ARTÍCULOS
Recepción: 10 Marzo 2022
Aprobación: 18 Agosto 2022
Publicación: 16 Diciembre 2022
DOI: https://doi.org/10.18270/rcfc.v22i45.4199
RESUMEN: En las siguientes páginas propongo partir de un amplio marco temporal, llamado aquí la época de la fábula del mundo, para reflexionar en torno al episodio intelectual específico que va de la publicación de la poesía cosmológica de Guillaume Salluste du Bartas a la de Le Monde ou le traité de la lumière de René Descartes. En primer lugar, enfatizaré los puntos de vista que, desde la perspectiva de la poesía cosmológica, conciben a la filosofía natural como una especulación que finge un relato o fábula del mundo. En segundo lugar, señalaré las posturas críticas de Michel de Montaigne y de Francis Bacon a la imaginación filosófica por el afán que tiene de construir estos relatos ficticios del cosmos. En tercer lugar, caracterizaré los principios de la fábula cartesiana del mundo, identificando sus dimensiones epistémicas, físicas y metafísicas. Finalmente, consideraré las tensiones de los principios de Descartes que conllevan a la valoración de su filosofía natural como una teoría eminentemente especulativa.
Palabras clave: Poesía cosmológica, Guillaume de Salluste du Bartas, imaginación, fábula del mundo, hipótesis, cartesianismo, probabilismo.
ABSTRACT: In the following pages, I propose to start from a broad time frame, here named The Age of the Fable of the World, to reflect on the specific intellectual episode that goes from the publication of Guillaume Salluste du Bartas's cosmological poetry, to René Descartes's Le Monde ou le traité de la lumière. First, I will try to emphasize the views that, from the perspective of cosmological poetry, make an assessment of natural philosophy as a speculation that feigns a tale or fable of the world. Second, I will point out Michel de Montaigne's and Francis Bacon's critical arguments against philosophical imagination, in its eagerness to construct these fictional accounts of the cosmos. Third, I will characterize the principles of the Cartesian fable of the world by identifying its epistemic, physical, and metaphysical dimensions. Finally, I will consider the tensions in Descartes’ principles that lead to the assessment of his natural philosophy as an eminently speculative theory.
Keywords: Cosmological poetry, Guillaume de Salluste du Bartas, imagination, fable of the world, hypothesis, cartesianism, probabilism.
1. Introducción: la época de la fábula del mundo
En aquel entonces, en la maravillosa aurora de las fuerzas espirituales, la sensibilidad y el espíritu no poseían aún campos de acción estrictamente diferenciados […]. La poesía no coqueteaba aún con el ingenio, y la especulación filosófica todavía no se había envilecido con sofismas. En caso de necesidad, poesía y filosofía podían intercambiar sus funciones, porque ambas, cada una a su manera, hacían honor a la verdad. Schiller 1990 [1794] 143, 145.
Si proyectamos en el escenario de la historia de la filosofía y las ideas un marco que comprenda desde la dialéctica del máximo absoluto y del máximo contracto contenida en la Docta ignorancia (1440) de Nicolás de Cusa (1401-1464), hasta la redacción hacia 1714 de la Monadologie de Gottfried W. Leibniz (1646-1716), se nos mostrará un periodo de doscientos setenta y cuatro años que abarca, entre otros acontecimientos, los esfuerzos de Marsilio Ficino (1433-1499) por adaptar las cosmogonías neoplatónicas dentro de su propio modelo del cosmos en su Theologia platonica (publicada en 1482); las formulaciones de los sistemas de Nicolás Copérnico (1473-1543) y de Tycho Brahe (1546-1601); las propuestas de los infinitos mundos de Giordano Bruno (1548-1600); las tesis de Johannes Kepler (1571-1630); las reflexiones sobre el sistema del mundo de Francis Bacon en su Descripto globi intellectualis y su Thema Coeli de 1612;1 los Diálogos sobre los dos máximos sistemas del mundo ptolemaico y copernicano de 1632 de Galileo Galilei (1564-1642); y los Philosophiae naturalis Principia mathematica (1687) de Isaac Newton (1642-1727). En este marco histórico, pleno de frenética actividad intelectual, hallamos una efervescente y esforzada imaginación filosófica y poética2 empleada en la configuración de modelos del cosmos que se formularon y compitieron entre sí, pertrechados con diferentes asunciones epistémicas, físicas, metafísicas y teológicas. Teniendo en cuenta la profusión de modelos descriptivos tanto de la génesis como de la estructura del cosmos que coexistieron durante más de dos siglos y medio, bien podríamos caracterizar a este periodo como la época de la fábula del mundo. Considerando el contexto de acontecimientos que hemos delineado, en las páginas siguientes me dedicaré a reflexionar sobre apenas algunos años de esta época, a saber, desde la aparición de la poesía cosmológica del hugonote Guillaume de Salluste du Bartas (1544-1590) y algunas de sus adaptaciones posteriores, hasta la formulación del Mundo o tratado de la luz (redactado en 1630 y publicado hasta 1664) de René Descartes (1596-1650). Con esta reflexión pretendo, en primer lugar, mostrar algunos elementos que, desde la poesía cosmológica, adoptan una valoración de la filosofía natural como especulación que finge un relato o fábula del mundo. En segundo lugar, busco señalar las posturas críticas de Montaigne y de Bacon a la imaginación tanto filosófica como poética por su afán de construir estos relatos del cosmos. En tercer lugar, identificaré los principios de la fábula cartesiana del mundo, enfatizando sus dimensiones epistémicas, físicas y metafísicas, con dos objetivos: 1) contrastar su uso de la imaginación filosófica con la poesía cosmológica, y 2) establecer que la empresa intelectual del Mundo o tratado de la luz implica la restauración de dicha imaginación filosófica, en el sentido de la elaboración de un correlato del cosmos que posee el carácter de una hipótesis a lo sumo probable. En cuarto lugar, expondré las tensiones de los principios del filósofo francés que conllevan a la valoración del cartesianismo como filosofía especulativa.
