Dossier

Cyborg educador

Cyborg educator

Darío Sandrone
Universidad Nacional de Córdoba, Argentina

Cyborg educador

Propuesta Educativa, vol. 2, núm. 54, pp. 18-30, 2020

Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales

Resumen: La docencia, como cualquier trabajo, requiere medios. Tradicionalmente estuvo asociada a una serie de instrumentos y herramientas, de los cuales la tiza, el pizarrón y los libros aún son los más icónicos. Pero, desde hace algunos años, además de los instrumentos simples y materiales, la actividad docente se lleva a cabo frente a, o junto con, un sistema de máquinas digitales. La información ya no circula de una manera unidireccional, desde el pizarrón a las notas de los alumnos, sino en todas direcciones, y está mediada por grandes empresas tecnológicas que la organizan a través de algoritmos regulados estadísticamente en base a datos informáticos provistos por los usuarios. Esta tendencia encontró su punto máximo en la historia humana durante la pandemia del COVID-19, cuando la presencialidad física se suspendió, en mayor o menor medida, en casi todos los países del mundo. En consecuencia, el sistema educativo y el sistema informático global se volvieron la misma cosa, a tal punto, que la conectividad, y no la presencialidad, se convirtió en el requisito necesario para acceder a la educación por parte de los alumnos, y al trabajo, por parte de los docentes. Aún no sabemos cuánto de esa transformación permanecerá, pero seguramente muchos de esos cambios han llegado para quedarse. En este artículo nos interesa, entonces, presentar algunas categorías de análisis desde la filosofía de las máquinas y otras disciplinas con el propósito de realizar un aporte a la reflexión sobre esta nueva condición del trabajo docente al interior de un sistema globalizado de máquinas informáticas.

Palabras clave: Docencia, Instrumentos, Máquinas, Cyborg.

Abstract: Teaching, like any job, requires means. It was traditionally associated with a series of instruments and tools, of which chalk, blackboard and books are still the most iconic. But, for some years, in addition to simple and material instruments, teaching activity has been carried out in front of, or together with, a system of digital machines. Information no longer circulates in a unidirectional way, from the blackboard to the students' notes, but in all directions, and is mediated by large technology companies that organize it through statistically regulated algorithms based on computer data provided by users. This trend reached its peak in human history during the COVID-19 pandemic, when physical presence was suspended, to a greater or lesser extent, in almost all countries of the world. Consequently, the educational system and the global computer system became the same thing, to such an extent that connectivity, and not face-to-face, became the necessary requirement for students to access education, and work, by teachers. We do not yet know how much of that transformation will remain, but surely many of those changes are here to stay. In this article, then, we are interested in presenting some categories of analysis from the philosophy of machines and other disciplines with the purpose of making a contribution to the reflection on this new condition of teaching work within a globalized system of computer machines.

Keywords: Teaching, Instruments, Machines, Cyborg.

1. La mayéutica tecnológica y el sintagma

En la pedagogía de Platón, el verdadero conocimiento proviene del propio alumno, y no puede ser incorporado desde afuera, por artefactos. En los discursos docentes actuales esta mirada suele aparecer implícitamente cuando decimos que los alumnos deben “pensar por sí mismos” y no repetir de memoria o googlear cada vez que los asalta una inquietud. El libro es visto como un instrumento legítimo de aprendizaje, que enciende los motores internos de la subjetividad, y aún es frecuente el reclamo de padres y docentes a los alumnos para que dejen el celular y agarren los libros. Sin embargo, en el Fedro, Platón rechaza incluso los textos escritos como artefacto pedagógico legítimo. “Los vástagos de la escritura”, como llama a los textos, “están ante nosotros como si tuvieran vida”, pero cuando el alumno pregunta algo “responden con el más altivo de los silencios” (Platón, 2010: 835). Desde esta perspectiva, solo el intercambio humano-humano, el diálogo cara a cara entre el alumno y el maestro, puede producir conocimiento porque ahonda en las profundidades de la memoria (mnếmē), como hace Sócrates con la mayéutica. El texto, en cambio, no es como el docente, ni como el alumno, no puede preguntar, ni responder, no puede intercambiar información de manera activa, y, entonces, tampoco puede enseñar, porque es solo un conjunto de “recordatorios” (hypómnēsis), una memoria externa y artificial, que pertenece al mundo de las cosas, de la materialidad muda. Si los alumnos se fían de los textos escritos, escribió Platón, “llegarán al recuerdo desde afuera, a través de caracteres ajenos, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos” (Platón, 2010: 834). Por lo tanto, los alumnos “habiendo oído muchas cosas sin aprenderlas, parecerá que tienen muchos conocimientos, siendo, al contrario, en la mayoría de los casos, totalmente ignorantes” (Platón, 2010: 834).

