ARTÍCULOS
LA LÓGICA DEL REALISMO ESPECULATIVO: RELACIÓN ENTRE OBJETOS Y AUTORREFERENCIA
THE LOGIC OF SPECULATIVE REALISM: RELATIONSHIPS AMONG OBJECTS AND SELF-REFERENCE
LA LÓGICA DEL REALISMO ESPECULATIVO: RELACIÓN ENTRE OBJETOS Y AUTORREFERENCIA
Revista Colombiana de Filosofía de la Ciencia, vol. 23, núm. 46, pp. 41-83, 2023
Universidad El Bosque
Recepción: 26 Enero 2021
Aprobación: 20 Septiembre 2022
Publicación: 26 Junio 2023
RESUMEN: Desde inicios del siglo XX la filosofía parecía haber despachado la legitimidad del realismo, llamando a la descripción del mundo dentro de los límites de nuestra subjetividad. El agotamiento y los problemas de esta premisa filosófica han sido finalmente enunciados y señalados por el realismo especulativo. En el presente artículo mostramos de qué manera tres de sus representantes más reconocidos, Meillassoux, Harman y Gabriel, llevan a cabo esta tarea. Pero para evitar una posición ingenua, este realismo se expresa de forma especulativa, es decir, a partir de argumentos lógicos, matemáticos y abstractos que no carecen de problemas. Después de una breve exposición de sus filosofías, presentamos problemas centrales en ellas que se derivan de una falta de reflexión sobre los recursos lógicos y matemáticos que emplean explícita o implícitamente. Mostramos que la constante en todos ellos consiste tanto en un desconocimiento de las paradojas de autorreferencia que ponen en juego, como en la falta de una teoría de relaciones reales que explique las relaciones sujeto-objeto y objeto-objeto. Concluimos con una breve referencia a Fréredic Nef para mostrar qué puntos debería considerar una teoría general de relaciones.
Palabras clave: Realismo especulativo, Quentin Meillassoux, Graham Harman, Markus Gabriel, Frédéric Nef, conexión, filosofía de la naturaleza.
ABSTRACT: Since the beginning of the 20th century, philosophy discredited the legitimacy of realism, confining philosophical interrogation within the boundaries of our subjectivity. The limits and problems of this philosophical premise have finally been enunciated and underscored by speculative realism. In this article we show how three of its most prominent representatives, Meillassoux, Harman and Gabriel, undertake this task. Now, to avoid a naive position, this realism is speculatively articulated, that is, based on logical, mathematical and abstract arguments. But such an approach is not free of problems. After a brief exposition of their philosophies, we discuss central problems the exhibit, deriving from a lack of reflection on the logical and mathematical resources employed, explicitly or implicitly. We show that a common issue in all three authors is a lack of reflection both on the self-reference paradoxes that they put into play, and a complete lack of a general theory of real relations. Only such a theory could explain two fundamental relationships: subject-object and object-object. We conclude with a brief reference to Fréredic Nef to show some basic points that a general theory of relations should consider.
Keywords: Speculative realism, Quentin Meillassoux, Graham Harman, Markus Gabriel, Frédéric Nef, connection, philosophy of nature.
1. INTRODUCCIÓN
Por realismo debe entenderse mínimamente aquella posición filosófica que afirma que las cosas existen con independencia de que sean pensadas o percibidas por los seres humanos. Con ello no está decidido qué tipo de cosas existan realmente o en última instancia. Un realismo naturalista es aquel que reconoce la realidad únicamente en los términos en que las ciencias comprenden sus objetos, es decir, a partir de categorías de materia, energía, relación causal (o al menos correlación), determinismo, etc. Un realismo ampliado es aquel que reconoce la realidad de las cosas naturales, es decir, que no las reduce a producciones lingüísticas o conceptuales (aunque los humanos las captemos por esa vía), pero también de entes abstractos y culturales. Si concedemos realidad a los asteroides, lo mismo que las letras o los hechos históricos, entonces es preciso que ampliemos nuestro concepto de existencia. Las discusiones del siglo XIX sobre los objetos en autores como Meinong o Twardowski quedaron finalmente absorbidas y desplazadas por la fenomenología. Un gran universo de objetos podía entonces tener realidad pero como sentido, es decir, dentro de una estructura intencional. Pero el realismo que incluye objetos culturales no los define en términos intencionales, sino de manera independiente a su captación como objeto de la conciencia, es decir, como contenido intencional.
Ahora, durante el siglo XX, la causa realista perdió su prestigio en la filosofía. Se asumió que la fenomenología había zanjado finalmente la oposición entre realistas e idealistas ofreciendo el ego trascendental como escenario absoluto de la comparecencia de los seres y, con ello, del ser en general. Más adelante, el giro lingüístico, en sus diferentes versiones, incluida la hermenéutica, reemplaza la figura del ego con el lenguaje, sea poético (Heidegger), estructural (en el sentido del estructuralismo francés) o formal (como en la tradición de Wittgenstein). Este se convierte en el trascendental que hará posible la comparecencia de los entes, nuevamente, como sentido. La realidad se convierte en inteligibilidad o comprensión y la subjetividad (que no la conciencia) se transforma en un a priori constitutivo. A partir de ahí la filosofía se agotará o en un análisis de la función trascendental del lenguaje o en un análisis de los malentendidos (metafísicos) que se producen por desconocer su estructura y función. Frente a esta disolución del problema de lo real al transformarlo en sentido, poder, lenguaje, etc., el realismo mantuvo su lugar, al menos como supuesto, en la mayoría de las ciencias empíricas (dejando de lado la polémica respecto a la interpretación de Copenhague de la física cuántica). Sin embargo, ese realismo se convirtió rápidamente en “fisicalismo”, la posición de que solamente existen entes físicos y que se comportan según lo que las ciencias nos dicen de ellos. Así, por ejemplo, si las partículas son tomadas como realidad última y ellas están sometidas a causalidad estricta, entonces se sigue que todo lo real lo estará también.
En filosofía el movimiento llamado realismo especulativo puede mirarse como un punto de inflexión que revindica el derecho y la necesidad de interrogar la realidad, especialmente la natural (aunque no solo), más allá de su aprehensión humana, de ahí el término realismo; es especulativo porque intenta evitar toda posición ingenua, es decir que toma por reales las cosas del sentido común sin mayor interrogación o supone que podemos borrar la subjetividad y acceder a las cosas mismas de manera inmediata. Más allá de las diferentes definiciones de lo real que aparecen en este movimiento, por lo demás heterogéneo, su valor indiscutible consiste, por un lado, en haber reivindicado, contra las filosofías subjetivistas, la causa realista y, contra los fisicalismos, una vía especulativa; por el otro lado, es también mérito suyo haber nombrado aquella tradición que va de (cierto) Kant a Heidegger y Wittgenstein y sus herederos sobre la que descansa el desprecio aludido por la cuestión realista, pero también por toda interrogación por la naturaleza. Es así que el realismo especulativo hace posible una filosofía de la naturaleza, es decir, una mirada de la naturaleza como conjunto a partir de dominios ontológicos determinados provistos por las diferentes ciencias. Igualmente, restituye el derecho especulativo del pensamiento, poniendo en duda lo irrebasable de los límites afirmados durante las filosofías más diversas del siglo XX. Este realismo argumenta, pues, contra las tesis que afirman que somos presos de estructuras trascendentales: nuestra constitución subjetiva, la finitud, el lenguaje, la historia, etc.
Pero más allá de este trabajo “genealógico”, el realismo especulativo intenta dar argumentos. Piénsese lo que se piense sobre sus posiciones, siempre resulta posible establecer una discusión con sus representantes sin necesidad de aceptar un denso bagaje de jerga filosófica. Esto debe ser celebrado. Esta virtud se asocia con una actitud de apertura hacia las ciencias naturales, sus métodos y resultados. Esto hace del realismo especulativo una filosofía de la realidad y no de “lo real”. Sin embargo, esta relación entre el realismo especulativo, las ciencias y la naturaleza no es clara. En algunos casos se asocia lo real a lo matemático, otras, se le multiplica sin límite o, finalmente, se le envía a oscuridades insondables. En todos los casos lo que está en juego es una doble relación: primero, de los objetos con el sujeto, es decir, aquello que nos justifica a decir lo que decimos sobre las cosas, que llamaremos el momento “crítico”, por referencia a Kant, quien no pregunta lo que sabemos sino cómo lo sabemos; segundo, de las cosas entre sí. Ahora, si en el sujeto las relaciones pueden comprenderse como meramente formales, es decir, como pensamientos que conectan otros pensamientos, una posición realista debe decidirse sobre las relaciones entre las cosas. Para que nosotros seamos capaces de conocer legítimamente las cosas como algo externo a nosotros, debemos nosotros mismos ser cosas en algún sentido con el fin de establecer relaciones reales con ellas. Eso exige volver real al sujeto, darle algún tipo de cuerpo. Para que los objetos existan realmente, deben existir unos para los otros. Y si existen unos para los otros, deben poder establecer relaciones igualmente reales entre ellos.
En el presente texto abordaremos tres representantes del realismo especulativo: Meillassoux, Harman y Gabriel, y nos interrogaremos por el estatuto de las relaciones en sus respectivas posiciones filosóficas. En cuanto a pensamientos realistas, deberemos evaluar qué lugar dan a las relaciones dentro de la realidad; en tanto pensamientos especulativos, qué lógica de las relaciones utilizan. Para ello, será preciso dar una mirada general de sus propuestas filosóficas, para luego dar lugar al análisis. Reconocemos en el primero el intento por delimitar una tradición filosófica y el pensamiento de base que le da cohesión: el correlacionismo. Dilucidaremos lo que significa el término y cómo propone Meillassoux rebasarlo, al igual que los problemas que surgen de su empresa. Reconocemos dos: a) su confianza no reflexionada en una lógica que debe operar como trascendente al ser y b) su exigencia de separar absolutamente ser y pensar, perdiendo así el vínculo que le permitiría, a la vez, afirmar la contingencia de la subjetividad y la cognoscibilidad de la naturaleza por los humanos. Es ahí donde acudimos a Harman, quien hace de la relación el punto nodal de su filosofía. Por un lado, las cosas, que él llamará objetos, estarán más allá de toda explicación tanto de sus componentes (por ejemplo, una mesa se reduciría a sus componentes moleculares), como de sus funciones (por ejemplo, la mesa se reduciría a sus usos, a lo que ella “hace” en el mundo humano). Pero eso exige que las cosas no se toquen en absoluto realmente. Será solo en un “tercero”, en un espacio que ofrezca un territorio común donde las cosas podrán encontrarse y, especialmente, podrán entrar en relaciones causales. Pero no es evidente que ahí, finalmente, la relación se vuelva real. En Meillassoux y en Harman parece haber un supuesto humeano compartido según el cual no podemos afirmar la necesidad metafísica de la causalidad (entendida como el “pegamento ontológico” del universo), lo que nos arroja un universo atómico o desconectado. En el caso de Meillassoux eso permite que en el universo, en cualquier momento, pueda surgir o suprimirse una ley, interrumpiendo el entrelazo material de las cosas entre sí pero también de toda continuidad evolutiva.
