RESUMEN: El presente artículo busca analizar el papel que jugó la tradición pitagórica dentro de la propuesta copernicana. Aunque la intención inicial de Rheticus y Copérnico al invocar la tradición pitagórica fuera legitimar el modelo heliocéntrico como una propuesta digna de consideración, lo que consiguieron fue darle un nuevo significado a lo que se entendía por pitagorismo. Al ligar el pitagorismo con el heliocentrismo moderno, Copérnico construye una nueva tradición que servirá de inspiración y justificación a sus seguidores inmediatos.
Palabras clave: Copernicanismo, heliocentrismo, tradición, Renacimiento, pitagorismo.
ABSTRACT: This article seeks to analyse the role played by the Pythagorean tradition within the Copernican proposal. Although the initial intention of Rheticus and Copernicus, by invoking the Pythagorean tradition, was to legitimise the heliocentric model as a proposal worthy of consideration, what they achieved was to give a new meaning to what was understood by Pythagoreanism. By linking Pythagoreanism with modern heliocentrism, Copernicus builds a new tradition that will serve as inspiration and justification for his immediate followers.
Keywords: Copernicanism, heliocentrism, tradition, Renaissance, pythagoreanism.
ARTÍCULOS
Copérnico y la tradición pitagórica*
Copernicus and the Pythagorean Tradition
Recepción: 28 Febrero 2022
Aprobación: 13 Octubre 2022
Publicación: 16 Diciembre 2022
Cuando en 1540, en su Narratio Prima, Georg Joachim Rheticus, discípulo único de Nicolás Copérnico, anunció al mundo intelectual del Renacimiento la inminente salida del libro de su maestro, no enfatizó la evidente ruptura que significaba un modelo heliocéntrico con respecto al saber astronómico y filosófico aceptado, sino la vinculación de Copérnico con la tradición platónico-pitagórica:
Siguiendo a Platón y los Pitagóricos, los más grandes matemáticos de esa edad divina, mi maestro pensó que, en orden a determinar la causa de los fenómenos, movimientos circulares deben atribuirse a la tierra esférica. El vio (como Aristóteles también apunta) que cuando un movimiento es asignado a la Tierra, puede tener propiamente otros movimientos por analogía con los planetas. Decidió, por lo tanto, empezar con el supuesto de que la Tierra tiene tres movimientos, de lejos el más importante de todos los supuestos. (Copérnico 1997 XXIV)
Rheticus fue plenamente consciente de que uno de los mayores retos que enfrentaba la teoría de Copérnico era no ser descartada de antemano por apartarse de la tradición aristotélica-tomista. La etiqueta de “amigo de las novedades” (Bruno 2015 62)1 era usada entonces como una especie de insulto contra aquellos que se apartaban de la ortodoxia intelectual y de inmediato desacreditaba a quien fuera tachado con ese estigma. Frente a ese peligro, Rheticus presenta la obra de su maestro no solo como una hipótesis matemáticamente válida, sino además perteneciente a una tradición con un aura respetable y antigua como lo era el pitagorismo.
El propio Copérnico remarca esa filiación intelectual al inicio del De revolutionibus (1543). Desde la carta a Pablo III que sirve como prefacio al libro, Copérnico declara que la hipótesis heliocéntrica está registrada en las fuentes antiguas y que sus principales exponentes eran pensadores que sus contemporáneos relacionaban con el pitagorismo: “Y encontré en Cicerón que Niceto fue el primero en opinar que la tierra se movía. Después, también en Plutarco encontré que había algunos otros de esa opinión, cuyas palabras, para que todos las tengan claras, me pareció bien transcribir” (Copérnico 1997 9). Ese reconocimiento sirve a un doble propósito: primero, atajar los posibles ataques por apropiarse de una idea ya existente y, más importante, reivindicar una tradición de la cual formar parte:
