El uso político de la pandemia de COVID-19 como sustento del discurso antiinmigrante estadounidense, 2020-2022

Raúl Bringas Nostti
Universidad de las Américas-Puebla, México

El uso político de la pandemia de COVID-19 como sustento del discurso antiinmigrante estadounidense, 2020-2022

Paradigma económico. Revista de economía regional y sectorial, vol. 16, núm. 1, pp. 41-65, 2024

Universidad Autónoma del Estado de México

Recepción: 07 Noviembre 2022

Aprobación: 31 Marzo 2023

Resumen: El 11 de marzo de 2020, la Organización Mundial de la Salud decretó oficialmente el inicio de la pandemia de COVID-19. Las medidas adoptadas por el presidente Donald Trump crearon una oportunidad política para grupos nativistas que alentaron la idea de que los migrantes propagaban la enfermedad. Esta reacción se inscribía en una larga tradición histórica que asocia algunas epidemias con ciertos migrantes. Los inmigrantes indocumentados fueron acusados de propagar el COVID-19. Dado que la frontera sur había sido la mayor preocupación de los grupos antiinmigrantes, las circunstancias les permitieron reforzar su discurso contra la migración procedente de México, ya fuese como punto de origen o de tránsito. En 2022, la mitigación de la pandemia provocó la desaparición de este discurso que vinculó problemas de salud pública con inmigración indocumentada.

Palabras clave: México, Estados Unidos, COVID-19, inmigración.

Abstract: On March 11, 2020, the World Health Organization officially decreed the start of the COVID-19 pandemic. President Donald Trump’s actions to contain the disease created a political opportunity for nativist groups that encouraged the idea that migrants spread the disease. This reaction was part of a long American historical tradition that has associated some epidemics with certain migrants. Undocumented migrants were blamed for the spread of COVID-19. Being the US southern border the greatest concern of antimigrant groups, circumstances allowed them to strengthen their discourse against migration from Mexico, either as a point of origin or transit. In 2022, as a result of the mitigation of the pandemic, this discourse that linked public health problems with undocumented immigration disappeared.

Keywords: Mexico, United States, COVID-19, immigration.

INTRODUCCIÓN

El 11 de marzo de 2020, la Organización Mundial de la Salud decretó oficialmente el inicio de la pandemia de COVID-19, una variante de coronavirus altamente infecciosa y mortal. Esta pandemia se convirtió en el mayor desafío de salud pública que enfrentaba la humanidad desde principios del siglo XX, cuando la influenza española cegó la vida de millones de personas. En un mundo interrelacionado y comunicado como nunca antes en la historia, la presencia de un virus de fácil transmisión puso en jaque la convivencia internacional. Con el afán de contener la transmisión del virus, los países implementaron restricciones inéditas al movimiento de viajeros a través de las fronteras. La imprevista reacción de Estados Unidos, el país más comunicado en el mundo y con mayor influencia en las políticas públicas mundiales, captó la atención de la comunidad internacional.

Tras la declaratoria de pandemia, el entonces presidente Donald Trump tomó dos medidas claves para contener el avance de la enfermedad en Estados Unidos: recomendó a los estadounidenses evitar viajes al extranjero e implementó una prohibición de viaje hacia Estados Unidos desde la mayoría de los países europeos. Estas medidas reforzaron la idea entre algunos sectores de la población estadounidense de que la enfermedad procedía del exterior, pese a que para ese momento ya avanzaba incontenible por territorio estadounidense. En este contexto, surgió una oportunidad política inmejorable para grupos nativistas que reforzaron la idea de que la llegada de personas desde el extranjero recrudecía la amenaza de la enfermedad. Esta oportunidad se basaba en una larga tradición histórica estadounidense que ha asociado algunas epidemias con ciertas oleadas migratorias.

Replicando los momentos históricos en los que se ha recurrido al uso coyuntural de la amenaza a la salud pública, políticos y grupos de presión alertaron sobre la propagación del COVID-19 vía inmigrantes indocumentados procedentes de países pobres con malos sistemas de salud y donde incluso no se realizaban pruebas de detección de la enfermedad. Este hecho se combinó con el manejo de la pandemia por parte del gobierno de México, que, como se advertirá en el desarrollo del trabajo, fue denunciado en el estudio más ambicioso sobre la reacción mexicana ante la emergencia, publicado por la University of California, y que explicaba la enorme mortalidad registrada en la base de datos de la Johns Hopkins University. La situación proporcionó argumentos a quienes denunciaban a México como un foco de propagación de la enfermedad. Dado que la frontera sur estadounidense había sido la mayor preocupación de los grupos antiinmigrantes, las circunstancias les permitieron reforzar su discurso contra la migración procedente de México, ya fuese como punto de origen o de tránsito. Así, la salvaguarda de la salud de los estadounidenses nutrió el discurso nativista.

Considerando la narrativa presentada en los párrafos previos, el propósito del presente trabajo es triple. Primero, pretende mostrar la manera en que históricamente los grupos opuestos a la inmigración han utilizado las amenazas a la salud pública como un argumento para cerrar o dificultar el ingreso a Estados Unidos, en particular la entrada de aquellos inmigrantes que desafían la supuesta homogeneidad blanca protestante. El segundo propósito es analizar la manera en que la declaratoria de pandemia de 2020 resucitó el discurso que vincula inmigración con amenazas a la salud pública. En este caso, se advierte una variante interesante en la que una administración antiinmigrante en el poder manipula la pandemia de tal manera que una amenaza que el público percibía como asiática o europea se traslada hacia la frontera sur, foco de las preocupaciones de Washington. El tercer propósito es enfatizar el carácter coyuntural del uso de las amenazas a la salud pública. El fenómeno acontecido durante la pandemia repitió al pie de la letra lo ocurrido en el pasado y confirmó la dificultad de sostener en el largo plazo un discurso antiinmigrante basado en el riesgo de transmisión de una enfermedad, dada la naturaleza relativamente breve de las epidemias y pandemias.

