Dossier: Lectores y Lecturas del siglo XIX Latinoamericano
La mujer en el desierto: Esteban Echeverría y las lecturas nacionales del romanticismo francés
The Woman in the Desert: Esteban Echeverría and the National Readings of French Romanticism
A mulher no deserto: Esteban Echeverría e as leituras nacionais do romantismo francês
La mujer en el desierto: Esteban Echeverría y las lecturas nacionales del romanticismo francés
Cuadernos de Literatura, vol. XX, núm. 39, pp. 149-164, 2016
Pontificia Universidad Javeriana

Recepción: 17 Octubre 2014
Aprobación: 23 Noviembre 2014
Resumen: En su poema “La cautiva” (1837), Esteban Echeverría figuró el territorio denominado “desierto” como una mujer cautiva. Este ensayo explora, por un lado, las diversas tradiciones que confluyeron en la imagen de la cautiva y su potencia alegórica (el mito de Lucía Miranda y Atala de Chateaubriand, entre otras), a la vez que busca recomponer la asimilación entre territorio (desierto) y género (mujer cautiva) en la producción del propio Echeverría. Por otro lado, elabora la hipótesis de que no puede pensarse la caída del poder alegórico de la cautiva sin releer, en el marco de la literatura gauchesca y su peculiaridad, la reelaboración de la figura de la cautiva en La vuelta de Martín Fierro (1879) de José Hernández.
Palabras clave: Esteban Echeverría, romanticismo, apropiación cultural, literatura nacional, territorio, cautiva, literatura gauchesca.
Abstract: In his poem, “La cautiva” (1837), Esteban Echeverría imagined the territory called “desert” as a captive woman. This essay explores, on the one hand, the diverse traditions that converged in the image of the captive and its allegoric potency (the myth of Lucía Miranda and Atala by Chateaubriand, among other), while at the same time looks to recompose the assimilation between territory (desert) and gender (captive woman) in the production of Echevarría himself. On the other hand, the essay explores the hypothesis that the downfall of the allegoric power of the captive cannot be thought without rereading, in the frame of gaucho literature and its peculiarities, the recreation of the figure of the captive in La Vuelta de Martín Fierro (1879) by José Hernández.
Keywords: Esteban Echeverría, romanticism, cultural appropriation, national literature, territory, captive, gaucho literature.
Resumo: No seu poema “La cautiva” (A Cativa, 1837), Esteban Echeverría imaginou o território nomeado “deserto” como uma mulher em cativeiro. Este ensaio explora, por um lado, as diversas tradições que confluíram na imagem da cativa e sua potência alegórica (o mito de Lucía Miranda e Atala de Chateaubriand, entre outras) procurando, ao mesmo tempo recompor a assimilação entre território (deserto) e gênero (mulher cativa) na produção do próprio Echeverría. Por outro lado, elabora a hipótese de que não pode se pensar a queda do poder alegórico da cativa sem reler, no quadro da literatura gauchesca e sua peculiaridade, a reelaboração da figura da cativa em La vuelta de Martín Fierro (O retorno de Martín Fierro, 1879) de José Hernández.
Palavras-chave: Esteban Echeverría, romantismo, apropriação cultural, literatura nacional, território, cativa, literatura gauchesca.
Cómo citar este artículo
Laera, Alejandra. “La mujer en el desierto: Esteban Echeverría y las lecturas nacionales del romanticismo francés”. Cuadernos de Literatura 20.39 (2016): 149-164. http://dx.doi.org/10.11144/Javeriana.cl20-39.lmde
En la Argentina del siglo XIX, en el Río de la Plata, a esa inconmensurable extensión de tierra llana que se proyectaba hacia el sur y el oeste de Buenos Aires, un poco más allá de la campaña, se la llamaba Desierto. Y el Desierto, en su primera imagen literaria, fue figurado como una mujer cautiva. Me refiero al poema con ese nombre, justamente, que Esteban Echeverría escribió en 1837. “La cautiva” tuvo un gran impacto en su momento entre los integrantes de la Generación del 37, como Juan Bautista Alberdi y Juan María Gutiérrez, y algunos de sus cantos fueron objeto de una lectura pública en el Salón literario que se organizaba en la librería de Marcos Sastre. Con la historia de la joven mujer que se interna en tierra de indios para liberar a su esposo Brian, el soldado hecho prisionero en el enfrentamiento con un malón, Esteban Echeverría escribe el primer clásico argentino y funda el romanticismo nacional.
