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Instintos peligrosos. Foucault, criminalidad y animales
Josué Imanol López Barrios
Josué Imanol López Barrios
Instintos peligrosos. Foucault, criminalidad y animales
Dangerous Instincts: Foucault, Criminality, and Animals
Instintos perigosos. Foucault, criminalidade e animais
Tabula Rasa, núm. 51, pp. 183-207, 2024
UNIVERSIDAD COLEGIO MAYOR DE CUNDINAMARCA
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Resumen: Este artículo analiza, a partir de una postura foucaultiana y antiespecista, las articulaciones históricas entre la animalización de la criminalidad y la criminalización de los animales. Para esto se seguirá el siguiente recorrido: en primer momento repasaremos la reconstrucción genealógica que Foucault hace de la noción de «individuo peligroso» en el siglo XIX, donde el instinto aparece como voluntad arcaica que empuja al individuo al crimen; posteriormente, exploraremos la aparición paralela del problema del instinto animal en las prácticas de crianza, mantenimiento y explotación de razas animales entre el siglo XVIII y XIX; finalmente, veremos cómo en la antropología criminal, el crimen es comprendido como una anormalidad fisiológica que atraviesa a todo el reino animal. Así, mostraremos que el poder sobre la vida animal y el poder punitivo han estado históricamente vinculados a través de la problemática del instinto, que pone en peligro a la especie como fenómeno biopolítico.

Palabras clave: Criminalidad, psiquiatría, animales, instinto, biopolítica.

Abstract: This article analyzes, from a Foucaldian anti-speciesist approach, historic articulations between animalizing criminality and criminalizing animals. To do this, we will follow this path: first, we will review Foucault’s genealogical reconstruction of the “dangerous individual” notion in the 19th century, where instinct appears as an archaic will driving the individual to crime; then, we will explore the emergence in tandem of the problem of animal instinct in raising practices, the maintenance and exploitation of animal races in the 18 to 19th centuries. Finally, we will see how in criminal anthropology, crime is understood as a physiological abnormality traversing the whole animal kingdom. Thus, we will show that power over animal life and punishment power have been linked throughout history on the problem of instinct that puts the species at risk as a biopolitical phenomenon.

Keywords: Criminality, psychiatry, animals, instinct, biopolitics.

Resumo: Este artigo analisa, a partir de uma postura foucaultiana e antiespecista, as articulações históricas entre a animalização da criminalidade e a criminalização dos animais. Para tanto, será feito o seguinte percurso: em primeiro momento revisaremos a reconstrução genealógica que Foucault faz da noção de “indivíduo perigoso” no século XIX, em que o instinto aparece como vontade arcaica que empurra o indivíduo ao crime; posteriormente, estudaremos a aparição paralela do problema do instinto animal nas práticas de criação, manutenção e exploração de raças animais entre o século XVIII e XIX; finalmente, veremos como na antropologia criminal, o crime é compreendido como uma anormalidade fisiológica que atravessa todo o reino animal. Assim, mostraremos que o poder sobre a vida animal e o poder punitivo têm estado historicamente vinculados por meio da problemática do instinto que põe em perigo à espécie como fenômeno biopolítico.

Palavras-chave: Criminalidade, psiquiatria, animais, instinto, biopolítica.

Carátula del artículo

Artículo de investigación

Instintos peligrosos. Foucault, criminalidad y animales

Dangerous Instincts: Foucault, Criminality, and Animals

Instintos perigosos. Foucault, criminalidade e animais

Josué Imanol López Barrios
Université de Paris 8 Vincennes-Saint-Denis, France, Francia
Tabula Rasa, núm. 51, pp. 183-207, 2024
UNIVERSIDAD COLEGIO MAYOR DE CUNDINAMARCA

Recepção: 13 Fevereiro 2024

Aprovação: 11 Junho 2024

Introducción. Una cerda furiosa y un burro manso

El 27 de marzo de 1567 el procurador de la Señoría de Saint-Nicolas, en Senlis, Francia, pronunció la siguiente sentencia tras la muerte de una niña de cuatro meses de edad:

Visto el proceso extraordinario hecho a la solicitud de procurador de la Señoría de Saint-Nicolas, por la razón de la muerte de una niña de cuatro meses de edad aproximadamente, hija de Lyénor Darmeige y Magdeleine Mahieu, la esposa habitante de Saint-Nicolas, encontrase comida y devorada su cabeza, mano izquierda y la parte superior del pecho derecho por una cerda de trompa negra, perteneciente a Louis Mahieu, hermano y vecino de la dicha señora; […] Las informaciones hechas a partir de dicho caso, interrogatorios del mentado Louis Mahieu y su esposa, y la visita hecha a la cerda en el momento en que llegó dicho caso y todo considerado en consejo, se ha concluido y recomendado por la justicia que POR LA CRUELDAD Y LA FEROCIDAD COMETIDA POR LA DICHA CERDA, ella será exterminada dándole muerte y para ello se la ahorcará […]; y prohibiendo a todos los habitantes y sujetos de las tierras y señorías del dicho Saint-Nicolas de dejar escapar a semejantes bestias sin una buena y segura correa, bajo amenaza de multa y punición corporal si no pagasen […]. (D’Addosio, 1892, pp. 297-298)

Aunque dicha sentencia pueda parecer risible para el lector contemporáneo, se trata de uno entre decenas de juicios civiles y penales, que han quedado guardados en los archivos, donde animales domésticos y salvajes (perros, cerdos, langostas, zorros, etc.) habiendo dañado o atacado a los habitantes de una determinada zona, fueron encontrados culpables y castigados en diversos países de Europa, a lo largo de la Edad Media y hasta la modernidad temprana (Bierne, 1995).

Este caso, por su carácter paradigmático, atrajo la atención de D’Addosio (1892) y de Evans (1906), quienes recopilaron estos juicios animales medievales en dos estudios sistemáticos. Ambos autores señalan que eran los puercos quienes la mayoría de las veces eran sentenciados a muerte. Evans (1906) sugiere que el factor que más influyó en la aparición de estos animales fue su número y su ocupación del espacio urbano: «La frecuencia con la que los cerdos eran juzgados y sentenciados a muerte, se debía, en gran medida, a la libertad con la que se les permitía deambular en las calles y a su inmenso número» (p. 158).

D’Addosio da una explicación similar, pero agrega un elemento más, a saber, su supuesta ferocidad: «Quien, maravillado de ver castigados a puercos, puercos, siempre puercos, querrá saber el porqué de esta hecatombe. […] El puerco es un animal que, aunque vive entre los hombres, retiene mucha de la ferocidad a su hermano, el jabalí» (D’Addosio, 1892, p. 24). Estudios recientes sobre la ecología de la crianza porcina en la edad media parecen confirmar que las poblaciones de cerdos semilibres se cruzaban constantemente con las poblaciones silvestres en los bosques europeos (Kreiner, 2020, p. 8). Más allá de las razones etológicas y ecológicas, lo que nos interesa del caso es que permite ver claramente algo que nuestra relación contemporánea con los animales deja muchas veces en lo oscuro: que se trata de un acto donde la conducta animal sale de lo permitido, atenta contra el mundo humano y ha de ser castigada. En ese sentido, la hipótesis de Spencer & Fitzgerald (2015) en torno a la función social de los juicios animales resulta reveladora:

Los animales que actuaban de una forma poco deseable, especialmente quienes hacían daño a personas, pudieron ser percibidos como una amenaza para el ordenamiento jerárquico de la vida, basado en el pensamiento judeocristiano, que posicionaba a los seres humanos en el arriba del resto de animales. […] [Los juicios a animales] eran motivados por un deseo general de preservar el orden social a través de (1) castigar a los dueños a través de sus animales y disuadir a otros el dejar a sus animales causar problemas y (2) al «poner a los animales en su lugar» en un intento de reafirmar la frontera entre naturaleza y cultura. (p. 413)

Finalmente, lo que se castiga explícitamente en esta sentencia es, efectivamente, la ferocidad y crueldad, es decir la conducta no dócil, no doméstica. Aunque concordamos con la hipótesis de Spencer & Fitzgerald, creemos que no logra explicar un hecho que parece más que patente: ¿por qué desaparecieron estos juicios? ¿Acaso los animales aprendieron a comportarse? O, ¿simplemente dejamos de considerarlos como responsables de sus actos y pasaron a ser simples objetos? Para poder complejizar esta historia, me gustaría comparar el caso ya citado con otro. Se trata de uno de los últimos de su tipo en Francia y tuvo lugar en Vanves el 19 de septiembre de 1750 y llegó a nosotros gracias al relato de Saint-Gervais (1835):

Moral irreprochable, vida ejemplar, carácter de dulzura y modestia, eran las cualidades estimables que todo el mundo reconocía desde hacía doce años en el asno de Féron; la asna de Leclerc, en cambio, como esas mujeres de las que está inundada la capital, no había conocido durante mucho tiempo ni esa inocencia ni esa amable modestia tan propias de su sexo. Su comportamiento escandaloso, fruto de una educación abandonada, hacía que todo mundo la mirara como una mala burra; pero era hermosa, y la belleza de su cuerpo, que ocultaba los defectos de su alma, atraía siempre a nuevos cortesanos. El asno de Féron había llegado a París desde Vanvres con su amo. La peligrosa asna de Leclerc pasó por la calle donde éste estaba detenido; hizo sus primeras insinuaciones, como de costumbre, y utilizó todos los recursos de la coquetería; su voz resonante anunció sus deseos: el asno fue movido. (pp. 26-27)

El burro de Féron y la burra de Leclerc, tras encontrarse en las calles de la ciudad del amor, cometieron actos sexuales contra la voluntad de sus amos. El asno fue acusado por la señora Leclerc de haberla mordido cuando consiguió por fin detener el acto copulatorio. Tras tres meses de proceso civil, el cura prior a cargo del caso terminó por exonerar al asno:

Nosotros, los abajo firmantes, prior párroco y habitantes de la parroquia de Vanves, tenemos conocimiento de que Jacques Féron y su esposa tienen un asno desde hace cuatro años para el servicio de su negocio, y que, durante todo el tiempo que lo han tenido, nadie ha sabido que fuera malo, y nunca ha hecho daño a nadie, ni siquiera durante los seis años que ha pertenecido a otro habitante, que nadie se ha quejado nunca de él, ni hemos oído que haya hecho alguna travesura en el campo: en fe de lo cual, nosotros, los abajo firmantes, le hemos dado este testimonio. (Saint-Gervais, 1835, p. 29)

Evidentemente, el destino de la cerda y del burro no pudieron ser más distintos. Una fue ahorcada, el otro fue absuelto. La aparente gravedad de sus actos podría explicar la sentencia tan divergente: no es lo mismo comerse a una niña que dejarse seducir en el momento inoportuno. Sin embargo, puede que, más allá de la sentencia, la diferencia más profunda entre estos casos sea la manera de problematizar y responder a la mala conducta animal.

Mientras que, en el primer caso, el procurador se limita a comprobar la veracidad de los hechos y los califica sucintamente de crueles y feroces: «LA CRUELDAD Y LA FEROCIDAD COMETIDA POR LA CERDA» (D’Addosio, 1892, p. 207); en la caracterización de Saint-Gervais, no se trata de demostrar la inocencia del burro, ya que está claro que realmente mordió a la señora Leclerc. Más bien, se contrapone toda una serie de concepciones morales entre ambos animales: «mansedumbre», «modestia», el hecho de que «nadie le ha conocido mala intención» y «que nunca ha hecho daño a nadie», por un lado; «comportamiento escandaloso», «educación abandonada», «burra de mal carácter», por otro. Se expresa una inquietud profunda por la constitución moral y la conducta de los sujetos animales. El problema central en el segundo relato está en responder: ¿cómo una moral recta y dócil pudo ser corrompida hasta las fronteras del delito?

Valdría la pena señalar el carácter sexuado de esta moralización: el juicio recae sobre todo sobre la burra (y de manera indirecta sobre su dueña), justamente porque ésta no tiene las características morales que se esperan de la feminidad: «ni esa inocencia ni esa amable modestia tan propias de su sexo» (Saint-Gervais, 1835, p. 27). La burra de Leclerc tiene un comportamiento que no corresponde al que corresponde al «sexo femenino», lo que refuerza su «animalidad», entendida como cierta tendencia involuntaria que la empuja a la lujuria, la terquedad y la impudicia. En ese sentido, el relato de Saint-Gervais cumple varias funciones: 1) refuerza la dicotomía humano-animal al narrar el comportamiento de la burra como lo contrario a lo humano, arrojándola hacia una animalidad abyecta; 2) dibuja una imagen en negativo de la normatividad heterosexual humana, al contar justamente los deslices que deben de evitarse en el cortejo; 3) liga la inmoralidad sexual con la animalidad a través de una descripción del peligro que comparten.

Este cruce entre animalidad, peligrosidad y género bien puede recordar los procesos de animalización que diversos sujetos racializados, principalmente aquellos sujetos construidos como mujeres negras e indígenas, han sufrido dentro del largo proceso de colonización de América, como bien apunta Lugones (2008): «Las hembras no-blancas eran consideradas animales en el sentido profundo de ser seres “sin género”, marcadas sexualmente como hembras, pero sin las características de la femineidad» (p. 94). Ya en otros espacios hemos analizado el papel de la dominación animal en el establecimiento de la gubernamentalidad colonial en la Nueva España (López Barrios, 2020a), sin embargo, en este artículo nos concentraremos en otro contexto histórico ya que quisiéramos señalar la ruptura histórica que está patente en el caso recién citado. Se trata de la emergencia de un nuevo elemento que transforma la peligrosidad propia a la animalidad; el peligro de una fuerza oculta y siniestra, que lleva involuntariamente a la acción y de la que, ni el hombre (o el burro) más educado puede escapar:

Hay momentos en la vida donde la virtud más probada, los principios más severos, ceden a la atracción de la seducción: ¡momento fatal para la inocencia de nuestro sabio de orejas alargadas! Rompe con esfuerzo el cabestro con el que estaba amarrado, y olvidando su deber y a su amo, sigue a la bella asna sobre la que estaba montada la señora Leclerc. (p. 27; énfasis propio)

El burro de Jacques Féron fue empujado, fue seducido, fue atraído, contra su propia voluntad moral a cometer actos criminales. Se trata del problema de lo involuntario, de lo instintivo, del automatismo, de la anormalidad que surge en el siglo XIX, cuando Saint-Gervais escribe su relato, y que parece amenazar hasta al individuo más decente empujándolo hacia el crimen. Ciertamente, esta descripción moral recuerda a la caracterización que Michel Foucault hace del poder punitivo contemporáneo, el cual no sólo castiga actos ilícitos, sino que necesita producir la identidad del acusado para sacarle una confesión del tipo: ¿quién eres tú? (Foucault, 1994, p. 444).