Finalmente, acudimos al pensamiento de Gabriel, quien defiende una ontología pluralista capaz de incluir, como la selva de Meinong, seres literarios, quimeras u objetos matemáticos. Los campos de sentido constituirán dominios del ser o regiones ontológicas, para usar un lenguaje fenomenológico. Pero si Harman salvaba los objetos al costo de aislarlos unos de otros, Gabriel salva la pluralidad ontológica a partir de campos de sentido desconectados entre sí, desembocando en un atomismo de “segundo orden”. Concluiremos entonces con la idea doble de que es necesario atender tanto a los recursos lógico-matemáticos (discusiones sobre la teoría de conjuntos son explícitas en Gabriel e implícitas, pero igualmente decisivas en Meillassoux) que fundan la idea de relación en general, como al nexo con las ciencias empíricas y la manera de comprender las relaciones entre los objetos de manera concreta, sin lo cual no habría posibilidad de articularse con las ciencias naturales, que asumen siempre interacciones causales, incluso si son probabilísticas.
Concluiremos que a las tres posiciones les falta una filosofía materialista de la relación. Sin ella, el mundo queda atomizado, desconectado y privado de toda estructura y, por tanto, de toda inteligibilidad. Los rasgos mínimos de una teoría de las relaciones los obtenemos de Nef y su obra L’anti-Hume (Nef 2017). En cuanto interesado en la dimensión especulativa del realismo en cuestión, el artículo hará especial énfasis en los recursos lógico-matemáticos de los autores, pero siempre con el fin de mostrar sus rendimientos especulativos. Concluiremos que el realismo especulativo puede abonar a una filosofía de la naturaleza siempre y cuando recurra constantemente a hallazgos de las ciencias determinadas y aborde explícitamente la pregunta por la cognoscibilidad de la naturaleza, sin perder por ello la diferencia específica respecto a la subjetividad. Estos dos objetivos solamente se cumplen en una teoría de las relaciones.
2. MEILLASSOUX: EL ARGUMENTO SOBRE EL CORRELACIONISMO Y EL INTENTO POR SUPERARLO
2.1. EL CORRELACIONISMO
Debemos a Quentin Meillassoux haber acuñado el término de correlacionismo en su libro seminal Después de la finitud (Meillassoux 2015 29), con el cual se caracterizan aquellas filosofías que afirman que el conocimiento de la naturaleza y del mundo en general debe enmarcarse necesariamente dentro y exclusivamente dentro de una correlación sujeto-objeto. Cualquier discusión sobre el pensar o el ser, de manera separada, queda así proscrita. Podemos rastrear la palabra al menos hasta Husserl, quien en su Krisisschrift habla de un “a priori universal de correlación” (Husserl 1954 161), entre mundo y conciencia de mundo. Esta relación intencional, rescatada por Brentano, puede reconocerse ya desde Suárez y de manera decisiva en Kant con el nombre de fenómeno. Hay, por un lado, representaciones (y no cosas en sí) que se recaudan y aparecen en y para un sujeto (que las engloba en la apercepción trascendental —yo pienso— y puede decir que son sus representaciones porque las puede acompañar Kant CRP B132).
Es conocido el Diktum kantiano según el cual no podemos conocer las cosas como son en sí mismas sino solamente cómo ellas aparecen para nosotros, es decir, como fenómeno (Erscheining vs. Ding an sich: Kant CRP B XXVII). Sin embargo, esto no niega la cosa en sí, sino solamente su cognoscibilidad. Kant se caracteriza a sí mismo como un idealista trascendental, pero un realista empírico. Por ello, en Después de la finitud Meillassoux lo reconoce como un correlacionista débil (Meillassoux 2015 56). El correlacionismo fuerte, en cambio, se caracteriza como aquella posición en la cual
Se podría sostener que el fenómeno no está apoyado en ninguna cosa en sí: que solo existen ‘esferas fenomenales’, a saber los sujetos trascendentales, concertadas entre ellas, pero evolucionando y ‘flotando’ en el seno de una nada absoluta en la cual todo podría hundirse nuevamente si desapareciera la especie humana (Meillassoux 2015 64, comillas en original).
Así, el sujeto no puede conocer la realidad tal cual sino solo mediada por su pensamiento. En su sentido ampliado, esta restricción se extiende, en otros pensadores postkantianos, al lenguaje, al cuerpo, a la historia, etc. Pero mientras que Kant intenta asegurar la universalidad del conocimiento por medio del edificio trascendental de las categorías, el correlacionismo, heredero suyo, transforma el trascendental en un condicionamiento contingente. Es decir, la experiencia seguirá teniendo condiciones a priori, pero estas no remiten más a una subjetividad racional y constituyente sino a condiciones determinadas y contingentes, como la sociedad, la historia, el lenguaje, etc. La filosofía trascendental kantiana es “depotenciada” fundamentalmente por la historia, de modo que aquella, lejos de afirmar la posibilidad de un marco común para la experiencia intersubjetiva y el conocimiento objetivo, ofrece un terreno que se cierra sobre sí mismo, aunque desde dentro parezca ilimitado. El correlacionismo fuerte se constituye entonces en una fortaleza que no acepta ningún elemento exterior a sí mismo. No hay nada fuera de lenguaje, no hay nada fuera de la historia, no hay nada fuera de las relaciones de poder, etc.
En su texto Después de la finitud (2015) Meillassoux lanza un reto al correlacionista: ¿cómo pensar los objetos ancestrales, es decir, aquellos que anteceden al ser humano y su aparato cognitivo, pero también a toda forma de vida? Este primer argumento no lleva demasiado lejos. No solamente el correlacionista sino también el científico aceptan que todas las hipótesis de la ciencia tienen que conducir hasta nosotros, es decir, a un correlato empírico del cual nosotros constituimos un extremo. Si la radiación de fondo no alcanzara nuestros aparatos de medición, cualquier hipótesis sobre la evolución del universo sería infundada. Y es que debemos decir que la correlación no puede separarse del hecho mismo de la evidencia, como quiera que se la piense. La ciencia requiere que algo se dé, que algo nos toque o nos alcance, aunque eso no baste para formular una ley, una hipótesis o una teoría.
Es clara, entonces, la filiación del correlacionismo con la filosofía trascendental, pero también la radicalización que representa al retener de esta última el carácter a priori del pensar y del lenguaje respecto a lo vivido por un sujeto pero suspendiendo su valor universal. La correlación mantiene su carácter obligatorio, constitutivo de la experiencia, pero no su carácter racional (universalidad y necesidad). Aunque las relaciones con Kant y el idealismo en general se mantienen ambiguas, la caracterización del correlacionismo fuerte resulta convincente. Se trata de un subjetivismo pues no se puede decir nada del mundo en sí mismo, mucho menos de una “naturaleza”, que aparece como un término vacío. El subjetivismo toma la forma de una esfera de sentido (o del sentido del ser, pero nunca del ser desnudo) que vale solamente para nosotros. Y ese para nosotros implica una esfera contingente que no puede aspirar a pretensiones de validez. Al mismo tiempo, esta filosofía parece antisubjetivista porque renuncia a la posibilidad de un sujeto cognoscente universal que impone su ley racional sobre las cosas asegurando su racionalidad última. Sin embargo, lo único que se pone en duda es el sujeto de la conciencia, el cual será reemplazado por un sujeto del inconsciente.
Meillassoux argumenta que un paso necesario en la conformación del argumento correlacionista depende del principio de razón suficiente. Ser sujeto, en sentido kantiano, significa dar razón de las cosas, es decir, ofrecer su fundamento (Grund). Para dar razón de algo hay que ir más allá de esa cosa. Pero ese más allá que constituye la razón de esa primera cosa requiere, a su vez, su propia razón. Para evitar un regreso al infinito, es preciso que el elemento último que da razón dé razón de sí mismo, es decir, que sea causa sui. Spinoza nos provee aquí del argumento clave: debe existir una sustancia en la cual todo sea. Ella es el modelo de un ser omnímoda y racionalmente determinado. Ese ser debe articular tanto la existencia (por ello es sustancia) como la esencia (su racionalidad absoluta o autofundamentación). Esto es lo que constituye la prueba ontológica: una existencia absolutamente racional y una razón que exige, por su concepto, su existencia. En Leibniz observamos la formulación de un ente necesario, Dios, que en su concepto exige su existencia y que gobierna todo lo existente, asegurando su racionalidad (y también su bondad, según una teodicea). Nada sucede sin razón. De este modo puede cerrarse el círculo: los hechos de razón y los hechos de experiencia son en última instancia lo mismo. Meillassoux necesita romper este círculo que constituye el verdadero corazón del correlacionismo. El mundo no es causa sui no porque no exista algo fuera de él sino porque este no constituye una totalidad. Para ello, debe suspenderse el principio de razón suficiente que mantiene al mundo metafísicamente unido en su esencia y en su existencia. Meillassoux, siguiendo una estrategia paralela a Heidegger, intenta liberar la existencia (aquí del universo) de su captura conceptual (su esencia). Si Heidegger defiende la facticidad humana, Meillassoux defenderá un principio de factualidad según el cual no existen leyes eternas en el universo sino una facticidad o contingencia radical de aquellas.
En un texto de presentación de su pensamiento, Meillassoux (en: Mackay 2007) toma a Fichte (y no a Kant) como modelo último del correlacionismo, especialmente su Fundamentación de toda la doctrina de la ciencia (GWL). Según su lectura, basada en la de Isabelle Thomas-Fogiel y su libro Critique de la réprésentation: Étude sur Fichte, para romper con el círculo correlacionista bastará con probar que el absoluto, representado en Fichte por la proposición yo = yo, que constituye el primer principio de la GWL y sobre el cual descansa toda legalidad del mundo, es en sí mismo contingente. Fichte sería quien, tomando la figura cerrada de la sustancia de Spinoza, habría dado su forma definitivamente idealista a la filosofía, afirmando que todo lo que puede ser pensado tiene que ser, al mismo tiempo, dicho por el yo, puesto (gesetzt), afirmado por él.
