Territorio y movimiento social afrodescendiente en Latinoamérica: miradas desde México y Colombia

Afro-Descendant Territory and Social Movement in Latin America: Perspectives from Mexico and Colombia

ALDRY GIOVANNY CASTILLO
Universidad Autónoma Metropolitana, México

Territorio y movimiento social afrodescendiente en Latinoamérica: miradas desde México y Colombia

Espacialidades. Revista de temas contemporáneos sobre lugares, política y cultura, vol. 7, núm. 1, pp. 204-228, 2017

Universidad Autónoma Metropolitana

Recepción: 28 Septiembre 2016

Aprobación: 12 Diciembre 2016

Resumen: Este artículo es un acercamiento a la agenda política del movimiento social afrodescendiente en México, para lo cual se brindan algunos datos etnográficos obtenidos en el trabajo de campo realizado en una de las regiones donde la movilización sociopolítica ha cobrado mayor fuerza: la Costa Chica de Guerrero. También es un análisis comparativo con los movimientos afrocolombianos —en particular con los que operan en zonas rurales de la región Pacífico—, contrastando sus demandas sociales con sus disímiles trayectorias históricas, en aras de comprender las peculiaridades de ambos casos. Grosso modo, aquí se argumenta que en la actualidad las demandas sociopolíticas de los afromexicanos se enfocan en el reconocimiento constitucional, la visibilidad estadística y el diseño de políticas públicas que mitiguen y reviertan las condiciones de desigualdad en que viven. Ello ocurre en un contexto signado por el multiculturalismo y el reconocimiento de la diversidad cultural, en el que —desde mediados de los noventa— confluyen diversos actores que han reivindicado la historia y cultura africanas en la construcción de la sociedad nacional, defendiendo la presencia de poblaciones afrodescendientes culturalmente diferenciadas e históricamente marginadas y excluidas por el Estado posrevolucionario.

Palabras clave: movimientos afrodescendientes, reconocimiento constitucional, visibilidad, políticas públicas, territorio.

Abstract: This article is an introduction to the political agenda of the Afro-descendant social movement in Mexico. We provide ethnologic data retrieved from a fieldwork practice in Costa Chica, Guerrero, one of the regions were socio-political action has gained strength. There is also a comparative analysis of afro-Colombian movements —in specific the ones in rural areas of the Pacific region— contrasting their different historic trajectories in order to understand their peculiarities. In general, we discuss that today, the socio-political demands of afro-Mexicans are focused on constitutional recognition, statistics visibility, and a design of public policies that alleviate and reverse the inequality of conditions in which they live. This happens in a context marked by multiculturalism and the acknowledgement of a cultural diversity that, since the midnineties, conforms different actors that have changed African history and culture with-in the construction of a national society. They defend the presence of afro-descendant populations that are culturally and historically marginalized by the post-revolutionary State.

Keywords: afro-descendant movements, constitution recognition, visibility, public policies, territory.

Introducción

A mediados de los noventa, en un contexto global marcado por el multiculturalismo y el reconocimiento de la diversidad, confluyen en México variados actores (activistas, académicos, instituciones gubernamentales, asociaciones civiles y movimientos sociales) que comienzan a reivindicar la influencia africana en la conformación de la sociedad nacional, así como a defender la presencia de poblaciones afrodescendientes culturalmente diferenciadas que, desde su óptica, han sido históricamente marginadas tanto por el Estado como por la sociedad mexicana.

Dos décadas después, la lucha de los afrodescendientes en México continúa. El objetivo de este trabajo es plantear algunas reflexiones en torno a sus demandas étnico-políticas actuales, a la luz de la pesquisa etnográfica realizada en una de las regiones donde la movilización social ha emergido con mayor ímpetu: la Costa Chica de Guerrero. En particular, me referiré a la municipalidad de Cuajinicuilapa, también conocida como la “capital negra de México” —donde, dicho sea de paso, se han concentrado buena parte de los estudios antropológicos sobre afrodescendientes en el país, incluyendo el trabajo pionero de Gonzalo Aguirre Beltrán (1958).

En un primer momento, ilustraré, mediante tres ejemplos concretos —un acto público de homenaje a Nelson Mandela, los pensamientos e ideas de un intelectual local y un encuentro regional de asociaciones civiles— las especificidades de esas demandas, que a grandes rasgos buscan:

  1. 1. Reconocimiento constitucional.

    Visibilidad estadística.

    Diseño de políticas públicas que mitiguen y reviertan las condiciones de desigualdad en que viven los afromexicanos.

En un segundo momento, contrastaré las reclamaciones de estos colectivos afromexicanos con las esgrimidas por otras poblaciones afrolatinas, particularmente las afrocolombianas, las cuales otorgan una mayor centralidad a la tierra y al territorio. Más que hacer una exploración exhaustiva de los movimientos sociales afrocolombianos —tema del cual se han ocupado numerosos estudios, por ejemplo, el de Wabgou et al. (2012)—, el objetivo es comprender las particularidades de la agenda política afromexicana, a partir del contraste con la agenda de otros colectivos afrodescendientes en el continente.

Finalmente, en una tercera sección, plantearé algunas hipótesis que, a mi modo de ver, explican las diferencias existentes entre ambos casos. Como espero mostrar, la larga historia de apropiación territorial entre los afrodescendientes de Colombia —al menos la de quienes habitan en el Pacífico rural—, aunado a la ausencia de una reforma agraria y la promulgación de leyes —como la Ley 2a de 1959— que desconocían la ocupación ancestral de estas comunidades, incidió en el hecho de que el territorio se erigiera en el eje sobre el que los movimientos sociales afrocolombianos cimentaron su lucha, la cual aún continúa ante las numerosas presiones que reciben por parte de actores armados, agentes del Estado y empresas privadas —nacionales e internacionales— dedicadas a la explotación de recursos naturales (oro y madera, principalmente). Entretanto, en México, la revolución de 1910 sí condujo a una dotación agraria a los afrodescendientes de la Costa Chica guerrerense, por lo cual no hubo necesidad de pugnar, en tiempos recientes, por la adjudicación de tierras que, de hecho, ya habían sido concedidas a través del reparto ejidal; en cambio, el periodo posrevolucionario trajo consigo la consolidación de una ideología mestizófila —manifestada sobre todo con la categoría de la “raza cósmica”, acuñada por José Vasconcelos en los años veinte de dicho siglo—, cuya impronta ha sido la negación e invisibilidad de los afromexicanos en la historia y cultura del país.

En consecuencia, y ya que esta exclusión los ha llevado a ser considerados como “extranjeros en su propia tierra”, la principal batalla que libran los colectivos afromexicanos gira en torno al reconocimiento y a ser tratados como “mexicanos con todos los derechos”.

