Artículo de investigación
Lo animal y lo tecnológico: instrumentalización tecnológica como animalización
The Animal and the Technological: Technological Instrumentalization Seen as Animalization
O animal e o tecnológico: instrumentalização tecnológica como animalização
Lo animal y lo tecnológico: instrumentalización tecnológica como animalización
Tabula Rasa, núm. 51, pp. 95-123, 2024
UNIVERSIDAD COLEGIO MAYOR DE CUNDINAMARCA
Recepção: 01 Março 2024
Aprovação: 19 Junho 2024
Resumen: El presente artículo analiza lo tecnológico a partir de «lo animal» y de tender un puente entre filosofía de la tecnología, filosofía política, ecología política, y estéticas emergentes, informado por una crítica poscolonial. «Lo animal» se dibuja a lo largo del texto como una producción y como un umbral de indeterminación y rearticulación entre lo humano, lo viviente, lo no-viviente y lo instrumental, cuyas definiciones y transformaciones, su actualización como parte de una máquina antropogenética, dependen de decisiones contingentes sujetas a dinámicas de violencia, conquista y dominación. El escrito argumenta que los cuerpos animalizados no son sólo aquellos a los que estamos acostumbrados a identificar como «vivientes», sino también aquellos que los patrones dominantes de producción de lo «humano» nos han enseñado a identificar, de manera naturalizada, como «no vivo». Así, el umbral de «lo animal» permite operar procesos de instrumentalización como procesos de animación/ animalización de lo «no vivo».
Palabras clave: Tecnología, animalización, instrumento animado, conquista, máquina antropogenética.
Abstract: This article analyzes the technological from a view of “the animal” and by bridging the gap between philosophy of technology, political philosophy, political ecology, and emerging aesthetics, informed by a postcolonial critique. “The animal” is drawn throughout the text as produced and as on the threshold of the indetermined and a rearticulation between the human, the living, the non-living, and the instrumental. Therefore, its definitions and transformations, its actualization are part of an anthropogenetic machine, depending on contingent decisions subject to dynamics of violence, conquest, and domination. This paper argues that animalized bodies are not only those we are accustomed to identify as “living”, but also those that the dominant patterns of production of the “human” have naturalized as “non-living”. Thus, the threshold of “the animal” allows us to operate processes of instrumentalization as processes of animation/animalization of the “non-living”.
Keywords: Technology, animalization, conquest, animated instrument, anthropogenetic machine.
Resumo: O presente artigo analisa o tecnológico a partir do “animal” e de tender uma ponte entre filosofia da tecnologia, filosofia política, ecologia política e estéticas emergentes, fundamentado em uma crítica pós-colonial. “O animal” desenha-se ao longo do texto como uma produção e como um limiar de indeterminação e rearticulação entre o humano, o vivente, o não-vivente e o instrumental, cujas definições e transformações, sua atualização como parte de uma máquina antropogenética, dependem de decisões contingentes sujeitas a dinâmicas de violência, conquista e dominação. O escrito argumenta que os corpos animalizados não são só aqueles que costumamos identificar como “viventes”, mas também aqueles que os padrões dominantes de produção do “humano” nos ensinaram a identificar, de maneira naturalizada, como “não vivo”. Assim, o limiar entre “o animal” permite operar processos de instrumentalização como processos de animação/animalização do “não vivo”.
Palavras-chave: Tecnologia, animalização, instrumento animado, conquista, máquina antropogenética.
Introducción
Por una parte, en tiempos más o menos recientes, y atravesando distintos ámbitos de conocimiento, se ha dado un replanteamiento de los límites y las dicotomías entre el «humano» y el «animal», el «humano» y la «máquina», la «naturaleza» y la «cultura», y lo «vivo» y lo «no vivo» (Agamben 2006, Agamben 2017; Derrida 2008; Haraway 1991; Jozefowiez, Staddon & Cerutti 2009; Kirby 2017; Kornell 2009; Lemm 2010; Bennett 2010; Lemke 2015; Lenkersdorf 1996; López 2015). Por la otra, al aproximar los estudios críticos sobre la raza y los estudios críticos animales, se ha planteado de manera convincente que «el racismo y el especismo son la misma cosa» y que la animalidad es una operación que busca dominar a ciertos cuerpos y a la vez legitimar esa dominación (Vargas García 2023, p. 54). El presente artículo busca sumarse a la propuesta de acercamiento entre estudios críticos animales y sus «apuestas interseccionales que nos permiten abordar el especismo como un conjunto de operaciones complejas donde actúan diferentes fuerzas orientadas a subordinar, explotar y sujetar a quienes son marcados como “animales”» (González & Ávila 2022), y las aproximaciones a diversas formas de violencia «deshumanizante», como lo son los estudios críticos de la raza, los proyectos decoloniales y los estudios críticos de la discapacidad, entre otras (Vargas García 2023).
Acorde a lo anterior, el presente trabajo retoma la impronta crítica por «no solo […] enfocarse en los vivientes que hoy son etiquetados como animales, sino [también] en las prácticas de animalización a las que son y han sido sometidos una gran variedad de sujetos» (Ávila 2017, p. 349). Sin embargo, lo hace a partir de tender un puente entre filosofía de la tecnología, filosofía política, ecología política y estéticas emergentes, informado por una crítica poscolonial para argumentar que los cuerpos animalizados no son sólo aquellos a los que estamos acostumbrados a identificar como «vivientes», sino también aquellos que los patrones dominantes de producción de lo «humano» nos han enseñado a identificar de manera naturalizada como «no vivos», ajenos a la posibilidad de pensar, sentir, desear, colectivizar, resistir, vivir. Es decir, el presente trabajo retoma «la urgencia de pensar el carácter indisociable de la colonialidad y el especismo» (González & Ávila 2022, p. 20), pero enfatizando que la dicotomía humano/no-humano es una pauta de organización no sólo de «lo viviente», sino también de lo denominado «no viviente» en jerarquías ontológico-políticas. De esta manera, busca sumarse a los esfuerzos por «repensar y analizar cómo la categoría animalidad ha significado un lugar bajo el cual se han clasificado todos aquellos cuerpos definidos como apropiables y disponibles» (González & Ávila 2022, p. 19) para dar cuenta ahora de los cuerpos minerales, metálicos, de agua, montañosos, humanos, más que humanos, no humanos, vegetales, boscosos y un extenso demás que constituyen el cuerpo tecnológico.
A partir de lo señalado, se explora aquí la idea de que tecnologizar es animalizar y se abordan los procesos de tecnologización/instrumentalización como procesos de animalización, de producción de «lo animal», que no se limitan a «lo viviente» en el sentido biológico. A su vez, se dibuja «lo animal» en tanto umbral que hace posible la «animación» y «lo tecnológico», y en tanto operación de dominación. Es decir, el presente escrito analiza lo tecnológico a partir de «lo animal» al considerar a este último como una producción y como un umbral de continuidad y rearticulación entre lo humano, lo viviente, lo no-viviente y lo instrumental, cuyas determinaciones y transformaciones dependen de decisiones contingentes sujetas a dinámicas de violencia, conquista y dominación. Tal umbral, se argumenta, permite operar procesos de animalización que incluyen también los procesos de instrumentalización y que se articulan en torno a la producción de lo humano. La instrumentalidad, como se mostrará, depende de un proceso de animación/animalización en el que a lo inorgánico se le reconocen comportamientos, propiedades y efectos a partir de los cuales es posible dotarlo de cierta autonomía en tanto automatización y funcionalización dentro de una economía que el mismo instrumento desconoce, pero que le violenta.
La primera parte del artículo busca aproximar la continuidad de los patrones de dominación y jerarquización de lo vivo y lo no-vivo a partir de la continuidad entre humano y máquina en las figuras del esclavo y de la tecnología. Para ello, se retoman algunas caracterizaciones de los instrumentos tecnológicos en tanto que «esclavos mecánicos» (Mumford 2014; Schuhl 1955; Simondon 2017), de los esclavos «humanos» en tanto que «máquinas vivientes» y «humanos-animales» (Agamben 2017), y del «animal» como «animal-máquina» (Derrida 2008). Con base en el paradigma del «instrumento animado» de Agamben (2017) y en diálogo con algunos aportes de Achille Mbembe (2016) sobre «raza», se da forma en esta primera parte del artículo a «lo animal» como un umbral de articulación no sólo de lo «vivo» (humano y animal), sino también de lo «no vivo», lo cual es animado e instrumentalizado con respecto a lo «humano».
