RESUMEN: A partir de una tesis de Margaret Jacob, en este artículo se persiguen dos objetivos: por un lado, se realiza un análisis de la filosofía natural de Jean Meslier a fin de poner en evidencia la supremacía de la hipótesis materialista por sobre la creacionista; por el otro, se vincula su posición metafísica con su propuesta de acción política con la intención de poner en evidencia que el ateísmo popular y revolucionario defendido por el cura resulta compatible con la idea de que el movimiento es una cualidad esencial de la materia y no un efecto de la voluntad de Dios.
Palabras clave: Pirronismo, creacionismo, materialismo, ateísmo, filosofía natural, acción política, revolución.
ABSTRACT: Based on a thesis of Margaret Jacob, this article has two aims: on the one hand, it analyses Jean Meslier’s natural philosophy in order to highlight the supremacy of the materialist hypothesis over the creationist; on the other hand, it links his metaphysical position with his proposal for political action in order to show that the popular and revolutionary atheism defended by the priest is compatible with the idea that movement is an essential quality of matter, and not an effect of God’s will.
Keywords: pyrrhonism, creationism, materialism, atheism, natural philosophy, political action, revolution.
ARTÍCULOS
Ni pirrónico ni creacionista; materialista y revolucionario. Filosofía natural y política en la Mémoire de Jean Meslier*
Neither Pyrrhonian nor Creationist, Materialist and Revolutionary. Natural Philosophy and Politics in Jean Meslier’s Mémoire
Recepción: 09 Marzo 2022
Aprobación: 03 Agosto 2022
Publicación: 16 Diciembre 2022
En 1981, Margaret Jacob publicó por primera vez un estudio, The radical enlightenment, en el que invitaba a los especialistas a revisar algunas de las ideas y los presupuestos que hasta ese entonces habían guiado a la historiografía del Siglo de las Luces.1 Entre los juicios sobre la Ilustración que esta autora se proponía reconsiderar estaba el del lugar presuntamente marginal que habrían ocupado diversos escritores y publicistas —muchos de ellos hugonotes refugiados, francmasones o con estrechos vínculos con la masonería— usualmente considerados de segunda línea, cuya vida habría transcurrido durante el periodo en el que se produjo “la crisis de la conciencia europea” (Hazard 1988) —es decir, entre las décadas de 1680 y 1720—, y cuyos textos, diseminados de forma manuscrita y clandestina, contenían ideas filosóficas de carácter radical tanto en el ámbito político como en el religioso. Así, a la zaga de estudios pioneros como los de Gustave Lanson (1912) e Ira Wade (1938), Jacob afirmaba que había sido de esos manuscritos republicanos, deístas, materialistas, incluso ateos, de donde parecían haberse nutrido diversos autores canónicos de la Alta Ilustración, como el editor de la Encyclopédie (1751), Denis Diderot o el barón d’Holbach, traductor de John Toland y autor del Système de la nature (1770) (Jacob The radical enlightenment 1981 27).2 Pero además Jacob postulaba otra hipótesis novedosa: la del estrecho vínculo entre las dos mayores revoluciones que tuvieron lugar en el siglo XVII: la inglesa (1688) y la Científica. En otros términos, decía la historiadora,
En la Europa temprano moderna y preindustrial se asumía uniformemente que las ideas sobre la naturaleza, en particular sus manifestaciones físicas y propiedades metafísicas, guardaban relación con la forma en la que las personas, educadas o no, entendían el orden social y moral. (Jacob The radical enlightenment 1981 22, traducción mía)
Por esta razón, continuaba Jacob,
[…] había una gran diferencia entre los supuestos sociales de ciertos herejes que creían que Dios o el espíritu habitaban en la naturaleza, que en efecto la naturaleza contenía en su interior explicaciones suficientes de sus diversos fenómenos, y los supuestos de los newtonianos esencialmente ortodoxos, entre los que se encontraba incluso Voltaire, que sostenían que Dios controlaba la naturaleza desde fuera, por así decirlo, mediante leyes y agentes espirituales. (The radical enlightenment 1981 22, traducción mía)
De este modo, las cortes reales y los gobiernos monárquicos de Inglaterra y de Francia, opuestos a la igualdad política y social de sus súbditos, recibieron un importante apoyo de la concepción newtoniana de la naturaleza (dado que, más allá de los matices y diferencias entre “deístas” y “providencialistas”, el rey ocupaba el lugar de una deidad en la cima de la jerarquía política y controlaba el orden social de la misma manera en que Dios establecía las leyes del mundo). En oposición a esta concepción jerárquica del orden natural y político, el punto de vista al que Jacob denomina “panteísta, porque es la palabra que utilizaron algunos de sus defensores más agresivos del siglo XVIII” (1981 22), y cuyo máximo representante fue el irlandés John Toland (1670-1722), “tendía inevitablemente en una dirección socialmente igualitaria, pues socavaba los fundamentos teóricos de las iglesias establecidas y de su casta sacerdotal” (Jacob 1981 22). En suma, el panteísmo, al que también se llamó materialismo, defendía una idea “vitalista” de la materia, la cual ya no necesitaba de un Dios-relojero para ponerse en movimiento, sino que contenía esta propiedad de modo “esencial”, como lo afirma Toland en sus Letters to Serena (1704). Por esa razón, esta posición física y metafísica solía vincularse, en el ámbito político, a ideas republicanas, ya que el pueblo no dependía de la voluntad de un monarca para dirigir su propio destino, sino que, al igual que la materia, poseía la capacidad de autoorganizarse.
Retomando esta atractiva tesis de Jacob, y aunque el autor al que referiremos no haya sido incluido por la historiadora norteamericana en ese estudio particular,3 en este artículo se realizará un breve análisis del pensamiento de Jean Meslier (1664-1729), clérigo de una pequeña aldea francesa que vivió en el periodo analizado en The radical enlightenment, y que, luego de su muerte, se reveló como el autor clandestino de un extenso manuscrito en el que se desarrollan ideas metafísicas, religiosas y políticas de carácter radical. En concreto, se persiguen aquí dos objetivos: en primer lugar, a lo largo de la próxima sección, se realizará un reconstrucción de la filosofía natural desarrollada por Meslier a fin de poner en evidencia la superioridad que el cura atribuye a la hipótesis materialista, o de “la formación natural de las cosas”, tanto por sobre la tesis creacionista, que se enfrenta a contradicciones lógicas imposibles de resolver por medio de la razón natural, como en contraposición al nihilismo de los pirrónicos, quienes se niegan a aceptar algunas verdades evidentes que nos revela la experiencia. En segundo lugar, a partir de un breve análisis de los desvaríos a los que conducen la teología y la filosofía cartesiana, se intentará establecer un vínculo entre la posición metafísica del cura y su propuesta política a fin de mostrar que el ateísmo popular y revolucionario que Meslier defiende en su Mémoire des pensées et des sentiments (1729) resulta compatible con la idea de que el movimiento es una cualidad esencial de la materia y no un mero efecto de la voluntad de Dios.
