Resumen: El presente artículo se propone realizar un recorrido teórico sobre las producciones científicas enmarcadas y vinculadas al turismo y las prácticas New Age desde el campo disciplinar de la geografía. Las investigaciones de este tipo han demostrado una matriz apegada a la descripción de los espacios, su distribución y los flujos de personas y capital; sin embargo, a partir de las últimas décadas fueron emergiendo nuevas interpretaciones. En una perspectiva que intenta correrse de enfoques más tradicionales, se busca generar una propuesta de abordaje a través del prisma de la geografía cultural. Desde dicho enfoque, por un lado, se comprende al turismo como el resultado inacabado de un entramado complejo de procesos sociales y culturales donde suelen operar una gran cantidad de sujetos, procesos y símbolos. Por el otro lado, se busca trabajar con conceptos de lo sagrado no tan apegados a estructuras clásicas de estudios que permitan adentrarse en el universo de lo espiritual y la New Age.
Palabras clave: geografía cultural, espiritualidad, New Age, turismo.
Abstract: This article proposes to carry out a theoretical journey on the scientific productions framed and linked to tourism and New Age practices from the disciplinary field of geography. Research of this type has shown a matrix attached to focusing on the description of spaces, their distribution and the flows of people and capital, however, from the last decades new interpretations have been emerging. In this way, through a perspective that seeks to move away from more traditional approaches, it seeks to generate an approach proposal through the prism of cultural geography. From this approach, on the one hand, tourism is understood as the unfinished result of a complex network of social and cultural processes where a large number of subjects, processes and symbols usually operate. On the other hand, it seeks to work with concepts of the sacred that are not so attached to classical study structures, which allow entering the universe of the spiritual and the New Age.
Keywords: Cultural geography, Spirituality, New Age, Tourism.
Dossier
Turismo espiritual y prácticas New Age: una propuesta de abordaje desde la geografía cultural
Spiritual tourism and New Age practices: a proposal for a cultural geography approach
Las ciencias sociales y la geografía enfocadas en las prácticas turísticas
El turismo es un fenómeno que, aunque en la actualidad se puede pensar como una práctica masiva, en sus orígenes estaba direccionado a grupos reducidos que conformaban las élites.
Durante un tiempo extenso este tipo de práctica estuvo fuera de la órbita de interés de los estudios científicos; sin embargo, en la actualidad dicho escollo parece haber sido superado en gran parte debido a que el abordaje de los trabajos referidos al fenómeno turístico se encuentra consolidado y logró posicionarse como un tema de gran interés para científicos sociales de distintas disciplinas, constituyendo un dinámico, fructífero e interdisciplinario campo.
Las aristas desde donde se emprendió el tema son múltiples y van desde el impacto económico de la actividad turística (Figueroa, 1990; Hiernaux, 1989) hasta la patrimonialización y la construcción de los atractivos (Prats, 1998; Bertoncello et.al., 2003; Almirón et.al., 2006), entre muchos otros tópicos que, central o tangencialmente refieren a este campo.
A continuación, esbozaremos un recorrido de las producciones que consideramos de mayor relevancia para los abordajes que pretendemos llevar a cabo y las discusiones sobre las principales categorías teóricas.
Si bien entendemos que la interdisciplinaridad en las ciencias sociales es una herramienta no sólo válida, sino necesaria para la construcción de un conocimiento más provechoso, desde el área disciplinar de la geografía existen investigaciones que son de gran relevancia para el estudio de las prácticas turísticas. Es necesario mencionar que durante décadas los estudios geográficos, al igual que el resto de las ciencias sociales, se focalizaron en investigaciones de carácter descriptivo. Una de las excepciones a esta situación ha sido el giro que experimentó la disciplina hacia una mirada situada desde la geografía cultural. Al respecto, el geógrafo Daniel Hiernaux (2008) revela que el giro cultural llevó a que las prácticas turísticas deban analizarse a una escala tal que permita distinguir no solo las porciones del espacio apropiadas, sino también los juegos corporales para esta apropiación.
Una de las nociones centrales sobre las que se perfilan este tipo de investigaciones (en consonancia con las de otros cientistas sociales como Mac Cannell y Urry) es la idea de que los atractivos no son comprendidos como simples condiciones preexistentes a la valorización turística (Bertoncello et.al., 2003; Almirón et. al., 2006), sino a partir de la construcción de dispositivos que se ponen en juego y que son resultado de constructos sociales, provenientes de factores externos que buscan integrar a los territorios a circuitos de mayor amplitud. De esta manera, los territorios en general, y los lugares valorizados turísticamente (así como sus atractivos), ya no pueden ser entendidos únicamente por sus características singulares per se, sino a partir de la vinculación con otros espacios, flujos y direccionamientos a nivel global y con el circuito de mercancías, sujetos, conocimientos y demás factores de la producción (Trivi, 2019).