La posición platónica considera al vínculo humano-humano, sin mediaciones técnicas, como la condición de posibilidad del hecho pedagógico, y en ese sentido el conocimiento es antropocéntrico y antropogenético. Contradiciendo esta idea, el filósofo francés, Bernard Stiegler, ha planteado hace unos años, que las herramientas modifican el mundo interior del ser humano en “un movimiento en el que se inventan el uno en el otro, como si hubiera una mayéutica tecnológica de eso que se llama el hombre” (Stiegler, 2002: 236). Con este concepto, Stiegler reivindica el rol activo de los objetos técnicos en la transformación de la subjetividad humana, en un movimiento permanente de externalizaciones e interiorizaciones (2002: 261). Hay algo en nosotros, algo que somos y que, a la vez, no somos hasta que el instrumento técnico lo extrae o le da forma. Cuando los primeros humanos tuvieron una lanza entre sus manos, generaron el hábito de observar, perseguir y matar a distancia. El humano creó la lanza, pero la lanza creó al cazador. Este gesto teórico de Stiegler no es aislado, ni se circunscribe a la filosofía. En las últimas tres décadas y más intensamente en los últimos años, ha habido una eclosión de trabajos en las humanidades y en las ciencias sociales, en los que se han desarrollado aparatos teóricos para revisar críticamente la poca importancia otorgada a los artefactos en la teoría social. Estas renovadas miradas buscan nuevas formas de describir las interacciones entre sujeto y objetos, a partir de procesos dinámicos de co-constitución, hibridación e interrelación, en donde existe permeabilidad entre cosas y humanos, entre el “afuera” y el “adentro”. Uno de sus referentes más importante es, sin dudas, Bruno Latour, quien, tomando elementos de la lingüística, ha utilizado la noción de sintagma, para dar cuenta de los ensamblajes entre humanos y no-humanos, que interaccionan como parte de un único proceso. “La metáfora lingüística”, nos dice el autor, “se utiliza de manera generalizada para plantar dos preguntas básicas: una relativa a la asociación, ¿qué actor puede conectarse con qué otro actor?; otra relacionada con la sustitución: ¿qué actor, en una asociación dada, puede ser sustituido por qué otro actor?” (Latour, 2001: 362). En el sintagma docente-libro-alumno, se produce una asociación entre dos humanos y un no humano, pero, a diferencia de lo que pensaba Platón, aprender y enseñar no es solo una actividad de los humanos, sino que es un proceso de transformación de todo el ensamblaje, en el cual el objeto es un actor más. En un sintagma, los actores no tienen una esencia inmodificable, sino que su actuación depende de su lugar en la cadena.

Por otra parte, en la actualidad, junto a los libros de papel y a los instrumentos tradicionales como la tiza, el pizarrón, la lapicera o las planillas, también los smartphones y las computadoras se han convertido en actores del trabajo docente. Asimismo, a diferencia de los libros de Platón, las nuevas mediaciones técnicas entre el alumno y el docente ya no “responden con el más altivo de los silencios”, sino que son activas y dinámicas, se parece más al docente y al alumno que a una cosa muda. Poseen un comportamiento basado en sus programas y rutinas informáticas. Además, son locales y al mismo tiempo se extienden en una red abstracta compuesta de muchos otros dispositivos informáticos y humanos que regulan su funcionamiento, ubicados en diferentes partes del mundo. El sintagma se extiende, inabarcable, pero además incorpora a las máquinas como actores no humanos fundamentales y omnipresentes. Es entonces cuando conviene pensar en términos de Donna Haraway, otra de las referentes de estas nuevas miradas desantropologizadoras, quien ha popularizado el concepto de cyborg y lo ha definido como: “un organismo cibernético, un híbrido de máquina y organismo, una criatura de realidad social y también de ficción” (1995: 253). La estética cyborg gana capacidad descriptiva para la tarea docente, en la medida que la entendemos como Teresa Aguilar García: una

“encrucijada de la interfaz humano/máquina como texto para leer el estatus humano y maquínico del sujeto del siglo XXI, así como a la superación de un estadio evolutivo antropocéntrico y a la interpretación de nuestra cultura ya desde presupuestos no exclusivamente esencialistas o humanos” (2008: 13).

Ahora bien, desde la revolución industrial, las máquinas están bajo sospecha, puesto que fueron instrumentalizadas por un sector concentrado de la economía para disciplinar y explotar el trabajo humano. Esa misma sospecha aparece en la actualidad en el sistema educativo, cuando se remarca que los dispositivos digitales vuelven poroso el límite entre trabajo y descanso, y que tras pasar horas frente a las computadoras, los docentes terminan exhaustos y estresados. Caracterizado de esa forma, el sistema educativo, reducido al sistema informático, no se parece a un cyborg, sino a un autómata, un enorme leviatán digital de mil computadoras, en cuyas terminales, millones de humanos tipean incansablemente en tareas mecánicas y agotadoras, enviando archivos infatigablemente, elaborando textos y contenidos audiovisuales de manera constante. Cuando se percibe al sistema de máquinas como un autómata que nos subordina, se piensa a la máquina como lo otro del humano, que obstaculiza los vínculos humano-humano y, por lo tanto, los procesos de enseñanza y aprendizaje. Nos acercamos a la mirada que Platón tenía de los libros. La diferencia entre el cyborg y el autómata, como modelos conceptuales para pensar la realidad del trabajo entre las máquinas, radica en el tipo de actividad que realizan los humanos, pero también en la forma en que se organizan.