Si las imágenes de la mujer y el territorio resultaron por entonces tan poderosas es porque a través de ellas “La cautiva” resolvía varios problemas de los románticos rioplatenses. Para empezar, la figuración como “desierto” del espacio de la pampa allende la frontera es un hallazgo que responde a la búsqueda de lo original, de lo que el romanticismo denominaba color local. A la invención de ese territorio hay que agregarle el personaje de la cautiva, una figura que —en el trayecto que va del reencuentro con su esposo en las tolderías al retorno al pueblo, donde finalmente muere— se asimila rápidamente a aquellos valores que para los románticos tenían mayor importancia: “la integridad, la sinceridad, la propensión a sacrificar la vida propia por alguna iluminación interior, el empeño en un ideal por el que sería válido sacrificarlo todo, vivir y también morir” (Berlin 27). Solo que esa potente imagen en la que la mujer cautiva se superpone a la imagen del desierto, esa imagen que recupera y refunda una tradición que articula lo femenino con la patria para hacerla nación, perdió en pocas décadas el protagonismo que el poema de Echeverría buscó establecer. ¿Hasta cuándo podríamos decir que la imagen de la mujer sirvió de alegoría de la nación argentina que era misión fundar? Y más estrictamente aún: ¿hasta cuándo la nación argentina fue reconocible en la figura de la mujer en el desierto tal como la propuso fundacionalmente Esteban Echeverría en “La cautiva” en 1837?
Cautivas en el Desierto
Una secuencia de la figura de la cautiva de alcance relativamente general y con una cierta regularidad llega, por ejemplo, hasta Jorge Luis Borges con su “Historia del guerrero y la cautiva” (1949), o unas décadas más allá, hasta Ema, la cautiva (1978) de César Aira. La narrativa contemporánea no ha dejado de recrear un argumento cuyo origen, en sede local, está en los relatos de la Conquista, con Ruy Díaz de Guzmán y La Argentina (1612). Estrictamente, se trata de dos series que por momentos se superponen e incluso se confunden. Una es la historia más o menos mítica de Lucía Miranda, la española cautiva de los indios que arranca en crónicas de la conquista y pasa al drama en el Siripo (1786) de Manuel de Lavardén, y sobre la que se han escrito versiones novelescas todavía en la segunda mitad del siglo XIX (como las de Rosa Guerra y Eduarda Mansilla, ambas publicadas en 1860) y hasta entrado el siglo XX (la tardía y reaccionaria Lucía Miranda (1929) de Hugo Wast)[1]. La otra serie abreva en la anterior y empieza con el romanticismo: es la que da un salto alegórico en “La cautiva” (1837) de Esteban Echeverría; es la misma que se reelabora y recrea todavía hoy, según puede reconocérsela en una novela como Beya (Le viste la cara a dios) (2012) de Gabriela Cabezón Cámara, que toca el tema de la trata de mujeres.
Lo que hizo posible el salto alegórico del que hablo fue la combinación de la tradición colonial de la cautiva blanca encarnada en Lucía Miranda con una tradición que fue ganando en magnitud: la imagen femenina como figuración de la nación, la patria o la república (sea la Madre Patria en el caso de las colonias españolas, sea Marianne en el caso de la República francesa). De la española Lucía a la criolla María, de los tiempos de la colonia a los de la nación y de la historia de amor del indio por la mujer blanca al relato del rescate que de su esposo militar hace esa mujer, la cautiva en el “desierto” se convierte en la inflexión nacional para una metáfora femenina de dimensión universal. Los dos componentes del salto alegórico, uno de orden territorial figurado en el desierto y otro del orden del género figurado en la mujer, se superponen y asimilan para construir la imagen de la nación como cautiva[2].