A partir de entender al turismo como un proceso y una práctica socio-cultural, los imaginarios se encuadran como otra categoría de gran relevancia, entendiéndolos como una creación socio-histórica de figuras, formas e imágenes que contienen significados y que se entretejen en las estructuras simbólicas de la sociedad. Además, poseen la capacidad de desplazarse a través del tiempo y el espacio (Lindón, 2017). Asimismo, Hiernaux (2002b) trabaja con la categoría analítica de imaginario turístico para evocar aquella sección del imaginario social referido a la práctica turística, o sea, a la gran variedad de manifestaciones de la experiencia social de viajar.
Todos los imaginarios turísticos se encuentran en un proceso constante de invención y construcción sujeto a cambios, modificaciones, y son inmanentes a las sociedades donde se practica el hecho turístico. Éstos, a su vez, están conformados por “cuatro idearios: la conquista de la felicidad; el deseo de evasión; el descubrimiento del otro y el regreso a la naturaleza” (Hiernaux, 2002a:12).
Además, son producto de distintas negociaciones en la que los sujetos involucrados intentan posicionar sus perspectivas, desde Estados en sus diferentes escalas, instituciones privadas, habitantes del lugar de destino, los turistas o visitantes en sí, cada uno con particulares intereses y posibilidades de ejercer poder en el proceso de construcción del espacio turístico. De este modo, mediante las identidades que los sujetos y grupos atribuyen a un lugar por el turismo, se genera el proceso de turistificación del territorio (Knafou, 1991). La turistificación es un fenómeno complejo y dinámico en el que operan numerosas dimensiones a tener en cuenta. Según este geógrafo marroquí existen tres fuentes que dan origen a la existencia de este proceso: el mercado (suele ser el predominante); el Estado y el turista, quien con su práctica espacial puede dar inicio al proceso de desarrollo turístico.
En este primer apartado hemos pasado revista a ciertos lineamientos principales de algunas de las categorías centrales que articulan la primera dimensión: el turismo y sus implicancias de orden geográfica.
De estudios sobre lo religioso a estudios sobre lo espiritual: la necesidad de un enfoque interdisciplinar
Los estudios orientados a fenómenos religiosos desde las ciencias sociales ya cuentan con un amplio recorrido desde diferentes disciplinas. Si bien a partir de la historia, la sociología y la antropología las investigaciones llevan un proceso notable de consolidación que comprende complejas discusiones teóricas y metodológicas, es probable que la ciencia geográfica sea la que de forma más tardía se haya incorporado de manera formal a este tipo de estudios. Esto fue posible gracias a una serie de antecedentes y trabajos de sistematización que de manera paulatina fueron conformando un campo en emergencia (Flores, 2018).
La geógrafa singapurense Lily Kong (1990) marca como probable puntapié inicial periodos que pueden plantearse a partir de la antigua Grecia, momento en el cual la humanidad comenzó a cuestionarse e investigar sobre los vínculos entre territorio y religión. Sin embargo, no se puede hablar de un campo específico y seguramente se trate de una “protogeografía de las religiones”, que con el correr de los siglos se irá consolidando. Además, si bien hubo un número importante de investigaciones, el afianzamiento del estudio espacial de las religiones se comienza a construir a la par de los procesos de institucionalización de la ciencia geográfica en el siglo XIX. En estos casos previos Flores (2018) sostiene que es común la presencia de un importante carácter naturalista y biologicista, vinculado con las tradiciones filosóficas decimonónicas.
Un aporte interesante durante este amplio arco temporal es el que Park (1994) detecta al atribuirle a Gottlieb Kasche la primera utilización en el ámbito académico del término “geografía de la religión” para referirse a sus análisis de la influencia y avance del cristianismo en el espacio. Racine y Walther (2006) sugieren que a partir del siglo XX comienza a darse una serie de estudios fuertemente arraigados al determinismo ambientalista, en donde se le atribuye a cada sociedad una naturaleza intangible, jerarquizada y ordenada según los atributos ambientales. Se les adjudicaba una importancia primordial a las causas naturales que, a su vez, se suponía que modelaban a las religiones. Una exponente de estos estudios es la geógrafa Ellen Churchill Semple (1911), alumna de Ratzel, quien en sus trabajos construye ideas que, por ejemplo, asocian el monoteísmo con los paisajes monótonos o el calor y la humedad con el budismo y el nirvana.