“Ser mexicanos con todos los derechos”: la narrativa étnico-política de los movimientos afromexicanos de la Costa Chica

En un homenaje al líder sudafricano Nelson Mandela, realizado en julio de 2013 en las instalaciones de la Universidad Intercultural de los Pueblos del Sur, Unisur (municipio de Cuajinicuilapa, Guerrero), la diputada federal Teresa Mojica pronunció un discurso de apertura que resume el objetivo máximo de los movimientos sociales afromexicanos: lograr el reconocimiento oficial y constitucional de estas poblaciones. Ese día se preguntaba la diputada:

¿Por qué el reconocimiento constitucional de los afromexicanos? Porque queremos ser mexicanos con todos los derechos, porque queremos ser mexicanos que nos respeten nuestros derechos humanos, porque queremos ser parte de las políticas públicas de este país, porque queremos que nos vean, queremos ser visibilizados, municipal, estatal, nacional e internacionalmente (Teresa Mojica Morga, diputada federal, Cuajinicuilapa, Guerrero, 26 de julio de 2013).

Entre el público asistente estaba el embajador de Sudáfrica, así como numerosos actores que abanderan la lucha por el reconocimiento oficial de los afrodescendientes en la Constitución Política de México, entre ellos, representantes del gobierno estatal de Guerrero, diputados federales, miembros de instituciones estatales locales y regionales, asociaciones civiles, autoridades locales, así como estudiantes, docentes y directivos de la Unisur. Gran parte de las demandas descansaban en la defensa del carácter culturalmente diferenciado de las poblaciones afromexicanas, manifiesto en tradiciones, costumbres y prácticas festivas, como los sones de artesa, la danza de los diablos, la danza del toro de petate, los corridos costeños, la narrativa oral, las chilenas y otras expresiones culturales asumidas como el núcleo de una “identidad negra”;1 de hecho, al finalizar los protocolos y discursos de apertura, los estudiantes de la Unisur presentaron un acto en el que escenificaron algunas de esas danzas y ritmos musicales, que, reitero, eran exhibidos como “marcadores” de identidad afromexicana. Una identidad que, desde la narrativa étnico-política esgrimida por los organizadores del acto, ha sido desconocida por los entes estatales y la sociedad nacional. Al respecto, uno de los docentes de la institución mencionada declaró lo siguiente:

¿Quiénes son los afromexicanos? Son todos los mexicanos descendientes de personas negras, provenientes del continente africano, que viven en comunidades y en poblaciones como Cuajinicuilapa, Guerrero, y también en los estados de Oaxaca, Veracruz, Chiapas, Tabasco, Campeche, Coahuila, Sonora, Durango, entre otros. El término “afromexicano” fue definido después de numerosos foros, donde organizaciones sociales, investigadores, activistas y organismos internacionales, decidieron llamarse así para afirmar el origen de sus ancestros y, al mismo tiempo, la nacionalidad a la que pertenecen, la mexicana (Bulmaro Muñiz, maestro de la Unisur, Cuajinicuilapa, Guerrero, 26 de julio de 2013).

Como se observa, en la intervención del docente se resalta un origen ancestral africano, pero sin dejar de reafirmarse la nacionalidad a la que pertenecen los sujetos en cuestión. Esto es relevante si se tiene en cuenta el contexto generalizado de racismo y exclusión que, desde esta perspectiva étnico-política, ha signado el devenir de los afromexicanos: borrados de la historia nacional, desconocidos como sujetos de la nación y considerados “extranjeros en su propia tierra” (Colectivo África, A.C., 2013). Como plantean Velázquez e Iturralde (2012: 110), “testimonios de personas afromexicanas a quienes los agentes migratorios ‘confunden’ y deportan a Centroamérica dan cuenta de este tipo de prácticas basadas en prejuicios racistas y, sobre todo, en el desconocimiento de la presencia de afrodescendientes en el país”.

En ese sentido, no deja de ser significativo que en el evento se exaltara la figura de Mandela —cuyo rostro fue retratado en un colorido mural—, tratándose de un líder mundialmente conocido en la lucha contra el racismo y la discriminación; en cierto modo, al evocarse su vida y obra, los organizadores del acto pretendían “inspirar” a los colectivos afromexicanos para librar sus propias batallas por el reconocimiento y la visibilidad.

Una postura similar a la convenida en el acto convocado por la Unisur la encontramos en los escritos del intelectual, escritor y fotógrafo Eduardo Añorve Zapata —igualmente nativo de Cuajinicuilapa—, para quien la población negra de la Costa Chica conforma una etnia que, a pesar de estar unificada por tradiciones y costumbres comunes, a lo largo de su historia ha sido excluida y negada por el Estado mexicano. Según Añorve, es en razón de esta exclusión que los costachiquenses aún carecen de conciencia plena sobre su identidad étnica; por tal motivo, resulta prioritaria la difusión y concientización de su historia, pues sólo así podrían reclamar al Estado el reconocimiento de su existencia como ciudadanos, morenos al tiempo que mexicanos:

Los costachiquenses somos una etnia, aunque sin la conciencia plena de ello: lengua, cultura y tradición nos unifican; pendiente queda una organización corporativa interna que nos permita transitar de costachiquenses a afromexicanos; es decir, a individuos que, además, seamos conscientes de nuestro origen e historia, capaces de impugnar el Estado nacional mexicano que nos ha excluido, que nos excluye, negándonos el derecho a existir legalmente, a ser sujetos de la historia y la cultura mexicanas, restituyéndonos la condición de ciudadanos y enriqueciendo la plurietnicidad de este país de morenos, también nuestro (Añorve, 2011: 239).*

Finalmente, cabe traer a colación la paradigmática declaratoria del Foro Afromexicano “Por el Reconocimiento Constitucional de los Derechos del Pueblo Negro de México”, celebrado en la comunidad de José María Morelos, municipio de Huazolotitlán, Jamiltepec (Costa Chica de Oaxaca), los días 21 y 22 de julio de 2007, que contó con la participación de diversas asociaciones civiles —entre otras, Colectivo África A.C., México Negro y Ecosta—, además de académicos, investigadores, activistas y miembros de instituciones estatales. Sus proclamas van en el mismo sentido de lo plasmado en el acto político celebrado en la Unisur y en los planteamientos de Añorve Zapata. Cito in extenso algunos apartados de la declaratoria:

Existe una oposición por parte del Estado mexicano para reconocer y valorar la presencia africana, de su aporte a la cultura y a la historia de México; actitud que se ve reflejada en la ausencia de un marco jurídico que reconozca nuestros derechos a la identidad y a la diversidad cultural, lo que ha derivado en la aplicación de políticas públicas no adecuadas a las características y necesidades de nuestros pueblos, quienes se encuentran en una situación de marginación y vulnerabilidad. Por lo tanto, demandamos: el reconocimiento constitucional de los derechos de los pueblos negros y familias afrodescendientes mexicanas que vivan dentro o fuera del país […]. Lo que debe concretarse en un cambio constitucional y la consecuente modificación concreta en legislación secundaria que posibilite nuestro derecho a la visibilidad, a vivir nuestra diversidad sin discriminación y sin xenofobia, a la eliminación de los actos de racismo y la afirmación positiva de nuestra identidad con una perspectiva de género (Declaratoria Foro Afromexicano, 2007: 13).