1. El uso de la salud pública contra la inmigración

La vinculación entre las preocupaciones estadounidenses por la salud pública y la inmigración tiene profundas raíces históricas que se remontan más allá del nacimiento mismo de Estados Unidos. Recién concluida la Guerra de Independencia, en 1784 la ciudad de Nueva York habilitó la isla de Bedloe como estación de cuarentena, con un responsable médico a cargo de inspeccionar los barcos que arribaban para determinar si los migrantes con enfermedades contagiosas debían trasladarse al Marine Hospital ubicado en Red Hook (Kraut, 1995: 66). Algo similar ocurría en el estado de Massachusetts, que, con la ciudad de Boston a la cabeza, era uno de los más importantes puntos de entrada a Estados Unidos. Para 1820 sus políticas de admisión de migrantes ya incluían severas regulaciones de salud. En dicho año se restringía la entrada a “pobres [paupers]”, entendida la palabra “pobres” en una connotación de pobreza de salud más que de pobreza económica. Veinte años después esta referencia velada se hizo explícita en las ordenanzas de Massachusetts, que puntualizaban que no se admitiría a “lunáticos, idiotas, mutilados, ancianos y enfermizos” (Kuo, 2020). Nueva York y Massachusetts marcaron los lineamientos que seguirían otros estados a lo largo del siglo XIX, al implementar restricciones de ingreso a los migrantes basadas en preocupaciones por la salud pública.

Las regulaciones que implementaban los estados del joven país reproducían las medidas que las autoridades inglesas habían aplicado de manera inconsistente a lo largo del periodo colonial. Las disposiciones vigentes en la mayoría de las trece colonias procuraban atender una preocupación real para la salud pública, puesto que había una frecuente transferencia de enfermedades y epidemias desde el Viejo Mundo. Se ha afirmado que la región de Nueva Inglaterra “fue visitada por la mayoría de las enfermedades epidémicas de la época”. Pese a su origen europeo, la población de las colonias era menos resistente a enfermedades como el sarampión que la población residente en Inglaterra. Esto tenía consecuencias fatales, como en el caso de la “más destructiva epidemia de sarampión de tiempos coloniales”, que golpeó Nueva Inglaterra en 1713 (Christianson, 1997: 54). No obstante, las enfermedades afectaban en ambos sentidos. Aunque las autoridades coloniales temían a las enfermedades procedentes de Europa, era más probable que los migrantes europeos murieran por las condiciones insalubres que encontraban en algunas de las colonias. Por ejemplo, hacia el año de 1752, alrededor de una tercera parte de los migrantes llegados a la colonia de Georgia veinte años atrás habían muerto como resultado de malaria y tifoidea, enfermedades presentes en los pantanos y deltas de los ríos (Marsh, 2006). Así que en tiempos en que tanto inmigrantes como locales sufrían las consecuencias de las enfermedades, no existía una poderosa justificación para contar con políticas restrictivas basadas en la salud pública.

La inconsistencia con la que se aplicaban las disposiciones coloniales comenzó a cambiar a medida que el país independiente experimentó mayores flujos migratorios, que empequeñecieron todo lo presenciado durante el periodo colonial. Las regulaciones que los estados de Nueva York y Massachusetts establecieron a fines del siglo XVIII y durante la primera mitad del XIX constituyeron solo el inicio de una tendencia que cobraría gran fuerza como consecuencia de las grandes oleadas migratorias de la segunda mitad del siglo XIX. Entre 1860 y 1900, alrededor de 16 millones de personas emigraron a Estados Unidos (Jillson, 2004: 123). La enorme oleada de inmigrantes implicó un desafío sin precedentes no solo por los números, sino por la composición de la migración. Hasta antes de ella, el 95% de la migración hacia Estados Unidos había procedido de países del norte de Europa occidental (House of Representatives, 1978: 368). Para la década de 1890, los migrantes procedentes del sur y el este de Europa ya superaban en número a los del norte de Europa. Por ejemplo, los 2,500 rusos que arribaron en la década de 1860 palidecían frente al medio millón de la década de 1890 (Jillson, 2004: 123). Los recién llegados representaban un desafío sociocultural para un país acostumbrado a migrantes con un perfil relativamente homogéneo. Comenzaron a escucharse las voces nativistas que advertían sobre la inminente pérdida de la identidad estadounidense.

Las voces nativistas fueron especialmente insistentes en relación con el fenómeno que se presentaba en la costa oeste y que cimbraba la historia de la migración hacia Estados Unidos. Desde el estallido de la Fiebre del Oro de 1849 en los alrededores de San Francisco, los migrantes chinos habían comenzado a arribar a California. En la décadade 1850, esta inmigración se “aceleró dramáticamente” y tan solo en 1852 arribaron 20,000 inmigrantes chinos. Para 1860, los chinos ya constituían el mayor grupo de migrantes extranjeros en California (Chan, 1995: 57). Dado que, en todos los aspectos, desde el religioso hasta el culinario, los chinos eran un elemento extraño en la tradición migratoria estadounidense, las voces de molestia arreciaron. En 1867, el candidato demócrata a gobernador, Henry Huntley Haight, describió a los chinos como una “afeminada raza inferior de mongoles” que encarnaba la “escoria de los países paganos” (Smith, 2013: 210). Los problemas económicos de la difícil década de 1870 provocaron un gran desempleo que se expresó en la competencia por trabajos antes reservados a los chinos y que ahora ambicionaban los propios estadounidenses y los migrantes europeos. Esto atizó aún más el odio racial hacia los chinos (Library of Congress, 2022).