Como suele ocurrir, estas figuras de corte nacional nunca son del todo locales; casi siempre hay un movimiento de lectura y apropiación que excede las propias tradiciones. En el caso de Echeverría, eso también ha ocurrido. Sabemos por Adolfo Prieto, de hecho, que la imagen del desierto proviene en gran medida de la lectura que los románticos hicieron de los viajeros ingleses que recorrieron el Río de la Plata en los años veinte[3]. Sus relatos de viaje, como las Rough Notes Takenduring some Rapid Journeys across the Pampas and among the Andes (1826) de Francis Bond Head, modelaron toda una zona de la imaginación romántica y proveyeron un repertorio muy productivo para la descripción del paisaje. Ahora bien: el recorrido que hace Echeverría hasta llegar a la imagen de la cautiva es algo más extenso que lo que podría suponerse, es más que el paso de la lectura a la escritura. No solo supone la combinación de diversas tradiciones disponibles, sino también el ensayo, la prueba con ciertas imágenes hasta dar con la figura presentada.
La relación entre mujer y territorio patrio ya estaba, incluso desde el título, en Elvira o la novia del Plata (1832), su primer poema:
¿Por qué tan lánguida te hallas,
hermosa flor del desierto?
Reflejando nieve y grana
nació gárrida y pomposa
en el desierto una rosa,
gala del prado y amor;
mas lanzó con furia insana
su soplo inflamado el viento,
y se Llevó en un momento
su vana pompa y frescor.
(Echeverría tomo I, 26; énfasis mío)
El motivo se retoma en el poema “A María” de Los consuelos (1834), aunque disminuyendo claramente la carga simbólica que vincula a la mujer con el territorio, para acercarse a la figura romántica, de cuño byroniano, del poeta extraviado y sufriente:
Sin faro, ni puerto quedé en un desierto,
en la edad risueña de sentir y amar;
la vida maldije,
y a mi pena dije
me voy a la tumba consuelo a buscar.
(Echeverría tomo III, 128; énfasis mío)
Sería en cambio en prosa, y en un texto que quedó inconcluso, donde aparece con fuerza una protoimagen, casi a modo de prueba, de una potencial figuración femenina de la patria o de la futura nación, junto con el motivo del Desierto vinculado con el enfrentamiento entre la milicia y el malón. Se trata de las Cartas a un amigo que, tal como lo explicó iluminadoramente Jorge Myers, puede leerse como una suerte de reescritura del Werther de Goethe (1774 y segunda edición con agregados de 1787)[4]. Solo que en ese texto Echeverría presenta por separado lo que después iría junto. Por un lado, el “desierto” aparece en la cabalgata del protagonista que evoca la errancia byroniana: “Huyo yo también de estas moradas de felicidad y perseguido por mis lúgubres ideas, suelto la rienda a mi caballo, para aturdir mi mente y me alejo más y más hasta perderme en medio del desierto. Persigo al sagaz avestruz, corro en pos del ligero venado y luego bajo fatigado a reposar en el verde prado. ¡Qué gusto!” (Echeverría tomo V, 32)[5]. Por otro lado, hay un relato enmarcado que funciona como pretexto de “La cautiva”: dos mujeres de la campaña han perdido a los hombres de la familia que mueren en manos de los indios al luchar en la frontera; la más joven, María, espera en vano el regreso de su inminente esposo. En estas inconclusas Cartas al amigo, la presencia del desierto es antes espacio de expansión y liberación del yo que un lugar salvaje y hostil dominado por los Otros.
El poeta, en las Cartas al amigo, se proyecta en la primera persona del protagonista y recorre el desierto a caballo, byronianamente, mientras en “La cautiva” el desierto es, en el inicio, aquello que se adivina pero aún no se puede conocer:
Era la tarde y la hora
en que el sol la cresta dora
de los Andes. El Desierto
inconmensurable, abierto
y misterioso a sus pies
se extiende; triste el semblante,
solitario y taciturno
como el mar...
En ese desierto “misterioso”, el poeta busca asumir una perspectiva omnisciente (¿no es acaso el “genio” el único que “su grandeza / puede sentir y admirar” [tomo I, 37]?), pero no consigue fijar su punto de vista:
Gira en vano, reconcentra
su inmensidad, y no encuentra
la vista, en su vivo anhelo,
do fijar su fugaz vuelo,
como el pájaro en el mar.