2. La poesía cosmológica, el Libro de la naturaleza y la imaginación filosófica
Guillaume du Bartas pudo atestiguar el éxito de su poema La sepmaine ou creation du monde (1578), que prontamente se inscribió entre las obras más celebradas y traducidas de la época,1 pues no solo constituía una suerte de reacción cristiana a las cosmogonías de la antigüedad (que el humanismo renacentista había rescatado), sino que también ofrecía un relato versificado que concentraba y resumía gran parte del conocimiento en torno a la formación y estructura del mundo geocéntrico.2 Además, sus recursos estilísticos, empleados a imitación de los poemas cosmogónicos clásicos puestos al servicio del Génesis bíblico, ofrecieron un tema y un modelo que fue emulado y adoptado tanto por poetas protestantes como por contrarreformistas: por ejemplo, encontramos su influencia en una traducción (con variaciones) de Josuah Sylvester (1563-1618) titulada The divine weeks de 1608;3 en el poema de Torquato Tasso (1544-1595) Le sette giornate del mondo creato (publicado en 1607),4 y en la versión de Alonso de Acevedo (c. 1550-c.1620) en su célebre Creación del mundo (1615).5
No podemos dejar de reconocer que las ideas que ofrecen estos poemas cosmológicos comparten en sus temáticas elementos propios de una filosofía natural:6 la versión de la creación ex nihilo, que en La sepmaine no deja de ser poetizada en forma de una unidad primordial anterior al tiempo; la idea de la inspiración y de la revelación al poeta ya no a cargo de las musas o de la diosa, sino a través de la invocación del Espíritu Santo; la indagación en torno a la manera en que el ser humano conoce el mundo (a través de signos, letras o de huellas impresas en la naturaleza por el creador);7 y, en no pocas ocasiones, un enfrentamiento directo contra las pretensiones de verdad de la argumentación silogística y de la filosofía natural escolástica. En lo que toca al estatuto de sus versiones del mundo, Du Bartas, Sylvester y Acevedo concurren en que, al contemplar el espectáculo de los astros, el ingenio humano no tuvo más que concebir e imaginar una fábula que explicara la gran máquina que se desplegaba ante sus ojos, pues, dice Du Bartas, “este universo es una docta escuela donde dios nos enseña su propia lección sin usar palabras” (1578 4),8 y más adelante añade: “El mundo es un gran libro donde el soberano dueño / y admirable artífice se lee en letras mayúsculas. / Cada obra es una página y cada efecto / es una hermosa letra, de trazos perfectos” (1578 5).9 El mundo, entonces, es comparado con un teatro,10 con un templo y con la misma escritura de dios;11 leemos esto también en Alonso de Acevedo:
22. Esta obra, cuya gran circunferencia, / arte, rica labor, materia y forma, / nos muestran, que hagamos reverencia / al que de nada su edificio forma: / Deste universal templo la excelencia, que del eterno Padre nos informa, / es un gran Libro, que el poder profundo / de Dios, callando enseña al mismo Mundo. 23. Sagrado texto, do naturaleza / nos muestra, que una celestial idea,12 / de esta máquina excelsa la grandeza, / gobierna con sus leyes y rodea. / No está escrito del roble en la corteza, / Ni con los puntos de la lengua Hebrea, / Ni con griegos acentos ni figuras / de símbolos, y imágenes escuras. (1615 8)
La analogía del cosmos con un templo conmina a reverenciar a su artífice por la grandiosidad de sus obras, mientras que la consideración del mundo como un libro, un “sagrado texto”, muestra los signos (los fenómenos naturales, en lugar de los trazos del hebreo o del griego) a través de los cuales Dios enseña sus propios designios con las leyes que rigen el cosmos. Pero el mismo Du Bartas advierte que la compresión del Libro no es para quienes leen de manera descuidada y se distraen en los márgenes ornamentados:
Sino aquél que de la fe recibe sus lentes, / pasa de un lado a otro del círculo de los planetas: / entiende el gran motor de todos estos movimientos / y lee habitualmente en esos viejos documentos. / Así, entonces, iluminado por la fe, deseo / leer los textos más sagrados de esas señales. / Y desde la infancia y las distintas edades, / contemplar el universo, para contemplar mejor a Dios. (1578 6)13
No es, por tanto, la mera observación de los efectos lo que nos da acceso a la correcta interpretación de los signos de la naturaleza, sino la fe o una suerte de iluminación otorgada por Dios. Dejados a la mera contemplación y a la propia imaginación, sin asistencia de la divinidad, nuestras ideas sobre el universo no son más que especulaciones o fábulas, de ahí que Sylvester (1908 8), en su adaptación de La sepmaine, fustigue a los griegos por sus cosmologías ficticias:
Dejad que los atrevidos sabios griegos finjan que el firmamento / está compuesto de un quinto elemento, / Dejadles que nieguen, en su profundidad profana, / el principio y el final de la esfericidad del cielo, / y dejad que arguyan que las leyes de la muerte solamente / alcanzan a los cuerpos que están debajo del trono de Cynthia. / Los arenosos terrenos de sus proféticas reyertas / son demasiado débiles para evitar que el mundo caiga.14
En efecto, con los sentidos y el intelecto, pero sin la gracia divina, los sabios antiguos tratan de abrirse paso en un mundo que no pueden ver por completo y, así, inventan relatos del mundo. Alonso de Acevedo (1615 2-3) versifica estas propuestas de la siguiente manera:
5. Viendo el hombre el perpetuo movimiento / del cielo, que jamas tuvo reposo: / Y en contorno girar el firmamento / contra su tarda vuelta presuroso. / Y viendo que era el sólido elemento / centro y punto del círculo hermoso; / admirado de ver efectos tales / quiso saber sus causas naturales. / 6. Y el poético espíritu, que el puerto / de los secretos de la naturaleza / aferró, desplegando al mar incierto / las velas de su ingenio, y agudeza: / como en fábulas era tan experto / fingió, que de antes era un grandeza / sin proporción el Mundo, un Caos ajeno / de luz, y de confusas cosas lleno.
Ante la incapacidad de conocer las verdaderas causas naturales, no queda sino el recurso de la especulación sobre la gran estructura del mundo, por eso el ser humano inventó fábulas con su “poético espíritu” y sus facultades intelectuales (el ingenio y la agudeza) que sitúan el origen del cosmos en un caos primigenio. Esta es la labor de la filosofía y de la argumentación, que tanto Du Bartas como De Acevedo contraponen al auténtico relato, derivado de la inspiración divina. El francés declara la imposibilidad de enfrentar con las solas fuerzas de las facultades humanas un enigma tan profundo e inaccesible: “Ante los rayos de este sol, mi vista se deslumbra: / y en tan profundo discurso mi sentido se desvanece, / se cierra el hilo de todo mi entendimiento, / y las palabras se secan en mi boca a cada paso” (1578 3).15 De Acevedo, por su parte, es más explícito a la hora de mostrar los límites de la filosofía natural, asociándola a la fábula del mundo y oponiéndola a la inspiración divina:
12. Tal fábula fingió el sutil poeta, / que como luz divina no tenía / no pudo alcanzar obra tan secreta, / con solas fuerzas de Filosofía. / Mas yo, llevando en todo al gran profeta / legislador de Dios, por norte y guía, / cantaré, aunque con lengua tosca y ruda / sin fingimientos, la verdad desnuda. (1615 6).
De la consideración sobre la debilidad de las fuerzas humanas de conocimiento ante la fábrica del mundo que oculta sus secretos, podemos entonces entrever la acusación a la filosofía natural de fantasiosa y fabuladora en tanto que sus esfuerzos de explicación solo construyen modelos del universo que intentan dar cuenta de la naturaleza pero sin la ayuda de la gracia divina. Du Bartas y De Acevedo no dejaron de reconocer que, finalmente, los discursos que obtenemos a través del ejercicio de la argumentación serán vacíos si no tenemos la adecuada inspiración o iluminación de la fe. El motivo de la antropología pesimista se extendería como una actitud que, desde la misma filosofía, marcaría los lindes de las pretensiones del conocimiento, como veremos a continuación.