A partir de estas reflexiones ontológicas y políticas, finalmente, se ofrecerá una serie de conclusiones en las que se intentará echar luz sobre el quiebre introducido por Meslier en relación con la idea del “pueblo”. Tras muchos siglos en los que este sujeto colectivo había sido visto con recelo —o hasta despreciado— por parte de los filósofos y las élites intelectuales, Meslier comienza mirar a los de abajo con otros ojos. El cura de Etrépigny ya no define al pueblo como “populacho”; no lo concibe como la chusma cuyo destino debe ser dirigido por los poderosos y los “grandes de la tierra”, devenidos hombres-dioses, sino como un conjunto de seres humanos que, a partir del uso del buen sentido y de la razón natural, son capaces tanto de desembarazarse de la tiranía teológico-política que esclaviza sus mentes y veja sus cuerpos, como de dirigir su propio destino. En la mirada de Meslier, el pueblo liberado será el encargado de construir una sociedad en la que la tierra sea común a todos, en la que el esfuerzo y los frutos del trabajo estén equitativamente distribuidos, y en la que la subordinación política se produzca solo a partir del mérito y de la sabiduría de los magistrados, y no gracias a engaños y a artimañas, o al uso directo de la violencia. Meslier imagina una sociedad posreligiosa, en fin, en la que los embustes de los evangelios sean tenidos justamente por lo que son, y en la que los curas ya no estén al servicio del poder real, sino de la educación moral de los hombres.
En una reinterpretación atea de la idea con la que Fénelon (1651-1715) da inicio a sus Cuvres philosophiques (1718), cuya primera parte está destinada a probar la existencia de Dios a partir de una serie de pruebas extraídas de las perfecciones de la Naturaleza,1 Meslier afirma que una rápida observación del mundo resulta suficiente para que todas las personas se vean compelidas a admitir “un principio […] tan claro y tan evidente, que nadie puede ponerlo en duda” (Meslier 1971 186). Este principio es el siguiente, continúa el cura: que “vemos claramente que hay un mundo, es decir, un cielo una tierra, un sol y una infinidad de otras cosas, que se encuentran como encerradas entre el cielo y la tierra” (1971 186). En efecto, añade Meslier, esta es una certeza tan manifiesta que ningún hombre de bon sens estaría dispuesto a dudar de ella,2
[…] a menos que quisiera hacerse expresamente el pirroniano, y deseara dudar de todas las cosas, lo que sería querer cerrar los ojos a todas las luces de la razón humana, y oponerse enteramente a todos los sentimientos de la naturaleza. Si alguien fuera capaz de llegar a ese punto, tendría que haber perdido completamente el juicio, y si deseara persistir absolutamente en tales sentimientos, habría que considerarlo como un loco, antes que emplear inútilmente razones para instruirlo. (1971 186)
¿Qué papel juega esta imagen tan peculiar —ficticia y hasta caricaturesca—3 del pirronismo en el razonamiento metafísico de Meslier? ¿Por qué el escéptico es concebido como un solipsista, esto es, como alguien a quien las disquisiciones filosóficas lo han arrastrado casi por un callejón sin salida hacia la negación de la existencia de la realidad material, incluida la de su propio cuerpo? ¿Qué beneficio pretende obtener el cura Meslier de esta analogía, cuyo origen puede rastrearse hasta las Méditations métaphysiques (1992 [1641]) de Descartes? Como han mostrado Miguel Benítez (2003b, 2012) y Sébastien Charles (2008), con unas pocas excepciones, casi todos los manuscritos filosóficos clandestinos de los siglos XVII y XVIII que abordaron la cuestión del escepticismo no tenían por fin ofrecer una imagen fiel de la agôgê presentada en por Sexto Empírico en sus Esbozos pirrónicos (1997), sino servirse del pirronismo con diversos objetivos. En el caso de Meslier, lo que se busca es, a nuestros ojos, ridiculizar —como seres que han perdido la razón, y que, por lo tanto, no deben ser tomados muy en serio a la hora de entablar una discusión filosófica— a quienes pudieran oponerse desde el escepticismo a la hipótesis materialista. Para echar un poco más de luz sobre las intenciones del cura, y con el fin de ofrecer una respuesta más sólida a las inquietudes indicadas al inicio de este párrafo, creemos necesario realizar una reconstrucción un tanto más detallada del contexto argumental en el que se inserta la referencia al escepticismo pirrónico. Esta tarea, a su vez, nos permitirá esclarecer el modo en el que Meslier se opone también al creacionismo defendido por Fénelon y los “cristícolas”, al tiempo que intenta justificar la superioridad de la hipótesis materialista.
En términos generales, cabe señalar que las referencias al pirronismo se insertan en diversos capítulos ubicados al inicio de la séptima prueba de la Mémoire de Meslier, en la que el cura pretende demostrar la falsedad de todas las religiones y la inexistencia de Dios a partir de una crítica de las ideas que los seres humanos tienen de las presuntas cualidades de esta divinidad. Esta suele ser representada como “un Ser soberano [y] todopoderoso, infinitamente bueno, infinitamente perfecto, que desea ser adorado y servido por los hombres de tal o cual manera” (Meslier 1971 149). Se trata de un Dios que, además, ha sido sagazmente utilizado por los príncipes y reyes de la tierra, quienes pretenden fundar su autoridad política en la soberanía que, supuestamente, esta divinidad les ha conferido. Por esa razón, afirma Meslier, “es ahora necesario probar, y hacer ver de manera manifiesta, que los hombres se equivocan en esto, y que no hay tal ser, es decir, que no hay Dios” (Meslier 1971 149-150), y que, por lo tanto, la autoridad política de quienes pretenden utilizarlo como fuente de su poder también carece de toda legitimidad.
En ese contexto, la primera estrategia a la que apela Meslier es a la de ubicar a su propia posición en una tradición venerable, recurriendo para ello a la autoridad de “la mayor parte de los eruditos y sabios de la antigüedad, [quienes] han negado o puesto en duda la existencia de los dioses” (Meslier 1971 150). De este modo, Sócrates, Aristóteles, Platón, Diágoras y Pitágoras son convocados a dar testimonio y ubicados junto con otros “célebres ateos” antiguos y modernos como Giulio Cesare Vanini, el naturalista Plinio, Luciano de Samosata, François Rabelais y Baruch Spinoza (cf. Meslier 1971 150-154).