Según Meillassoux, Fichte habría señalado la contradicción performativa (el filósofo dice una cosa pero hace otra) en la que cae el realista. Este habla de una realidad independiente del pensar, pero, al hacerlo, afirma esta realidad como pensamiento, es decir, la pone. Así: “si piensas X, entonces piensas X” (Mackay 2007 413). Basta, entonces, para Meillassoux probar que el primer principio “yo = yo” no es en realidad primero, ni principio, sino algo contingente. Para ello, Meillassox descansa en la tesis supuestamente fichteana de que dicha posición es un acto absolutamente libre, un acto de la espontaneidad. Pero este acto de espontaneidad significaría que el primer principio no tiene ninguna necesidad de ser. Se puede así negar la necesidad del absoluto que prescribe la autosuficiencia del sujeto. Y al negar la necesidad del ser de donde deriva toda necesidad (y de la prueba ontológica que supone, al igual que de la relación de causa sui) queda abierta la posibilidad de un mundo sin sujeto y abierto a cualquier posibilidad (es decir, nada sería necesario en él).
Así como Fichte nos proporcionaría desde la posición trascendental el argumento contra el trascendentalismo, es también el correlacionista fuerte, encarnado de manera eminente en la filosofía del giro lingüístico, el que nos proporciona la clave para elevar la contingencia o factualidad a verdadero absoluto. El correlacionista fuerte afirma el carácter a priori de la correlación pero la vacía de todo contenido categorial y objetivo. Para el Heidegger de Ser y Tiempo, por ejemplo, no hay nada necesario en el interior del mundo. Lo único necesario son las estructuras cuasitrascendentales de la subjetividad que habita el mundo, como Dasein, mundo (Welt), ser-en-el-mundo (in-der-Welt-sein), que en última instancia remiten a la relación ser-pensar. Para mostrar que esta relación es contingente, Meillassoux lee el correlacionismo con los ojos de Hume. Para este último la causalidad del mundo no puede afirmarse como real sino como algo que introduce el entendimiento sin más certeza que la costumbre. Meillassoux afirmará entonces que el correlacionista fuerte se comporta como Hume respecto al mundo: no le podemos imputar nada con certeza. Sin embargo, Meillassoux aspira a un nuevo absoluto racionalista al cual se accedería por un argumento puramente lógico. Así, la estrategia, como con Fichte, consistirá en afirmar el carácter no-necesario y no-absoluto de la correlación. El correlacionista no solamente no puede dar razón del mundo sino tampoco de su propia posición intencional. En otras palabras, no solamente el mundo resulta un abismo insondable cuyas causas últimas están ausentes, sino que el sujeto mismo, en cuanto no puede dar razón de sí, tampoco puede afirmar la necesidad del círculo que dice habitar, sin posibilidad de superarlo. En términos más simples, el correlacionista de este tipo no acepta, como Kant, una heterogeneidad entre intuiciones y conceptos, entre ser y pensar, entre actualidad y posibilidad.
Resulta entonces que el sujeto no puede afirmar la necesidad de la correlación. Por tanto, debe aceptar la posibilidad de algo otro. Eso otro será la realidad pero separada del sujeto, es decir, fuera de la correlación. Si el sujeto no puede afirmar la necesidad de ninguna ley, ningún sistema, ningún logos en general, entonces el universo no puede tampoco estar sometido a priori a ningún principio de razón suficiente. De aquí Meillassoux deriva la idea de que el universo no solamente no tiene ninguna razón de ser, sino que podría cambiar sus leyes en cualquier momento y sin ninguna razón. En él todo es posible, incluso suspender o modificar sus leyes. Esta es la consecuencia de la relatividad afirmada por el correlacionista, el cual deja de ser considerado un escéptico para convertirse en un ontólogo. Lo que la “refutación” de Meillassoux intenta es hacer lógicamente posible que el mundo pueda ser radicalmente de otra manera, al tiempo que mostrar que el correlacionista tiene razón, solo que no comprende que su escepticismo es en realidad una posición de conocimiento. Es decir, la facticidad no es una debilidad humana sino una verdad sobre el universo, quizá la única.
Pero es evidente que no poder demostrar algo no lo hace falso. A lo sumo, introduce una duda razonable. En el caso de Heidegger no habría conflicto alguno en aceptar que el fondo último sobre el cual reposa toda representación no puede ser probado ni mostrado porque constituye la condición de posibilidad de todo juicio y toda prueba. La diferencia ontológica que Heidegger introduce acarrea una prohibición de autorreferencia (el ser no es; la existencia solo le corresponde al ente) que salva al ser de ser tematizado como un ente y, con mayor razón, de ser deducido. El lenguaje proposicional sobre el que reposa la argumentación lógica depende, en Heidegger, de una posición originaria que resulta siempre abismal e, incluso, como el fondo oscuro de Schelling, unerfraglich, unhintergehebar. Igualmente, que algo pueda ser otro (un más allá de la correlación) no significa que lo sea de hecho (de la posibilidad no se sigue nunca la actualidad). La correlación se hace dudosa pero no se refuta. Más fácil sería decir que la posición que afirma que nuestro saber está limitado supone un más allá del límite desde donde este, el límite, puede aparecer, ser nombrado, reconocerse. Pero para seguir estos argumentos es preciso detenerse en el papel que juega la lógica en el pensamiento de Meillassoux, pues de ello depende, en buena medida, la solidez de su planteamiento.
2.2. LA LÓGICA DE MEILLASSOUX
El realismo de Meillassoux se puede llamar especulativo por el recurso a la lógica y la matemática. El círculo correlacionista, según el cual “cuando pienso que X” en realidad “pienso que X” solamente podría ser roto por una refutación. Esto deja claro que su realismo no está primariamente concernido con la cognoscibilidad del mundo natural (al menos en Después de la finitud no queda claro cómo ni por qué las categorías matemáticas son aplicables al ser), sino con la autorrefutación del sujeto. Esta autorrefutación debe poner en duda toda ley natural, todo el aparato cognitivo humano que aprehenda las cosas, dejando a la lógica y a la matemática intactas. La aspiración por refutar lo absoluto del pensamiento con los recursos del pensamiento (pues la refutación es una prueba lógica, válida solo para el pensar) es una tarea evidentemente contradictoria, pero dejaría de serlo, como procede Meillassoux, si se trata a la lógica como un elemento trascendente, que no pertenece ni al sujeto ni al universo sino que se sustrae a ellos. Así, no es que por la lógica probemos lo real ni que por la matemática lo conozcamos, es más bien que lógica y matemática constituyen la realidad misma, al menos, trascendental.
Debemos en buena medida a Frege el desprendimiento de la lógica y sus leyes respecto a la subjetividad. Esta crítica al psicologismo está presente en todo el proyecto logicista de Russell y otros, y nutre las tesis estructuralistas sobre la independencia de lo matemático, como en Lacan y Badiou, respecto a la subjetividad. Pero la crítica al psicologismo también es compartida por Husserl, quien intentará fundar la lógica en un ego trascendental (no empírico), lo que no hará sino complicar la definición del correlacionismo pues este ya no parte de una “finitud” sino, al contrario, de un absoluto. Notamos esto porque no resulta evidente que la matemática sea capaz de ofrecernos un conocimiento de las cosas fuera de toda subjetividad, ni que la lógica pueda ser tomada como un elemento trascendente al propio pensamiento. Por el contrario, el absoluto fenomenológico apunta siempre a un sujeto anónimo, presubjetivo y preobjetivo, que no tiene otro medio que el lenguaje o la matemática para hacer surgir el mundo. Pero vayamos más lento.
El círculo correlacionista es un círculo argumentativo. Más que eso, es un círculo que todo lo engloba y no permite afirmar nada fuera de él. La estrategia de Meillassoux consiste en refutar la totalidad desde dentro, como si ella pudiera encontrar su contingencia desde sí misma. Pero aquí nos enfrentamos con un problema: ¿con qué lógica y con qué matemática? Seguramente como herencia de su maestro intelectual, Alain Badiou, Meillassoux realiza asunciones sobre las matemáticas basadas en la teoría de conjuntos y en una axiomatización particular (Zermelo-Fraenkel, aparentemente, sin que ello sea explícito) e igualmente toma la lógica tradicional (y su extensión modal) para realizar sus razonamientos. Pero lo que está en juego es la necesidad que se pueda derivar de los razonamientos si están basados en un sistema lógico y matemático determinado, elegido por razones pragmáticas. Si una “axiomática” para probar teoremas es elegida por sobre otra, entonces la elección, que es subjetiva y está orientada por criterios de conveniencia, precedería de hecho y de derecho a lo que se prueba en ella. Y esta es precisamente la situación, pues la matemática no posee la unidad suficiente como para poder probar “necesariamente” cualquier teorema.
La lógica en la que se inscribe Meillassoux es la lógica clásica, que respeta los tres principios clásicos atribuidos a Aristóteles: identidad, no contradicción y tercero excluido. Además, introduce la ampliación de esta lógica por los operadores modales de necesidad y posibilidad (□, ◊). Las reglas de inferencia son también las clásicas. Dice entonces que debemos negar la necesidad de la correlación. El objetivo, más concretamente, consiste en negar lo absoluto de esa correlación. Así, debemos negar que sea necesaria la correlación absoluta (C). Lo podemos escribir así: ~□C (que se lee: no es necesaria la correlación absoluta). Esta misma fórmula tiene un equivalente en términos del operador de posibilidad: ◊~C, es decir, que es posible que la correlación absoluta no sea el caso. Por el marco modal, eso significa que es posible que haya algo otro a la correlación, pero también es posible lo contrario, que la correlación sea. Solamente podemos decir, con el argumento de Meillassoux, que es posible tanto que la correlación sea como que no sea, pero no podemos ni refutarla ni afirmarla, así como tampoco su otro (algo fuera de la correlación). Meillassoux, para afirmar la facticidad como principio absoluto, debería llegar la necesidad de la contingencia (K): □◊K (es necesario que K sea posible). Pero que sea necesario que algo sea posible no significa que, entonces, cualquier cosa sea de facto posible. Necesitaríamos agregar un operador de cuantificación tal que no fuese solamente necesario que algo fuese posible sino que fuese necesario que cualquier cosa (toda cosa) fuese posible.
Meillassoux intenta demostrar que, como la razón no puede dar razón de sí misma, entonces ella misma es sin-razón. El argumento puede encontrarse ya en Jacobi, quien señalaba precisamente a Kant la incapacidad de darle a la razón un verdadero fundamento, siendo así que la autoconciencia termina por desfondarse, perdiendo el ser que pretendía asegurar como saber y representación. Se trata, claramente, de una versión de la paradoja de autorreferencia identificada por Russell en la teoría de conjuntos y expresada con toda su generalidad por Gödel en sus teoremas de incompletud. Ningún sistema formal puede dar razón de sí mismo. En términos más técnicos: en todo sistema formal axiomático existen proposiciones indecidibles, es decir, cuya verdad o falsedad no puede ser establecida sobre la base de sus propios axiomas. En la historia de la lógica, esto no conduce a una refutación de la autorreferencia, sino solamente a la siguiente disyuntiva: un sistema axiomático puede ser completo (todo teorema puede ser probado en el sistema), pero contradictorio (inconsistente), o bien puede ser consistente (libre de toda contradicción), pero entonces será incompleto (hay teoremas con valor de verdad indecidible). Así, la autorreferencia puede ser proscrita del sistema (como hace Russell con su teoría de tipos y como es el caso en la axiomatización ZF) por la introducción de un axioma. En su Presentación (en: Mackay 2007), Meillassoux critica a Laurelle por avanzar su realismo introduciendo un axioma arbitrario. Pero él no hace y no puede sino hacer lo mismo: razonar sobre la base de ciertos axiomas que no interroga. No hay, a priori, razones para preferir un sistema axiomático sobre otro excepto por razones pragmáticas.