Así como ocurre con los atributos del desierto y la relación que con él entabla el poeta, también la figura femenina es muy diferente en las Cartas a un amigo: si hay algún esbozo de posible carga alegórica de la mujer, no está depositado en la amada sino en la madre. Mientras la figura de una potencial amada aparece sobre el final inconcluso del relato y queda sin elaborar, la muerte de la madre abre el texto: es el sentimiento filial, el de la pérdida de la madre el que desencadena todo el relato de las cartas. No hay todavía una dimensión alegórica pero hay momentos, uno en particular, en el que el narrador llega al umbral de la posible alegoría: “No te olvides de mis lecciones... [le dice a su hijo la madre ya agonizante]. Eres joven; no te dejes arrastrar por tus pasiones. El hombre debe abrigar aspiraciones elevadas. La Patria espera de sus hijos: ella es la única madre que te queda.” (tomo V, 24).
Cuando escriba “La cautiva”, entonces, Echeverría habrá dejado muy atrás el Werther de Goethe que le sirvió de fuente para las Cartas al amigo, aun cuando desde una perspectiva argumental estas mantengan su relación con “La cautiva”. Es que se trata, más bien, de una suerte de pretexto. Porque la matriz alegórica no se encuentra allí sino en otro texto, un texto que no es de Echeverría y tampoco, por esta vía, de Goethe, sino de un autor francés más contemporáneo al escritor argentino, muy temprano traducido al castellano (en 1803) y ya francamente romántico: el Atala (1801) de René de Chateaubriand. Más todavía: es como si Echeverría descartara a Goethe, el relato del Werther como figuración del héroe romántico, pero encontrara a la vez, en su adaptación, un protorelato que, superpuesto al Atala, le permitiera apropiarse del romanticismo. El salto alegórico, propongo, es también un salto de la adaptación a la apropiación.
Atala cuenta la historia que a René, esa suerte de alter ego del autor que protagonizaría la novela homónima, le cuenta Chactas, un viejo patriarca de los Natchez, la tribu localizada en la zona del Mississipi y sobre la que Chateaubriand escribió largamente a raíz de su viaje por la colonias francesas del norte de América. La historia es relativamente sencilla: el joven indio Chactas, a quien su padre adoptivo español había mandado a estudiar a Francia, es tomado prisionero por una tribu enemiga, hasta que la joven india Atala, convertida al cristianismo por influencia de su madre, se apiada de él y lo ayuda a liberarse conduciéndolo de vuelta a su tierra; una tempestad les hacer perder el rumbo y andar errantes hasta que se encuentran con un misionero que quiere bendecir su unión. Sin embargo Atala, a raíz de la promesa de virginidad que le hiciera a su madre, se resiste al matrimonio con Chactas y para ello, como ultimo recurso, toma un veneno y muere, sin saber que podría haber recibido la indulgencia por la promesa. Chactas sobrevive y muchos años después, ya en la vejez, le narra su historia a René. En Atala, además de amores trágicos, cristianos e indios, cautiverios y fugas, hay una naturaleza que se impone: el desierto. El subtítulo de la novela, de hecho, es Les Amours de deux sauvages dans le désert. El desierto —o los desiertos, tal como se los refiere muchas veces en el texto— es el de la zona de Louisiana, en Estados Unidos. Es la extensión inconmensurable que atraviesa el río Meschacebé: de un lado, la pradera llena de búfalos; del otro, un espacio frondoso de vegetación. Esas dos partes, la más monótona a la mirada y la más variada, conforman el desierto del Nuevo Mundo en Chateaubriand. Y Chactas, su protagonista, es quien se convierte, con el paso del tiempo, en “el amado patriarca de los desiertos” (Chateaubriand 142)[6].
En Chateaubriand y en Echeverría estamos, es evidente, antes dos nociones diferentes de desierto. Esos desiertos, aun compartiendo la extensión y la presencia de sus habitantes originarios, no son iguales. Y no lo son, en parte, porque en ningún caso se trata estrictamente de desiertos. La aplicación de la noción de desierto, cuando no define un bioma específico, ya sea de arenas o rocoso, como las grandes planicies orientales del norte de África que estimularon la imaginación romántica y su tendencia a la exotización, es bastante amplia y cubre geografías variadas. Se aplica, con gran versatilidad, a toda extensión de paisaje natural relativamente uniforme que supere la línea del horizonte. Eso explica que desierto pueda ser tanto la zona más despoblada de la llanura rioplatense como las regiones que bordean la cuenca del Mississipi en América del Norte. Y si son proclives a ser reconocidas como desiertos las extensiones que tienden a parecer despobladas, lo son aún más aquellas cuyos pobladores —según es puesto en evidencia por la relación que entabla la representación literaria con la historia— han sido indios. Aquellas, como lo ha dicho Fermín Rodríguez (“Un desierto de ideas” 152), pasibles de ser desertificadas[7]. El desierto, por lo tanto, es una dimensión antes simbólica que geográfica.