La segunda parte del artículo aborda la noción de instrumentalidad como parte del paradigma del «instrumento animado», pero esta vez para iluminar el proceso de instrumentalización y de anima(liza)ción en tanto operación metafísica y de producción material de lo tecnológico a partir de la dominación y la violencia hacia cuerpos (orgánicos e inorgánicos) que son categorizados y animados en tanto componentes tecnológicos. Es decir, se aproxima lo tecnológico en tanto régimen metafísico y régimen socioecológico y socioeconómico articulado en el umbral de «lo animal» para dar cuenta de la composición material y de los elementos constitutivos de lo tecnológico.
La tercera parte del artículo realiza una lectura de lo tecnológico como articulación entre lo «humano», lo «animal», la «máquina» y lo «vivo» y lo «no vivo» en el umbral de «lo animal» y en tanto proyecto de conquista y dominación. Tal lectura parte de leer paradigmáticamente los intereses y prácticas de lo que se ha interpretado como la «tecnocracia autoritaria» (LaFrance 2024) predominante en Silicon Valley, junto a la producción de carnes industrializada y la nanobiónica de plantas. Se argumenta que el umbral de «lo animal» permite articular procesos de tecnologización y animalización que subordinan tanto a lo que se produce como tecnología como a lo que produce como naturaleza, produciendo cuerpos conmensurables, reemplazables e intercambiables en términos de su animación/instrumentalización acorde a la decisión de unos pocos que encarnan lo humano. Se trata por tanto de un umbral en el que «lo inerte» en la máquina (sus componentes) y de la máquina (como ensamble y artefacto) toma vida sólo alrededor de la instrumentalización por parte de aquel que encarna contingentemente lo «humano». El juego entre lo «vivo» y lo «no vivo» y sus barreras o dicotomías responden a patrones persistentes pero reacomodables de acuerdo con las decisiones y privilegios de lo «humano» con todo y sus elementos constitutivos no reconocidos.
El umbral de lo animal y el instrumento animado: de esclavos mecánicos y de máquinas vivientes
La caracterización de las máquinas como esclavos y de los esclavos como máquinas es algo que ha tenido resonancia entre distintos pensadores. El filósofo Pierre-Maxime Schuhl (1955) planteó que en la antigüedad griega la esclavitud hizo innecesario un uso más amplio de máquinas, toda vez que no era necesario «economizar la mano de obra desde el momento en que se disponía de máquinas vivientes abundantes y poco costosas distintas tanto del hombre como del animal: los esclavos» (pp. 13-14). Si bien Alexandre Koyré (1977) señaló ciertas limitaciones a tal argumento con la posibilidad de invertirlo: «la falta de máquinas hizo necesaria la esclavitud» (Agamben 2017, p. 154), también recordó que la distinción entre «instrumentos [utensilios] “animados” e “inanimados”» la realiza ya Aristóteles en sus escritos sobre Política, a lo que volveremos en detalle más adelante. Lo que cabe subrayar por ahora es cómo la esclavitud abre una línea de continuidad entre algo, el esclavo, que no es enteramente hombre ni simplemente animal, pero que puede ser considerado máquina, mientras paralelamente la máquina entra al terreno de «lo vivo» en el esclavo. En otras palabras, el esclavo no se identifica con el hombre ni con el animal, pero sí con la máquina, por lo que la máquina o incluso el utensilio supuestamente inanimado «vive» en tanto que es esclavo, aunque tampoco se identifique con lo enteramente humano ni con lo simplemente animal.
El filósofo Gilbert Simondon (2017) afirmó, por su parte, que las máquinas contemporáneas son esclavos y que su uso actual es irreflexivo, por lo que impulsaba una necesaria valoración cultural de las máquinas y de su importancia social en tanto objetos técnicos de importancia cotidiana. Para Simondon (2017), la mejora técnica no había de referir a una mayor automatización o esclavitud de los objetos técnicos, sino a la creciente posibilidad de acoplamientos flexibles con otras máquinas y humanos para integrar a los objetos técnicos en la cultura. Para ello señalaba que es necesario que el pensamiento filosófico dé cuenta de los modos de existencia de los objetos técnicos, pues ha de llevar a cabo «una tarea análoga a la que llevó a cumplimiento para la abolición de la esclavitud y la consolidación del valor de la persona humana» (Simondon 2017, p. 15). Las máquinas modernas son, por tanto, para Simondon (2017) regidas por una cultura ajena a ellas, una cultura que no ha sido elaborada de acuerdo con ellas y que establece oposiciones arbitrarias entre cultura y técnica y humano y máquina, reduciendo a las últimas a una «función de utilidad» o elevándolas a «idolatría» y «tecnocracia» con sus sueños de construir una máquina pensante, volitiva, una «máquina viviente» que dejaría de estar viva en el momento en que está esclavizada. En este caso, Simondon (2017) también hace posible repensar las barreras entre lo vivo y lo no vivo, al visibilizar máquinas que pueden o no estar esclavizadas y vivas y con ello que constituyen y son parte tanto de lo humano como de la cultura.
A lo anterior, es posible sumar las reflexiones de Lewis Mumford (2014), quien habló de la «megamáquina», o el «modelo humano de todas las subsecuentes máquinas especializadas», misma que en la antigüedad era impulsada por esclavos. La megamáquina es el modelo de máquinas colectivas de organización jerárquica cuyos principales componentes son seres humanos siguiendo órdenes y cuya operación es la de «una unidad mecánica singular de partes especializadas, subdivididas y entrelazadas» que buscan mayor automatización y expansión (Mumford 2014, p. 385). Este «mecanismo humano hizo posible erigir esta estructura colosal [la Gran Pirámide de Guiza] con sólo el uso de los más simples utensilios de piedra y cobre», mecanismo que se actualiza en «los dispositivos para asegurar a un costo extravagante el pasaje de los pocos favorecidos al cielo, mientras mantiene incidentalmente el equilibrio en una estructura económica amenazada por su propia productividad excesiva» (Mumford 2014, p. 386, traducción del autor).
La megamáquina de la actualidad y su «agrandamiento extravagante» se ha vuelto «con creciente compulsividad, la condición de continuo avance científico y técnico», el «compromiso incondicional» al que muchos apuntan ahora como «el principal propósito de la existencia humana» (Mumford 2014, p. 386). Con ello, Mumford (2014) apunta en su escrito a desestabilizar la noción, para muchos clara y evidente, de que el ser humano se define como un *homo faber* y se caracteriza por el uso de herramientas o, mejor dicho, utensilios. Ello, a partir de reconsiderar formas biotécnicas antiguas como parte de complejos ecológicos que constituían una técnica centrada en la vida y no en el trabajo, la productividad o el poder. En otras palabras, Mumford (2014) perfila la posibilidad de distinguir entre formas técnicas para visibilizar las implicaciones de lo que hoy es visto como la condición tecnológica necesaria para la existencia humana y para su condición plena. De esta manera, el autor propone «cultivar todas aquellas partes del ambiente orgánico y de la personalidad humana que han sido suprimidas» para agrandar la megamáquina (Mumford 2014, p. 387).
Las «megamáquinas» de Mumford son las mismas que, en tanto sistemas sociotécnicos, Alf Hornborg (2019) equipara con el sistema-mundo actual en términos de la dependencia de ambos en la desigualdad y, es posible agregar, en el agotamiento y destrucción de cuerpos (animalizados). De manera reveladora, Hornborg (2016) y Hornborg (2019) han resaltado la necesidad de la esclavitud y del colonialismo para la construcción y desarrollo tecnológico que inició con la máquina de vapor. Tecnología emblemática ya que deja ver cómo se conjuntaron el colonialismo y el comercio de esclavos, el trabajo esclavo y el consumo por parte de los esclavos para sostener la producción de algodón en un mercado internacional de textiles y generar la acumulación y demanda capitalista cruciales para la innovación ingenieril que llevó a su construcción. Ahora bien, más allá de la máquina de vapor, es necesario considerar a la tecnología en tanto fenómeno agregado y globalizador, lo que comprende el surgimiento de máquinas complejas que dependen, para construirse y operar, de intercambios biofísicos supralocales y asimétricos en un sistema-mundo capitalista, que desplaza las cargas de trabajo y ambientales a otros lugares (Hornborg 2019) mientras los invisibiliza (véase Liceaga 2021).