En un segundo momento, Meslier desarrolla una serie de objeciones al argumento del diseño, es decir, al razonamiento —utilizado ya por Tomás de Aquino y retomado en la primera parte de la Démonstration de Fénelon— por medio del cual se considera que la belleza, el orden y las perfecciones que pueden hallarse en el mundo natural resultan una prueba a favor de la existencia de una inteligencia ordenadora y bienhechora. Como el propio Fénelon afirmaba en su Tratado:
En fin, toda la Naturaleza muestra el arte infinito de su autor. Cuando hablo de un arte, quiero decir un conjunto de medios elegidos para alcanzar un propósito específico. Es un orden, una disposición, una industria, un diseño seguido. El azar es todo lo contrario, una causa ciega y necesaria que no prepara, que no ordena, que no elige nada, y que no posee ni voluntad ni inteligencia. De allí que sostengo que el universo exhibe el carácter de una causa infinitamente poderosa e industriosa. (Fénelon 1718 7-8)
Frente a afirmaciones de este tenor, Meslier se interna de lleno en el debate físico y metafísico, y se dispone a hacer un análisis de dos hipótesis contrapuestas acerca del origen del mundo con el fin de establecer, afirma, “cuál de las dos es la más verdadera o la más verosímil” (Meslier 1971 171-172). Por una parte, Meslier analiza la tesis de los “deícolas”, es decir, de aquellos que afirman, como el arzobispo de Cambrai, que las perfecciones que se advierten en la naturaleza no serían posibles sin la existencia de un arquitecto sabio y todo poderoso. Por otra parte, el cura ateo presenta la posición de quienes —como él mismo— entienden que esas cualidades y perfecciones “no demuestran ni prueban en absoluto la existencia ni, en consecuencia, el poder ni la sabiduría de ningún otro artífice que no sea la propia naturaleza, que hace todo lo que podemos ver de más bello y más admirable” (Meslier 1971 169).
A juicio de Meslier, el argumento del designio presenta sobre todo dos problemas lógicos muy difíciles de subsanar, empezando por el de multiplicar las causas de manera innecesaria, exponiéndonos así al riesgo de un regreso al infinito. En una palabra, si se admite como válida la tesis de que el mundo natural es producto de una inteligencia ordenadora, más perfecta y poderosa, ¿qué nos impedirá conjeturar que esta primera causa es, a su vez, efecto de una causa anterior, más perfecta y poderosa? Dado que esta suposición podría reproducirse cuantas veces se quiera, el argumento del diseño terminará por dar lugar una justificación absurda y “que repugna enteramente a la recta razón” (Meslier 1971 170). Ahora bien, continúa el cura, si los deícolas no se muestran dispuestos a admitir esta posibilidad e insisten con la idea de que todas las perfecciones y potencias concebibles se agotan en el único Dios que ha creado este único mundo, ¿qué impediría concluir, por el lado opuesto al anterior, el carácter superfluo e innecesario de esa presunta causa? ¿Acaso no sería más razonable y económico concluir que todas las perfecciones que se atribuyen al supuesto arquitecto se encuentran ya en la misma naturaleza?4 En suma, puede concluirse que o bien los deícolas admiten la posibilidad de la relación causal, abriendo así la puerta al problema del regreso ad infinitum, o bien no la admiten, dando paso a la hipótesis de —lo que podríamos denominar— un naturalismo materialista. En efecto, afirma Meslier (1971 171), dar por supuesta la existencia de un único Dios perfecto es una razón “manifiestamente vana, no solo porque supone de manera gratuita y sin pruebas lo que es objeto de controversia”, incurriendo así en una falacia de petición de principio, sino también porque, al momento de admitir una causa primera, “es tan fácil decir y suponer que el mundo es por sí mismo lo que es, que decir y suponer que Dios es por sí mismo lo que es” (Meslier 1971 171). Sin embargo, como queda puesto de manifiesto en las líneas que siguen, el objetivo de Meslier consiste en mostrar que la hipótesis materialista es mucho más sencilla y admisible que la creacionista.
Al comenzar con el análisis de esta segunda hipótesis, Meslier sostiene que ella parece poseer fundamentos mucho más consistentes, pues
[…] es manifiesto y evidente que hay mucha más razón en atribuir la existencia necesaria, o la existencia por sí misma, a un ser real y verdadero que se ve y siempre se ha visto, y que se encuentra siempre de un modo manifiesto por todas partes, que atribuírsela a un Ser que no es sino imaginario, y que no se ve ni se encuentra por ninguna parte. De igual modo, es manifiesto y evidente que hay mucha más razón en atribuir la existencia por sí misma a perfecciones que se ven y se han visto siempre, que atribuirla a perfecciones imaginarias que no se ven y que no se encuentran por ninguna parte, y que incluso jamás se han visto ni encontrado es ninguna parte. (Meslier 1971 172)
No obstante, admite el cura, si bien es ciertamente más razonable y sensato atribuir el origen de la existencia de todo lo que es —al igual que de las perfecciones que es posible encontrar en la naturaleza— a un ser del cual podemos tener experiencia directa que a uno cuyas perfecciones solo pueden concebirse mediante la imaginación, también es cierto que la hipótesis del materialismo no se encuentra exenta de algunos problemas. Tanto la hipótesis de la “creación” como la hipótesis de la “formación natural del mundo” suponen un misterio “no menos oculto y por lo menos igualmente difícil de explicar y concebir” (Meslier 1971 173), pues en ambas hipótesis se parte de un mismo principio o supuesto: el de la existencia de un ser necesario y eterno, que es por sí mismo lo que es:
[…] y así, siendo que la dificultad es o parece ser igual de una parte y de la otra, no habría más razón para decir que el mundo, y todas las cosas del mundo, fueron creadas por Dios, que para decir que ellas fueron desde siempre lo que son, y que se habrían formado y ordenado por sí mismas en el estado en el que están, [y] que la materia habría sido de sí misma desde toda la eternidad. […] Este primer razonamiento ya debería bastar para hacernos suspender el juicio al menos durante algún tiempo; pues en una controversia de esta naturaleza, en la que no se trata sino de descubrir la verdad de una cosa, si no hay más apariencia de verdad de un lado que del otro, no hay razón de querer juzgar antes en favor de uno que en favor del otro. (Meslier 1971 174)
A partir de este momento, echando mano de la epoché de los pirrónicos, Meslier se propone realizar un análisis todavía más detallado de las dos hipótesis con el objetivo de determinar si las dificultades son equivalentes en una y otra o si resulta posible inclinar la balanza del lado del naturalismo materialista. Con ese fin, entonces, el cura analiza una a una las serias inconsistencias que conlleva el creacionismo para llegar a la conclusión de que el sistema defendido por los teólogos cristianos y los filósofos cartesianos, con Nicolas Malebranche y Fénelon a la cabeza, nos conduce a una serie de conclusiones que “repugnan a la razón”. En una palabra, tras analizar la “quimérica” idea de Dios defendida por los cristícolas, el cura concluye que “es evidente que el sistema de la creación del mundo, o que la suposición del sistema de la creación del mundo, implica necesariamente un número casi infinito de dificultades inexplicables, llenas de contrariedades y absurdos insostenibles” (Meslier 1971 178).