3. Michel de Montaigne y Francis Bacon: la crítica de la imaginación filosófica
3.1 Montaigne: la filosofía como “poesía sofisticada”
Contemporáneo de Guillaume du Bartas, Michel de Montaigne (1533-1592), en su célebre “Apología de Raimundo Sabunde” (1998 [1580]), actualiza las antiguas tradiciones escépticas pirrónica y académica, y apoya sus conclusiones en los temas que ya hemos apuntado relativos a los poemas cosmológicos. En De Montaigne, sin embargo, el argumento se radicaliza: el ser humano, poseído por un orgulloso afán de conocimiento, se sitúa a sí mismo, con ayuda de su propia imaginación desbocada,1 por encima de todos los seres de la naturaleza y se atavía, erróneamente, con una “preexcelencia verdadera y esencial”:
La que se arroga por su pensamiento y su imaginación, carece de cuerpo y de forma; y si se da el caso de que sólo él, entre todos los animales, tiene esa libertad de imaginación, y ese desenfreno en las ideas que le muestra lo que existe y lo que no existe, y lo que quiere, lo falso y lo verdadero, esto es una ventaja que le cuesta muy cara y de la que muy poco ha de vanagloriarse, pues ella es la fuente principal de los males que le acucian: pecado, mal, indecisión, confusión, desesperación. (De Montaigne 1998 159; 1995 165)
El “poético espíritu” de contemplación de la naturaleza que posee el ser humano, como lo había llamado De Acevedo, en De Montaigne no es sino un exceso de imaginación, lo cual es fuente de vanas teorías que, lejos de conocer las verdaderas causas del mundo, poseen el pernicioso efecto de insuflar su orgullo. El resultado del proyecto de conocer las verdaderas causas del mundo a través de la filosofía natural es, como también hemos visto en De Acevedo, la fabulación y la ficción:
¿No es ridícula empresa forjar otro cuerpo y prestar una forma falsa, de nuestra propia invención, a las cosas que, según confesamos nosotros mismos, nuestro conocimiento no puede alcanzar: como pasa con el movimiento de los planetas al que por no poder llegar a él nuestra mente[,] ni imaginar su conducta natural, prestémosle, de nuestra propia cosecha, resortes materiales pesados y corporales? (Montaigne 1998 256; 1995 264)
En tanto que el mecanismo interno de la naturaleza nos es inaccesible, pues está oculto a nuestras limitadas percepciones sensoriales, nos da por especular con ayuda de la filosofía natural y, fingiendo un mundo que nos resulta grato (por ser hecho a nuestra medida), lo dotamos de mecanismos (cuya existencia en ningún caso podemos constatar). Esto, para De Montaigne, es el equivalente a prescribir a una naturaleza ficticia las leyes que esta debe seguir y, con ello, ufanarse de este autoengaño. Así, complacidos con nuestra propia ficción, discurrimos en torno a los artesanos (cocheros, carpinteros y pintores) que “[…] levantaron allá en lo alto artilugios con movimientos diversos y colocaron los engranajes y encadenamientos de los cuerpos celestes de color abigarrado alrededor del huso de la necesidad” (1998 257). La imaginación de los filósofos, insuflada por su propia vanidad, fabula entonces mecanismos del cosmos que, en la más ridícula de las soberbias, ellos terminan llamando conocimiento. Sin embargo, dice De Montaigne,
Todo eso son sueños y fanáticas locuras. ¡Por qué no querrá la naturaleza un día abrirnos su seno y mostrarnos la realidad de sus medios y la conducta de sus movimientos, y preparar nuestros ojos para ellos! ¡Dios! Cuánto engaño y cuánto error hallaríamos en nuestra pobre ciencia: o mucho me equivoco o no hay en ella una sola cosa correcta y en su sitio; y me iré de aquí más ignorante de todo lo que no sea mi propia ignorancia. (1998 257; 1995 265)
El vano intento de la filosofía natural por conocer las razones por las que se mueve el mundo queda reducido, en De Montaigne, a otra manifestación humana de la arrogancia y la insania. Los modelos del cosmos que la filosofía erige no van más allá de la mera fábula y están condenados al fracaso. Así, dice el humanista francés citando a Cicerón, la filosofía
[…] tiene tantos aspectos y tanta variedad, y ha dicho tanto, que todos nuestros ensueños y fantasías se hallan en ella. Nada puede concebir la imaginación humana, ni para bien ni para mal, que en ella no se encuentre: “Nihil tam absurde dici potest quod non dicatur ab aliquo philosophorum”. (1998 269; 1995 277)
Notemos que, en contraste con la pretensión de iluminación a través de la gracia, propia de la poesía cosmológica que hemos expuesto, la radicalidad de la postura de De Montaigne no permite la licencia del acceso al verdadero relato del mundo a través de la fe. En ese sentido, tanto la poesía como la filosofía comparten el mismo estatuto de relato fantasioso y la conclusión a la que el francés arriba es explícita:
¿No he visto acaso en Platón esa divina frase de que la naturaleza no es más que una poesía enigmática? O, por así decirlo, una pintura velada y tenebrosa que brilla de tarde en tarde con infinita variedad de falsas luces en las que ejercer nuestras conjeturas2 […]. Y en verdad que la filosofía no es más que una poesía sofisticada. [Et certes la philosophie n’est qu’une poésie sophistiquée] ¿De quién sino de los poetas tienen su autoridad los autores antiguos? Y los primeros fueron ellos mismos poetas y tratáronla en su arte. (1998 257; 1995 265. Las cursivas son mías)
Entonces, es en las limitaciones del intelecto y en el recurso de la fabulación acerca del sistema del mundo donde la épica sacra y la filosofía natural se unen y comparten el nicho: para De Montaigne, las distintas versiones de la realidad que formulan los sistemas de filosofía natural son, igual que las poesías sobre el origen y la estructura del cosmos, productos de la imaginación y la especulación en torno a la obra de la creación, cuyas verdades, recordemos, permanecen siempre ocultas. La filosofía y la poesía poseen, en este sentido, el mismo origen, el mismo afán e, inevitablemente, los mismos límites cognitivos. La filosofía y la poesía nuevamente se encuentran y se identifican pero ahora en un terreno que no les es favorable.
3.2 Francis Bacon: las fábulas del mundo y la necesidad de la reforma del saber
Antes de abordar los embates críticos de Francis Bacon (1561-1626) contra las ficciones del mundo, reconozcamos un aspecto relevante de su valoración temprana sobre las fábulas, las alegorías y las parábolas: en el “Prefacio” a su Sabiduría de los antiguos de 1609, el filósofo inglés distingue dos usos de estas, “que sirven para fines contrarios”:
En efecto, las parábolas sirven como envoltura y velo, pero también como luz e ilustración. Ahora bien, dejado de lado el primer uso (para no entrar en discusiones), y aceptadas las fábulas antiguas como cosas vagas y compuestas para el divertimento, resta sin duda entonces este segundo uso […] nadie (que sea moderadamente instruido) nos impedirá aceptar inmediatamente como algo grave y sobrio este modo de enseñar, exento de toda vanidad, sumamente útil para las ciencias, e incluso a veces necesario, especialmente en el caso de los nuevos descubrimientos, alejados de las opciones vulgares y profundamente difíciles, que a través de parábolas procuran un acceso al entendimiento humano más fácil y amable. (Bacon 2014 14)
Habría que distinguir, entonces, un doble uso de las fábulas: el que se refiere a las ficciones hechas exclusivamente para entretener y para mantener oculto el sentido de las acciones que en ella ocurren, y un uso positivo, relativo a la didáctica y a la comunicación de las ideas o descubrimientos nuevos, que resulta de provecho para las ciencias, pues vuelve accesible a los “ingenios incultos” los hallazgos científicos sofisticados que, de otro modo, serían muy difíciles de entender. Este segundo aspecto, dice Bacon (2014 15), sigue siendo empleado por sus contemporáneos: “E incluso ahora, si alguien quiere infundir nueva luz en ciertas mentes humanas, pero no de una manera brusca e inoportuna, debe insistir con la misma vía y recurrir a la ayuda de los símiles”. Sin embargo, debemos advertir que la opinión de Bacon acerca de las fábulas y de la imaginación, empleadas no como recurso didáctico en la enseñanza de la ciencia, sino como herramienta para hallar la verdad y configurar modelos del mundo, en el ámbito de la filosofía natural, adquiere tonalidades distintas. Veamos.
