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Canidad: rastros coloniales y blanquidad en las relaciones multiespecie perro-humano
Dogness: Colonial Traces and Whiteness in Multi-Species Dog-Human Relations
Canidade: rastros coloniais e branquidade nas relações multiespécie cachorro-humano
Tabula Rasa, núm. 51, pp. 211-236, 2024
UNIVERSIDAD COLEGIO MAYOR DE CUNDINAMARCA

Artículo de investigación


Recepção: 15 Março 2024

Aprovação: 18 Junho 2024

DOI: https://doi.org/10.25058/20112742.n51.09

Resumen: Este artículo tiene por objetivo discutir los ideales normativos de lo perro, lo que llamo «canidad», como un espacio —físico y metafórico— de fantasías coloniales-civilizatorias en torno a la historia, la «naturaleza canina», su inserción semiótico-material en la estructura social y los ordenamientos afectivos a escala corporal. Postulo que los perros, de modo bastante parecido a grupos humanos subalternizados y «animalizados», han sido sometidos a regímenes de blanqueamiento para asegurar su permanencia y pertenencia en la sociedad mexicana y urbana de la Ciudad de México, especialmente con la implícita asunción de que, al ser «animales», son incapaces de gobernarse a sí mismos. Para analizar lo anterior, esbozo un recorrido histórico-etnográfico desde un enfoque interespecie con el fin de pensar el especismo como un orden afectivo que utiliza formas estereotipadas de amor y cuidado como tecnologías para el control canino, una necesidad de control que puede rastrearse desde la conquista y cuya figura paradigmática de control es el hombre blanco-moderno-colonial.

Palabras clave: Canidad, colonialidad, blanquidad, adiestramiento.

Abstract: This article intends to discuss normalizing ideals of so-called “dogness”, as a physical metaphorical space of colonial-civilizational fantasies around history, “dog’s nature”, their semiotic-material insertion in the social structure, and bodily affective codes. I argue that dogs, much like subalternized and “animalized” human groups have been subjected to whitening regimes in order to ensure their permanence and belonging to Mexican urban society in Mexico City, particularly on the assumption that by being “animals”, they are uncapable to self-governing. To analyze that, I outline a historic-ethnographic journey on an interspecies approach to think about speciesism as an affective order using stereotyped forms of love and caring as technologies aiming for dog control, with this need for control being traced back to the Conquest, and the role of Colonial White-modern male.

Keywords: Dogness, coloniality, Whiteness, trainig.

Resumo: O objetivo deste artigo é discutir os ideais normativos do cachorro, o que chamo “canidade”, como um espaço – físico e metafórico – de fantasias coloniais-civilizatórias ao redor da história, a “natureza canina”, sua inserção semiótico-material na estrutura social e os ordenamentos afetivos em escala corporal. Proponho que os cachorros, de modo muito semelhante aos grupos humanos subalternizados e “animalizados”, têm sido submetidos a regimes de branqueamento para garantir sua permanência e pertinência na sociedade mexicana e urbana de Cidade do México, especialmente com a premissa implícita de que, ao ser “animais”, são incapazes de se governar a si próprios. Para analisar isso, proponho um percurso histórico-etnográfico desde um enfoque interespécie com o fim de pensar o especismo como uma ordem afetiva que usa formas estereotipadas de amor e cuidado como tecnologias para o controle canino, uma necessidade de controle que pode ser rastreada a partir da conquista e cuja figura paradigmática de controle é o homem branco-moderno-colonial.

Palavras-chave: Canidade, colonialidade, branquidade, adestramento.

Introducción. Kori y blanquidad

No hay manera de iniciar este escrito con justicia interespecie más que trayendo a la conversación a una colaboradora clave en este artículo: Kori. Ella es una perra mestiza, fronteriza, —no se sabe bien si es nativa del estado de Michoacán o del estado de México (México), tampoco es posible ubicarla en un punto concreto del espectro racial de su especie—, que se vino a vivir conmigo a la Ciudad de México luego de que iniciara mi doctorado.

Como una crítica al/mi excepcionalismo humano, su participación en la realización de esa investigación es en calidad de coautora que no pudo decidir no serlo. Para llevar a cabo la investigación que nutre una parte de este trabajo, tanto yo, pero especialmente Kori, nos sometimos a un régimen de adiestramiento canino durante seis meses en el que ambas compartimos —en escalas y grados obviamente distintos, en especial por mi posición privilegiada de «humano»— las lógicas del especismo sobre lo que es una buena perra y cómo aprender a serlo. Juntas performamos su fuerza histórica, insidiosa, en la iteración de comandos —ordenes, castigos y recompensas— para modificar nuestros cuerpos y hacernos constitutivamente una clase de especies compañeras jerárquica y dominante: ella una buena perra, y yo, un amo responsable, que, como un pastor, se ocupe de su devenir obediente y maquínico. En cierto modo, ambas devenimos dóciles del especismo y sus mecanismos de afectación corporal a través del saber y la autoridad de los maestros adiestradores que enseñan a los humanos a castigar y dominar, pues no es algo que se dé naturalmente. Sin embargo, por sensatez, yo tuve una posibilidad de elegir que Kori, no. Yo tiré de una correa para conseguir su obediencia.

Este artículo se compone de retazos de historias, —algunas etnográficas y otras de archivos recopilados por otras autoras—, cuya confección busca integrarlas en un relato coherente sobre la imbricación de los ideales coloniales de blanquidad, progreso y racionalidad con la biopolítica, en el sentido de Foucault (2002). Esta confección de hechos, más que presentarse como el reflejo de una realidad coherente, busca ilustrar la complejidad y ambigüedad de las relaciones entre perros urbanos de la Ciudad de México y los humanos con quienes conviven en lo doméstico, así como en lo público y las normas de comportamiento y civilidad que trae consigo, no sin ciertas pretensiones de generalidad para pensar otros contextos. Así nace el concepto de canidad.

Retomando el concepto tecnologías de especificación de González e Ávila Gaitán (2023) que, —en el marco de los estudios críticos animales— señala la producción de diferentes tipos de animales con base en prácticas y saberes específicos, y la noción de estereotipo de Stuart Hall (2010), como una reducción a características simples, esenciales, que son representadas como fijas por parte de la Naturaleza, concibo el concepto de canidad, en el marco de un especismo como orden afectivo (Varela & Vargas, 2022). La canidad es un esquema sensible y matriz de sentido y significado, que administra con base en la disciplina, el amor y el control las relaciones perro-humano al producir sus cuerpos a través de distintos cruces de prácticas, saberes y discursos, que van desde el «saber cotidiano» depositado en la cultura, hasta la etología, la medicina veterinaria y el saber del adiestramiento canino entendido como una herencia de carácter militar. La canidad intenta describir esos ideales normativos de lo perro: fiel, compañero, mejor amigo, obediente, amante incondicional, equilibrado-racional, físicamente íntegro, preferentemente de raza, como los responsables de la manufactura de cuerpos y subjetividades caninas singulares de acuerdo a un modelo comportamental genérico y homogéneo que es funcional a los intereses humanos.