2. El cyborg y el autómata

La tensión entre el cyborg y el autómata surgió en los debates del siglo XIX, acerca del lugar del trabajo humano al interior del moderno sistema de fábricas. Uno de los principales animadores de este debate fue Charles Babbage, un matemático inglés conocido por ser el primero en intentar construir una máquina para realizar cálculos matemáticos a gran escala, y al que se lo suele reconocer como el padre de la computadora. Babbage proyectaba que la máquina que estaba diseñando podría incorporarse en el sistema productivo para realizar buena parte del trabajo intelectual. No había desde su punto de vista una diferencia entre construir un sistema mecánico de cálculo y una fábrica de algodón (Babbage, 2009: 157). En ambos casos, se trataría de diseñar un gran híbrido, conformado de máquinas y trabajadores humanos. Desde su perspectiva, la mano habilidosa del artesano cumplía un rol activo e irremplazable. Incluso el torno, que para Babbage era la máquina más perfecta, solo podía realizar las “partes más burdas” de un objeto, para dejar “las líneas más finas y expresivas para la habilidad y el genio del artista” (Babbage, 2009: 49). Los humanos también tenían un rol fundamental en las mejoras de las herramientas que era “el primer paso hacia una máquina” (Babbage, 2009:135). Otro animador del debate fue Andrew Ure, un médico, químico y catedrático escocés, quien tenía una mirada distinta de la de Babbage. Ure proyectaba (y alentaba) un futuro en que el sistema de máquinas se convertiría en “un vasto autómata, compuesto de muchos órganos mecánicos e intelectuales” (Ure, 1835: 13), en el cual, los trabajadores humanos no serían socios activos y creativos de los mecanismos, sino que se limitarían a la vigilancia y la asistencia, como si fueran “simples pastores de máquinas” (1835: 13). En Babbage y Ure aparecen las dos figuras conceptuales que marcan el imaginario colectivo con respecto a las máquinas a partir de la era industrial, el cyborg y el autómata, dos figuras contradictorias, que entran en tensión (Edwards, 2001: 20). Por un lado, en el cyborg, que trata de describir Babbage, persiste la idea de un intercambio equitativo entre máquina y humano, en el cual ambos evolucionan y cambian simultáneamente en una dinámica dialéctica virtuosa. Por otra parte, el autómata, proyectado por Ure, plantea la asimetría total entre humano y máquina, donde el primero se vuelve una pieza pasiva de la segunda que, a su vez, se transforma en un ser extraordinariamente autónomo que deviene sujeto de la producción. En términos del sintagma latouriano, mientras que Babbage se enfoca en la asociación entre humanos y máquinas, Ure se enfoca en la automatización de todo el proceso, en la sustitución de humanos por autómatas. Mientras que Babbage pensaba que se podían hacer máquinas tan inteligentes como los humanos, Ure pensaba que se podía hacer a los humanos tan mecánicos y pasivos como las piezas de una maquinaria.

Ambos autores influyeron en Marx, pero en términos comparativos, este consideraba que las ideas de Ure eran más representativas del espíritu de la fábrica moderna que las de Babbage. (Marx, 2013: 426). En consecuencia, creía que el destino inevitable del sistema de máquinas era el autómata y que el trabajador quedaría reducido a un “órgano consciente, disperso bajo la forma de diversos obreros vivos presentes en muchos puntos del sistema mecánico” (Marx, 2011: 219). Esta caracterización no se parece para nada al concepto contemporáneo de cyborg. No hay una unidad entre organismos y máquinas, sino que el sistema de máquinas adquiere ella misma la forma de “poderoso organismo” (Marx, 2011: 219), completo y autosuficiente, que se opone al obrero y lo subordina. Aquí adquiere relevancia la distinción entre instrumento y máquina. Marx tendía a resaltar el vínculo íntimo que un trabajador de oficio establece con su instrumento, a punto de que quedan “tan ligados a sus medios de producción como el caracol a su concha” (Marx, 2013: 437). Por el contrario, soslayó la posibilidad de que la máquina automática, que “posee un alma propia en las leyes mecánicas” (Marx, 2011: 219) pudiera establecer una relación similar con el trabajador humano. En lugar de eso, la enfatizó como capital fijo (Marx, 2011: 218) del dueño de la fábrica, que usaba la fuerza de trabajo humano como un insumo cuantitativo y abstracto. Para Marx, el trabajo implica un rol activo y creador, que solo puede darse cuando se emplea un instrumento independiente “al que el obrero anima como un órgano, con su propia destreza y actividad” (Marx, 2011: 218-219). Por el contrario, cuando el trabajo se realiza al interior de un sistema de máquinas “la actividad del obrero (…) está regulada y determinada en todos los aspectos por el movimiento de la maquinaria, y no a la inversa” (Marx, 2011: 219). En lugar de animar al medio de trabajo, el obrero es animado por el funcionamiento de la maquinaria, a la que debe seguirle el ritmo. El trabajo vivo pierde autonomía, deja de ser creativo, y se vuelve subsidiario del funcionamiento maquínico al que el humano “vigila y preserva de averías” (Marx, 2011: 218). El trabajador no dirige el proceso laboral, ni se organiza virtuosamente con las máquinas, sino que se ve incorporado como asistente en una comunidad de autómatas dirigida por el capitalista: “un solista de violín se dirige a sí mismo; una orquesta necesita un director” (Marx, 2013: 412). Sin embargo, Babbage también influyó en Marx, quien observó que la cepilladora industrial, que cepilla hierro, usa los cepillos con los que el antiguo carpintero cepillaba madera; la cortadora de chapas utiliza navajas de afeitar gigantes; la cizalla mecánica que corta latas es una versión ampliada de la antigua tijera con el que el sastre cortaba paño. En definitiva, si aguzamos la mirada al entrar a una fábrica, “veremos que reaparece aquí el instrumento artesanal, mas en dimensiones ciclópeas” (Marx, 2013: 469). La máquina no puede reemplazar al trabajador sino a través de incorporar sus instrumentos de trabajo como piezas de su estructura, por lo que el desarrollo del autómata se nutre de la mejora de las herramientas, saberes, destrezas y relaciones generadas por los trabajadores, que son apropiadas o privatizadas por el capitalista, a través del diseño científico de la maquinaria automática. Si bien en algunos pasajes de su obra Marx se centra en los talleres de manufactura como los lugares específicos donde esto se produce, en otros pasajes plantea que esos insumos son extraídos del conjunto de la sociedad, o lo que Marx llama el “organismo social” (Marx, 2011:6), el “individuo social” (Marx, 2011:228), o incluso, el célebre “general intellect” (Marx, 2011:220).