Los aportes de Mircea Eliade (aunque no es geógrafo), colocan la dimensión espacial en una posición cardinal. Según Eliade (1956) existen espacios sagrados con un conjunto de características que los separan de los demás, considerados no sagrados, o profanos. Nótese la definición por oposición en sentido residual: es profano porque no es sagrado, porque no tiene un conjunto de características que así lo definen. En palabras del filósofo rumano: “el espacio de lo sagrado crea heterogeneidad espacial, al contrario de la experiencia profana, para la cual el espacio es homogéneo y neutro: ninguna ruptura diferencia cualitativamente las diversas partes de su masa” (Eliade, 1956: 26).
Un momento de ruptura para los estudios espaciales de lo religioso está directamente relacionado con el ya mencionado giro cultural, al que aludimos en el apartado anterior. Al respecto, surgen cuestionamientos que no solo manifiestan preocupaciones por las expresiones espaciales materiales de la cultura, sino también por el simbolismo que para ciertos grupos de habitantes denotan algunos rasgos del paisaje religioso (Christlieb, 2006).
Racine y Walther (2006) sostienen que a partir de este modo de pensar la dimensión de lo sagrado (desde las ciencias sociales), empiezan a ser desplazados los estudios clásicos más vinculados a lo descriptivo para empezar a bucear en el universo de las inmaterialidades religiosas. Desde su posicionamiento explican: “estos enfoques permiten a la disciplina acceder a un nivel simbólico que el paisaje cultural no le proporciona de inmediato. Se requiere que el geógrafo realice una práctica desde el interior, que pueda agregarse a su conocimiento de las formas, de tal suerte que, conjuntamente, sentidos y signos ofrezcan una imagen más completa de sociabilidad religiosa” (Racine y Walther, 2006: 484-489).
Por su parte, la geógrafa brasileña Rosendhal introduce nuevos esquemas para pensar lo sagrado en clave espacial, con diferentes trabajos y aportes como la noción de hierópolis (Rosendhal, 2009), que alude a urbes donde la esfera de lo sagrado tiene un rol y poder primordial para la producción espacial.
Una cuestión que demandó un recorrido de alta complejidad fue (y es) la discusión del concepto de religión. Si bien se la puede catalogar como una noción polisémica, sobre todo si se la intenta construir a partir del sentido común, desde el plano formal científico también atravesó una serie de discusiones y críticas que llevaron a diferentes debates.
En la disciplina geográfica hubo trabajos, sobre todo desde las corrientes humanísticas y fenomenológicas, que nos permitieron sumergirnos en el universo de lo sagrado, más allá de lo estrictamente religioso. Yi-Fu Tuan (1974), referente de estas escuelas geográficas, propone que lo percibido a nivel ambiental es la respuesta de los sujetos a los estímulos desarrollados por el espacio que los rodea. Dichas ideas pueden vincularse con las geografías no representacionales de Thrift (2007), que buscan trabajar las relaciones sociales a través de las prácticas, cómo se generan o ejecutan las formaciones humanas y no humanas y no lo que se produce (Nigel, 1997). Así podemos pensar entre diferentes vínculos que se producen entre lo humano y lo no-humano.
El canadiense Relph (2012), a través de sus ideas de genius loci y “espíritu del lugar”, busca explicar aquellas porciones del espacio donde se activan creencias sobre entidades, espíritus y deidades y donde se da la presencia de lo sobrenatural a partir de las prácticas activadas por diferentes sujetos. En palabras del autor, el espíritu del lugar “se refiere a lugares que tienen una identidad muy fuerte y todas las partes parecen funcionar perfectamente juntas. Todos los lugares tienen su propia fisonomía (la fisonomía del lugar), pero el espíritu del lugar se asocia sólo a lugares excepcionales” (Relph, 2012: 23).
Más allá de las discusiones que se generaron y se generan hacia dentro de la geografía, es necesario pensar un abordaje espacial que considere lo sagrado como un fenómeno complejo, diverso y multidimensional (Flores 2018). Una vez más, creemos necesario hacer hincapié en la interdisciplinaridad como un camino necesario para enriquecer el proceso de construcción del conocimiento a través del diálogo que se genera entre diferentes enfoques.
