ARTÍCULOS

Entre la naturaleza y la norma moral: el papel ético-político de la compasión en la discusión contemporánea*

Between Nature and Moral Norm: the Ethical-political Role of Compassion in Contemporary Discussion

Mariana Castillo Merlo
Instituto Patagónico de Estudios en Humanidades y Ciencias Sociales, CONICET, y Departamento de Filosofía, Facultad de Humanidades, Universidad Nacional del Comahue Patagonia, Argentina, Argentina

Entre la naturaleza y la norma moral: el papel ético-político de la compasión en la discusión contemporánea*

Revista Colombiana de Filosofía de la Ciencia, vol. 22, núm. 45, pp. 295-319, 2022

Universidad El Bosque

Recepción: 14 Marzo 2022

Aprobación: 25 Agosto 2022

Publicación: 16 Diciembre 2022

RESUMEN: En este trabajo me interesa mostrar el carácter paradojal de la compasión en tanto se trata de una emoción que oscila entre lo natural y lo normativo. No se trata de determinar el origen de la emoción. Mi objetivo es, de hecho, mucho más modesto: intentaré acentuar su valor moral y político. Gracias a ese pendular entre la naturaleza y la norma moral, la compasión pone en cuestionamiento las bases sobre las que se construye una comunidad ética, el rol que juega el sufrimiento, y las consecuencias y los límites de esta emoción trágica como respuesta ético-política en el contexto contemporáneo. En un primer momento, señalaré algunos elementos clásicos que permitieron acentuar la naturalidad de la respuesta compasiva frente al sufrimiento. Luego, mostraré los aspectos sociales y normativos que configuran a la emoción como virtud política. Finalmente, a partir de las herramientas que Ricoeur ofrece en su “pequeña ética”, intentaré mostrar que la noción de solicitud permitiría sortear algunos de los problemas que plantea el carácter paradojal de la compasión.

Palabras clave: Reciprocidad ética, compasión, solicitud, vulnerabilidad, sufrimiento, espectacularización, Ricoeur.

ABSTRACT: In this paper, I am interested in showing the paradoxical nature of compassion, as it is an emotion that oscillates between nature and moral norm. It is not about determining the origin of the emotion. My goal is, in fact, much more modest. I will try to emphasize its moral and political value. Thanks to this constant pendular motion between nature and the moral norm, compassion allows us to question the foundations on which an ethical community is built, the role played by suffering and the consequences and limits of this tragic emotion as an ethical-political response in the contemporary context. First, I will point out some classic elements that allowed to accentuate the naturalness of the compassionate response to suffering. Then, I will show the social and normative aspects that configure emotion as a political virtue. Finally, based on the tools that Ricoeur offers in his “Little ethics”, I will try to show that the notion of solicitude would allow us to overcome some of the problems posed by the paradoxical nature of compassion.

Keywords: Ethical reciprocity, Compassion, Solicitude, Vulnerability, Suffering, Spectacularization, Ricoeur.

1. Introducción

En el contexto contemporáneo se apela a lenguajes expresivos, a escenarios y repertorios afectivos, a dinámicas del apego y géneros de representación privilegiados para la organización de lo público, que se apoyan en la espectacularización de la política y en una conceptualización de las subjetividades como “sujetos sintientes” (Cuello 2019 16).1 En un marco de crisis generalizada de los modos de subjetivación, de nuestra experiencia del mundo y de las herramientas conceptuales para comprender nuestro presente, el cuestionamiento a la capacidad política de la ciudadanía, al rol de los afectos como articuladores de la experiencia humana y a los efectos positivos y negativos que puede tener una afectividad compartida parece ser una constante. Emociones como el amor, la compasión y la disposición a cooperar son capaces de alimentar los lazos sociales y cargar de sentido la idea de una reciprocidad ética, mientras que el miedo, el odio y el resentimiento pueden atentar contra la preservación y la integración de una sociedad.

En el actual contexto, la crisis sanitaria, social, económica y política que devino como producto de la pandemia por COVID-19 se tiñó del discurso de la vulnerabilidad, ya sea para referirse a quienes sufren, para señalar los riesgos a los que estamos continuamente expuestos o para promover políticas públicas de cuidado.2 Ese discurso conlleva, a mi entender, dos problemas principales. Por un lado, genera una dispersión semántica que termina por permear todo y confundir lo que se dice cuando se habla de vulnerabilidad, y, por otro, apela de un modo particular a ciertas emociones —como el dolor, el miedo y la compasión— con el objetivo de despertar la ‘sensibilidad social’. En los diferentes discursos públicos —y como una llamada apremiante— se apela a una “naturaleza compasiva”, a un “cerebro compasivo” o, incluso, a una “ciencia de la compasión” como una respuesta natural e instintiva frente al sufrimiento ajeno. Pero, ¿qué supone esa apelación a la compasión?, ¿qué implica que una emoción —y el comportamiento moral que de ella se deriva— sea concebida como respuesta ‘natural’?, ¿qué relación hay entre esta forma particular del sentir y las experiencias sociales que la originan?, ¿de qué manera se entrelazan lo natural y lo normativo en la compasión?