No sucede lo mismo con la hipótesis materialista, pues si bien esta segunda hipótesis se apoya igualmente en tres principios que son indemostrables mediante el uso de la razón natural —1) que la materia es eterna, 2) que es lo que es por sí misma, y 3) que posee por sí misma el movimiento—, ella “no contiene ninguna contradicción ni causa repugnancia” (Meslier 1971 179) a la razón natural. De allí puede concluirse que el sistema de la “formación natural de las cosas […] no contiene nada que sea imposible” (Meslier 1971 178-179). Así mismo, en relación con el tercer supuesto de la hipótesis, referido al origen del movimiento de la materia, el cura admite que
Sé bien que no es fácil de concebir qué es lo que precisamente hace que la materia se mueva, ni qué es lo que hace que ella se mueva de tal o cual manera, o con tal o cual fuerza y velocidad. Confieso que no puedo concebir el origen y el principio eficaz de este movimiento, pero no veo sin embargo ninguna repugnancia, ningún absurdo, ni ningún inconveniente en atribuírselo a la misma materia. No veo que pueda encontrarse ninguno [i.e. ningún absurdo], ni que incluso los mismos partidarios del sistema de la creación podrían hallar alguno. Todo lo que ellos pueden oponer a esto es decir que los cuerpos, grandes o pequeños, no tienen en ellos mismos la fuerza de moverse, puesto que no hay, dicen, ninguna ligazón necesaria entre la idea que ellos tienen de los cuerpos y la idea que tienen del movimiento. (Meslier 1971 180-181)
No obstante, afirma Meslier, esta objeción de los partidarios del creacionismo “no prueba nada” (1971 182), ya que la imposibilidad de concebir una conexión necesaria entre la idea que tenemos de un cuerpo y la idea de una fuerza capaz de producir el movimiento no implica que esa conexión no pueda existir de hecho, puesto que “la ignorancia en la que nos encontramos [respecto] de la naturaleza de una cosa no prueba de ningún modo que esa cosa no exista” (Meslier 1971 182). Por esta razón, entonces, a diferencia de la hipótesis del sistema de la creación, que sí conlleva contradicciones a partir de las que es preciso concluir necesariamente su falsedad, la hipótesis del sistema de la formación natural del mundo no repugna a la razón natural, esto es, no entra en contradicción con los principios de la lógica.
De todas maneras, Meslier no oculta que existe una diferencia nada desdeñable entre probar la no-imposibilidad de la hipótesis materialista, a la que él mismo denomina “suposición muy simple y natural” (Meslier 1971 179), y demostrar su carácter necesario. He allí la razón por la que, a nuestros ojos, recurre a una estrategia retórica suplementaria a fin de inclinar definitivamente la balanza del lado de la posición que pretende defender. Con ese fin, recordando quizás algunas de las enseñanzas que pudo haber extraído de su aplicada lectura de los Essais de Michel de Montaigne (1965 [1580]), el cura ofrece una serie de ejemplos que nos muestran cuánto ignoramos de las distintas relaciones causales que se dan en la naturaleza. Por ejemplo, no sabemos muy bien cómo se da la relación entre el ojo y la vista, ni cómo opera la voluntad sobre el movimiento de los miembros de nuestro cuerpo, ni cómo es que la agitación de las fibras del cerebro es capaz de producir el pensamiento, ni de la relación que se da entre el vientre de las mujeres y la generación de los seres humanos (cf. Meslier 1971 182-184).
Además, el cura recurre a la caricaturización de aquellos que pudieran elaborar diversas objeciones a la hipótesis materialista, como los pirronianos, quienes en su extravagancia son capaces de negar las verdades más evidente, o los “hábiles filósofos o espíritus sutiles” (1971 184), quienes prefieren postular mil principios imaginarios y contradictorios antes de admitir que la materia y el movimiento son las únicas causas reales de la naturaleza. Así, con el fin de ofrecer una prueba irrefutable de la verdad del materialismo, y que nadie pueda dudar de que la materia es por sí misma lo que es, que posee la cualidad del movimiento, y que es causa eficiente de todo lo que existe, Meslier afirma que es preciso recurrir a “un principio que sea tan claro y evidente que ninguna persona pueda ponerlo en duda” (186).5 A sus ojos,
Ese principio es el siguiente: vemos claramente que hay un mundo, es decir, un cielo, una tierra, un sol, y una infinidad de otras cosas que se encuentran como encerradas entre el cielo y la tierra. Esto es algo de lo que ninguna persona puede razonablemente dudar, a menos que quisiera hacerse expresamente el pirroniano […]. (Meslier 1971 186)
En efecto, añade Meslier, si una persona quisiera poner en duda la evidencia de este principio, “esto sería querer cerrar los ojos a todas las luces de la razón humana, y querer oponerse enteramente a todos los sentimientos de la naturaleza” (1971 186). Por ello, el cura se muestra convencido de que resulta verdaderamente difícil que alguien alcance este nivel de “sutileza” filosófica —para no decir de locura—, esto es, que alguien sea “tan pirrónico ni tan loco” (1971 186) como para no sentir ni mostrarse persuadido de que existen diferencias evidentes “entre el placer y dolor, entre el bien y el mal, como así también entre un buen pedazo de pan que se come con una mano y una roca que se sostiene con la otra” (1971 187). En suma, del mismo modo en que las curiosas historias de Pirrón de Elis que nos ha contado Diógenes Laercio (2007) no resultan muy verosímiles, Meslier cree que es imposible que una posición filosófica tan extravagante sea real:
El pirronismo no llega a dudar de estas cosas, por lo que puede decirse que él es más imaginario que real, y que es más un juego del espíritu que una verdadera persuasión del alma; es por eso que, dejando de lado esta duda universal y afectada de los pirrónicos, sigamos las más claras luces de la razón, que nos muestran evidentemente la existencia del ser. (Meslier 1971 187)
La existencia del ser se nos impone: “sabemos y sentimos ciertamente que somos, que pensamos” (1971 187); ergo, “es claro y evidente, al menos para nosotros mismos, que el ser es” (1971 187), puesto que nosotros no seríamos ni podríamos tener ningún pensamiento si el ser no existiera. He allí el “cogito materialista”6 de Meslier, el que, a sus ojos, permite ofrecer una prueba “clara y evidente” a favor de la hipótesis de la formación natural del mundo.