Si bien, según Bacon, las parábolas pueden servir como ilustración o comunicación de las teorías científicas (y muy probablemente este sentido positivo subyace en el propio designio del autor al imaginar La Nueva Atlántida, utopía publicada en 1627), la postura del pensador inglés es totalmente distinta cuando se trata de imaginar sistemas del cosmos. En ese caso, las aseveraciones de De Montaigne acerca de la filosofía y la poesía como fabulaciones son similares a la descripción que Francis Bacon hace de los ídolos del teatro en su Novum organum de 1620: para el lord canciller, estos ídolos se han establecido con el consentimiento de todos y están hechos por las diversas teorías del mundo que, como grandes relatos o fábulas de la naturaleza, hacen las veces de un escenario en el que se desarrollan los fenómenos. Estos sistemas de filosofía natural han sido propuestos con apenas pocos datos de la experiencia y con mucha imaginación, pues
[D]e la misma forma que es posible imaginar a partir de los fenómenos celestes muchos modelos astronómicos, de manera similar e incluso en medida mayor es posible fundar y construir dogmas diversos sobre los fenómenos de la filosofía. Las fábulas de este teatro poseen además lo que es propio del teatro de los poetas: narraciones imaginarias pensadas para la escena son más elegantes y hermosas que las verdaderas narraciones históricas y se adaptan más a los deseos de cada uno. (Bacon La gran restauración 2011 LXII, 87. Las cursivas son mías)
Como lo había sostenido el humanista francés, Francis Bacon (quien tuvo relación con el poeta Du Bartas),2 se pone en guardia contra el uso desmedido de la imaginación, pues promueve la formulación de estos modelos del cosmos que se ajustan más a la voluntad y a las ensoñaciones de los filósofos antes que a la realidad misma y a una auténtica interpretación de la naturaleza. Con una actitud similar a la de De Montaigne, en Bacon encontramos una crítica severa a la filosofía natural construida a partir de las fantasías y con “las perversas leyes de las demostraciones” de la escolástica.3 A continuación, el canciller aguza su crítica pues, para él, el estado de atraso de las ciencias se debe a la mezcla de los temas teológicos en los asuntos del conocimiento de la naturaleza:
[L]a corrupción de la filosofía que deriva de la superstición y de la mezcla con la teología es la más extendida de todas y causa muchísimo daño, tanto al conjunto de la filosofía como a sus partes. Pues el entendimiento humano no está menos sometido a las impresiones de la fantasía que a las impresiones de las nociones vulgares, ya que los filósofos polemistas y los sofistas envuelven al entendimiento, pero estos otros (fantasiosos, ampulosos y casi poetas) lo seducen en medida mayor con sus lisonjas, pues hay en los hombres […] una ambición intelectual no menor que la ambición de la voluntad. (Bacon 2011 LXV, 91)
La filosofía escolástica (referida en el pasaje anterior como polemista y sofística) seduce al entendimiento, pero todavía más que esta, la exaltada imaginación de los teólogos (“casi poetas”) opera con una peligrosa fascinación en tanto que promete triunfos de mayor dignidad al intelecto. Junto con De Montaigne, el pensador inglés advierte sobre los peligros de la seducción de la imaginación para la filosofía. Notemos aquí que, con esta propuestas, Bacon se muestra crítico de las asunciones que hemos encontrado en la épica sacra que, definitivamente, queda ahora excluida como posibilidad de conocimiento genuino para la filosofía natural.4
Reparemos también en lo siguiente: donde el francés halló motivo para denunciar la vanidad y el insuflado orgullo del saber, el inglés encuentra justo la necesidad de moderar la imaginación; para ello, el canciller delineó un proyecto de reforma para la filosofía de la naturaleza que puede ser caracterizado como una vía media,5 basado en un método más refinado y cuidadoso de obtención de datos que configurarían una nueva historia natural.6 Ahora bien, si la gran restauración baconiana de la filosofía natural tenía que ver con la sujeción de la imaginación dentro de los justos límites de la inducción, el proyecto cartesiano constituirá, análogamente, una reforma de la imaginación a través del método, pero con un carácter epistémico distinto. Ocupémonos a continuación de describir esta reforma cartesiana.
4. René Descartes o la restauración de la imaginación filosófica
La discusión que hemos sostenido hasta ahora revela algunos elementos críticos de la poesía cosmológica hacia la imaginación filosófica en cuando esta se expresa en fábulas acerca del origen del cosmos y no recurre a la iluminación divina; además, las críticas de De Montaigne y de Bacon responden a la preocupación por los excesos de la imaginación filosófica, equiparable a la imaginación poética. Sin embargo, líneas arriba también hemos subrayado la valoración didáctica y la utilidad que el filósofo inglés le atribuyó a las parábolas, especialmente cuando se trata de usar la imaginación para ilustrar e iluminar el intelecto de los otros con ideas y descubrimientos científicos nuevos. En el caso cartesiano, y como Jean-Pierre Cavaillé (1991 184) lo ha apuntado,
Descartes parece entonces vincularse con la tradición de la invención, la exégesis y la hermenéutica de las “fábulas” y parábolas, consideradas como depositarias de verdades escondidas: una tradición que vio su apogeo en el Renacimiento, pero que continuó todavía durante todo el siglo XVII. Este pensamiento juega simultáneamente con la transparencia y la opacidad de los signos. La fábula es un “velo”, pero el velo esconde y muestra a la vez.
A mi ver, esta asunción metodológica constituye el marco intelectual en el que se gestó la cosmología cartesiana y, además, sostengo que las motivaciones de Descartes pueden ser entendidas como una suerte de respuesta o reacción a partir del contexto general que hemos expuesto hasta aquí. Advirtamos pues, desde el principio, que mi interpretación de esta respuesta cartesiana supone una transformación de la imaginación filosófica que elabora su propia hipótesis cosmológica dentro del marco general de la época de la fábula del mundo. Ahora bien, si esto es así, debemos preguntarnos: ¿cuáles son los supuestos o principios epistémicos, físicos y metafísicos que están involucrados en esta transformación? y, además, ¿cómo se expresan en la configuración del modelo cartesiano del cosmos? Los pasajes con los que trataremos de responder estas cuestiones están contenidos principalmente en El mundo o tratado de la luz (redactado hacia 1630 y publicado hasta 1664).
En El mundo, después de establecer los principios físicos del cosmos como la homogeneidad material (cap. IV), el plenismo (caps. IV-V), el corpuscularismo (cap. III) y la perpetuidad del movimiento en la materia (cap. III), en el capítulo sexto Descartes hace surgir un “nuevo mundo” ante sus lectores, ubicado en los confines de los “espacios imaginarios” que han creado “los filósofos” (Descartes 1986 77; Oeuvres 1996 31-32): “Supongamos —dice el autor— que Dios crea de nuevo, a todo nuestro alrededor, tanta materia que, de cualquier lado que nuestra imaginación se pueda extender, ya no perciba ningún lugar vacío”. El uso del lenguaje especulativo es explícito en tanto que Descartes usa la imaginación filosófica, tal y como habían indicado los poetas, De Montaigne y Bacon: la extensión del mundo que Dios crea puede ser tan grande como lo permita la misma imaginación. Pero, inmediatamente, el pensador francés sale al paso de la posibilidad de postular alguna magnitud infinita y limita este ejercicio imaginativo:
E incluso, a fin de que no haya nada en todo esto que puedan encontrar censurable, no permitamos a nuestra imaginación extenderse tan lejos como pudiera, sino retengámosla a propósito en un espacio determinado, que no sea más grande, por ejemplo, que la distancia que hay de la tierra a las principales estrellas del firmamento; y supongamos que la materia que Dios hubiera creado se extiende muy lejos, por todas partes, hasta una distancia indefinida. Pues es más verosímil y de acuerdo con nuestra capacidad prescribir límites a la acción de nuestro pensamiento que a las obras de Dios. (Descartes 1986 78)
Aunque el uso de la especulación filosófica en este mundo fabulado debe estar sujeto, primeramente (y muy a pesar suyo), a los límites de la ortodoxia teológica, lo que es evidente en estos primeros párrafos con los que el autor inicia su fábula es el designio específico de formular los principios de este su nuevo mundo como un ejercicio de imaginación y, en El mundo, la aparición insistente de este último término no ha pasado desapercibida por Theo Verbeek (2000): “La física empieza, no con una revisión de las opiniones existentes, sino con un ejercicio de la imaginación” (149). Por ello, para el mismo estudioso, “El mundo de Descartes es la más original que cualquier otra de sus obras” (2000 149).
Como se sabe desde la épica sacra que hemos revisado, los seres humanos se figuran orígenes y sistemas del mundo en busca de las causas de los movimientos y los fenómenos naturales. Este uso ahora es recuperado por Descartes a condición de que el mundo que se imagina obedezca, desde su génesis, las leyes de la materia y del movimiento. Así, el sistema del cosmos cartesiano no es el producto de una mera fantasía desbordada, sino que posee un uso riguroso acorde siempre a requerimientos metodológicos y a los principios físicos de la naturaleza. Se trata, pues, de una imaginación disciplinada por principios intelectuales (cf. Vaccari 2008 314-317).