Volviendo. No se trata, entonces, de que Echeverría tome de Chateaubriand la imagen del desierto. Para eso, no solo tiene a los viajeros ingleses, como dijimos, sino todo un repertorio romántico y su propia experiencia en la campaña, donde se instalaba por temporadas y donde incluso, según se dice, escribió “La cautiva”[8]. Que no provenga de allí su noción de desierto, sin embargo, refuerza la relación entre el poema y la novela. Porque las diferencias, por un lado, confirman la versatilidad de la noción, la posibilidad de que diferentes geografías puedan ser denominadas de ese modo. Y también, por otro lado, porque es a partir de esa noción ampliada de desierto que se encuentra la historia que, igual que en el desierto norteamericano descripto por el francés, puede transcurrir en el desierto pampeano: una nueva variante de la historia de la cautiva que localmente se conocía a través de la historia de Lucía Miranda. La versión de Chateaubriand tiene algunos rasgos singulares: la protagonista no es blanca sino mitad blanca y mitad india y, pese a su conversión al cristianismo, vive en los toldos; es ella quien libera al joven indio tomado prisionero por una tribu enemiga; es ella quien muere en el camino, quitándose la vida para cumplir su promesa de virginidad, mientras el indio sobrevive y narra la historia.
En “La cautiva” de Echeverría hay algunos elementos disponibles de la tradición local y otros de la ya instalada tradición romántica alrededor del motivo del cautiverio. Hay, en definitiva, una doble operación de afiliación al respecto. Una es la nacionalización del mito de Lucía Miranda que se pone en circulación en las crónicas de la conquista; cabe tener en cuenta que La Argentina de Ruy Díaz de Guzmán es editado en 1835 por Pedro de Ángelis, letrado al servicio del gobernador de Buenos Aires Juan Manuel de Rosas (con quien se enfrentarían los miembros de la Generación del 37 ya finalizada la década cuando, como consecuencia, la oposición al rosismo los conduzca al exilio)[9]. La otra es la afiliación a la literatura romántica, como en el caso privilegiado aunque no único de Atala, que propone el motivo del cautiverio para organizar un relato romántico del Nuevo Mundo; de la novela corta de Chateaubriand se elige a la protagonista femenina como guía para liberar al hombre a través del desierto, espacio de la pura naturaleza. De este modo, la mujer es esa heroína que se redimensiona en términos de patria.
Refiriéndose a la figura de la cautiva en los relatos de conquista, Cristina Iglesia ha llamado la atención sobre la inversión simbólica operada en ella: en vez del blanco que conquista la tierra del indio, se representa al indio robando a la mujer blanca; en esa inversión, explica, radica la justificación de la conquista territorial (“Conquista y mito blanco”). Pero además, en esa figura, tal como lo plantea Iglesia, se funda una primera asimilación entre territorio y género[10]. Solo que “La cautiva” de Echeverría supone, también, otra inversión. Porque quien aparece ante todo como cautivo es el hombre, Brian, y no María, quien ya ha logrado liberarse cuando es presentada en el poema. La narración corresponde, estrictamente, al momento en el que María, tras deslizarse entre los toldos, encuentra a su esposo, Brian, que no ha muerto en el campo de batalla sino que ha sido tomado cautivo por los indios. Esta nueva inversión, que en primer lugar se evidencia en un nivel actancial, es fundamental para sustentar la matriz alegórica que convierte en cautiva a la nación, que proyecta la patria presente (con toda su simbología) en la nación del futuro. Luchar por la patria, como lo hace María rescatando a su esposo —el miliciano que combate en la frontera— del cautiverio de los indios, marcar el territorio y apropiárselo, es condición de la nación futura.
No habría, de todos modos, una alegorización completa sin el Epílogo. Allí, y reforzando la operación, reaparece el mundo de la poesía junto con la presencia de la cruz cristiana y del ombú como marcas de territorialización del desierto:
Pero, no triunfa el olvido,
de amor ¡oh bella María!
que la virgen poesía
corona te forma ya
de ciprés entretejido
con flores que nunca mueren;
y que admiren y veneren
tu nombre y su nombre hará.