El esfuerzo por frenar la numerosa inmigración china se manifestó en el Acta de Exclusión de Chinos de 1882, un documento de fundamental trascendencia por tratarse de la primera exclusión de un grupo migrante en la historia de Estados Unidos. El acta establecía que durante diez años se prohibiría el ingreso de trabajadores chinos, aunque hacía una excepción en el caso de inmigrantes altamente especializados. El Acta de Exclusión de 1882 era solo la expresión legal de esfuerzos previos en la vida cotidiana que utilizaban un argumento más plausible y fulminante para impedir el ingreso de los chinos: la amenaza a la salud pública. Ya en la década previa de 1870 había cobrado fuerza la estrategia de culpar a los migrantes chinos de todos los estallidos epidémicos en la ciudad de San Francisco. Por ejemplo, durante la epidemia de viruela que golpeó la ciudad en 1875-1876 se ordenó que toda casa en Chinatown fuera fumigada, puesto que el barrio chino era un “laboratorio de infecciones” entre las que prevalecían la lepra y la sífilis. En 1873 se había decretado que los navíos procedentes de China debían anclarse en la bahía y los pasajeros examinados. Con la aplicación del Acta de Exclusión, las acciones de prevención sanitaria se incrementaron y para 1884 se exigía que los chinos fuesen fumigados y desinfectados (Trauner, 1978). A inicios del siglo XX, los propios chinos aseguraban que las medidas para salvaguardar la salud pública eran meros pretextos para dificultar su ingreso al país y que incluso las enfermedades de las que se les acusaba no existían (Lee, 2003: 83-84). El uso de las preocupaciones de salud pública para dificultar el ingreso a inmigrantes recibía el apoyo de una población preocupada por las epidemias. Además, era inmune a las críticas de los defensores de los inmigrantes, puesto que se basaba en preocupaciones legítimas que tenían cierto sustento científico. A fin de cuentas, la nueva oleadamigratoria que arribaba a costas estadounidenses provenía de países conserias carencias, y en los que la desnutrición, la falta de sanidad y, porsupuesto, las enfermedades eran lo cotidiano. Por lo tanto, lo ocurridocon los chinos en la costa oeste se trasladó hacia la costa este, donde cientos de miles de italianos amenazaban al tradicional núcleo sociocultural estadounidense. A los italianos del sur, que eran la mayoría, seles acusaba de estar más relacionados con los norafricanos que con loseuropeos, de ser propensos al crimen, al juego, al alcohol y de difícilasimilación en la sociedad estadounidense (Betz, 2017: xxii-xxiii). Por consiguiente, las epidemias de polio de 1907 y 1916, que arreciaban justo cuando los italianos abarrotaban los puntos de ingreso a EstadosUnidos, fueron un pretexto idóneo para dificultarles el ingreso. Se les acusó de ser los responsables de la rápida expansión de la polio, pesea que sus niveles de contagio eran similares a los de los americanos y alemanes. Aprovechando las circunstancias, los nativistas también culparon a otros inmigrantes incómodos, como judíos y polacos (Kraut,1995: 71-73).

A medida que el siglo XX avanzaba, crecía la tendencia a asociar a los inmigrantes con el arribo de enfermedades y las subsecuentes epidemias. Incluso a cada enfermedad se le atribuía un origen nacional específico, bajo el supuesto de que la enfermedad había nacido en determinado país en el que había desarrollado su variante más letal. Se suplantó el nombre de la enfermedad con el del grupo étnico, religioso o nacional al que se le atribuía su expansión. Esta tendencia había iniciado desde el siglo XIX, cuando al cólera se le llamó “cólera asiático”, y se popularizó a lo largo del siglo XX. La polio fue conocida como la enfermedad italiana. En tanto, la tifoidea se asoció con la comunidad irlandesa, al grado de crearse el personaje Typhoid Mary, María Tifoidea, basado en una cocinera irlandesa que infectó a numerosos comensales (Leavitt, 1996). Con la llegada de cientos de miles de judíos rusos se habló de la “enfermedad judía”, que era la tuberculosis (Calma, 2020). En este último caso, la vinculación de enfermedad con un grupo étnico-religioso se veía reforzada por el peso de la evidencia, incluso de carácter científico. Supuestamente, por las condiciones particulares en las que habían vivido, los inmigrantes judíos resistían mucho mejor a la tuberculosis que los estadounidenses, a quienes afectaba con mayor severidad (Martini et al., 2019). El colmo de asociar enfermedad y grupo nacional se dio con la influenza española, de la que se culpó a los españoles,cuando la enfermedad no tenía nada que ver con España y la únicarazón por la que había adquirido dicho nombre era porque los periódicosespañoles habían sido los primeros en reportar la enfermedad quedevastó a Europa durante la Primera Guerra Mundial (Edwards, 2021).

Como había ocurrido en el caso de los chinos, la amenaza de una enfermedad específica permitía a los funcionarios de inmigración justificar con facilidad el rechazo de ciertos inmigrantes. La estrategia, que resultaba impecable, colocó en manos de los servicios de inmigración una herramienta para deshacerse de los inmigrantes más incómodos, en especial aquellos más pobres y distintos en términos socioculturales. Se incrementó sustancialmente el presupuesto federal para el control de inmigrantes con enfermedades. El Acta de Inmigración de 1924 estableció los lineamientos que se seguirían en las siguientes décadas. A los inmigrantes se les impediría partir hacia Estados Unidos desde su punto de origen bajo el pretexto de evitar que la enfermedad llegara a costas estadounidenses. Entre 1924 y 1930, alrededor de 5% de los examinados fueron rechazados, un incremento sustancial sobre el 1% de años previos (Bateman-House y Fairchild, 2008). Además de las nuevas regulaciones, la estrategia contra las enfermedades comenzó a aplicarse en ciertos periodos de tensión política, dificultades económicas o nativismo exacerbado. Un ejemplo ya clásico fue lo ocurrido durante la Gran Depresión de la década de 1930, cuando, de forma casi repentina, se propagó el “mito médico” de que los numerosos inmigrantes mexicanos, que competían por trabajos con los estadounidenses, eran susceptibles a la tuberculosis, una enfermedad que antes era monopolio de los judíos (Wu, 2020). Esto permitió otorgar una justificación ético-moral a la oleada de deportaciones de mexicanos de dicha década.

El uso de las enfermedades y potenciales epidemias como un elemento adicional para limitar la inmigración no amainó con el correr de las décadas. Sin embargo, nunca tuvo un impacto realmente significativo sobre los números totales de inmigrantes. Cuando los lineamientos sobre migración basados en riesgos para la salud comenzaron a aplicarse de forma más rigurosa, la mentalidad de las instituciones gubernamentales ya había cambiado como consecuencia de la corrección política. Cualquier indicio estadístico de que se utilizaba un pretexto desalud para negar la entrada a cierto grupo de inmigrantes habría implicado acusaciones de racismo y discriminación. Ni la ultra conservadora administración del presidente Ronald Reagan impidió el ingreso a los inmigrantes haitianos cuando, durante la epidemia del Síndrome de Inmunodeficiencia adquirida (SIDA) de la década de 1980, se les asoció con la transmisión de la enfermedad. La administración se mantuvo al margen, pese a que entre amplios sectores de la población los haitianos sufrían “una estigmatización nacional sin precedentes” (Pape et al., 2008). Es aquí donde subyace el verdadero peligro de asociar salud pública y migración: el uso político para justificar acciones antiinmigrantes por parte de grupos de presión. Salvo la aplicación de regulaciones en puntos de ingreso al país, los gobiernos se abstuvieron de alentar la preocupación por la salud como estrategia contra la inmigración, pues conocían los efectos perniciosos en los sectores intolerantes. El discurso provenía de grupos nativistas que encontraron un pretexto poderoso para justificar su arenga de odio y alienación. Curiosamente, la pandemia de COVID-19, que afectó al planeta entre 2019 y 2022, tuvo al gobierno estadounidense como paladín de los grupos que resucitaban la larga tradición histórica que asociaba enfermedades con inmigración.

