ARTÍCULOS
Recepción: 14 Marzo 2022
Aprobación: 25 Agosto 2022
Publicación: 16 Diciembre 2022
DOI: https://doi.org/10.18270/rcfc.v22i45.3949
RESUMEN: El siguiente artículo busca precisar algunas claves de lectura y marcos teóricos para pensar en el nexo entre naturaleza, amor y conocimiento en la obra de Jean-Jacques Rousseau (1712-1788). En su filosofía, la naturaleza humana se define a partir de dinámicas afectivas, entre las cuales son señaladas las del amor, que comprometen al individuo con el entorno. Se analizará primero la relación entre conocimiento y naturaleza. Luego, se menciona de qué manera este binomio requiere, para su comprensión, de la noción de autoconocimiento. Finalmente, se referirá el rol problemático que ocupa la filosofía entre las ciencias y las artes a la hora de promover las formas de amor que interesan al pensador de Ginebra.
Palabras clave: Dinámicas afectivas, amor de sí mismo, autoconocimiento, naturaleza humana, naturaleza del conocimiento, filosofía de las luces, verdad.
ABSTRACT: The following article aims to specify some reading keys and theoretical frames to think about the nexus between nature, love and knowledge in the work of Jean-Jacques Rousseau (1712 – 1788). In his philosophy, human nature is defined by the means of affective dynamics, in which love has an important role, that compromise the individual with the environment. The analysis will first focus on the relation between knowledge and nature. Then, it is mentioned how these two terms require, for a better comprehension, of the notion of self-knowledge. Finally, there will be a reference on the problematic role of philosophy, between sciences and arts, in order to promote the forms of love that mostly matter to the thinker of Ginebra.
Keywords: Affective dynamics, love-of-self, self-knowledge, human nature, nature of knowledge, enlightenment philosophy, truth.
1. Introducción: amor o conocimiento
En el presente texto se articulan algunas hipótesis para pensar en las nociones de amor, conocimiento y naturaleza en la obra de Jean-Jacques Rousseau. Se considera, en este trabajo, que hay una centralidad de los afectos en la teoría del filósofo, lo cual remite a una naturaleza humana en relación interactiva y plástica con su entorno, en términos del ginebrino, perfectible. En este esquema, lo humano, artefacto y natural, se define y redefine de manera continua por medio de dinámicas que son afectivas en un sentido amplio, puesto que los individuos promueven y perciben, en este orden, sentimientos, emociones, imágenes o pensamientos, adoptan hábitos, modifican sus fisonomías y su forma de ser, en definitiva. Estas dinámicas afectivas en la obra del filósofo se resumen en una pasión que es el amor de sí mismo, el cual, en relación problemática con los demás, se convertirá en amor propio. Este último es una figura que señala la cesura del interés del individuo, un desvío del amor de sí, según lo cual el individuo se insensibiliza y antepone el interés particular frente al común, todo lo cual excluye la posibilidad de acceder a los términos que requiere la institución o conservación del contrato social legítimo.
Estas dinámicas afectivas se encuentran en la base de las instituciones políticas, según Rousseau. Para decirlo sin rodeos, esto supone que la existencia humana, su libertad o las posibilidades y limitaciones de un pueblo o de una persona se fundan en una disposición sensible.1 La moderación de la sensibilidad constituye a su vez el objeto de cualquier institución que pretenda ser legítima en cuanto que solo por medio de una educación afectiva —de la sensibilidad por medio de la promoción ordenada y adecuada de estímulos— se lograría el sostenimiento de una sociabilidad en donde los miembros sean capaces de querer el interés común. Los afectos emergen, se desarrollan y se modifican a partir de las circunstancias, con las cuales se comprometen de manera tal que su fuerza o su resistencia, su debilidad o su volatilidad, dependerán de cómo se disponga afectivamente un individuo en relación con las cosas, los seres, las ideas y las fantasías que salen a su encuentro. La naturaleza humana no es algo que pueda hallarse en el fondo de un baúl cubierto de polvo; no existe más que en cuanto que el ser humano la realiza como tal. En este sentido, el ser, la experiencia o la naturaleza humana serán siempre lo que es la estatua de Glauco: una incógnita, un cuerpo desfigurado por el paso del tiempo, irreconocible en sus orígenes, reconocible solo a través de su continua degeneración.
Naturaleza y sociedad son aquí dos horizontes fundamentales que se solicitan mutuamente pero que pueden excluirse si las circunstancias históricas, morales, culturales o personales de un individuo propician afectos que tiendan hacia el interés particular, el egoísmo y la competencia entre semejantes, significando esto un silenciamiento de la voz natural en el género humano.2 Como se puede observar en Emilio (2010), dada la vigencia de la sociedad del despilfarro, la superabundancia y la indiferencia (insensibilidad ante las desgracias de los sectores sociales oprimidos y segregados) que Rousseau observa entre sus contemporáneos, lo más conveniente será la moderación de las pasiones, la reconducción del individuo a la tendencia afectiva que lo religó con sus semejantes en un principio. Pero, ¿qué dinámicas, hábitos o contextos propician los afectos que tienden a la sociabilidad deseada, aquella capaz de querer lo común según la medida de sus impulsos naturales? Y luego, ¿quién conoce y cómo conocer o reconocer la voz de la ley natural para lograr dicho cometido?
Por otro lado, si naturaleza y sociedad son dos órdenes que se requieren entre sí, también entre naturaleza y conocimiento la relación será de desvelamientos y ocultamientos. Se abordará la cuestión del conocimiento no exclusivamente en términos de racionalidad o reflexividad, sino también en cuanto a la experiencia o el aprendizaje de valores que orientan el interés del individuo. En este esquema, se entiende que tanto el amor como la filosofía juegan un papel central, lo cual se refleja de manera cabal en la posición de Rousseau respecto a la cuestión de las ciencias y las artes. Interesa ubicar los aspectos éticos de la posición rousseauniana, los cuales sirven como una guía para la crítica de cualquier arte e industria humana, pero más aún para las letras y la filosofía ya que sus peligros son mayores.