En su discusión con el neurocientífico Jean-Pierre Changeux, Paul Ricoeur cuestiona la posibilidad de pensar la evolución biológica de las conductas morales. La neurociencia se propone enfatizar el trabajo de la evolución y la selección natural. Desde esta perspectiva, se afirma que la evolución nos ofrece “un hombre que no solo posee el ‘sentido moral’ sino también todas las predisposiciones de la evaluación moral necesarias para la deliberación ética” (2017 165). Así, la evolución habría logrado estabilizar unas disposiciones que determinan las elecciones normativas. De esa manera, la “regla de oro”, el instinto social, las conductas altruistas y la compasión, entre otras, serían resultantes de un proceso natural y, por ello, no se trataría de conductas contra natura, sino que irían en el sentido de la naturaleza.

Para Ricoeur, en cambio, la posibilidad de adjudicar una naturaleza biológica a nuestro comportamiento moral supone la puesta en práctica de una ojeada retrospectiva que pone sentido donde no lo hay, pues “si la naturaleza no sabe a dónde va, a nosotros nos toca la responsabilidad de poner en ella un poco de orden” (2017 160). Para el filósofo francés eso que se proyecta en la naturaleza y hace que sentimientos, conductas y reglas de sociabilidad sean vistos como productos de la evolución biológica soslaya el papel de la libertad del agente moral, de los condicionamientos sociohistóricos y de todo aquello que forma parte del acervo cultural.

En este contexto, Ricoeur advierte sobre la dinámica interacción entre la teoría biológica y la teoría sociológica que hizo que, en épocas de capitalismo salvaje, se justificara en nombre de la naturaleza la tesis del homo homini lupus, y se apostara por la competencia y la lucha por la vida. En cambio, desde fines del siglo XX, y luego de las catástrofes que lo signaron, se insiste en una apología de la compasión y la sociabilidad. Por un efecto de ilusión óptica, advierte Ricoeur, basado en el olvido de nuestro propio cuestionamiento moral “podemos considerar la compasión por/contra natura, aunque conforme al sentido de la naturaleza. Separada de nuestro cuestionamiento moral, la naturaleza no va en ningún sentido” (2017 167).

En este trabajo me interesa mostrar el carácter paradojal de la compasión en tanto se trata de una emoción que oscila entre lo natural y lo normativo. No se trata de determinar el origen de la emoción. Mi objetivo es, de hecho, mucho más modesto: intentaré acentuar su valor moral y político. Gracias a ese pendular entre la naturaleza y la norma moral, la compasión pone en cuestionamiento las bases sobre las que se construye una comunidad ética, el rol que juega el sufrimiento, y las consecuencias y límites de esta emoción trágica como respuesta ético-política en el contexto contemporáneo. En un primer momento, señalaré algunos elementos clásicos que permitieron acentuar la naturalidad de la respuesta compasiva frente al sufrimiento. Luego, mostraré los aspectos sociales y normativos que configuran a la emoción como virtud política. Finalmente, a partir de las herramientas que Ricoeur ofrece en su “pequeña ética”, intentaré mostrar que la noción de solicitud permitiría sortear algunos de los problemas que plantea el carácter paradojal de la compasión.

2. La extraña y siniestra relación entre Prometeo y Jano

En su definición de tragedia, Aristóteles afirma que la finalidad de esta producción mimética es generar, a través de la actuación de los personajes, compasión (éleos) y temor (phóbos) para que se lleve a cabo en los espectadores “la purgación de tales afecciones” (pathemáton kátharsin, Poética 1985 1449b 27-28). Pese a que la dupla emocional se reitera en las apariciones de Poética, la compasión aparece como la emoción trágica1 por excelencia, dejando al miedo en un lugar secundario. El valor ético de la compasión parece residir en su capacidad de propiciar un ejercicio empático de la imaginación que amplía el círculo, exige salir de uno mismo y promueve la preocupación por otros, mientras que el miedo aparece como una emoción primaria, solipsista, que se presenta como su reverso. Sin embargo, el papel del miedo no es secundario en tanto deviene condición de posibilidad de la compasión, en la medida en que para poder sentir compasión por un otro es necesario poder tener miedo por la propia posición. Como afirma Destrée (2003 528), “el miedo por uno mismo es también, en cierto modo, el significado mismo de la compasión por los demás; en todo caso, es inseparable de ella”.

En el epígrafe de Prometeo encadenado, Esquilo señala un doble movimiento de la compasión, el que refiere a otros y el que otros aplican sobre la posición de uno mismo.2 La dialéctica del sí mismo y el otro que se expresa en los versos de Prometeo se enlazan, a mi juicio, con la bivalencia de la compasión que nos recuerda a otro de los dioses del panteón, ya no griego sino romano. Así, el reclamo de Prometeo exige la presencia de Jano para examinar qué hace a algo digno de compasión y por qué no todo sufrimiento se vuelve objeto de ella.