El siguiente paso en la argumentación de Meillassoux consiste en afirmar que, como no podemos dar razón de lo que da razón, entonces no podemos dar razón última de nada. Este argumento, de raigambre humeana, es una posición escéptica consistente. Sin embargo, Meillassoux busca transformar un juicio escéptico en un juicio ontológico, derivar de nuestra incapacidad de dar razón última de las cosas el hecho de que las cosas no tendrían, en sí mismas, ninguna razón para ser “así o asá” y que, adicionalmente, podrían ser de otro modo en cualquier momento sin ninguna razón ulterior. Meillassoux desea entonces conservar la potencia especulativa que Leibniz le atribuye al pensamiento (en el que funda su principio de razón suficiente) y la “verdad” de Hume. Hume debe volverse especulativo. Así, el correlacionista no puede ser refutado sin antes darle la razón. Él es quien da no la razón sino la sinrazón del mundo con absoluta certeza.
De aquí, Meillassoux intenta probar que la contingencia (absoluta) es necesaria. En términos modales la contingencia significa que no es necesario que algo sea de una manera o de otra, o, en su equivalente en términos de posibilidad, es posible que algo sea de una manera o de otra. Pero aquí no hay necesidad absoluta, solamente podemos decir que no es imposible que algo distinto que la correlación sea. Contingente es la situación donde algo puede tanto ser como no ser. Esto es evidente respecto a los seres finitos: no tienen necesidad alguna de existir. Pero Meillassoux intenta elevar esta contingencia a las leyes de la naturaleza. Sin razón última para estas, ellas podrían cambiar en cualquier momento sin ningún motivo. Esto lo nombra, como hemos dicho, facticidad (Meillassoux 2015 70). Pero, si todo puede cambiar en cualquier momento, no queda claro por qué las leyes mismas del pensamiento no podrían cambiar, es decir, la trascendencia de la lógica es injustificada, o bien, ella se convierte en un trascendental. Si el humano es contingente y las leyes lógicas pertenecen a él, ¿por qué ellas estarían exentas de cambio o por qué ellas no caerían junto con la subjetividad puesta en cuestión? Para que la especulación pueda dar lugar a una tarea reflexiva sobre la naturaleza, es decir, para realizar una filosofía de la naturaleza como pensamiento no dogmático (y este es todo el punto: recusar a Kant sin ser precrítico), es necesario tomar apoyo en algún elemento dado en la experiencia. Afirmar que cualquier cosa es posible solamente porque yo, que doy razón, no puedo dar razón de mí mismo y, por tanto, del resto de las cosas, resulta impreciso.
Para Meillassoux, la lógica clásica debe ser mantenida a nivel cósmico para asegurar el principio de facticidad. Según él, la existencia de una contradicción es algo inadmisible porque exige que algo sea y no sea al mismo tiempo, y, por tanto, no podría ser de otra manera. Esto, nuevamente, depende de la aceptación sin matices de los principios de identidad, no-contradicción y tercero excluido. Según Meillassoux, si algo es contradictorio, entonces es todo lo que puede ser. A o no-A, no hay nada más: tertium non datur. Pero si se aceptara un tercero (como lo hacen ciertas lógicas multivaluadas), algo podría ser contradictorio y mantener abierta la posibilidad de ser otro (no sería ni A ni no-A, sino algo más, algo distinto a la disyuntiva presentada). Sabemos que en lógica clásica la contradicción siempre implica explosividad (de una contradicción se puede seguir, deducir cualquier cosa), es decir, trivialidad. La contingencia, sin embargo, es solo un modo diferido de la trivialidad donde cualquier cosa puede ser solo que no al mismo tiempo. Si bien en un punto concreto del tiempo una proposición no puede ser falsa y verdadera, puede pasar de un valor a otro en cualquier instante. Pero lo que está aquí en juego es la conectividad de las leyes de la naturaleza entre sí. Al interrumpirse la relación causal y de toda clase entre los hechos y las leyes de la naturaleza, se rompe la cohesión del mundo. No es cosa menor porque entonces el mundo podría estar surgiendo enteramente de la nada. De hecho, debería hacerlo, innumerables veces, pues las leyes, aunque sean locales, están en correlación con otras leyes, formando el entramado del universo. El cambio en una ley no sería siempre compatible con otras, lo cual acarrearía el surgimiento completo del mundo ex nihilo.
Meillassoux se ha propuesto una filosofía ilustrada que combata el irracionalismo propio del correlacionismo, según el cual, de facto, se debe aceptar todo tipo de aseveraciones infundadas por el hecho de que no tenemos derecho a cuestionar la visión del mundo de donde salen. Pero en términos prácticos, si el universo pudiese cambiar tanto sus leyes como sus principios, sin ningún motivo, entonces esta variabilidad posible podría invocarse por cualquiera en cualquier momento. Si alguien puede decir que cree que la luna es una bacteria gigante, al convertirse al realismo especulativo podría decir ahora que nada contradice que la luna se haya convertido ahora mismo en una bacteria gigante.
Pero, ¿no es la relación lo que pone en contacto no solamente las cosas del mundo entre sí sino lo que hace emerger sus llamadas propiedades, que siempre se muestran como efectos en otra cosa? Meillassoux ha intentado pensar la realidad desconectándola de la subjetividad en un sentido, pero con un argumento racionalista tal que el mundo queda subsumido a priori por nuestra lógica y nuestra matemática. Pero para explicar la realidad sería necesario no suprimir al sujeto, sino colocarlo en ella, hacerlo un miembro que pueda entrar en contacto efectivo con el resto de las cosas. No se ve por qué, por ejemplo, las así llamadas propiedades secundarias de una cosa, como el olor o el color, serían “falsas” frente a pretendidas propiedades primarias. Lo primario no implica una propiedad intrínseca de una cosa sino solamente un conjunto de variables que pertenecen a un campo de objetos y que definen sus interacciones posibles. El mundo debería ser entonces un campo de campos, no porque los contuviera sino porque implicaría su entrelazamiento, su conexión no trivial (es decir, la conexión del mundo no bajo uno sino varios principios). Se adivina que en Meillassoux, como en su maestro Badiou, la emergencia de lo nuevo constituye el problema central de su filosofía. Y no parece que lo nuevo sea posible si existen leyes a priori que condicionen lo que el universo pueda ser. Pero contra ello podemos argumentar que lo posible, lo nuevo y lo diferente no tienen por qué residir en una indeterminación o anarquía originarias.
Contamos con innumerables ejemplos en las ciencias de rupturas, discontinuidades o, en términos matemáticos, singularidades donde el comportamiento de un sistema con principios fijos puede dar lugar a cambios cualitativos. Contamos, en las ciencias físicas, con ejemplos de propiedades emergentes que no contradicen otras leyes, no introducen un elemento nuevo en el mundo (una excepción) sino un nuevo dominio de cosas y relaciones. Y contamos con el ejemplo del surgimiento de nuevas especies en la teoría de la evolución donde claramente hay saltos, sin suprimir ni inventar nuevas leyes, donde el azar bajo ciertas condiciones es capaz de generar nuevos seres. El azar regido por restricciones es lo que hace productivo al primero en dominios específicos. El azar puro, el “juego de dados”, es estéril precisamente porque no puede introducir algo nuevo en el mundo que sea a la vez compatible con lo existente. Pero la evolución es eso precisamente: una producción constante donde lo nuevo desestabiliza y se acomoda a lo existente simultáneamente. El concepto de emergencia contradice el miedo infundado de que cualquier determinación (especialmente una ley) del mundo (o un a priori de cualquier clase) lo encerraría en una cárcel al cerrarle otras posibilidades. Contradice la convicción según la cual, si no asegurásemos una libertad infinita e indeterminada del origen, el mundo quedaría atrapado en “lo idéntico”, para usar una expresión de Adorno.
Durante el siglo XX se puede atestiguar una extendida hostilidad a las ciencias naturales por parte de la filosofía. La razón es simple: las ciencias naturales de cierta época ofrecían una visión mecánica y naturalista del mundo, haciéndolo incompatible con la libertad y la invención. Para limitar el subjetivismo resultaba entonces imprescindible asignar predicados propios de la subjetividad a la naturaleza, sin por ello convertirla en sujeto. Asignar contingencia radical a la naturaleza significa “transferir” predicados del dominio de la subjetividad a aquella. Meillassoux se pronuncia explícitamente contra este procedimiento (Meillassoux 2015 67), y denuncia la filosofía de la naturaleza de Schelling y el vitalismo deleuziano como modos de correlacionismo. Para él resulta necesario pensar la naturaleza en lo que no tiene de sujeto, ni de vivo, ni de inteligente. Pero con ello reproduce la visión más empobrecida de la naturaleza como un conjunto de leyes formales (la visión que Kant introduce en la Crítica de la razón pura, pero que sobrepasa reflexivamente en la Crítica del juicio). Y a la postre, es lo que él realiza: trasladar la condición del Dasein al ser entendido como universo.
Resumiendo lo obtenido hasta ahora: a) Meillassoux realiza una caracterización importante del correlacionista como la figura central de la filosofía de nuestra época mostrando de manera un tanto ambigua, pero sugerente, sus relaciones con la filosofía trascendental; b) muestra también la vinculación entre el correlacionismo fuerte y la prueba ontológica, aunque no alcanza a mostrar el paso de la filosofía dogmática que afirma la existencia de un ser necesario a la posición en la que se mantiene el círculo absoluto, pero depotenciado o privado de aspiraciones universales; c) intenta refutar el correlacionismo “desde dentro”, pero esta prueba falla por confusiones entre los dominios empírico y trascendental cuando se toma a Fichte como figura privilegiada del correlacionismo, y porque se exige al pensamiento una necesidad que, por otro lado, se le intenta arrebatar, tratando la lógica (en realidad una lógica determinada) como modelo trascendente que permite razonar sobre el mundo en sí; d) el camino de probar lo real separando sujeto y objeto, en vez de mostrar en el sujeto la necesidad de pensar el objeto, lo inclina a una posición humeana donde las cosas no poseen ningún vínculo necesario (no lo son ellas mismas), pero, sobre todo, lo lleva, desde su planteamiento, a pensar la separación ser-pensar y no su relación. Es por ello que resulta necesario pensar nuevamente la relación en vez de suspenderla. El reto consiste, desde luego, en unir sin fundir y en separar sin independizar. Dicho de otro modo, los dos extremos están dados por la inmanencia absoluta (donde todo es en el mismo modo y en el que el sujeto o bien es reducido a objeto o bien es sencillamente eliminado) y por la trascendencia, es decir, la postulación de dos dominios completamente diferentes pero que estarían conectados de alguna manera misteriosa. Para tratar la cuestión del vínculo, pasamos ahora a la figura de Graham Harman.