Más adelante, los asistentes al Foro expresarían, de manera más concreta, las siguientes demandas:

Que los tres niveles de gobierno atiendan nuestras necesidades en términos de educación, salud, nutrición, vivienda, recursos naturales, medio ambiente, economía, cultura y derechos. Atención inmediata hacia las actividades agropecuarias, turísticas, forestales y pesqueras, en tanto que son la base para la reproducción material y espiritual del Pueblo Negro (Declaratoria Foro Afromexicano, 2007: 14.).

Así, pues, podríamos resumir la lucha de los colectivos afromexicanos en tres aspectos:

  1. 1. Reconocimiento en la Constitución Política de México, pues si bien ya hay avances al ser reconocidos en las cartas estatales de Guerrero (2014) y de Oaxaca (2013), no se ha logrado lo mismo en la Constitución Federal.

    Visibilidad estadística en los censos oficiales, en aras de saber con claridad cuántos son y en qué condiciones viven.2

    Por último, políticas públicas —en materia de salud, educación, desarrollo rural, etc.— que atiendan a su carácter étnicamente diferenciado y reviertan las condiciones de marginación y exclusión, aspecto que Velázquez e Iturralde (2012: 12) señalan muy bien: “los colectivos afrodescendientes o afromexicanos que existen en México demandan su reconocimiento como sujetos de atención con derechos, entre otras cosas, para la elaboración de políticas públicas en su beneficio”.

En el fondo, hay que entender que estas demandas se producen en un contexto de marcado racismo, que en el caso mexicano se ha desarrollado de forma peculiar al desconocerse la presencia y el legado histórico-cultural de las poblaciones de origen africano, bajo un prisma ideológico del mestizaje en el cual el sujeto mestizo —entendido como la mezcla entre indígena y español— se proyectó como el sujeto de la nación, sobre todo tras la revolución de 1910 (Saade, 2009; Vinson y Vaughn, 2004). La idealización de este sujeto mestizo, la denominada “raza cósmica” de la que hablaba José Vasconcelos en la segunda década del siglo XX, a la postre condujo a la invisibilidad —a nivel estatal y nacional— de otras alteridades, entre éstas, las de los afrodescendientes. En el campo académico ocurrió lo mismo, y ya Aguirre Beltrán lo señalaría en su clásico esbozo etnográfico de Cuajinicuilapa:

Sólo teníamos ojos para lo indio y cerrábamos la razón a todo aquello que no encajara dentro del esquema sentimental elaborado sobre lo indio por nuestros románticos del siglo pasado. Los estudiosos extranjeros de lo mexicano, inexplicablemente, sufrieron, también, ese contagio místico de lo indio, sin que en ellos pesara la herencia emotiva e imponderable. Unos y otros sólo tuvieron en cuenta lo indio y lo español; lo negro no entró nunca en la esfera de sus preocupaciones (Aguirre, 1995: 11).

Sobre este punto volveré más adelante. Por lo pronto, basta tener presente que la mestizofilia —es decir, la exaltación de “lo mestizo” en los procesos de conformación nacional— fue el eje nodal a través del cual se erigieron los procesos de negación y exclusión contra los cuales luchan hoy por hoy los afrodescendientes en la Costa Chica. Ahora bien, a fin de tener elementos de contraste que permitan entender las especificidades del caso afromexicano, podría ser ilustrativo echar un vistazo a otros contextos nacionales de Afrolatinoamérica. En especial me referiré al contexto afrocolombiano, del que tengo mayor conocimiento.

“El territorio es la vida, y como es la vida, es lo primero que hay que proteger”: la reivindicación territorial en el contexto del Pacífico rural afrocolombiano

Similar al caso mexicano, en el colombiano se dieron procesos de asimilación y negación que se han traducido en mecanismos de invisibilidad y estereotípicos hacia las poblaciones de origen africano (Friedemann, 1984). Empero, a diferencia de lo que ha ocurrido con los movimientos afromexicanos, entre los afrodescendientes colombianos, al menos los del ámbito rural —y, más precisamente, entre las comunidades que habitan la región Pacífico—,3 las disputas han girado mayormente en torno a la defensa del territorio colectivo. Al respecto, recuerdo una ocasión en la que, mientras hacía trabajo etnográfico en la municipalidad de Guapi (Costa Pacífica Caucana), Dionisio Rodríguez, uno de los líderes de la Coordinación de Consejos Comunitarios y Organizaciones de Base del Pueblo Negro de la Costa Pacífica del Cauca (Cococauca), comentaba que para ellos “el territorio es la vida, y como es la vida, es lo primero que hay que proteger” (Dionisio Rodríguez, 2008).

A lo largo de la conversación, Dionisio subrayaba la idea del territorio de las poblaciones afrocaucanas como un “espacio de vida”, cargado de profundas significaciones sociosimbólicas, y del cual dependía el diario vivir de las comunidades ahí asentadas.

De modo similar, el historiador Alfonso Cassiani plantea, con base en sus aproximaciones etnohistóricas y etnográficas en el Pacífico sur colombiano, particularmente en la zona de Buenaventura, que para las comunidades renacientes que allí residen,4 el territorio es:

El espacio de vida donde se desarrolla y transmite de generación en generación todas y cada una de las prácticas socioculturales mítico-religiosas, políticas, productivas y económicas. Desde esta perspectiva, el territorio está constituido por los ríos, esteros, costas, playas, montañas, fincas y veredas, así como por el conocimiento tradicional y las costumbres que tenemos para cuidar y utilizar cada sitio y para relacionarnos interna y externamente (Cassiani, 2004: 187).

Si se tiene en cuenta que este autor se considera a sí mismo afrodescendiente, es claro entender por qué asume y comparte la visión del territorio como la principal herencia recibida de los ancestros y mayores, que constituye la base para garantizar los derechos de las generaciones por venir: los renacientes (Cassiani, 2004: 187).