El objetivo de este trabajo, por ende, es poner en relación los términos amor, conocimiento y naturaleza bajo la hipótesis de que el amor —cierto tipo de amor, el amor de sí mismo— es un nexo fundamental para Rousseau en lo que hace a la legitimidad del constante intercambio entre naturaleza y conocimiento. Este tipo de amor crece espontáneamente pero debe ser inculcado y cultivado generación tras generación por los miembros de una sociedad ya que es continuamente obstaculizado o desviado por los menesteres de la civilización y del interés particular concretamente. Este cultivo sería una tarea que se debería dar cualquier sociedad que busque relaciones de reciprocidad en el interés entre sus miembros. Esta requiere, según Rousseau, de una filosofía que en ciertos aspectos está basada en el autoconocimiento, frente a lo cual cabe desmarcarse de una manera de hacer filosofía que conduce al amor propio inconveniente, el que es egoísta y busca la satisfacción desmesurada de su propio interés. Se procederá, primeramente, a mapear el terreno sobre el que se funda la relación entre naturaleza y conocimiento en la teoría de Rousseau. Luego, se analiza de qué manera es pertinente el autoconocimiento como una tarea ética orientada a una vida en el amor para proveer de legitimidad a este vínculo. Finalmente, se señalará el lugar problemático de la filosofía, a veces encomiable, otras veces censurable, para abordar la dinámica entre el conocimiento, el amor y la naturaleza humana.
2. La naturaleza del conocimiento
Como señala Revault d’Allones (2009), hay en la teoría de Rousseau una dimensión humana prepolítica que es preciso recuperar para construir instituciones políticas. Dicha dimensión, la del semejante, es accesible y modulable mediante los afectos.1 En esta plasticidad de lo humano (Waksman 2016), bajo este continuo modificarse, Rousseau reconoce una forma básica de amor en los todos los seres vivos que tiende a la conservación; es como la savia para los árboles, se dirá en Emilio (2010): el amor de sí mismo (amour de soi), afecto que permite sobrevivir de manera certera, apacible y espontánea, infalible. Esta pasión moderada —moderada por la piedad— se desviará de su objeto de interés al momento en que se conforma la asociación con los semejantes. El interés del individuo, su forma de amarse a sí mismo, tan seguro de lo que necesitaba, se ve obstaculizado por la irrupción de nuevos objetos que hacen vacilar su interés. La emergencia de nuevos objetos e intereses pone al individuo en situación de comparar. Esta comparación es reflexiva, racional, producto de una situación forzosa en donde se debe elegir —y, por ende, preferir— entre elementos que hacen a la —mejor— subsistencia, y funda una nueva forma de ser —moral— que se denomina entonces, según Rousseau, amor propio (amour propre).2 El amor propio también es una regla de cuidado del individuo, pero esta forma de amor procura satisfacer su interés de manera disociante y no genera, en definitiva, la convivencia ni la reciprocidad en el interés. Rousseau entiende que ocurre en este punto un alejamiento de la voz natural, imponiéndose por sobre la lógica del ser la lógica del aparentar o del parecer —inspirada por lo que ilusoriamente el interés particular persigue en su carrera moral.
Por contrapartida, el amor de sí mismo, que es una vigilia del individuo consigo mismo, se orienta por los dictados de la ley natural. En Emilio (2010 314) se explica como “una pasión primitiva, anterior a cualquier otra, de la que todas las demás no son en cierto modo más que modificaciones”; según los dictados de esta voz un ser vivo subsiste. El amor de sí constituye un criterio clave para comprender de qué manera se ordena un individuo con su entorno; de este sentimiento se obtiene el conocimiento de la conveniencia o la inconveniencia en el actuar (2010 314). En línea con esto, otro criterio clave para comprender el ordenamiento moderado —sensible— con el entorno es el de la piedad, un segundo principio que ubica Rousseau como característico de la vida regida por la ley natural. La piedad (pitié) o compasión (Revault d´Allones 2009 31-33) es, según Rousseau, una “disposición conveniente a seres tan débiles, y sujetos a tantos malos como nosotros lo somos”. Este principio “precede al uso de toda reflexión”; es “tan natural, que las bestias mismas dan muestras sensibles de ella”, y representa una “repugnancia innata a ver sufrir a sus semejantes” (Rousseau 2000 212). Esta pasión, que Jean-Jacques Rousseau presenta como moderadora del apetito por sobrevivir, representa en Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres “el movimiento puro de la naturaleza” (2000 262-264)3. Estos dos principios —amor de sí y piedad— que moderan la avidez en el deseo son prerreflexivos, a la vez que no son sentimientos que se experimenten de manera consciente: aunque son sentimientos que motorizan al individuo a subsistir —al salvaje, al animal o al infante, que vive sin saber que vive—, la conciencia de estos afectos no es propia de quien se encuentra bajo su gobierno (Emilio 2010).
La conciencia sobre la propia existencia se desarrolla, al igual que la razón, durante la existencia social del individuo: la asociación le retira del régimen de relaciones naturales —donde hay autosuficiencia, inconsciencia, irreflexividad e indolencia— y le inserta en la dimensión de la especie, en una nueva trama de relaciones en la que la voz de la naturaleza se ve acallada por la excitación del interés particular del individuo a raíz de la estima pública que surge de la desigualdad de capacidades o talentos (Rousseau 2000 289-290). La imaginación opera en esta transacción afectiva un rol importante ya que, en principio, posibilita la incorporación del interés del semejante en la esfera de lo propio, en orden a lo común, aunque, una vez asociados, también las fantasías de la imaginación ilusionan al individuo con el goce que produce la estima pública y confunden su interés real por uno espurio que lo desvía del cuidado de sí y de los demás, en desmedro de ellos, en orden arbitrario a su sí mismo.4 Por su parte, la razón emerge como una cualidad organizadora de la nueva amalgama de variables que se ofrecen al interés: es una capacidad de cálculo y estimación funcional a la propia subsistencia, solo que, ante la superpoblación de objetos y de perspectivas que la requieren en la asociación con los demás, acaba por confundir y eventualmente debilitar el sentimiento apacible del amor de sí mismo; el sujeto aspira así a estados que no puede o a los cuales no debe aspirar debido a su incapacidad para alcanzarlos. En este desconocimiento de los propios límites se pone en juego la frustración y luego el movimiento afectivo que retrae: la envidia, los celos, la vergüenza, el orgullo o la vanidad.