En la interpretación de Frédéric Lelong (2020), la imaginación filosófica implicada en la fábula cartesiana no solo tiene el objetivo de agradar y distraer o de apuntalar su carácter didáctico (como sucede con el Bacon de la La sabiduría de los antiguos), sino que también forma parte de un ejercicio intelectual riguroso que emplea tal facultad para lograr convencer y, a la vez, establecer una estrategia de exposición y composición que ofrezca un modelo del mundo coherente y científicamente sofisticado; entonces, estamos ante la exigencia del “buen uso de la imaginación en el conocimiento del mundo material”, pues
No es simplemente la presentación retórica o literaria de la física que debe ser “agradable” para el espíritu, sino más bien del “método” para conducir virtuosamente a su entendimiento en la investigación de la verdad y la representación teórica del mundo que ella permite constituir. Habría pues una aprobación del conocimiento que no se reduce a la aprobación literaria del discurso. (Lelong 2020 34)
Debo añadir al planteamiento de Lelong que lo anterior supone que, en el cosmos imaginado por Descartes, la facultad de imaginación filosófica opera no ya de manera exclusivamente arbitraria, sino siempre en concordancia con el intelecto. Ambas facultades, en concierto, tendrían principalmente tres expresiones en la descripción del cosmos, a saber:
En las páginas siguientes me propongo ahondar en los aspectos 1 y 2 para ensayar el modo en que estas dos dimensiones de la hipótesis cartesiana del nuevo mundo nos conducen a la consideración de esta como probable (aspecto 3) en tanto que la versión imaginada del mundo pretende ser verosímil.
4.1 Los principios epistémicos de la fábula cartesiana del mundo: inteligibilidad y simplicidad
El mismo Lelong (2020 35) afirma sobre el sistema cartesiano del mundo lo siguiente:
La fábula del mundo se presenta entonces como la imaginación de una materia perfectamente imaginable para el espíritu humano. No se trata solamente de la fábula de imaginar la materia y el caos, sino de imaginarlos de una tal suerte que no queda nada de ellos que se “resista” a la imaginación, como la idea escolástica de “materia primera” o la de “forma sustancial”.
En efecto, el mundo cartesiano, construido con la imaginación filosófica, parte del principio de inteligibilidad, que sirve para dirigir al intelecto, y para exorcizar las causas y los oscuros elementos explicativos de la escolástica:
Ahora bien, puesto que nos tomamos la libertad de forjar esta materia en nuestra fantasía [nous prenons la liberté de feindre cette matiere à nostre fantaisie], atribuyámosle, si les parece, una naturaleza en la que no haya nada más que lo que cada uno pueda conocer tan perfectamente como es posible [une nature en laquelle il n’y ait rien du tout que chacun ne puisse connoistre aussi parfaitement qu’il est possible]. Y, para tal efecto, supongamos expresamente que no tiene la forma [sustancial] de la tierra, ni del fuego, ni del aire, ni ninguna otra [forma] más particular, como la de la madera, la de una piedra o la de un metal; ni tampoco las cualidades de ser caliente o frío, seco o húmedo, ligero o pesado, o de tener algún sabor, olor, y sonido, y color o luz u otra parecida en su naturaleza de la cual se pueda decir que haya algo que no sea conocido evidentemente por todos. (Descartes El mundo 1986 78; Oeuvres 1996 33)
En el principio de esta fantasía está pues la inteligibilidad total de la naturaleza. Este supuesto básico muestra que la fábula cartesiana es, en todo caso, una distinta a las configuradas por la imaginación poética sin más: no es en la tradición de relatar la verdadera historia de la creación a partir de alguna inspiración divina donde se sitúa esta formulación, sino, más bien, se ubica desde una perspectiva crítica de las esencias, cualidades, formas sustanciales y demás conceptos escolásticos que Descartes considera innecesarios y oscuros. No es el misterio del origen o del mecanismo oculto de la fábrica del mundo, o la correcta hermenéutica de los signos del libro de la naturaleza lo que se está dirimiendo aquí, sino lo contrario: la imaginación filosófica cartesiana postula ab initio la posibilidad de concebir claramente los principios con los cuales dicha fábrica se mueve, y este acceso está dado por la articulación entre nuestras facultades cognitivas y las metáforas, analogías, símiles e ilustraciones que provee el modelo mecanicista del mundo.1 Nada más lejos de la actitud de los poetas y filósofos que hemos revisado previamente.
Líneas adelante, el pensador francés continúa enfatizando la característica epistémica de su nuevo mundo, ahora agregando que no solo se trata de que su conocimiento sea accesible y evidente, sino que este también es simple y fácil:
Pero antes de que explique esto más ampliamente, deténganse todavía un poco a considerar este caos y noten que no contiene ninguna cosa que no les sea tan perfectamente conocida que no podrían ni siquiera fingir el ignorarla. Pues en relación a las cualidades que he puesto allí, si se han fijado, las he supuesto únicamente de tal modo que ustedes las puedan imaginar. Y con respecto a la materia de la que he compuesto [este mundo], no hay nada más simple ni más fácil de conocer entre las criaturas inanimadas, y su idea está de tal modo comprendida en todas las que nuestra imaginación puede formar, que es necesario que la conciban, o no [imaginen] jamás ninguna cosa. (Descartes El mundo 1986 80; Oeuvres 1996 35. Las cursivas son mías)
Notemos pues que la fábula del mundo cartesiano está formulada de modo muy particular en tanto que sus principios resultan accesibles a todas las facultades cognitivas humanas. Ahora, ¿qué función podrían tener la inteligibilidad y la simplicidad en este relato? A mi ver, ambos elementos abonan a la verosimilitud, esto es, a su probabilidad, en la medida en que el mundo configurado con la imaginación filosófica se conoce a través de las facultades más inmediatas, universales y simples que posee el ser humano; al mismo tiempo, se trata de una fábula de carácter epistémico que se aparta de otras versiones de la naturaleza formuladas por aquellos a quienes, con ironía, Descartes otorga el incierto e inquietante título de “los filósofos” (o también “los doctos” o “sofistas”).2 Hacia el final del capítulo VI, nuestro autor se dirige a ellos:
Sin embargo, ya que los filósofos son tan sutiles que pueden encontrar dificultades en las cosas que parecen extremadamente claras a los demás hombres; y que el recuerdo de su materia primera (que como ellos lo saben, es bastante difícil de concebir), les podría distraer del conocimiento de la materia de la cual estoy hablando […]. Y mi deseo no es el de explicar como ellos las cosas que están en efecto en el verdadero mundo, sino únicamente simular uno a placer en el cual no haya nada que los más burdos espíritus no sean capaces de concebir y que pueda no obstante ser creado tal como lo he inventado. (Descartes El mundo 1986 80-81; Oeuvres 1996 35-36. Las cursivas son mías)3
El designio cartesiano es claro: los principios epistémicos con los que ha inventado su mundo son accesibles para todos; de ese modo se reforzará el carácter pedagógico e instructivo de su fábula cosmológica, se evitarán las molestas injerencias de las sutilezas escolásticas (de las que tanto De Montaigne como Francis Bacon se quejaron), al tiempo que la inteligibilidad de la fábula le permitirá allanar el camino a la imaginación filosófica para construir modelos explicativos que vayan de los mecanismos aparentes (como el reloj, las poleas, los bastones, las fuentes, los autómatas, la cámara oscura, etc.)4 a los microscópicos y los macrocósmicos. Reparemos una vez más en la importante distinción cartesiana entre el mundo verdadero y el nuevo mundo que se está construyendo en esta descripción: no hay duda ahora de que esta fábula es una hipótesis cosmológica concebida desde la crítica a la metafísica escolástica y que posee criterios epistémicos bien definidos.
Tenemos, entonces, una fábula, una hipótesis, un teatro del mundo, pero ¿qué hace a este relato algo verosímil o probable? Con “probabilidad y verosimilitud de la fábula” queremos decir que no solo podamos figurarnos un relato convincente, sino también que podamos hacer el tránsito cognitivo del mundo inventado al mundo verdadero (esto es, que podamos usar el modelo ficticio para conocer algo del mundo verdadero), adjudicándoles los mismos principios descriptivos. Hemos visto ya que el elemento epistémico está constituido por el principio de inteligibilidad y el de la simplicidad, que ponen en juego las facultades de conocimiento universales que poseemos. Sin embargo, la probabilidad o verosimilitud de la fábula del mundo cartesiano no puede ser obtenida solo en el nivel epistémico, pues el hecho de que una hipótesis sea inteligible solo quiere decir que se puede concebir fácil y claramente por todos los seres humanos. Se debe, entonces, acudir a otros principios: las leyes de la naturaleza. A continuación, veremos los fundamentos físicos a través de los cuales este tránsito se refuerza.