En esa misma medida, otro de los grandes movimientos sociales afrocolombianos, el Proceso de Comunidades Negras (PCN), proclamaba el derecho al territorio —entendido como el espacio vital “donde el hombre negro y la mujer negra desarrollan colectivamente su ser, en armonía con la naturaleza” (PCN, 2008: 4)—, como uno de los cinco derechos vitales de los pueblos afrodescendientes en Colombia.5

Por otra parte, desde el discurso de los militantes negros o afrocolombianos, el uso y la apropiación del territorio colectivo implica el aprovechamiento sustentable y racional de los recursos naturales presentes en su interior, pues sólo así aseguran la subsistencia de sus comunidades. En ese orden de ideas, Dionisio Rodríguez recalcaba que:

Nosotros tenemos una forma de vivir con el ambiente; eso no enriquece nuestros bolsillos, no los enriquece, pero sabemos cómo hacer uso y aprovechamiento adecuado de los recursos naturales garantizando la perpetuidad de las especies alrededor de ese espacio ambiental […]. Para nosotros, como comunidad afrocolombiana, la cultura nuestra no es tanto ingresar los bolsillos de plata, porque mañana puede uno tener toda la plata del mundo, pero si no tiene nada que comer, le va a tocar escribir sobre el billete “desayuno, almuerzo y comida”, y comer. Pero nosotros concebimos que es primero garantizar la seguridad de la comida, garantizarla bien (Dionisio Rodríguez, 19 de septiembre de 2008).

Similarmente, Carlos Rosero —otro de los adalides históricos del PCN—, manifestaba la importancia del territorio, en tanto que espacio donde se produce y reproduce la cultura de las comunidades afrocolombianas, garantizándose su supervivencia:

En torno al territorio como espacio donde se realiza, crea y recrea la cultura, los afrodescendientes han establecido un conjunto de relaciones entre las comunidades y la naturaleza, y entre las comunidades y el conjunto de la sociedad hegemónica. Las maneras y modos de ser, estar y relacionarse entre ellas, así como las prácticas tradicionales de producción, son la resultante del conocimiento del medio y de sus ciclos; en fin, de una interacción dinámica con la naturaleza. Todo este conjunto fluido de retroalimentaciones representa significativas lecciones de sobrevivencia aprendidas por los afrodescendientes en muchos rincones del país, y la única posibilidad de que sobrevivan ellos, sus entornos y sus valores sociales y culturales construidos y recibidos de otras generaciones (Rosero, 2002: 548).

Así, pues, el territorio figura como un elemento central en la agenda organizativa de los grupos afrodescendientes del Pacífico rural colombiano. Más aún, el principal triunfo de su movilización —desplegada sobre todo durante la década de los ochenta y a principios de los noventa (Gracia, 2013)—, fue la expedición de la Ley 70 de 1993, la cual no sólo reconoció su carácter de grupo étnico —es decir, de colectivos culturalmente diferenciados del resto de la sociedad nacional, sino también el derecho a la propiedad colectiva del territorio. En ese sentido, el artículo 4 de dicha Ley establece que:

El Estado adjudicará a las comunidades negras de que trata esta ley la propiedad colectiva sobre las áreas que, de conformidad con las definiciones contenidas en el artículo segundo, comprenden las tierras baldías de las zonas rurales ribereñas de los ríos de la cuenca del Pacífico y aquellas ubicadas en las áreas de que trata el inciso segundo del artículo 1o de la presente ley que vienen ocupando de acuerdo con sus prácticas tradicionales de producción. Los terrenos respecto de los cuales se determine el derecho a la propiedad colectiva se denominarán para todos los efectos legales “Tierras de las Comunidades Negras” (Ley 70, 1993, art. 4).

Posteriormente vendría la promulgación del Decreto 1745 de 1995, el cual reglamenta la adjudicación colectiva de las tierras, proceso que comienza a hacerse efectivo a partir de la segunda mitad de los noventa. Con la titulación colectiva del territorio, se estipuló su carácter inalienable, inembargable e imprescriptible; en otras palabras, el territorio no se puede enajenar o transferir a personas que no forman parte de la comunidad, tampoco se puede utilizar como prenda de garantía sobre deudas, ni prescribir en el tiempo. Ello con el propósito de “preservar la integridad de las tierras de las comunidades negras y la identidad cultural de las mismas” (Ley 70, 1993, art. 7).

Ahora bien, el triunfo que supuso la expedición de la Ley 70 no ha sido garantía de que todas las comunidades rurales afrocolombianas hayan podido hacer efectivo el goce de su territorio. De hecho, simultáneamente a la adjudicación colectiva de la tierra, ha habido procesos de despojo y expoliación debido a la guerra y al conflicto armado, catalizados a su vez por la presencia del narcotráfico y los cultivos de uso ilícito, así como por la implementación de diferentes megaproyectos de desarrollo —energéticos, viales, agroindustriales, mineros turísticos y portuarios— (Rosero, 2002; Rúa, 2002). Sin embargo, a pesar de estas dinámicas de desterritorialización, los colectivos afrocolombianos aún continúan su movilización por preservar y defender sus “espacios de vida”, de manera tal que siguen estando en la agenda de sus reivindicaciones étnico-políticas (PCN, 2008).

Hasta aquí un breve panorama de los movimientos afrocolombianos del Pacífico rural, subrayando el que considero su principal motivo de acción colectiva: el territorio. Ciertamente, no se trata de la única reivindicación étnico-política, pues también hay exigencias en torno a la discriminación racial, la desigualdad socioeconómica, la necesidad de educación propia o el etnodesarrollo; no obstante, sí creo que el territorio históricamente ha sido (y sigue siendo) la demanda étnico-política más relevante, al menos en lo que respecta a las poblaciones rurales-ribereñas de la región nombrada.

No ha sido ése el caso de las asociaciones civiles afromexicanas, en las que la cuestión territorial brilla por su ausencia y sí figura, en cambio, un mayor énfasis en el reconocimiento constitucional y la generación de política pública para contrarrestar la desigualdad e inequidad en que viven los afrodescendientes de ese país. ¿A qué se deben estas diferencias? En la última sección espero dar algunas pistas para resolver esta pregunta.