Como se mencionó, ambas formas de amor —amor de sí y amor propio— articulan de distinta manera las relaciones con el entorno humano —con la naturaleza, con las cosas y con las demás personas (Emilio 2010 39)—. La voz de la ley natural se acalla en la medida en que se desarrolla la razón y las instituciones humanas.5 Se pueden distinguir distintos órdenes en los cuales es posible pensar el desarrollo de un afecto en su interacción con el entorno: uno físico, asiento de la ley natural, y otro “espiritual” o moral —intelectual—, asiento de las convenciones humanas. A su vez, se distinguen en este trabajo tres roles o campos en los que actúa un individuo: hay una dimensión subjetiva, íntima, del individuo consigo mismo; una intersubjetiva, en la que se relaciona con los demás (a través de las cosas); y una institucional, en la cual el individuo se relaciona con la ley que lo gobierna. La hipótesis de este artículo es que conocer o desconocer el propio lugar en una trama de relaciones o contexto es para Rousseau una condición fundamental para identificar la legitimidad de las dinámicas afectivas que conforman una naturaleza.
La emergencia de la razón condiciona de manera indefectible la sensibilidad, lo cual puede significar una retracción del amor de sí mismo y un “progreso” del amor propio, una insensibilización respecto al discernimiento de lo conveniente: “Es la razón la que engendra el amor propio, y es la reflexión la que lo fortifica; es ella la que repliega al hombre sobre sí mismo; es ella la que lo separa de cuanto le molesta y aflige” (Discurso sobre el origen 2000 266). Sin embargo, también la razón bien conducida, moderada, significa un refinamiento del amor propio, deviniendo expansivo, de lo cual resulta la conciencia.6 Esto se observa en Las ensoñaciones del paseante solitario (2008 [1777]), en el “Cuarto Paseo”, en ocasión de las meditaciones de Rousseau sobre el lema de Juvenal (IV 91): “Vitam vero impendenti”, “al que sacrifica la vida a la verdad”. En este paseo se indagará no sobre qué es la mentira y la verdad, sino sobre a qué verdad uno se debe. Según Rousseau, uno se debe a una verdad en función de las consecuencias que tiene para los demás antes que por un valor abstracto objetivo. El asiento para alcanzar esta certeza es la conciencia, no la razón abstracta intelectual: “Tales fueron mis reglas de conciencia sobre la mentira y sobre la verdad. Mi corazón seguía maquinalmente esas reglas antes de que mi razón las hubiera adoptado, y el instinto moral las aplicó el solo” (Cartas morales 2008 74). En Emilio, por otro lado, la razón debe ser perfeccionada mediante el sentimiento para alcanzar el estatuto de conciencia (2010 301). La conciencia se convierte así en una guía para el alumno frente al tumulto de las pasiones:
La conciencia es la voz del alma, las pasiones la voz del cuerpo; la razón es falible, la conciencia nunca; es la verdadera guía del hombre, es al alma lo que el instinto al cuerpo, quien la sigue obedece a la naturaleza y no teme extraviarse. (Emilio 2010 428)
3. El autoconocimiento de la naturaleza humana
Es acá donde surge la pregunta: ¿cómo saber cuándo se está ante la voz de la conciencia y cuándo se está ante la voz de la razón? ¿Cómo reconocer en nosotros mismos la ley natural, la “dulzura” del amor de sí mismo, frente al “estruendo” de la civilización y del amor propio? Rousseau se pregunta en Discurso sobre la desigualdad acerca de las posibilidades de conocer la naturaleza, lo cual antecede la exposición del método a través del cual efectivamente se la estudiará:
Conociendo tan poco la naturaleza y entendiéndose tan mal sobre el sentido de la palabra ley, sería muy difícil convenir en una buena definición de la palabra ley natural. Por eso todas las que se encuentran en los libros, además del defecto de no ser uniformes, tienen aún el de estar deducidas de muchos conocimientos que los hombres no poseen naturalmente, y ventajas cuya idea solo pueden concebir después de haber salido del estado de naturaleza. (2000 224-225)
Se encuentran estrechamente reunidos en esta cita los términos ley, naturaleza, convención y conocimiento. Debido a la dificultad en la conveniencia acerca de lo que es una ley natural, Rousseau procede dejando de lado “todos los libros científicos, los que no nos enseñan otra cosa más que a ver a los hombres tales como ellos se han formado, y meditando sobre las primeras y las más simples operaciones del alma humana, yo creo descubrir en ella dos principios anteriores a la razón” (Discurso sobre el origen de la desigualdad 1820 18). Se podría decir, en este punto, que la utilidad de estos dos principios, amor de sí mismo y piedad, reside en el hecho de que son accesibles a cualquier persona, independientemente de su rango social, civil o político, o bien de su conocimiento. “No se está obligado, de ninguna manera, a hacer del hombre un filósofo antes de hacerle hombre: sus deberes para con sus semejantes no le han sido dictados únicamente por las lecciones tardías de la sabiduría” (Rousseau Discurso sobre el origen de la desigualdad 1820 19). Según Rousseau, esta posición frente al problema del derecho natural resuelve las dificultades habituales de las teorías filosóficas en torno a la problemática de la ley natural, así como también la pregunta acerca de la participación de los animales (las bestias) en esa ley, de lo cual Rousseau no tiene duda alguna (Rousseau Discurso sobre el origen de la desigualdad 1820 19). En cuanto a los dos principios, amor de sí mismo y piedad, Rousseau dice que a partir de estos, y
[…] sin que sea necesario recurrir al [principio] de la sociabilidad, [es] que me parece [que] emanan o provienen las reglas del derecho natural, reglas que la razón se encuentra en seguida obligada a restablecer sobre otras bases, luego que por sus descubrimientos sucesivos ha llegado al punto de sufocar o de extinguir la naturaleza (Rousseau Discurso sobre el origen de la desigualdad 1820 19).