Aristóteles ofrece en Retórica II una definición de la compasión que da algunas claves para avizorar una respuesta a los interrogantes. En ese contexto, el estagirita afirma que la compasión es “un cierto pesar (lýpe) por la aparición de un mal destructivo y penoso en quien no lo merece, que también cabría esperar que lo padeciera uno mismo o alguno de nuestros allegados” (II 8, 1990 1385b 13-16). Luego subraya que la compasión recae sobre “los que son semejantes a nosotros (toùs homoíous eleoûsin) en edad, costumbres, modos de ser, categoría o linaje, ya que en todos los casos nos da más la sensación de que también a nosotros podría sucedernos <lo que a ellos>” (II 8 1990 1386a 24-27). Esta caracterización supone que la compasión no es una respuesta instintiva al sufrimiento de otra persona. Por el contrario, para que tenga lugar deben ponerse en práctica una serie de razonamientos y juicios acerca del merecimiento o no de dicho sufrimiento. Como advierte Konstan (The emotions 2006 201), la compasión tiene una dimensión cognitiva y social que implica evaluaciones morales en las que inevitablemente se reflejan normas y valores específicos que deben compartir quien siente esta emoción y quien padece el sufrimiento que le da origen.

Así, los requisitos que se derivan de la concepción aristotélica y que, en buena medida, prevalecieron en la historia de la compasión refieren, primeramente, a una comprensión del sufrimiento y de la vulnerabilidad constante a la que estamos expuestos. El espectro es amplio y entre ellos, y de manera poco exhaustiva, Aristóteles menciona al pesar o dolor físico y a los males que provoca la fortuna, que van desde la muerte a la frustración de la esperanza, pasando por los malos tratos, la violencia, la ausencia de amigos, etc. En segundo término, la compasión prescinde de una censura moral que considera que el sufrimiento es merecido, pues se es compasivo “sólo si se cree que existen personas honradas, porque el que a nadie considere así pensará que todos son dignos de sufrir un daño” (Retórica II 8, 1990 1385b 34-1386a 1). En este punto subyace una premisa acerca de la responsabilidad de la persona sobre su propia fortuna. Al respecto, Nussbaum (La fragilidad del bien 2015 476) aclara que “cuando entendemos que el sufrimiento lo han provocado las malas decisiones del agente, no lo compadecemos (lógicamente)”.3 Por último, entre los requisitos se impone una necesidad de identificación —de comunidad en el sufrimiento— que iguala y extiende la vulnerabilidad como rasgo común. Se produce una dialéctica de cercanía-distancia, de identificación y diferencia entre quien padece el mal y quien contempla esa situación, una especie de “simpatía” (sympatheia) —en el sentido de sentir-con— que despierta un amor por la humanidad (tò philánthropon).

En Poética, Aristóteles asocia esta simpatía a la compasión y al temor cuando señala qué debe buscarse y qué debe evitarse al componer una trama. Allí advierte que “ni los hombres virtuosos deben aparecer pasando de la dicha al infortunio, pues esto no inspira temor ni compasión, sino repugnancia; ni los malvados, del infortunio a la dicha, pues esto es lo menos trágico que puede darse, ya que carece de todo lo indispensable, pues no inspira simpatía, ni compasión ni temor” (1985 1452b 34-1453a 4). Esta última condición implica que el espectador participa de un sentimiento de comunidad y solidaridad con el personaje trágico que cae en el infortunio análogo a la amistad o, incluso, al lazo que une a los miembros de una misma especie animal (Cf. Ética nicomáquea VIII 1, 2000 1155a 16-20; Retórica II 13, 1990 1390a 19).

Aunque en ese gesto la humanidad parece hermanada por el sufrimiento, rápidamente se extiende un manto de sospechas sobre esa comunidad, sobre esa similitud entre quien sufre y quien siente compasión. Así Prometeo introduce a Jano y devela una relación siniestra en el corazón mismo de la compasión. Luego del diálogo entre Prometeo y el Corifeo, que retomo en el epígrafe, se introduce a Océano en la escena. Océano se compadece del sufrimiento de Prometeo, se reconoce en esa comunidad: “sufro contigo, sábelo bien, por tu infortunio, pues el parentesco —así lo creo— me fuerza a ello. […] Vamos, indícame en qué te debo ayudar” (v.285-295). Sin embargo, el ofrecimiento de Océano no recibe de parte de Prometeo la respuesta esperada: “¡Vamos! ¿Qué es esto? ¿También vienes tú a ser espectador de mis penas?” e inmediatamente agrega: “¿Has venido a contemplar mi infortunio y a indignarte conmigo por mis males? ¡Ve el espectáculo!” (v.297-303).

Los versos de Prometeo parecen asociar un sentimiento de lástima con una posición de privilegio del espectador y por ello Prometeo “se apresura a sospechar del desprecio o al menos de un desapego desconcertado” (Konstan 2004 61). Se revela lo asimétrico de la relación social que instaura la compasión, lo siniestro que la habita y que hace del sufrimiento una fuente de horror placentera.