El Pacífico colombiano y la Costa Chica de Guerrero a la luz de su historia: breve retrospectiva

Para aproximar una respuesta a la pregunta planteada antes, puede ser útil echar una mirada al contexto histórico de cada región en particular: la Costa Chica guerrerense, por un lado, y el Pacífico colombiano, por el otro. En el caso de este último, se sabe por diversos estudios (Aprile, 2004;1993;Arocha, 1998;Villa, 1998) que el poblamiento de la región ocurrió progresivamente, cuando los esclavizados africanos y sus descendientes adquirieron su libertad —a través de la automanumisión o bien por medio del cimarronaje—, lo que se hizo extensivo, a un nivel general, desde el siglo XVIII, pero sobre todo a partir de mediados del XIX, luego de abolida la esclavitud (1851). A grandes rasgos, los “colonizadores negros” —o “pioneros negros”, como serían llamados por Norman Whitten (1992)— se desplazaron de los centros mineros donde eran obligados a trabajar, hacia las tierras bajas, entonces despobladas (cabe recordar que las poblaciones prehispánicas fueron diezmadas a raíz de la conquista europea), de las cuales se apropiaron material y simbólicamente. Materialmente, por los emplazamientos de viviendas dispersas y el desarrollo de sistemas polimorfos de producción que interrelacionan varias prácticas: agricultura, pesca, cacería, recolección silvestre, minería artesanal, cría de animales domésticos y explotación de madera; simbólicamente, mediante la proyección de seres imaginarios —visiones, espíritus, espantos— heredados de sus ancestros y recreados en la conceptualización de ese “espacio vital”, sobre el que también elaboraron una memoria colectiva cargada de saberes medicinales, rituales fúnebres, expresiones musicales, fiestas religiosas y extensas redes de parentesco y compadrazgo que contribuyeron en la forja de identidades ribereñas relativamente compartidas y cohesionadas (Arocha, 1998;Ariel y Hoffmann, 2010;Villa, 1998).

La promulgación de la Ley 2a de 1959 supuso un punto de quiebre en el devenir de las comunidades negras de la región, toda vez que sus tierras fueron declaradas áreas baldías y zonas de reserva forestal nacional, lo cual, de entrada, desconoció su ocupación histórica. Paradójicamente, aun cuando fueron definidas como “áreas de reserva forestal”, se adjudicaron a empresas madereras y papeleras ávidas de explotar la inmensa riqueza ambiental de los bosques. En consecuencia, hubo situaciones de expoliación y despojo que condujeron, sobre todo en los ochenta, a la creación de asociaciones campesinas en defensa de la tierra y los recursos, entre las cuales es paradigmática la Asociación Campesina Integral del Atrato (ACIA) (Gracia, 2013). La intensa movilización de esta asociación —y de otras más que surgieron a mediados de esa década, como la Acadesan, Obapo, entre otras—, aunado al acompañamiento de antropólogos, activistas y otros actores sociales, fue esencial en la inclusión de las demandas étnico-políticas afrocolombianas en la redacción de la nueva Constitución Política en 1991, específicamente a través del Artículo Transitorio 55, que a la postre daría pie a la promulgación de la Ley 70 de 1993.

Como ya lo señalé, esta legislación significó una conquista importante en el movimiento social de las comunidades negras, en tanto que reconoció su carácter étnico diferenciado y legitimó la propiedad ancestral de su territorio, ese “espacio para el ser” que, reitero, hasta la fecha sigue siendo objeto de intereses económicos y políticos exógenos a los de las poblaciones locales, razón por la cual se constituye en el principal motivo de su lucha y acción colectiva.

Ahora bien, en el caso de la Costa Chica guerrerense, tenemos a una región que, luego de la conquista y colonización española, se configuró a partir de dos fenómenos entrelazados:

  1. 1. El brutal desplome demográfico de las sociedades indígenas que allí moraban — superior al 85 por ciento en casi todos los pueblos.

    La irrupción de nuevas actividades económicas que dominarían el transcurrir social en los siglos venideros, entre otras, la actividad ganadera (Aguirre, 1995; Luna, 1975; Reynoso, 2004).

Así, hacia el último cuarto del siglo XVI, las estancias ganaderas adquirirían un rápido auge que signó el devenir histórico de la región, hasta finales del periodo colonial. Personajes como Carlos de Luna y Arellano o Mateo de Mauleón, herederos de la antigua encomienda asignada a Tristán de Luna y Arellano —la cual sería conocida hasta el siglo XIX como Mariscalato de Castilla—, impulsaron la introducción, en la entonces Provincia de Igualapa, de ganado vacuno y caballar, y de esclavizados africanos que se encargarían de su manejo (Aguirre, 1995; Reynoso, 2004: 130-132). De esta manera, a diferencia de lo que sucedió en el Pacífico colombiano, en donde la presencia de mano de obra africana obedeció más a la necesidad de extraer oro, en la región que hoy corresponde a la Costa Chica guerrerense fue la ganadería lo que incentivó dicha presencia.

Más aún, fue la fundación de haciendas y estancias de ganado mayor lo que incidió en la composición demográfica de esta región: por un lado, el desplazamiento de los indígenas originarios hacia las zonas de montaña y, por el otro, el crecimiento poblacional de los afrodescendientes en las áreas bajas y costeras:

La presencia de los africanos en la Costa Chica respondió a los intereses económicos de la actividad ganadera […]. Las haciendas costeras determinaron el paisaje y la economía regional, pero también incidieron en la composición demográfica de la región, pues la ya de por sí escasa población indígena se vio obligada a correrse a la parte alta costera de los valles y de la montaña para sobrevivir, presionada por los estancieros y hacendados, plantíos, ganados y sus criados negros. Así, los esclavizados negros muy pronto se posicionan en la región (Reynoso, 2004: 133-134).

A finales del siglo XVIII y principios del XIX, el grueso de la población que residía en la Intendencia de Igualapa correspondía a los denominados “pardos”, que resultaron del intenso mestizaje entre esclavizados africanos y mujeres indígenas (Reynoso, 2011: 172-173). Estos sujetos tendrían, al igual que sus madres, el carácter de libres, y se desempeñarían como jornaleros en los cultivos de algodón, que progresivamente fueron sustituyendo a las actividades ganaderas como el motor económico de la región —ello debido a la creciente demanda de esta fibra en los obrajes de las ciudades de México, Tlaxcala, Puebla y Oaxaca— (Reynoso, 2011: 173). Siguiendo los estudios de Araceli Reynoso, reconocida historiadora de esta región:

Las haciendas dejaron de tener esclavonías para contratar por un jornal a los mulatos y pardos libres, [siendo] contratados y despedidos de acuerdo con las necesidades de la hacienda, sin ninguna otra consideración más que sus habilidades laborales. Esta población sin derechos a la tierra, se convirtió en una mano de obra útil y económica, en constante movimiento a lo largo de la costa en búsqueda de trabajo (Reynoso, 2011: 175).