En consecuencia, aprovechando esa ocasión empecé yo también a pensar sobre la movilidad de la tierra. Y aunque la opinión parecía absurda, sin embargo, puesto que sabía que a otros se les había concedido tal libertad antes que a mí, de modo que representaban algunos círculos para demostrar los fenómenos de los astros, estimé que fácilmente se me permitiría experimentar, si, supuesto algún movimiento de la tierra, podrían encontrarse en la revolución de las órbitas celestes demostraciones más firmes que lo eran las de aquéllos. (Copérnico 1997 10)
Aunque la idea de qué es “pitagórico” ha sido siempre vaga e imprecisa, existen una serie de características que históricamente se le han asociado, especialmente su vínculo con las matemáticas, por las que siempre fueron reconocidos los pitagóricos y hasta el día de hoy es una de las asociaciones más comunes. Adicionalmente, la música y la armonía universal, entendida como una cosmología que “llegó a su esplendor durante el Renacimiento” (Heninger 1974 16, 55),2 también se reconocían como temas pitagóricos. Otra asociación, un poco menos conocida, es la idea misma de filósofo, de la cual se narra que el inventor de esa palabra fue Pitágoras en persona. Tanto Cicerón como Diógenes Laercio cuentan la misma historia con pocas variantes. En los escritos de Cicerón aparece así:
Tras quedar admirado León [tirano de Fliunte] del Talento y elocuencias de Pitágoras, le preguntó en qué arte confiaba más, a lo que éste respondió que no conocía arte alguno, sino que era filósofo. Asombrado León por la novedad de la denominación, le preguntó quiénes eran los filósofos y en qué se diferenciaban de los demás. Pitágoras le respondió que la vida de los hombres se parece a un festival celebrado con los mejores juegos de toda Grecia, para el cual algunos ejercitan sus cuerpos para aspirar a la gloria [...], y otros eran atraídos por el provecho y lucro [...], mientras que otros, que eran de una cierta estirpe y del mejor talento, no buscaban el aplauso y el lucro, sino que acudían para ver y observar cuidadosamente qué se hacía y de qué modo. (Cic., Tusc. V 3, 8-10, citado en Eggers y Juliá 1978 181)
Vista de manera panorámica, la tradición pitagórica reluce con un prestigio y un alcance enorme. Sin embargo, es al mismo tiempo sumamente huidiza y nebulosa pues se basa principalmente en relatos de terceros. Las fuentes sobre sus doctrinas concretas son fragmentarias y mucho del material son narraciones fantásticas con tintes míticos; aunque la historicidad de la figura de Pitágoras y sus discípulos no se cuestionara en el Renacimiento (Brach 2022 458), poco se podía sacar de esos relatos para fines científicos. Finalmente, centrándonos ya en la astronomía, las ideas sobre armonía universal podían ser sumamente inspiradoras, pero había pocos desarrollos astronómicos concretos en las fuentes disponibles.
Copérnico conocía bien esas escasas fuentes disponibles sobre la astronomía “pitagórica”. Estaba el Arenario de Arquímedes, donde se habla de Aristarco de Samos; el De facie in orbe lunae y Platonicae questiones de Plutarco por medio de la obra de Giorgio Valla De expetendis et fugiendis rebus (1501); de Aetius (pseudo-Plutarco) sus Placita philosophorum, donde habla de Aristarco y Filolao; y la Académica de Cicerón, donde cita a Hicetas. Pero ninguna de esas fuentes era realmente un modelo astronómico, en su mayor parte son fragmentos y citas de terceros con ideas sueltas. El sentido de “pitagorismo”, al menos el que usa Rheticus, parece significar simplemente astronomía contraria al geocentrismo. Más de medio siglo después, Johannes Kepler hará del pitagorismo sinónimo del heliocentrismo, incluso llevando la contraria a pasajes explícitamente geocéntricos (Field 1988 1-3). Ciertamente la cosmología pitagórica adelanta la idea de heliocentrismo, pero no tenemos noticia de que convirtieran esa idea en un modelo astronómico computable.