Al categorizar al humano como amo, y al perro como «mejor amigo» o «compañero», —tomando como base su ancestría lupina— vuelve ilegibles y silentes prácticas de dominación y control haciéndolas pasar por naturales, pues, con la domesticación, el papel de alfa es reemplazado por el «hombre». La canidad, por lo tanto, advierte que la categoría «perro» no preexiste a sus relaciones socioculturales, de poder y a las «políticas de administración», «sino que son construcciones performativas generadoras de ideales normativos que a su vez regulan, clasifican, controlan y cincelan cuerpos y sujetos» con un grado fuerte de obligatoriedad mediante prácticas reiterativas (Ávila Gaitán, 2013; González & Ávila Gaitán, 2022) como las que se aprenden en el adiestramiento canino.

Apoyándome de otras autoras y autores, a continuación, realizo un breve recorrido por la historia de la conquista, específicamente, en el papel que tuvieron los perros como armas biotecnológicas para conseguir el sometimiento y la captura de otros humanos y no-humanos, así como las posteriores acciones biopolíticas en su contra para su erradicación y control espacial una vez consumada su misión. Después describo la «anatomía de la amistad canina», ilustrando cómo ésta tiene por objeto disciplinar los cuerpos caninos para producir docilidad y obediencia. La «naturaleza» de esta amistad es jerárquica y se encuentra, en parte, no en mitos sobre el origen del perro per se, sino sobre su «ancestro» el lobo y su aparente naturaleza jerárquica de organización social, lo que legitima la reproducción de modos de relación interespecie antropocéntricos cuya ontogénesis descansa en el sometimiento a figuras «alfahumanas» de autoridad. Lo anterior posibilita pensar el especismo como un orden afectivo que utiliza formas estereotipadas de amor y cuidado como tecnologías para el control canino.

El conflicto: los modales del perro y la blanquidad

En términos de Max Gluckman (2009), un conflicto es un evento o ruptura del orden social que surge de la vida social misma donde las costumbres tienden a acentuar esos conflictos, prolongarlos y encontrar soluciones a ellos. Por costumbre solamente quiero señalar la fuerza que tiene el especismo en la cultura para imponer un deber ser a las subjetividades caninas en función de expectativas de comportamiento humanas como son los modales. Si bien Gluckman no pensó en alter-humanos como sujetos inmersos en conflictos (y es posible que este relato no cumpla con algunos criterios para ser plenamente admitido como tal) el rol y estatus de los perros es clave para entender las expectativas sociales sobre su cuerpo y comportamiento —o sea modales— las cuales son afines a la blanquidad.

Siguiendo a Quintero (2000), la historia de los modales «está indisolublemente vinculada al desarrollo de la distinción entre civilización y barbarie». Los modales no radican «en algo natural sino en lo aprendido: en el cultivo de nuestra naturaleza. no era algo dentro de cual uno nacía, como la nobleza, sino algo que uno podría alcanzar: una conquista, un logro, en el marco de la ideología de logros de la burguesía» (2000, p. 17). Se trata de una domesticación del cuerpo mismo, es decir que los modales debían «somatizarse: su codificación —o la etiqueta— debía estructurarse en referencia constante al cuerpo y los movimientos corporales» (Quintero, 2000, p. 23). Respecto de la blanquidad y su imbricación con los perros, más que un color de piel, define «una forma de ser, de comportarse, una identidad cultural, o un ethos», especialmente el del capitalismo centrado en una definición de la identidad como individual, en comportamientos racionales en la búsqueda de prestigio (Navarrete, 2020, p. 10). De este modo los perros devienen en sujetos blanqueados por lógicas antropocéntricas que depositan en ellos modos adecuados de ser. Así, siguiendo a Syl Ko (2021), se trata de un poder que no solo descansa en el privilegiado para poder definir los términos en juego: razón, naturaleza, humano y animal, sino, sobre todo, de «autodesignar el comportamiento y la apariencia del grupo como distinguidamente humanos» (Ko, 2021, p. 65, cursivas en el original). Con esto se designa cierta forma de ser como correcta, en especial en lo que al comportamiento se refiere y qué tipo de prácticas se asocian a ello. Por ello, lo animal y también los grupos racializados negativamente, son formas conceptuales que marcan «el proyecto de la blanquitud europea como la manera ideal de ser» (Ko, 2021, p. 66, cursivas en el original), es decir, lo humano y lo animal son constructos que orbitan fronteras raciales, donde lo biológico —la obediencia, por ejemplo— responde en el fondo a la concepción europea sobre lo que creían que son los perros y su naturaleza, lo cual confirma su propia visión de los canes como la verdad.

De este modo, cuando se dice que un perro es «malo», «maleducado» o «desobediente» no se está afirmando la naturaleza canina como un universal, sino únicamente señalando que no se comportan como deberían hacerlo, o sea, modos de ser adecuados a los ideales blancos que se han desviado de la blanquitud. La supremacía blanca, en términos de imbricación de opresiones, supone una opresión multidimensional que alcanza también a lo no humano (Satuye, 2021, p. 77). El breve relato de lo que sucedió entre Kori y una mujer de mediana edad en un polvoriento corral para perros dentro de un parque al sur de la Ciudad de México (en la alcaldía Tlalpan, en una colonia de clase media/media-alta llamada Toriello Guerra), se presenta a continuación:

Los perros que asisten al corral lo hacen, en palabras de los humanos que cuidan de ellos, para que socialicen y jueguen con otros perros. El corral tiene un suelo de una especie de arena muy fina que se levanta en el aire ante cualquier movimiento, retomando vitalidad fácilmente con cualquier interacción. De modo que cuando los perros se corretean o juegan dentro, se crean nubarrones de polvo que son más o menos incómodos para demás usuarios del parque.

Además del polvo, algunos perros, cuando están dentro del corral, ladran a sus congéneres de fuera, los «foráneos». Kori es así, ladra cuando avista a otro que pasa fuera del corral, fija su mirada en los paseantes, para luego salir disparada a toda velocidad hacia su localización. Estando «cara a cara», o incluso antes, durante la carrera, les dirige ladridos y gruñidos. Los ladridos no son hostiles —la cola no está rígida, tampoco coloca las orejas hacia atrás como si tuviese temor, no levanta el belfo, por lo que los dientes no se asoman como señal de amenaza—; más bien, en repetidas ocasiones, quiere llamar la atención de los de fuera para que se acerquen y puedan naricearse las caras.

Si el/la perro en cuestión se siente atraído y el humano con quien pasea lo consiente, se detienen y el can se acerca a olfatear; o puede que comiencen, ahora juntos, a ladrar de nuevo. En otros casos, perros del corral también acuden al encuentro y se congregan en torno al foráneo, haciendo una cacofonía de ladridos potente. Otros humanos no permiten el encuentro, ya sea porque no lo encuentren apropiado o porque van corriendo y no quieren detenerse o interpretan los ladridos como una amenaza y no desean que el can acuda a ese llamado, aun cuando éste manifiesta interés, así que jalan de la correa o desde antes los llevan trotando muy juntitos de sí. Otros canes ignoran los ladridos y se pasan de largo.