3. LA ONTOLOGÍA ORIENTADA A OBJETOS DE HARMAN
El realismo de Harman es, decididamente, extraño, en sus propias palabras: “Este modelo presenta un mundo lleno de objetos fantasmagóricos [ghostly] reales comunicándose [signaling] entre sí desde profundidades inescrutables, incapaces de tocarse entre sí plenamente” (Mackay 2012 187). Para Harman el correlacionismo se rompe argumentando a favor de la sustancia, es decir, dándoles a los objetos absoluta soberanía respecto a toda relación y todo efecto. Los objetos son para Harman individuos metafísicos soberanos, autónomos, que pueden ser interpretados como sustancias a condición de no restringirse, como en Aristóteles o Leibniz, al dominio de la naturaleza. Para Harman existen por igual los tiburones, las mesas y la Compañía de Indias. Harman, pues, parte de una suerte de atomismo ontológico donde las cosas existen como individuos que no se tocan nunca directamente.
Según Harman, los objetos “son más profundos que sus apariciones ante la mente humana, pero también más profundos que sus relaciones con otros objetos, de manera que todo contacto entre ellos debe ser indirecto o vicario” (Harman 2017 225). Es decir, los objetos no se agotan ni en sus componentes ni en las relaciones en las que entran. No se agotan ni en sus componentes últimos (los átomos de un objeto, por ejemplo) ni en un todo (sea este un cosmos, Dios o el sujeto). Son incapaces de tocarse entre sí porque se sustraen a toda relación. Con todo, las cosas se tocan, pero de manera peculiar, en un tercero: “Hay un vínculo obvio aquí con la tradición conocida como ocasionalismo, la primera en sugerir que la interacción directa entre las entidades es imposible” (Mackay 2012 187). Pero este fondo profundo que posibilita las relaciones entre las cosas, cercano a Heidegger, no constituirá una masa unitaria e indiferenciada. Harman renuncia a la
[…] solución de una superentidad solitaria y mágica responsable de todas las relaciones (sea el dios de Malebranche y sus antecesores iraquíes, o la mente humana para escépticos, empiristas e idealistas) en favor de una causación vicaria desplegada localmente en cada porción del cosmos (Mackay 2012 187).
Pero lo que nos interesa especialmente es el vínculo que Harman establece con el escepticismo de cuño humeano, el cual concibe “los objetos como estando unos junto a otros [lying side-by-side] sin ninguna conexión directa” (Mackay 2012 187).
Los objetos entonces no se tocan directamente sino en un “tercero”. Sin embargo, ese tacto no resulta simétrico, sino que cada lado, cada objeto involucrado en la relación reflejará el encuentro. Esto exige entonces que los objetos sean concebidos según una estructura cuádruple:
[…] los objetos sufren dos tipos de polarizaciones: hay una distinción, por un lado, entre los objetos y sus cualidades; y por el otro lado, entre los objetos reales que se substraen de todo acceso y los objetos sensuales que existen para un observador (humano o no humano) (Harman 2017 225).
Veamos ahora con un poco más de detalle los argumentos que Harman ofrece en favor de su ontología, llamada orientada a objetos (OOO, por sus siglas).
Para explicar la naturaleza de los objetos Harman acude en un breve texto (Harman 2017) a una conferencia pronunciada por el físico Arthur Eddington. En dicha conferencia Eddington arguye que la mesa que tiene enfrente es, en realidad, dos mesas: una física y una mundana. La primera corresponde a la visión científica según la cual la mesa consiste únicamente en un conjunto de átomos que se mantienen juntos por ciertos enlaces. La segunda corresponde a la mirada del espíritu, para el cual la mesa es un objeto que existe culturalmente, de manera cotidiana, práctica. Podríamos decir que es la mesa del fenomenólogo, que encuentra la mesa siendo en un mundo, o como el martillo en los análisis del “útil” en Ser y tiempo: un ente inmerso en un conjunto de referencias y reenvíos recíprocos. Pero, nos dice Harman, ninguna de las dos es la mesa real. La mesa del físico no es una mesa. Ahí no podemos encontrarla, sino solamente átomos. Además, podríamos quitar algunos átomos o suprimir una parte, incluso reemplazar las moléculas de madera por moléculas de plástico y la mesa seguiría siendo una mesa.
Respecto a la visión del fenomenólogo, Harman (2002) señala que cuando el martillo se rompe y deja de funcionar como tal, en el momento en que no es nada útil, no desaparece sino que se desnuda su misteriosa existencia. ¿Qué es el martillo roto? Es la cosa que se retrae. Esta retracción de la cosa que Harman encuentra en Heidegger es comparable a la retracción de la cosa en sí kantiana, que no puede nunca ser aprehendida ni por la sensibilidad ni por el entendimiento. La tercera mesa, que caracterizaría a los objetos de la ontología de Harman, son algo más “profundo” que sus componentes y sus efectos o que su constitución y sus relaciones, que su límite inferior (elementos) y su límite superior (totalidad). Son lo que se sustrae, lo que no se deja tocar y que por ello no puede agotarse en ninguna relación cognitiva, científica, práctica o incluso estética. Los objetos de su ontología son substancias en un sentido próximo a lo que entiende Aristóteles, es decir, una “realidad autónoma de las cosas individuales” (Harman 2017 230).
3.1. EL (FANTASMAGÓRICO) TACTO ENTRE OBJETOS
El realismo es una posición que supone que los objetos existen con independencia de las mentes humanas. Harman radicaliza esta idea y afirma que cada objeto existe con independencia de todos los otros objetos. Sin embargo, este mundo de mónadas nos presentaría una suerte de mundo supralunar, de puntos separados y fijos. Tenemos, pues, un universo atómico compuesto por sustancias llamadas objetos. Surge entonces la pregunta: ¿cómo es que los objetos se tocan, es decir, cómo interactúan entre sí? Frente a la relación sujeto-objeto, privilegiada por el correlacionismo, la relación objeto-objeto constituye el centro de la filosofía de Harman. Para comprender mejor los términos en que se plantea este problema debemos recordar las fuentes a partir de las cuales surge. En primer lugar, tenemos el mundo de la intencionalidad como lo presenta Husserl, donde yo (nóesis) aparezco como un polo referido a un objeto (nóema) en el interior de una relación intencional que nos engloba. El yo no se funde con su objeto ni los objetos entre sí, pero el dominio entero de la intencionalidad constituye, en sí mismo, solamente un lado de la ecuación pues los objetos intencionales son inmanentes a la experiencia humana. Este tipo de objetos serán llamados por Harman sensuales, junto con las cualidades, accidentes y relaciones que en ese dominio yo puedo atribuirles (y que se llamarán ruido negro). Pero Heidegger muestra, según Harman, que el mundo es algo más profundo que los objetos intencionales. El fondo que se sustrae y que hace posible la aparición de un objeto da lugar al objeto real de Harman. A diferencia de Heidegger, este fondo último y oscuro se encuentra dentro de cada objeto y no en un único espacio común e indiferenciado. Heidegger salva la potencialidad del ser, su indeterminación y determinabilidad inagotables. Abre el mundo más allá de las categorías en las que se le ha encerrado técnica y conceptualmente. Pero el precio consiste en licuar los objetos en un magma originario, es quitarles todo derecho. Husserl, en cambio, da a los objetos dignidad y les restituye sus derechos en el mundo.
En todo caso, persiste el enigma de cómo se conecta la profundidad (heideggeriana) con la superficie (husserliana), el fondo continuo con los objetos discontinuos, la emergencia de los objetos con su subsistencia. Los objetos, pues, deben poder existir sin fundirse, con plena autonomía, trátese de átomos o de El Quijote. Pero deben estar al mismo tiempo siempre ya unos frente a otros en un campo que, si bien los mantiene separados, les permite eventualmente encontrarse. Sin separación no hay relación. Pero la relación pareciera anular la independencia de los miembros asociados, anularlos. Los objetos insisten, resisten, persisten como individuos independientes y solo por ello pueden tocarse azarosamente con otros, fuera de todo destino. Pero si subsisten como átomos entonces las relaciones son exteriores a ellos, no tocan su ser y, por tanto, no son reales en sentido estricto. Todo el problema consiste en que las cosas se toquen sin tocarse. En efecto, si las cosas no fueran independientes de sus relaciones no podrían nunca ser otras ni entrar en diferentes relaciones. En la visión estructuralista un elemento deriva toda su existencia de su posición en un todo. Un objeto, para ser llamado así, debe ser independiente, diríamos, subsistente. Eso le permite entrar no solamente en diferentes relaciones sino también ser inagotable para un perceptor (humano o no).
Este cuadro se completa con otras dos referencias filosóficas: el escepticismo de Hume y el ocasionalismo. Del primero toma Harman la idea de contigüidad de las impresiones y las ideas, el que no se toquen en absoluto (mucho menos por una relación causal, lo que constituye el núcleo del escepticismo humeano), del segundo, la idea de un mundo de objetos desconectados pero que interactúan por medio de un tercero (Mackay 2012 202). El rompecabezas, como él lo llama, se puede resumir de la siguiente manera: “los objetos reales se retiran a oscuros submundos cavernosos, privados de todo vínculo causal” (202), mientras que los objetos sensibles “son tan proclives a interactuar con sus vecinos que nos sorprendemos de que no lo hagan a cada instante” (202), así “el único lugar en el cosmos donde ocurren las interacciones es el dominio sensual, fenoménico” (202). Obtenemos entonces el siguiente diagrama:
Este modelo funciona como una ontología de objetos solamente si puede generalizarse más allá de los términos subjetivistas (Husserl, Heidegger) en los que ha surgido. Eso significa otorgarles a los objetos capacidades cuasiintencionales. Harman acude de manera recurrente a este ejemplo: el fuego quema un pedazo de algodón. Cada lado tiene su “versión” del encuentro. El algodón experimentaría algo así como el ser quemado por el fuego, mientras que el fuego experimentaría el quemar el algodón. Lo cierto es que es misterioso el modo en que se tocan ambos. De entrada, el fuego no toca con todas sus propiedades al algodón ni todas las propiedades del algodón son tocadas por el fuego. Es entonces como si en su encuentro, pese a todo, se retiraran el uno del otro. Y la relación, solamente podría ser expresada desde cada lado, pero no desde un lugar absoluto. Esta idea supone dos objetos reales A y B que no se tocan realmente (solo misteriosamente). A tiene sus propiedades reales, lo mismo que B. Cómo sucede entonces la causación vicaria (Mackay 2012 219), el encuentro entre A y B. Es en el interior de cada uno de ellos, por separado. Así, la relación completa aparece para A(A’/B’) y para B (B’’/A’’).