3. Los individuos técnicos y la era de la información

Probablemente Marx se haya equivocado en poner todas las fichas al autómata de Ure, y pocas al cyborg de Babbage. Las máquinas capaces de procesar información se desarrollaron aceleradamente, convirtiéndose en elementos comunes en la industria y fuera de ella. El automatismo rígido de las máquinas del siglo XIX, cedió su lugar a máquinas más flexibles, cuyo funcionamiento se tornó regulable a través de los controladores electrónicos, una vez que la electricidad no solo se usó como fuente de energía sino también como soporte de información. Por otro lado, las máquinas rompieron el rótulo de “portadoras de herramientas”, para realizar tareas comunicativas que no necesariamente consisten en trabajar la materia, y adquirieron la capacidad de registrar datos y almacenar información. Además, dejaron de ser exclusivamente un medio de producción para convertirse en productos de consumo. Salieron de las fábricas para integrarse a la vida cotidiana de las personas en lo que podríamos llamar la “diáspora de la máquina”. El siglo XX es el siglo del cine, el teléfono, la radio, la televisión, el automóvil, el avión, los electrodomésticos, las computadoras. Si para Marx el sistema de máquinas era “el sistema óseo y muscular de la producción” (Marx, 2013: 218), las máquinas del siglo XX desarrollaron el sistema nervioso de la sociedad.

Uno de los filósofos que ha pensado esta transformación con agudeza y profundidad ha sido el francés Gilbert Simondon. Desde su punto de vista, desarrollado en las décadas de 1950 y 1960, la metamorfosis que acabamos de describir transforma a las máquinas en individuos técnicos cuasi vivientes, capaces de establecer relaciones cuasi sociales con los seres humanos y otras máquinas. Si el automatismo es el sello distintivo de la máquina decimonónica, el funcionamiento flexible, siempre abierto a modificarse, capaz de tomar datos de los objetos del entorno, incluido el comportamiento humano, y transformarlo en información para regular su propio funcionamiento, es el rasgo distintivo de las nuevas máquinas informacionales (Simondon, 2007: 146). En ese sentido, a diferencia de las máquinas decimonónicas que solo recibían insumos materiales y asistencia humana, cada tipo de máquina en el siglo XX puede generar su medio asociado, esto es “un medio que el ser técnico crea alrededor de sí mismo y que lo condiciona tanto como se ve condicionado por él” (Simondon, 2007: 78). Esta idea es similar al concepto de acoplamiento estructural, que fue introducido posteriormente por Maturana y Varela, biólogos y teóricos de la autopoiesis, para denotar relaciones interactivas entre entidades, por ejemplo, humanos y máquinas, que se perturban mutuamente y evolucionan una con relación a la otra (Maturana y Varela, 2003: 65). El principio de mayéutica tecnológica aquí adquiere una dimensión maquínica: máquinas y humanos regulan aspectos de su comportamiento mutuamente. Las conclusiones que extrae Simondon de este hecho es que “el hombre puede ser acoplado a la máquina de igual a igual como ser que participa en su regulación, y no únicamente como ser que la dirige o la utiliza (…) o como ser que la sirve” (Simondon, 2007: 137). En otras palabras, “no hay necesidad de suponer una dialéctica del amo y el esclavo” (Simondon, 2007: 137). Simondon propone ampliar los esquemas conceptuales rígidos del siglo XIX, sobre todo, aquellos que solo conciben el rol de los actores humanos como “pastor de máquinas” u “órgano consciente” de la maquinaria capitalista. En este nuevo escenario, piensa Simondon, donde lo que vertebra la interacción entre humanos y máquinas es la información, “ni la teoría económica ni la teoría energética, pueden explicar el acoplamiento entre hombre y máquina” (2007: 137). La salida teórica, desde su punto de vista, consiste en dejar de pensar a las máquinas según su finalidad y su uso, para centrar el análisis en los “esquemas de funcionamiento” (Simondon, 2007: 137), y el modo en que son regulados, a la vez que regulan, los comportamientos humanos. Esta posibilidad de establecer un vínculo simétrico y bidireccional, debido a que las máquinas no son insensibles a lo que sucede a su alrededor, nos da más claridad sobre lo que es un acoplamiento, en tanto ideal de las relaciones con las máquinas: “Existe un acoplamiento interindividual entre el hombre y la máquina cuando las mismas funciones autorreguladoras se cumplen mejor, y de modo más fino, a través de la pareja hombre-máquina que a través del hombre solo o de la máquina sola” (Simondon, 2007: 137-138).

