de las tensiones constitutivas de su experiencia cotidiana. A partir del análisis de sus discursos pudimos identificar importantes cambios a lo largo de su ciclo vital. Son cambios que nos hablan de procesos iniciales de formación dogmática en la infancia, pasando por la agudización de la crisis de sentido a través de la adolescencia y la juventud, hasta llegar a un proceso de consolidación de la fe en la época adulta y en la vejez. A la identificación de estos cambios sumamos el análisis de dos categorías emergentes, que sintetizan la comprensión que los creyentes entrevistados tienen de la modernidad: mundanidad y desplazamiento. La primera, asociada a los aspectos negativos del mundo potenciados por la modernidad; la segunda, asociada a la pérdida de centralidad de la figura divina en una era donde la exaltación del saber y la voluntad humana pasan a ocupar un lugar predominante. Dos conceptos ligados entre sí que, a pesar de ser compartidos ampliamente, generan posicionamientos diferenciados. Por un lado, un grupo de mayor edad coincide en mantener una posición crítica y hostil frente al despliegue de la modernidad y sus elementos. Por otro lado, un grupo mayoritariamente joven sostiene la posibilidad de utilizar favorablemente los medios modernos para aumentar la eficacia de la evangelización y presenta una visión más flexible y abierta hacia el cambio y la novedad. Son fieles que se relacionan “tácticamente” (De Certeau, 1990: 50) con los elementos de la modernidad, sin considerar que en esto se vea perjudicada su vida religiosa.
La comunidad de interpretación adventista, si bien presenta diferencias tanto en la comprensión del mundo actual como en ciertas orientaciones de acción hacia el mundo, permanece contenida dentro de lo que se consideran límites impenetrables, siendo los más visibles la observancia del sábado, la dedicada lectura bíblica y una atenta vigilancia respecto de los peligros que acarrea la mundanización de la vida. Este último límite es lo que, siguiendo a Veynes (1984), hemos denominado indocilidad frente al mundo. La comunidad que se afirma unida por su creencia en una verdad sagrada se muestra indócil ante un mundo cuyo desenvolvimiento amenaza con corroer la verdad aceptada. Como vimos antes, esta indocilidad frente al mundo moderno puede oscilar desde la abierta hostilidad hasta la asimilación táctica de elementos que pueden ponerse bajo control. Como dice uno de los entrevistados: “debemos aprovechar las oportunidades, podemos modernizarnos, pero no mundanalizarnos. Cuando la Iglesia lo ha hecho direccionada por el Espíritu Santo se ve que la Iglesia avanza” (hombre 35 años, junio 2018).
Así, sea con menor o mayor apertura, el principio de no-mundanidad constituye un principio de indocilidad que exige una tensión de cuerpo y alma, si se nos permite la expresión, para quienes deben relacionarse con un ambiente que contiene de modo manifiesto o latente el peligro de la iniquidad. Los creyentes se ven envueltos en un esfuerzo constante por mantenerse alertas y suspicaces, por no ceder a las seducciones del mundo. Consideramos que indagar en los intersticios de la relación entre modernidad y religión, donde la indocilidad se ramifica en duda y en hostilidad, pero también en negociación y en táctica, nos abre a una perspectiva interesante sobre las fricciones que producen estos viejos conocidos, modernidad y religión, cuando colisionan en el espacio de la vida cotidiana.
AGRADECIMIENTOS
Los autores agradecen las/os miembros de la comunidad adventista que contribuyeron con sus saberes y experiencias en esta investigación. A las/os colegas de la Red de Estudios Sociales Contemporáneos sobre Creencias Religiosidades y Movilidades en Patagonia (RESCRyMP) y a la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo (ANID-Chile).
Referencias
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Notas
Información adicional
ARK: http://id.caicyt.gov.ar/ark:/s18537081/dnn0gcbs7