4.2Los principios físicos de la fábula cartesiana del mundo
4.2.1. El supuesto de la similitud funcional
Las leyes que rigen la naturaleza en el mundo fabulado de Descartes juegan un papel relevante en el establecimiento de su probabilidad en tanto que se postula que en su funcionamiento y su despliegue logran, cuando menos, los mismos efectos aparentes que en el mundo real:
Pues Dios ha establecido tan maravillosamente estas leyes, que aunque supongamos que él no cree nada más de lo que he dicho, e incluso que no ponga en esto ningún orden ni proporción, sino que componga con esto un caos, el más confuso y embrollado que los poetas puedan describir; ellas [las leyes] son suficientes para hacer que las partes de este caos se desembrollen por sí mismas y se dispongan en tan buen orden que tendrán la forma de un mundo muy perfecto, y en el cual podremos ver no solamente luz sino también todas las otras cosas tanto generales como particulares que aparecen en este verdadero mundo. (Descartes El mundo 1986 79-80; Oeuvres 1996 34-35)
El caos primordial de la imaginación poética de las cosmogonías es sometido aquí por la necesidad de las leyes naturales, erigidas con la imaginación filosófica. Una vez asumida esta regularidad en la fábula cartesiana, el postulado de la similitud funcional entre los dos mundos se establece posibilitando así un nexo en el nivel de los fenómenos aparentes del mundo hipotético y del mundo verdadero. Así, la fábula cartesiana del cosmos no solo constituye un relato sino, propiamente, un correlato del mundo. Con ello, se anuncia el nexo físico (a través de las leyes de la naturaleza) que, creemos, abona a la probabilidad o credibilidad de la hipótesis. Como dice James Griffith (2018 13), “es una visión declarada en la descripción de la fábula del nuevo mundo que empata perfectamente con el mundo que experimentamos”.
Este es un postulado que encontramos ya como supuesto explícito también en el Tratado del hombre de 1633, que tiene el mismo propósito que en El mundo. Recordemos que, desde el inicio, el Tratado del hombre parte de la descripción de hombres hipotéticos que poseen cuerpo y alma, y que fueron creados “hombres semejantes a nosotros” (Descartes 1990 21; Oeuvres 1996 120). En el Tratado, la similitud es ya reconocida como causa final, esto es, se deriva de la intención de Dios al crear a los hombres hipotéticos:
Supongo que el cuerpo no es otra cosa que una estatua o máquina de tierra a la que Dios forma con el propósito de hacerla tan semejante a nosotros como sea posible, de modo que no sólo confiere al exterior de la misma el color y la forma de todos nuestros miembros, sino que también dispone en su interior todas las piezas requeridas para lograr que se mueva, coma, respire y, en resumen, imite todas las funciones que nos son propias, así como cuantas podemos imaginar que tienen su origen en la materia y sólo de la disposición de los órganos. (Descartes 1990 22; Oeuvres 1996 120)
Puede decirse, entonces, que el aspecto de la similitud funcional opera como un principio o supuesto cartesiano básico al configurar la fábula del mundo. Entretanto, aun cuando el filósofo ha imaginado un mundo en el que, gracias a las leyes del movimiento, los efectos aparecen como en el mundo verdadero y si bien este paralelismo funcional entre la fábula del cosmos y el mundo real sería ya suficiente para establecer la probabilidad de su hipótesis, Descartes buscará ir más adelante para apuntalar la verosimilitud de su relato. De ahí que si queremos otorgar mayor credibilidad a este correlato del mundo no podamos quedarnos en el nivel de las asunciones de la física dado que, por más que los efectos sean similares (tanto en la fábula como en el mundo verdadero), no es posible extraer de allí una probabilidad o verosimilitud más que en el plano de las apariencias y no necesariamente en lo que toca a la estructura interna del mundo real. Más aún, con respecto a las propuestas anteriores, podríamos recordar las líneas de De Montaigne acusando a la imaginación filosófica de figurarse un mundo acorde a su propio gusto y medida para solazarse después con “conocerlo” clara y distintamente, habiéndole atribuido previamente los mecanismos simples que le son familiares: ¿no es justamente esta misma estrategia la que Descartes está empleando al esgrimir sus principios epistémicos y físicos en su ficción? Considero que, para salir al paso de esta dificultad, la imaginación filosófica cartesiana debe recurrir a otro supuesto con el que pretende lograr una probabilidad mayor de su relato cosmológico: me refiero a la dimensión metafísica. Discutamos a continuación ese aspecto.
4.3 Los principios metafísicos de la fábula cosmológica: Dios y las verdades eternas
Hay dos principios teológicos importantes con los que la hipótesis cartesiana debe ser entendida: en primer lugar, se debe suponer que el Dios que ha creado el mundo de la fábula es el mismo que ha creado el mundo verdadero (un solo Dios opera en ambos mundos); en segundo lugar, que ese Dios actúa siempre del mismo modo (Descartes Oeuvres 1996 38). La constancia e inmutabilidad divinas serían la “garantía” metafísica de que las leyes naturales que operan en la versión ficticia del mundo constituyan, efectivamente, una suerte de “puente” con el mundo verdadero y así encontramos nuevamente una hipótesis verosímil, probable, pero ahora en el nivel más profundo de los principios metafísicos implicados en sus propias leyes. Sin embargo, si la divinidad actúa siempre de la misma manera, ¿las reglas o leyes del mundo hipotético serían estrictamente las mismas que las reglas para el verdadero? Al respecto, lo único que sabemos es que estas leyes se aplican al mundo ficticio, como el mismo Descartes señala:
Y es fácil creer que Dios, que como todos sabemos es inmutable, actúa siempre del mismo modo. Pero sin comprometerme más aún en estas consideraciones metafísicas, propondré aquí dos o tres de las principales reglas mediante las cuales se hace necesario pensar que Dios hace actuar la naturaleza de este nuevo mundo, y que bastarán, según creo, para hacerles conocer todas las demás. (El mundo 1986 84; Oeuvres 1996 38. Las cursivas son mías)
Sin embargo, si consideramos que algunas leyes de la naturaleza se derivan de verdades eternas, a saber, aquellas de la geometría, y que son válidas para todos los mundos que Dios pudiera crear, tendríamos que algunas leyes del mundo ficticio coincidirían con las del mundo verdadero, como parecería sugerirse en el siguiente pasaje:
Pero me conformo con advertirles que, además de las tres leyes que he explicado, no quiero suponer otras que aquellas que se siguen infaliblemente de estas verdades eternas, sobre las que los matemáticos están acostumbrados a apoyar sus más seguras y sus más evidentes demostraciones; estas verdades, digo, siguiendo las cuales Dios mismo nos ha enseñado que dispuso todas las cosas en número, peso y medida, y cuyo conocimiento es tan natural a nuestras almas que no podríamos sino juzgarlas infalibles desde que las concebimos distintamente. (Descartes El mundo 1986 92; Oeuvres 1996 47)
Las verdades eternas de la geometría son, entonces, una base metafísica ineludible y son la garantía de que al menos las tres leyes fundamentales del movimiento operan tanto en el mundo fabulado como en el verdadero. Junto con los principios o supuestos anteriores (el epistémico y el físico), la imaginación cartesiana se apoya en este nivel metafísico para abonar a la verosimilitud de su fábula. La ligazón entre los dos mundos se establece ahora en el nivel de las verdades más fundamentales de la geometría, las cuales son conocidas distintamente por nuestra naturaleza. La instancia metafísica a la que acude la imaginación filosófica y que se refiere a las verdades eternas nos revela que tanto la fábula del mundo como el mundo verdadero están fundados en verdades ineludibles. De ahí que con ellas tenemos razón y garantía para establecer un puente entre uno y otro, obteniendo por tanto mayor credibilidad y verosimilitud para la fábula del mundo. Es en este nivel donde el correlato cartesiano del cosmos afianza su probabilidad.