En resumen, el argumento materialista sería el siguiente: en primer lugar, como ha quedado establecido por aquel principio mencionado más arriba, nos vemos obligados a reconocer la existencia del ser ya que su evidencia se nos impone; en segundo lugar, no solo debemos admitir que su existencia es necesaria, sino también eterna, porque él no podría haber comenzado a ser de la nada (ex nihilo nihil fit) ni habría podido ser causado por ningún otro ser, ya que él es el único que existe; en tercero, sería necesario admitir que el ser, además de necesario y eterno, es “el primer principio y el primer fundamento de todas las cosas” (1971 188), puesto que todas las cosas no son más que “participaciones o porciones del ser” (1971 188); en cuarto lugar, por último, si este “ser en general” es necesario, eterno y fundamento de todas las cosas, es necesario concluir que “no hay nada creado, y, por consiguiente, tampoco creador” (1971 189). Dios, en definitiva, es una simple quimera creada por hombres astutos, ambiciosos y engañadores, quienes tan solo anhelan el poder.
Según puede inferirse de los capítulos de la séptima prueba de la Mémoire que hemos analizado, Meslier da a entender que la superioridad de la hipótesis materialista suele ser puesta en duda por dos clases de personas: por quienes han caído en las redes de las imposturas de la teología o por quienes han perdido la razón en las sutiles discusiones filosóficas. En lo que sigue, entonces, ofreceremos un breve análisis de esos dos modos contrapuestos de desvarío (el de aquellas personas que han decidido dejar de razonar, adoptando como verdaderos los dogmas de la religión, y el de aquellas que han razonado demasiado, desarrollando una serie de argumentos que no hacen más que conducirlos hacia callejones sin salida), para luego mostrar el camino de desengaño y redención pergeñado por el cura Meslier. Este camino no es otro que el del regreso al buen sentido, esto es, el de la recuperación y la ampliación de una razón natural que, en su estado saludable, es incapaz de aceptar las contradicciones a las que conduce la fe y se ríe a carcajadas de los artificios impartidos por algunos filósofos. Se trata de un camino pedagógico que terminará por dar paso a un proyecto de liberación política, a una revolución intelectual y material que servirá de puntapié inicial para la construcción de una nueva sociedad humana: una sociedad posreligiosa, en la que el ateísmo ya no sea patrimonio exclusivo de un puñado de eruditos, sino la opinión común de todo un pueblo. A través de este recorrido, en suma, pretendemos echar algo más de luz sobre la posible relación entre la hipótesis materialista, el ateísmo popular, y la revolución social y política con la que sueña Meslier.
El desvarío teológico, cabe decirlo, no solo es más peligroso sino también mucho más frecuente. En efecto, según da a entender Meslier, es un mal que se ha extendido casi de forma unánime desde hace muchísimo tiempo, ya que esta pócima teológica ha solido —y suele— ser bebida por un sinnúmero de seres humanos junto con la leche materna. Además, la obra de los primeros cristícolas se sostiene sobre cimientos y pilares que se ven reforzados día tras día por la labor de los sacerdotes, cómplices dilectos de príncipes y reyes ambiciosos. Así, al igual que la costumbre que describe Montaigne en sus Essais, estas creencias irracionales van incrementando su poderío de una manera solapada y sutil, imperceptible, hasta que alcanzan una fortaleza tal que la razón natural se vuelve casi completamente incapaz de oponerles resistencia.
Las religiones, afirma Meslier una y otra vez, no son más que brides à veaux, esto es, invenciones humanas ideadas “por políticos astutos y engañadores, luego cultivadas y multiplicadas por falsos seductores, y por impostores, más tarde recibidas ciegamente por los ignorantes, y finalmente mantenidas y autorizadas por las leyes de los príncipes y por los grandes de la tierra” (Meslier 1970 40). Su fin real no es ni por asomo el de garantizar la salvación de las almas de los fieles, sino el de perpetuar un “detestable misterio de iniquidad” (Meslier 1970 21), haciendo que los seres humanos más simples, ya cegados por la tradición en la que han nacido y les toca vivir, acepten como verdades incontrovertibles las ideas más extravagantes tanto en el ámbito de la religión como en el ámbito de la política. Vale recordar, al respecto, que la creencia en la existencia de un alma capaz de sobrevivir a la muerte solía estar vinculada, durante el Antiguo Régimen, a la creencia en la existencia de un Dios que distribuye castigos y recompensas en el orden ultraterreno, y que, a su vez, tiene en los reyes a sus legítimos representantes terrenales.
La fe, según la define Meslier (1970 80), es una “creencia ciega, pero al mismo tiempo firme e inamovible, en alguna clase de divinidad”, en otras palabras, una convicción que no solo exige no ser cuestionada, sino que también es causa de “ funestos problemas y de divisiones eternas entre los hombres” (1970 83). La fe de los cristianos es una persuasión irracional que, sin embargo, los sacerdotes se esfuerzan por consolidar día a día a través de diversos “motivos de credibilidad” (Meslier 1970 86): una doctrina “pura y santa”, una moral del amor y de la generosidad, las profecías, los oráculos y revelaciones, y —sobre todo— los milagros, “según dicen los cristícolas, son motivos y testimonios tan claros, tan seguros y convincentes de la verdad de su creencia y de su religión que no hay que ir más lejos para convencerse enteramente de la verdad de su religión” (Meslier 1970 88). He allí, en una palabra, la descripción del desvarío teológico.
En efecto, tras utilizar el prólogo y la primera prueba de su Mémoire para ofrecer un cuadro general de la angustiante situación en la que les toca vivir a “sus queridos amigos” y brindar un resumen de los objetivos de su obra, Meslier destina las cuatro pruebas siguientes a ofrecer un primer remedio contra la ceguera, realizando una aguda crítica de los presuntos motivos de credibilidad dados por los cristícolas. En la segunda prueba, Meslier muestra cuán poco crédito merecen los milagros, esos relatos antiguos acerca de los cuales los seres humanos no tienen ninguna evidencia empírica fehaciente.1 En la tercera, exhibe la falsedad de las supuestas visiones y revelaciones divinas, dando a entender, por ejemplo, que Abraham debe ser considerado “un loco, como un visionario o como un insensato” (Meslier 1970 201) que ha intentado inmolar a su hijo. En la cuarta prueba, Meslier ofrece una crítica de las profecías contenidas tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, mostrando la insensatez de prestar oídos a las interpretaciones alegóricas e invitando a los lectores de la Mémoire a considerar esas historias relatos que carecen de toda verosimilitud: la Biblia pertenece a la literatura fantástica tanto como Don Quijote de la Mancha. La quinta prueba, finalmente, está destinada a mostrar los errores contenidos en la doctrina y en la moral profesada por los cristícolas: una doctrina plagada de errores, inconsistencias y contradicciones, como hemos visto antes, y una moral antinatural que no solo ha llevado al desprecio del cuerpo y del placer, sino que también ha posibilitado el fortalecimiento de la tiranía —gracias a máximas como la de “poner la otra mejilla” o la de “amar a los enemigos”—, aspecto que el cura Meslier critica con dureza en la sexta prueba. He allí, en suma, en un apretado resumen del modo en el que Meslier intenta lograr que sus feligreses de Etrépigny vuelvan en sí y abran los ojos de la razón.