Cabe notar aquí, aunque se abordará más adelante, que las «megamáquinas» de Mumford (2014) y el «sistema-mundo» al que apunta Hornborg (2019) serían sistemas socio-técnicos que difuminan los límites entre lo humano y los recursos biofísicos que sostienen su reproducción. El esclavo humano como cuerpo-insumo, habita un espacio contiguo al cuerpo-insumo «no vivo» y «no humano» de los recursos biofísicos necesarios para construir y mantener una máquina moderna. Así, cabe recordar cómo Achille Mbembe (2016) refirió tanto a la producción del «negro» como «el prototipo de una figura prehumana incapaz de liberarse de su animalidad» (p. 51), como a la esclavitud como un «proceso por el cual la gente de origen africano es transformada en mineral viviente para extraer metal», el cual va «del hombre-mineral al hombre-metal, y del hombre-metal al hombre-moneda» (pp. 85-86, énfasis en el original). Este proceso sería una «dimensión estructurante del primer capitalismo» y su producto sería «el negro» como «sujeto de raza» y «figura misma de aquello que puede ser mantenido a una cierta distancia de sí y de lo que es posible deshacerse en cuanto deja de ser útil» (Mbembe, 2016, p. 86). «Lo vivo» y «lo no vivo», «lo humano» y «lo no humano» se articulan entonces por debajo de y para el propósito y privilegio de lo plenamente «humano».
Ahora bien, si hasta aquí es posible apuntar a una cierta contigüidad entre esclavo y máquina (y componentes maquínicos), como figuras de lo «no humano», «menos que humano» y de «lo útil», como cuerpos disponibles para ser agotados, así como de una cierta continuidad en términos económicos de productividad o de trabajo, por decirlo así, es importante profundizar ahora en qué manera se juega esto en términos más específicos de «lo animal».
Jacques Derrida (2008) llamó la atención sobre la tradición cartesiana del «animal-máquina sin lenguaje ni respuesta», un «“cartesianismo” que domina el discurso y la práctica de la modernidad humana o humanista —en lo que se refiere al animal—». Lo «animal» y la «máquina» comparten así un gesto que los excluye y distingue de lo «humano». «Aquello de lo que la máquina programada sería incapaz, como el animal, no sería de emitir signos sino, dice [Descartes en] el Discurso del método (Parte quinta), de responder» (Derrida, 2008, p. 143, énfasis en el original). Por supuesto que el ámbito de la respuesta en Descartes, como explica Derrida (2008), está circunscrita a la respuesta a una pregunta y a un logos, a una razón. De ahí que los motivos que caracterizan al animal-máquina «parecen múltiples, pero reúnen en un solo sistema la no-respuesta, el lenguaje que no responde porque está fijo o fijado en la mecanicidad de su programación y, finalmente, la carencia, el defecto, el déficit o la privación» (Derrida, 2008, p. 107).
Ahora bien, Derrida (2008) orienta su análisis a rechazar la distinción metafísica entre el «humano» y el «animal» y al humanismo antropocéntrico que trata al mundo animal como una categoría homogénea separada y opuesta a lo humano, como un continuo que ignora la diversidad y la diferenciación de estas vidas, provocando explotación y abuso. Por ello, la apreciación derrideana permite notar de qué manera el «animal» y la «máquina» son opuestas a lo humano en su «mecanicidad», al tiempo que cuestiona no sólo lo animal sino también lo humano, pero no aborda con detenimiento la cuestión de la máquina y de la tecnología ni tampoco el juego que entre estos ámbitos sostiene a lo humano.
Giorgio Agamben (2017), por su parte, ha analizado la figura del esclavo como un doble umbral entre humano-animal y humano-instrumento o instrumento viviente. En el doble umbral del esclavo, a decir del filósofo, «la vida animal cruza hacía lo inorgánico (hacia el instrumento) y viceversa» (Agamben, 2017, p. 79). Con ello, al retomar la caracterización aristotélica del esclavo como «instrumento animado», Agamben profundiza en la simetría entre esclavo y máquina. Para Aristóteles, como apunta Agamben (2017), el esclavo es un útil o instrumento animado, un «autómata», capaz de «moverse cuando se le ordena», pero que «se encuentra, en términos modernos, más cerca de la máquina y del capital fijo que del obrero» (p. 39). A partir de esta aproximación y como se indicó en párrafos anteriores a decir de otros autores, se hace posible señalar cómo entre esclavo y máquina hay una simetría que yace en un terreno de indefinición entre lo humano, lo animal, lo instrumental, lo vivo y lo no vivo.
La aproximación «paradigmática» de Agamben (2017) permite, en el presente artículo, enfatizar algunos elementos en juego en los análisis filosóficos mencionados antes para así aproximar «lo animal», a su vez, como un umbral que permitirá iluminar los procesos de instrumentalización en términos de animalización en los siguientes apartados.
Mbembe (2016) compara «el trabajo de la raza» con «una copa sacrificial: una suerte de acto por el cual no hay que justificarse» (p. 79). Así, raza e instrumentalidad abrevan juntas cuando «desde el punto de vista de su instrumentalidad, la raza es, entonces, aquello que hace posible a la vez dar nombre al excedente y afectarlo al derroche y al gasto sin reservas», la raza es «una de las materias primas» y medio para la cosificación y el sometimiento de los cuerpos, «decidiendo su destino sin tener que dar la más mínima explicación por ello» (Mbembe, 2016, p. 79).
Con base en esto, es posible pensar ahora lo animal como un umbral en el que lo humano, lo viviente, lo no-viviente y lo instrumental se indeterminan para sostener la producción de lo humano. En este punto, en el que lo menos-que-humano sostiene la producción de lo humano y de lo enteramente humano, es pertinente recordar que a pesar de la violencia en la que se funda eso «humano», este último carece de esencia. A decir de Agamben (2006) respecto al hombre y al animal, la máquina antropológica de los modernos funciona «excluyendo de sí como no (todavía) humano un ya humano, esto es, animalizando lo humano, aislando lo no-humano en el hombre» (p. 75).
Como todo espacio de excepción, esta zona está en verdad perfectamente vacía, y lo verdaderamente humano que debe producirse es tan sólo el lugar de una decisión incesantemente actualizada, en la que las cesuras y sus rearticulaciones están siempre de nuevo deslocalizadas y desplazadas. Lo que debería obtenerse así no es, de todos modos, una vida animal ni una vida humana, sino sólo una vida separada y excluida de sí misma, tan sólo una vida desnuda. (Agamben, 2006, p. 76, énfasis en el original)
Si se recuerda la simetría entre esclavo y máquina, ambas producidas e instrumentalizadas como vida desnuda o nuda vida, y se reconoce ahí la figura de lo animal, no sólo el hablante y el viviente entran en una zona de indiferencia sino también lo «no viviente» susceptible de ser animado/instrumentalizado al articularse con «lo humano». El análisis de la causa instrumental del mismo pensador, puede ahora ayudar y aproximar una figura que generalmente se excluye pero que, como las del esclavo, la máquina, lo humano y lo animal, está jugándose entre todas ellas: la de lo no-viviente. Ahora bien, en el caso de la tecnología, se trata de lo no-viviente disponible para ser «animado» en su articulación con «lo humano».
Instrumentalidad: metafísica y producción material de la tecnología y sus componentes inertes
A decir de Agamben (2017), el primer intento por conceptualizar la tecnología fue la teorización sobre la causa instrumental que realizaron los teólogos del siglo XII, con la cual se le confirió un «rango metafísico» a la esfera del instrumento (p. 146). Con dicha teorización, señala Agamben (2017), «la operación del utensilio se escinde en un fin propio y en una finalidad extrínseca y deja emerger de este modo la esfera de una instrumentalidad que puede ser dirigida a cualquier fin» (p. 146). El instrumento opera de acuerdo a su propia forma, pero también según es movido por un agente externo. Se trata de «una medialidad y una disponibilidad propiamente ilimitadas, porque, a pesar de mantenerse en relación con la propia acción, el instrumento aquí se volvió autónomo respecto de ella y puede referirse a cualquier finalidad extrínseca» (Agamben, 2017, pp. 146-147). Ahora bien, el instrumento estaría disponible para una o ilimitadas causas externas, pero no sabe nada de ellas, pues lo que «parece definir la causa instrumental es su indiferenciación respecto del fin que se propone la causa principal [o la finalidad extrínseca]». El ente instrumental se subsume así a una causa final externa que desconoce, con lo cual se trastoca la forma en que los cuerpos se afectan.