En la larga historia de la filosofía, y en su reflexión acerca de los sentimientos morales, se ubica al sufrimiento como condición de posibilidad para que surja el sentido del bien. Así, del sufrimiento se deriva la compasión, del padecer emerge la tendencia que nos conduce a realizar acciones que nos permitan mitigar el dolor ajeno y corregir el malestar. Pero cuando apelamos, en un primer movimiento, a la compasión para reconstruir una comunidad de sentido a partir de la experiencia del sufrimiento, inmediatamente adviene la sospecha de Prometeo. Se ponen en escena una serie de interrogantes que hacen foco en la asimetría inherente a la compasión, en la imposibilidad de reciprocidad entre las partes implicadas, en una verticalidad de arriba hacia abajo entre quienes pueden compadecerse y quienes sufren, entre los poderosos y los vulnerados. La desconfianza, el temor y lo que está en entredicho no es la significación del acto de ayudar, sino “las condiciones de la relación social ligando a dos partes que, más allá de toda intención de los actores, hacen de la compasión un sentimiento moral sin reciprocidad posible” (Fassin La razón humanitaria 2016 13 [las cursivas son mías]).

La experiencia del sufrimiento, la demanda de ayuda y la desproporción inherente a esa peculiar lógica que se deriva de la compasión ponen el foco de atención en la relación que se entabla entre espectáculo y espectador. Lo que está en cuestión es cuál es la capacidad política de la emoción trágica y cómo se construye esa economía de la compasión que entabla una relación proporcionalmente inversa entre la intensidad de la emoción experimentada y la suspensión de la acción. La pregunta es cómo pasar de la confusión emotiva entre el yo y el otro, de la impotencia frente al drama expuesto ante los ojos a una incitación a la acción, al establecimiento de condiciones éticas y políticas que permitan “el surgimiento de una verdadera conciencia pública de sí” (Revault d’Allonnes 2009 119).

3. Sobre la naturalidad de la compasión o de cómo responder al sufrimiento

En Política, Aristóteles define al hombre como un animal político por naturaleza (“ho ánthropos phýsei politikòn zôon”) (I 2 1989 1253 a 2-3). La inclinación natural del hombre a la politicidad se justifica, entre otras causas, por la presencia, también natural, del lenguaje (lógos) gracias al cual comunica sus pensamientos y sus concepciones éticas en vistas al vivir bien (eû zên). La naturaleza, afirma Aristóteles, no hace nada en vano y, aunque comparten la voz (phonè) como forma de comunicar placer y dolor, la diferencia entre el hombre y los animales se da por la presencia de la palabra, que le permite al hombre

[…] manifestar lo conveniente (tò symphéron) y lo dañoso (tò blaberón), lo justo (tò díkaion) y lo injusto (tò ádikaion), y es exclusivo del hombre,1 frente a los demás animales, el tener, él sólo, el sentido del bien (agathoû) y del mal (kakoû), de lo justo y de lo injusto, etc. Y la comunidad de estas cosas es lo que constituye la casa y la ciudad. (Política 1989 1253 a 7-18)2

La centralidad que adquiere la posesión del lógos, el hecho de que el hombre sea un zôon lógon ékhon, es determinante para la concepción de vida buena que tienen los integrantes de la pólis. El dolor (lýperos) y el placer (hedýs) son sensaciones comunes a hombres y animales. La voz (phóne) es la forma de expresar la búsqueda de ese placer y el rechazo al dolor. Sin embargo, en el hombre esa propensión a lo placentero y el repudio a lo doloroso será la ocasión para la puesta en práctica de la moralidad, pues “la virtud [ética] se refiere a placeres y dolores (estìn he aretè perì hedonàs kaì lýpas)” (Etica nicomáquea II 3 2000 1105 a 13-14). El lógos marca la discontinuidad con respecto a los animales y, en su doble sentido de lenguaje y razón, es lo que posibilita la cualidad moral del hombre. El problema radica en que entre los integrantes de la pólis no hay un acuerdo absoluto respecto a qué se denomina justo o injusto, conveniente o dañoso ni, mucho menos, sobre qué significa vivir bien o ser felices.3 La plurivocidad se convierte en un obstáculo para la comunicación. El diálogo aparece como la solución política que permite, por un lado, restringir la pluralidad de significaciones, y, por otro, dejar al descubierto cuáles son las intenciones y los sentidos que se ponen en juego toda vez que alguien juzga una acción en términos morales.