A pesar de que los pitagóricos tenían gran fama como matemáticos, no hay registro de sus posibles contribuciones concretas a la astronomía prácticamente hasta Filolao. Según las fuentes que conservamos, el sistema de Filolao se basa en la idea de un “fuego central” alrededor del cual gira el cosmos: “[Filolao coloca] lo gobernante en el fuego central, que el dios artífice ha puesto, a la manera de una quilla [de barco], como fundamento de la (esfera) del universo” (Estobeo, 1, 21, 6d, citado en Poratti et al., 123). La idea, aunque llena de simbolismo numerológico, era imposible de aplicar para construir un sistema astronómico coherente. Fue hasta el modelo heliocéntrico de Aristarco, quien ni siquiera se considera pitagórico y cuyo nombre está ausente del manuscrito publicado del Revolutionibus, aunque no del borrador del mismo, que se sientan las primeras bases a la vez que se señalan los grandes problemas de un modelo astronómico alternativo. Nos dice Arquímedes:
Las hipótesis [de Aristarco] son que las estrellas fijas y el Sol permanecen inmóviles, que la Tierra gira alrededor del Sol en la circunferencia de un círculo, el Sol yace en el centro de la órbita, y que la esfera de las estrellas fijas, situada con casi igual centro que el Sol, es tan grande que el círculo, en el cual él supone que la Tierra gira, guarda tal proporción a la distancia de las estrellas fijas cuanto el centro de la esfera guarda a su superficie. (Arquímedes 1987 221 y 222)
Según esta cita, Aristarco no solo planteó que existía un movimiento de traslación y rotación terrestre, sino también abordó la principal objeción que se hizo al heliocentrismo desde la época antigua y que solo fue superada hasta 1838 por el astrónomo Friedrich Bessel: la aparente falta de una paralaje anual de la Tierra. El problema es el siguiente: si la Tierra se mueve alrededor del Sol, entonces debería existir un cambio en la posición aparente de las estrellas más cercanas; igual que si nosotros caminamos junto a un árbol, este va cambiando su lugar aparente respecto al horizonte. Pero el cambio en las estrellas era nulo o al menos demasiado pequeño para ser percibido por nuestros ojos o por los primeros telescopios, incluso al observar las estrellas durante meses. Esto solo podía ser explicado de dos maneras excluyentes: o la Tierra no se movía o las estrellas estaban inconcebiblemente lejos. Como la segunda es la única opción para Copérnico y sus seguidores, tuvieron que lidiar con el “absurdo” tamaño de su universo.3 En cualquier caso, el heliocentrismo no solo era antiintuitivo, sino que también estaba plagado de dificultades para ser tomado como una teoría física.
Andreas Ossiander, el editor a quien fue encargado cuidar el proceso de impresión del libro de Copérnico, decidió añadir un prólogo sin firmar donde se afirma que la obra no tiene pretensiones de ser una filosofía natural sino solo una astronomía en el sentido tradicional del término, es decir, un modelo computable para predecir los fenómenos y “salvar las apariencias”:
Divulgada ya la fama acerca de la novedad de la hipótesis de esta obra, que considera que la Tierra se mueve y el Sol está inmóvil en el centro del universo, no me extraña que algunos eruditos se hayan ofendido vehementemente […]. Pero si quieren ponderar la cuestión con exactitud, encontrarán que el autor de esta obra no ha cometido nada por lo que merezca ser reprendido. Pues es propio del astrónomo calcular la historia de los movimientos celestes con una labor diligente y diestra. Y además concebir y configurar las causas de estos movimientos, o sus hipótesis. (Copérnico 1997 3)
Muchos de los primeros lectores del De revolutionibus aceptaron esas palabras como propias de Copérnico y se creó lo que se llamaría la “interpretación de Wittenberg” en oposición a Rheticus y su lectura realista (Westman 1975 165-174). Al fin y al cabo, ese prólogo decía lo que ya se sabía: la astronomía no era entendida como una descripción física de los cielos sino como un modelo matemático que usa las hipótesis necesarias para lograr las mejores predicciones celestes. La confusión que causó el prólogo se agravó por el hecho de que Copérnico murió muy poco tiempo después de que la impresión estuviera lista, motivo por el cual no existe aclaración por su parte. Fue Rheticus quien se encargó de protestar por dicha modificación, aunque el asunto no quedó en claro y las primeras ediciones del libro de Copérnico salieron con el prefacio sin firmar y sin ninguna nota aclaratoria. Aun así, algunos de sus lectores dudaron de la autoría del prefacio, por ejemplo, Giordano Bruno (2015 125), quien habla de “cierta epístola preliminar añadida por no sé qué asno ignorante”. Finalmente fue Johannes Kepler quien aclara la cuestión más de medio siglo después y en 1600 hace pública la verdadera autoría del prefacio.1