Otros paseantes se asustan y así fue con la señora. Una mañana en que Kori jugaba con Luna y Canela —dos hembras que frecuentaban el corral durante el trabajo de campo, en un momento previo a la pandemia— vio a lo lejos dos perros que venían caminando con una señora. Como es su costumbre, se precipitó hacia ellos acompañada por una marea de polvo. Cuando Kori llegó, la señora se asustó mucho por los agudos ladridos que Kori les espetó, a decibeles altos. Saltó y luego detuvo su marcha notablemente asustada y molesta; luego, sujetando las correas de los canes que estaban menos afectados, miró con desprecio a Kori que seguía ladrándoles y gritó: «¡enséñenle modales a ese pinche perro!», dirigiéndose hacia el grupo de humanos que estaba en el centro del corral y donde yo me encontraba. Nos sostuvo la mirada, pero al no responder a su reclamo y ligera confrontación se alejó. Cuando la señora estuvo tan lejos como para no escucharnos, Montse y Benito —las otras humanas con las que me encontraba— sugirieron, en tono de broma y de burla por la situación, que Kori debería ir a una academia de alto nivel educativo, para convertirse en una perra refinada.

Los modales, grosso modo, son un conjunto de actitudes que una persona emplea para comportarse en público y en la interacción con otros, son pautas de conducta hegemónicas sobre lo que se considera socialmente aceptable en los modos de comportarse. Norbert Elias (2010) señala que los modales indican «pautas de relaciones entre los hombres», son testimonio de la «estructura de la sociedad» y describen «normas y mandatos» que aparecen como «prescripciones reguladoras de la conducta». Si para Elias los modales se difunden mediante la asimilación de elementos, lo que la señora exigía de Kori al solicitar que aprendiera modales son buenos modos de ser en público; es decir, ser callada, puesto que los ladridos son expresión de mala educación que irrumpe el orden social, trasgrediendo su canidad.

Los ladridos de Kori, su modo de comunicación, de aproximarse a otros como ella, la convierten en una mala perra, maleducada, y son representados como impostura cívica, porque se trata de un comportamiento público que perturba la convivencia y las relaciones con los otros, un buen perro con modales no ladra ni asusta a las personas. Comprendidos los ladridos como «ruido», éste también de índole social y cultural; lo que para un grupo es ruidoso puede no serlo para otro, u otra especie, con independencia de los decibeles, el tono, timbre, etc., del sonido en cuestión (Domínguez, 2015). En términos de esta civilidad y blanquidad, los modales serían una forma de disciplinamiento sonoro sobre el ladrido y lo que éste comunica. El manual de Carreño (2005) sobre «urbanidad y buenas maneras», por ejemplo, señala que debemos tener cuidado de que los perros no salgan a la calle «a molestar a los vecinos»; andar en la calle con un perro es «enteramente impropio de personas bien educadas, sobre todo en calles concurridas donde éste puede molestar» (s/n).

Estas prescripciones configuran pautas morales interespecie en un juicio que recae en la dicotomía «bueno/malo», en el sentido del comportamiento esperado/demandado/exigido y con ello lo que puede ser promovido y lo que debe ser castigado. Siguiendo a Elias (2010), «el proceso civilizatorio supone una transformación del comportamiento y de la sensibilidad […] en una dirección determinada […]. Las coacciones sociales externas van convirtiéndose de diversos modos en coacciones internas». Así en Kori los modales expresarían la internalización de esas coacciones externas mediante adiestramiento y así se libera poco a poco a la sociedad de perros desobedientes y maleducados que al expresar «su naturaleza» contaminan el orden social. Esta petición de principios cívico, además, es extensible a otros perros en la medida en que las expectativas humanas depositadas en ella, una vez más, no surgieron de la nada, de su pura ocurrencia personal. Muy por el contrario, su solicitud es un producto histórico propio de Occidente del modo en que, en la modernidad, con su único relato de domesticación, los perros son un producto de arcilla que los «Hombres» hicieron con sus propias manos.

Parafraseando, desde otras coordenadas, a Achille Mbembe (2006), «lo perro» ha servido como un «yacimiento de fantasías» coloniales sobre lo que los humanos pueden hacer con la naturaleza canina; el adiestramiento es una aspiración a la blanquidad, la cual, como vimos, depende de una educación para la adquisición de cierto «ethos» que se pone a lo salvaje, o, en este contexto, lo no doméstico. La blanquidad designa las «heterogéneas y contradictorias articulaciones de lo blanco como posición de sujeto y proceso de subjetivación en un sistema de diferencias en entramados de desigualdad que son siempre contextualmente producidas, experimentadas y disputadas» (Cortés & Restrepo, 2023, p. 16).

De esta manera, para mí, la blanquidad se imbrica con lo animal como una relación de referencia constitutiva sobre lo deseable: un buen perro que viene cuando se le llama, que ama abnegadamente; sobre todo se trata de producir perros equilibrados, como una homología de la experiencia racional «humana», pero que al ser incapaces de hacerlo por sí mismos, dependen de nuestra influencia para cincelar su cuerpo y subjetividad. Al mismo tiempo, estos estereotipos autorizan la aplicación de medidas necropolíticas de exterminio e invención como enemigos del orden social, la moral, la higiene, la salud y más recientemente de otras especies, para materializar los ideales coloniales y civilizatorios que México perseguía como proyecto civilizatorio.

Colonialidad, civilización y biopolítica

Pensar sobre la conquista y las relaciones perro-humano permite explorar y pensar la historia desde «el punto de vista animal», como propone Steven Best (2014), prestando atención a los roles cruciales que los perros han jugado en la historia social y cultural «humana» de la Ciudad de México, así como a los procesos históricos, sociales y políticos que han dado origen, desarrollado y perpetuado la dominación animal (Ponce, 2021, p. 344).

El punto de vista del perro arroja luz sobre los orígenes, dinámicas y desarrollo de naturoculturas caninas dominantes y redefine los sistemas de poder que estructuran nuestras relaciones —multiespecie— en términos jerárquicos más que complementarios (Best, 2014, p. 1) y cooperativos. El punto de vista animal es la apuesta por una «historia animal desde abajo» que denuncia la parcialidad de la misma (Ponce, 2021) —patriarcal, blanca, colonial, racista, capacitista y especista—, que solamente escribe desde cierta perspectiva humana y su importancia a los servicios, la utilidad y las fantasías de virilidad, dominación y eficacia física que puede extraer de la vida de los canes. En esa línea, a continuación, presento algunos rastros de retazos de esa historia cuya pertinencia estriba en que puede ser leída también desde un enfoque descolonial. Así, la canidad se comprende como un proceso con traza histórica que puede ser leído a contrapelo de la historia hegemónica sobre la domesticación canina y su devenir civilizado.