La discusión y el diálogo sobre el significado de lo justo y lo injusto, el bien y el mal, etc., ponen en juego los fundamentos mismos de la pólis pues, como el propio estagirita advierte, es la comunidad de esas cosas lo que constituye la ciudad. El lógos emerge como la capacidad humana que hace posible la convivencia (suzên) por la comunicación de palabras y pensamientos. La pólis queda definida, desde esta perspectiva, como una comunidad ética en la medida en que el hombre es un animal político que no se limita a la mera transmisión de significantes sensitivos, sino que dirime con otros sus propias concepciones éticas. En ese intercambio, afirma Balot (2006 240), se pone en juego la inteligencia práctica y la concepción de vida buena: “[esas conversaciones] ayudan a mejorar a la pólis y nuestras vidas, de manera muy práctica. […] nos ayudan a ser más conscientes en nuestra búsqueda de la prosperidad humana”.

Esa búsqueda define el núcleo central de la “pequeña ética” que Ricoeur formula en Sí mismo como otro (1996 [1990]). Es una ética que se construye en el marco de dos tradiciones: una aristotélica, que privilegia una perspectiva teleológica, y otra kantiana, que se define por su carácter deontológico. La propuesta de Ricoeur es establecer entre ambas una relación que sea de subordinación y complementariedad, en la que el objetivo teleológico de una vida buena y el momento deontológico de una intencionalidad dentro de normas se articulen. La noción de “vida buena” constituye el objetivo de toda intencionalidad ética, que en un movimiento de aparente circularidad es definida como “la intencionalidad de la vida buena con y para otro en instituciones justas” (Sí mismo como otro 1996 176). Así, al incorporar la referencia a otro, la estructura circular se rompe para dar paso a una estructura dialógica que cobra pleno sentido en el marco de instituciones justas.

Esta incorporación dialógica recibe el nombre de “solicitud” y aparece como una forma complementaria a la estima de sí; designa la relación original, en el plano ético, del sí con otro distinto de sí. La solicitud abreva de la noción aristotélica de philía sus rasgos principales y extrae de la relación entre autos y heauton su dinamismo basado en el intercambio entre dar y recibir (Sí mismo como otro 1996 196). Ricoeur se vale de los aportes de Levinas para incluir en la solicitud las nociones de responsabilidad y reconocimiento. En un extremo del espectro de la solicitud, se encuentra la “conminación” entendida como asignación de responsabilidad, que remite al poder de autodesignación, transferido a toda tercera persona supuestamente capaz de decir “yo”. En el extremo opuesto se ubica el “sufrimiento”.

El sufrimiento da paso a la compasión y a un reconocimiento de la igualdad y de la debilidad misma. Se gestiona ese sufrimiento y al hacerlo se da paso a una comunidad ética, pues, aunque se asuma la imposibilidad de compartir y comprender el dolor ajeno, al expresarlo se hace una llamada a la comunidad, a otro capaz de responder, capaz de poner en práctica estrategias que permitan aliviarlo, como lo que se pretende con la compasión.

En una conferencia de 1992, Ricoeur (“El sufrimiento” 2019) afirma que “el sufrimiento no es el dolor” y distingue así entre el dolor como algo físico-orgánico y el sufrimiento como algo reflexivo-subjetivo. Mientras que el dolor nos remite a experiencias privadas, en el sentido de que resulta imposible que alguien entienda el dolor ajeno, el sufrimiento, en cambio, es algo reflexivo y subjetivo que puede ser abordado desde, al menos, dos ejes: el de la relación sí mismo-otro y el de la dinámica hacer-padecer, praxis-pathos. El sufrimiento pone de manifiesto la ambivalencia que define al hombre como ser actuante y sufriente, expresa la disminución de la capacidad de actuar que se traduce en una disminución de la estima de sí sobre la cual se construye la posibilidad de toda comunidad y de vida buena. El sufrimiento no es algo ajeno al concepto de persona, sino que se postula como la contracara de toda acción, una suerte de ‘correlación originaria’ entre obrar y sufrir: “Decir ‘sufrimiento’ es decir ‘acción’, en su modo negativo; actividad y pasividad, hacer y padecer, ‘hombre capaz’ y ‘hombre sufriente’–vulnerable” (Moratalla 2019 84).

El reconocimiento de cierta universalidad del sufrimiento, de su carácter relacional, de la importancia para la acción y la política,4 fundamenta una gestión del sufrimiento que distingue y legitima qué sufrimiento puede ser compartido e ingresa a la esfera pública, y cuál no. Al referirse a la experiencia subjetiva del dolor, Arendt (2003 60) afirma que

[…] hay muchas cosas que no pueden soportar la implacable, brillante luz de la constante presencia de otros en la escena pública; allí, únicamente se tolera lo que es considerado apropiado, digno de verse u oírse, de manera que lo inapropiado se convierte automáticamente en asunto privado.

En una línea semejante, Ricoeur se pregunta si al prescindir del momento teleológico y solo ocuparse de la intencionalidad ética desde una perspectiva que parece correr la norma moral de toda discusión, no se está renunciando a cualquier discurso ‘sensato’ y dejando el campo libre a la efusión de los ‘buenos’ sentimientos (Sí mismo como otro 1996 176).