2. La respuesta del gobierno estadounidense a la pandemia de COVID-19

A fines de 2019, en una fecha no precisada del mes de diciembre, médicos chinos de la ciudad de Wuhan detectaron el primer caso de Coronavirus 2, enfermedad que provoca un síndrome respiratorio agudo severo con alta mortalidad. La agresividad de la enfermedad, aunada a la facilidad con la que se transmite y a la irresponsabilidad del autoritario gobierno chino, que intentó ocultar el brote, provocaron que los casos se salieran de control. Se alzó la voz de alerta demasiado tarde, cuando la enfermedad había traspasado las fronteras chinas y se extendía hacia otros países. La gran conectividad de un mundo ultra globalizado, que facilita el movimiento intercontinental de personas como nunca antes en la historia, permitió que la enfermedad se propagara a una velocidad inusitada. Lo más grave del asunto no era la enfermedad en sí misma, sino la evidencia de la enorme debilidad de una humanidad interconectada para hacer frente a una crisis de salud. Como bien se ha afirmado, el Coronavirus 2 demostraba cómo “la propagación de una enfermedad se ha vuelto cada vez más dependiente de la globalización” (Şiriner y Aydın, 2021: 65).

En enero de 2020, cuando la enfermedad ya comenzaba a acaparar los titulares en los medios de difusión, la Organización Mundial de la Salud (OMS) la nombró “2019-nCoV” o “2019 Nuevo Coronavirus”. Finalmente, para facilitar su identificación por parte del público en general, el 11 de febrero de 2020 la OMS optó por bautizarla como COVID-19, abreviatura de coronavirus que hacía referencia al año en el que se había identificado. Mientras se le bautizaba, la enfermedad continuaba haciendo estragos y propagándose a una velocidad vertiginosa, pese a los infructuosos esfuerzos por contenerla. A principios de 2020, poco se sabía de su dinámica, de los tratamientos más efectivos o de las acciones públicas más acertadas para contener su propagación. Los países, en acciones casi ciegas, reaccionaron de manera contrastante. En los más democráticos hubo una coordinación de políticas entre diversos ministerios que aconsejaron a sus respectivos gobiernos sobre los pasos idóneos a seguir. En países con líderes dominantes, como Jair Bolsonaro de Brasil o Narendra Modi de India, los gobernantes confrontaron la situación de manera casi personal. Aun así, no se presentó una respuesta homogénea ni siquiera en una misma región del mundo, pues hubo líderes latinoamericanos dominantes, como Iván Duque de Colombia, que optaron por delegar, en tanto que otros con una personalidad similar, como Sebastián Piñera de Chile, centralizaron las decisiones sin preocuparse demasiado por las opiniones del poder legislativo o de los gobiernos subnacionales (Greer et al., 2021: 18-19).

En Estados Unidos, la administración del presidente Donald Trump se colocó en el grupo de gobiernos mundiales que minimizaron la magnitud de la enfermedad y que no realizaron acciones relevantes paracontenerla. A principios de marzo de 2020 era evidente que la reacción del gobierno federal seguía siendo muy tibia. Trump se había limitado a tuitear que “El coronavirus está bajo control en Estados Unidos”.Preocupado por el costo político de aplicar medidas draconianas en un electorado que lo había elegido porque representaba la defensa de la libertad individual, optó por trasladar el peso de las decisiones a los estados, quienes decidirían si limitaban o no ciertas actividades(Singer et al., 2021: 481). Mientras esto ocurría, se abrió el siguiente capítulo en el desarrollo de la enfermedad, que fue la declaratoria de pandemia por parte de la OMS, el 11 de marzo de 2020. En un discurso seguido con extrema preocupación en todo el orbe, el titular de la organización, Tedros Adhanom Ghebreyesus, declaró que, “profundamente preocupados por los alarmantes niveles de expansión y severidad de la enfermedad, y por los alarmantes niveles de inacción” por parte de los gobiernos mundiales, habían concluido que “el COVID-19 puede ser caracterizado como pandemia” (World Health Organization, 2020). Esta declaratoria, con su referencia a los “alarmantes niveles de inacción”, parecía una dedicatoria directa a la administración Trump, que, como cabeza del gobierno más importante e influyente del mundo, no había asumido el liderazgo en momentos tan dramáticos.

La declaratoria de pandemia fue la gran sacudida que despertó a la administración Trump de su marasmo y que la obligó, muy a su pesar, a asumir un rol más activo. Desde antes de la declaratoria, la opinión pública estadounidense ya ejercía una infructuosa presión exigiendo medidas concretas por parte del gobierno federal. De forma sorpresiva, considerado la relativa inactividad de un gobierno que ignoraba a su propia opinión pública, la reacción ante la declaratoria de la OMS fue de una insólita rapidez. Solo unas horas después de que Ghebreyesus se quejara de la “inacción” de varios gobiernos, Trump reviró con su tradicional agresividad. Puso en marcha, según sus propias palabras, “el esfuerzo más agresivo y comprehensivo para combatir un virus” en la historia de la humanidad. Este esfuerzo era la suspensión “de todo viaje de Europa a Estados Unidos por los siguientes 30 días” con el propósito de “evitar que nuevos casos entren a nuestras costas”. De manera extraña, Gran Bretaña quedaba excluida de la suspensión (Segers y Watson, 2020). La intención era muy clara. Se daba un espaldarazo a un país que solo unas semanas antes, el 31 de enero, había abandonado la Unión Europea, tan despreciada por Trump. La Unión Europea lo sabía y de inmediato se quejó por la manera en que una medida trascendental se había tomado “unilateralmente y sin consulta”. Además del caos inmediato, había incertidumbre sobre el futuro, pues la prohibición podía prolongarse más allá de 30 días. Un experto en salud de la Universidad de Georgetown calificó la medida como “incoherente”, ya que no tendría efecto alguno en la contención de la pandemia (Chapell, 2020).