La colonialidad se refiere a un patrón de poder global «que opera a través de la naturalización de jerarquías, territoriales, raciales, culturales [,] epistémicas [y de especie], posibilitando la re-producción de relaciones de dominación», garantizando así la explotación de unos cuerpos en nombre del capital y su subalternización (Restrepo & Rojas, 2010, p. 15). En este entendido, es también una lógica de poder que instala un orden espacial, ideológico, afectivo y corporal especista sobre las relaciones multi e interespecie. En términos de Aníbal Quijano (2014), la «colonialidad del poder» clasifica y jerarquiza los cuerpos, y, desde la lectura que aquí realizo, la clasificación opera en la dicotomía animal/humano, o más específicamente, perro/amo.

Este poder establece las clasificaciones y opera en ámbitos materiales, corporales y subjetivos del mundo cotidiano y a escala social. Voy a detenerme de manera puntual en algunas características de orden civilizatorio entendiéndolo como una guerra contra los canes. Como sostiene Wadiwel (2015), los sistemas de violencia contra los animales constituyen modos de relación fundados en una guerra, sin ninguna metáfora de por medio, se trata de hostilidades con efectos reales sobre los cuerpos contra quienes ésta ha sido declarada.

En términos descoloniales, Rita Segato acuñó el término conquistualidad para recalcar «la violencia de la guerra y las dinámicas bélicas que, fundadas en el primer ciclo de la conquista de América, persistirían hasta el presente», articulando guerra, crueldad, pedagogías siniestras, tipos de violencia (Segato en Añón, 2023, p. 69) y cuerpos animalizados. Lo anterior se hace con el objeto de recuperar este otro punto de vista de la historia, que, no obstante, es representado desde la mirada colonial que destaco en cuatro breves puntos: 1) su papel como armas de guerra y su abandono una vez su utilidad se volvió innecesaria, 2) su necropolítica, 3) la higiene y la rabia y 4) la ciencia.

Sociogénesis del perro callejero: función y abandono

El perro es un capítulo en la historia de la biotecnología, un actor clave y en primer plano del curso de las culturas más-que-humanas (Haraway, 2016, pp. 29-30). Las comunidades multiespecie precoloniales experimentaron un fin del mundo a cargo de perros entrenados para matar; canes de tipo lebrel, mastines y alanos que se distinguían por algo bastante particular de los nativos: ladraban. Arnaud (2014), pp. 92, 99, indica que el 24 de marzo de 1495, «Colón desembarcó de la Isabela con doscientos soldados, veinte jinetes y veinte “perros corsos” para enfrentar alrededor de 100.000 indios». Cortés, por su parte, «hizo un uso mortífero de sus perros en el camino que lo condujo a Tenochtitlán»; a su caída, en su cuartel de Coyoacán, «utilizó perros para castigar a los sacerdotes sacrificadores y a ciertos miembros de la nobleza».

La función de los canes como armas bio-tecnológicas fue muy amplia durante la conquista. Piqueras (2006) sostiene que, además del caballo, éste destacaba como un gran aliado:

cumplirán ante todo funciones de carácter marcadamente militar y logísticas, participando activamente en todas aquellas acciones donde su uso fue posible y aconsejable desde el punto de vista táctico. El medio físico, con terrenos abruptos, espesos o despejados y el tipo de defensas indígenas, determinarán el mayor o menor uso de este elemento táctico apreciado siempre por unos hombres necesitados de demostrar ante la superioridad numérica indígena, su superioridad militar. Funciones de carácter militar ejercidas constantemente fueron las que hacían referencia a la prevención defensiva, la agresión bélica de vanguardia y las de carácter represivo. En todas ellas los conquistadores quisieron y supieron extraer de sus canes todo el potencial y habilidades de las que eran capaces, en aras de su propia seguridad, de su dominio militar y del buscado y logrado terror ajeno. (Piqueras, 2006, p. 198)

De manera particularmente perversa destacan los aperreamientos, que, como el cronista Oviedo definió: «es hacer que perros le comiesen o matasen, despedazando el indio» (Oviedo en Piqueras, 2006, p. 193). Esta forma de «represión canina fue particularmente utilizada para acabar entre otras con la sodomía, la homosexualidad o el bestialismo, prácticas que siempre fueron vistas como graves perversiones de una rígida moral católica que se buscaba imponer a toda costa» (Piqueras, 2006, p. 193). Una vez consumada la colonización, los perros entrenados para hacer la conquista, de pronto devinieron incómodos inservibles y desechables. Cuando su presencia chocó contra los intereses económicos de los ganaderos y los ideales modernoilustrados, hubo que encontrar modos de erradicar y controlar a las poblaciones.

El «perro callejero», como categoría que localiza cuerpos caninos como indeseables y peligrosos tanto a nivel social como sanitario y que, por lo tanto, necesita de una intervención a nivel poblacional, es hijo del colonialismo. Se vuelve entonces un cimarrón. Luna (2022) menciona la existencia de múltiples crónicas europeas «en donde se dan quejas de los llamados perros cimarrones (sin dueño)»:

En 1589, Juan Suárez de Peralta mencionaba que en la «Nueva España [hay] ganado vacuno y yeguas que se crían en los campos, [pero, son devorados] por perros bravos, que son cimarrones, los cuales son tantos ya que hacen daño a la gente». Por consiguiente, fueron cazados. (Suárez de Peralta, 1949, en Luna, 2022, p. 568).

En otra latitud, —la Isla Tortuga (perteneciente a Haití)— el marinero Alexander O. Exquemelín (2012) narra eventos similares: «se hayan perros monteses que destruyen muchedumbres de animales. El gobernador de Tortuga, Beltrán Ogeron, viendo que los perros silvestres hacían mal a los jabalíes y que los cazadores se hallaban en pena por la competencia, «hizo traer del reino de Francia mucha ponzoña para exterminar a todos los perros monteses» en 1668, mediante la matanza de caballos para envenenar su carne y exponerla en los bosques para que los canes la comiesen. Del mismo modo que en México, en un inicio los conquistadores llevaron perros a la isla para «descubrir en lo intrincado de las selvas tan mortales e indómitos contrarios»; luego, cuando el objetivo fue conseguido viendo los españoles que no aparecían más indios, procuraron echar de su poder la multitud de perros que tenían en sus casas, los cuales hallándose sin quien les diese de comer, fueron a los bosques y campos a buscar de qué sustentarse, conque se desacostumbraron de los domicilios de sus antiguos amos. Concluimos pues, que ésta es la verdadera razón por que la multitud de perros silvestres se aumentó tanto en estas partes. (Exquemelín, 2012, pp. 61-64)

Ávila Gaitán (2017) sostiene que los animales desempeñan «funciones ontológicas» para los humanos, es decir, que, en este contexto, la guerra, los aperreamientos y el acompañamiento militar son la razón por la que esos perros existían. Además, del mismo modo que había perros cimarrones también existían humanos en la misma condición. Los perros también eran empleados para cazar cimarrones humanos; personas esclavizadas que huían. En este sentido podemos pensar el vocablo cimarrón como interespecie, en la medida en que, en ambos casos, remite como un apuesto constitutivo a la doma y la domesticación, es también lo opuesto a lo dócil (Arrom, 1983). Están así ontológicamente sujetos a los humanos blancoscoloniales, y una vez que las funciones por los que su cuerpo fue entrenado ya no son requeridas, sus cuerpos dejan de ser productivos y útiles, atentando contra la acumulación de capital por medio de otras vidas, así, devinieron en enemigos del naciente orden colonial. De ahí que tanto racismo como especismo estén imbricados como lógicas de opresión cuyo centro neurálgico es la blanquidad.