Aunque es bien sabido que Foucault no pareció interesarse demasiado por los animales, como diversos autores le han criticado (Shukin, 2011; Cavalieri, 2008), consideramos que una perspectiva foucaultiana será de provecho para estudiar cómo animalidad y criminalidad fueron ligadas a través de la noción de instinto. El mismo Foucault nos da una pista que sugiere que la historia del gobierno sobre la vida animal y la del poder punitivo no están tan lejanas como podría parecer a simple vista:

Bentham no dice si se inspiró, para su proyecto en la casa de fieras que Le Vaux había construido en Versalles: primera colección zoológica cuyos diferentes elementos no estaban, según era tradicional, diseminados en un parque: en el centro, un pabellón octogonal que, en el primer piso, sólo tenía una estancia, el salón regio; en todos los lados se abrían anchas ventanas que daban a siete jaulas (el octavo lado se reservaba a la entrada), donde estaban encerradas diferentes especies de animales. (Foucault, 2009, p. 235)

Entre el panóptico y la casa de fieras, ¿una similitud superficial? ¿una transferencia de tecnologías de poder? Tal vez. Concretamente, lo que queremos sugerir en este artículo es que, en la genealogía del individuo criminal, además de tomar en consideración las técnicas disciplinares y las ciencias humanas (psiquiatría, psicología, antropología, etc.), hemos de incluir los saberes y las prácticas ligadas con la crianza, control, explotación y matanza de millones de animales en las sociedades occidentales modernas, ya que ambos procesos han estado emparentados históricamente.

Animalidad y criminalidad han sido históricamente configuradas una a través de la otra. Así, buscamos elaborar una lectura foucaultiana de la construcción de la criminalidad animal, o de los animales (humanos y no humanos) como potenciales criminales. No queremos simplemente decir que los criminales se tratan como animales, sino de estudiar el papel que las transformaciones de las tecnologías de gobierno sobre la vida animal han jugado en la construcción histórica de la criminalidad. En otras palabras, es necesario traer a luz los puntos de contacto, transferencia e interferencia entre aquello que podemos llamar, siguiendo el trabajo de Gonzáles & Ávila Gaitán (2022), el antropo-poder y el poder punitivo moderno.

No es una simple curiosidad histórica. Hay que recordar que la idea que los animales pudieran ser criminales no fue exclusiva del medievo y la modernidad temprana: «La noción fue preservada e incluso desarrollada incluso por los mismos criminólogos [modernos]. Especialmente, fue desarrollada entre la década de 1870 y 1880 por la escuela lombrosiana de antropología criminal» (Bierne, 1995, p. 7). No parece ser un accidente que, en el mismo momento en el que D’Addosio y Evans preparaban sus estudios sobre los juicios medievales de animales, éstos volvían a aparecer como el origen de la criminalidad a los ojos de Cesare Lombroso (Lombroso, 1881; Lombroso, 1890) y la nueva escuela de criminología. Entre los juicios medievales y la escuela de antropología criminal tenemos una transformación profunda de las prácticas de crianza y explotación animal, en donde, la conducta «moral» de los animales surge como problema político (Piazzesi, 2020). Señalar estos puntos de cruce ha de permitirnos vislumbrar posibles alianzas hoy día entre diversos frentes de lucha antiespecista, antirracista y antipunitivista.

Así, para construir esta lectura foucaultiana del crimen animal vamos a seguir el siguiente recorrido: 1) en primer momento repasaremos la reconstrucción histórica que Foucault hace de la noción de «individuo peligroso» en el siglo XIX, donde el concepto de instinto es configurado como voluntad arcaica y peligrosa que empuja al individuo al crimen; 2) posteriormente, exploraremos la aparición paralela del problema del instinto animal en las prácticas de crianza, mantenimiento y explotación de razas animales entre el siglo XVIII y XIX en Francia; 3) posteriormente, veremos cómo en la antropología criminal, el crimen es comprendido como una anormalidad fisiológica que atraviesa a todo el reino animal. Aquí, los instintos animales son conceptualizados como un peligro hereditario-degenerativo que amenaza el avenir de toda especie (humana y no humana); 4) finalmente exploraremos algunas consecuencias teóricas y políticas que se derivan de esta lectura.

La genealogía del individuo peligroso en Foucault

Según Foucault, lo que caracteriza al poder punitivo a partir del siglo XIX (y hasta nuestros días) es que necesita como prerrequisito para poder castigar, la producción de la identidad del acusado en tanto criminal, en tanto perverso, en tanto loco. Más allá de los actos ilícitos que alguien pueda cometer, es necesario que éste produzca una verdad sobre sí mismo. En ese sentido, el tono moralizante, incluso patético, con el que se describe la conducta de cada uno de los asnos en el relato de Saint-Gervais recuerda sin duda a las pericias psiquiátricas con las que Michel Foucault (2001) abre el curso en el Collège de France de 1975 titulado *Los anormales*. Foucault trae a colación estas pericias, de un nivel epistemológico muy inferior al saber psiquiátrico de la época, para ilustrar el funcionamiento grotesco de la psiquiatría criminal.

Estas pericias no buscan castigar un delito tal y como éste aparece tipificado en un código penal, ni tampoco determinar si el acusado se encontraba en estado de demencia, es decir, si era o no responsable de sus actos, sino que operan en un nivel novedoso: ni totalmente médico, ni totalmente jurídico. Su objetivo no es castigar crímenes en específico, sino señalar a un individuo, estudiar su forma de ser, comprender las perversiones que rigen su conducta, trazar su historia de vida para encontrar allí los signos de cierta peligrosidad. Estamos frente a uno de los instrumentos de un nuevo tipo de poder normalizador:

La pericia médico legal no se dirige a delincuentes o inocentes, no se dirige a enfermos en confrontación a no enfermos, sino a algo que es, creo, la categoría de los anormales, o, si lo prefieren, es en ese campo no de oposición sino de gradación de lo normal a lo anormal donde se despliega efectivamente la pericia médico legal. (Foucault, 2001, p. 49)

A principios del siglo XIX, la naciente psiquiatría comenzó a incrustarse dentro del poder judicial francés para resolver crímenes monstruosos frente a los que el sistema jurídico se encontraba bloqueado al no poder ni castigar ni absolver al acusado (Foucault, 1994, p. 447). Casos como el de Henriette Cornier, quien decapitó, sin razón alguna, a la bebé de sus vecinos el 4 de noviembre de 1825. Cornier había pedido cuidar a la niña y decidió asesinarla sin motivo aparente, pero con una lucidez que impidió a los psiquiatras declararla demente. Ante este tipo de casos, la justicia penal se encontraba bloqueada ya que, por un lado, tras las reformas del derecho penal a finales del siglo XVIII, el castigo debía de responder directa y proporcionalmente al interés que había motivado el crimen y, por otro lado, a partir del código civil napoleónico, era necesario un diagnóstico de demencia para absolver al acusado (Foucault, 2001, p. 114).