La aparición del dispositivo de la causa instrumental (que define, como hemos visto, la naturaleza misma de toda relación «dispositiva») coincide, en este sentido, con una transformación radical en el modo de concebir el uso. Esto ya no es una relación de doble y reciproca afección, en la cual sujeto y objeto se indeterminan, sino una relación jerárquica entre dos causas, definida ya no por el uso, sino por la instrumentalidad. La causa instrumental (en la que el instrumento —que en el mundo antiguo parece conformar un todo con la mano de quien de él se sirve— alcanza su plena autonomía) es la primera aparición en la esfera de la acción humana de aquellos conceptos de utilidad y de instrumentalidad que determinarán el modo en el cual el hombre moderno entenderá su hacer en la Modernidad. (Agamben, 2017, pp. 148-149)
La figura del esclavo como modelo del paradigma del instrumento viviente, junto con su relación jerárquica, se actualiza tanto en la figura del ministro (siervo o, incluso, esclavo) del Dios del cristianismo, como en la figura de la tecnología y sus máquinas modernas. Estas últimas, de acuerdo con Agamben (2017), materializan «el sueño del instrumento animado», ya que «funciona por sí sola y aquel que la maniobra en realidad no hace sino obedecer las posibilidades de comando prescriptas por la máquina misma», lo que convierte a su vez en instrumento animado a dicho operador (pp. 151-152). Con ello, «el paradigma de las tecnologías modernas» aparece como una «absoluta instrumentalidad» en la que se producen «dispositivos que han incorporado en sí la operación del agente principal y pueden por ende obedecer a sus comandos (incluso si estos están inscriptos en realidad en el funcionamiento del dispositivo, de modo que quien lo usa, presionando los “comandos” obedece a su vez a un programa predeterminado)» (Agamben, 2017, p. 153, énfasis en el original). De esta manera, nos dice, «el hombre se ha alejado de lo animal y de lo orgánico para aproximarse al instrumento y a lo inorgánico hasta casi identificarse con este (el hombre-máquina)» (Agamben, 2017, p. 157).
Acorde a lo anterior, en la época del predominio de las industrias del silicio y las tecnologías digitales, Mbembe (2016) puede distinguir un «sujeto neuroeconómico» que, en tanto «hombre-cosa, hombre-máquina y hombre-flujo, busca principalmente regular su conducta en función de las normas del mercado, sin vacilar siquiera en auto-instrumentalizarse e instrumentalizar a sus semejantes para optimizar sus cuotas de goce» (p. 30, énfasis en el original). De forma similar, el transhumanismo, como «perfeccionamiento voluntario de lo humano a través de la biomedicina y la robótica», implica sujetos que «constituyen sistemas híbridos que hacen parte de sistemas tecno-socio-naturales más amplios y que constantemente se alimentan de estos, los descodifican y reinterpretan» (González & Ávila, 2022, p. 58, énfasis en el original). Pese al énfasis en la decisión voluntaria e informada y a su consideración como «sistemas auto-organizados y autopoiéticos», estas modificaciones y supuestas mejoras siguen respondiendo al «ideal normativo que es el sujeto occidental (posesivo o calculador)» (González & Ávila, 2022, p. 58) y a una economía general que le instrumentaliza y le instiga a instrumentalizar otros cuerpos para asimilarlos a su cuerpo transhumano y al cuerpo de dicha economía.
Es crucial reconocer entonces, que la apariencia de autonomía, y su materialización, ocultan las violencias que ejerce el dispositivo para que las funciones se cumplan como si fueran autónomas, mientras busca determinar la «naturaleza» de los seres en su carácter instrumental. La máquina no funciona por sí sola, funciona como un dispositivo y un ensamble de elementos heterogéneos que, sin embargo, es invisibilizado y favorece así el cumplimiento de órdenes o comandos inscritos que se presumen inmanentes al instrumento pero que no son conocidos y/o visibles por y para este último, pues está supeditado a ellos y al agente principal. Con base en esta aproximación, es posible señalar de qué manera hay una persistencia en el establecimiento de una jerarquía y de la dominación de modos de vida que son inferiorizados, ya se trate de «lo vivo» o de «lo no vivo», los cuales se indeterminan en la figura del «instrumento animado».
Como se mencionó antes, Alf Hornborg (2016, 2019) ha puesto atención a los procesos sociometabólicos que hacen posible a los artefactos tecnológicos, en tanto máquinas, en su materialidad y operación. Los componentes materiales de las máquinas modernas dependen de intercambios asimétricos de recursos en el mercado mundial y del desplazamiento de las cargas de trabajo y ambientales a otras poblaciones. Si pensamos en un ordenador o un teléfono, sus «componentes» provienen de distintas partes del planeta de las cuales no sabemos mucho o no sabemos nada, pero en las cuales se viven los procesos de ruptura y destrucción de comunidades «humanas» y «no-humanas», y de extracción/extractivismo de bienes y de trabajo con el consecuente agotamiento y destrucción de sus experiencias y cuerpos singulares y colectivos (Liceaga, 2021, 2022, 2023).
Como señaló Mbembe (2016) respecto al «sujeto de raza», «la extracción es sinónimo del desarraigo o de la separación que sufren seres humanos singulares respecto de sus orígenes y de sus lugares de nacimiento» y es también «ablación o extirpación, operaciones necesarias para que el prensado —sin el cual no se puede llevar a cabo la extracción— pueda producirse con eficacia» (p. 86). Si bien Mbembe habla de seres humanos, estas operaciones no aplican sólo para el cuerpo del sujeto de raza «humano» o «subhumano», sino también para todos los cuerpos que son fragmentados, extirpados y extraídos de sus orígenes y lugares de nacimiento, o que son destruidos, sean cuerpos geológicos, cuerpos de agua, de tierra, de aire, minerales, montañosos, boscosos y un largo etcétera. Incluso hoy, en una economía mundial que busca una transición socio-ecológica por medio de tecnologías «verdes», éstas dependen de la destrucción y del extractivismo en lugares ricos en minerales y bienes necesarios para sus artefactos y ensamblajes.
Al tiempo que estos intercambios ecológicamente desiguales que constituyen a lo tecnológico fueron crecientemente invisibilizados, las comunidades de seres «humanos» y «no humanos» o «más que humanos» de las que se extraen estos bienes han sido arrojados al umbral de lo «no vivo», lo sin valor, lo desechable, lo prescindible y lo intercambiable y reemplazable, aquello que no figura, que no es sensible y que mucho menos piensa, a menos que se le incorpore y articule, de manera instrumental para «lo humano», en aquel umbral de «lo animal» que delineamos arriba. En cierta consonancia, Hornborg (2016) ha dicho que la noción generalizada de tecnología «da cuenta de las capacidades de los objetos para lograr propósitos establecidos con base en sus propiedades físicas inherentes» (p. 6), con lo cual se ubica lo tecnológico en el campo de «lo natural» y no de «lo político». Esta apreciación, el autor la ha calificado de fetichismo ya que se le atribuye cierta agencia al artefacto en relación con lo que se caracteriza como sus propiedades físicas naturales o inherentes (Hornborg, 2016, 2019), cuando más bien dichas propiedades han sido asignadas con respecto a las relaciones sociales en que emerge y, cabe agregar, a la expectativa instrumental de sus manipuladores.