Algunas posturas, como ya se mencionó, sostienen que a lo largo de los años se trabajó con una categoría de religión demasiado vinculada a la institucionalidad y la normativa. Frigerio (2020) propone que “detrás de las estadísticas religiosas clásicas se encubre un enfoque que no sólo es empiricista y cuantitativo, sino además eclesiocéntrico y occidentocéntrico porque tiende implícitamente a identificar a ‘la religión’ con su expresión eclesial como se ha dado en la historia del Occidente cristiano…” (p. 8). La poca flexibilidad y plasticidad frente a la noción de religión en los estudios sociales derivó, por un lado, en la concentración en aquellas prácticas que cumplen con dicha estructura, y por el otro, la invisibilización de un amplio espectro de manifestaciones de lo sagrado que escapaban a este rígido concepto.
El contexto de este campo denota un modelo (aplicable a la Argentina y a gran parte de Latinoamérica) en el cual la Iglesia católica, si bien no ejerce un monopolio (ni nunca lo ejerció), pregona una clara situación de diversidad religiosa por sobre el pluralismo religioso. Dichos conceptos a priori pueden parecer similares, pero mientras que el primero se utiliza para denominar la existencia de una variedad cultos, prácticas y símbolos ligados a lo sagrado en una sociedad, la segunda acepción se refiere a la aceptación y valoración positiva de dicha diversidad (Frigerio y Wynarczyk, 2008). Que en una sociedad se lleven a cabo un importante abanico de prácticas vinculadas a lo sagrado no es algo fuera de lo común; sin embargo, su aceptación social y visibilidad plena, no es lo usual. Estos procesos donde se regulan e invisibilizan ciertos tipos de manifestaciones de lo sagrado, se ejercen por parte de las diferentes instituciones estatales y otros actores que cuentan con prestigio, como periodistas, médicos, investigadores de ciencias sociales, etc. (Frigerio, 2018).
Debido a las maneras poco plásticas de entender y trabajar con el concepto de religión, creemos necesario realizar abordajes con propuestas mucho más complejas y abiertas, como las de Alejandro Frigerio (2020), quien sugiere un concepto de religión entendida como “una red de relaciones que involucra a los humanos con una serie de diferentes seres y poderes suprahumanos” (p.12). Lo interesante de la noción es que tiene en cuenta, por un lado, la idea de religión vivida de Orsi (2005), y por el otro, el enfoque del giro a lo cotidiano de Tweed (2015). De esta manera, se busca abarcar al conjunto de prácticas, simbolismos, artefactos y contextos que los devotos llevan a cabo en su vida cotidiana, inclusive en momentos y lugares que pueden ser entendidos como seculares o que a priori poco tendrían de religioso. Y es allí donde la geografía de las religiones tiene mucho que decir.
Pero las fronteras también se vuelven difusas respecto de categorías como religión en relación a otras más laxas como espiritualidad, aunque ambas reflejen morfologías de vincularse con ese universo de lo sagrado (o lo numinoso). Así, otra discusión que se busca tener sobre lo sagrado puede ser el uso de la categoría de espiritualidad, que también propone correrse de las nociones más rígidas y normativas. Al respecto, César Ceriani (2013) sostiene que es necesario desplazarse de este tipo de conceptos para poder “analizar realidades sociales heteróclitas, donde lo sagrado, lo político, lo estético, lo lúdico, lo artístico –entre otras manifestaciones– se refiguran en lógicas culturales diversas” (Ceriani Cernadas, 2013: 13). Ha primado una errónea perspectiva que condujo a delinear una tendencia de opuestos entre “lo espiritual” y “lo institucional”. En sintonía, Reneé de la Torre (2016) propone entender la espiritualidad como un nuevo conjunto de prácticas socialmente establecidas y direccionadas a experimentar lo sagrado, en las que diferentes actores desarrollan su relación personal con lo religioso y trascendente desplazando guías y pertenencias fijas.
Algunas de las prácticas sagradas de mayor interés para nuestra investigación geográfica, y que se relacionan con las nociones de religión y espiritualidad, son aquellas que giran en torno al universo de la denominada Nueva Era o New Age.
Para Gracia (2021) es importante comprender que, si bien la espiritualidad está profundamente vinculada con la Nueva Era, no es correcto posicionarla como completamente homologable a ella, ya que se trata de un universo dinámico y difícil de contornear. En otras palabras, “la noción de espiritualidad resulta inescindible de este movimiento, a pesar de no circunscribirse exclusivamente a él” (Gracia, 2021: 76).
El entramado complejo que compone este tipo de prácticas no debe entenderse en su funcionamiento como sistema o estructura, ya que florece justamente por su capacidad de adaptación a los contextos sociales y culturales en los que circula y toma formas diferentes que se alimentan de fuentes diversas. De ahí la necesidad de un abordaje contextual, geográfico y relacional del fenómeno.