Pero más allá de las palabras de Ossiander, el propio De revolutionibus parece indicar, o al menos así lo han interpretado varios autores,2 que Copérnico no estaba muy seguro de su trabajo. Después del prólogo anónimo, la obra abre con una carta de Nicolás Schönberg a Copérnico donde lo exhorta a publicar su teoría heliocéntrica y luego la famosa carta a Pablo III, donde Copérnico se pregunta si debe “seguir el ejemplo de los Pitagóricos y de algunos otros, que no por escrito, sino oralmente, solían trasmitir los misterios de su filosofía únicamente a amigos y próximos” (Copérnico 1997 7). La imagen de conjunto que esos primeros compases da es la de una persona llena de dudas y temores sobre la recepción de sus ideas, que es empujada finalmente a publicar por otros y que necesita reafirmar constantemente su propia validez. Para evitar polémicas, Rheticus afirma en su Encomium que el obispo Tiedemann Giese, amigo de Copérnico, le había propuesto que publicara únicamente unas tablas astronómicas basadas en su nueva idea:
Así no provocaría la discusión entre los filósofos; los matemáticos [vulgares] tendrían un instrumento para calcular correctamente los movimientos de los astros, y los verdaderos sabios [veros autem artifices], aquéllos a los que Júpiter ha lanzado una mirada favorable, deducirán fácilmente, a partir de los valores numéricos, las fuentes y los principios que habían servido de base para el cálculo (…) Así se observaría el principio pitagórico según el cual, la filosofía debe practicarse de tal modo que sus secretos más íntimos queden reservados a los doctos y matemáticos iniciados. (Vernet 1974 37-38)
Evidentemente, Copérnico no aceptó esa propuesta, lo cual ya nos debería indicar que no era tan débil de carácter como podría pensarse. Rheticus finaliza el pasaje explicando que la idea que sustenta a las tablas alfonsinas, modelo que proponía Giese a Copérnico, es el principio de autoridad o “el maestro ha dicho” (magister dixit). Copérnico rechaza que la astronomía deba sustentarse por un principio de autoridad. Para él, las afirmaciones astronómicas deben estar respaldadas por la evidencia y la matemática. Copérnico considerará a la astronomía la primera de las artes matemáticas y afirma que esta no puede obtener resultados verdaderos de hipótesis falsas. Para ejemplificar su afirmación, en el De revolutionibus señala las inconsistencias de los sistemas de Ptolomeo y Eudoxo, “pues si las hipótesis supuestas por ellos no fueran falsas, todo lo que de ellas se deduce se podría verificar sin lugar a duda” (Copérnico 1997 9).
No hay que dejarse engañar por el tono excesivamente dubitativo y condescendiente del prefacio. Detrás de las hipérboles y demás fórmulas cortesanas de alabanza extrema a quienes actuaron como mecenas, Copérnico es enfático en la seriedad de su tratado y en su principal objetivo: la reforma de la astronomía. La premisa de la que parte su obra es radicalmente distinta a la de sus contemporáneos ya que el libro de Copérnico pretende el realismo físico. El De revolutionibus es un tratado matemático hecho para matemáticos, una extensa y bien desarrollada astronomía que intenta hacer cuadrar las observaciones con la hipótesis heliocéntrica. A los que opinan sobre astronomía sin saber matemáticas, Copérnico los llama charlatanes [ματαιολόγοι], pues “aun siendo ignorantes en todas las matemáticas, presumiendo de un juicio sobre ellas por algún pasaje de las Escrituras, malignamente distorsionan su sentido”. Copérnico cita como ejemplo de lo anterior a Lactancio, quien se burló de la forma esférica de la Tierra. “Las matemáticas se escriben para los matemáticos”, concluye Copérnico, “y así, no debe parecernos sorprendente a los estudiosos, si ahora otros se ríen de nosotros” (Copérnico 1997 11).