Guerra multiespecie: exterminio y biopolítica

La biopolítica es una tecnología que aparece en la historia para asegurar el control de los fenómenos vitales de las poblaciones, mediante un poder-saber, que extrae su conocimiento de las poblaciones mismas para encontrar una sumisión del cuerpo. Así, por ejemplo, Arnaud (2014), p. 107, señala que la «sistematización de los canicidios está íntimamente ligada a la creación de nuevas fuerzas de policía». En el siglo XIX, el emergente sistema de alumbrado posibilitó una mejor vigilancia: el sereno —puesto de menor rango en la jerarquía policial—, era el encargado de asesinar a los canes en un combate cuerpo a cuerpo, armado con un garrote. No obstante, la «solución» generó un escándalo y las protestas por el barroco espectáculo, los ruidos de las matanzas y las peleas interespecies a mitad de la noche, obligaron a hacer ajustes.

Como solución, llegó la «yerba» de estricnina, un alcaloide de la nuez vómica que produce la muerte afectando el sistema nervioso central: agitación, mareo, convulsiones, entre otros síntomas, forman parte del proceso de una muerte lenta y dolorosa. El primer experimento «oficial» se realizó el 22 de junio de 1809, en la Plaza del Volador, usando carne de caballo envenenada (Montoya, 2017). Desde la perspectiva de los oprimidos, lo que incluye a animales alter-humanos (Oliveira, 2021), esto conforma un intento por conectar las pretensiones históricas de Best (2014) con un análisis de las microhuellas del poder en la conformación histórica de la canidad. Ahora bien, me parece que, además de una biopolítica para el caso de los canes en el periodo colonial, se trata sobre todo de lo que Achille Mbembe (2006) llama «necropolítica» para acentuar el carácter activo de la muerte en ese poder que decide en primer lugar quién debe dejar de existir en contextos coloniales y postcoloniales, equipado con tecnologías y saberes que legitiman tales decisiones.

A inicios del siglo XVI, ordenanzas expedidas en 1532, 1534, 1556, 1571, 1572, 1575, 1580 y 1584 dejaban claro el deseo de las autoridades virreinales por desaparecerlos (Ávila González, 2007, p. 30). Según Luna, la primera ordenanza contra la posesión de perros en la Ciudad de México data de 1532, cuando el cabildo expresó que:

[Los] vecinos y moradores y personas de esta ciudad y sus términos, tienen muchos perros sin provecho, los cuales hacen mucho daño, así a los indios como al ganado, mandaron que todos los que así tienen perros, los tengan atados […], so pena que si cualquier perro hiciese algún daño sea obligado el dicho dueño de tal perro al daño (AHCDMX, actas de cabildo impresas, vol. 630, fol. 175r; cit. Ávila González, 2007, p. 28, en Luna, 2022, pp. 567-568).

El primer exterminio estuvo a cargo del virrey Revillagigedo, quien:

a finales de 1790 ordenó «el primer exterminio sistemático de perros vagabundos en el contexto de modernización de la ciudad (iluminación, obras viales, recolección de basura). Más de 20.000 perros fueron exterminados en plena calle por los guardias nocturnos a lo largo de casi dos años. Esta matanza dio inicio a una serie de aniquilaciones de cánidos que se multiplican a finales del siglo XVIII y durante el siglo XIX». (Arnaud, 2014, p. 92)

Retomando la idea de una espacialidad de la canidad, el papel que desempeñó la ciudad, acorde con el imaginario europeo, contribuyó a que las autoridades virreinales encontraran en el perro un enemigo del orden social (cf. Uribe, 2016), «la antítesis de la civilización materializada en el concepto de la ciudad» (Luna, 2022, p. 564). Dentro de la tradición hispánica «las ciudades eran vistas como sitios civilizatorios antítesis del llamado mundo natural: vivir y habitar una ciudad equivalía a ser un ente civilizado y, por ende, completamente humano» (Luna, 2022, p. 564).

Ciencia veterinaria, rabia, higiene y progreso

Para finales del siglo XIX, la presencia de la vacuna antirrábica era evidencia del progreso y la modernización de México en coordinación con los ideales de las élites políticas, mientras el perro callejero representa un pasado agreste a superar. En el contexto naciente de las ciencias médicas y la salud pública, Uribe (2016) señala que: el animal materializó un cuerpo cuya naturaleza pudo ser descubierta, intervenida y transformada bajo métodos, teorías y prácticas experimentales que situaron a los animales en el margen de la higiene, el control de enfermedades (epidémicas y epizoóticas), la búsqueda de la salud pública, la medicina animal y la comprensión del funcionamiento y la estructura del cuerpo animal y su relación con el cuerpo humano. (Uribe, 2016, p. 162)

Además, la vacuna antirrábica, constituía más una metáfora alineada con los intereses de las élites (Rojas, 2011). Contribuyó a precisar criterios necropolíticos y definir a los perros susceptibles de eliminación: rabiosos, los agresores sospechosos de estarlo y los callejeros, dando origen primero a la Casa de Despojos Animales —a inicios de 1880— y luego el Instituto Antirrábico a inicios de 1888 (Rojas, 2011, pp. 6, 76). Se trataba de una política estratégica para el manejo mediático de la rabia, mediante la vigilancia de los sospechosos, la preparación de la vacuna y la eliminación de los infectados e indeseables. En ningún momento, ni la lucha contra la rabia ni la vacuna, estaban dirigidas a beneficiar a los perros per se; el tratamiento ofrecía una alternativa para que los humanos no desarrollaran la enfermedad, «pero no controló su difusión entre los perros […]. La vacuna se aplicaba a los perros solamente en los casos solicitados por sus propietarios, quienes asumían el gasto» (Rojas, 2011, p. 106, énfasis añadido). Para los perros sin un propietario, había campañas de captura y contención financiadas por la administración. Se aprecia que aquellos perros que podrían acceder a la vacuna pertenecían a una clase social diferente, el clasismo, en cierto modo, también se imbrica en la opresión de los perros y su lugar marginal en la sociedad de la época.