Lo que es crucial agregar en este punto, es que el reconocimiento de propiedades físicas estables produce objetos «no vivos» que entran en el campo de «lo natural» sin estar precisamente animados, pero sí estando disponibles para «conquistar» (Herrera Lima, 2016, p. 62) y para instrumentalizar, en el sentido en el que se ha venido argumentando en este escrito. A decir de Mbembe (2016), «durante el momento gregario del pensamiento occidental, y gracias a la pulsión imperialista, el acto de comprender y de aprehender se despega progresivamente de cualquier esfuerzo por conocer aquello de lo que se habla», al tiempo que «formas de vida extremadamente complejas se ven reducidas a la pura simplicidad de los epítetos» y a «los prejuicios más ingenuos y sensualistas» (p. 51), lo que aplica no sólo para formas de vida «humana», sino también para aquellas más que humanas y «no humanas».
De cierto modo, es posible decir que la ciencia y el laboratorio han prestado atención a los comportamientos de agentes que, por más que sean vistos como activos, se asumen como «no vivos» y no alcanzan a ser respetados ni a ser reconocidos como agentes sociales y políticos, valiosos en sus modos de ser antes y después de ser manipulados fuera de sus entornos de formación. La temporalidad y espacialidad compartida en que dichos cuerpos se formaron colectivamente no son reconocidas. Estos objetos obtienen relevancia a partir de una asignación de instrumentalidad desde entornos definidos antropocéntricamente, desde las ciencias, la ingeniería y la economía (industria, comercio, administración pública y guerra), con sus fuertes cargas coloniales y metafísicas y sus patrones de dominación y violencia (Liceaga, 2023). En otras palabras, los objetos que se presuponen y producen como «no vivos» se fetichizan o se les reconoce agencia y se les anima en la medida en que sirven al humano a manera de instrumentos que, como el esclavo, son «por naturaleza» de otro y no de sí mismos, a pesar de asignarles un comportamiento «autónomo».
Lo que se puede interpretar como la «mecanización de la naturaleza» ha sido asociada a una pérdida de «limitaciones normativas» en la transformación de una tierra sensible, viva, que responde, nutre y procura, a un «sistema físico, muerto, inanimado» (Merchant, 2014, p. 473). Limitaciones normativas, por decirlo así, o quizás también, limitaciones sensibles, éticas, estéticas y políticas, que han estado y están presentes en diferentes sociedades en todos los continentes: en la Grecia antigua, el Renacimiento, en visiones supuestamente «paganas» y/o «animistas» alrededor del mundo, en América y otras regiones hasta hoy en día con tensiones frente al extractivismo verde (Godenzzi, 2005; Reygadas & Contreras, 2021). Por ejemplo, en Europa durante el Renacimiento, los criterios para diferenciar entre lo vivo y lo no vivo daban cuenta tanto de una noción vitalista en la que todos los seres están «permeados por vida», como de las grandes similitudes entre las estructuras de las cosas vivas y de las no vivas: «[c]omo las plantas, los animales, los minerales y las gemas estaban llenas con pequeños poros, canaletas, cavidades, y rastros a través de los cuales parecen nutrirse a sí mismos» (Merchant, 2014, p. 474). De esta manera se reconocía cómo los minerales y las piedras «crecían» en cuerpos humanos, animales, vegetales, de agua, de aire y de tierra (Merchant, 2014, p. 475).
Como ha señalado Jussi Parikka (2015) en su *Geología de los medios*, el subsuelo y su vida se transformaron en un determinado momento en una infinidad artificial y en un recurso infinito (p. 33). La tierra se volvió así un recurso y «los metales y minerales estuvieron fuertemente vinculados a la emergencia de la ingeniería moderna, la ciencia y los medios técnicos» (Parikka, 2015, p. 33). El cobre, que fue un material fundamental para tales medios en el siglo XIX, para principios del siglo XX ya se había agotado, lo que llevó a nuevas y mayores demandas en términos de «alcance y profundidad»: «se necesitaron nuevas perforaciones para minería más profunda, la cual era necesaria para proveer los materiales para una creciente necesidad internacional y un uso sistemático —aunque ambientalmente productor de vastos desechos— en cables y cultura de redes» (Parikka, 2015, p. 33).
Como nos dice el autor (Parikka, 2015), «dentro de la tierra uno encuentra una realidad química, rocosa y metálica extraña, la cual alimenta una metafísica del metal y los dispositivos digitales», y es que la materialidad de las tecnologías mediáticas es «muy metálica» (p. 34). Mientras que hasta mediados del siglo XX las sociedades se sostenían en una «muy restringida lista de materiales (“madera, ladrillo, hierro, cobre, oro y plata, y algunos plásticos”)», hoy en día, «incluso un chip de computadora está compuesto de “60 elementos diferentes”», incluyendo minerales de tierras raras, junto con sus controversias políticas y el profundo daño ambiental que implica su extracción e instrumentalización (Parikka, 2015, p. 34). Metafísica y materialidad establecen órdenes de lo inteligible, lo sensible, lo socializable, lo deseable y lo utilizable.
Con base en lo anterior, Parikka (2015) presta atención a los gritos de la tierra, al tiempo que hace mención a la posibilidad de pensar «un imaginario de horrores del subsuelo», en el que, por ejemplo, frente a una biopolítica del petróleo, cabría plantearse que «el petróleo es una forma-de-vida subterránea viviente» (p. 34). Es decir, lo que está en juego no es sólo una propuesta estética «especulativa» sino su dimensión material inhibida en nuestra sensibilidad cotidiana. Por ello, el autor rastrea la importancia de lo «no orgánico» como parte de una geología que también es abstracta, pues su propuesta reconoce cómo lo geofísico refiere tanto a «la tierra» como a «la mente» y traspasa la división entre lo orgánico y lo no orgánico. La memoria de las rocas se produce con una temporalidad diferente, profunda, y las capacidades de estas, «sus modos de sensación incorporadas», «resuenan» con la geología y la astronomía, atestiguan una cierta continuidad histórica y pasan de ser objetos a ser «minerales, metales, y estratos geológicos como fuerzas de producción de objetos de apreciación y conocimiento a catalizadores habilitadores» (Parikka, 2015, p. 62), no sólo químicos, sino sociales en su instrumentalización en dispositivos digitales.
¿Quién decide, quién conquista, quién instrumentaliza? Sobre las fronteras móviles y conquistables de lo animal/animado
No sorprende, considerando lo hasta ahora expuesto, que sea posible identificar como ideología política predominante entre las corporaciones tecnológicas de Silicon Valley al «tecno-autoritarismo» o «tecnocracia autoritaria» (LaFrance, 2024). Como explica Adrienne LaFrance (2024), estos tecnócratas lideran un movimiento «antidemocrático» e «intransigente» (illiberal), que profesa que el progreso tecnológico de cualquier tipo es incuestionable e inherentemente bueno; que siempre debes construirlo, simplemente porque puedes; que el flujo de información sin fricciones es el valor más alto independientemente de la calidad de esa información; que la privacidad es un concepto arcaico; que debemos dar la bienvenida al día cuando la inteligencia de máquinas sobrepase la nuestra. Y, sobre todo, que su poder no debe tener limitaciones. (LaFrance, 2024)
Como señala LaFrance (2024) estas creencias son impuestas, sin consulta alguna ni información significativa, sobre gran parte de la población mundial por medio de los sistemas que estas corporaciones construyen. Como un centro de poder que está reconstruyendo a la sociedad con mayor profundidad que cualquier otro, los grandes tecnócratas de Silicon Valley, afirma LaFrance (2024), fomentan a gran escala la manipulación, el control, la división, las mentiras, la vigilancia, la pérdida de agencia y la adicción. Ahora bien, estas prácticas y valores parecen no ser simples ocurrencias, sino que reiteran nociones ya conocidas y lugares comunes con respecto a la tecnología, su relación con la naturaleza y con la sociedad. Como el mismo LaFrance (2024) refiere, en su Manifiesto tecno-optimista, Marc Andreessen (2023), cofundador y director de una firma de capital de riesgo en Silicon Valley, crucial para el lanzamiento de Facebook y con inversiones en Instagram, AirBnB, Oculus VR, GitHub, criptomonedas y NFT, plasma un sentido de resentimiento respecto a que «las tecnologías que él y sus predecesores han desarrollado ya no son “propiamente glorificadas”», pero, más aún, deja ver el «credo apostólico de su movimiento político emergente»:
Creemos que el impulso humano natural para crear cosas, obtener territorio, explorar lo desconocido, puede ser canalizado productivamente hacia la construcción de tecnología.