Así surge el curioso diagnóstico de monomanía homicida, «esta entidad absolutamente ficticia de un crimen-locura, de un crimen que es todo entero locura, de una locura que no es otra cosa que crimen» (Foucault, 1994, p. 448). Con la defensa de Cornier, asistimos a la aparición de un nuevo campo de estudio psiquiátrico, que se aleja de la concepción de locura como demencia para intervenir sobre las anomalías e irregularidades más ínfimas del carácter: «Se trata de los impulsos, las pulsiones, las tendencias, las inclinaciones, los automatismos» (Foucault, 2001, p. 127). Sus abogados aseguraron que ella actuó instintivamente y, por ello, no pudo oponer resistencia. El concepto de instinto hace inteligibles todos estos actos sin sentido, pero que no entran dentro de la definición de locura como demencia, situándolos en un nuevo registro, el de la voluntad y lo involuntario:

Lo que va a exigirse no es hallar, bajo lo instintivo, el pequeño elemento de delirio que permita inscribirlo en la locura, sino descubrir cuál es, detrás de cualquier delirio, la pequeña perturbación de lo voluntario y lo involuntario que puede permitir la formación del delirio. (Foucault, 2001, p. 151)

Así, en el extremo de lo involuntario, el instinto es peligroso ya que surge como una fuerza que nos empuja inevitablemente a la acción no reflexiva. Es una suerte de voluntad arcaica, obstinada e irresistible que puede resurgir en cualquier momento y poner en riesgo nuestra capacidad de conducirnos:

[El instinto] es una forma anárquica de voluntad, consistente en no querer jamás plegarse a la voluntad de los otros; es una voluntad que se niega a organizarse a la manera de la voluntad monárquica del individuo y que rechaza, por consiguiente, cualquier orden y cualquier integración a un sistema. El instinto es una voluntad que «quiere no querer» y se obstina en no constituirse como voluntad adulta; para Seguin, ésta se caracteriza por su capacidad de obedecer. El instinto es una serie indefinida de pequeños rechazos que se oponen a toda voluntad del otro. (Foucault, 2007a, p. 252)

Como sugiere Orazio Irrera (2019), la aparición del concepto de instinto en el momento de la introducción de la psiquiatría en la práctica judicial, transformó la concepción clásica de la voluntad y permitió la creación de esta nueva forma de poder normalizador:

De este modo, como parte de esta nueva concepción de la voluntad, el instinto se revela como un elemento esencial para comprender su reformulación, y como el punto más extremo de irreductibilidad a cualquier tecnología de poder basada en una economía de intereses. Por último, es en torno al instinto, y más concretamente en torno a las enfermedades del instinto, donde entra en juego toda una nueva tecnología del poder, consistente en clasificar, distribuir y situar todo comportamiento, toda actitud, toda conducta, en su ámbito más elemental y cotidiano, a lo largo de un eje que une lo voluntario y lo involuntario. (p. 230)

A partir de ese momento, cualquier tipo de comportamiento puede ser tomado por las autoridades psiquiátricas y convertirse potencialmente en un síntoma de enfermedad mental en función de dos criterios: 1) la desviación que el comportamiento representa con respecto a la normatividad, y 2) el grado de automatismo involuntario que el comportamiento produce (Foucault, 2001, p. 153). Así pues, el instinto parece ser el objetivo de una nueva tecnología del poder para normalizar el comportamiento, basada en estas preguntas: «¿No hay instintos que sean anormales? ¿Se puede tener influencia sobre ellos? ¿Se pueden corregir? ¿Existe una tecnología para curar los instintos?» (Foucault, 2001, p. 129). Con el concepto de instinto, la locura deja de entenderse como error, falsedad o delirio, como lo hacía en la Época Clásica, y empieza a comprenderse como una fuerza, una voluntad que se tratará de subyugar:

Tenemos la fuerza en cuanto se aplica a los instintos y las pasiones, la fuerza de esos instintos desatados, la fuerza de esas pasiones sin límite; y esto caracterizará justamente una locura que no es una locura de error, una locura que no implica ilusión alguna de los sentidos, ninguna alucinación, y se la llama manía sin delirio. (Foucault, 2007a, p. 23)

A principios del siglo XIX, la psiquiatría naciente justificó su existencia al presentarse como la respuesta al peligro de esa locura instintiva. Si Foucault (2007a) puede hablar de la extensión de la «función psi» a lo largo de todos los dispositivos disciplinares a lo largo del siglo XIX, se debe a que la psiquiatría, antes de funcionar como una rama de la medicina, fungía como una rama de la medicina social:

La psiquiatría, si llego a ser tan importante en el siglo XIX, no es simplemente porque ella aplicaba una nueva racionalidad médica a los desórdenes del espíritu o de la conducta, es también porque funcionaba como una forma de higiene pública. El desarrollo en el siglo XVIII, de la demografía, de las estructuras urbanas, del problema de la mano de obra industrial había hecho aparecer la cuestión biológica y médica de las «poblaciones» humanas, con sus condiciones de existencia, de hábitat, de alimentación, con su natalidad y su mortalidad, con sus fenómenos patológicos (epidemias, endemias, mortalidad infantil). (Foucault, 1994, pp. 448-449)

El surgimiento de ese tipo de poder en las sociedades occidentales implica la entrada de la vida y sus fenómenos propios a los cálculos racionales del poder político (Foucault, 2007b, p. 173). Foucault llama «biopolítica» a esta nueva forma de gobierno sobre la población que toma como base para su ejercicio los fenómenos biológicos y poblacionales del ser humano en tanto ser vivo:

La dimensión por la cual la población se incluye entre los demás seres vivos es la que va a ponerse de manifiesto y la que se sancionará cuando, por primera vez, se deje de llamar a los hombres «el género humano» y se comience a llamarlos «la especie humana». A partir del momento en que el género humano aparece como especie en el campo de determinación de todas las especies vivientes, puede decirse que el hombre se presentará en su inserción biológica primordial. (Foucault, 2006, pp. 101-102, énfasis propio)

Aunque el concepto de biopolítica, tal y como queda delineado por Foucault, se concentra en la gestión de la vida humana específicamente, éste designa una forma de poder que se apoya en las determinaciones biológicas que el ser humano comparte con otros animales. En este sentido, el propio Foucault señala brevemente la correspondencia histórica entre el discurso psiquiátrico-legal y la obra del naturalista Etienne Geoffroy Saint-Hilaire, fundador de la teratología animal, abriendo la posibilidad de pensar la relación entre el gobierno de los instintos humanos y animales:

Con la noción de instinto, no sólo va a aflorar todo este campo de nuevos problemas, sino la posibilidad de reinscribir la psiquiatría [...] en una problemática biológica. ¿Es el instinto del hombre el instinto del animal? ¿Es el instinto mórbido del hombre una repetición del instinto animal? ¿Es el instinto anormal del hombre la resurrección de los instintos arcaicos del hombre? (Foucault, 2001, p. 129)

Desgraciadamente, Foucault no tematiza más allá esta relación. En su reconstrucción genealógica del concepto de instinto, éste aparece como una voluntad arcaica más ligada a la infancia y a la interrupción del desarrollo ontogenético, que en su relación con los instintos animales: «El instinto es el elemento correspondiente a la infancia y dado desde el inicio que va a aparecer como no integrado, en estado salvaje, dentro de la idiotez o el retraso mental» (Foucault, 2007a, p. 243). Sin embargo, como Spencer & Fitzgerald (2015) lo muestran, en los juicios animales que mencionamos a inicios del artículo, criminalidad, idiotez y animalidad van de la mano: «la persecución de animales que eran percibidos como “tontos” o “estúpidos” también servía para mantener el orden social al comunicar el mensaje a la población humana que la irracionalidad o idiotez no sería suficiente excusa para violar la ley» (p. 413).