La insistencia de las élites políticas e intelectuales de erigir una ciudad moderna, limpia, estética y organizada, fue un factor clave para fomentar una percepción de rechazo hacia los perros que vivían en ella. No siendo así con canes de clases altas, distinguidos por criterios como la pureza racial y el estatus extendido de sus dueños, «mientras a las clases populares se les asoció con animales de compañía vulgares a los que también se les atribuían malos hábitos y enfermedades, como la rabia» (Rojas, 2011, p. 46). En aquel entonces, la institución responsable de solucionar la preocupación de los perros en lo relativo a la salud pública fue el Real Tribunal del Protomedicato, órgano encargado de «vigilar el ejercicio de las profesiones sanitarias». No obstante, según Montoya (2017), esta institución no tuvo «injerencia alguna en las matanzas de perros. Esa política, parece haber respondido más a intereses de tipo urbanísticos e incluso estéticos que sanitarios». De ahí que fuera problematizada, resuelta y ejecutada por autoridades policiales más que médicas (Montoya, 2017, p. 50).

El legado de la conquista de los perros y su invención como enemigos qué combatir, las capturas y centros de contención producto de cambios en la sensibilidad colectiva, propios de los valores que inducía el progreso moral, cambiaron la definición de perro callejero. Al precisarse «el uso de objetos que determinan la propiedad», como bozales, correas y collares, que «permitieron a los perros caseros las andanzas controladas por el espacio público», esto permitió no confundirlos con perros callejeros y asesinarlos.

La medicina veterinaria jugó un papel central en el proceso de modernización del país. Junto con sus profesionales y su influencia en las políticas públicas y sanitarias, se produjo «un nuevo y distinto modo de pensar, estudiar, entender, normar, legislar, comercializar, explotar y vivir “lo animal”» (Uribe, 2016, p. 12). La medicina veterinaria tenía la tarea de intervenir en «los procesos biológicos de los animales domésticos a partir de aspiraciones sociopolíticas y económicas» (Uribe, 2016, p. 40). Ahora los animales podían ser intervenidos en sus cuerpos para comprender el funcionamiento de los organismos vivos, devinieron pues, en un instrumento de la fisiología, de la vivisección, el animal (no solo perros, también conejos, monos, entre otros). En 1881 se publicó un artículo en la primera edición sobre medicina veterinaria y el sector agrícola —*El veterinario y el agricultor práctico*—, titulado «La ciencia y los perros»:

¿Qué tienen que ver los perros con la ciencia? Pues, señor, contesto yo; la ciencia debe mucho a los perros, que son generalmente sus víctimas. En estos benditos tiempos en que nadie cree más sino lo que la experiencia prácticamente demuestra, llegaron para los perros las Vísperas Cicilianas: sin ser puercos les llegó su San Martín, y la ciencia en cada perro, tiene una ánima vil para hacer sus demostraciones prácticas. No quiero recordar que lo poco de Toxicología que sé, lo aprendí mirando envenenar perros, ni quiero referir como el accidente más común que precede a una lección de anatomía, es lanzar un perro vagabundo (pero que hace uso de su libertad sin ofender a nadie) al cual hacen pedazos para que sirva de ejemplar, y sucede muchas veces que se estudia por ejemplo el órgano digestivo, en un estómago que acaso no está muy acostumbrado a digerir; pero en fin, los perros pobres prestan este servicio científico a los futuros profesores. (Anónimo, 1881, p. 8, en Uribe, 2016, p. 87)

Anatomía de la «amistad» canina: Cánuro artefactual

He señalado que la blanquitud es un modelo de articulaciones de lo blanco como posición de sujeto y proceso de subjetivación en un sistema de diferencias y desigualdades contextualmente producidas, experimentadas y disputadas (Cortés & Restrepo, 2023, p. 16). En este contexto, las aspiraciones de blanquidad significan el comportamiento sexual y «natural» de los perros como opuesto al orden moral imperante. Exbalin (2014), pp. 102, 105, señala que durante la época colonial: las jaurías aparecen a los ojos de las élites como una figura de desorden moral y como la encarnación de la subversión social. El 6 de diciembre de 1797, una persona piadosa que se presenta como «el esclabo [sic] de María Señora de Guadalupe» remite una carta anónima al virrey Branciforte para solicitarle que erradique las jaurías que invaden la ciudad una semana antes de la celebración de la fiesta de la Virgen de Guadalupe. Presenta a los perros callejeros como seres lúbricos con una sexualidad desenfrenada. […] En las iglesias, los conventos y ciertas calles adyacentes a estos espacios sagrados, los perreros —el más célebre es el de la Catedral— no solamente se encargan de cazar a los perros errantes sino igualmente de matarlos a cambio de una corta remuneración pagada por el vecindario.

Cuando la señora solicitó de Kori modales, estaba ejerciendo un poder heredado, por su posición de humana y por un pasado colonial que ha naturalizado la dominación canina en manos de los humanos, haciendo del buen comportamiento, del poder sobre el cuerpo del otro-canino, axiomas interespecíficos de relación y trato, a priori a cualquier vínculo afectivo. La «anatomía de la amistad canina» que se busca exponer a continuación, quiere ilustrar esa mitológica vigente de lo perro, o sea, la canidad, las palabras, normas y valores que sujetan a los perros a un comportamiento específico y unas disposiciones afectivas y relacionales artificiales.

Según el diccionario de autoridades, la amistad es un tipo de «amor, benevolencia y confianza recíproca»; es un afecto recíproco entre dos, fundado en trato y correspondencia honesta. El Panléxico subraya que «[el] objeto que se propone la amistad, se halla en el placer por medio de un trato y comunicación estable, en una confianza ilimitada, y en un seguro recurso y apoyo en nuestras necesidades y de consuelo en nuestras esperanzas, y de una manifestación completa y de un inefable placer de nuestros sentidos» (Marina & López, 1999, p. 157). La amistad germina entre iguales. Pero el amor en el que se ha fincado la amistad canina, o, si se quiere, la mitología (en el sentido levistraussiano de variaciones sobre un mismo tema) de la amistad perrx-humanx no crece en un lugar común, sino, que, desde lo alto, es el humano quien riega y dirige su crecimiento naturalizando jerarquías que coaccionan internamente al perro a performar su canidad.

Inspirado en los monstruos de harawayanos que traen consigo promesas de habitabilidad y la idea de una naturaleza artefactual que se construye en forma de ficción como de hecho real (Haraway, 2019), imagino que el monstruo que «nace» de la hibridación jerárquica humanx/perrx se llama Cánuro y tiene cuerpo de perrx y cabeza de humanx. Esta cabeza humana es pura racionalidad y aunque siente afecto (y los afectos de) por su cuerpo, dispone de él como máquina obediente, la conciencia afectiva que hace de puente comunicante para abrir otras vías de comunicación está bloqueada por las palabras de la dominación que dan órdenes y castigos para producir un cuerpo obediente. La canidad es la esencia de Cánuro.