Los dispositivos asociados a la llamada Nueva Era recrean prácticas de origen oriental y/o nativistas mezcladas con un fuerte contenido psicológico (Viotti, 2011). Surgidas originalmente en la costa oeste de los Estados Unidos, muchas de ellas resignifican categorías y prácticas novedosas sobre un modelo de matriz cristiana basado en la transformación personal (Carozzi, 2000). Dentro del contexto nacional, María Julia Carozzi ha entendido a la Nueva Era como un paraguas conceptual bajo el cual se incluyen las actividades de personas y grupos que no aceptan la denominación Nueva Era para sí, pero que se identifican con muchas de sus creencias y prácticas. Estas elaboraciones pretendieron dar cuenta de los cambios que sucedieron en Argentina a partir de la década de 1980, en la que se consolidó una red de movimientos que condensan ciertos elementos, como la parapsicología, el yoga, la reflexología y saberes orientalistas centrados en la meditación, etc. (Carozzi, 2000).
Más recientemente y refiriéndose al contexto latinoamericano, Renée De la Torre (2012) propone, a fines analíticos, comprender la New Age como una matriz de sentidos basada en principios holísticos que permiten establecer conexiones y analogías entre el selfy el cosmos bajo la inspiración utópica de modificar el mundo y sus relaciones.
Sería un ejercicio infructuoso concebir a la Nueva Era como un universo homogéneo hacia su interior, ya que este conjunto de creencias y prácticas derivan de una batería de disputas que se vienen gestando en torno a procesos históricos y territoriales y que presentan una variación espacial. Para el caso de América latina, las prácticas espirituales se vieron influenciadas por manifestaciones sincréticas. En los casos de México y Brasil, por ejemplo, los saberes indígenas se convirtieron en agentes que encarnan en los “buscadores espirituales”, quienes representan una sabiduría ancestral y un alto nivel de conexión con la naturaleza (De la Torre, 2012; Gracia, 2021). Si nos centramos en la Argentina, el movimiento Nueva Era se caracteriza por su alto flujo de circulación, la aceptación positiva de la autonomía como un valor y su matriz individualista (Gracia, 2021). Se define como un conjunto de saberes y disciplinas que se enfocan en la transformación individual e impactan en la identidad de sus practicantes (Carozzi, 1993).
En síntesis, el tipo de enfoque que se propone demanda una revisión profunda de las categorías de religiosidad y espiritualidad, y deriva en la necesidad de sumar perspectivas que den cuenta de vínculos con lo sagrado mucho más heterodoxos y alejados de las matrices convencionales con las que se ha evaluado la dimensión sagrada de los territorios.
Prácticas turísticas espirituales desde la geografía cultural
Hemos realizado hasta aquí un recorrido teórico sobre dos categorías, el turismo y la religiosidad (y para ser más preciso la espiritualidad), que a priori pueden parecer separadas pero que para el fenómeno que proponemos investigar deben codificarse, complejizarse y vincularse en los mismos espacios, tiempos y prácticas.
La geografía cultural desarrollada en las últimas décadas, sobre todo a partir de 1970 y el giro cultural, podría ser un enfoque muy adecuado para poder analizar, comprender e interpretar este tipo prácticas. Es a partir de este giro que surgen cuestionamientos que no sólo demuestran interés por las manifestaciones espaciales materiales de la cultura, sino también por el simbolismo que para ciertos grupos de habitantes denotan algunos rasgos del paisaje (Christlieb, 2006).
Así, la “nueva” geografía cultural busca lograr un papel emancipatorio y ciertas revisiones en el acervo de lo conceptual, más allá de no presentar demasiadas variantes en el aspecto metodológico. En este sentido, se permite abordar temas políticos y sociales actuales, tendiendo a interpretar a la cultura como una serie de relaciones políticas o de poder (Wagner, 2002).
Sin intenciones de minimizar la nueva estructura teórica elaborada a partir de los “giros culturales” en la ciencia geográfica, Zusman y Haesbert (2011) proponen que existen ciertas modificaciones en la estructura global que también llevan a pensar el conjunto de relaciones entre espacio y cultura. En primer lugar, el capital penetra de tal manera en las diferentes sociedades que algunas prácticas culturales (contemporáneas o no) se han convertido en objeto de mercantilización; el valor simbólico de las diferentes mercaderías o lugares está en aumento. Estamos en una etapa del capital donde probablemente ya no se consume la mercadería en sí, sino los símbolos que ésta contiene.