Es una probabilidad, mas no verdad, ni certeza metafísica, pues la imaginación filosófica configura un modelo coherente e inteligible a la medida de sus propias fuerzas; es una fábula en la que la óptima integración entre los principios epistémicos, físicos y metafísicos se sostiene solo en el plano del mundo ideal:
Ni podemos dudar de que si Dios hubiese creado muchos mundos no serían las leyes tan verdaderas en todos como en éste. De modo que aquellos que sepan examinar suficientemente las consecuencias de estas verdades y de nuestras reglas, podrán conocer los efectos por sus causas, y para explicarme en términos de la Escuela, podrán tener demostraciones a priori, de todo lo que puede producirse en este nuevo mundo. (Descartes El mundo 1986 92; Oeuvres 1996 47. Las cursivas son mías)
Una y otra vez en El mundo o tratado de la luz Descartes nos advierte sobre el carácter hipotético de su tratado, y cada vez que nos empeñamos en avistar un puente firme y seguro entre los principios de la fábula del mundo y los del verdadero, nos sale al encuentro el énfasis en lo probable y en la idealidad del modelo.
5. Las tensiones de la fábula cartesiana del mundo
Si bien hemos podido situar la formulación cartesiana de la fábula o correlato del mundo en el contexto intelectual más amplio de la épica sacra y las cosmologías de los siglos XVII y XVIII, también es cierto que hemos encontrado un modelo del mundo que se otorga “licencias filosóficas” a la hora de establecer los nexos entre la fábula y la realidad. Estas “licencias” tensan, a mi ver, el carácter hipotético y eminentemente imaginativo de la filosofía natural cartesiana. Con esa perspectiva leemos la siguiente observación de William R. Shea (1993 377):
Descartes necesitaba dos licencias filosóficas que le permitiesen usar su noción de movimiento, por intuitiva que pudiese ser. La primera de ellas había de certificar la correspondencia filosófica entre leyes naturales e ideas innatas; la segunda, el fundamento ontológico de esas leyes. Descartes no tuvo problemas con la primera: el Dios que creó el mundo creó también mentes capaces de conocerlo. Como dice en una de sus primeras cartas que le escribió a Mersenne, tras haberse trasladado a Holanda, “Dios es quien estableció las leyes de la naturaleza. …No hay ninguna que no podamos entender si la única cosa en que ponemos nuestra voluntad es en prestarle la debida atención, pues todas ellas son mentibus nostris ingenitæ”.
Ciertamente, una de las tensiones que hemos de señalar relativa al recurso cartesiano de la inteligibilidad de la naturaleza es que el uso de la imaginación filosófica asumió, por un lado, que era posible eliminar la oscuridad de los principios metafísicos que la tradición le adjudicaba al mundo para que estos fueran asequibles al intelecto humano (justo lo que el escepticismo y la poesía cosmológica le habían negado a nuestras facultades cognitivas). Por otro lado, como Shea (1993) lo señala, para el francés dichos principios fueron creados por Dios y se correspondían plenamente con el intelecto humano. Considero que esta asunción en el correlato de El mundo o tratado de la luz es el equivalente teórico de la iluminación y la gracia divinas que se habían atribuido Du Bartas y De Acevedo a sí mismos, lo cual les confería la autoridad para poetizar la verdad de sus cosmologías.
La segunda tensión es relativa a la ontología:
Por lo que se refiere al fundamento ontológico, se expone en el séptimo capítulo de El Mundo, en el que Descartes afirma que las leyes de la naturaleza (o como prefería él llamarlas, las leyes de la materia) se derivan de la constancia o inmutabilidad de Dios. Aunque no dice explícitamente que la inmutabilidad de Dios sea una idea innata clara y distinta, da a entenderlo, y saca la “fácil” conclusión de que Dios “siempre actúa de la misma manera”. De aquí hay un paso igualmente fácil a “dos o tres reglas principales”. (Shea 1993 377, comillas dentro del texto original)
La imaginación filosófica cartesiana debe apoyarse, ahora, en asunciones metafísicas que también le habían sido vedadas al intelecto humano por De Montaigne y Bacon, a saber, la capacidad de conocer claramente los principios y las leyes verdaderos con los que dios opera en el mundo. La consideración de la potentia dei absoluta obligaba a asumir que la voluntad de Dios, no dependiendo de nada externo, podía cambiar en cualquier momento las leyes de la naturaleza, lo cual obligaba a la filosofía a desestimar cualquier certeza en torno a estas (cf. Osler 2004 15-35). Mucho menos se podía estar seguro de cuáles eran estas verdades y Descartes, al identificarlas con aquellas de la geometría, tensaba todavía más su relato en el nivel metafísico, pues era no solo el equivalente de conocer la voluntad de Dios, sino que se acercaba a la actitud teológicamente peligrosa de imponer a la divinidad los parámetros que estaba obligada a seguir en su actuar (cf. Osler 2004 118-167). Aunque tales límites fueran los de la geometría, esto no dejaba de considerarse un exceso de imaginación filosófica y, una vez más, análoga a la que De Montaigne había denunciado como el vano intento de prescribir mecanismos a una naturaleza ficticia. La manera de tamizar esta tensión fue, justamente, atribuirle a la filosofía cartesiana el carácter de fábula, de ficción coherente, de hipótesis probable.1
La apreciación del carácter hipotético de la filosofía del pensador francés, resumida en la frase inscrita en el retrato al óleo que Jan Baptist Weenix (1621-c.1660) hizo de Descartes: mundus est fabula, no dejó de ser interpretada por sus contemporáneos y por los filósofos de las siguientes generaciones como la característica definitoria de su programa de filosofía natural y, también, la causa de su fracaso.2 De hecho, como Desmond Clarke (1992 270) afirma,
Descartes y sus seguidores en Francia en el siglo diecisiete, se atrevían a imaginar modelos hipotéticos para explicar fenómenos naturales y, en algunos casos, para explicar los que sólo podían ser llamados fenómenos supuestos; incluso construyeron explicaciones de sucesos ficticios. Es esta proliferada y notoria dedicación a la construcción desenfrenada de hipótesis, la que hace posible explicar el famoso rechazo de Newton: “No finjo hipótesis”.3
Las aseveraciones de Clarke nos advierten de una interpretación de los principios naturales cartesianos en tonalidad mayormente imaginativa e hipotética durante los siglos XVII y XVIII. Esta valoración de la metodología de la filosofía natural cartesiana se hizo más extensa a partir de la década de 1690 y fue compartida por un gran número de autores ingleses en el marco de la distinción entre la filosofía experimental (promovida por la Royal Society y el newtonianismo) y la filosofía especulativa (término al que se asociaron las propuestas de Descartes), como lo ha mostrado Peter R. Anstey (2005).
Una ilustración elocuente de esta interpretación del cartesianismo puede ser hallada en la entrada “Hyphoteses” de la Cyclopaedia (1728) de Ephraim Chambers (1680-1740). En el primer volumen leemos que en física el término hipótesis “Denota un tipo de sistema establecido por nuestra propia imaginación con el que damos cuenta de algún fenómeno o apariencia de la naturaleza […]. Así, tenemos hipótesis para explicar las mareas, la gravedad, el magnetismo, el diluvio, etc.” (1728 281. Las cursivas son mías). Y el autor continúa con una disertación que en este momento conviene seguir:
Las causas reales y científicas de las cosas naturales yacen generalmente en lo muy profundo: la observación y el experimento, los medios adecuados para llegar a ellas, son en la mayoría de los casos extremadamente lentos, y la mente humana es impaciente. De ahí que, frecuentemente, somos impulsados a fingir o inventar algo que pueda parecer la causa, y que es estimado para resolver los distintos fenómenos, de tal modo que, posiblemente, sea la verdadera causa. (Chambers 1728 281. Las cursivas son mías)
La aclaración de Chambers se inicia con un tema que ya hemos identificado desde nuestra exposición de Du Bartas: la incapacidad y la limitación del intelecto nos obliga a usar la imaginación para dar cuenta de los fenómenos naturales. El apresuramiento promovido por nuestro afán de conocer las causas (indicado también por Francis Bacon) hace que formulemos explicaciones ficticias, las cuales pueden, a lo sumo, pretender solo probabilidad. A continuación, Chambers asevera que en su época (un siglo después de la redacción de El mundo cartesiano) el uso de las ficciones o hipótesis es menor que antes, y que los mejores y más recientes filósofos excluyen el uso de tales recursos pues prefieren la observación y la experimentación (1728 281).