El desvarío filosófico, por su parte, es una vía mucho menos transitada por las personas de a pie, y sus incidencias prácticas sobre la vida social y política distan de asemejarse a aquellas que posee la teología cristiana, aunque sus perjuicios no sean por ello menos atendibles ni provoquen menor daño en la salud mental de quien ha recorrido ese camino. ¿En qué consiste este otro desvarío? En una palabra, en la posibilidad de que las sutilezas de la razón filosófica puedan conducirnos, poco a poco, hacia ese callejón sin salida del que hemos hablado antes, llevándonos a concluir —a la manera de Descartes o Berkeley— que no es posible probar la existencia real de ningún ente fuera de nosotros mismos, incluido nuestro propio cuerpo, sin recurrir a un complejo artilugio argumental, o sin requerir la ayuda extraordinaria de un ente sobrenatural.
En efecto, en las últimas dos pruebas de su Mémoire, que constituyen “la parte filosófica” (Mori 2021 145) o incluso metafísica, el cura Meslier presenta dos ejemplos concretos de esta afección filosófica. En el primero de ellos, ubicado en los capítulos iniciales de la séptima prueba, y analizado de manera detenida más arriba, realiza unas consideraciones similares a las que pueden encontrarse en sus notas manuscritas contra Fénelon, ofreciendo un retrato caricaturesco de los pirrónicos. En esas páginas, hemos visto, Meslier intenta desarticular el argumento del designio con el que el arzobispo de Cambrai da comienzo a su demostración de la existencia de Dios, afirmando que la mano que Fénelon cree encontrar detrás del orden del universo es tan solo “imaginaria”. Según la mirada del cura, no hay nada más ridículo y extravagante que recurrir a un ser invisible y presuntamente todopoderoso para explicar el origen y las perfecciones de la naturaleza, cuando ante nuestros ojos tenemos una materia tangible y real. Solo alguien que ha perdido el juicio podría pensar que la hipótesis del “sistema de la creación del mundo” es más razonable que la de “la formación natural de las cosas”. Ya que la sola idea de una materia que se mueve en diferentes direcciones y que puede modificarse para adoptar infinidad de formas distintas nos muestra con claridad “que todo lo que hay en la naturaleza puede ser producido mediante las leyes naturales del movimiento, y por la simple configuración y combinación de las partes de la materia” (Meslier 1971 180). El mundo material se impone, se presenta como una realidad que ningún ser humano puede poner en duda, a menos que uno quiera hacerse el “pirroniano” y dude de todo, lo que supondría cerrar los ojos a las luces de la razón. Quienes sostienen esa posición o han perdido completamente el juicio o bromean, pues esa duda universal e impostada de los pirrónicos, que conduce a posiciones inmaterialistas, es más un juego de algunos espíritus sutiles que “una verdadera persuasión del alma” (Meslier 1971 187). Nadie es su sano juicio, concluye Meslier, preferiría explicar la existencia del mundo a partir de un poder invisible mientras pueda realizar esa misma explicación recurriendo a lo que tiene a la mano: la materia y el movimiento.
En un desvarío similar han caído los “nuevos cartesianos”, quienes elaboraron una serie de elegantes reflexiones filosóficas a través de las cuales pretendieron defender el carácter inmaterial del alma humana. Estos personajes, a los que Meslier se opone sobre todo en la octava prueba de su Mémoire, no tienen sino una poderosa imaginación, y postulan como verdadera una idea imposible de concebir mediante la razón, utilizando un lenguaje que carece de sentido. En oposición a esta “bella y sutil distinción que nuestros nuevos filósofos cartesianos [es decir, Malebranche] han imaginado entre el cuerpo y el espíritu” (Meslier 1972 16), Meslier defiende una hipótesis materialista. Pues, si admitimos que el alma es aquello que “anima al cuerpo y le proporciona la fuerza y el movimiento que él tiene” (1972 13), nos veremos obligados a admitir que el alma es algo “real y sustancial” (1972 13), y, por lo tanto, que “debe ser necesariamente corpórea y material” (1972 13); en otras palabras, estaremos forzados a aceptar que el cuerpo y el alma son materiales y extensos,
[…] ya que nada de lo que es real y sustancial puede serlo sin cuerpo ni extensión, y la prueba evidente de ello es que resulta imposible formarse una idea de un ser o de una sustancia que carezca de cuerpo y no tenga forma, aspecto ni extensión. (1972 14)
A menos, claro está, que uno quiera hacerse el cartesiano:
[…] esos nuevos filósofos han reconocido claramente que un pensamiento del alma no es un cuerpo extenso, que un deseo del alma no es una cosa redonda, ni cuadrada, ni triangular, ni de ninguna otra figura [geométrica], y como suponen que tampoco puede cortarse, ni en dos ni en cuatro, ningún conocimiento, ni ningún sentimiento del alma, han creído encontrar una diferencia esencial entre el cuerpo y el espíritu, y [a partir de ahí] se han imaginado que se trataba realmente de dos entes y dos sustancias de naturaleza diferente, siendo propio de una de ellas la extensión en longitud, en anchura y en altura, mientras que lo propio de la otra era pensar, querer y sentir. (1972 16)2
A través de estos desvaríos, tanto los insensatos pirrónicos como los pretensiosos y sutiles cartesianos no han hecho más que contribuir a otorgar un fundamento metafísico más firme a la artimaña teológico-política de aquellos que pretenden obtener un provecho material de la torpe credulidad humana. He allí, entendemos, la verdadera preocupación de Meslier,3 quien, como mencionamos al inicio de esta segunda sección, no solo realiza un diagnóstico de la miserable situación que padecen sus feligreses, sino que también intenta elaborar una vía de escape, un camino de redención que otorgue al pueblo un sustancial grado de decisión sobre su propio destino.