En esta última sección me detengo a exponer estas pocas «mitológicas» de Cánuro de los siglos XIX y XX. Desde un momento científico por parte de uno de los fundadores de la etología, Konrad Lorenz; el libro de un veterinario y el libro de un coronel, así como lo dicho por un personaje de televisión muy famoso en México, César Millán. En todos estos casos la pauta que conecta es que, para conjurar a Cánuro, la dominación sobre el cuerpo es central. En términos científicos existen diferentes escenarios sobre cómo pudo haber ocurrido la domesticación (véase, Range & Marshall-Pescini, 2022), pero la constante aquí es el privilegio sobre la versión que nos coloca como agentes activos en el centro del proceso mismo, y que ello es una decisión política y no simplemente neutral.

Introducción

El primer indicio de la historia única de la canidad es la clasificación taxonómica de los perros y el relato científico de su domesticación. Konrad Lorenz, escribió un libro cuyo título sugiere ese carácter canino pasivo en el proceso: «Cuando el hombre encontró al perro». Para Lorenz (1975), posiblemente cuando un cachorro de lobo, quizá perdido, gimoteaba mientras el aire dispersaba su lamento:

Una niña oyó los lastimeros ladridos y, siguiéndolos, encontró en una cavidad al cachorro; éste le salió al encuentro sin temor, […] y comenzó a lamerle y a chuparle las manos que la niña le tendía para cogerlo. [...] La niña tiene una gran alegría y cuando sus padres vuelven se encuentran, sorprendidos, pero en ningún modo entusiasmados, un cachorrito [...].

Naturalmente, la primera intención del fiero guerrero es coger al cachorro y arrojarlo al agua, pero la hija rompe a llorar y se aferra, sollozando, a las rodillas de su padre, quien por un momento pierde el equilibrio y deja caer al suelo al perrito. Cuando intenta cogerlo de nuevo, éste se encuentra ya a salvo en los bracitos de la niña [...]; el cachorrito se queda, a la postre en casa. (Lorenz, 1975, p. 23, énfasis añadido)

Este relato representa a la domesticación como un acontecimiento unidireccional, en el que una cachorra humana asume el rol activo. Por su parte, el cachorro (que casualmente es macho), al «lamer y chupar», indica, que, desde un principio, debió ser un animal agradable y dócil. Lorenz continúa su relato para encaminarlo a la natural capacidad de identificar jerarquías:

si en un principio [el cachorro] ha seguido fielmente todos los pasos de la niña, con un apetito casi infantil, tan pronto como se convierte en un animal adulto, en su comportamiento se observa un cambio evidente. Aun cuando el padre de la niña, jefe de la tribu, apenas si se ocupa de él, el perro se va arrimando cada vez más al hombre y distanciándose de la niña […]. Hasta ahora, la niña ha venido desempeñando en la vida del cachorro el papel de madre; en lo sucesivo corresponde al padre asumir el de jefe de la grey, único ser al que obedecerá el perro adulto. (Lorenz, 1975, p. 25, énfasis míos)

Lorenz dice sobre el adiestramiento que más vale que éste sea sensible al castigo. Dice que, el castigo «requiere tacto y conocimiento del animal», porque «la medida punitiva aplicada a un perro no actúa tanto por el dolor físico que le produce cuanto por la manifestación de poder que evidencia por parte del amor» (Lorenz, 1975). El perro es un actor semiótico-material (Haraway, 2019), él mismo es parte activa del proceso que busca conocerlo y disciplinarlo, contribuye al conocimiento de sí mismo obedeciendo, cada comando es una manera de producir su cuerpo. Retomando a Quintero (2000), como vimos, son formas de somatización de las reglas de civilidad donde el perro deviene ente racional (es decir, equilibrado y obediente); así el perro es cultivado por intervención de su amo, quien fija el sentido de la relación en el espectro de la autoridad y la dominación naturalizada.

Castigo

El libro escrito en 1847 por un coronel británico de una guardia de granaderos de nombre W. N. Hutchinson, titulado Dog Breaking: The Most Expeditious, Certain, and Easy Method, Whether Great Excellence or Only Mediocrity Be Required, With Odds and Ends for Those Who Love the Dog and Gun (1882), abre con un capítulo llamado «Observaciones preliminares: cualificaciones, en el domador —en el perro», donde se establecen algunos puntos esenciales para adquirir el «arte del adiestramiento». Dirigirse sobre principios racionales; tener claro el grado de excelencia al que se aspira en este arte: ya sea básico o avanzado; educar a nuestros perros nosotros mismos bajo la condición de poseer temperamento y cierto juicio; es impropio de un hombre de estatus, que tiene un grupo de perros con el que caza regularmente, que esté satisfecho con una «tropa desordenada y desobediente, a la que a menudo dispara» consecuencia de una educación deficiente que es responsabilidad de su amo; poseer conocimiento que permita discriminar entre sus «temperamentos y disposiciones» es ventajoso: «a algunos nunca debes golpearlos; mientras que, para conseguir la ascendencia requerida sobre otros, el látigo debe ser empleado ocasionalmente» (Hutchinson, 1882, p. 3).

Las cualidades que un adiestrador debe poseer son afines a valores de la blanquidad cisheteropatriarcal y sus ideales normativos de lo humano: un ente racional antes que emocional; propietario (en este caso de las vidas de los perros), y un saber que le permita determinar la naturaleza antropológica de los cuerpos caninos. Una cualidad asociada a la racionalidad del entrenador es el control del temperamento para saber castigar; «juzgar qué significado es probable que un animal irracional le asigne a cada palabra y señal, e incluso a cada mirada» (Hutchinson, 1882, p. 189, traducción propia). La manera correcta en que deben ser aplicados los castigos es descrita de la siguiente manera:

Un perro de mal genio podría intentar morderte. Evita la posibilidad de que tenga éxito, agarrando y retorciendo su collar con tu mano izquierda, manteniéndolo todavía en la posición de «abajo». Considera con calma si estás azotando a un perro de pelaje grueso o a uno con una piel no mucho más gruesa que la tuya. Haz una pausa entre cada golpe; y para que comprenda por qué está siendo castigado, llama varias veces, pero no en voz alta, «¡Toho! —mal— toho», y azota tu látigo. Que tus últimos golpes sean más suaves y más suaves, hasta que caigan de la manera más suave, una forma más calculada para despertar la reflexión que para causar dolor. Cuando haya terminado el castigo, párate cerca de él para intimidarlo y evitar que piense en huir. Guarda tranquilamente el látigo en tu bolsillo, pero permanece donde estás, reprendiéndolo ocasionalmente y regañándolo […]; gradualmente, sin embargo, vuélvete más suave en el trato, para que se dé cuenta de que, aunque tu insatisfacción con su comportamiento continúa, su castigo ha terminado. De hecho, si temes que se vuelva demasiado temeroso, al final puedes acariciarlo un poco, siempre y cuando mientras lo reanimas, continúes diciendo «¡Toho — toho!» de manera dominante.