Así, pues, en contraste con el Pacifico colombiano, en donde los “pioneros negros” establecieron durante dos siglos una muy fuerte relación material y simbólica con el territorio; en la Intendencia de Igualapa —que durante el siglo XIX pasaría a tener sede principal en el municipio de Ometepec—, los afrodescendientes eran básicamente peones y jornaleros que migraban de un lado a otro, según la voluntad de los pocos hacendados que concentraban la tierra disponible y brindaban las únicas posibilidades de trabajo. De este modo, no hubo entre estas poblaciones una construcción tan profunda del territorio, como sí ocurrió con las del Pacífico colombiano, relativamente más aisladas de los centros de poder y, además, dueñas de su espacio y destino.

Empero, el estallido de la Revolución mexicana en 1910 supuso un giro significativo en el devenir sociopolítico de la Costa Chica guerrerense, pues con este alzamiento sobrevino el reparto de tierras a los otrora jornaleros desposeídos (Luna, 1975;Manzano, 1994).

En opinión de Manzano Añorve: “con la reforma agraria se demandó la restitución de tierras a aquellos campesinos que habían sido despojados y la distribución gratuita de tierras a los que carecían de ellas” (1994: 170). Así, se estableció todo un ordenamiento jurídico que concedió terrenos a los afrodescendientes de esta región, pese a los brotes de violencia y las tensiones sociales que surgieron a partir de los años treinta del siglo pasado entre las nuevas clases emergentes: por un lado, los campesinos ejidales —en su mayoría descendientes de los antiguos esclavizados africanos y pardos libres— y, por el otro, los comerciantes y propietarios de pequeñas y medianas extensiones —mayormente foráneos, que sustituirían a los hacendados de la época colonial e independentista— (Luna, 1975: 77).

En todo caso, la dotación de ejidos implicó el acceso y la legitimación de la tierra a los afrodescendientes guerrerenses, cosa que nunca sucedió con los afrocolombianos en el Pacífico rural, sino hasta la expedición de la Ley 70. En otras palabras, entre los costachiquenses la creación cultural viene ‘después’ de la creación sociopolítica. La comunidad se establece y luego se legitima el campo cultural” (Ariel y Hoffmann, 2010: 188), lo que significa que su anclaje territorial (esto es, la “creación cultural”) fue más reciente y se dio posteriormente a la dotación del ejido (la “creación sociopolítica”), caso contrario al de los pueblos negros del Pacífico colombiano, quienes sólo fueron dueños “legales” de sus tierras (tituladas como propiedad colectiva) mucho después de haber forjado el vínculo simbólico con el territorio.

Conforme al razonamiento anterior, considero que la presencia o ausencia de una reforma agraria es un posible factor a considerar al analizar las especificidades en las demandas étnico-políticas de los pueblos del Afropacífico rural y las de los afromexicanos de la Costa Chica guerrerense, máxime si se considera que una de las mayores diferencias entre ambos colectivos es el énfasis que los primeros realizan en el concepto de territorio.

En ese orden de ideas, también conviene insistir en la importancia simbólica que pudo adquirir o no la noción misma de territorio en las narrativas de los colectivos afrodescendientes en cuestión y, en ese sentido, mientras que las comunidades negras del Pacífico colombiano albergan una memoria histórica más vívida y detallada —los ancianos trazan con precisión las migraciones que dieron lugar a los pueblos, así como nombrar los “ancestros fundadores” de los ramajes familiares y otros sucesos importantes del pasado— (Ariel y Hoffmann, 2010: 179-181), entre los grupos afromexicanos de Guerrero no sólo se carece de memorias genealógicas que trasciendan más de tres o cuatro generaciones, sino que su relación con la tierra resulta ambigua, puesto que en un breve periodo pasaron de ser jornaleros en las grandes haciendas a propietarios ejidales tras la Revolución de 1910 (Ariel y Hoffmann, 2010: 177-179).

Por último, cabe subrayar que los espacios que habitan los pobladores afrocolombianos en la región Pacífico han sido y siguen siendo objeto de numerosas presiones por parte de diversos actores externos: empresarios y agentes económicos interesados en prácticas neoextractivistas (minerales y forestales), grupos armados que procuran el control de los cultivos ilícitos y las rutas del narcotráfico, entre otros.

En cambio, la zona correspondiente a la Costa Chica de Guerrero no ha estado sometida a este tipo de presiones exógenas —vale decir que hasta la revolución de 1910 eran haciendas que concentraban el poder político y económico regional, si bien el panorama cambiará en un futuro no tan lejano, por un lado, ante la inminencia de crecimiento turístico en sitios costeros como Punta Maldonado o Playa Ventura y, por el otro, considerando el cada vez mayor influjo del narcotráfico y el crimen organizado en el día a día de la gente.

Hasta aquí algunas de mis hipótesis que explicarían por qué entre los movimientos afrodescendientes en Colombia el territorio es nodal en su lucha política; mientras que no necesariamente sucede así entre los afrodescendientes de la Costa Chica guerrerense en México.

Como señalé al inicio de este trabajo, para estos últimos la principal exigencia es el reconocimiento constitucional y la creación de políticas públicas que atiendan a su carácter étnicamente diferenciado y permitan, al mismo tiempo, revertir situaciones de desigualdad e inequidad social heredadas del pasado. Ahora bien, ¿a qué se debe la especificidad de estas demandas? Desde mi concepto, tiene mucho qué ver la ideología mestizófila citada al principio, cuya influencia borró cualquier signo de alteridad que no estuviera asociado con “lo indígena” y “lo mestizo”. A su vez, ello consolidó una narrativa en la que “lo negro” no cabía dentro del imaginario del “ser mexicano”, pues, como bien observara la etnohistoriadora Marta Saade (2009), el mestizo no es “de color”.

Pero, además del fuerte influjo del discurso mestizófilo, ha de tomarse en cuenta que hasta fechas muy recientes —y con esto aludo a los años noventa en adelante—, los académicos, particularmente antropólogos y sociólogos, no observaban a las poblaciones afrodescendientes como sujetos de estudio, ya fuera porque pocos individuos se reconocían con una categoría —la de “negro”— oficialmente suprimida de los censos y políticas públicas desde la Independencia (1821), o más todavía, debido a la ausencia de marcadores fenotípicos que se correspondieran con el estereotipo o la imagen del “negro” —lo cual se explica, a la vez, por los intensos y antiguos procesos de mestizaje que han marcado al país y en los que la miscegenación entre indígenas y negros en regiones como la Costa Chica han sido muy frecuentes a lo largo del tiempo— (Ariel y Hoffmann, 2010: 176).