Sin embargo, la ontología de Simondon no es plana. El humano posee un nivel de comprensión mayor al de la máquina, y por lo tanto le corresponde “ser el coordinador e inventor permanente de las máquinas que están alrededor de él. Está entre las máquinas que operan con él” (Simondon, 2007: 33-34). La creatividad del trabajo con el instrumento independiente que Marx defendía, se traslada al juego asociativo de esquemas de funcionamientos humanos y maquínicos al interior del conjunto técnico (Simondon, 2007: 33), moderándolos, acelerándolos y combinándolos. A diferencia del operario de máquinas descalificado y encerrado en la fábrica que imaginaba Marx, el “hombre técnico” (sic) de Simondon, es cualquier ciudadano formado con múltiples saberes y habilidades para operar con máquinas y generar entornos cyborgs apropiados. En ese sentido, no es necesario que el humano quede reducido a vigilante o a esclavo de una tropa de autómatas. En cambio, en tanto intérprete de las dinámicas cyborgs, puede ser “como el sociólogo y el psicólogo de las máquinas, porque vive en el medio de esa sociedad de seres técnicos de los que es la conciencia responsable e inventiva” (Simondon, 2007: 35). A diferencia del humanismo de Marx, para quien la máquina automática socava la condición humana, el humanismo de Simondon asume la posibilidad de un ensamblaje virtuoso entre máquinas y humanos, en el cual estos últimos pueden organizar los esquemas de funcionamiento de ambos. Desde esa perspectiva, la concepción de las máquinas industriales de Marx no fue su respuesta filosófica y humanista equivocada, sino acorde al tipo de máquinas que se difundieron en el siglo XIX. Para describir el rol humano, Simondon emplea la misma metáfora musical que Marx: “El director de orquesta solamente puede dirigir a los músicos por el hecho de que toca como ellos” (2007: 31). Solo que ser el director ya no debería ser una función exclusiva del capitalista, desde afuera del sistema de máquinas, sino una obligación del ciudadano entre las máquinas, que, por otra parte, se le parecen cada vez más.

4. Herramienta universal y trabajadores simbólicos

Si Simondon puso énfasis en la posibilidad de regulaciones cruzadas a partir del intercambio de información entre máquinas y humanos, debido a la modulación en las señales eléctricas, un poco antes, el matemático inglés Alan Turing había abordado la posibilidad de traducir ese intercambio a un lenguaje simbólico, a partir de un alfabeto finito de símbolos de entrada (se suele usar un alfabeto binario) capaz de ser manipulado mecánicamente (Blanco y Rodríguez, 2015: 101). Desde su perspectiva, las máquinas no solo podían procesar información, sino que, además, podrían manipular símbolos, de forma similar a la que lo estoy haciendo yo cuando escribo esto, y usted cuando lo lee. En 1936, presentó en sociedad una máquina, no física como la de Babbage, sino ideal, que contaba con un lenguaje simbólico propio, a través del cual se le podía dar instrucciones para que realice las operaciones matemáticas deseadas (Turing, 1936). La máquina contaba, además, con una cinta “teórica”, por medio de la cual se ingresaban los datos. Turing afirmó que siguiendo ese modelo también era posible diseñar una “máquina universal”, en cuya cinta, a modo de datos, se puede ingresar las instrucciones típicas de otra máquina. Estaba convencido de que esa máquina podría realizar cualquier operación propia de otra máquina, si se conseguía traducir los mecanismos de esta última a un código. Las actuales computadoras han comprobado esta intuición. Una sola de ellas puede reproducir música y videos, procesar textos, entablar comunicaciones, realizar análisis de laboratorio y controlar un telar automático. Jamás una tecnología, ni siquiera el motor a vapor, ha subsumido tantas actividades laborales al mismo tiempo. Por otro lado, en su famoso artículo de 1950, Turing también auguró que, en el futuro, costaría cada vez más diferenciar cuándo interactuamos con una de esas máquinas y con un humano (Turing, 1950).