En tiempos en los que acudimos a una espectacularización constante de los sentimientos morales a través de los medios de comunicación y las redes sociales, la política pública del sufrimiento se enlaza indisolublemente con una gramática privada, íntima y personal. De este modo, “cada sociedad se solidariza con unas formas de sufrimiento y rechaza otras, aprecia unas manifestaciones de dolor y menosprecia otras”, determinando mecanismos que condicionan y obligan a sentir lo que se debe y a determinar lo que se hace con aquello que se siente (Madrid 2010 93). El sufrimiento es una llamada, un sentimiento dirigido espontáneamente hacia otro.5 La compasión como respuesta solo es posible si reconoce la carencia, la fragilidad y la vulnerabilidad como rasgos comunes.

El despliegue de los sentimientos morales6 —entendidos como “aquellas emociones que nos conducen sobre el malestar de otros y nos hacen desear corregirlo”— en las políticas contemporáneas caracteriza un nuevo tipo de ‘gobierno humanitario’. El término, acuñado por Fassin (La razón humanitaria 2016), pone de manifiesto el conjunto de dispositivos y prácticas que administran, regulan y favorecen la existencia de los seres humanos a partir de un movimiento afectivo que complementa el reconocimiento de derechos con una obligación de asistencia y de atención al otro. En este mismo sentido, Revault d’Allonnes (2009 16) plantea el vaivén pendular de la compasión que oscila entre la pasividad, la inseguridad afectiva, el sentimentalismo y el asistencialismo implicado en la multiplicación de los “derechos a”, y la reciprocidad, el reconocimiento y la acción libre y responsable, que favorece el ejercicio de los “derechos de”.

El vocabulario del sufrimiento y la compasión que aparece de manera recurrente en los discursos públicos es el exponente de esta forma de gobierno. Expresiones como “celo compasivo” o “inquietud compasional” (Revault d’Allonnes 2009) condensan de qué manera esos discursos inundan la escena presente. La exposición busca tocar fibras de la fragilidad afectiva para acercar el sufrimiento y despertar la compasión, incluso a riesgo de hipertrofiar el sentimiento e incrementar la pasividad no solo de quienes sufren, sino también de quienes contemplan el espectáculo trágico.7 La compasión queda definida, en este contexto, como “la simpatía que se siente frente al infortunio del prójimo la que produce la indignación moral susceptible de generar una acción que busque hacerlo cesar” (Fassin La razón humanitaria 2016 9).

Algunos de los cuestionamientos que pueden hacerse frente a esta ‘inquietud compasional’ que tiñe a la escena presente refieren a: ¿cómo pasar de la asignación de responsabilidades a la compasión por el sufrimiento de otro de manera tal que el vaivén paradojal permita preservar el deseo de una vida compartida?, ¿cómo restablecer el reconocimiento entre iguales en un contexto en el que las desigualdades sociales y las injusticias crecen exponencialmente?, ¿cómo recuperar la dimensión antropológica de la compasión como fundamento de la reciprocidad ética?

Para comprender la irrupción de la compasión en el escenario contemporáneo, Fassin propone trazar una doble temporalidad que permita darle inteligibilidad a la reconfiguración de dispositivos y prácticas que posibilitaron la emergencia del denominado gobierno humanitario. Por un lado, ubica una temporalidad de larga duración, que se vincula estrechamente a la propia historia de la reflexión filosófica sobre los sentimientos morales y que permitió construir una especie de sentido común según el cual: 1) las emociones se vinculan a afectos y valores; 2) la moral se deriva de ciertos sentimientos; y 3) la experiencia del sufrimiento precede al sentido del bien. En este devenir, que se remonta a los griegos y tiene su principal desarrollo en la filosofía británica del siglo XVIII, la compasión aparece como un sentimiento innato a partir del cual se construye la sociabilidad humana y sobre el que descansa toda posibilidad de formular una ‘ética social’.8 Como Smith advirtió en las líneas iniciales de su Teoría de los sentimientos morales (2012 [1759] 49, las cursivas son mías),

Por más egoísta que se pueda suponer al hombre, existen evidentemente en su naturaleza algunos principios que le hacen interesarse por la suerte de los otros […]. Tal es el caso de la lástima o compasión, la emoción que sentimos ante la desgracia ajena cuando la vemos o cuando nos la hacen concebir de forma muy vivida.

Así, la compasión se supone como una respuesta natural al sufrimiento, como una forma primaria de vinculación, como la forma instintiva de contrarrestar el sufrimiento. En esa respuesta se asume una vinculación entre el sentimiento que surge frente al sufrimiento ajeno y la virtud moral. Siguiendo a Aristóteles, no solo se naturaliza la capacidad humana para distinguir lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo, sino que también se naturaliza la respuesta frente a ese sufrimiento.