En todo caso, la combinación de los anteriores elementos ha llevado a que la presencia afrodescendiente en México sea sistemáticamente invisibilizada en el imaginario nacional. Se trata, desde mi perspectiva, de un tipo de racismo que opera a través de la negación total del otro, a quien ni siquiera se considera ciudadano puesto que, reitero, es “considerado extranjero en su propia tierra” (Colectivo África, A.C., 2013). Al respecto, durante mi trabajo etnográfico he escuchado relatos de afromexicanos a los que, en razón de su color, las autoridades migratorias han puesto en duda su nacionalidad, llegando al punto de tratar de deportarlos a países a los que asocian con el “fenotipo negro”. Tal fue la experiencia vivida por don Fabián Arellanes, residente de Cuajinicuilapa:

Eso fue en Chetumal, Quintana Roo. Yo trabajaba de operario de máquina pesada, haciendo desmonte, preparando terreno, cavando los canales, cuando un día los de la migra me dijeron que me iban a llevar pa’Belice. Yo me reía, porque pensaba que era en broma, pero no, el de Migración se puso todo serio y decía que sí, que me iban a mandar pa’Belice que porque yo no era mexicano. “No, pero si yo sí soy mexicano. Me van a mandar por allá, yo ni conozco”. Entonces fue cuando el de la migra me dijo que yo no tenía los rasgos de mexicano y que seguro era de por allá. Yo como en esa época no tenía ni credencial ni documento de nada, pues porque, claro, apenas tenía dieciséis años. Entonces “que cante el Himno Nacional”, pero pues yo ni me acuerdo bien del himno, me sé por algunos pedazos pero no me lo sé todo. Y sí que me iban a llevar pa’Belice, pero ya luego llegó mi patrón y dijo: “No, él es mexicano. Móntenlo en la camioneta y que vuelva al trabajo”. Y ya el oficial de Migración dijo: “Listo, pero a la próxima que lleve documentos porque si no, nos lo devolvemos pa’Belice”. Que ya me iban a tener listo el boleto de regreso (Fabián Arellanes, Cuajinicuilapa, 31 de julio de 2013).

Relatos como el anterior son muy comunes en la región de la Costa Chica y reflejan la invisibilidad y negación generalizada de los afromexicanos en su propio país. Quizá debido a ese “racismo invisibilizador” la búsqueda del reconocimiento constitucional es la meta prioritaria del movimiento afrodescendiente en México, pues si se logra ese objetivo es mucho más viable generar medidas que impidan los intentos de deportación como los vividos por Cristian cuando fue detenido por la autoridad migratoria en la frontera norte:

A mí me pasó una vez que no llevaba mi credencial, me querían mandar dizque a Honduras o Belice, ya no me acuerdo yo. “A mí qué chingaos me van a llevar allá si yo nací acá, vengo de la Costa Chica de Guerrero, de Punta Maldonado, de allá soy yo”. Y no me creían esos cabrones. “A ver, muéstrame tus documentos, tu acta de nacimiento al menos”. “Yo qué voy a cargar mi acta de nacimiento, yo tengo credencial, pero ahorita no la traigo conmigo, no sé qué la hice”. Y el vato va y me dice: “Noo, seguro eres de Honduras, de por allá vienen así negritos como tú”. Y como ya me iban a deportar, me tocó llamar acá a mi casa a ver si mandaban mi acta de nacimiento o alguna chingadera porque hablaban en serio esos vatos. Al final no me deportaron, pero ay sí lo hubieran hecho… Ya ve que como muchos se hacen los tontos y ya no llevan la credencial, o la pierden o la botan, pues cuando la piden y no la muestran la migra no les cree y buscan deportarlo pa’Honduras, pa’El Salvador (Cristian, Punta Maldonado, 6 de septiembre de 2013).

Pero no sólo se trata de evitar abusos y malos tratos por parte de los funcionarios de Migración, sino también de lograr políticas públicas que frenen la discriminación sociorracial que dichas poblaciones han experimentado históricamente; de tal manera que sean reconocidos como diferentes (en tanto que grupo étnico particular), pero iguales, con los mismos derechos que cualquier otro connacional. Ello adquiere relevancia si se tienen en cuenta las condiciones de marginación y desigualdad en que viven, reflejadas en una muy baja cobertura en salud, altos índices de analfabetismo y escolaridad (educación primaria) incompleta, escasez de servicios básicos, como agua entubada y sistema de drenaje, así como bajos ingresos, todo lo cual dificulta el acceso a mejores condiciones de vida y motivan la migración de los jóvenes hacia otros estados de México; incluso, hacia el extranjero (Villerías y Sánchez, 2010: 49-50).

En ese orden de ideas, cuando las asociaciones civiles y los activistas de la Costa Chica guerrerense rescatan una especificidad étnica, reproducen una dinámica a la que Odile Hoffmann (2008: 165) denomina “normalización identitaria”, en la que se asocian determinados rasgos o marcadores culturales (lengua, vestimenta, gestualidad corporal, rituales) con una identidad “negra” o “afromexicana”.

Sin embargo, como he señalado a lo largo de este trabajo, dicha “normalización” no sólo busca el reconocimiento de cierta especificidad étnico-cultural, sino también la reivindicación de derechos colectivos y la formulación de acciones afirmativas que reviertan el racismo, la exclusión social y la invisibilidad histórica. A esto último Hoffmann lo llama “polarización racializada”, en la que se combina un discurso étnico-racial al “condicionar el acceso a ciertos derechos, mismos que son concebidos como prueba y garantía de acceso a una ciudadanía plena e igualitaria” (2008: 167).

Reflexiones finales: “afrodescendencias plurales” y apropiación de narrativas étnicas

De acuerdo con los planteamientos de Juliet Hooker, en las últimas dos décadas los afrodescendientes en América Latina han conquistado derechos colectivos por medio de dos vías:

  1. 1. Argumentando un carácter étnico-cultural que amerite medidas de preservación de sus culturas diferenciadas, por ejemplo, a través de la legitimación de territorios colectivos y prácticas culturales.

    Denunciando la discriminación racial, a fin de lograr acciones que reviertan las desigualdades generadas por su causa (Hooker, 2010: 41-42).

Según lo expuesto en este artículo, el caso de los afrocolombianos respondería más al primer ámbito, mientras que en el de los afromexicanos se combinarían ambos argumentos —la defensa de una particularidad étnica, en aras de combatir el racismo y la desigualdad—. No obstante, cabe preguntarse: ¿hasta qué punto son generalizadas estas demandas étnico-políticas entre los afrodescendientes de ambos países? Más aún, ¿quiénes se asumen e identifican con categorías como las de afromexicanos o afrocolombianos?