Las consecuencias que el desarrollo de las computadoras ha traído al mundo del trabajo, son materia de debate en la actualidad. En su libro, Imperio, publicado en 2001, Michael Hardt y Antonio Negri intentaron dar cuenta de algunas de estas transformaciones, una de las cuales consiste en que los trabajos que antes se diferenciaban por actividades concretas, hoy forman parte de una misma actividad, la “manipulación de símbolos y de información” (2012:460). En consecuencia, la distinción entre herramientas, y entre herramientas y máquinas, tan importante para Marx, tiende a borrarse en virtud de una “herramienta universal” (Hardt y Negri, 2012: 460), la computadora. Por otro lado, los trabajadores tienden a convertirse en “trabajadores simbólicos”, que transitan su jornada acoplados a diferentes dispositivos informacionales, realizando desde labores simbólicas de rutina, hasta tareas de manipulación creativa inteligente de símbolos (Hardt y Negri, 2012: 461). Por poner un ejemplo, un mecánico de autos actual, transcribe el código inscripto en la pieza del motor a una computadora que le informa de las posibles fallas. También los trabajos que consisten en la producción y manipulación de afectos y saberes comienzan a emplear la herramienta universal. Desde luego, la docencia forma parte de este tipo de actividades, pero también la medicina. Cada vez son más los médicos que pasan una parte de su jornada laboral frente a una computadora chateando o comunicándose por video con pacientes, bajo las órdenes de alguna empresa que presta ese servicio. Si antiguamente, salvo por el guardapolvo, los ámbitos de trabajo de un mecánico, un médico y un docente eran muy distintos, hoy muchos de ellos podrían compartir oficina sin que un observador externo pudiera diferenciarlos. Han adoptado por igual, aunque en diferentes grados, la modalidad de “trabajador simbólico”. Pero, además de la unificación en un tipo de herramienta, existe otro rasgo que marca una diferencia con épocas anteriores: las mismas máquinas que usamos a diario para trabajar son las que usamos para nuestro entretenimiento y diversión. La computadora no solo parece romper las fronteras entre los diferentes trabajos, sino también entre el trabajo y aquello que no lo es. El cyborg está ensamblado a niveles que nunca conocimos.

5. Trabajo docente y plataformas digitales: el cyborg planetario

Sin dudas, internet es el entorno global en el que actualmente se ejercen las tareas del trabajador simbólico. Aunque nació en el final del siglo XX, la forma que posee en la actualidad, basada en plataformas digitales, es específica del siglo XXI. Recordemos que, por nombrar a algunas, Google se fundó en 1998, Facebook lo hizo en 2004 y YouTube en 2005. Hasta ese momento, internet se parecía a una red de máquinas en las que se intercambiaba información y símbolos, mientras que hoy es, además, un ecosistema de empresas que prestan servicios especializados. José Van Dijck (2016) ha usado una imagen muy ilustrativa para describir esta metamorfosis. Si la información fuese agua, internet dejó de ser un proveedor que la distribuía a través de una red de cañerías, para convertirse en un conglomerado de empresas que la filtran en sus algoritmos y la entregan embotellada a domicilio (Van Dijck, 2016: 21). Si en los noventa, Al Gore había asociado internet a una “autopista de la información”, en el nuevo siglo, Mark Zuckerberg, el creador de Facebook, se planteaba, según sus propias palabras, “hacer una internet más social”, una suerte de salón digital al que las personas trasladen sus actividades profesionales, entre las que está, también, dar clases. Asimismo, internet se ha convertido en “el lugar” donde se realizan muchas de nuestras interacciones sociales, por lo que la diferencia entre estar online y offline es cada vez más porosa. Desde luego, los dueños de las plataformas tienen un acceso privilegiado a lo que allí ocurre, lo que les permite extraer datos informáticos de las interacciones entre humanos y entre humanos y máquinas, en base a los cuales optimizan sus productos y servicios. Por lo tanto, cuantos más usuarios, más potente y valiosa será la plataforma.

Básicamente, “una plataforma es una infraestructura digital que reúne a dos o más grupos para que interactúen” (Srnicek, 2018: 45). Mercado Libre, fundada en 1999, reúne a vendedores y compradores; Linkedin, fundada en 2002, a empleadores y empleados; Airbnb, fundada en 2008, a propietarios e inquilinos; Uber, fundada en 2009, a conductores y pasajeros. Esta reunión no es azarosa ni contingente, sino que está mediada por un análisis estadístico de los datos informáticos sobre preferencias y comportamientos de los usuarios, que permite al sistema realizar conexiones más eficaces y rentables. En un ecosistema de máquinas, el principio de mayéutica tecnológica, que Stiegler planteaba como un rasgo antropológico con respecto a las herramientas, se convierte en un modelo de negocio al ser instrumentado por el capital. Por ejemplo, las máquinas creadas por los programadores extraen de los usuarios patrones de comportamiento en la escritura, que son utilizados para diseñar predictores de textos que, a su vez, modifican la forma de escribir de los usuarios. Para lograr esto, al igual que la maquinaria industrial del siglo XIX, las plataformas requieren de la actividad humana en diversos puntos de su funcionamiento. Sin embargo, no son herramientas físicas las que el sistema de máquina incorpora en su estructura, como los cepillos y las sierras a las que hacía referencia Marx, sino cadenas de símbolos, que antes solo aparecía en el lenguaje de los hablantes, pero ahora pueden encontrarse “en dimensiones ciclópeas”, por ejemplo, en el funcionamiento automático de los predictores de texto. Asimismo, a pesar de su elevado automatismo, el sistema no se parece a un autómata, pues la actividad humana no está directamente orientada a la vigilancia y mejoramiento del sistema, sino que esto se produce automáticamente cuando el usuario realiza sus tareas cotidianas: tutoriales, clases, conversaciones, talleres, conciertos, memes, posteos. Estos contenidos son el producto de actividades creativas y medianamente espontáneas, realizadas con las mismas herramientas digitales que las empresas proveen a los usuarios, quienes las introducen a la “cinta” de las máquinas universales, que devuelven nuevas y mejores herramientas. Este proceso de regulaciones cruzadas se parece a un acoplamiento: escribir será algo que se hace mejor entre humanos y máquinas que entre humanos solos, y máquinas solas.