Esta primera temporalidad se constituye en condición de posibilidad para que otra más reciente emerja y ubique a los sentimientos morales en el espacio público y en la acción política que define al tiempo presente. Esta segunda temporalidad se caracteriza por una ‘razón humanitaria’ centrada en una economía moral que determina “la producción, la repartición, la circulación y la utilización de las emociones y de los valores, de las normas y de las obligaciones en el espacio social” (Fassin La razón humanitaria 2016 19, n. 17).9 En este contexto, en el que el sufrimiento aparece como el suelo común, la compasión deviene un resorte político que tensiona a las ciencias sociales y humanas, y oscila entre la creencia de cierto progreso moral y la denuncia de una deriva sentimentalista (Fassin 1997 38 y 2016 18). Los discursos compasionales ofician de parteaguas ya no entre lo racional y lo pasional, sino entre la insensibilidad y el sentimentalismo, como formas pervertidas del sentimiento moral, y el reconocimiento de los conflictos, la búsqueda de un sentido de comunidad y el agenciamiento ético-político.

4. Del complejo proceso entre pathos y praxis o sobre cómo transitar de la compasión a la solicitud

Si la compasión entraña siempre una desigualdad, ¿es una respuesta válida frente al sufrimiento? ¿Es posible resolver la tensión que se establece entre desigualdad y solidaridad, entre dominación y ayuda? Frente a la escena cada vez más trágica del mundo, ¿el cultivo de la compasión es la mejor respuesta que podemos dar? Me valdré de las reflexiones de Ricoeur para ensayar otro camino para transitar entre pathos y praxis.

Como señalé, Ricoeur denomina solicitud al movimiento de sí mismo hacia el otro, que responde a la interpelación de sí por el otro, a la petición ética que permite una reciprocidad y un reconocimiento del otro como mi semejante y a mí mismo como el semejante del otro. En las formas de solicitud marcadas por una desigualdad inicial fuerte, como es el caso de la compasión, el reconocimiento reestablece la solicitud, revierte la relación asimétrica y busca una igualdad moral entre iguales. La solicitud aparece como una forma complementaria a la estima de sí y sienta las bases para la intencionalidad ética de una vida buena con y para otro en instituciones justas.

Ricoeur enfatiza su intención de darle a la solicitud un estatuto más fundamental que la simple obediencia al deber: se trata de pensar qué es lo que está implícito en ese intercambio fundamental entre dar y recibir sobre el que se funda la noción de solicitud. Si en un nivel superficial el primer gesto de aquello que se otorga es una suerte de espontaneidad benévola, al indagar bajo esa superficie el recibir se tiñe de reconocimiento y transita hacia la responsabilidad. No se trata de un dar y recibir igualitario o equilibrado. Se expresa allí una disimetría inicial.1

En la compasión aparece un deseo fuerte de compartir la pena, de ayudar al otro a mitigar el dolor. La compasión —el sufrir-con— aparece como lo inverso a la asignación de responsabilidad por la voz del otro y promueve una igualación a partir del reconocimiento de la incapacidad de obrar. En este primer movimiento de la compasión, que tiende a la beneficencia, el otro parece reducido solo a la condición de recibir y, por tanto, como lo inverso a la asignación de responsabilidad por la voz del otro. Se entabla una disimetría en la interacción que supone que obrar es ejercer el poder sobre otro que deviene paciente:

[…] cuando la solicitud va del más fuerte al más débil, como en la compasión, es todavía la reciprocidad del cambio y del don la que hace que el fuerte reciba del débil un reconocimiento que llega a ser el alma secreta de la compasión del fuerte. (Ricoeur “Aproximación a la persona” 1993 108)

En esa disimetría fundamental que instaura la dialéctica pathos-praxis se construyen todas las perversiones del obrar que culminan en los procesos de victimización desde la mentira y la astucia hasta la violencia física y la tortura.

Para escapar de esas perversiones, para que la compasión no se convierta en un delicioso horror en el que el sí se reconforta por saberse protegido, por no estar afectado por el sufrimiento del otro, debe darse una primera igualación que supone reconocer lo que el sufriente ofrece. El primer intercambio supone ofrecer como contra-don a la debilidad misma. La desigualdad de poder, afirma Ricoeur, “viene a ser compensada por una auténtica reciprocidad en el intercambio, la cual, a la hora de la agonía, se refugia en el murmullo compartido de las voces o en el suave apretón de manos” (Sí mismo como otro 1996 199).

La dinámica de la solicitud supone buscar la igualdad a través de la desigualdad y complementar la estima de sí —entendida como momento reflexivo del deseo de “vida buena”— con la carencia, la fragilidad y la vulnerabilidad. La configuración ética del sí mismo es deudora de la caracterización de la acción humana como algo frágil, esquivo, precario. El reconocimiento de esa fragilidad entabla un vínculo con la responsabilidad (Ricoeur 2005 118). Si lo frágil nos hace responsables, la cuestión es entonces a qué tipo de responsabilidad alimenta la hipertrofia de la compasión y la espectacularización constante del sufrimiento. En una conferencia dictada al momento de recibir el doctorado honoris causa de la Universidad Complutense de Madrid en 1993 (1997), bajo el título “Poder, fragilidad y responsabilidad”, Ricoeur (76) hace algunas precisiones sobre el sentimiento de responsabilidad como aquel que

[…] nos conmueve, nos afecta, en el plano de un temple de ánimo fundamental —de una Stimmung—, la llamada nos llega precisamente de lo frágil, que nos requiere y nos ordena acudir en su ayuda, mejor aún, nos ordena que lo dejemos crecer, que permitamos su realización y desarrollo.