Un caso que resulta de especial interés para mostrar esta articulación de idiotez, criminalidad y animalidad es el caso de Charles Jouy abordado por Foucault en diversas ocasiones (2001, 2007b). El 7 de septiembre de 1867, Jouy, un jornalero rural con una discapacidad intelectual que vivía en la ciudad de Nancy, pagó a Sophie Adam, una niña de once años, para que lo masturbara y tuviera relaciones sexuales con él. Cuando la madre de Adam se dio cuenta de los hechos, tras encontrar manchas en la ropa de su hija, la interrogó y ella confesó lo ocurrido. Jouy fue arrestado, sometido a examen psiquiátrico que produjo un diagnóstico de semi-imbécil y vivió el resto de su vida encerrado en un asilo. En el reporte médico se lee lo siguiente:

Resulta de nuestro examen que Charles Jouy no tiene ningún disturbio de sus facultades, las cuales están simplemente poco desarrolladas. — Este espíritu limitado en la consciencia del bien y del mal debería de ser considerado como responsable de las acciones de una criminalidad evidente, sin embargo, la moral en él es insuficiente para resistir a los instintos animales […]. (Bonnet & Bulard, 2019, p. 240; énfasis propio)

Los doctores encargados de redactar el reporte médico legal establecieron una relación directa entre la degeneración física y psicológica de Jouy con una incapacidad a resistir a los instintos animales que lo empujaron a cometer los actos imputados. Además, se le realizaron medidas del cráneo, la cara, la boca, los genitales, para establecer el grado de degeneración de Jouy:

Esto se aleja extremadamente de las condiciones normales y entra dentro del tipo de degeneraciones antropológicas. […] Dicho de otra manera, ofrece una estampilla evidente de animalidad; la boca es grande, y, lo que es un signo de enviciamiento muy importante y el cual debemos de considerar ampliamente en medicina legal, el paladar tiene el arco característico de la imbecilidad, aunque —hemos ya aclarado— Jouy no es un imbécil propiamente dicho. (Bonnet & Bulard, 2019, p. 240; énfasis propio)

Para estos médicos, la animalidad representa un retraso en el desarrollo normal del cuerpo humano, que no permite que la facultad moral se desarrolle y, por tanto, significa un peligro: la falta de control sobre los instintos animales ligados a la satisfacción de los placeres corporales, especialmente sexuales: «La animalidad tan potente en los idiotas, los imbéciles y los semi-imbéciles no tiene para ser dominada, un concurso de facultades susceptible de apreciar sanamente el valor de las cosas; y la violación de los principios de moral se manifiesta» (Bonnet & Bulard, 2019, p. 244).

Así, podemos ver que para estos psiquiatras, criminalidad, idiotez y animalidad aparecen de la mano. En seguida, será necesario tematizar la aparición de los instintos animales en el discurso etológico y las prácticas de crianza del siglo XIX para comprender el vínculo entre las tecnologías de gobierno biopolítico sobre los animales y la extensión de la psiquiatría como empresa de higiene pública. Para eso será necesario ir más allá de los planteamientos de Foucault y analizar concretamente las tecnologías de gobierno sobre la vida animal.

El gobierno de los instintos

Claude-Olivier Doron parte de una postura foucaultiana para analizar la vinculación entre el surgimiento del biopoder y las técnicas zootécnicas de gobierno animal. Para Doron, las funciones vitales del ser humano en tanto ser vivo, como la reproducción, la alimentación, la conservación, la adaptación al medio, etc., que sirven como base al ejercicio del gobierno biopolítico, lo sitúan en continuidad con el resto de animales, atravesados por las funciones y condiciones de existencia similares:

[L]a introducción de la problemática de la vida en el campo del gobierno instituye un espacio de continuidad entre el hombre como ser vivo (que debe ser gobernado) y todos los otros seres vivos, y particularmente los animales. Y este espacio de continuidad abre posibilidades de transferencia de técnicas de gobierno; abre posibilidades de influencias recíprocas en la elaboración de los problemas y de los conceptos del gobierno. (Doron, 2013, p. 21)

Este espacio de continuidad está marcado por el concepto de degeneración, que surgió primero como problema agronómico en el gobierno de los rebaños y luego se extendió a los discursos biopolíticos sobre la raza en los siglos XVII y XIX. A raíz de las reconfiguraciones económicas y políticas de los siglos XVI y XVII en Francia, las prácticas tradicionales de cría de ganado equino resultaron insuficientes, para producir (y mantener) un tipo específico de caballo, apto para la guerra, que satisficiera las exigencias de una estructura militar estatal en expansión:

Puesto que el objetivo es producir animales de un determinado tipo y calidad, y puesto que se trata de preservar este tipo y mejorarlo mediante la cría, la degeneración, es decir, la pérdida de cualidades o su alteración, se convierte en una amenaza que hay que combatir. (Doron, 2011, p. 427)

Aquí, la degeneración es a la vez, 1) una tendencia natural ligada a la generación animal y, 2) el objeto de un arte de gobernar que puede, mediante la intervención en las condiciones de vida de los animales, combatirla. Para ello, se necesitan conocimientos positivos y especializados sobre la mejora de razas animales. Para gobernar un rebaño, primero hay que conocer los factores que contribuyen a su degeneración, como son: la constitución física y el temperamento de las crías, las condiciones de apareamiento, la alimentación, el clima, el temperamento, los cambios de entorno, etc. Así, a mediados del siglo XVII, asistimos a la instauración de un sistema que pretendía, por primera vez, gestionar todos estos elementos de forma meditada, con el fin de garantizar el crecimiento del Estado mediante el restablecimiento de las haras en Francia:

1. Será un sistema generativo, en el sentido de que se centrará en el problema de la reproducción y la transmisión de cualidades. 2. Supondrá una especial atención a las condiciones de vida de los animales trasplantados, es decir, a las distintas influencias de los climas, las particularidades de los terruños, las condiciones de alojamiento y la alimentación. [...] 3. En términos más generales, este sistema presupone un vínculo muy firme entre los mecanismos de poder y los conocimientos que mejor pueden orientar las prácticas de gobierno [...] 4. A fin de cuentas, será un sistema que funcionará privilegiando la norma, en la medida en que se trata de controlar continuamente la producción y hacer que se ajuste a un tipo definido. (Doron, 2011, pp. 441-442)

En el siglo XVII, la práctica de criar caballos de «buena raza» estaba estrechamente vinculada a una concepción noble de la «raza» centrada en valores militares como la fuerza, el valor y la audacia. Sin embargo, en el siglo XVIII, con el imperativo práctico de reproducir y preservar las razas animales, el concepto de «raza» adquirió un significado específicamente biológico, pasando a formar parte de la problemática general de la estandarización, la mejora o el deterioro de la especie. Con el advenimiento de la ciencia veterinaria, surgió un cuerpo de conocimientos normativos en el que cada animal se evaluaba no sólo en función de su desviación respecto a sus antepasados o a valores nobles, sino también con referencia a un estándar general y abstracto, el de la especie. Aquí, la especie se entiende «como una línea continua de individuos a través de la cual se transmite constantemente una forma prototípica, heredada de un antepasado común y sujeta a alteraciones» (Doron, 2011, p. 473). En este sentido, la especie pasa de ser una noción meramente taxonómica y clasificatoria, como lo era para Linneo, a adquirir una función esencialmente genealógica, es decir, vinculada a la transmisión, mantenimiento y pérdida de cualidades de generación en generación.

Para Doron, este momento representa un paso decisivo en la historia del gobierno, porque es la primera vez que la especie, como realidad biológica y genealógica, se establece como objeto de gobierno. Aquí tenemos el gran punto de continuidad entre el gobierno de los seres humanos y el gobierno de los animales. Esto no significa que estos mecanismos sean idénticos, o que los seres humanos siempre hayan sido tratados como animales. Simplemente abre la posibilidad de pensar en un cierto grado de continuidad entre estas formas de gobierno, teniendo en cuenta al mismo tiempo las diferencias, discontinuidades, bloqueos y otros elementos distintivos.