El castigo es, al menos, una de las maneras en que se establece una relación de docilidad-utilidad. Sobre todo, lo que el adiestramiento hace es ejercer un «poder pastoral» que además de moldear las relaciones humanas a través de la dominación canina constituye una forma de gobierno y gestión sobre las vidas caninas, determinando el grado necesario de castigo y bienestar que los perros deben tener para ser dóciles y obedientes a través de la constante producción de un saber-verdad sobre sus vidas. Es una forma de poder enfocada a la producción de obediencia y verdad (López, 2018) de buenos y malos perros.

Otro ejemplo de esta raíz militar del adiestramiento aparece en el libro del coronel Konrad Most (un entrenador de perros policía), Training dogs: A manual (1954), que se publicó por primera vez en 1910. El fundamento ontológico de este libro era que, en esencia, la relación con los perros es jerárquica; pero, además, esta obediencia solamente puede lograrse mediante el uso de la fuerza física. Según Most, todo aquel perro que muestre mal comportamiento lo hace debido a la incapacidad de los propietarios para mantener su dominio sobre él (Most, 1954). Otra mente militar que aplicó su conocimiento a los perros fue Bill Kohler, quien entrenó a perros y a sus adiestradores en dos centros militares en California, durante la década de los cuarenta del siglo XX (Bradshaw, 2013).

En 1854 el veterinario William Youatt escribió un libro —titulado The Dog— donde subraya especialmente el carácter amigable y servicial de los canes. Decía que después del humano, el perro era el animal más inteligente, siendo evidente que fue diseñado para ser compañero y amigo del «hombre». De todos sus sirvientes animales, solo el perro es su amigo, un ente fácil de amar y admirar por su abnegada entrega a nuestros deseos (Youatt, 1845):

En nuestra historia de las diferentes razas de perros, hemos visto lo suficiente como para inducirnos a admirarlo y amarlo. Su valentía, su fidelidad y el grado en que a menudo dedica cada poder que posee a nuestro servicio, son circunstancias que nunca podemos olvidar ni pasar por alto. Sus propios defectos a veces nos lo hacen querer más. Podemos seleccionar un pointer por la pureza de su sangre y la perfección de su educación. Transgrede en el campo. Lo llamamos hacia nosotros; lo regañamos bien; quizás lo castigamos. Se queda inmóvil y callado a nuestros pies. Una vez terminado el castigo, se levanta y, con algún gesto significativo, reconoce su conciencia de merecer lo que ha sufrido. (Youatt, 1854, p. 105, traducción propia).

Aunque la canidad se presenta como homogénea, se valora aún más cuando es encarnada por un cuerpo racializado positivamente. Dentro del cuerpo de Cánuro es mejor que fluya la sangre pura, de genealogía clara y legible para volverlo predecible a través de su manipulación genética por selección artificial. Esta genealogía clara y legible redunda en una belleza legitimada por estándares raciales que, definidos externamente, prefiguran cómo debe verse, comportarse y ser: un perro pura sangre o de raza pura. Así, la pureza de la canidad que Cánuro nunca logra cumplir del todo se expande a los comportamientos, los modales y la propia materialidad del cuerpo. Dicho de otro modo, la blanquidad —que sirve de base para la producción del Cánuro— nunca es un estado determinado y fijo, se trata de un horizonte de expectativas y deseabilidad que requiere de una reiteración constante del papel del amo en el cuerpo del perro a través de la disciplina. Lo blanco, o la blanquidad para ser más precisos, solo se comprende a través de la constitución dialógica y oposicional entre negridad o la indianidad y la animalidad. La canidad, por lo tanto, requiere que haya cuerpos que deban aprender a ser dóciles, su constitución dialógica es con lo salvaje, lo no domesticado y desequilibrado (a-racional), los callejeros, los perros del pueblo, del barrio y los sin-raza.

Especismo silente: canidad y ra[R]tificación

Inicié este escrito trayendo a la conversación a Kori para discutir el papel del colonialismo y la blanquidad sobre nuestros imaginarios acerca de los perros. Del mismo modo que la blanquidad es estructural y oprime cuerpos que no encajan en su posición de sujeto, la canidad es igualmente un fenómeno estructural que oblitera modos genuinos de ser perro (una canitud que aquí no se puede desarrollar), en función de ideales normativos y tecnologías de especificación productoras de estereotipos (González & Ávila, 2023).

Al iniciar este escrito invocando la experiencia de Kori, mi intención era localizar al lector en un espacio de expectativas especistas cotidianas y mundanas sobre los modos caninos de ser, e ilustrar que esas actitudes soportan pruebas históricas para ilustrar su génesis. Como orden afectivo y colonial, la canidad se reproduce en figuras amorosas de sumisión que son constitutivas de los modos en que los humanos estereotipan los cuerpos caninos en nombre del amor y la admiración que hace desear perros obedientes y dóciles (Varela & Vargas, 2022). Esto, además, ocurre en un contexto mexicano de avance en materia de derechos y bienestar animal y emergencia de familias multiespecie, lo que, de entrada, interroga sobre los modos correctos de educar a un perro y qué se entiende por ello (perro y educación y por la relación que se establece entre ambos por mediación nuestra).

Este trabajo puede comprenderse como una primera parte de una serie de artículos, donde, el siguiente, estaría centrado en una etnografía crítica multiespecie de la dominación canina en contextos de adiestramiento: una anatomopolítica de la amistad canina. Es verdad que nuevas metodologías sobre el adiestramiento existen y que buscan abolir el castigo y otras formas de coerción subjetiva para centrarse en el punto de vista canino; ignoré esa metodología deliberadamente porque el adiestramiento hegemónico —en el que yo hice mi investigación— opera en el marco de esta lógica punitivista.

Ratificar la existencia canina, entonces, es algo más que reconocer, traer de nuevo a un primer plano que sus vidas caninas importan. Creo que hace falta otro metaplasmo, un cambio en la estructura de la palabra para que diga otra cosa. Así, al hablar de ra[R]tificar, —así con erre mayúscula—, esa «R» busca resaltar el carácter raro y extraño de los perros, su más allá de nosotros. Esto nos reta expandir nuestro mundo sensible, devenir un perro crítico de lo «sucio» y la higiene humana; a poner atención desde lo que es importante para ellos: oler a otros ya sea directamente o mediante sus heces, su orina, que comen un poco si es necesario, que disfrutan de lo podrido y de las cosas antropocéntricamente inmundas. De aceptar nuestra ignorancia al ingresar en otros mundos sensibles y complejos. La educación canina descansa sobre valores coloniales afines a una expectativa de deber ser. Descolonizar lo perro es inventar nuevos modos de estar con ellos y habitar el espacio y la cultura. La imagen canina inminentemente peligrosa de no ser intervenida por un humano puede dar paso a otra donde el buen perro es aquel que expresa su propia potencia, no aquel que dona su cuerpo para la proyección infame de la nuestra.

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