La incoherencia de la medida radicaba en su fuerte carga política. Por todos lados exudaba la visión que del mundo tenían Trump y sus simpatizantes, bajo el lema de America First (Estados Unidos Primero), que desde la segunda década del siglo XX había sido utilizado por los aislacionistas que consideraban que el país debía desvincularse del mundo y que sus intereses se defendían mejor cerrándose al exterior. Además, este aislacionismo de Trump se nutría de la vieja idea de que Estados Unidos era una nación excepcional que debía proteger su excepcionalidad (Kupchan, 2020: 340). Por si había dudas del aislacionismo presente en la medida, la administración Trump sorprendió con otra decisión sin precedentes en la historia. Ocho días después de la prohibición de los 30 días, el Departamento de Estado urgió a todos los estadounidenses a “organizar el inmediato regreso a Estados Unidos” y a “evitar todo viaje internacional” (U.S. Mission UAE, 2020). Los propios funcionarios del Departamento de Estado estaban sorprendidos por la magnitud de la decisión y preocupados por el pánico que podía generar (Diamond et al., 2020). Si bien la medida tenía su lógica dentro de los esfuerzos por contener la expansión de la pandemia, era evidente que vinculaba las amenazas a la salud con todo lo procedente del exterior. La trascendencia de las decisiones con respecto al mundo no se compensaba con medidas de importancia similar a nivel doméstico, donde todavía se percibían reticencias para implementar acciones tan básicas como el uso obligatorio de mascarillas o el cierre de establecimientos comerciales.

Además de las disposiciones iniciales tan agresivas hacia el exterior, el discurso de Trump exacerbó la visión de que el COVID-19 amenazaba a Estados Unidos desde afuera, como si el territorio estadounidense fuese un lugar excepcional donde la enfermedad no prosperaba. Antes de que se tomara la decisión del 11 de marzo de 2020, el COVID-19 ya se propagaba con fuerza por Estados Unidos, lo que ponía en tela de juicio las duras restricciones de la administración hacia el exterior. Para el 26 de marzo, la idea de que Estados Unidos era una fortaleza que debía defenderse de la enfermedad ya resultaba una absoluta falacia, pues el país superaba a China en el número de casos reportados (Pereira y Mitropoulos, 2021). Esto no impedía que Trump, durante aquel mes de marzo, se refiriera a la enfermedad como el “virus chino” y alentara, en la imaginación popular, la idea de que el contacto con chinos o incluso con otros asiáticos podía propagar el virus. Las reacciones xenófobas y racistas crecieron entre una población que, según el Washington Post, se nutría con “el precedente histórico de grupos marginados acusados de extender la enfermedad” (Chiu, 2020). Repentinamente, la larga historia de asociar a los extranjeros con enfermedades que afectaban a Estados Unidos volvió a asomar la cabeza y en esta ocasión con la participación directa del gobierno federal.

3. El “virus chino” en la mentalidad antinmigrante

Haya sido o no una estrategia deliberada, la administración Trump vinculó a los viajeros procedentes del exterior con la pandemia. Sin importar si se trataba de estadounidenses que retornaban al país o extranjeros que arriban como visitantes temporales o inmigrantes, el mensaje, aunque equivocado en su premisa fundamental, fue muy claro: el mundo tenía una preocupante crisis de COVID-19 que Estados Unidos podía evitar si cerraba sus fronteras. Aunque la reacción estadounidense fue similar a la de otros países que también cerraron sus fronteras bajo principios de salud pública, en el caso estadounidense había una variante muy particular que constituía una invitación a la xenofobia. Tanto la campaña presidencial de Trump como su propia presidencia se habían basado en un eficaz discurso de excepcionalidad, centrado en la preeminencia de los intereses de Estados Unidos, la confrontación con el mundo y, de manera fundamental, la protección de las fronteras estadounidenses contra la inmigración. Desde 2015, el prestigiado Cato Institute, uno de los más importantes think tanks estadounidenses, había advertido que las ideas del precandidato Trump eran una reedición de los “viejos argumentos contra la inmigración” populares entre “los hombres blancos viejos” del Partido Republicano (Nowrasteh, 2015). El cierre de fronteras entrañaba un peligro muy particular en el contexto del discurso que Trump había alentado antes y durante su presidencia.

Las insinuaciones de Trump sobre el COVID-19 fueron directas, numerosas y peligrosas en el contexto sociopolítico aislacionista de America First. Empezó a materializarse el mismo fenómeno observado a lo largo de las décadas de asociar las amenazas a la salud pública con la inmigración, solo que ahora contaba con una mayor participación de la administración en turno. En el pasado había bastado alguna declaración o incluso una insinuación de una autoridad sobre los altos índices de tuberculosis entre los inmigrantes judíos para que el público en general hablara de la “enfermedad judía”. Las reacciones contra italianos, irlandeses o chinos no habían sido el resultado de una política pública planeada y concreta del gobierno. Respondían a la lógica popular, que interpretaba a su manera los acontecimientos. Trump modificaba la ecuación con insinuaciones más directas y por el simple hecho de contar con un electorado leal, acusado precisamente de sobredimensionar lo que su propio líder interpretaba o instrumentaba. Un artículo publicado en la página oficial del instituto ISPS de Yale University, cuando Trump recién había triunfado en la elección presidencial, lo acusaba de ser, “intencionalmente o no”, un eficiente manipulador psicológico de las masas (Roussos, 2016). En efecto, dado el poder psicológico de Trump, ciertas acciones o sugerencias suyas o de miembros de su administración bastaban para construir verdades amedias o hasta descabelladas teorías conspiratorias. Ejemplo de ello fue la popular teoría sobre cómo Hillary Clinton, ex rival electoral de Trump, encabezaba una red de pedofilia que operaba desde una pizzería en Washington, D.C. (Le Miere, 2017).