Este primer sistema de las haras se centra especialmente en los condicionamientos fisiológicos y ambientales que influyen en la reproducción. Sin embargo, sería un error pensar que el funcionamiento de este gobierno permanecerá constante. Como demuestra Benedetta Piazzesi (2020), la evolución de las tecnologías de gobierno de la vida animal puede interpretarse como respuestas meditadas a la resistencia opuesta por los animales a su dominación y explotación:

Desde el problema del adiestramiento en los siglos XVI y XVII, pasando por la ciencia veterinaria en el siglo XVIII, hasta la formulación de una teoría general de la domesticación en los años treinta y sesenta del siglo XIX, la cuestión del gobierno de los animales se reorganiza en torno al problema de sortear la resistencia animal mediante una penetración lenta, aunque duradera, de los hábitos y comportamientos animales. (Piazzesi, 2020, p. 587)

Siguiendo la genealogía de Piazzesi (2020), en el umbral de este pasaje podemos situar la emergencia de los instintos como una cuestión específicamente biopolítica: «los instintos representan el estrato en el que las necesidades y los comportamientos se sedimentan profundamente, se convierten en hereditarios e interactúan sistemáticamente con las demás variaciones biológicas y organológicas de la especie» (p. 447). También seguimos la hipótesis de Doron (2011) según la que «fue a través de la zootecnia y de las prácticas de cría, una vez más, como el instinto adquirió en el siglo XVIII una serie de características que permitieron problematizarlo de forma propiamente política» (p. 1173).

Así, como muestran claramente Doron y Piazzesi, podemos ver que paralelamente al desarrollo de la psiquiatría en la primera mitad del siglo XIX, el concepto de instinto aparece simultáneamente en otro campo teórico y práctico: la etología y las prácticas de crianza animal. Pero, para que este concepto sirviera de bisagra entre los seres humanos y los animales, primero fue necesario transformarlo de un asunto nosológico a una cuestión volitiva.

En el siglo XVIII, el tema general de los instintos animales fue abordado desde una épistémè clásica que se interrogaba por la inteligencia de los animales. Por ejemplo, para Herman Samuel Reimarus, casi todos los instintos animales (excepto actos no volitivos como respirar) respondían a las representaciones más o menos confusas que cada especie tenía sobre lo placentero, lo doloroso y sobre el mundo exterior en general. Esta noción de representación permitió a Reimarus «defender la posición según la cual la gran mayoría de los instintos animales son innatos y fuertemente determinados […], conservando al mismo tiempo un cierto grado de flexibilidad» (Bolduc, 2013, p. 598).

Por el contrario, como ha demostrado claramente Doron (2011), para que surgiera una tecnología de poder sobre los instintos, fue necesario transformar el instinto de un problema cognitivo a uno volitivo a principios del siglo XIX: «El problema del instinto se libera en gran medida del problema de la inteligencia y el conocimiento de los animales a un problema que considera la voluntad y la autoconciencia como condiciones de elección moral» (p. 1182). El instinto se convierte entonces en un problema de conducta, en su doble acepción foucaultiana:

Pues «conducta», en definitiva, se refiere a dos cosas. Es la actividad consistente en conducir, la conducción, pero también la manera de conducirse, la manera de dejar conducirse, la manera como uno es conducido y, finalmente, el modo de comportarse bajo el efecto de una conducta que sería acto de conducta o de conducción. (Foucault, 2006, p. 223)

Para Doron, en la obra de Fréderic Cuvier podemos encontrar un ejemplo claro de esta transformación. En el Diccionario de Ciencias Naturales, Cuvier (1822) definió el instinto como «una fuerza, de una facultad particular, causa inmediata de las acciones a las que los animales están ciega y necesariamente inclinados» (p. 528). Mientras que los animales son impulsados a actuar por instinto, los humanos tienen una libertad de acción producida por la facultad de la autoconciencia y la voluntad (Cuvier, 1822, p. 534). Además, es también en esta primera mitad del siglo XIX, cuando los instintos emergen en su positividad natural, ya no vinculados al problema de la inteligencia y los hábitos, sino a los fenómenos de transmisión hereditaria de los caracteres innatos. Como explica Piazzesi (2020) al respecto:

En el siglo XIX […] los instintos fueron redescubiertos como fenómenos positivos, precisamente en su carácter de conducta innata: es este carácter innato, del que el sensualismo había tratado de librarlos, el que los devuelve a la esfera de la investigación natural y condiciones biológicas específicas de la ciencia de la naturaleza. El problema del innato del siglo XVII pasa por el problema del cuerpo sensible capaz de aprender del siglo XVIII. Son estos dos problemas opuestos los que encontraron una reanudación en el siglo XIX, ya no a nivel del cuerpo individual, sino a nivel del cuerpo de la especie, en el que las características adquiridas se inscriben y se vuelven innatas a través de la herencia. (p. 444)

El aspecto crucial para nosotros es que esta transformación del concepto de instinto no se debe sólo a transformaciones en el nivel del conocimiento biológico, sino que encuentra sus condiciones de posibilidad en las prácticas de cría y en las reflexiones sobre la domesticación y la aclimatación de los animales (Piazzesi, 2020, p. 451). Así como Foucault (2009) puede describir el poder disciplinario como el arte «de componer unas fuerzas para obtener un aparato eficaz» (p. 191), lo que está en juego para esta tecnología del instinto sería redirigir esta fuerza obstinada e ineludible que es el instinto, hacia fines productivos: «Los instintos que, en la naturaleza, empujan poderosamente a los seres vivos a enfrentar dificultades y peligros, pueden organizarse en el contexto doméstico de manera que la energía contenida en estos impulsos incontenibles se vuelva productiva» (Piazzesi, 2020, p. 459).

Este nuevo concepto de instinto permite realizar dos operaciones. En primer lugar, clasificar los actos humanos y animales en una escala de perfectibilidad: «cuanto más determinado esté un ser por instintos, es decir actos fijos y constantes, menos perfectible será, más estacionario» (Doron, 2011, p. 1185). Y, en segundo lugar, al relacionar el origen de los instintos con los hábitos, abre el campo de modificación de los instintos: «1. Podemos producir instintos con el hábito; 2. Podemos concebir que los actos instintivos no sean más que hábitos que se han transformado, por vía hereditaria, en inclinaciones hereditarias» (Doron, 2011, p. 1187).

Esto convierte al instinto en una especie de doblete empírico-trascendental, límite y condición de posibilidad para el ejercicio del poder: por un lado, el instinto es, en el extremo del polo de lo involuntario, una fuerza irresistible que obliga a la acción y, representa para quien ejerce ese poder, el peligro de una resistencia arcaica que nunca podrá dominar por completo; por otro lado, el instinto es, gracias a su profundidad, la capa donde logran sedimentarse las relaciones de poder hasta volverse innatas. El instinto es el lugar de articulación paradójica entre plasticidad y sobredeterminación, obstinación y perfectibilidad, en definitiva, entre resistencia y docilidad.

Así, diremos que una de las características del antropo-poder, al menos desde la primera mitad del siglo XIX, es que éste toma como punto de apoyo esa suerte de resistencia arcaica, inscrita en lo más profundo de la estructura fisiológica de los animales y transmisible a su descendencia, pero que, paradójicamente, es posible manipular y transformar si se tiene la técnica correcta, a saber: el instinto. El instinto parece ser la bisagra que vincula psiquiatría criminal y tecnología de gobierno sobre la vida animal. Ahora veremos cómo se tematizó esta articulación en la escuela de antropología criminal.