Lo anterior no significa que el propio Copérnico no parta de prejuicios, en el sentido gadameriano del término, lo cual sería imposible. Basarse en la evidencia y los cálculos no es contrario a comenzar con alguna idea de lo que se hace o se busca. De hecho, la motivación inicial de su obra copernicana era corregir el modelo de Ptolomeo para que se ajustara mejor con los principios de Platón y Aristóteles sobre los cielos. Cuando Ptolomeo llevó a los cálculos las ideas sobre unos cielos perfectos, cristalinos, circulares y regulares, encontró que el centro del mundo no podía ser la Tierra sino un punto en el vacío cercano a ella. Esto llevó a trasladar las órbitas circulares ligeramente, es decir, hacerlas excéntricas al supuesto centro físico del sistema que debía ser la Tierra. Sin embargo, ni siquiera las órbitas excéntricas resolvían todos los problemas, ya que las velocidades de los planetas no eran uniformes ni desde el centro geométrico ni desde la perspectiva de la Tierra. Las velocidades eran regulares solo vistas desde otro punto situado en el mismo plano que estaba la Tierra, a igual distancia que esta del centro del geométrico, salvo en sentido contrario. Ese punto era el llamado ecuante:
Pues, aunque C. Ptolomeo el Alejandrino, que destaca ampliamente sobre los demás por su admirable ingenio y escrupulosidad, llevó toda esta ciencia a su más alto grado mediante observaciones, de manera que durante más de cuatrocientos años parecía no faltar nada que él no hubiera abordado. Sin embargo, vemos que muchas cosas no coinciden con los movimientos que debían seguirse de su enseñanza, ni con algunos otros movimientos, descubiertos después. (Copérnico 1997 14)
Así, para Copérnico (1997 9), debido a las discordancias entre modelo y principios “no pudieron [los astrónomos anteriores] encontrar lo más importante, esto es la forma del mundo y la simetría exacta de sus partes”.
El heliocentrismo es adoptado por Copérnico como un intento consciente de solucionar el problema de la velocidad uniforme sin recurrir al ecuante. Copérnico (1997 9) afirma que los astrónomos de tradición tolemaica “admitieron entre tanto, muchas cosas que parecen contravenir los primeros principios acerca de la regularidad del movimiento”. La semilla de esa revolución se plantó, según cuenta Rheticus, cuando Copérnico como estudiante conoció en Ferrara a Celio Calcagnini, profesor de astronomía que afirmaba que la Tierra describía un movimiento de rotación. Esta hipótesis tenía ventajas evidentes pues, si se admitía el movimiento diario de rotación, una de las más visibles irregularidades del modelo geocéntrico, el rapidísimo movimiento que debe tener la bóveda celeste para dar un giro completo diario quedaba sustituido por una solución más elegante: que en realidad las estrellas no se mueven, sino es la Tierra la que lo hace.
De manera análoga, Copérnico esperaba resolver, agregando a su modelo el movimiento anual de traslación, múltiples discordancias:
Parece bastante más absurdo adjudicar un movimiento al continente o localizable y no más bien al contenido y localizado, que es la tierra […] siendo manifiesto que las estrellas errantes se aproximan o se alejan de la tierra, entonces será el movimiento de un solo cuerpo que se desarrolla alrededor del punto medio, desde el punto medio y también hacia éste […] a partir de todas estas cosas se advierte que es más probable la movilidad de la tierra que la quietud. (Copérnico 1997 21)
Y, de hecho, el modelo heliocéntrico logró avances importantes, como organizar los periodos de los planetas, los cuales quedaron en un orden creciente desde los más cercanos al Sol hasta los más lejanos. Sin embargo, el problema que más le importaba a Copérnico, el de la velocidad angular uniforme, no se resolvió hasta que Kepler sentó las bases de nuevos principios astronómicos que sustituyeron a los ideales de circularidad y uniformidad, y esa no era la solución que Copérnico esperaba.
Hymnum sacrum Deo Conditori novo carminis genere, sed ad vetustissimam et veluti primaevam Samia philosophiae lyram attemperaro pepigi1 - Kepler, Epitome Astronomicae Copernicana
La obra de Copérnico es considerada universalmente una de las más relevantes en la historia de la ciencia. Reconocer las continuidades que mantiene con la astronomía geocéntrica, que su intención inicial era la defensa del movimiento circular uniforme o que no lograra resolver todos los problemas que aborda no debería restarle méritos. Copérnico parece muy consciente de las carencias de su escrito, de lo incompleto de sus cálculos y de las críticas que podía llegar a recibir, pero también del valor potencial que tiene su libro, al menos para los ojos de un experto en la materia. Sin embargo, es evidente que el modelo heliocéntrico expuesto en el De revolutionibus estaba incompleto y que las dificultades con las que Copérnico se topó por el camino fueron mayores de lo que esperaba. Si comparamos el De revolutionibus con el primer borrador que escribió treinta años antes, el llamado Commentariolus, manuscrito de su época de estudiante donde afirmaba con plena seguridad que se podía simplificar sensiblemente el complicado aparato anterior, es claro que muchas de las promesas quedaron sin cumplir.