Creemos que mientras la frontera física, al menos aquí en la tierra, está cerrada, la frontera tecnológica está ampliamente abierta.
Creemos en explorar y reclamar la frontera tecnológica.
Creemos en el romance de la tecnología, de la industria. El eros del tren, del auto, de la luz eléctrica, del rascacielos. Y del microchip, de la red neuronal, del cohete, del átomo dividido.
Creemos en la aventura. Tomar el camino del héroe, rebelarse contra el status quo, mapear territorio inexplorado, conquistar dragones, y traer a casa los botines para nuestra comunidad.
Para parafrasear un manifiesto de un tiempo y lugar diferentes: «La belleza existe sólo en la lucha. No hay una obra maestra que no tenga un carácter agresivo. La tecnología debe de ser un asalto violento sobre las fuerzas de lo desconocido, para obligarlas a doblegarse frente al hombre».
Creemos que somos, hemos sido y siempre seremos los amos de la tecnología, no dominados por la tecnología. La mentalidad de víctima es una maldición en todos los ámbitos de la vida, incluyendo en nuestra relación con la tecnología —tanto innecesaria como autoderrotista—. No somos víctimas, somos conquistadores.
Creemos en la naturaleza, pero también creemos en superar a la naturaleza. No somos primitivos, agazapándonos de miedo ante el trueno. Somos el superdepredador (apex predator); el rayo trabaja para nosotros (Andreessen, 2023, traducción del autor).
Lo que se puede apreciar es que el impulso tecnológico está apuntalado por premisas metafísicas que presuponen un orden establecido eminentemente jerárquico y de dominación. «Lo humano» está determinado y su impulso y deseo reitera la presencia de un ser privilegiado, creador, conquistador de territorios, de lo desconocido y amo de la naturaleza, cuya máxima expresión es la tecnología. Esta última, disociada de lo físico, del planeta, como una frontera aparte frente a la cual lo físico (la tierra) es reemplazable. Lo humano es explorador y conquistador, debe apropiar una frontera tecnológica que se eleva por encima de un escenario vacío de por sí y sólo valorado como paisaje de sus andanzas y deseos. La pulsión o impulso mismo, y su romance (eros), se dirige hacia objetos, utilería de su escenografía, fetiches que buscan apropiar para taponar una falta, como la conquista busca un complemento en la violencia. Sin embargo, este camino es visto como heroico, como una lucha, que requiere mapear, ver desde una posición superior para conquistar a los oponentes y ordenar, vigilar y administrar un territorio como contenedor de botines destinados para una comunidad excluyente.
La gloria está en la aventura y la violencia, la agresividad y el asalto son belleza cuando se doblega toda fuerza ante la superioridad de «el hombre». Y aunque la tecnología es la máxima expresión de lo humano, esta misma debe ser conquistada, dominada, pues su valor es sólo en la medida en que no es de ella misma sino de «los hombres», en la medida en que es puesta a su servicio y refleja lo valioso del humano. En eso se ubica en el mismo umbral con la naturaleza, que es superada y puesta a trabajar para un superdepredador que habita una pirámide de abuso y violencia que busca silenciar y justificar y no un ciclo de recíprocas afectividades, afectaciones y afecciones. Como apuntaba Mbembe (2016) respecto a «la fantasía del hombre blanco», ésta «actúa como una constelación de objetos de deseo y marcas públicas de privilegio», transforma creencia en sentido común y fascinación, y pudo instituirse como «verdad social efectiva», porque «se convirtió in fine en la marca de un modo occidental de presencia en el mundo; en el índice de cierta figura de la brutalidad y de la crueldad; de una forma singular de depredación y de una capacidad sin igual para el sometimiento y la explotación de pueblos extranjeros» (p. 93).
Con base en lo anterior y para retomar los procesos de tecnologización como procesos de animalización, cabe considerar cómo el umbral de «lo animal» y el impulso de conquista se dejan ver en los rastros compartidos entre computación y producción de carnes y entre computación y biología. Como apunta Kate Crawford (2021), Charles Babbage construyó la primera máquina calculadora y vislumbró una computadora mecánica programable de uso general considerando la necesaria automatización de procesos como una solución al problema de la mano de obra y su ineficiencia. Las máquinas que diseñaba Babbage buscaban incrementar las ganancias para los dueños e inversores sin importar sus costos humanos y sin buscar mejorar las condiciones laborales, de la misma manera que, nos dice Crawford (2021), hoy se diseña, produce e implementa la llamada inteligencia artificial (p. 71). Ingeniería y producción informática en la cual se encuentra también incrustada la terminología y el ordenamiento del «amo-esclavo», que establece jerarquías de funcionamiento y centralización del control y que persiste en infraestructuras computacionales tan expandidas como el Spanner de Google, que es una base de datos distribuida globalmente y que se replica sincrónicamente (Crawford, 2021, p. 78).
Ahora bien, la autora (Crawford, 2021) señala que, entre las primeras industrias en implementar la línea de producción mecanizada, la cual asigna una sola tarea, simplificada y repetitiva, a trabajadores que son fácilmente reemplazables, estuvo la industria de empaquetado de carnes de Chicago en la década de 1870 (p. 72). Esta aplicación de la línea de producción se denominó la «línea de desensamblado», la cual iba desde la llegada del ganado, su conducción a las plantas contiguas de matadero, y el transporte de los cadáveres a las estaciones de procesamiento a través de «un sistema mecanizado de carretas altas», desde donde podían ser enviadas internacionalmente en «carros refrigerados diseñados especialmente» (Crawford, 2021, p. 72). La automatización y división del trabajo era tal, nos dice Crawford (2021) que «las técnicas humanas requeridas en cualquier punto de la línea de desensamblado podían ser realizadas por prácticamente cualquier persona»: los trabajadores recibían el pago mínimo y eran fácilmente reemplazables, «volviéndose ellos mismos tan profundamente mercantilizados como los paquetes de carne que ellos producían» (p. 72). De manera similar, con un ejemplo más actualizado, Crawford (2021) recuerda cómo Terry Gou, director de la empresa manufacturera más grande de Apple, la cual vio en 2010 una ola de suicidios de trabajadores a causa de sus condiciones laborales, reconoció a esos mismos trabajadores como «animales» al decir que «como los seres humanos también son animales, administrar a un millón de animales me da un dolor de cabeza» (p. 74). A esto se suma que los trabajadores reconocidos como humanos sean tratados como robots y que su trabajo, que completa aquellas tediosas tareas que los robots no pueden realizar, sea invisibilizado, como es el caso de Amazon (Crawford, 2021, pp. 54-85).
Si a tales consideraciones agregamos que las máquinas empleadas en dichos procesos productivos están construidas también a partir de seres «inorgánicos» que son «animados» en el proceso de automatización de la producción, es posible señalar, como se ha venido argumentando, que «lo animal» puede ser entendido como un umbral en el que «lo inerte» en la máquina (sus componentes), y de la máquina (como ensamblaje), toma vida sólo alrededor de la instrumentalización por parte del «humano». Al mismo tiempo, «lo humano» del trabajador cruza hacia lo maquínico y lo «no humano», tanto de la línea de desensamblado como de «lo animal» que empaqueta y junto a lo cual se mercantiliza. La «carne» que se produce en esta línea de desensamblado es, por su parte, la reiteración de la posibilidad de destazar y/o agotar un cuerpo (sea humano, no humano o más que humano), que se supone vivo pero que carece de respeto y reconocimiento al ser reducido a una pieza o parte significativa sólo en relación con lo supuestamente humano que lo instrumentaliza.