Aquí surgen varios problemas. Para usar un lenguaje más convencional, en este rompecabezas tenemos objetos y representaciones de objetos. Es claro que las representaciones de los objetos y los objetos mismos solamente pueden ocurrir dentro de un objeto. Pero todo el problema se deriva de querer tratar todo objeto como un sujeto y como un sujeto a la vez. Todas las cosas son objetos para otros objetos, pero sujetos en cuanto pueden representar otros objetos. Ray Brassier (2018) tiene mucha razón al señalar que el concepto de “objeto” pertenece al ámbito de la objetividad y que supone una síntesis ideal. No por nada el concepto remite, a su vez, a la objetividad en general. Si recurrimos a la terminología de Kant, habría que distinguir entre cosas en sí mismas (Dinge and sich), su aparición fenoménica (Schein) para nosotros como multiplicidad y su aprehensión conceptual como objeto (en el concepto, Begriff). Esto ocurre solamente a partir de síntesis consecutivas, aseguradas en última instancia por la unidad del yo.
Para comprender los problemas que se siguen de la posición de Harman, especialmente al no querer establecer distinciones sujeto-objeto, cosa-concepto, ofrecemos aquí un diagrama (figura 2) de una situación compleja de relación entre varios objetos. Supongamos un objeto real con sus propiedades reales A. Supongamos otro objeto, igualmente real, B. A y B no se tocan realmente. Pero la relación A-B reaparece dentro de B. Esta es la relación “intencional”. Dentro de B aparece A’, es decir, el objeto sensual que proviene de A. Pero dentro de B debe aparecer B misma, que notaremos como B’. Pero no podríamos decir que B se aprehende a sí misma. Eso significaría una suerte de “autoconciencia” en el objeto, una autorreferencia que asegurara la identidad de sí y de lo otro en sí mismo. Para que B apareciera dentro de B misma, haría falta, a su vez, un tercero, lo que produciría un regreso al infinito. Pero de hecho B es miembro de sí mismo. En su calidad de “sujeto”, que percibe el objeto A (objeto real) en su calidad de A’ (objeto sensual), él es también un término de la relación.
En la figura 2 vemos a A separada de B por una barra sólida. A y B se encuentran aquí en B, en su interior. A su vez, A’ y B’ no están separados pero sí distinguidos. Pero entonces B es una vez objeto frente A y una vez sujeto (en tanto que representa una relación y ejecuta una “síntesis” o relación) para sí. Es fácil ver que la relación completa A-B reaparece en B. Si B es una mera forma, entonces podría sintetizar A y B. Pero B es objeto también. Debe haber entonces una representación de B en B. Pero esta relación de B como objeto real respecto a sí mismo requeriría un tercero, que a su vez requeriría otro, etc.
Existe otro problema adicional. Si bien Harman reconoce que los objetos reales (aquí A) pueden tener efecto sobre sus contrapartes sensuales (aquí A’), es preciso reconocer que A y B se toquen en un sitio distinto a A y a B. Debe haber un espacio de encuentro previo que no sea objeto a su vez. Esto no está libre de complicaciones y se asemejaría al concepto de espacio que aparece en el Timeo de Platón, capaz de contener cosas sin ser una cosa pero sin identificarse por ello con la nada. Heidegger puede diferenciar los objetos del fondo oscuro de donde salen porque establece una relación vertical que llama diferencia ontológica. Aquello en donde y desde donde las cosas son no puede, a su vez, ser una cosa. El ser no es solo el ente. Si el ser es entonces producimos un círculo. En Harman los objetos pueden tocarse solamente en el interior de un objeto. De este modo, los objetos fungen como entes y como ser en general, lo que reúne y lo reunido. Esto produce necesariamente una contradicción. Heidegger, en cambio, procede como Russell. Este último introduce su teoría de tipos para evitar que un predicado se predique de sí mismo. Heidegger, de manera análoga, evita la paradoja introduciendo una diferencia radical y jerárquica entre el ser y el ente.
Harman tiene razón frente a Meillassoux en el hecho de que el enigma consiste en explicar la relación entre las cosas fuera de la correlación. Meillassoux intenta refutar esta última desde dentro, prescindiendo de toda relación sujeto-objeto. Pero un mundo de puros objetos en sí requiere alguna participación del pensar (que no la identidad ser-pensar). Hace falta una relación parcial. Harman intenta generalizar la relación intencional unida al hallazgo heideggeriano de la retirada del fondo. Con ello, introduce un mundo de puros objetos, los cuales deberán relacionarse de manera indirecta. Pero esta manera indirecta termina por arrojar un mundo discreto de objetos donde las relaciones entre ellos no son nunca reales. Puesto que ocurre dentro de otros objetos, en su interior, la relación siempre es meramente intencional, no real. Un mundo de objetos sin relaciones reales no puede llamarse real y, en todo caso, sería absolutamente incognoscible. Además, el saber de la ciencia queda capturado puramente en la subjetividad, en el interior del humano, mientras que, para ser saber real, debería de suponer un contacto real entre las cosas. Ahora, más allá de los aciertos en el planteamiento de los problemas con los que se debate la filosofía contemporánea, Harman parece apuntar a un problema importante: el del campo. Las cosas no están todas dispuestas en un único espacio dispuestas a tocarse. Las relaciones surgen en dominios específicos. Es por ello que pasamos ahora al pensamiento de Gabriel, quien con su concepto de “campos de sentido” otorga una pluralidad de “sitios” a las cosas para que existan realmente pero a su modo.
4. EL PLURALISMO DE GABRIEL
Nos detendremos poco en la filosofía de Markus Gabriel. Nos interesa sobre todo su noción de campo de sentido como se define en su libro Por qué no existe el mundo (Gabriel 2013). El texto comienza con un argumento conjuntista que en términos clásicos podemos expresar como la imposibilidad de que un conjunto sea miembro de sí mismo. Esto requiere definir el concepto de existencia. Para Gabriel, “existencia [Existenz] = aparecer [Erscheinung] en un campo de sentido” (Gabriel 2013 60). Notemos el término kantiano de aparecer, el cual deberá distinguirse de la representación para nosotros. Existencia significa entonces un “darse” en el sentido de ser el caso. Siguiendo tentativamente a Wittgenstein, Gabriel señala la importancia de pensar el mundo a partir de aquello que es el caso y como el conjunto de los hechos (Tatsachen), no de las cosas (Gabriel 2013 32-33). Eso significa que el mundo no consta de elementos simples sino de relaciones que constituyen unidades capaces de caracterizar estados de cosas. De manera análoga a lo que hace Husserl a propósito de la intuición categorial, estamos dirigidos en la experiencia y en lenguaje a relaciones, no a puntos aislados. Hasta aquí podemos decir que aparecer significa ser el caso en el mundo. Pero Gabriel quiere decir que el mundo no existe.
Atendamos a la última parte de la frase citada: existir es aparecer en un campo de sentido. En vez de un mundo donde todos los objetos responderían a un único modo de ser y a un único dominio, para Gabriel existe una cantidad infinita de mundos; algunos se traslapan parcialmente, mientras que otros son indiferentes entre sí. Dichos mundos pueden ser entendidos como contextos o ámbitos (Bereiche). En un sentido más “geométrico”, Gabriel define los campos de sentido como lugares (Orte) en los cuales algo aparece por antonomasia y constituyen las unidades ontológicas fundamentales (Gabriel 2013 48). A diferencia de Harman, aquí el nivel fundamental son los campos, no los objetos.
La idea no está lejos de la noción fenomenológica de región ontológica. En todo caso, se trata de cierto espacio que abarca un conjunto de seres. Eso significa que los seres no están expuestos los unos a los otros como átomos en el espacio vacío sino que se ordenan en dominios. No todo está entrelazado con todo. Eso condiciona qué cosas pueden encontrarse o relacionarse con qué cosas. Una idea matemática no puede tocar un ornitorrinco. Los diferentes campos de sentido son espacios (abstractos o formales, si se quiere) donde los seres se individúan y se relacionan entre sí. Es en el interior de cada campo de sentido donde los seres se diferencian o se destacan. Existir implica entonces destacarse de otros seres que, por otro lado, son similares. En efecto, tiene sentido decir que un perro se diferencia de un gato pero no de un megabyte, o, en todo caso, la diferencia puede trazarse en diferentes sentidos y niveles.
Ahora, existe un número infinito de campos de sentido (o al menos ilimitado, debería decirse). Para Gabriel existen lo mismo los unicornios que los átomos que Hamlet. Lo importante es que aparezcan en un contexto determinado. Gabriel defiende que el cosmos como objeto de la ciencia, es decir, el universo de la física no es el concepto que lo abarca todo. Si fuese el caso, entonces no existiría nada fuera de partículas elementales, campos y fuerzas. Pero Hamlet realmente aparece a quien lo lee. El universo será, entonces, un campo más de sentido, uno entre otros. El mundo es más amplio que el universo o el cosmos como objeto natural. Ahora, ¿qué es el mundo? Dijimos que se trataba esencialmente de un problema de la teoría de conjuntos. Para Gabriel el mundo es el mundo que contiene todos los mundos o el ámbito de todos los ámbitos (Bereich aller Bereiche Gabriel 2013 13). Si existir significa aparecer en un mundo, el mundo como totalidad, como ya lo decía Kant, no aparece ni puede hacerlo. El mundo no aparece en el mundo porque entonces tendríamos un “problema” de autorreferencia.
Sin embargo, hay que diferenciar la imposibilidad lógica de la imposibilidad fáctica de la totalidad. Lo que Gabriel señala es una forma débil de la paradoja, si podemos expresarnos así. Se utilizan metáforas como que el ojo, o mejor, la mirada, no puede ser vista. Y esto es así pero solamente en un sentido restringido, pues, en efecto, no podemos mirar la mirada con los ojos, pero, de hecho, en otro nivel, no hacemos sino precisamente eso: mirar las miradas de los otros, incluso la nuestra propia, aun si dicha visión es parcial. No hay nada imposible en que una mirada se mire (parcialmente) a sí misma. En un sentido filosóficamente más relevante, la relación de un ser consigo mismo es un elemento tanto de la vida como de la conciencia. La autoconciencia no tiene por qué ser total. Si se renuncia a ella, no hay subjetividad ni reflexividad en absoluto. Si se le hace total o completa, tampoco hay sujeto sino un Dios que se desdobla para contemplarse. Si es un error pensar que la relación de un ente consigo mismo deba ser total, también lo es que la autorreferencia del mundo exija que este sea miembro de sí mismo. ¿No es verdad que el mundo se toca a sí mismo pero no como totalidad sino a partir de ilimitadas referencias internas que, globalmente, aseguran su conectividad? Lo que está en juego es si existe una multitud de mundos (o campos de sentido) desconectados o un solo mundo. Y si se trata de un solo mundo, ¿cómo puede este ser uno y a la vez muchos (ontológicamente plural)?