Dado que no hay una buena definición de naturaleza, Rousseau no va a buscar la verdad sobre las leyes de lo natural —en lo humano— en los libros de los filósofos y se remitirá a continuación a la inscripción del oráculo de Delfos, “conócete a ti mismo”, como marco para ejercitar una meditación, una indagación a la búsqueda de su propia naturaleza, que no es otra que la de sus congéneres humanos. Esta búsqueda, inspirada por el conocimiento del origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres en 1755, se reeditará más de veinte años después en Ensoñaciones a la luz de la meditación sobre el lema de Juvenal, todo lo cual lleva a una nueva reflexión acerca de las tensiones entre la moral de los libros y la moral de la sociedad (Rousseau 2008 66). A su vez, esta cuestión lleva a un posicionamiento declaradamente frontal frente a la labor intelectual, como referiré en el siguiente apartado.
En el “Prefacio” al segundo Discurso Rousseau se refiere al carácter útil —conveniente— que comporta la indagación acerca de los orígenes de la desigualdad entre los hombres y su encuadre en el problema de la ley natural según la pregunta sugerida por el concurso convocado por la Academia de Dyjon.1 El autor pone de manifiesto inmediatamente la codependencia de los términos en juego, al igual que el carácter ético de la búsqueda epistémica que se propone:
[…] el más útil y menos avanzado de todos los conocimientos humanos me parece ser el del hombre y me atrevo a decir que la sola inscripción del templo de Delfos contenía un precepto más importante y más difícil que todos los gruesos libros de los moralistas. Por eso considero el tema de este Discurso como una de las cuestiones más interesantes que la filosofía puede proponer, y, desgraciadamente para nosotros, como una de las más espinosas que los filósofos puedan resolver. Porque, ¿cómo conocer la fuente de la desigualdad entre los hombres si no se empieza por conocerles a ellos mismos? (Rousseau 2000 219)
La dificultad que entraña la inscripción délfica parece inscribir su resolución en un terreno filosófico que en realidad esconde dos concepciones de filosofía: una verdadera, representada por la actitud socrática, y una impugnable, representada por la tradición de les philosophes modernos. La utilidad o la conveniencia de este conocerse a sí mismo, que tanto en Discurso sobre el origen de la desigualdad como en Confesiones (1766-1770) equivale a conocer a los demás hombres, se puede encontrar reformulado en el final del mismo “Prefacio” del segundo Discurso en un precepto latino: “Aprende lo que la divinidad te ha ordenado ser, y cuál es tu sitio en el mundo humano” (Persio, Sátiras, III, 71-73). En vista de que en la “Introducción” que sigue al “Prefacio” Rousseau comienza con una agria crítica hacia les philosophes, habría motivos para relacionar esta máxima con la crítica dirigida a los intelectuales en el primer Discurso. En la segunda parte de dicho escrito se les compele a realizar una autocrítica y reconocer la importancia de su trabajo en vista de los peligros sociales —la insensibilización y confusión de la opinión pública— que comporta su labor. La principal característica de la tradición filosófica que Rousseau impugna sería la de oficiar una mentira, podría decirse, cierta violencia epistémica en su discurso.
Así mismo, estos saberes se sustentan en prácticas espurias por sus efectos sobre el cuerpo. El análisis de estos elementos por parte de Rousseau es explícito: tanto en el primer Discurso, donde se declara que la agricultura comporta muchas más ventajas que la filosofía, como en Emilio, diez años después, en donde los mejores saberes son los que ofrecen los oficios útiles, es decir, aquellos que contribuyen a comprender el valor real de las cosas por medio del trabajo antes que por medio de los espectáculos y los oropeles cortesanos que solo deslumbran y atrofian o enervan el cuerpo. En Emilio se jerarquizan las artes en función de cierta utilidad, mérito o valor, en orden a la subsistencia o autosuficiencia del individuo: la agricultura, la forja y la carpintería de armazones, por ejemplo, se encuentran valoradas por encima de las demás artes. En este esquema, las artes susceptibles de ser llamadas “artísticas”, o “bellas artes”, se revelan como superfluas de manera inversamente proporcional a la valoración que de ellas haga la opinión pública (Emilio 2010 276). Por otro lado, las artes “naturales” explican su jerarquía por el grado de autonomía que suponen, ya que son practicables por un solo individuo; mientras, las artes “industriales” requieren del concurso de varias manos, conllevan un mayor grado de dependencia de los demás hombres y, por tanto, son potencialmente debilitantes para el individuo. Toda situación de dependencia es debilitadora de un afecto, en este sentido. Solo por medio de la participación en oficios útiles o en las artes naturales, antes que en la verdad de los libros, podría uno juzgar correctamente frente a los objetos que se estiman públicamente.