Hoy, en la vasta llanura,
inhospitable morada
que no siempre sosegada
mira el astro de la luz;
descollando en una altura,
entre agreste flor y yerba,
hoy el caminante observa
una solitaria cruz.
Fórmale grata techumbre
la copa extensa y tupida
de un ombú donde se anida
la altiva águila real;
y la varia muchedumbre
de aves que cría el desierto,
se pone en ella a cubierto
del frío y sol estival.
Si la poesía, de la mano del poeta (el “genio” del comienzo), inscribía simbólicamente la historia de la cautiva, la cruz y el ombú (religión y naturaleza) la inscriben material, territorialmente.
Los nuevos símbolos, conviene subrayarlo, no requieren ya del punto de vista de la divinidad: son reconocibles para el caminante, solitario y al ras de la tierra, pero también para la tribu errante. Protagonista de una verdadera leyenda blanca, el ombú surgido de mano anónima o divina sustituye metafórica y compensatoriamente todo aquello de lo que carecieron Brian y María: sombra, abrigo, refugio, protección espiritual. Pero además, “proporciona un punto de referencia para la orientación que marca significativamente el territorio” (Fontana y Roman 69). Que anuncia, podría decirse, el momento en que la llanura deje de ser desierto, acabe con el carácter privativo de su condición de “inhospitable”.
Cuando se hace hincapié en la frase de Echeverría que acompaña su poema, la “Advertencia” a las Rimas (volumen que incluye “La cautiva”), suele destacarse el aspecto económico material: “El Desierto es nuestro, es nuestro más pingüe patrimonio, y debemos poner conato en sacar de su seno, no sólo riqueza para nuestro engrandecimiento y bienestar sino también poesía para nuestro deleite moral y fomento de nuestra literatura nacional” (tomo V, 134). La matriz alegórica que vincula territorio con género es la que permite una doble funcionalidad para la historia narrada por Echeverría, es la que hace del desierto un espacio fundacional de la nación argentina y de su literatura. Habría que destacar, sin embargo, la paradoja de esa doble fundación: porque en el mismo momento en el que el “pingüe patrimonio” comience a rendir económicamente, cuando el desierto deje de ser tal, entonces ya no habrá espacio del que extraer poesía y fomentar la literatura. Cuando el Desierto se convierta en otro tipo de paisaje, cuando la llanura ya no sea “inhospitable”, ya no se contarán historias de cautivas y cautivos ni tampoco de rescates intrépidos a través de la naturaleza indómita. O en todo caso, ya no se contarán con potencial alegórico sino a modo de leyendas.
Una cautiva y el gaucho
Lo señalé al comienzo: la figura de la cautiva asociada al territorio nacional, aun con su contundencia fundacional, no prosperó en el imaginario argentino, perdió el protagonismo alegórico que el poema de Echeverría contribuía a establecer.
Querría pensar acá en otra cautiva, entonces, que es la de La vuelta de Martín Fierro de José Hernández (1879), el poema gauchesco considerado el clásico nacional por excelencia, el libro nacional. Me parece que allí está la clave para entender la caída de la alegoría femenina de lo nacional. La escena de la cautiva, en el Martín Fierro, está al comienzo de La vuelta, cuando Fierro, tras volver de los toldos después de la muerte de Cruz, está contando su vida entre los indios ante un auditorio formado, como se sabrá más adelante, por quienes resultan ser sus hijos. Recapitulemos: al final de La Ida (1872), después del enfrentamiento del gaucho con la partida policial, el sargento Cruz se pasa de bando y defiende a Fierro, le cuenta enseguida su propia historia y los dos deciden irse a tierra de indios. Los primeros siete cantos de La vuelta reproducen el relato de Fierro sobre su vida en el desierto, los pesares compartidos con el amigo ahora muerto, la decisión de volver. Los cantos VIII, IX y X corresponden al relato de su encuentro con la cautiva y terminan con uno de los pareados más eficaces de todo el poema: “pues infierno por infierno, / prefiero el de la frontera”. En ese relato, Fierro se está yendo de la toldería cuando se encuentra con una mujer cautiva a la que un indio le ha matado a su pequeño hijo y ahora la está maltratando. El canto VIII presenta la escena del enfrentamiento entre el gaucho y el indio, el IX es la historia entre los indios que la cautiva le cuenta a Fierro y el X está dedicado al regreso de ambos a través del desierto y su despedida. Después, Martín Fierro les cede la palabra a sus hijos para que cuenten sus respectivas historias.