Una segunda cuestión a tener en cuenta es que a partir de los procesos de globalización se han desencadenado ciertas prácticas de homogeneización y heterogeneización que contienen modas, valores y creencias. Existen ciertas tendencias a nivel global para potenciar y situar algunos ámbitos geográficos a escala mundial. Un ejemplo puede ser en la cuestión patrimonial, en la que ciertos agentes como la Unesco, uno de los tantos órganos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), buscan mediante ciertos dispositivos como el otorgamiento de categorías del estilo “Patrimonio de la Humanidad” potenciar, entre otras cosas, el acceso o penetración del capital en ciertos espacios.
Más allá de estas estrategias, las cuales no necesariamente se dan de manera armónica, se producen “…prácticas globales (que) afectan de modo diferencial a los lugares. Mientras que algunas sociedades crean nuevas formas culturales a partir de la influencia de aquellas prácticas globales, otras prefieren mantenerse en una postura predominantemente defensiva…” (Zusman y Haesbert, 2011: 6).
Por último, en la coyuntura actual existe un aumento en los flujos de población, específicamente, en los migratorios y los turísticos. Cada sujeto (o grupos de ellos) al desplazarse, llevan consigo los patrones específicos sobre cómo concebir la realidad en un ámbito. También se debe tener en cuenta el amplio universo de los flujos informáticos, a partir de acceso a una cantidad importante de población a los ciberespacios.
A partir de esta gran cantidad de variables, por un lado dentro de las discusiones propias de los geógrafos mismo, y por el otro en el contexto económico cultural actual, se generan nuevas maneras de entender la cultura.
Claval (2011) propone que para entender los abordajes culturales es necesario partir de tres posibles conceptualizaciones sobre cultura: como un colectivo de actitudes, acciones, valores y conocimientos que llevan a la acción humana; como un grupo de signos y símbolos que los individuos utilizan para construir sus cosmologías y la vida cotidiana; como un conjunto de prácticas que llevan a los seres humanos a transcenderse a sí mismos a través de la filosofía, religión, manifestaciones artísticas, etc.
Toda esta batería de ideas y nociones que buscan comprender cómo se produce la cultura y la espacialidad nos abren nuevas vías para el abordaje de las prácticas turísticas en general, y particularmente aquellas asociadas con la esfera de lo espiritual y la New Age.
Sin embargo, un primer escollo a tener en cuenta y que debe ser repensado, son los sesgos que se evidencian en la excesiva necesidad que impulsa a clasificar los fenómenos turísticos dentro de ciertas taxonomías o “tipos ideales” elaboradas de manera arbitraria: turismo cultural, turismo rural, turismo religioso, entre otros (Flores y Cáceres, 2019). De esta manera, es común que se asimile a este tipo de modalidades emergentes dentro del tópico del “turismo religioso” sin problematizar suficientemente sobre dichas prácticas, e insertarlas en un análisis relacional y contextual que dé cuenta del cambio social y cultural más amplio que ha experimentado la sociedad y los espacios involucrados.
Desde una mirada superficial, este fenómeno de turistificación de la espiritualidad New Age podría incluirse dentro del universo del turismo religioso, siempre y cuando alteremos los esquemas “tradicionales” y nos posicionemos en una perspectiva que los entienda como una construcción dinámica y compleja, con un fuerte enraizamiento territorial, situándonos en el campo de los sujetos, y sus prácticas, que siempre son espaciales. Para realizar este tipo de estudios se hace necesario el viraje hacia lo cultural, impulsando una visión mucho más “egocéntrica” (Lindón y Hiernaux, 2010) y situada en los comportamientos, en los imaginarios, en las representaciones y las prácticas socio-espaciales de todos los sujetos del proceso.
En oposición a estas perspectivas, las miradas exocéntricas entienden al turismo como un fenómeno que se puede aislar de la sociedad en la que se inserta, y que el observador puede interrogar desde el “afuera”. Además, se sustentan en la idea de entenderlo como un fenómeno exógeno a las sociedades que lo reciben y las que lo ejecutan.
De esta manera, la diversidad de nominaciones es vasta, e incluye al turismo místico y de reflexión (Graburn, 1989), turismo esotérico (Norrild, 1998), turismo alternativo y ecoturismo (Bringas y González, 2004), turismo energético, turismo anti-stress (Gamboa, 2016;2019), astroturismo (Jafari, Fayos-Solá y Cipriano, M, 2014), turismo espiritual y turismo de reflexión (Martínez Cárdenas, 2009), turismo extraterrestre (Tarlow & Mills, 1998), turismo ovni (Otamendi, 2008a; 2008b; 2015; Flores, 2020), las prácticas de terapias alternativas, la turistificación de rituales y espiritualidades de pueblos originarios (de la Torre y Gutiérrez Zúñiga, 2011), entre otros.