El desarrollo de la sensibilidad por medio de oficios útiles contribuye al despliegue de afectos virtuosos, esforzados, que reconocen lo necesario para vivir y no se dejan engañar con oropeles o por una sensibilidad demasiado refinada que confunde el objeto conveniente a su interés. Para evadir esta obstaculización en el desarrollo del amor de sí mismo, han de aprenderse, por vía de los trabajos útiles, “primero lo que son las cosas en sí mismas, y después lo que son ante nuestros ojos” (Emilio 2010 274). Hay luego una progresión, un acercamiento epistémico afectivo que se justifica porque, en caso de no progresar ordenadamente en el conocimiento, podemos volvernos afectos al amor propio. Esto sucede porque a medida que se crece y se desarrollan las propias facultades se amplía cada vez más el círculo de relaciones y de variables comparativas. En este esquema, resulta problemático para Rousseau el hecho de que las reglas que rigen la moral estén basadas en preceptos de tipo racional o abstracto debido a la dificultad de conciliar el pensamiento metafísico con la sencillez del objeto común. Es acá donde hay que ubicar la necesidad rousseauniana de conocer a los filósofos que hablan al pueblo y de desenmascarar la hipocresía de la verdad que sostienen los intelectuales en los libros.
Para conocer las cosas, antes que la opinión de las cosas, es preciso haberse formado una opinión recta sobre estas, es decir, hay que ir a las cosas, no a lo que se dice sobre las cosas. Este acceso “directo” sería posible a través de la tarea de autoconocimiento, de cuño filosófico socrático, o a través de una tarea de instrucción cívica, política y pedagógica en la que se dispone al individuo hacia la sociabilidad:2
[…] solo hay un precepto moral: retira tu corazón a los límites de tu estado; estudia y conoce esos límites; no somos desgraciados mientras nos encerramos en ellos, sino cuando queremos pasarlos, somos desgraciados cuando en nuestros deseos insensatos ponemos en el rango de lo posible lo que no es. (Emilio 2010 667)
El ejercicio de autoconocimiento, no obstante, se dificulta por varios motivos. Ya se aludió a que en la medida en que se incrementen las relaciones aumentarán en número las variables que hacen a la subsistencia; será mayor la gravitación de los objetos superfluos y, luego, el potencial desvío del amor de sí mismo. Hay otra dificultad en la tensión que habita entre dos dimensiones epistémicas escindidas pero operativas en simultáneo (Las ensoñaciones 2008 66): los filósofos, que se rigen por una verdad objetiva, y los hombres corrientes o vulgares, que se rigen por una verdad convencional, de carácter moral. A su vez, entre estos dos planos se erige una hipótesis que agrega una nueva dificultad: “todos los progresos de la especie la alejan sin cesar de su estado primitivo”; “a fuerza de estudiar al hombre nos hemos puesto al margen de la posibilidad de conocerle” (Discurso sobre el origen 2000 220).
Rousseau dice haber interrogado —y estarse dirigiendo— a los hombres vulgares en desmedro de la verdad de los libros de los filósofos. No obstante, dada la lejanía y el desconocimiento de los hechos originarios, es menester “esclarecer la naturaleza de las cosas”, antes que procurar “mostrar el verdadero origen” de la desigualdad, o los hechos tal cual son. Rousseau propone proceder, entonces, con razonamientos hipotéticos y condicionales, “muy parecidos a aquellos que hacen diariamente nuestros físicos acerca de la formación del mundo” (Rousseau 2000 29). ¿Acaso no supone esto un grado de reflexión necesario para acceder a los principios de la ley natural? Aunque se busca la sencillez en los principios para beneplácito de un razonamiento vulgar o comunicable a todos los hombres, para fundamentarlo se recurre a posicionamientos epistémicos complejos, del orden intelectual y abstracto, citando otra cantidad de libros y ensayos que no pueden ser producto más que del estudio teórico a la sombra del gabinete, como despectivamente se refería a la labor intelectual en Discurso sobre las ciencias y las artes. Lejos de hallar una contradicción en el autor sobre este último punto, me interesa destacar que la diferencia entre las investigaciones filosóficas de Rousseau y las de la tradición filosófica que critica reside en el motivo o la intención que alienta a estas en tanto que las suyas buscan pasar por una materia de utilidad pública y la de les philosophes, cegadas por la búsqueda de una verdad objetiva y abstracta, solo fungirían como una reproducción del estado de despotismo y de desigualdad civil.
Frente a las oscuridades metafísicas de los filósofos, Rousseau hablará de manera tal que el lector vulgar no se perderá lo más importante (Discurso sobre el origen 2000 265-267). A continuación, me interesa tanto identificar a los interlocutores del filósofo de ginebra, les philosophes, como también, al menos brevemente, apuntar la significancia de la figura de Sócrates para captar el sentido ambiguo de la noción de “filosofía” en los escritos de Rousseau.
4. Los límites de la filosofía a la sombra del gabinete
La figura del filósofo en Rousseau debe ser desambiguada puesto que remite a dos tradiciones distintas, una de las cuales está ligada a les philosophes modernos y su método, que Rousseau vincula negativamente con las sociedades del lujo, el derroche, la vanidad, la molicie y la decadencia social; la otra, representada por la figura de Sócrates, capaz de decir la verdad a sus conciudadanos y de aceptar las consecuencias de ese discurso, que pone en crisis e interpela los afectos desde un lugar crítico afectivo, esto es, moderado, recíproco y de manera consciente. Se considera acá que para Rousseau ser veraz en el discurso, al igual que el acto mismo de conocer, son prácticas que resultan mejor y más útiles desde el foco del autoconocimiento, esto es, desde el reconocer los propios límites frente a una investigación, un problema o una teoría. Esto sería así porque los límites del saber humano solo pueden sortearse por medio de esta tarea, que supone una consciencia en el actuar. Ser consciente será en todo caso un requisito necesario para alcanzar un conocimiento de la naturaleza que sea legítimo, lo cual importa a Rousseau más que el hecho de que ese conocimiento sea verdadero.