En efecto, a pesar del sombrío panorama que nos pinta la Mémoire, no todo parece estar perdido. Por el contrario, incluso podría pensarse que la solución al problema está al alcance de la mano —al menos en términos ideales—, en tanto que ella radica en que los seres humanos sean capaces de volver a prestar atención al bon sens, a la razón natural y primitiva que parece habitar en cada uno de ellos. Es esta razón natural la que, sin mayores dilaciones, debería mostrarles cuán risibles resultan los dogmas de la teología cristícola, cuán vanos los sutiles razonamientos de la filosofía inmaterialista, y cuán ilegítimas las ambiciones políticas de los reyes y “grandes de la tierra”. El bon sens, en efecto, no solo debería llevarlos a atenerse a lo real4 o a reconocer la superioridad de los argumentos que respetan los principios de la lógica —como los que Meslier presenta en su Mémoire a favor de la hipótesis materialista—, sino que les bastará para alcanzar el conocimiento y la virtud.5
Desde la teoría, entonces, la solución parece ser bastante sencilla: basta con que los seres humanos recuperen su razón natural para que las enseñanzas de los sacerdotes y los argumentos de los filósofos —de pirrónicos y cartesianos— se presenten como fantasías ridículas, y que la liberación intelectual sea un hecho. En términos reales, la solución es sin dudas bastante más compleja, al punto de que Meslier escribió un enorme manuscrito con el objetivo de ofrecer una serie de argumentos “demostrativos” que fueran capaces de liberar a sus amigos “de esa miserable esclavitud en la que están, y de desengañarlos a fin de hacerles conocer la verdad de las cosas” (Meslier 1970 34). En efecto, la estrategia de liberación intelectual y política imaginada por Meslier podría ser dividida en cinco momentos sucesivos.
El puntapié inicial estaría a cargo de las personas ilustradas, quienes, por su “ciencia y talento”, serían las más adecuadas para comenzar a orquestar este proyecto de desengaño y emancipación intelectual y política. En concreto, este primer paso consistiría en atreverse a romper el silencio —al menos en forma póstuma, como el propio Meslier—, a conjurar el miedo que les provoca el poder y a dejar de ser cómplices de la dominación teológico-política. En varios pasajes de su obra, y sobre todo en los capítulos iniciales y en la “Conclusión”, el cura insta a las personas “más sabias y esclarecidas” a hacer a un lado la cobardía y la adulación para asumir el compromiso de mostrarle al resto de los seres humanos aquellas verdades que los sacerdotes y los tiranos les ocultan con maestría.
Este primer paso debería verse acompañado por un segundo momento en el que los pioneros de la causa del desengaño serían responsables de comenzar a difundir, secreta y clandestinamente, escritos como la Mémoire en los que “se haga conocer a todo el mundo la vanidad de los errores y las supersticiones que hay en la religión y que hacen que reine en todas partes el odioso gobierno tiránico de los príncipes y reyes de la Tierra” (Meslier 1972 148). En suma, deberían invitar a otros hombres de bon sens a analizar sus textos, a convencerse de la verdad y de la razón que se encuentra contenida en ellos, y a sumarse a la conjura, como también lo hace el mismo Meslier:
Invitaría de buena gana a toda la gente de espíritu y de buen sentido, a todas las personas probas, a que suspendieran el juicio sobre este asunto [de la dominación]. Las invitaría a que se deshicieran de los prejuicios que pudieran tener debido a su nacimiento, a su educación y a sus costumbres particulares. Las invitaría a que prestaran una atención particular a lo que he dicho. En fin, las invitaría a que examinaran seriamente mis pensamientos y sentimientos, así como las pruebas que he aportado, para que descubrieran y señalaran lo que ellas tienen de fuerte y débil. (Meslier 1972 157-158)
El tercer momento de la conspiración se correspondería con la etapa en que esas verdades de la razón natural, conocidas —o, mejor dicho, recordadas— todavía por unos pocos seres humanos, deberían comenzar a ser divulgadas entre las personas simples, dadas a conocer a los pueblos, principalmente mediante una educación impartida por los ilustrados que se hubieran ido sumando a la causa.6 Preparado el terreno y difundidas las verdades de la razón natural, el cuarto momento sería el de la unión de todos aquellos que se encuentran bajo el yugo de la dominación; este seria el inicio de un proceso de entendimiento mutuo que conduciría a los súbditos a comprender por fin que la emancipación solo depende de su voluntad, dado que los tiranos —como ya había enseñado Étienne de la Boétie (2010) en su Discours de la servitude volontaire— carecen de todo poder sin la complicidad de quienes se encuentran sometidos a ellos y dan forma a esa repulsiva pirámide de servidumbre.7 Así, puesto en evidencia el detestable “misterio de iniquidad” política, rota la brida que sujetaba a quienes creían ciegamente en las enseñanzas de los sacerdotes, organizada y expandida la conjura del bon sens, el quinto y último momento de la insurrección imaginada por el cura marcará el paso de la desobediencia civil a la violencia política. Siguiendo el ejemplo de Casio y Bruto, llegará el tiempo de destronar a las testas coronadas, pues, en palabras de aquel campesino de bon sens al que Meslier refiere en las páginas iniciales de su Mémoire, las injusticias terrenales solo acabarán el día en “que todos los grandes de la tierra y todos nobles sean colgados y ahorcados con las tripas de los curas” (Meslier 1970 23).8
He allí la consecuencia necesaria de una aplicación metódica de la razón natural. En una palabra, el buen sentido y la razón no solo habrán de conducir a los seres humanos a desbaratar las falsas elucubraciones de la teología cristícola y de la filosofía cartesiana, reconociendo la superioridad de la hipótesis materialista, sino que también habrán de encaminarlos, paso a paso, hacia la insurrección religiosa, y la revolución política y social. En suma, como lo ha señalado recientemente Charles Devellennes (2021 84, traducción mía), “La concepción materialista de la naturaleza de Meslier —siendo la materia capaz de moverse por sí misma y de pensar— tiene consecuencias directas en su pensamiento político” ya que el pueblo parece por fin estar en condiciones de hacerse cargo de su propio destino.
¿Qué tipo de sociedad habrá de nacer de esta conjura del buen sentido, de esta revolución teológico-política? Si bien la sección crítica de la Mémoire es mucho más voluminosa y detallada que su sección propositiva, también es cierto que Meslier nos ofrece algunas ideas bastante concretas acerca de la sociedad que imagina, sobre todo por oposición a aquella en la que le ha tocado vivir, y a la que critica con dureza a lo largo de toda la sexta prueba de su obra. De hecho, frente a una sociedad basada en una “enorme desproporción de estado y de condiciones” (Meslier 1971 16), en la que unos pocos tienen casi todas las riquezas y gozan de todos los privilegios y muchísimos padecen el hambre y hasta la miseria, el cura defiende la igualdad y la libertad natural de los seres humanos. Además, postula la idea de que la propiedad de la tierra es un bien común a todos,9 al igual que también deben ser comunes el esfuerzo del trabajo y los frutos que se obtengan de esa labor. En términos políticos, hemos visto que Meslier se opone fuertemente a la teoría del derecho divino de los reyes no solo porque el Dios que invocan los príncipes es una ficción ideada por personas astutas, ambiciosas y embusteras, sino también porque los ministros de la religión siempre se han mostrado como cómplices dilectos de los tiranos que rapiñan a sus pueblos por medio de gravámenes abusivos. Frente a ese escenario, característico de la Francia del Antiguo Régimen, el cura defiende la idea de un gobierno orientado hacia el bien común de la sociedad en el que la igualdad social y económica se vean acompañadas por una “subordinación [política] justa y bien proporcionada” (17); en otros términos, una subordinación política que ya no sea resultado de engaños ni del uso de la violencia, sino que se encuentre basada en el mérito, en la sabiduría y en la virtud de los magistrados. Finalmente, puede afirmarse que Jean Meslier imagina una sociedad posreligiosa en la que los ardides de los diversos cultos sean tenidos justamente por lo que son, y en la que los que algunas vez fueron sacerdotes ya no estén al servicio del poder regio sino de la educación moral de los seres humanos. En tal sentido, afirma una vez más Devellennes (2021 91-92), la posición de Meslier puede ser definida como un “republicanismo radical” en tanto que su obra comprende diversas formas de radicalismo: “Es crítica porque rechaza todas las formas de dominación existente; es filosófica porque aplica una ontología materialista a todos los aspectos de la vida, incluida la acción política; y es positiva porque permite esbozar una nueva forma de asociación política”.