Antropología criminal y animales delincuentes

Según Foucault, el desarrollo de la psiquiatría como forma de higiene pública desemboca a finales del siglo XIX en la antropología criminal que «tendrá una tendencia a buscar los estigmas patológicos que pueden marcar a los individuos peligrosos: locura moral, locura instintiva, degeneración» (Foucault, 1994, p. 454). Autores de esta corriente, como Enrico Ferri y Cesare Lombroso, criticaron a los juristas clásicos por basar su ciencia en un concepto abstracto de responsabilidad y una concepción jurídica del delito. Más allá de establecer la responsabilidad o la libertad del sujeto jurídico, esta escuela buscaba mostrar el nivel de anormalidad que portaba un individuo en su misma constitución fisiológica:

El hombre, como en todas sus acciones, así como cuando comete delitos, no es libre; cuando comete un delito, nunca es libre; está impulsado a hacerlo por una combinación de razones a las que no pudo resistirse en absoluto. (D’Addosio, 1892, p. 237)

Esa suma de razones que empujan a alguien a cometer un delito son los instintos. El instinto, en la antropología criminal, deja de comprenderse a partir de la noción de monomanía, como lo hacía aún en el caso de Herniette Cornier, y empieza a pensarse como un fenómeno degenerativo que opera al nivel de la especie. Así, como sugiere Foucault, hacia finales del siglo XIX, la concepción del crimen como anomalía biológica y hereditaria hizo de la psiquiatría: «la ciencia de la protección científica de la sociedad, la ciencia de la protección biológica de la especie» (Foucault, 2001, p. 294).

[Con la antropología criminal surge] la idea de las enfermedades mentales de evaluación compleja y polimorfa, pudiendo presentar tal o tal síntoma particular en tal o tal estado de su desarrollo, y esto no solamente a la escala de un individuo, sino a la escala de las generaciones: es la idea de la degeneración. (Foucault, 1994, p. 456)

La degeneración, introducida en el ámbito de la psiquiatría por Morel en 1857, hace de la locura un peligro social o más bien, un peligro biológico del que es necesario defender a la sociedad, reintroduciendo la locura dentro de los mecanismos instintivos y hereditarios: «La noción de degeneración permitía de ligar a todo un peligro patológico por la sociedad, y finalmente a la especie humana toda entera, al mínimo criminal» (Foucault, 1994, p. 456). Esto puede ser leído como la introducción de una noción que tiene su origen en las prácticas de crianza equina y el mantenimiento de las razas animales en el ámbito de la gestión biopolítica de la población humana. Este origen animal, que Foucault deja a un lado, permite entender la fascinación que la antropología criminal tenía por los animales y el saber zoológico.

Para esta escuela «el derecho penal encuentra su fundamento o su origen en la zoología» (Buccellati, 1884, p. 65). No se trata simplemente de decir que el crimen es la expresión de la animalidad propia del ser humano, sino que la criminalidad tiene su origen en el reino animal. En un artículo titulado *Los delincuentes nacen de los animales*, Lombroso (1890) afirma lo siguiente:

Una de las conclusiones más arriesgadas de mi escuela es la de remontar el crimen no sólo a la era embrionaria del hombre y de la raza humana, sino también a los animales inferiores; por supuesto no quise aludir con esto a aquellos actos salvajes con los que la bestia obtiene alimento, se defiende, etc., lo que representaría para ellos una etapa fisiológica; sino a aquellos actos absolutamente anómalos, excepcionales y nocivos para la vida, si no de la especie, del género, que ocasionalmente se observan en los animales domésticos, y especialmente en los que viven en sociedad. (p. 1)

Así, el crimen responde a un instinto anormal que comparten tanto animales humanos como no humanos. Para demostrar aquello, Lombroso se basa en el saber zoológico y etológico que le era contemporáneo con el objetivo de demostrar que, en diversas especies animales, podemos encontrar actitudes antisociales como el robo, el rapto, el asesinato, etc. Lombroso hace una lista de delitos conocidos entre castores, cigüeñas, loros, elefantes, zorros, ratas, conejos, gatos, chimpancés, gorilas, avispas, hormigas, abejas, vacas, caballos y gallos.

El aspecto fundamental de estas historias es su parecido con crímenes humanos, motivados por instintos similares. Por ejemplo, el mono *Cercopitoecus monas* es caracterizado como «un verdadero carterista [borsaiolo]; mientras lo acaricias, él mete las manos en tus bolsillos, te roba sin que te des cuenta y esconde el robo entre las cortinas, entre las mantas, como muchos sirvientes domésticos» (Lombroso, 1881, p. 453). Este origen en común permite, según el autor, vislumbrar fenómenos de criminalidad humana que son mal comprendidos desde el derecho penal clásico. Así, para explicar la degeneración sexual humana, el autor trae a colación un caso estudiado por un tal Korscheff, en el que un pato hembra, cuyos ovarios quedaron atrofiados, sufrió un cambio de sexo y empezó a manifestar un pelaje y actitudes de un pato macho.

Así se explican esos crímenes sexuales contra natura que se manifiestan en ancianos o en mujeres, en la época crítica, que antes eran muy honestos y castos, y que quedaron inexplicables incluso para los antropólogos, porque carecían de tendencias hereditarias y de anomalías degenerativas y alcohólicas, etc. En este caso la analogía del animal con el hombre no sólo es curiosa, pero útil: dándonos la clave del fenómeno humano. (Lombroso, 1890, p. 4)

Si en el caso de los burros citado en la introducción, la actitud de la burra representaba el simple peligro moral del instinto irresistible, aquí este peligro es traducido en términos hereditarios: la anormalidad sexual del animal no sólo implica una irregularidad de comportamiento, sino que es una condición hereditaria de degeneración. Además, si el estudio zoológico permite esclarecer la etiología criminal humana no se debe sólo a que la conducta animal sirva como analogía para entender los fenómenos humanos, sino porque, para Lombroso (1881), el verdadero origen de los instintos criminales se encuentra en las anomalías del comportamiento animal:

Para investigar los delitos en animales no domésticos, […] debemos buscar los hechos que constituyen una anomalía en el mundo propio de cada especie, una anomalía que constituye, además de una infracción de los hábitos seguidos por la mayoría, un daño, por leve que sea, a la especie misma, y sin relación o con ella. una relación débil con el organismo de la especie, aunque puede serlo con el del individuo. (p. 451; énfasis propio)

De manera similar, para Ferri (1882), la diferencia entre hombres y animales está sólo en el grado de desarrollo. Las inclinaciones animales estarán en el origen de los instintos criminales como elementos fisiológicos que han sobrevivido en las formas sociales humanas: «casi todas las formas de asesinato criminal, propias del hombre, en la gran variedad de sus motivos psicológicos, se encuentran ya en el mundo animal» (p. 288). Pero no se trata simplemente de encontrar el origen lejano de las tendencias criminales en los instintos de animales feroces como los carnívoros, sino de entender el crimen como una anomalía fisiológica en un continuo biológico que atraviesa todo el reino animal:

La acción antinatural, que en los animales representa por ejemplo asesinato en el hombre, no es muerte de un animal por ningún otro animal; pero el asesinato sólo es antinatural cuando el asesino y el asesinado pertenecen a la misma especie. (Ferri, 1893, p. 66)

Así, el instinto criminal no es simplemente equivalente a la ferocidad, que tendría una razón adaptativa perfectamente coherente en los animales en la que se presenta, sino que debe entenderse como una tendencia anormal que produce un comportamiento antisocial que va en contra de los intereses biológicos de la propia especie. En ese sentido, cualquier instinto que alguna vez fue beneficioso tiene el potencial de tornarse criminal:

porque incluso en los animales los instintos sociales, precisamente porque no son algo innato e inmutable como la filosofía metafísica ha dicho que son, sino una fuerza psíquica como el sentimiento y la inteligencia, pueden llegar a tal exageración y perversión que también pueden ser causa de acciones criminales. (Ferri, 1882, p. 290)