Que los artistas, filósofos y científicos en el Discurso sobre las ciencias y las artes sean referidos como una “turba de escritores oscuros y de letrados ociosos, que devoran sin provecho alguno la sustancia del Estado” (Rousseau 2000 187) no va en desmedro de que la intelectualidad pueda ser compositiva de lo social. Esto se observa incluso aunque en escritos posteriores, como “Carta a Malesherbes” (Cartas morales 2008 205), Rousseau mantenga reservas con las academias. En el Discurso sobre las ciencias y las artes, en donde la figura del intelectual es devaluada considerablemente, las academias sirven para controlar la dispersión de tiempo y de ideas que ocupan al intelectual, quien se perfila acá no menos que en otras obras como un enemigo de la opinión pública. Por otro lado, en la segunda parte de este primer Discurso de 1751, Rousseau destaca la fundamental relevancia social de algunos grandes intelectuales, genios —Bacon, Newton o Descartes—, aunque no atiende demasiado a los rasgos que les destacan, más allá de cierta intuición y autodidactismo: estos saben sin que nadie les haya enseñado.
En este mismo escrito la historia ejemplar conforma la estructura de la crítica a los intelectuales de las letras en la medida en que el recurso a la historia refleja ejemplos de la moral que Rousseau añora. Pero también se mantienen intercambios explícitos e implícitos con interlocutores del ámbito tanto de la filosofía de su propia época, como de la tradición antigua greco-romana, que también orientan el texto. De manera implícita, se relaciona con Voltaire a colación de su obra Le mondaine, lo cual podría pensarse en relación con las críticas a Mandeville en el Discurso sobre la desigualdad: en estos casos, Rousseau ataca de frente las teorías que admiten aspectos benéficos en el lujo, los vicios, el derroche o la comodidad. Otro indicio es que este primer Discurso inicia y finaliza con un interrogante acerca de qué y quiénes son los filósofos. Empero, allí la investigación no se reclama filosófica: tampoco se refiere a un método que fundamente la crítica a los hombres de letras más que el de inducciones históricas, como refiere al finalizar la primera parte. El segundo Discurso, en este sentido, no solo será mucho más profuso en cuanto a los interlocutores que intervienen en la estructura argumentativa del texto, sino que tiene la particularidad de inscribirse, como Rousseau mismo afirma, en el orden de las cuestiones filosóficas: según comenta el ginebrino, el problema sugerido por la Academia de Dyjon es digno de los Aristóteles y los Plinios de su siglo (Rousseau Discurso sobre el origen de la desigualdad 1820 13). ¿Qué elementos tienen en común, no obstante, Plinio y Aristóteles? Aunque el autor remite de hecho la cuestión al terreno de la filosofía, sus fuentes y sus hipótesis abordan distintos campos disciplinares, como se mencionó.
Debido a las dificultades que encuentran los intelectuales para ponerse de acuerdo acerca de qué es una ley natural, Rousseau afirma encontrarse lejos de resolver el problema y que simplemente quiere presentar una especie de estado de la cuestión, para lo cual procederá metódicamente debido justamente a dicha dificultad. Una vez más recurre al terreno de la “historia”: ya en el “Prefacio” se refiere a que “la historia hipotética de los gobiernos es para el hombre una lección instructiva a todas luces” (Rousseau Discurso sobre el origen de la desigualdad 1820 22). Por su lado, la “Introducción” del escrito presenta la propia metodología de investigación bajo la autoridad incontestable del método de los “físicos” de su época, como es el caso de Leclerc, conde de Buffon,1 a quienes debe ubicárseles en la línea de los naturalistas e historiadores naturales del siglo XVIII, y cuyo método hipotético condicional Rousseau aplica a una reflexión que busca un continuo entre la reflexión sobre lo natural y lo social.
Por otra parte, la aludida alegoría de Glauco, que Rousseau toma de la República de Platón y que señala cómo el paso del tiempo hace irreconocible el rostro original del Dios, es la antesala para una crítica del método de los iusnaturalistas, a quienes les achaca una violencia epistémica: la confusión de identificar origen y fundamento.2 Esta crítica sostiene que los rasgos que los filósofos atribuyeron al hombre salvaje y que en teoría hacen necesario al gobierno no son más que aquellos que el gobierno introdujo en ellos. Los vicios y la corrupción en las costumbres no son la causa de los gobiernos sino su efecto.3 Los referentes de esta tradición, con la cual Rousseau se trenza tempranamente en disputa en este Discurso, son los juristas y teóricos de la política: Locke, Montesquieu, Grocio, Pufendorf y sobre todo Hobbes: “todos, hablando sin cesar de necesidad, de avidez, de opresión, de deseos y de orgullo, han transferido al estado de naturaleza ideas que habían cogido en la sociedad. Hablaban del hombre salvaje, y pintaban al hombre civil” (Rousseau Discurso sobre el origen de la desigualdad 2000 233).
De ello se desprende una afirmación y legitimación de las relaciones del despotismo, que podría explicarse por el hecho de que la existencia misma de los intelectuales se explica por el ocio y la superabundancia que genera la desigualdad civil, de manera tal que sus aseveraciones, además de inexactas, resultan superfluas en comparación con la gravedad del estado de injusticia generalizada en el que se inscriben. En definitiva, el mayor defecto en la argumentación de los jurisconsultos está en no reconocer que el vicio y la corrupción son efectos del gobierno ilegítimo del despotismo y no al revés. A partir de esta crítica, Rousseau metodológicamente postula y sostiene su teoría en un origen hipotético, previendo efectos indeseados pero también buscando generar determinados efectos deseables, preferibles, ya que, de los principios ofrecidos —amor de sí mismo y piedad— de su reflexión y de su proyección como estructura política y antropológica, podrían seguirse reacciones críticas y afectivas que dispusieran al lector, y a quienes se hallaren involucrados, a la sociabilidad (Rousseau Discurso sobre el origen de la desigualdad 2000 275).4
Cabe a esta altura preguntarse cuál es en definitiva el peso del adagio délfico en el planteo de Rousseau. Como aludí, Rousseau parecería inspirarse en la inscripción griega del oráculo de Delfos antes de apelar, casi inmediatamente, a la autoridad de Buffon. Esta anterioridad no creo que sea un detalle menor pero no quita que ambos sean un norte para conducir a buen puerto su indagación filosófica. ¿Para comprender la posición filosófica de Rousseau sobre la naturaleza y el conocimiento, ¿hay que volver a Sócrates? ¿Cuál es el Sócrates de Rousseau?5 No solo en el primer Discurso sobre las ciencias y las artes (2000), sino también a raíz de considerar esta presencia reiterativa en otros escritos y epístolas, parece posible afirmar que la presencia del filósofo griego es un asidero —además de la alusión a los genios que saben sin que nadie les enseñe— para una esperanza de progreso por medio del saber.