Acorde a lo anterior, cobra fuerza la idea de nuda vida o vida desnuda de Agamben (2017), una vida separada y excluida de sí misma, como aquellas formas de vida a las que se les reconoce vida biológica separada de su forma concreta, pero esa vida no tiene importancia social ni política como la de aquellos que encarnan «lo humano». De forma similar, es posible hablar de «carnofalogocentrismo», donde el «Hombre», racional, masculino y carnívoro, reduce a aquellos otros animalizados, irracionales, femeninos y carne, a objeto de consumo y apropiación, y donde el sujeto humano es producido «a partir del poder dar muerte a los existentes animales, debido a que estos, al ser concebidos como puro instinto sin posibilidad de respuesta, aparecen exceptuados del ámbito ético-político» (González & Ávila, 2022, p. 42) y son sacrificables en nombre del «potencial» y «la salud» humana (Ávila, 2016, p. 51). Más aún, quizás sea posible hablar de una suerte de «corpofalogocentrismo», toda vez que los otros animalizados e instrumentalizados, y sacrificados, son también, como se ha venido argumentando, cuerpos denominados «no vivos» o «inorgánicos», así como el trabajo de «la raza», de «la tecnología» y del «animal» es sacrificial. De igual manera que la vida biológica separada, la tecnología sostiene, «en tanto nuda vida, el umbral que permite acceder a la verdadera condición humana» (Agamben, 2017, p. 78). Por decirlo de alguna manera, ambos son puestos, en tanto cuerpos, orgánicos e inorgánicos, sociales y políticos, a disposición para sostener «la verdadera condición humana».
A lo anterior cabe agregar que los fenómenos biológicos han inspirado y orientado los esfuerzos y expectativas de manipulación tecnológica, como es el caso de la cibernética (Wiener, 1946) y la nanotecnología (Sosa, 2007). La nanotecnología, al observar y poner en funcionamiento fuerzas químicas para producir efectos deseados a escala molecular y atómica (Sosa, 2007, p. 18), difumina las barreras entre lo vivo y lo no vivo. A escala nanométrica, para las nanociencias y la nanotecnología, tanto lo vivo como lo no vivo se estudia, describe y manipula en tanto construcciones atómicas y estructuras moleculares.
A estas escalas, que se aproximan por medio de complejas y costosas tecnologías, pareciera que «la naturaleza» no sólo inspira nanotecnología sino también tiene una «tecnología base» de estructuras moleculares de «algunas decenas de nanómetros», con componentes más pequeños que «las piezas más diminutas de la tecnología humana actual» (Sosa, 2007, p. 26). El riesgo de llamar «tecnología» a ciertas formas que no se identifican como producidas por humanos, es que se reiteren patrones de producción epistemológica, ontológica y metafísica sin dar cuenta de ellos y con lo cual se produce una visión omniabarcante de los modos de ser como instrumentales: se produce una naturaleza de seres instrumentales y se justifica en mayor medida el modo de hacer tecnológico que bien se expresa en el manifiesto de Andreessen (2023).
Los fenómenos biológicos, que un día inspiraron la producción tecnológica, son ahora objeto de manipulación nanobiónica (biosíntesis de nanopartículas) y de instrumentalizaciones que combinan materiales denominados orgánicos e inorgánicos para instrumentalizarlos. Por ejemplo, es notable el caso del uso de nanobiónica de plantas e ingeniería genética por parte de DARPA (Defense Advanced Research Project Agency) en Estados Unidos para transformar la «capacidad de agencia de las plantas», que pasan de ser «actores pasivos» a «partes de una red de sensores global» (Osman, 2023, p. 4). Como parte de esa red, se encuentra la producción de espinacas capaces de detectar residuos de bombas en el suelo y cambiar la coloración en sus hojas dentro de un espectro que no detecta el ojo humano, pero si los drones que detectan puntos fluorescentes en las hojas de aquellas plantas que están sobre una mina (Osman, 2023, p. 2). De esta manera, se trata de una «operacionalización de la vida vegetal que reconfigura los límites de la guerra a nivel molecular […] y planetario», las plantas se integran al «aparato militar estadounidense, aunque aún estén enraizadas en la tierra» (Osman, 2023, pp. 2-7).
Lo que resulta importante notar es que se trata de la operacionalización o instrumentalización de «ecosistemas enteros reproducidos en nombre de la defensa: drones vigilando las espinacas biónicas, cosechando información en lugar de polen». Se trata de «un cambio en la operacionalización de los elementos del entorno, tales como inteligencia animal o biomimetismo, para operacionalizar relaciones multiespecie y ecosistemas» (Osman, 2023, p. 7). Con ello, se producen ecosistemas orientados alrededor de la «amenaza», que, a decir de Osman (2023), se convierte en principio ordenador no sólo «geopolítico», sino de «las relaciones ecológicas».
Ahora bien, si es relativamente fácil identificar a los agentes principales que instrumentalizan todos estos dispositivos de producción nanobiónica para la defensa, es crucial señalar que las plantas nanobiónicas, en su operación inmanente, por así decirlo, «no están diseñadas pensando en el humano, lo que significa que no son dependientes de una forma humana» (Osman, 2023, p. 8).
Por lo tanto, se puede decir que son «autónomas», ya que se mantienen en ausencia de personas humanas, aunque sigan desempeñando la función que encarnan. Estas instrumentalizaciones, junto con la línea de desensamblado de la producción de «carne» y la producción de dispositivos digitales, ilustran la movilidad en las articulaciones entre lo humano, lo animal y lo vegetal con lo maquínico y lo inorgánico, que se difuminan y fusionan en sus entramados materiales y operacionales con respecto a sus productores privilegiados. Si se suma a estas plantas nanobiónicas los esfuerzos como los de producción de «polvo inteligente», nanopartículas que pueden «invadir organismos como mecanismos de reparación, mejora e ingeniería» (Parikka, 2015, p. 87), es posible notar que no sólo se habla de una biopolítica de lo más-que-humano (Pugliese, 2020) sino de una biopolítica de lo más-que-humano de armas e infraestructuras biológicamente vivientes (Osman, 2023) y «no vivientes», que hacen aparecer el «sueño» de una «instrumentalidad absoluta» (Agamben, 2017) como una realidad.
Las barreras de lo vivo y lo no vivo se rompen de manera instrumental y de manera redituable para unos pocos, quienes, en determinado momento, por su posición privilegiada, pueden promover la aceptación de dispositivos muy específicos mientras mantienen inalteradas otras jerarquías, subordinaciones y violencias fundamentales. Así, grupos de investigación como el Nano-Cybernetic Biotrek (NCB) pueden promover la invención de «tecnologías transformadoras [disruptive] para dispositivos nanoelectrónicos» y la creación de «nuevos paradigmas para la simbiosis vida-máquina», lo que se describe como «un viaje científico aventurero, que fusiona ingeniería, física aplicada, y biología para salvar la brecha entre nanotecnología y biología sintética» (MIT website, s.f.). Mientras, por otro lado, como señala Benyera (2021), a algunos «productos de la Cuarta Revolución Industrial como robots, robots-humanos, post-humanos, y otras formas de post-antropocentrismo se les reconoce una mayor densidad ontológica que a los africanos», como es el caso del robot Sophia, a quien «se le otorgó ciudadanía en Arabia Saudita el 25 de octubre de 2017», cuando en este país «los africanos no son bienvenidos y son degradados como humanos» (p. 117).
Pensamientos finales a manera de propuesta
A lo largo del trabajo se replanteó la dicotomía entre lo «vivo» y lo «no vivo» a partir de analizar cómo lo instrumental/tecnológico es un proceso participe de «lo animal». De esta manera, se argumentó que los procesos de instrumentalización son procesos de animalización que ponen en entredicho las distinciones entre lo vivo y lo no vivo. Aquello que de entrada se supone como «no viviente» o inorgánico, es «animado» en la tecnología y sus procesos de automatización creciente al fijar identidades y funciones a sus componentes instrumentales, que se comportan de manera «natural» acorde a los diseños tecnológicos de «lo humano». Con base en ello, es posible pensar que el racismo, el especismo y el tecnologicismo/instrumentalismo son, también, la misma operación y que los cuerpos a los que afligen estas violencias son cuerpos tanto orgánicos, como inorgánicos, por así decirlo. Aunado a una postura antirracista que abrace una orientación antiespecista (Vargas García, 2023, p. 57), cabe agregar también, de manera polémica y contingente, un posicionamiento «antitecnologicista». Tal posicionamiento haría eco de la consideración de que el proceso de racializar al otro es un proceso de animalización como producción de jerarquización, sacrificio y conquista, de la misma manera que lo es el proceso de tecnologizar/ instrumentalizar a los otros.