Ricoeur añade dos rasgos a la responsabilidad además de su intrínseca relación con la fragilidad y la vulnerabilidad: por un lado, el acento puesto en el futuro y, por otro, la primacía del otro respecto de nosotros mismos. Desde esta perspectiva, la solicitud se orienta siempre hacia la construcción futura de una vida buena: “todos los ejemplos de fragilidad vinculados a la extensión de nuestros poderes abogan por una responsabilidad respecto al futuro: del planeta, de la vida, de la economía mundial, de la comunicación planetaria y, por último, de la democracia” (“Poder, fragilidad y responsabilidad” 1997 77). Así mismo, se asume que es en el ámbito de la alteridad en el que nos hacemos efectiva (y afectivamente) responsables. Es la carencia, la fragilidad y la vulnerabilidad la que nos obliga a salir de nosotros mismos y buscar a otros: el sí se percibe a sí mismo como otro en los otros. En la noción misma del otro está implicado el sentido de justicia que acompaña al proyecto de una vida buena:

Lo que a fin de cuentas está en juego es el reconocimiento mutuo, que hace del otro, no un extraño, sino un semejante. Esta fundamental similitud humana es lo que hay que preservar en todos aquellos campos donde el hombre, al hacerse más poderoso que nunca, se ha hecho al mismo tiempo más peligroso para los demás hombres (Ricoeur 1997 77).

5. Consideraciones finales

En este trabajo intenté mostrar el carácter paradojal de la compasión y algunas de las consecuencias de su permanente movimiento pendular entre la naturaleza y la norma moral. Desde esta perspectiva, la compasión aparece constantemente bajo sospecha en la medida en que permite construir tanto una política de la solidaridad como una política de la desigualdad. Si apelar a la compasión puede consolidar un modelo de sociedad más estable y solidaria, que reconozca sus propias desigualdades sociales, el sufrimiento que estas acarrean y sea capaz de elaborar políticas públicas que atenúen dichas diferencias, su exacerbación, en cambio, supone el riesgo de perpetuar desigualdades y de fomentar una sociedad basada en relaciones de dominación que generan resentimiento y hostilidad en los más vulnerados. El carácter bifronte de la compasión parece convertir al gobierno humanitario en un gobierno de la precariedad. Se pone el foco de atención en una emoción trágica reservada solo para algunos sectores, para algunos sufrimientos, en algunos momentos y que se siente solo si se convierte en un doloroso espectáculo.

La propuesta de Ricoeur de pensar la reciprocidad ética a partir de la noción de solicitud parece resolver algunos de los problemas que atañen a la compasión. No se pone en riesgo la emoción que surge al contemplar el sufrimiento ajeno. No se cuestiona su uso político. Se problematiza su sentido y su papel en el contexto contemporáneo. Se acentúan la reciprocidad que supone el intercambio de dar y recibir; la reversibilidad que implican las funciones de emisor y receptor que se ponen en juego al designarse a sí mismo como agente y sufriente; la insustituibilidad de las personas que no anula la distinción entre quien compadece y quien sufre; la similitud como fruto del intercambio entre la estima de sí y la solicitud por el otro que equipara la estima del otro como sí mismo y la estima de sí mismo como otro. Se propone una revisión de la compasión y la ligazón social que promueve en el marco de una vida buena y de instituciones que permitan mediar la acción, darle sentido y duración. Es en esa búsqueda de una vida buena compartida que la revisión del papel de la compasión se torna urgente e invita a reflexionar sobre las respuestas que ofrecemos a las demandas de otro para construir un futuro posible a partir de las políticas de sufrimiento, de impotencia y de espectáculo que definen la escena presente.

Referencias

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Notas

* Este trabajo se inscribe en el marco de las discusiones que desarrollamos en el proyecto de investigación “Experiencia estética y acción moralmente significativa: afectos, cognición y convicciones” (04/H192, UNCO 2022-2025) y es fruto de mi actual plan de investigación CONICET. Versiones preliminares fueron expuestas en diversas reuniones académicas durante estos años de pandemia, y en los cursos de grado y posgrado que dicté en este contexto tan particular. Agradezco a los Dres. Viridiana Platas Benítez y Leonel Toledo, quienes generosamente me invitaron a participar de este dossier, y a los editores de la revista por su cuidadoso trabajo. Agradezco también a los evaluadores por sus comentarios y sugerencias. Intenté dar cuenta de ellos en esta nueva versión del trabajo, sin que ello implicara sacrificar el objetivo de mi artículo (o escribir uno nuevo). Sin dudas, se trata de un tema complejo, y ello se refleja en las controversias y las distintas perspectivas a partir de las cuales es posible acercarse a la compasión.
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