Como se aludió, en Rousseau la confusión, el engaño o la abstracción son modos del discurso que operan, modifican u obstaculizan el desarrollo afectivo de una persona o de una sociedad. Esto no solo se puede encontrar en la confusión, de cuño epistémico, de aquello que efectivamente sea un interés común a manos del pensamiento abstracto —que encubre la sencillez del objeto—, sino que también se encuentra en la impostura política de los intelectuales, que dicen verdades arbitrarias, perniciosas, que corrompen y promueven el desvío del amor de sí mismo. ¿Quiere esto decir que el amor necesario para lograr una comunidad política no se alcanza por medio de la filosofía en Rousseau? Todo pareciera indicar que ciertos ejercicios filosóficos habilitarían el acceso a principios de sociabilidad, pero también pareciera haber indicios muy sólidos de que toda reflexión conduce a una insensibilización, a una retracción afectiva, de lo cual no podrían resultar afectos de empatía o compasión. Lejos de promover la sensibilidad necesaria para una asociación recíproca en el vínculo y en el interés, la filosofía (¿en todas sus formas?, ¿en una de sus formas?) promueve una insensibilización. Tal vez la clave está en distinguir la labor teórica de la labor filosófica o, acaso, en ubicar un valor filosófico que no resida exclusivamente en la reflexión o en el raciocinio.
Por su parte, es llamativo que Emilio, el personaje ficcional, sea criado para vivir entre los hombres y no para buscar la verdad (Waksman 2016 387-388). Luego, ¿es que el filósofo no es un ideal ciudadano? ¿Acaso Sócrates no es un modelo cívico a seguir? ¿Será que Sócrates es un modelo para el propio Rousseau, quien, al igual que el ateniense, se siente perseguido por los suyos, pero no es un modelo para una ciudadanía? Sin poder aventurar sobre este tema más que estas preguntas, cabe destacar que, en la teoría rousseaniana, el legislador y el tutor, figuras extraordinarias que operan una verdadera psicagogía sobre la ciudadanía, comportan algunos matices de la figura del filósofo: se remontan y saben conducirse en la esfera de los principios, esto es, en orden a la justicia, la conveniencia moral. No obstante, el filósofo no necesariamente cuenta con la vocación por la acción y la entrega de del legislador y el pedagogo. Me pregunto si esto último va de la mano de la misma insensibilización que produce el acto de reflexionar.
Es preciso, para finalizar, volver a la cuestión inicial sobre el conocimiento en relación con la naturaleza. A raíz de lo expuesto acerca de la tarea de autoconocimiento que supone el conocimiento de lo natural, sumado a la insensibilización que produce el acto reflexivo, podría aducirse que la relación con la naturaleza se limita aquí a una labor a la sombra del gabinete. Frente a esto, destaco el afán de Rousseau por los paseos en la naturaleza: en “Cartas a Malesherbes” se destaca una añoranza por conectar con la naturaleza. Hay un anhelo en el filósofo por
[…] cualquier lugar salvaje en el bosque, cualquier lugar desierto donde al no demostrar nada la mano de los hombres, nada anunciaba la servidumbre y la dominación, algún asilo donde poder creer haber penetrado el primero y donde ningún importuno viniese a interponerse entre la naturaleza y yo. (Cartas morales 2008 202)
¿Hay en la soledad y en la naturaleza no industrializada por la mano del hombre dinámicas potenciadoras de los afectos de un individuo? ¿La naturaleza desértica y salvaje propicia una mejor oportunidad para el autoconocimiento que el tumulto de las ciudades?
¿Qué tiempo pensáis, señor, que recuerdo con frecuencia y con mayor gusto en mis sueños? (…) Son los de mi retiro, son mis paseos solitarios, son esos días fugaces pero deliciosos que he pasado todos enteros conmigo solo, con mi buena y simple gobernanta, con mi perro bien amado, mi vieja gata, con los pájaros del campo y las ciervas del bosque, con la naturaleza entera y su inconcebible autor. (Las ensoñaciones 2008 201)
Sobre el final de la cita se aprecia la referencia a la cuestión religiosa que atraviesa la concepción de lo natural en Rousseau. Aunque no es este el lugar para trabajarlo, la intrínseca relación entre la conveniencia de la razón práctica y el conocimiento de la naturaleza, todo lo cual contiene momentos de autoconocimiento filosófico, conduce a una férrea defensa por parte de Rousseau de la creencia en Dios frente al materialismo ateo, la fantasía de las revelaciones o el adoctrinamiento.6 En este sentido, Bernardin de Saint Pierre (Las ensoñaciones 2008 230) cuenta que
Los ateos, decía Rousseau, no aman la campiña. Prefieren la de los alrededores de París, donde hay todos los placeres de la ciudad (…) pero si les quitáis eso, se mueren de hastío. No ven en ella nada. No hay sin embargo pueblo al que la simple visión de la naturaleza no haya llenado del sentimiento de la divinidad. Si un hombre de genio como Platón llegara entre los salvajes, con los modernos descubrimientos de la física, y les dijera: “adoráis a un ser inteligente, pero no conocéis casi nada de la belleza de sus obras”, y les hiciera ver todas las maravillas del microscopio y del telescopio, ¡ay, cuál no sería su arrobamiento”. Caerían a sus pies, le adorarían a él mismo como a un dios. ¿Cómo es posible que haya ateos en un siglo tan ilustrado como el nuestro? Lo que ocurre es que los ojos se cierran, que el corazón se encoge.