Este amplio abanico de heterodoxias turísticas de lo sagrado (Flores y Cáceres, 2019) se focaliza, por un lado, en aquellas prácticas desarrolladas por los sujetos con cierto nivel de compromiso y conciencia hacia los entornos en donde se despliega su accionar y, por el otro, en que “los destinos seleccionados se vinculan con lugares que presentan singularidades geográficas para poder desarrollar ese tipo de prácticas. No debe ser cualquier lugar, sino aquellos que poseen características físicas y representaciones simbólicas que habilitan la posibilidad de esas experiencias” (Flores y Cáceres, 2019). Por lo tanto, es necesario, como mencionamos, situar a los sujetos y sus prácticas en un contexto más amplio que nos permita advertir la complejidad, y entender como esas nuevas morfologías transforman el territorio local y alteran los imaginarios turísticos.
San Marcos Sierras: un posible laboratorio para el abordaje
A modo ilustrativo, y sin intenciones de profundizar en el caso, ya que no es el objetivo principal de este artículo, sugerimos un espacio que presente potencialidad para ser analizado a través del prisma del enfoque cultural y que da cuenta de procesos donde la espiritualidad y las prácticas New Age son posibles de ser leídas en clave geográfica desde las prácticas y los lugares.
San Marcos Sierras es una localidad ubicada en el noroeste de la provincia de Córdoba (Argentina) que durante los últimos años fue incrementando su actividad turística en forma progresiva. Diferentes narrativas se construyeron en torno al destino, que van desde presentarse como una comarca “multicultural” derivada de su compleja historia migratoria y la presencia de comunidades originarias como los comechingones, hasta discursos que envuelven un abanico importante de prácticas que pueden vincularse con la Nueva Era (Flores y Oviedo, 2017).
En los alrededores de San Marcos Sierras, por el camino que conduce al río Quilpo, se localiza la eco aldea “Nueva Castalia”, un complejo que presenta características específicas donde el turismo, lo espiritual y la Nueva Era se entrecruzan de manera constante e intrincada.
La comunidad se enmarca en la Foundation For Spiritual Freedom y en las Escuelas Integrativas, teniendo a Gurdjieff como máximo referente en cuanto su doctrina. Sin embargo, más allá de dicha estructura y de los vínculos que se presentan a nivel global, el lugar específico donde se localiza en las afueras de la comarca cordobesa, genera ciertos puntos de especificidad y particularidad.
A través de un enfoque experiencial, egocéntrico (Lindón y Hiernaux, 2010) y de un modelo de base hermenéutico, es posible realizar un abordaje de las narrativas y los relatos desarrollados en el espacio y con los sujetos que lo habitan. De esta manera, a través de diferentes dispositivos de oralidad, se puede lograr el acceso a las experiencias de los habitantes. En palabras de Lindón: “el habitante reúne de manera indisociable el sujeto y el espacio […] La figura del habitante se constituye así en una unidad compleja entre el sujeto y el lugar, que se resiste a ser reducida a simples dicotomías […] también permite evitar la tan reiterada noción del usuario del espacio” (Lindón, 2010: 185). A partir de las herramientas metodológicas mencionadas, diferentes visitas a la comunidad y otras formas de investigación, las narrativas comenzaron a surgir.
En la actualidad, la eco aldea ya supera los 30 años y más de 15 familias residen en el predio. Algunos de los grupos familiares (o sujetos) ofrecen actividades y servicios que van desde caminatas o talleres de una jornada, hasta retiros espirituales que implican varios días, para los que se pueden utilizar las instalaciones para alojarse.
Si bien no deberían codificarse como esferas separadas (ya que el cruzamiento se da de manera constante), dos narrativas son las centrales que se manifiestan en torno a la comunidad y al espacio que ocupan.
La primera gira en torno a prácticas directamente ligadas con lo espiritual y la Nueva Era. El visitante o turista puede acceder a distintas actividades como meditaciones, retiros espirituales, convivencias, talleres, cursos de sanación, constelaciones familiares, reiki, ciertas artes marciales, entre otras opciones.
Los encuentros son conducidos por algunos habitantes de la comunidad y están orientados a los intereses de los visitantes. Es interesante destacar, como ya se mencionó, que el perfil de este tipo de “turistas” se configura a través de cierto nivel de compromiso y conciencia del espacio en el que buscan desarrollar sus prácticas y experiencias en el y con el lugar.