Uno de los pilares del apoyo a Trump era su hostilidad hacia la inmigración, que para numerosos analistas no había sido solo una más de las razones de su éxito político y mediático, sino la razón fundamental de éste (Currie, 2016). Por ende, no transcurrió mucho tiempo para que sus seguidores o personas con ideas similares a ellos comenzaran a asociar a los inmigrantes con la expansión del COVID-19. Si el presidente hablaba de un “virus chino” y cerraba las fronteras para evitar que los viajeros esparcieran la enfermedad, entonces la lógica más elemental indicaba que había un vínculo entre lo que ocurría en el exterior y la expansión del virus. A escasas tres semanas del cierre de fronteras y de las declaraciones de Trump que vinculaban a China con el virus, ya se habían reportado alrededor de 1,000 crímenes de odio en contra de personas de origen asiático, en un “fenómeno siniestro” definido como “la personificación del COVID-19 como gente asiática”. Una denunciante reportó haber sido agredida por un hombre blanco mayor que le dijo “llévate a tus hijos híbridos a casa porque están contagiando a todo mundo” (Chen et al., 2020).

Asociar la enfermedad con los asiáticos y, específicamente, con los chinos parecía ser un paso muy lógico en el análisis más elemental. A fin de cuentas, según la opinión casi abrumadora, el COVID-19 provenía de China. Lo increíble es que algunos sectores con un fuerte sentimiento antiinmigrante aprovecharon las circunstancias para realizar un atrevido acto de malabarismo socio político. A escasas semanas de la declaratoria de pandemia, enfocaron su preocupación por la llegada del COVID-19 hacia la frontera sur de Estados Unidos. A lo largo de la campaña electoral, controlar la frontera sur había sido “la mayor promesa de campaña”. Trump había propuesto la construcción de un muro fronterizo, que desde un inicio enfrentó dificultades presupuestales dada la magnitud de la inversión (Fandos, 2017). Con la construcción del muro retrasada, la pandemia se agregó al discurso que exigía la protección inmediata de la frontera sur. La vinculación del COVID-19 con la inmigración procedente de México, ya fuese de mexicanos o nacionales de otros países que utilizaban la frontera sur, no se limitó al público en general. El secretario de salud y servicios humanos, Alex Azar, realizó atrevidas declaraciones con la obvia aprobación de Trump, una característica de su gobierno vertical. Aseguró que los migrantes que se encontraban en los centros de detención fronterizos podían contagiar al personal de los servicios de migración y de la patrulla fronteriza. Además, los migrantes enfermos debían ser atendidos y esto implicaba utilizar recursos del sistema de salud pública, ya sobre pasado por el combate a la pandemia (Calma, 2020).

El exagerado discurso que vinculaba salud pública con la inmigración procedente de la frontera sur recibió un impulso inusitado como consecuencia de los errores del gobierno mexicano. De manera involuntaria, las autoridades mexicanas reforzaron los temores de los sectores antiinmigrantes. En una fecha tan temprana como el 30 de marzo de 2020, diversos medios estadounidenses ya acusaban directamente al presidente Andrés Manuel López Obrador por no “tomarse seriamente los efectos potenciales de la pandemia de coronavirus” (Noriega, 2020). El desarrollo de los acontecimientos dio la razón a los sectores preocupados por la inacción mexicana. A quien se atreviera a argumentar que las críticas al gobierno mexicano eran mera presión del gobierno de Trump, siempre presto a sacar tajada de los acontecimientos, los medios no-estadounidenses le mostraron su error. Medios tan reputados como la BBC británica, sin agenda política en la frontera México-Estados Unidos, criticaban la irresponsabilidad de los funcionarios mexicanos, quienes minimizaban la tragedia. El presidente continuaba “abrazando y besando a sus seguidores pese a las advertencias sanitarias”, mientras que el subsecretario de salud, Hugo López-Gatell, encargado de combatir la pandemia, defendía el comportamiento del mandatario con declaraciones tan aberrantes y poco científicas como aquélla mediante la que afirmó que no había que preocuparse por los besos y abrazos, puesto que “la fuerza del presidente es moral, no es una fuerza decontagio” (González Díaz, 2020).

La Johns Hopkins University, cuya base de datos fue el indicador más recurrido sobre la evolución de la pandemia, ubicó a México en el segundo lugar a nivel global en la tasa de letalidad, solo después de Perú (Coronavirus Resource Center, 2023). The Lancet, uno de los referentes de la medicina mundial, se desvinculó del debate político y solo presentó datos sobre muertes en exceso, mediante los que concluyó que México fue uno de los “países con la más alta mortandad durante la pandemia” (Palacio-Mejía et al., 2022). La explicación a las cifras tan alarmantes que presentaba México la dio la University of California en el estudio más completo y ambicioso sobre el país durante la pandemia, estudio sustentado en una gran cantidad de datos duros. En él se aseguró que la “retórica contra el establishment y el desprecio a las instituciones heredadas” había impedido “fortalecer la respuesta a la emergencia”, algo que se combinó con un “desprecio por la evidencia y datos científicos” y una reacción “tardía, indecisa, y sin coordinación”; por lo tanto, se podía concluir que “las autoridades nacionales habían fracasado al realizar sus funciones durante la emergencia” (Institute for Global Health Sciences, 2021: 54-64).

Ante las alarmantes cifras procedentes de México, en abril de 2020 ya alzaban la voz sectores que demandaban al gobierno estadounidense acciones prontas y decididas para evitar que el manejo de la pandemia al sur de la frontera afectara a los Estados Unidos vía la inmigración. Se unían a esta preocupación exfuncionarios estadounidenses como Andrew Arthur, del Departamento de Justicia, quien, haciendo referencia al “virus de Wuhan”, exigía que los detenidos por la patrulla fronteriza no fuesen liberados en espera de una decisión judicial, ya que en el transcurso de su liberación podían contagiar a la población. Acusaba a los grupos defensores de los derechos civiles de no advertir que las detenciones ya no eran una mera política migratoria, sino una estrategia de salud que permitía aislar y atender a los migrantes contagiados. En otras palabras, concluía, “la detención es la mejor resistencia contra la pestilencia” (Hayden, 2020). Su exigencia reforzaba los argumentos ya presentes desde marzo, que enfatizaban que, cuando se “comparte una frontera de 2,000 millas y se mantiene un comercio bilateral de 620 mil millones de dólares”, la manera en que “México maneja el desafío de coronavirus impacta a Estados Unidos” (Noriega, 2020).