Lo que se propone es, por tanto, no una discriminación de lo tecnológico en tanto entidades definidas, aparatos o artefactos tecnológicos, como si sus modos de ser y cuerpos constitutivos, se limitaran a ser un objeto tecnológico. No se trata de arremeter y destruir los objetos considerados tecnologías, sino más bien, de desestabilizar las violencias que buscan mantenerle como tal. Con esto, no se apunta a un simple «buen uso» de la tecnología o a redefinir su «significado» para que ahora se trate de una noción de tecnología con una ética diferente. A lo que se apunta es a dar a conocer, pensar y sentir, colectivizar el sentido colonial y de dominación de los procesos que producen a algunos seres como «tecnología» para detener el dispositivo que les produce en tanto tal, no para instrumentalizarlos de manera diferente. Por ello, es importante desestabilizar la categoría de tecnología y negar su carácter transhistórico y ahistórico. No todas las sociedades han tenido y tienen tecnología, ni es un rasgo humano. Es preciso reconocer que la tecnología, con su aproximación sistematizada a las técnicas de producción, surge con el capitalismo (Schatzberg, 2018) y con sus intercambios mundiales ecológicamente desiguales (Hornborg, 2019), y que se sustenta en una metafísica de la instrumentalidad de fundamentos teológicos y en una impronta de conquista y expansión (Liceaga, 2023). A partir de ello, es posible plantear caminos distintos y alianzas diversas. No todo implemento, utensilio o útil es tecnología. La técnica es también arte y «tecnicidad», como suplementariedad originaria de todos los seres (Beardsworth, 1998). La raíz tek refiere tanto al texto como al tejido entre multiplicidad de cuerpos que constituyen un hogar, que se constituyen de manera conjunta, que piensan y crecen juntas, que escuchan sus ritmos singulares y componen ritmos compartidos y se procuran entre sí.
Se trata, quizás entonces, de atajar lo tecnológico en tanto operación que produce al objeto instrumental a partir, primero, de la ruptura de comunidades, pensamientos, espacios, tiempos y sentidos, humanos y no humanos y, por así decirlo, vivos y no vivos en otros lugares que no se ven ni se sienten; segundo, de la extracción de cuerpos que son animados en tanto recursos e instrumentos; tercero, del ensamblaje de estos seres en tanto componentes de un artefacto y sistema tecnológico; cuarto, del ocultamiento de la violencia constitutiva de estos procesos (Liceaga, 2023); y quinto, de un umbral de «lo animal» que permite actualizar su maquinaria antropogenética. Por ello, no basta con usar las tecnologías de una manera apropiada o de éticas para una tecnologización apropiada, como si se pudiera usar al esclavo, en tanto esclavo, de manera apropiada, pero aun siendo esclavo y eso fuera descolonización. Se trata de no utilizar y fijar esos cuerpos en tanto «tecnologías», de romper su determinación ontológica y de separarlos de los circuitos que le instigan a desempeñar sus funciones corporalizadas, mismas que a la vez promueven la expansión y reproducción tecnológica en su versión dominante.
Si se pretende replicar la estructura tecnológica de manera comunitaria o local (por ejemplo, las telecomunicaciones conectadas a Internet) se corre el riesgo de replicar su determinación ontológica y metafísica, mientras que se asegura la continuidad de los procesos de ruptura, extracción y ensamblaje en lo supralocal, toda vez que se conecta dicha estructura local a los flujos metabólicos mundiales. Como con el bienestarismo o bienestar animal, que busca reformar el especismo y no suprimirlo, la tecnologización con éticas hackers y/o decoloniales arriesgan asumir el cuerpo de la tecnología, como aquel presente en tanto máquina, artefacto o ensamble, para reformarlo y no para suprimir su operación instrumental, mientras ignora la multiplicidad de sus cuerpos constitutivos y sus propios ritmos y vibraciones (véase Bennett, 2010, y Lenkersdorf, 1996). Así como el bienestarismo no abre las puertas a sus ratas de laboratorio para que ellas decidan a dónde ir y cómo vivir, cómo persistir en sí mismas, y sólo les procura las condiciones que considera de bienestar para administrar su vida, el «tecnologicismo» no deja al artefacto y ensamble tecnológico (re)tomar su propio ritmo, acorde a sus diversos cuerpos y entretejidos ambientales, ni interrumpe su operación tecnológica, sino sólo busca reformar las condiciones en las que se administra su cuerpo instrumental.
Con base en lo anterior, no se propone sumar la consideración de la máquina a las luchas de justicia y resistencia, sino, más bien, hilvanar las luchas a partir del respeto y reconocimiento de todos los cuerpos y modos de vida, de sus ritmos, pensamientos y crecimiento conjunto y de procurarles como cuerpo compartido. Para ello, es fundamental «imaginar nuevos tipos de articulación colectiva, sin negar los modos diferenciales en que se ejercen las opresiones sobre los cuerpos y subjetividades» (González & Ávila, 2022, p. 23). Ello nos puede llevar a ampliar la consideración hacia la procuración y cuidado de los entramados ecológicos de cuerpos que sostienen nuestra vida compartida y al reconocimiento del espacio y tiempo compartido como producción política entre multiplicidades de modos de ser y de cuerpos humanos y no humanos. Por decirlo de otra manera, el respeto y reconocimiento de todos los modos de ser nos puede llevar a una aproximación más íntima y relacional. De este modo, la consideración del pensamiento y sensibilidad vegetal o del pensamiento vivo de los bosques (Kohn, 2013) y de sus cuerpos minerales no tiene porqué amenazar las luchas en favor de los «animales», toda vez que la dominación y producción carnista-especista se torna aún más destructiva cuando se le vincula con la fragmentación del pensamiento vivo y la experiencia colectiva por medio de la explotación intensiva de tierras y las alteraciones a la diversidad y a la temporalidad y espacialidad de los ciclos biogeoquímicos y cadenas tróficas, alteraciones asociadas con la producción industrial y los monocultivos que sostienen la producción cárnica.
La consideración del pensamiento y la sensibilidad de las plantas no implica justificar el gobierno y sacrificio de «lo animal» ante la inevitable violencia y sacrificio de «los vegetales». Lo que habría que discutir es la forma en que se gobiernan, sacrifican y destruyen los modos de vida y los cuerpos tanto denominados animales como vegetales y minerales en tanto cuerpos compartidos, en tanto cuerpos que nos constituyen. Como señala Michael Marder (2016), «un simple árbol es un ensamble de múltiples crecimientos», «una comunidad de crecimientos» que no es sólo vegetal, sino que es «un lugar de encuentro de los elementos, los vegetales, las especies y los reinos biológicos» (p. 252). De igual manera, el cuerpo «humano» es un ensamble de multitudes, cuyo microbioma, el conjunto relacional de virus, hongos y bacterias, está compuesto de células que son en su mayoría no específicamente humanas y cuya diversidad está asociada a nuestro bienestar y a la diversidad y bienestar de nuestro entorno.
Por lo anterior, no se propone «descolonizar» la tecnología, como no se propondría «descolonizar» la esclavitud para que ahora sean esclavos utilizados con ética descolonial, ya que se estaría instrumentalizando a los cuerpos tecnologizados una vez más, gobernándolos en una categoría y práctica que hace sentido dentro de una nueva agenda (antropocentrista) de descolonización, pero dejando poco alterados las metafísicas y metabolismos que le violentan, sus patrones profundos, y a la vez superficiales, de dominación. Más bien, quizás se trata de detener aquella máquina antropogenética de la que habla Agamben (2017) y pensar-sentir-practicar una suerte de «destecnologización» como parte de una «descolonización» de los modos de vida a partir de la producción política, un no aferrarse a utilizar tecnológicamente a ciertos cuerpos, violentándolos e instituyendo y ocultando esa violencia para que estén instrumentalmente disponibles y sean de uno. Se trata de no separar y subordinar lo vivo y lo no vivo. De reconocer lo tecnológico y lo animal como modos de operación y no como substancias, para permitir la interrupción de otras separaciones, distinciones y subordinaciones. Se trata, probablemente, de desconectar los dispositivos de las corrientes de energía y de la «tecnoesfera» (Haff, 2014) y el sistema-mundo, no de conectar nuevas infraestructuras y tecnologías locales que en el fondo permiten la expansión de los mismos y sus violencias en otros lugares. Se trata, quizás, de preferir no participar en la violencia instituida hacia otros por cómoda o útil que parezca.
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