Me parecen relevantes ambas interrogantes si se analiza el hecho de que, una cosa es el discurso de las asociaciones civiles, los académicos y los militantes, y otra muy diferente el de la comunidad como tal: pescadores, campesinos y ganaderos que, en su día a día, manejan otro tipo de identificaciones y narrativas, no necesariamente de carácter reivindicatorio. Por ejemplo, durante mi investigación en la Costa Chica he encontrado posiciones entre personas “de la base”, alejadas del discurso étnico, en las que se manifiestan cosas como la siguiente: “Eso de que africanos y que venimos de África, yo no; yo me veo como mexicano. Cuando a mí me preguntan, yo digo que soy mexicano, así me veo yo y digo eso: soy mexicano”. O también: “Si me preguntas cómo me veo yo, te podría decir que soy fareño [en alusión a la localidad de El Faro]. Mexicano y fareño, porque aquí nací”. De tal manera que la adscripción étnico-racial se ocultaba o desconocía —no se hablaba de “afromexicanidad” ni de reivindicaciones políticas—; más bien se realzaba la identificación, según el lugar de nacimiento o la nacionalidad.

Podríamos sugerir, entonces, la existencia de una multiplicidad de adscripciones identitarias entre estos actores, que van más allá de una narrativa étnica y que varían de acuerdo al contexto en que estén insertos dichos actores —pues no es igual el ámbito de lo público-político, en donde suelen regir las identificaciones esenciales, fijas, normadas (“somos afromexicanos”, “somos pueblos negros”), al de lo cotidiano, en el que las identidades son más fluidas, móviles y negociadas (Hoffmann, 2008: 173-174).

No obstante, con todo y esa “pluralidad de afrodescendencias”, hoy en día el discurso de los campesinos y pescadores de la Costa Chica adopta cada vez más tintes étnico-políticos. Al respecto, uno de los pescadores con quienes actualmente realizo trabajo etnográfico en la localidad de Punta Maldonado, municipio de Cuajinicuilapa, señalaba lo siguiente:

Aquí somos puros afro, afromexicanos. Sí. Aquí el gobierno ya nos está reconociendo como afromexicanos. Eso quiere decir que, pues, casi la mayoría de los ciudadanos de aquí... pues, son nuevas leyes que están saliendo, podemos decir así. Para, para beneficio de los mexicanos, pues. Para que el gobierno nos dé más atención, atención médica, este, nos llegue ayuda comunitaria. Pa’que no estén en el olvido, pues, más bien (Gerardo, Punta Maldonado, 6 de noviembre de 2013).

Es muy probable que este tipo de registros discursivos hayan estado ausentes antes de la coyuntura actual de la agenda afrodescendiente en el concierto latinoamericano; y con más fuerza ahora que comenzó el Decenio Internacional de los Afrodescendientes 2015- 2025. Dos preguntas me asedian: ¿qué efectos tendrán estas iniciativas internacionales en la lucha que libran los colectivos afromexicanos por el reconocimiento y la visibilidad? y ¿cómo incidirá ello en las narrativas de la identidad y alteridad de los afrodescendientes en la Costa Chica de Guerrero? •

Fuentes

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Entrevistas del autor

Cristian. Punta Maldonado, Guerrero, 6 de septiembre de 2013.

Dionisio Rodríguez. Guapi, Cauca, Colombia, 19 de septiembre de 2008.

Fabián Arellanes. Cuajinicuilapa, Guerrero, 31 de julio de 2013.

Gerardo. Punta Maldonado, Guerrero, 6 de noviembre de 2013.

Notas

1 La gran mayoría de estas expresiones culturales han sido estudiadas ya por numerosos académicos, particularmente antropólogos, algunos de los cuales argumentan la influencia africana presente en dichas manifestaciones. Respecto de los sones de artesa, véase el estudio de Ruiz (2011); sobre las danzas y bailes, véanse los trabajos de Añorve (2011) y Solís (2009). Los corridos costeños han sido investigados por Gutiérrez Ávila (1988) y Ramsay (2004); en cuanto a la narrativa oral, revísense las pesquisas de Gutiérrez Ávila (1993), Moedano (1988) y Díaz, Aparicio y García (1993). En cuanto a las chilenas y otros ritmos musicales, recomiendo a Vaughn (2004).
* Excepto donde se señale, las cursivas son mías.
2 Sólo hasta el 2015, cuando el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI) realizó la Encuesta Intercensal, se obtuvo una primera estimación del número de afromexicanos en el país: 1,381,853 personas, que representa el 1.2 por ciento del total nacional
3 La región del Pacífico colombiano, que incluye las cuencas del Pacífico y el Atrato, con una amplia cobertura territorial que se extiende entre las fronteras de Ecuador y Panamá, se caracteriza por una abundante variedad de ecosistemas litorales y de bosque húmedo tropical, con un área aproximada de 100,000 km2, equivalente a 10,080,000 hectáreas, que corresponden al 8 por ciento del territorio actual de la República de Colombia (Rúa, 2002: 565).
4 El Pacífico Sur colombiano es una subregión conformada por los departamentos de Nariño, Cauca y Valle, con una importante presencia de poblaciones de ascendencia africana. Por otra parte, el vocablo renaciente es un etnónimo de uso común entre los afrodescendientes que habitan esta subregión, y que alude al “conjunto de familias e individuos de ascendencia africana que pueden o no estar habitando territorios ancestrales, quienes han configurado su cotidianidad en zonas urbanas o semiurbanas y que ostentan una cultura propia, comparten una historia, tienen sus propias tradiciones, costumbres y prácticas de producción” (Cassiani, 2002: 278).
5 Los otros cuatro derechos demandados por este movimiento, de carácter nacional, son 1) Derecho a ser: al reconocimiento, valoración y aceptación al interior de nuestras comunidades y en el resto de la sociedad como personas negras, con una cultura diferente. 2) Derecho a la autonomía, al ejercicio del ser: a desarrollar y fortalecer las capacidades para tomar y hacer parte de las decisiones que los afectan como grupo étnico diferenciado, garantizando su permanente afirmación en relación con el otro. 3) Derecho a una visión propia de futuro: a desarrollar un proyecto de vida propio en un marco de reconocimiento, respeto a la diferencia y redefinición de la relación entre la Comunidad Renaciente, el Estado y el resto de la sociedad. 4) Derecho a ser parte y tomar parte en las luchas de los pueblos negros en el mundo, relacionadas con el reconocimiento, vigencia y vivencia de sus derechos étnicos, en tanto consideran que nosotros somos, en la medida en que los otros puedan ser (PCN, 2008: 3-6).
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