Durante la pandemia, Zoom, fundada en 2011, y Google Meet, fundada en 2019, se han convertido en las plataformas más difundidas para reunir a docentes y alumnos en clases y exámenes, produciendo un solapamiento entre espacio y ciberespacio, entre aula física y plataformas digitales. Sin embargo, en base a lo que hemos dicho, es evidente que los ritos comunicativos, las interacciones sociales, y el control de esas interacciones, no son iguales en ambos casos. En el aula física, el docente estipula las reglas y ejerce medianamente el control. Por ejemplo, elige en qué orden sentar a sus alumnos según determinadas aptitudes o conductas. Por el contrario, en Google Meet o en Zoom, los algoritmos de la aplicación comparten con el docente la toma de decisiones. Por ejemplo, determinan quienes aparecen en la parte superior e inferior de la pantalla. Incluso, en ocasiones, quienes se ven y quienes no, según los grados de participación. Este sesgo, propio de la mediación técnica, modifica lo que ocurre en clase, que no ocurriría de ese modo en el aula física. A su vez, la percepción de lo que efectivamente sucede ya no es monopolio de los órganos humanos, sino que está distribuida también entre los órganos de las máquinas (cámaras, micrófonos, teclados) en una organización dispuesta por los algoritmos de la plataforma. Por ejemplo, la aplicación no muestra qué hacen aquellos que no están participando, algo a lo que sí presta atención el docente en el aula física. También el registro queda bajo la potestad de la plataforma, pues solo quedará grabado lo que sucedió en la pantalla, mientras que, en una clase física, innumerables hechos laterales, pero que tienen significado, quedan en la memoria de los alumnos y el docente. Es cierto que el docente puede regular algunas de estas características a través de la configuración de la aplicación, pero siempre de manera acotada. Por otro lado, no queremos decir que los algoritmos tienen sesgos y los docentes humanos no. Al contrario, queremos decir que los algoritmos tienen sesgos al igual que los docentes humanos, justamente, porque, como hemos dicho, se les parecen. Pero los sesgos del docente corresponden a la dinámica de la conexión humana; los del algoritmo, en cambio, a la de la conectividad automatizada (Van Dijck, 2016: 30).

En definitiva, “hacer social la red”, permite que podamos dar y tener clases virtuales, pero, a la vez, significa “hacer técnica la socialidad” (Van Dijck, 2016: 30), toda vez que las plataformas tienen la facultad de estructurar muchas de las prácticas de los usuarios. Allí es donde hay que estar atentos: el marketing de las empresas tecnológicas hace hincapié en la conexión humana que favorecen, pero se hacen los desentendidos con respecto a los efectos sociales de la automatización tecnológica que está en el núcleo de sus servicios y el poder que eso les confiere. No se trata de ser nostálgico ni añorar las aulas físicas, sino de reconocer que una parte importante del funcionamiento social, incluido la educación, está montado cada vez más sobre sistemas informáticos automatizados, que inevitablemente diseñan y manipulan las conexiones entre personas, pero también, y esto es muy importante, entre personas e ideas. En ese sentido, es obvio que el principal peligro son las plataformas monopólicas. Durante la pandemia hemos sido testigos de algunas muestras de las consecuencias que esto podría tener. Por ejemplo, en algunas ocasiones quienes nos disponíamos a tomar exámenes de manera virtual, nos encontramos con que “el aula” estaba cerrada, Google Meet estaba caído. La máquina se había roto en otro lugar, en otro país, incluso en otro continente, a pesar de lo cual no podíamos hacer nuestro trabajo docente “aquí y ahora”. El trabajo es local pero la herramienta no. Aquí aparece una tensión entre tecnología y empresa, entre “herramienta universal” y “herramienta monopolizada”. La arquitectura digital actual encierra una paradoja: a pesar de que la cooperación entre máquinas y humanos es cada vez más extendida y descentralizada, el control de las grandes corporaciones tecnológicas, y en ocasiones también del Estado, tiende a concentrarse. En otras palabras, “el movimiento centrífugo de la producción se equilibra frente a la tendencia centrípeta del mando” (Hardt y Negri, 2012: 462).

En este punto aparece un nuevo aspecto a tener en cuenta. Las corporaciones tecnológicas le disputan al Estado el poder de organizar el sistema educativo, una vez que este ha devenido en cyborg planetario. Buena parte del sistema educativo argentino surgió a la luz del estado de bienestar, un concepto político acuñado para designar a un tipo particular de gobierno, que se compromete a hacerse cargo de la mayoría de los servicios y derechos de la población. Pero, en el siglo XXI, junto con (y a veces en lugar de) sus actividades en territorio, los docentes trabajan y conviven en un universo de alta tecnología virtual en el que gobiernan estas transnacionales, que garantizan seguridad y ofrecen gratuitamente (salvo los premium) sus servicios. Esta estructura digital en la que habitan cada vez más usuarios, ¿no replica de algún modo al clásico Estado de bienestar del siglo XX? Así por lo menos lo entiende Evgeny Morozov (2018), quien sugiere que el mundo tiende a organizarse alrededor de “un estado de bienestar paralelo, privatizado y casi invisible en el que muchas de nuestras actividades cotidianas están fuertemente subvencionadas por enormes empresas tecnológicas” (Morozov, 2018: 16). ¿A cambio de qué? De nuestros datos, que cedemos “voluntariamente”, o al menos, en la misma medida en que “voluntariamente” pagamos impuestos.