Lo relevante del pensamiento de Gabriel consiste, ante todo, en un intento por romper la univocidad del ser y hablar de campos independientes de sentido. La palabra sentido es, repito, desafortunada porque parece remitir inmediatamente a la fenomenología. Sin embargo, Gabriel hace énfasis en que dichos campos de sentido no están fundados en alguna subjetividad, o al menos no todos. Esto permite no tener que elegir entre las tres mesas de Harman (la visión fenomenológica, científica y artística del mundo). Las tres mesas serían reales. Pero, más importante, introduce la noción de campo, lo que nos permite dar un contexto específico de aparición y delimitación de tipos de cosas y relaciones entre ellas. Así como en Meillassoux resultaba necesario aclarar las relaciones entre realidad, lógica y matemática, y en Harman la relación entre objetos, con Gabriel hay que definir más rigurosamente el concepto de campo de sentido.
La tesis de que el mundo no existe es importante para Gabriel porque permite evitar una salida espinosista, es decir, la afirmación de una totalidad capaz de abarcar los diferentes mundos (como en Spinoza se abarcan extensión y pensamiento) y someterlos a un único principio (cierta racionalidad), lo cual tiene consecuencias para la ciencia, la ética y la política (por ejemplo, el estatuto de la libertad humana). Al mismo tiempo, en un gesto muy kantiano, Gabriel parece querer dar a la ciencia su terreno y a la humanidad, deseosa de sentido, el suyo. Ya no hay dos mundos: el teórico y el práctico, sino muchos. Pero este pluralismo posee la misma debilidad que la ontología desconectada de Harman. Sin un sujeto que se tome como punto de partida, no es posible determinar las relaciones entre los diferentes mundos, los cuales pueden multiplicarse o reducirse a voluntad. Si no hay ninguna relación entre los mundos, o si dichas relaciones son inesenciales, tenemos una multitud de mundos que podrían ser paralelos. Es una ontología múltiple pero, en cierto sentido, plana, que no dice que todo sea en el mismo sentido pero razona como si así lo fuera.
El enemigo de Gabriel no es el correlacionismo (Miellassoux) ni las filosofías del acceso (Harman), sino el constructivismo. La diferencia entre su posición y la del constructivismo viene del hecho de que las cosas tienen que mostrarse a alguien en un campo. Así, algo es para otro algo en un campo determinado. Pero, al mismo tiempo, si es verdad que el mundo no puede aparecer en el mundo en sentido empírico, debemos reconocer que tenemos el concepto de mundo, que hablamos del mundo en su conjunto e incluso lo definimos como el ámbito de todos los ámbitos. Al hablar de él, al hacerlo tema, al caracterizarlo y realizar predicaciones sobre él, el mundo realmente aparece, al menos un mapa de este. Y no es una cuestión baladí. Para combatir la afirmación de que hay un más allá o de que existen mundos paralelos, radicalmente inaccesibles entre sí o absolutamente privados, se requiere la unicidad del mundo. Unicidad no significa unificación. Es decir, no se requiere que el mundo deba obedecer a un único principio o que deba existir una totalidad racional para que sea uno. Para evitar la carga platónica del concepto de “uno” y la carga hegeliana de la “totalidad”, podemos muy bien hablar de la esencial conectividad del mundo o de los campos del mundo. Esto no constituye, de nuevo, ni totalidad ni unidad, sino un espacio conectado pero no de manera trivial (donde todo tocaría todo o donde todo debería explicarse desde un único punto de vista).
Como notamos, cuando se plantea la cuestión de la autorreferencia, como sucede a propósito del conjunto de todos los conjuntos o en el ámbito de todos los ámbitos, no es que de ello resulte algo imposible. Lo que obtenemos, sencillamente, es una contradicción, una fórmula o teorema cuyo estatuto de verdad no puede ser decidido. Desde una teoría de conjuntos intuitiva no podemos decir que un conjunto como el planteado sea posible o imposible. Es eso: indecidible. Y, de hecho, esta es la situación a la que nos vemos constantemente arrastrados cuando consideramos la relación entre ser y pensar. Desde un punto de vista el mundo no es sino mi representación, lo que se atestigua en mí o aquello de lo que yo puedo dar testimonio. Pero, por el otro, yo no puedo explicar mis representaciones a partir de ellas mismas. No bastan para determinar la riqueza del mundo ni de mi experiencia. Requiere la referencia al mundo empírico. En mi propio mundo inmanente, este apunta hacia y requiere otro orden, un mundo que lo toque y le provea de información y determinaciones. Así, yo mismo, instancia donde aparecen las cosas (ellas son mis representaciones), debo aparecer yo mismo como un elemento o miembro del mundo, y por esa razón debo considerarme a mí mismo como un producto del mundo natural, sin que ello suponga una continuidad simple en la naturaleza.
Es así como surgen dos caminos, dos visiones paralelas pero no simétricas: el camino que va del ser al pensamiento y el camino que va del pensamiento al ser. Este último es el que llamamos correlacionismo, mientras que el primero deberíamos llamarlo filosofía de la naturaleza. Este es, por cierto, la tesis que Schelling presenta en su Sistema del idealismo trascendental (2005): filosofía de la naturaleza y filosofía trascendental parecieran ofrecernos diferentes caminos y sentidos de fundamentación. Lo cierto es que ese primerísimo principio que debía unificar finalmente ambas filosofías nunca fue seguro en su obra. La indiferencia, que prometía ser el punto medio y de inflexión entre naturaleza y espíritu, se evaporaba. El hecho de que Schelling nunca resolvió la cuestión se verifica en su última filosofía, llamada positiva, fundada en la existencia y de la cual debía derivarse la esencia, es decir, el principio lógico. Pero, a la vez, la relación entre filosofía negativa y positiva nunca pudo aclararse. Y es que quizá los recursos conceptuales, particularmente lógicos y matemáticos, no eran suficientes. Tal parece ser el caso en el realismo especulativo. Los grandes problemas son planteados y capturados de manera sobresaliente. Sin embargo, una falta de reflexión sobre la naturaleza lógica y matemática de sus conceptos y sus planteamientos termina por enredarlos en viejos problemas. Los dos elementos centrales que retornan como insuficientemente interrogados son el problema de la autorreferencia y el problema de la relación.
5. AUTORREFERENCIA Y RELACIÓN
Comencemos con el tema de la autorreferencia. En el caso de Meillassoux, no resulta obvio que la aceptación de la contradicción signifique que una cosa, entonces, no pueda convertirse en otra. Esto exige una lógica clásica donde los únicos valores que puede poseer una proposición es: falso o verdadero (disyunción exclusiva). Al usar el recurso de la refutación, Meillassoux pareciera confía plenamente en la reductio ab absurdum. Pero, nuevamente, en otra lógica como la intuicionista se demandaría una prueba constructiva que nos ofreciera los objetos del mundo y no la mera negación de la esfera correlacionista. Si el correlacionismo niega el mundo en sí, al negar el correlacionismo no necesariamente afirmamos el mundo en sí. Lo que resulta más problemático es la pretendida supresión de la subjetividad, la cual opera como soporte trascendental tanto de la prueba como de la esencia matemática y lógica del mundo. Como no se realiza verdaderamente un corte entre naturaleza y espíritu, entonces se requiere una teoría de la subjetividad. Es ella, a través de un proceso reflexivo, la que podría reclamar las condiciones para un acceso a lo real, una suerte de refutación del idealismo al estilo kantiano. Por más que la matemática parezca asubjetiva y nos acerque a un mundo de la muerte o de la ausencia de sujeto, ella misma posee elementos pragmáticos que remiten a decisiones subjetivas. Igualmente, incluso si tomamos una versión antipsicologista y antisubjetiva de la lógica y la matemática, puesto que la matemática explica la naturaleza en vez de ser la naturaleza misma, entonces hace falta una teoría de modelos, una semántica, cuyas posibilidades y legitimidad solamente una filosofía trascendental está en condiciones de proveer. El momento de reflexión o de autorreferencia no se contrapone al realismo sino que lo supone como condición de posibilidad.
Por su parte, Harman, como hemos visto, incurre en una paradoja clásica al no distinguir objetos de conceptos. Esta primera distinción, hecha por Frege, evita que confundamos al objeto de una predicación con lo que predicamos de él. En la predicación no unimos dos elementos simétricos por medio de una cópula. Esto permite replantear la predicación y la teoría clásica de sustancia-atributo en términos de teoría de conjuntos, donde podemos distinguir entre conjuntos y miembros de conjuntos. Esto tiene la ventaja de que podemos expresar las relaciones de conjuntos a partir del operador membresía y las relaciones entre conjuntos a partir de funciones. A pesar de ello, no se puede evitar la paradoja conjuntista descubierta por Russell. Eso significa que si Harman insiste en que un objeto aparezca como miembro de sí mismo al servir como espacio de encuentro de los objetos, es preciso o bien que explicite una lógica dialetheista, donde existen contradicciones verdaderas, o que funde su ontología sobre la base de un espacio diferente donde los objetos se encuentren sin ser él mismo un objeto.
Gabriel hace de la paradoja de autorreferencia la justificación para su tesis de que el mundo no existe. Sin embargo, debe explicarse qué decisión se toma frente a este problema de indecidibilidad. Es decir, o bien se acepta que la contradicción es verdadera y entonces el mundo existe y no existe a la vez, o bien se rechaza la contradicción y entonces se procede a fundar correctamente las relaciones de conjunto y pertenencia. Pero Gabriel no hace esto sino que evita el problema completo, presentando campos de sentido separados.
En relación con la complementariedad que Schelling encuentra entre filosofía trascendental (correlacionismo, diríamos) y filosofía de la naturaleza (dogmatismo, en términos kantianos), podemos invocar la idea de Merleau-Ponty de quiasmo. En efecto, no podemos dar razón del mundo fuera de nosotros. Pero en ese mundo, del cual damos razón, nos encontramos a nosotros mismos, a saber, como miembros o elementos del mundo. Somos parte del cuadro que pintamos. Eso produce una circularidad pero no necesariamente viciosa. Y es que no podemos renunciar a inscribir la subjetividad en el universo como un resultado suyo, como un accidente de la evolución. Sin embargo, esta inclusión no debe colapsar las modalidades y niveles de ser que estructuran el mundo. Incluir al sujeto, que piensa en el mundo, en el mundo mismo, a saber, como miembro suyo no significa interpretar la subjetividad con los mismos criterios que un átomo, una piedra o ni siquiera otro animal. No hay nada extraño en conferirle heterogeneidad, autorreferencia y productividad a la naturaleza sin convertirla, por ello, en un sujeto. Igualmente, la subjetividad no puede comprenderse como mera representación y transparencia. En el idealismo alemán, pero también en Husserl, sobre todo en la noción de síntesis pasiva, encontramos un sujeto inconsciente que, antes de pensar, actúa realmente. Igualmente, existe una dimensión material irreductible que es su corporalidad, pero también otra que es el lenguaje. La contraposición simple entre sujeto y objeto resulta inoperante.