Eran tan numerosos los artículos que vinculaban a la migración procedente de la frontera sur con la expansión del COVID-19, que medios tan distinguidos como la revista Foreing Policy, uno de los decanos del análisis internacional, constataban una peligrosa tendencia. Ya no solo los grupos radicales antinmigrantes advertían al público sobre la propagación del virus desde el sur, ahora se confirmaba que desde la Casa Blanca se alentaba activa y directamente este discurso. Era claro que “la administración Trump busca formas de vincular el aumento de casos con México” y que si “la enfermedad inevitablemente continúa extendiéndose por Estados Unidos dirá que los latinos tienen la culpa” (De Loera-Brust, 2020). Justo en este contexto se confirmaba que, aunque Estados Unidos tenía el mayor número de casos de COVID-19 en el mundo, la situación en México era proporcionalmente más alarmante porque no se realizaban suficientes pruebas ni se reportaban todas las muertes, lo que hacía que fuese un “brote más mortífero”. De hecho, para agosto de 2020, México tenía el tercer mayor problema de coronavirus en el mundo (Meza, 2020). Este análisis se confirmó en una extensa y excelente crónica de Bloomberg, publicada un año después, y en la que se concluyó que los métodos para medir el impacto de la pandemia variaban, pero “estudio tras estudio” reflejaban la magnitud de la crisis mexicana, solo superada por dos países con serias carencias como Ecuador y Perú. Por ello, atinadamente, afirmó que “México olvidó su crisis de Covid” (Cattan y Silver, 2021).

No debe extrañar que varios republicanos adoptaran la estrategia velada de Trump de vincular a la frontera sur con la expansión de la enfermedad. El más agresivo de ellos era el gobernador de Florida Ron De Santis, quien atribuía los casos de COVID-19 a un fenómeno “abrumadoramente hispano” (De Loera-Brust, 2020). El discurso de la opinión pública antiinmigrante, aunado a la propia retórica del gobierno, finalmente se materializó en los hechos. La administración Trump resucitó el Título 42, de 1944, conocido como Ley o Acta de Servicios de Salud Pública. Esta ley otorga al gobierno el poder de impedir el ingreso al país de personas que pueden propagar una enfermedad contagiosa. Su legalidad ha sido cuestionada a lo largo de lasdécadas, ya que limita “el derecho de los migrantes al asilo o a impedir su remoción de los Estados Unidos” (Barak, 2023: 155). Así, el 13 de marzo de 2020, el presidente Trump emitió una “proclamación” sustentada en la “autoridad” que le otorgaban “la Constitución y las leyes”, mediante la que aplicaba la fracción “42 U.S.C. 1320b-5” (Trump, 2020). En cumplimiento de la “proclamación” presidencial, los Centers for Disease Control and Prevention (CDC) emitieron los lineamientos a seguir en un documento de 43 páginas mediante el que se aplicaba el Título 42. El documento señalaba explícita y reiteradamente a la frontera con México como “la piedra de toque de esta orden”. El carácter antinmigrante de la medida quedaba en evidencia por el hecho de que “Esta orden no aplica a los ciudadanos de Estados Unidos, residentes permanentes… o personas de países extranjeros que no requieren visa” (CDC, 2020: 1-2). La lógica de la orden no era impecable, pues si el propósito real era impedir la propagación de la enfermedad, resultaba inexplicable por qué no aplicaba a los extranjeros que no requerían visa, como si ellos no transmitieran la enfermedad.

Una vez que la Casa Blanca materializó las inquietudes de la opinión pública antiinmigrante mediante la aplicación del Título 42, ésta pudo sentirse satisfecha y reivindicada. Poco ayudaban opiniones sensatas y lógicas como aquélla que argumentaba que la crisis de COVID-19 en México estaba vinculada a la propia crisis estadounidense, pues mediante el flujo de turistas estadounidenses a los polos turísticos, el brote de la enfermedad se había agravado en territorio mexicano (Flannery, 2020). Cuando se trataba de vincular al COVID-19 con la inmigración procedente del sur no existían atenuantes válidas para los grupos nativistas. El bombardeo de información que exageraba la manera en que la pandemia se desplazaba desde el sur continuó con fuerza a lo largo de la primera mitad de 2021. En esta poco científica percepción de la realidad se involucraron incluso medios vinculados a las fuerzas armadas estadounidenses. En uno de ellos se aseguraba que hasta un 20% de los “inmigrantes ilegales” menores de edad no acompañados y el 18% de las unidades familiares que recientemente habían cruzado la frontera sur habían dado positivo en la prueba de COVID-19. Lo más grave, concluía, era que la nueva administración del presidente Joe Biden había recopilado los resultados y ni así hacía algo por proteger al pueblo estadounidense de estos inmigrantes que esparcían la enfermedad (George, 2021).

A medida que la pandemia fue controlada gracias a las vacunas y a la inmunidad adquirida por infección, la percepción sobre la letalidad del COVID-19 fue disminuyendo. Sin embargo, esto no impidió que el discurso antiinmigrante continuara. Ahora el nuevo pretexto fue la aparición de las variantes delta y ómicron. Desde mediados de 2021, la variante delta comenzaba a extenderse por territorio estadounidense, en tanto que la ómicron aumentó su presencia a finales de año. Por fortuna, los primeros datos, confirmados con el correr de los meses, indicaban que, aunque las vacunas no resultaban tan efectivas contra las nuevas variantes, éstas eran menos agresivas y causaban una menor mortalidad (Rattner, 2021). El hecho de que el COVID-19 ya no fuese tan preocupante no impidió que grupos antiinmigrantes arreciaran su embestida con el supuesto propósito de contener la variante delta. Al ya agresivo gobernador de Florida Ron De Santis se le unió el gobernador texano Greg Abbott, quien expresamente “culpó a los inmigrantes indocumentados del incremento de los casos de COVID-19 en el estado”. Además, ordenó que se limitara al máximo el movimiento de migrantes en Texas bajo el argumento de que “podían transmitir el virus”, pese a las advertencias de especialistas médicos que indicaban que el aumento de casos de la variante delta no tenía relación alguna con la inmigración (Rojas, 2021).