Entonces el autor del artículo hace una contrastación que revela la valoración que hemos discutido páginas arriba. Por un lado, “Todo lo que no es deducido de los fenómenos, dice Sir Isaac Newton, es una hipótesis. Y las hipótesis, sean ya metafísicas, físicas, mecánicas o de cualidades ocultas, no tienen lugar en la filosofía experimental” (Chambers 1728 281). Por otro, y en oposición a la postura de Newton,
Los cartesianos las asumen para suponer las afecciones que desean en las partículas primarias de la materia: sólo las figuras, magnitudes, movimientos y situaciones que encuentran para su propósito. Ellos fingen también ciertos fluidos invisibles, desconocidos, y los dotan de las propiedades más arbitrarias: les otorgan una sutilidad que les permite penetrar los poros de todos los cuerpos, y los hacen agitarse con los movimientos más inexplicables. Pero, ¿no es esto dejar a un lado la constitución real de las cosas y sustituirlas con sueños? La verdad es apenas alcanzable, aun con las observaciones más seguras, y ¿llegarán a ella las conjeturas más fantasiosas? Aquellos que fundan sus especulaciones en hipótesis, aun cuando arguyan a partir de ellas constantemente y de acuerdo con las leyes más estrictas de la mecánica, puede considerarse que componen una fábula elegante e ingeniosa, pero ésta es aún sólo una fábula. (Chambers 1728 281)
En este pasaje resuenan fuertemente los ecos de las severas críticas de De Montaigne y de Bacon, cuyas fuerzas expansivas han llegado hasta el Siglo de las Luces. El uso de las hipótesis en la filosofía natural, aun dentro de los estrechos marcos que el cartesianismo le ha impuesto a la imaginación filosófica, deriva inevitablemente en la fábula. Chambers establece en su artículo la relación entre adoptar hipótesis explicativas sobre la estructura de la materia y el movimiento, y los sueños, las fantasías y, en general, con la fábula del mundo.
Los reproches que Descartes había hecho a los poetas ahora se volvían contra su propia filosofía. Las quejas que el francés blandió contra los conceptos escolásticos, las líneas mordaces dedicadas a la poesía y, particularmente, los elementos hipotéticos con los que Descartes nutrió su imaginación filosófica y que tuvieron resonancia constante en los filósofos del siglo XVII, habían quedado desdibujados para la filosofía natural del XVIII. Desde el punto de vista de Chambers (1728), era claro que los nuevos y mejores intelectos de su época rechazaban las estrategias de la filosofía cartesiana: esas hipótesis, que en algún tiempo habían tenido motivaciones críticas y que habían ofrecido modelos explicativos coherentes del mundo, pertenecían ahora a una época ajena, donde la filosofía natural podía aún diseñar fábulas del mundo; era la época anterior a la filosofía experimental newtoniana.
El pasaje de Chambers también se puede evocar, aunque con una coloración distinta, en el Discurso preliminar a la Encyclopédie: D’Alembert (1751) insiste en la imaginación cartesiana pero ahora como rasgo del genio de Descartes, de quien se afirma que “Su método, por sí solo, habría sido suficiente para volverlo inmortal. Su dióptrica es la más grande y más bella aplicación de la geometría a la física. Finalmente se ve brillar en sus obras, aun en las menos leídas actualmente, todo el genio del inventor” (I, xxvi). Lo que Chambers en su Cyclopaedia halló digno de reproche en las propuestas cosmológicas y en los principios físicos de El mundo, en la Encyclopédie era encomiado en los términos siguientes:
Si se juzgan sin parcialidad esos vórtices, hoy devenidos casi ridículos, me atrevo a decir que se convendrá en que no se podía imaginar nada mejor: las observaciones astronómicas que han servido para destruirlos eran entonces imperfectas o poco establecidas. Nada era más natural que suponer un fluido que transportara los planetas. Solamente una larga serie de fenómenos, de razonamientos, de cálculos y, en consecuencia, una larga serie de años, habrían podido hacer[nos] renunciar a una teoría tan seductora.4 Además, esta tenía la singular ventaja de explicar la gravitación de los cuerpos por la fuerza centrífuga del mismo vórtice, (…) y no temo aseverar que esta explicación de la gravedad es una de las hipótesis más bellas y más ingeniosas que la filosofía haya imaginado jamás. (D’Alembert 1751 I, xxvi. Las cursivas son mías)5
En la perspectiva histórica de la Encyclopédie, las hipótesis cartesianas se veían ahora como un periodo decisivo en el desarrollo crítico de la imaginación filosófica y como la antesala de la filosofía experimental. Sin embargo, como el mismo Chambers lo había advertido en su discusión sobre las hipótesis, por más halagos que se hubieran prodigado al modelo cosmológico cartesiano, en el siglo XVIII este ya formaba parte del extravagante catálogo de las fábulas del mundo, junto con aquellas concebidas por los poetas.
6. Conclusiones
Desde las propuestas cusanas del siglo XV al hipotesis non fingo newtoniano hubo distintas revoluciones en la cosmología derivadas de la profusión de modelos del mundo que estuvieron sostenidos por diferentes concepciones metafísicas: dentro del marco de esta época de la fábula del mundo, hemos reflexionado en torno al episodio particular de apenas treinta años que va de La sepmaine de Du Bartas hasta El mundo o tratado de la luz de René Descartes. Hemos hallado elementos tan relevantes como complejos que merecen, en su mayor parte, un estudio todavía más diligente. Sin embargo, valgan aquí estos apuntes como indicadores que permitan resumir nuestros hallazgos: en primer lugar, hemos ensayado una descripción de los recursos propios de la fabulación del mundo según la poesía cosmológica; en segundo lugar, hemos dado cuenta de la confrontación y de las críticas de Michel de Montaigne y de Francis Bacon contra la imaginación filosófica que realiza ficciones sobre la naturaleza y que, finalmente, se asemeja a los relatos poéticos. En tercer lugar, hemos descrito el modo en que la imaginación filosófica cartesiana formula y sostiene una fábula del mundo y, con ello, hemos mostrado las tensiones que hay en este correlato del cosmos.
En nuestra discusión de la fábula cartesiana del mundo, hemos abordado tres aspectos que constituyen los principios o supuestos de esta imaginación filosófica y sobre los cuales el francés propone su modelo cosmológico, a saber, los principios epistémicos, físicos y metafísicos. Además, hemos mostrado cómo operan estos supuestos y, al considerar sus alcances, hemos visto el modo en que dichos principios se articulan para sostener la probabilidad de la fábula del mundo. A la vez, se han intentado establecer los nexos de esta hipótesis cosmológica con el mundo real desde estos tres niveles teniendo a la vista su probabilidad y, al hacerlo, hemos podido dirimir en qué aspectos la imaginación filosófica y el intelecto podrían constituir un puente entre el mundo fabulado y el verdadero. Esto, por cierto, constituye a nuestro ver una auténtica restauración de la imaginación filosófica realizada por Descartes.
Queda como tarea considerar otros contextos que amplíen nuestra comprensión de esta nueva cosmología tanto en continuidad con la tradición tardomedieval del probabile, como en su diálogo tenso con propuestas abiertamente probabilistas de contemporáneos suyos como Pierre Gassendi (1592-1655).1 En ese caso, tal vez podamos elucidar el modo en que, en el gran escenario de la época de la fábula del mundo y provistos de una aguda imaginación filosófica, Descartes junto con otros pensadores de la modernidad temprana configuraron un correlato del cosmos basado en lo verosímil y en lo probable que terminó por traspasar los confines asfixiantes de un mundo fingido por la vanidad de los filósofos.
Referencias
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Notas