En cuanto al concepto de relación, ninguno plantea su problema. Meillassoux no considera relaciones entre objetos del mundo. Es por ello que le resulta factible que las leyes del universo puedan cambiar en cualquier momento sin que eso implique un necesario reacomodo de todas las demás o sin que se considere la compatibilidad o composibilidad de distintas leyes. Pero más importante es su tesis de que la afirmación del universo en cuanto real e independiente de nosotros exija no un argumento que muestre la necesidad, en el interior de un sistema trascendental, de suponer un mundo exterior y real, sino la desconexión sujeto-objeto. De aquí se sigue lo que Kant denomina posición dogmática. Mencionamos brevemente a Schelling, quien, también interesado en la defensa de una realidad natural autónoma y previa a la subjetividad, reconocía la complementariedad entre una filosofía de la naturaleza, que habla del cosmos con independencia del sujeto, y una filosofía trascendental, que habla del cosmos desde el sujeto. Con todo, para Schelling una filosofía de la naturaleza, para ostentar ese nombre, debe poder explicar la subjetividad como un miembro del mundo con toda su singularidad.
Harman, lo dijimos, busca explicar la relación entre los objetos. Si ellos se tocaran real y plenamente, entonces podrían quedar absorbidos en la relación. Sin embargo, los objetos pueden ser distintos, pueden asociarse o encontrarse con otros y no están atados a ninguna totalidad. Lo cierto es que en este mundo donde se salvan los objetos ya no se puede explicar su génesis. ¿De dónde saldría un objeto sino de otros objetos? Una génesis real exigiría que los objetos reales tocaran otros objetos reales. Esto demanda, a su vez, que las relaciones entre objetos sean reales. Harman sitúa el encuentro de las cosas no en lo real sino en el interior de los objetos. Este interior ya no es real en sentido estricto. Con ello, las relaciones quedan confinadas en el interior de la correlación intersubjetiva. El mundo, entonces, se convierte en una colección inerte de objetos privada absolutamente de procesos dinámicos, de génesis reales y de estructura. Pero esto se debe en gran medida a un concepto quizá demasiado simple de relación.
Gabriel no tiene el mismo problema que Harman pues de entrada los objetos reales se tocan y se relacionan realmente dentro de campos de sentido que no son ellos mismos, objetos o cosas. Sin embargo, el problema vuelve a surgir al pensar la totalidad. Para él hay una multitud de campos de sentido, pero esos campos de sentido no forman un mundo. Por evitar un dominio de un campo de sentido (el naturalista) por sobre los otros y con miras a un pluralismo ontológico, no termina muy lejos del relativismo posmoderno, donde cada mundo puede coexistir paralelamente con otros porque en el fondo no se tocan. Aquí apreciamos un atomismo de campos de sentido.
Para terminar, propongo examinar ciertas ideas sobre la necesidad de una teoría sobre las relaciones reales. En el texto ya citado de Ray Brassier (2018) podemos encontrar un señalamiento clave con referencia a los nuevos realismos, a saber, que no podemos suponer un isomorfismo entre nuestro entendimiento y el mundo (armonía prestablecida), ni, como el correlacionista, que vivimos encerrados en meras representaciones, pero tampoco, como el realista ingenuo, que conocemos el mundo directamente y sin mediaciones. Por ello, resulta necesario tener experiencia del mundo para conocerlo. Es decir, se requiere un vínculo que garantice un contacto real con las cosas. Este contacto, además, no debe ser exclusivamente local sino global (sin llegar a una totalidad), tal que podamos “mapear” algo del mundo experimentado. Mapear significa tomar nota de ciertas relaciones estructurales. No se trata de copiar o duplicar el mundo, sino de captar patrones y de enlazar dichos patrones con otros, internos y externos. El paso de la sensibilidad a la idea parece misterioso, pero no lo es si atendemos a todas las traslaciones de información que vemos en la naturaleza: la energía mecánica puede convertirse en energía calórica; se pueden codificar instrucciones para fabricar proteínas; la energía mecánica de un golpe se puede convertir en energía eléctrica en el sistema nervioso, etc. Los “mundos” o campos del mundo deben poder tocarse y traducirse entre sí. Pero por ello mismo debemos afirmar, con Ray Brassier, que “La manera en la que conocemos el mundo está condicionada por nuestra inserción en él, inserción que limita el conocimiento que poseemos” (2018, online), es así que propone un “naturalismo trascendental”, el cual requiere una “interacción dinámica entre el conocedor y lo conocido”, atendiendo al hecho de que existe una mente que “adquiere conocimientos de un mundo del que forma parte” (2018, online).
Formar parte del mundo y no confundirse inmediatamente con él significa que necesitamos separar metodológicamente conceptos de objetos reales de objetos representados, pero ontológicamente debemos mostrar su intrincación en un único mundo, estructurado, donde sus partes entran en relaciones reales en diversos modos, escalas y relaciones de membresía (sentido conjuntista) y parteidad (sentido mereológico). En este sentido resulta fundamental la tesis que Frédéric Nef avanza en su texto L’anti-Hume (Nef 2017), a saber, que una posición realista reclama una “syndesología” o teoría general de las conexiones con potencia metafísica. Una teoría realista en conexión con las ciencias naturales (pero también sociales) requiere de una teoría del nexo, el vínculo o la conexión. El primer paso en esta dirección consistiría en distinguir las relaciones, propias del pensamiento, de las conexiones, propias de lo real. Lo que está en juego es la conexidad no-simple del mundo, el “pegamento metafísico” de un universo desplegado en regiones y estratos, papel que alguna vez jugó la causalidad.
Como hemos visto, el personaje clave al que el realista especulativo vuelve constantemente es Hume. Incluso en Gabriel podemos rastrear en su pluralismo ontológico una suerte de desconexión de los campos de sentido. La desconexión de los campos de sentido en Gabriel, la desconexión de los objetos en Harman y la desconexión de facto entre ser y pensar en Meillassoux (pero también la desconexión potencial del universo debido a su falta de continuidad metafísica) hacen que sus realismos operen en el aire, en un vacío donde no se puede comprender por qué podría hablarse de algo así como el mundo en general (o del cosmos), incluso como idea o concepto límite. No se entiende cómo las cosas se tocan, cómo interactúan, cómo se enlazan, cómo se afectan al acercarse o al tocarse efectivamente, encuentros que deberían incluir, necesariamente y con todas las paradojas que de ahí se sigan, el tacto entre el ser y el pensar.
Sin que sea posible de facto trazar el camino determinado y positivo que lleva desde el átomo hasta las abstracciones sociales, es una exigencia realista suponer la conexidad esencial del mundo: conexiones entre las cosas, entre dominios de cosas, entre escalas, entre niveles de organización. Las conexiones explican no solamente la relación entre objetos estáticos, sino también su surgimiento y su destrucción. Tanto los individuos como los nexos tienen su historia y su espacio, si se quiere. Por principio, es necesario aceptar niveles, jerarquías, modos y escalas de ser, al igual que relaciones de inclusión o parte. Si esto es así, no debemos colapsar las conexiones lógicas con las conexiones reales, aunque puedan existir regiones problemáticas para sostener esa distinción. Pero tampoco debemos separarlas al punto de hacerlas indiferentes, inconmensurables o paralelas.
Conocemos cosas y relaciones, no solamente cosas aisladas. Pero también debemos distinguir entre “todos” y meros “agregados” y entre distintos tipos de nexos, no solamente reales o ideales. Y debemos también poder analizar vínculos y vínculos de vínculos. Para Hume, como critica Nef, el nexo real de las cosas desaparece y deberá ser encontrado “dentro de nosotros”. El realismo debe, por encima de todo, afirmar la realidad de los vínculos entre las cosas directamente y no de forma vicaria. Es ello lo que da cohesión al universo, pero también lo que permite que existan estructuras complejas independientes de nosotros y no objetos o campos de sentido aislados. La conexión real es el supuesto realista más fundamental junto con la relativa independencia de los objetos y la existencia de regiones ontológicas (o campos o espacios o, como hemos dicho en sentido matemático, categorías). No se trata de preguntar por la unidad o totalidad del universo, sino por su conectividad, es decir, por el modo en que activamente sus individuos se relacionan con otros individuos, pero también cómo emergen nuevos niveles y, con ellos, nuevos objetos y nuevas conexiones que dan lugar a las llamadas propiedades emergentes.
Estas breves notas sobre una teoría general de los vínculos, tanto reales como ideales, es decir, una teoría de vínculos múltiples, es una tarea que aquí solamente puede ser indicada, pero cuyo lugar y necesidad han sido ya señalados. Este lugar y esta necesidad solamente pueden reconocerse gracias al realismo especulativo. Es preciso considerarlo seriamente en cuanto señala un punto ciego de la filosofía contemporánea, un pozo en el que esta cae al suponer que estamos desconectados del mundo y encerrados en la burbuja de la subjetividad, como quiera que se la caracterice (lenguaje, poder, historia). Hemos podido reconocer, sin embargo, que diferentes realismos fallan por una misma razón: no pueden dar cuenta de la conectividad del mundo ni de la realidad de las conexiones concretas. Esto se debe en parte a la falta de un análisis reflexivo sobre los medios formales de análisis (como vimos: lógica, teoría de conjuntos, topología, teoría de categorías), pero también a generalizaciones sobre la historia de la filosofía trascendental, la cual debe ser cuidadosamente diferenciada del “correlacionismo fuerte”, como lo llama Meillassoux. Igualmente, hace falta una teoría de la subjetividad que explique cómo es posible hablar de un mundo sin sujeto y de sus profundidades insondables, pero también cómo puede y existe de facto una subjetividad en el universo.
Pese a todo esto, lo reiteramos, su trabajo permite ver mejor lo que nos falta: una teoría general de las conexiones. El medio ideal para hacerlo, manteniendo las intuiciones importantes de los pensadores revisados, es una teoría lógica y matemática que nos haga accesible un concepto general y flexible de relación. Esta es la teoría de categorías. Pero será ocasión de otro artículo exponer su núcleo formal y luego su potencia para una teoría realista que quiera dar su lugar a las ciencias. Todos estos serían elementos, finalmente, para una filosofía de la naturaleza, pero ese objetivo se encuentra todavía más lejos.
Referencias
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