Alexandre Lacassange (1882) encuentra por lo menos seis instintos animales que pueden derivar en actos delictivos: «el instinto nutritivo, el instinto genésico, el instinto maternal, el instinto destructor, […] el instinto vanidoso y el instinto social (de pertenencia, etc.)» (p. 36). La antropología criminal postula una continuidad que va desde las formas más rudimentarias de delitos animales hasta los crímenes más monstruosos, ya que supone que las inclinaciones criminales se transmiten hereditariamente:

Así como el hombre delincuente es a menudo una reproducción atávica del hombre salvaje, así también muchos crímenes animales pueden explicarse muy bien por la reproducción de tendencias atávicas, como en el perro por herencia del lobo, en el cerdo por herencia del jabalí, etc. (D’Addosio, 1892, p. 236)

Del mismo modo, estos autores encuentran la justificación biológica del castigo, leyendo la defensa de la vida propia de todos los seres vivos, como una especie de instinto embrionario de justicia (Ferri, 1893, p. 293). Lombroso relata varios casos de venganza animal como forma primitiva de castigo contra los animales criminales. Este origen biológico del castigo sirve para naturalizar las penas dirigidas a miembros anormales de la sociedad, pero también aquellas que apuntan a corregir el comportamiento de los animales domésticos y producir una suerte de «moral animalesca» (Lombroso, 1881, p. 455). Habría que agregar que el crimen animal, así comprendido, no sólo es caracterizado por una conducta que va en contra de la propia especie, sino que, y esto es lo que parece ser más peligroso, puede ir contra los seres humanos. Por ejemplo, Lacassange (1882) cuenta que:

[Hay] animales asesinos por venganza. Solemos decir que una mula tiene siempre una patada lista para el amo que la maltrata. Tenemos conocimiento de diversos ejemplos de asnos, mulas, caballos muy dóciles hasta el momento en que fueron castigados, conservaron el recuerdo de los golpes recibidos, y se vengaron de los conductores que se los habían dado. (p. 40)

Así, podemos ver que el peligro del instinto que une animales y criminales en el siglo XIX, es que desestabiliza la barrera de la especie, al tornar a los individuos en contra de los miembros de su propia especie y revertir la jerarquía humano-animal. A partir de una postura foucaultiana, podemos leer estos actos criminales como el efecto de contragolpe a la extensión de las tecnologías de gobierno de los instintos que se desarrollaron a lo largo del siglo XIX, es decir, hay que leer el crimen animal como una forma de resistencia al antropo-poder (López Barrios, 2020; Hribal, 2010). Lombroso (1881) parece expresarlo explícitamente cuando termina su relato sobre los animales criminales admitiendo, no sin un poco de decepción, que “hay especies, como los gatos, que escapan a cualquier esfuerzo [de corrección]; incluso entre las especies domesticadas, hay individuos que siempre resisten» (p. 455).

Conclusión. Animales, criminales y consecuencias

Así, en síntesis, hemos visto que, en el siglo XIX, surge de forma paralela en la psiquiatría criminal y en las técnicas de crianza animal, el instinto como problema de gobierno. El instinto, en tanto mecanismo fisiológico que introduce toda acción en el espectro de lo involuntario, permite el ejercicio de la psiquiatría como forma de higiene pública en el marco del control biopolítico de la especie humana; a la vez que posibilita la sofisticación de las tecnologías de gobierno de la vida animal. Entonces, podemos decir que el puente que conecta el poder punitivo y el antropo-poder es el desarrollo de las tecnologías del instinto. Así, en el siglo XIX, los dos grandes laboratorios de experimentación sobre los instintos fueron la prisión, por un lado, y la ménagerie, por otro (Piazzesi, 2020, p. 434).

Aunque en este artículo limitamos nuestro recorrido histórico al siglo XIX francés, las consecuencias de lo expuesto llegan a nuestros días y nuestras geografías. Si bien es sabido que la antropología criminal fue ampliamente criticada y ridiculizada por juristas, abogados científicos y filósofos, siendo prácticamente abandonada hacia los años treinta del siglo XX (Huertas-Díaz, 2011), en realidad, en países de Latinoamérica como México, esta corriente junto con el movimiento eugenésico continuó marcando las políticas de salud pública en las décadas por venir. Así, la constitución racial de la población mexicana apareció, en la mente de los médicos eugenistas de la época, como un objeto biopolítico que había de protegerse de los peligros biológicos propios a su composición indígena (condición que la acercaba a la animalidad, el vicio y la degeneración). El médico Ruiz Escaldona decía en 1942:

[¿Q]ué se hará con la amplísima porción indígena que es factor ineludible de nuestra raza, y por lo demás aprovechable a causa de las virtudes con que cuenta; en su mayoría pobres grupos de hombres disgenésicos, débiles mentales, pero dignos por fuerza de colocarse más adentro de la Humanidad? La instrucción higiénica, [...] el certificado médico prenupcial; el control de la concepción, el mestizaje rápido sobre los indios, dirigido, serán sus armas predilectas. (citado por Suárez & Guazo, 2005, p. 165)

Aunque podría parecer que estas medidas de higiene pública son una cuestión del pasado, habría que cuestionar hasta qué punto el pensamiento y la práctica médico-penal contemporáneas incorporaron, de forma implícita, postulados centrales de la antropología criminal tal y como Foucault (1994), p. 458) sugiere. Prueba de ello es la supervivencia de medidas como los certificados médicos prenupciales de VIH y sífilis que siguen figurando como requisito para contraer matrimonio en varios estados de México como Querétaro (Código Civil del Estado de Querétaro, 2009, Art. 96, V).

Asimismo, y con el fin de recentrar la cuestión animal, podemos decir que la constante animalización de sujetos racializados y calificados de criminales o terroristas; así como las condiciones de encierro, vigilancia y control en la que viven millones de animales dentro del complejo industrial-animal, indican, como lo sugiere Chuang (2023), que hoy día existe una forma de opresión compartida entre animalización y criminalización. De manera similar, Vasquez et al. (2014) han demostrado que las descripciones donde se usa un lenguaje animalizante para describir crímenes violentos en casos norteamericanos, tienen como efecto directo el aumento en la duración de las sentencias y un mayor riesgo de reincidencia percibido.

Sin embargo, con esto no queremos simplemente denunciar la simultánea animalización de los criminales y la criminalización de los animales. Quisiéramos dar cuenta del valor estratégico que puede tener una tal contaminación, especialmente en contextos poscoloniales. Ahuja (2009) ha llamado la máscara de la bestia a la apropiación estratégica de la animalización de los sujetos racializados: «Esta estrategia […] se apropia de la retórica de la animalización para revelar su legado racial, neocolonial o ecológico que continúa hoy día […] Al apropiarse irónicamente de la máscara animal, el ejecutante devela una lógica histórica inherente en el proceso de subjetivación racial» (p. 558). Así, la apuesta teórica derivada de una postura foucaultiana, anticarcelaria y antiespecista es mostrar la imbricación entre antropo-poder y poder punitivo. La apuesta política ha de ser construir formas de coresistencia en conjunto con otros sujetos racializados y animalizados, que sean capaces de abolir el orden especista que articula ambas formas de poder. Animales y criminales del mundo… ¡uníos!

Material suplementar
REFERENCIAS
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