6. Consideraciones finales: entre el cyborg local y el global

Hemos intentado plantear la tarea docente como una actividad flexible e histórica, que se modifica a lo largo del tiempo debido a innumerables factores sociales, entre los cuales se encuentran la transformación de sus medios de trabajo e instrumentos pedagógicos. El principio de mayéutica tecnológica y el de sintagma sociotécnico son conceptos útiles para concebir el rol activo de estos instrumentos, y con ello correr el centro del ser humano en los procesos sociales, incluidos los pedagógicos, señalando, además, la difusa línea entre el “adentro” y el “afuera” de los sujetos. Por otro lado, hemos intentado argumentar en favor de que, una vez incorporadas las máquinas entre los instrumentos pedagógicos, el autómata es una figura menos explicativa de la realidad técnica actual que el cyborg, y menos deseable. En ese sentido, hemos desarrollado algunas categorías, como las de acoplamiento, para intentar señalar las posibilidades virtuosas que ofrecen las nuevas máquinas informacionales. Este concepto, además, permite comprender a las TICs, no solo como una herramienta docente, sino como una comunidad de individuos técnicos que forman parte de nuestro entorno, que poseen esquemas de funcionamiento similares a los nuestros, y con los que podemos producir interacciones más sofisticadas que el mero uso. Hemos enfatizado que el procesamiento, transmisión y almacenamiento de información ha adquirido una dimensión simbólica, lo que facilita tender algunos puentes con la tarea docente, que también se encuentra atravesada por tareas simbólicas. Por último, hemos advertido sobre el riesgo que implica para la actividad docente la concentración del control, que también permite esta nueva tecnología, y el papel cada vez más activo que las grandes corporaciones tecnológicas adquieren en el ámbito laboral, a través de la incorporación en el funcionamiento del sistema de los datos informáticos acerca de las preferencias, los comportamientos, las prácticas, los saberes y las habilidades de los trabajadores simbólicos.

En este nuevo escenario, nos interesa preguntarnos, ¿qué es ser un buen docente en nuestros días? A modo de aportes para pensar posibles respuestas a esta pregunta, hemos rescatado las figuras activas del “intérprete de las máquinas” y del “director de orquesta”, en contraposición a la figura pasiva del “pastor de máquinas”. Creemos, en primer lugar, que esos roles son pedagógicos, no solo porque reformulan el aprendizaje y la enseñanza en un nuevo escenario, sino porque inculcan en los alumnos modos alternativos de existir entre las máquinas, por fuera del mandato publicitario de las compañías tecnológicas. Además, en segundo lugar, creemos que es una tarea política que está presente permanentemente en el sistema educativo, siempre que el docente no se quede en el plano del mero uso de las tecnologías, sino que avance sobre el diseño y la invención de ensamblajes entre los esquemas de funcionamiento de sus alumnos y las máquinas que se acoplan a ellos. Cada docente o cada comunidad de docentes, crea su cyborg local, lo sepa o no, en la manera que organiza las interacciones entre individuos técnicos y humanos, para que juntos generen aprendizajes que serían difíciles de lograr entre humanos solos o solo entre máquinas. Es cierto, sin embargo, que las plataformas digitales de las grandes corporaciones tecnológicas se configuran como un cyborg planetario que se ensambla, no siempre de manera virtuosa, sobre los cyborgs locales, y en ocasiones los subsume. El “director de orquesta” del cyborg planetario no es el ciudadano técnico, sino el capital. Este cyborg, sin dudas, también se nutre de la participación activa y creativa de los docentes y alumnos, del intercambio colectivo de información, de las estrategias y contenidos pedagógicos. Su lugar privilegiado le permite centralizar el control y, en ocasiones, el mando. Sin embargo, esa centralización es un riesgo antes que un destino, es un momento histórico antes que una tendencia definitiva. Más aún, es una contradicción que una tecnología tan ambivalente, replicable y elástica concentre el poder de manera tan rígida. A diferencia de otras épocas y de otros medios de producción y comunicación, la tecnología digital permite su propia desconcentración. Lo contrario solo se explica por factores políticos e ideológicos en el que los intereses minoritarios pero poderosos se imponen a los de las grandes mayorías. El desafío, entonces, consiste en articular las tecnologías digitales con los intereses populares para lo cual es imprescindible desacoplar los cyborgs locales de la maquinaria monopólica. Es indudable que esta tarea no puede quedar únicamente en manos de los expertos informáticos, sino que debe ser acompañada por diferentes sectores de la vida pública, de la cultura, del empresariado, de la política. También de la docencia. A este sector central de la vida social le corresponde participar activamente de la invención de los ensamblajes futuros entre alumnos, docentes y máquinas. Los y las docentes tienen la posibilidad, cuando no la responsabilidad, de dar forma al cyborg educador.

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