El Commentariolus pide que se le concedan siete axiomas, aunque los principales son los tres primeros pues los otros son consecuencias de estos: 1) “No existe un único centro para todas las esferas o círculos celestes”; 2) “El centro de la Tierra no es el centro del universo, sino su centro de gravedad y el centro de la órbita de la Luna”; 3) “Todos los planetas giran alrededor del Sol, el cual está en su centro y en consecuencia, el Sol se encuentra en el centro del universo” (Vernet 1974 84-85). A cambio de esas concesiones, el joven Copérnico prometía mayor sencillez y exactitud en las predicciones astronómicas, pero esa promesa no se cumplió más que marginalmente.2 Cuando estas ideas fueron llevadas a los cálculos en el De revolutionibus, el sistema de Copérnico resultó más complicado de lo que proclamó en su manuscrito inicial. Finalmente, el Sol no ocupó el centro exacto, sino que, nuevamente, ese lugar es un punto vacío, calculando una excentricidad de “323 unidades” de un radio de 10 000, aunque Copérnico hace la aclaración de que dicha cantidad es “apenas 1/31 parte del radio, [mientras] que era considerada por Ptolomeo 1/24” (Copérnico 1997 203).
Si el valor del De revolutionibus estuviera únicamente en la innovación y perfeccionamiento de un nuevo sistema astronómico, probablemente no pasaría de ser una obra menor. Pero la importancia de una obra científica no está solo en la cantidad de problemas que resuelve directamente. Hasta Thomas Kuhn (1971 239), quien no pierde oportunidad de hablar de crisis y rupturas, reconoce siempre que “la teoría de Copérnico no era más exacta que la de Tolomeo”. Quizás el mayor logro de la obra de Copérnico, sin menospreciar sus contribuciones directas, fue ofrecer un nuevo punto de partida para continuar con la exploración astronómica. Quienes se apoyaron en el trabajo de Copérnico contemplaron cuestiones que antes no se planteaban o se abrieron a nuevas perspectivas para viejos problemas. Los pocos, pero muy importantes, copernicanos de la siguiente generación desarrollaron temas que el propio Copérnico apenas si había mencionado, se hicieron sus propias preguntas e intentaron resolver cuestiones que se seguían del modelo, aunque no estuvieran ni contempladas en el De revolutionibus.3 Así, Giordano Bruno (1548-1600) se avocó a ofrecer las bases filosóficas de una nueva cosmología, desechando definitivamente la idea de centralidad absoluta, fuera del Sol o de la Tierra, y ofreciendo la visión de un universo infinito que carece de centro. Por su parte, Johannes Kepler (1571-1630), buscando resolver las cuestiones más técnicas del modelo heliocéntrico, terminó por demostrar que los movimientos celestes no siguen un patrón basado en círculos perfectos y que las velocidades angulares no son constantes sino que dependen de su cercanía al Sol. Por no hablar de la labor de Galileo (1574-1642), quien trajo a la física terrestre las consecuencias del heliocentrismo con nuevos principios como la inercia.
Todos esos avances no hubieran sido posibles si el modelo copernicano no hubiera logrado abrirse paso como una teoría científica con validez y aunque fue su bien trabajado aparato matemático lo que le dio el primer impulso, tampoco dependió exclusivamente de la calidad intrínseca de la obra. La ciencia no se hace en un vacío sino en un medio social concreto. El apegarse a una tradición venerable como el pitagorismo tenía entre varios fines lograr que se considerara al heliocentrismo una teoría digna de debate y estudio. Uno de los mayores éxitos de Copérnico y Rheticus, en tal sentido, fue lograr vincular al modelo copernicano con el pitagorismo. Así lo atestigua tanto el título que le dio a su traducción al inglés Thomas Digges: A perfit description of the caelestiall orbes according to the most ancient doctrine of the Pythagoreans, lately revived by Copernicus (1576). También el carmelita Antonio Foscarini, con su opúsculo Lettera sopra l’opinione de’ Pittagorici, e del Copernico della mobilità della Terra, e stabilità del Sole, e del nuove pittagorica systema del mondo (1615), resalta la pertenencia a esa tradición. La importancia que la sociedad renacentista daba a la tradición cuesta imaginarla para quienes crecimos en las sociedades modernas occidentales, donde el valor de la innovación y la originalidad parece tan enorme.