Tras un detallado estudio de los manuscritos filosóficos clandestinos que circularon por Europa durante los siglos XVII y XVIII, Miguel Benítez (2003a) llegó a la conclusión de que, con “algunas excepciones dignas de mención” (258), los autores de esos manuscritos continuaron adhiriendo al elitismo que había caracterizado a los libertinos eruditos sobre todo por dos motivos: “la prudencia y la política” (255); por prudencia, porque las ideas peligrosas contenidas en estos textos solo podían divulgarse sin peligro para sus autores entre un número reducido de personas; por política, porque el orden social y la “razón de Estado” requerían que el pueblo ignorante fuera mantenido en el engaño. Dicho de otro modo, las creencias en la inmortalidad del alma y en la existencia de Dios debían ser sostenidas por el propio bien de los iletrados, aunque su falsedad resultara evidente entre los habitantes de la República de las Letras. En suma, afirma el crítico español, “no es raro encontrar en diferentes tratados clandestinos los rasgos tradicionales del libertinaje erudito: el carácter privado de la verdad y el desprecio hacia el pueblo ignorante” (Benítez 2003a 254).
No ocurre lo mismo con el célebre Tratado de los tres impostores (c. 1710), para cuyos autores “el pueblo ya no es la chusma de la que hablaban los libertinos” (Benítez 2003a 251). En efecto, según hemos intentado mostrar en este trabajo y según se hace evidente desde la primera página del texto, los destinatarios últimos de las tres copias del extenso manuscrito redactado por el cura ateo de Etrépigny eran los campesinos analfabetos pero no por ello carentes de razón natural. Como hemos visto, Meslier insta a los hombres sabios y honrados a decir la verdad a los pueblos, a transmitir su mensaje de boca en boca, a organizar una lectura colectiva y conspirativa de su obra, una lectura en la que los iletrados fueran capaces de recibir la buena nueva de parte de aquellos, menos ignorantes, capaces de descifrar el escrito.
Así mismo, si consideramos la tesis defendida por Margaret Jacob y Catherine Secretan (2013) hace algunos años, el caso de Meslier no sería una excepción. Por el contrario, según la interpretación de estas autoras, diversos desarrollos culturales del periodo comprendido entre 1500 y 1800 (la formación del Estado, el crecimiento del comercio, la Reforma) crearon una mayor demanda de las habilidades prácticas de las personas que no pertenecían a la élite, a las que se les fue concediendo cada vez más utilidad en los ámbitos en expansión de la sociedad temprano-moderna. Fue este ascenso el que incitó a muchos pensadores de la Ilustración a repensar las cualidades inherentes a la “gente corriente” (ordinary people), lo que dio lugar a una nueva valorización del pueblo, de la gente común, y a su incorporación en las estructuras de decisión política. En ningún lugar fue más pronunciado este proceso que en las precoces sociedades de Gran Bretaña y de la República Holandesa, en las que el papel de los plebeyos pasó de una situación en la que eran “ignorados o temidos o denigrados” a otra en la que se los consideraba de modo positivo en la vida social, “como algo valioso por sus habilidades, o por sus oficios, o por su capacidad de razonar o incluso de afianzar la estabilidad del Estado” (Jacob & Secretan 2013 1). Esta primera modernidad se caracterizó, en suma, por el auge del pueblo llano, y es indudable que estas ideas circularon entre Gran Bretaña, los Países Bajos y Francia.
En efecto, afirma Jacob (“The populist voice” 2013b) —en línea con Miguel Benítez—, diversos textos filosóficos (sobre todo clandestinos) redactados en esos territorios entre finales del siglo XVII y principios del XVIII dejan en evidencia que el pueblo era su destinatario último. El caso del Traité des trois imposteurs —redactado, según se supone, por refugiados hugonotes en Holanda— es uno de los más impactantes pues “se dirigió directamente a las capacidades de la gente común” (Jacob 2013b 163). Otro caso importante es el de John Toland, quien si bien afirmó que su Christianity not mysterious (1696) no estaba destinado a los “lectores ordinarios”, se esforzó también por hacer accesible su escrito, reconociendo una “considerable ventaja para el vulgo que estoy lejos de descuidar” (citado en Jacob 2013b 163). Algo similar ocurrió con un amigo de Toland, Anthony Collins, quien instaba a todo hombre a pensar libremente por sí mismo, y con el autor anónimo del Essais sur la recherche de la vérité (c.1728), quien afirmaba en la primera línea de su manuscrito que “Todos los hombres tienen una inclinación natural a buscar la verdad” (citado en Mori y Mothy 2010 217). No menos llamativos son los casos de Cesar Chesneau Dumarsais y de Jean Meslier, añade Jacob (2013b). En Le Philosophe (c.1720), con un tono menos optimista y ciertamente menos sanguinario que Meslier, Dumarsais confiaba en que los seres humanos de a pie podían ofrecer resistencia a las quimeras de la superstición y de la religión, sobre todo con ayuda de los filósofos. Y no de otra opinión era el cura de las Ardenas, cuya “voz sencilla e ideas audaces se difundieron por todas partes” (Jacob 2013b 164).
Meslier confía en el pueblo, se muestra convencido de que el bon sens y la razón natural bastarán para liberar a las personas menos letradas de la opresión teológica y política, siempre que cuenten con la compañía y la intermediación de los ilustrados, al igual que confía también en que las sociedades pueden organizarse de una manera completamente diferente a la del Antiguo Régimen. No solo porque el pueblo es capaz de dejar de lado la creencia en un Dios que todo lo ha creado, y adherir racionalmente a la hipótesis de que la materia y el movimiento son las únicas causas de todo lo que existe, sino también porque puede sacar conclusiones sociales y políticas de esas premisas metafísicas: el rey, al igual que Dios, se vuelve innecesario, y el pueblo, al igual que la materia, ya no depende de una entidad exterior que la organice y la ponga en movimiento, sino que está en condiciones de regir su propio destino.