Para desgracia de quienes vinculaban las amenazas a la salud pública con el discurso antiinmigrante, al concluir 2021 la ciencia médica confirmaba que los peores momentos de la pandemia iban quedando atrás. The Commonwealth Fund, institución reputada, sugirió que el capítulo más dramático había concluido. En uno de sus estudios aseguraba que en noviembre de 2021 el programa de vacunación estadounidense ya había prevenido 1,087,191 muertes, 10,319,961 hospitalizaciones y 35,903,646 infectados (Schneider et al., 2021). Si bien solo en enero de 2022 la presencia de las variantes había incrementado en un 520% el número de casos de COVID-19 entre migrantes, las autoridades de los centros de detención concluían que la situación había dejado de ser preocupante, ya que no se reportaban “hospitalizaciones de inmigrantes vinculadas al coronavirus” (Montoya-Galvez, 2022). Así, el argumento antiinmigrante que utilizaba a la pandemia de manera alarmista perdía efectividad.

A la evidencia incontrovertible de que la pandemia era cada vezmenos letal se agregó un hecho irrefutable: el mundo volvía a abrirse. Al avanzar 2022, aumentaba la movilidad internacional en todos los frentes,desde viajes de negocios hasta turismo. De forma gradual, el planeta retornaba a la normalidad. Conscientes de esta realidad, los sectores antiinmigrantes fueron desechando el argumento de salud pública, justo de la misma manera en que a lo largo de las décadas otros sectores nativistas lo habían abandonado. Al constatar que el pretexto de la salud pública se les escapaba de las manos, los grupos antiinmigrantes dieron una última y brillante vuelta de tuerca. Emboscados bajo la “condición de anonimato”, algunos funcionarios de inteligencia estadounidense aseguraron que “si se terminaban las políticas de la era Covid que permitían la expulsión inmediata durante la emergencia de salud pública” entonces surgiría un “flujo masivo” de migrantes en la frontera mexicana (Swan y Kight, 2022). Era una última advertencia en la que el argumento de salud pública ya brillaba por su ausencia. Recurrían nuevamente al discurso tradicional de fronteras cerradas por la mera necesidad de contener la inmigración. Es decir, en la guerra de argumentos en pro y en contra de la inmigración, las cosas retornaban otra vez a la normalidad.

Conclusiones

A lo largo del presente trabajo se ha relatado y analizado la manera cómo, entre 2020 y 2022, la pandemia de COVID-19 fue manipulada con el propósito de detener o entorpecer la inmigración hacia Estados Unidos. El argumento central de los grupos antiinmigrantes era que la inmigración descontrolada en tiempos de pandemia generaba un grave problema de salud pública. Esta idea se fundamentaba en la premisa falsa de que el virus podía extenderse por territorio estadounidense vía los inmigrantes. La falsedad de este supuesto radicaba en que el COVID-19 ya estaba presente en Estados Unidos y los casos se multiplicaban sin control cuando los grupos antinmigrantes alertaban sobre la supuesta amenaza a la salud pública. Por consiguiente, era evidente que el fenómeno migratorio, y no la salud pública, era la preocupación fundamental de quienes alzaban la voz de alarma.

Como se comentó en la parte introductoria, el trabajo tuvo tres objetivos fundamentales que permiten evidenciar la manera en que se pretendió manipular la pandemia con fines ajenos a la salud pública. El primero fue mostrar cómo históricamente los grupos opuestos a la inmigración han utilizado las amenazas a la salud pública como un argumento para cerrar o dificultar el ingreso a Estados Unidos. Siempre que las oleadas de inmigrantes han coincidido con periodos de propagación de enfermedades, los sectores nativistas han externado preocupaciones relacionadas con la salud. Han intentado presentar a ciertos inmigrantes como el foco de transmisión de la enfermedad que más preocupa a la población en determinado momento histórico. Esta preocupación semagnifica cuando dichos inmigrantes, por sus características culturales, desafían la supuesta homogeneidad blanca protestante. Se ha llegado algrado de asociar a un grupo étnico, nacional o religioso con una enfermedad en particular.

El segundo propósito fue analizar la manera en que la declaratoria de pandemia de 2020 resucitó el discurso histórico que vincula a la inmigración con las amenazas a la salud pública. El caso del COVID-19 fue muy particular porque el discurso de los grupos antinmigrantes se nutrió con las supuestas preocupaciones de la administración del presi- dente Donald Trump. A diferencia de otros procesos históricos en los que los medios de difusión y la población en general sonaron la alerta sin una activa intervención gubernamental, lo ocurrido a partir de 2020 contó con la participación directa, vía insinuaciones o declaraciones, del presidente y de algunos de sus aliados políticos. La manipulación del sentimiento nativista fue tan efectiva que se llegó a asociar la propagación del virus con la frontera sur, foco de las preocupaciones del presidente Trump y su electorado. Esta concepción de las cosas se vio favorecida por el criticado manejo de la pandemia por parte del gobierno mexicano. La participación de la administración en la manipulación de la salud pública dio un sello muy particular, e incluso inédito, a la crisis de COVID-19. Por supuesto, el momento cumbre de este proceso fue la materialización de los temores de la opinión pública mediante la aplicación del Título 42, representación del uso de la pandemia con fines antiinmigrantes.

Por último, el tercer propósito del trabajo fue mostrar cómo, pese a sus propias particularidades, la manipulación de la pandemia con propósitos antiinmigrantes no pudo escapar de la dinámica coyuntural que siempre han tenido fenómenos similares. Se concretó nuevamente lo que había ocurrido en el pasado. El discurso antiinmigrante asociado con salud pública nunca logró permear a toda la sociedad ni permaneció vivo durante largo tiempo. Como había ocurrido en otros casos, la naturaleza coyuntural de las epidemias y pandemias provoca que el discurso asociado a ellas sea efímero. Así, en 2022, la vacunación, las infecciones que inmunizaban o las variantes menos agresivas del propio virus mitigaron la amenaza que representaba la pandemia. Al desvanecerse el sentimiento de alarma, el discurso que vinculó problemas de salud pública con inmigración indocumentada perdió efectividad y desapareció con la misma rapidez con la que surgió.

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Información adicional

Clasificación JEL: F22.

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