Uno de los lugares que presenta mayor importancia en la cotidianeidad, tanto para los residentes como los visitantes, es el octógono. Este es un edificio que funciona, por un lado, como punto de encuentro y de simbolismo para la comunidad, y por el otro, como espacio en donde se desarrollan casi la totalidad de las actividades ofrecidas para el turista. Los habitantes de Nueva Castalia lo consideran un lugar sagrado donde se celebran diferentes rituales. Lo sagrado, además se activa con las prácticas comunitarias y se regula con acciones simbólicas específicas, por ejemplo, hay que ingresar y transitar descalzos por todo el lugar.
El segundo grupo de narrativas se construye a partir de vínculos con la naturaleza y las comunidades originarias. En estos casos, las particularidades geográficas del lugar toman relevancia. Los dispositivos orales destacan el entorno serrano, con flora y fauna autóctona generando nociones de una naturaleza que se ve valorizada por su carácter romántico, sublime y prístino (Castro, 2011). Se ofrece la posibilidad de diferentes trekkings o caminatas en los que se pueden realizar avistajes y experiencias de acercamiento con el monte. Incluso, se le otorga a la naturaleza un carácter de sacralidad, en donde se le “pide permiso” antes de realizar el trayecto y se le agradece una vez finalizado.
La presencia de discursos sobre comunidades originarias también se vuelve un nodo interesante de análisis. La cultura comechingona habitó y habita toda el área de San Marcos Sierras. En las narrativas, de manera constante, se remite a la idea de recuperar una espiritualidad preexistente que ya las comunidades indígenas activaban en el lugar al habitarlo y “elegirlo”. Se destaca su conocimiento sobre flora medicinal y cultivos, que se rescata en parte en los talleres de recolección y análisis de hierbas nativas seleccionadas que se llevan a cabo en la comunidad. Además, la eco aldea cuenta con restos materiales de actividad comechingona que pobló el lugar. En los recorridos que se proponen por el monte se camina por un área de rocas trabajadas desde hace cientos de años, que, según los habitantes, “eran observatorios astronómicos” que utilizaban para poder ubicarse en las estaciones del año.
Esta descripción superficial del caso de Nueva Castalia nos habilita para pensar un potencial caso de abordaje de la espiritualidad desde el marco de la geografía cultural, y nos deja un espectro amplio de interrogantes que pueden pensarse como punto de partida para futuras investigaciones enmarcadas en el enfoque espacial propuesto.
A modo de cierre
El recorrido teórico que se realizó a lo largo del artículo no se pensó como algo exhaustivo y que incluye la totalidad de lo investigado en la ciencia geográfica. Seguramente quedaron recovecos sin explorar, y la intención principal fue presentar los principales lineamientos de un enfoque específico, el de la geografía cultural, para abordar ciertos tipos de fenómenos.
El enfoque cultural geográfico, con su capacidad de “desarrollar un estudio crítico de la relación entre espacio y cultura, a partir de su saber interdisciplinar y comprometido políticamente” (Clua y Zusman, 2002:114), puede resultar un prisma muy válido para ingresar en este universo de complejidades que abarcan lo religioso, lo sagrado, lo espiritual, la Nueva Era y lo turístico de forma integral.
Es importante no recaer en estructuras conceptuales que nos conduzcan a limitaciones, ya sea como el excesivo y único uso de la idea de religión frente espectro de manifestaciones de los sagrado o espiritual que realmente se manifiesta, o la amplia y trunca taxonomía que se produce en los estudios sociales sobre el turismo. Colocar el foco principal de interés en las prácticas y en los lugares que producen estas modalidades novedosas de turismo es una estrategia posible para superar dichas problemáticas.
A partir de las reconceptualizaciones que hemos planteado se desprenden una serie de interrogantes que emergen del cruce de ambas variables: ¿cómo podemos pensar la construcción de atractivos en lugares donde las prácticas turísticas se mixturan con las prácticas espirituales y Nueva Era? ¿Bajo qué lógicas la espiritualidad puede convertirse en un atractivo turístico? ¿Cuál es el rol de los lugares y los paisajes en este tipo de experiencias turísticas? Estas son tan sólo algunas de las preguntas que pueden servir como ejes vertebradores para llevar adelante investigaciones que pongan en foco la complejidad de los espacios sin perder el contexto más amplio en que se producen los fenómenos.
La geografía cultural, al no definir un objeto de estudio específico, puede ser útil para intentar vincular las esferas de lo espiritual y lo turístico. En palabras de Capellá y Lois “a diferencia de otras ramas de la disciplina, las reflexiones de geografía cultural no definen un objeto de estudio en sí, sino que constituyen una verdadera óptica o mirada propia sobre el conjunto de las cosas, objetos y procesos sometidos a las lógicas espaciales y territoriales” (2002:10).
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