Pero también en nuestras sociedades existen mecanismos de validación del conocimiento que son extradiegéticos al proceso puro de investigación. Cuestiones como la filiación institucional, la fama de ciertos temas o lo que Diana Crane llama “el colegio invisible”, las redes informales de comunicación.4 Esta reflexión sobre el papel de lo extradiegético la ampliará Robert Merton para mostrar que existen prácticas y rituales más allá del proceso formal que moldean la práctica científica, concluyendo que la ciencia no es un ámbito aislado de las ideologías y sesgos culturales de cada época:
Una de las principales ideas sociológicas que rigen esta investigación empírica es que los intereses, motivaciones y comportamientos socialmente establecidos en una esfera institucional —por ejemplo, la de la religión o la economía— son interdependientes con los intereses, motivaciones y comportamientos socialmente establecidos en otras esferas institucionales —por ejemplo, la de la ciencia—. (Merton 1973 175)
Así, incluso dentro nuestro ambiente cultural, la tradición sigue ocupando un papel importante, aunque no necesariamente la llamemos con ese nombre. Vincularse con ciertas escuelas de pensamiento o con teorías concretas ayuda a validar o, por el contrario, dificulta que sea tomada en consideración cierta producción científica, dándose el caso de que ciertos autores sean citados prácticamente como requisito aunque no contribuyan en nada al caso concreto estudiado. En tal sentido, conviene recordar que la tradición no es una práctica ritual del pasado sino la invención de un pasado ritual. Como escribe Hobsbawm (1983 8), “El objetivo y las características de las ‘tradiciones’, incluyendo las inventadas, es la invariabilidad”. La tradición surge para vincularse con un pasado venerable que justifique nuestras prácticas y acciones, y como ningún pasado responde plenamente a las necesidades del presente, el recuerdo se adapta, recrea y reinterpreta.
Lo que hace Copérnico al vincularse con el pitagorismo es reinventar al propio pitagorismo, en tal sentido es irrelevante preguntarse si Copérnico se sentía él mismo un pitagórico (Rosen 1962 504-508), pues al darle un nuevo sentido a esos relatos y leyendas para justificar sus objetivos, terminó por ofrecer algo nuevo. Como dice Allen (2014 435), cada autor del Renacimiento “recreaba a Pitágoras a su propia imagen” y esto es particularmente cierto con Copérnico. De ese modo, la nebulosa tradición pitagórica renacentista se convierte en el pitagorismo-copernicano de la revolución científica, y así será explotado por otros autores que, a su vez, reivindicarán y modificarán esa tradición. No a todos los lectores de Copérnico les importaban las mismas cosas, ya hemos dicho que a muchos e importantes astrónomos, como Erasmo Reinhold, les interesó solo la parte matemática. Sin embargo, tampoco los que podríamos considerar partidarios del heliocentrismo leyeron todos de la misma forma el De revolutionibus. Así, por citar algunos ejemplos, el poeta Pontus de Tyard se centrará no en la parte matemática sino en la mística y numerológica, Bruno en la cosmológica y Kepler en la armónica. Cada copernicano enfatizará en los aspectos que necesita y dejará de lado aquellos que le estorban.
Es bien conocida la vinculación explícita de Copérnico y sus seguidores inmediatos al pitagorismo, pero no ha sido analizada a profundidad la instrumentación de la tradición pitagórica por parte de Copérnico para otorgar legitimidad a sus ideas, ni el grado en que el astrónomo reinventa la tradición pitagórica y le da un nuevo sentido al ligarla al heliocentrismo moderno. Pero queda claro que la adhesión al pitagorismo fue más que seguir una tradición ya establecida, ya que esta era un conjunto vago de ideas y relatos. Podemos concluir que la vinculación al pitagorismo fue primero una necesidad pues la mentalidad de la época exigía que toda investigación partiera de una tradición, mientras que la innovación per se estaba mal vista; en segundo lugar, fue un modo de construir una ideología científica nueva que resaltara el valor de la matemática y sus modelos para el mundo físico; finalmente, pese a que actualmente la innovación y originalidad sean valores importantes dentro de la investigación, la tradición académica, con diferentes nombres, se mantiene como uno de los requisitos de la investigación científica, pero eso no impide que cada nueva generación y cada investigador la adapte, reinvente y amolde a sus necesidades, como hicieron los copernicanos protagonistas de la revolución científica con el copernicanismo-pitagorismo.