Raymond Trousson sugiere que hacia 1762 Rousseau habría abdicado de las posibilidades de la filosofía para proveer de una disposición a la sociabilidad o a un sentimiento nacional. Por contrapartida, Rousseau se habría inclinado a favor de figuras más cercanas a la religión; en Jesucristo, por ejemplo, se reunirían cualidades como la buena intención, la sensibilidad adecuada y una elocuencia o retórica accesible de manera directa al lenguaje común (Waksman 2016 362-364). El asiento conceptual o abstracto de la filosofía, en este sentido, dificultaría la comunicación de los principios y las directrices que harían o dispondrían hacia la buena vida en común. En este sentido, toda ciencia, oficio o arte que no promueva un amor de sí (expansivo, hacia los demás, recíproco) es espurio o reprobable y luego, en algunos casos, censurable. El juicio de valor se sustenta en esta operación sobre la consideración de las consecuencias que tiene una verdad en los demás.
A pesar de que Rousseau se aboca a la investigación filosófica, ya sea a la sombra del gabinete o en paseos, senderismos y meditaciones de autoconocimiento, es difícil encontrar concesiones: pareciera que la disciplina no ocupa un lugar de mayor privilegio que cualquier otro oficio o producción en lo que hace a la comprensión o conveniencia del vínculo entre naturaleza, amor y conocimiento. No obstante, hay casos históricos que dan cuenta de ello. Las posibilidades de un conocimiento de la naturaleza se dirimen, en todo caso, en un ámbito que excede a cualquier tipo de saber particular y que arraiga en los afectos en la promoción de una disposición afectiva a partir del trabajo en las tareas que sean más convenientes a nuestra propia naturaleza singular. La cuestión de cómo acceder a esa voz en medio del ruido del interés particular y del amor propio, por otro lado, señala que dicha tarea de autoconocimiento, como se aludió, es imperativa para todos los individuos por igual ya que todos son por igual seres sensibles y potencialmente amantes. No obstante, esta búsqueda, que es sin dudas de tipo ética, no puede comenzar ni conducirse por grandes principios ni verdades abstractas, sino por medio del cultivo apaciguado y paciente del amor de sí mismo, ya sea en la soledad del campo, en relaciones amistosas, en la práctica consciente de un oficio o en una fiesta pública. En este sentido, no tanto la filosofía o alguna institución ejemplar y milenaria, sino el sencillo y persistente impulso de esta forma de amor sería el único instrumento de nuestra existencia capaz de orientar, de manera inequívoca, a las sociedades y sus miembros hacia la justicia.
5. Conclusiones
Habría en Rousseau la postulación de una disposición afectiva que se encuentra en la base de la sociabilidad y que podría operar como una piedra de toque —amor de sí mismo— para juzgar y producir verdades o acaso instituciones legítimas. Dadas la vigencia y persistencia histórica del despotismo en los cuerpos de los miembros que tienen que contratar entre sí, la tarea que sugiere Rousseau se basa en un desarrollo moderado de la afectividad y de la razón práctica, de lo cual se deriva que los oficios como la carpintería, la herrería o la agricultura son preferibles a la actividad intelectual, filosófica, científica o artística. No obstante, esta misma persistencia del despotismo hace también de las ciencias, las artes y la investigación una tarea necesaria para desmontar los engaños y las confusiones o bien para reconectar a los individuos con los principios de su propia naturaleza, aunque estos principios de sociabilización no sean reflexivos en su operatoria (amor de sí mismo y piedad).
Frente a esto, en Rousseau, la filosofía vuelve una y otra vez a ocupar el centro de la escena: todo indicaría que, si la filosofía es ejercitada metódicamente y en comunión inteligible con los demás, podría fortalecer la afectividad remitiéndola a los impulsos que son no solo constitutivos de la naturaleza humana, sino también salutíferos por ser estricta y justamente naturales. En este sentido, aunque no exclusivamente, la filosofía es un ejercicio de autoconocimiento que comporta matices éticos y que contribuye a situar a los individuos en su comunidad en relaciones de justicia, esto es, de reciprocidad y equidad. No obstante, según Rousseau, la presencia histórica de una tradición filosófica que promovió engaños, que fue contraria al interés común y que se encuentra siempre fuertemente identificada con la racionalidad y con la teoría, sugiere lo contrario. La sensación que queda tras leer ciertos pasajes del filósofo ginebrino es que tal vez la filosofía no posee nada de especial para contribuir a la mejor sociabilidad.
Para que impere un amor a las leyes es preciso promover una capacidad de amar, un ejercicio que no puede realizarse más que relacionándose con los demás —y con nuestro entorno, natural y óntico— de manera afectiva antes que, aunque no en desmedro, de una racionalidad, así sea en la ciudad, en sus márgenes o en la naturaleza salvaje. El conocimiento de la naturaleza y la definición de la naturaleza del conocimiento en Rousseau van de la mano; a su vez, conocimiento y naturaleza tienen un agente en común, un mismo fundamento y objeto: el amor de sí mismo. Ya que la cuestión de la utilidad pública en Rousseau, en cuanto al interés, concierne al amor por definición, no puede pensarse en su filosofía en una episteme que pretenda ser verdadera pero insensible, es decir, que no sea amante. Esto conllevaría su ilegitimidad. Por esto mismo, más allá de que una práctica de autoconocimiento, tal vez sugiera una disposición a la soledad, esta no podría ser completada sin una exhortación a los demás. En este entramado expansivo compositivo de lo social se estarían conjugando también las posibilidades y el interés en escuchar de nuevo la ley de la naturaleza.
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Notas