Los desplazamientos de la escena paradigmática protagonizada por la cautiva en 1837 son evidentes en el mismo argumento: ya no es la cautiva quien doblega al indio y le clava el puñal para salvar su honra y rescatar a su esposo, el militar cautivo. Aparece ahora una figura que, como tal, no estaba presente en “La cautiva”: el gaucho. Y es él quien rescata a la mujer cautiva y da muerte al indio en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo. La cautiva y el gaucho realizan el mismo recorrido que hicieran la cautiva y su esposo a través del desierto. No mueren, como Brian y María, sino que llegan vivos a destino y el gaucho puede contar la historia. Llegan los dos, de hecho, al ombú:
Después de mucho sufrir
tan peligrosa inquietú,
alcanzamos con salú
a divisar una sierra;
y al fin pisamos la tierra
en donde crece el ombú.
¿No evoca acaso este ombú aquel mismo que creció protegiendo la cruz después de la muerte de María al final de “La cautiva”? Es allí mismo, en el lugar en el que la alegoría se disuelve en la leyenda, cuando la mujer y el gaucho se separan y cada uno sigue su camino. No sabemos qué habrá pasado con la cautiva pero escuchamos a Fierro contar la historia y darle una conclusión.
La conclusión es interna, argumental, pero también es externa, contextual. Porque, como se sabe, en el mismo momento en que se conoce La vuelta ha tenido lugar la llamada Conquista del Desierto a cargo de Julio Argentino Roca, que un año después se convertiría en presidente. La vuelta no solo supone esa campaña de exterminio que acabaría con el problema de la frontera, sino que además alude a ella. La mención es apenas una y poco explícita pero resulta suficiente para comprender el giro ideológico respecto de los indios que va de La ida en 1872 a La vuelta de 1879[11]:
Estas cosas y otras piores
las he visto muchos años;
pero, si yo no me engaño,
concluyó ese bandalaje,
y esos bárbaros salvajes
no podrán hacer más daño.
Las tribus están desechas;
los caciques más altivos
stán muertos o cautivos,
privaos de toda esperanza,
y de la chusma y de lanza,
ya muy pocos quedan vivos.
En ese nuevo orden de cosas, en el umbral de la consolidación del Estado liberal modernizador, la imagen de la cautiva se debilita para darle parte de su fuerza al gaucho que logró ser, en definitiva, el protagonista de un género tan original y nacional como la gauchesca. Es el propio canto del gaucho el que distribuye las fuerzas en lo que ya deja de ser desierto para ser, precisamente, la pampa, la llanura nacional en la que el gaucho es el protagonista indiscutido:
Aquel duelo en el desierto
nunca jamás se me olvida,
iba jugando la vida
con tan terrible enemigo,
teniendo allí de testigo
a una mujer afligida.
La cautiva, para dejar de serlo, precisa del hombre, y se reorganiza, así, toda la cadena de filiaciones: el indio es ahora “hijo del desierto”, el indio mata al hijo de la cautiva, pero es Fierro quien mata al indio y es él, además, quien se reencuentra con sus hijos.
La escena final en la que Fierro y sus hijos deciden cambiar de nombre y tomar caminos distintos para empezar una nueva vida, más allá de su incógnita, puede leerse en esta dirección: como una puesta en escena de la “bendición paternal” (el bautismo del padre), al que el propio Hernández acudía para cerrar las “Cuatro palabras con los lectores” que sirven de prólogo a La vuelta. Mujeres sin prole, las cautivas, que se reproducen solo en el terreno de la leyenda, y cuyos hijos han muerto o se han reencontrado, a sus expensas, con el padre que los bendice y les marca el destino. De ahí en más, la nación se piensa en masculino y se encarna en el gaucho valiente pero pacífico de La vuelta. La elección del Martín Fierro como clásico nacional, la consagración cultural que de él hicieron Leopoldo Lugones y Ricardo Rojas para el Centenario, y la estatal que se hizo en los años treinta, requiere de La vuelta, precisa no solo del gaucho cantor sino también de la escena de su encuentro con la cautiva que refunda el espacio del desierto corrigiendo el poema en lengua culta de Echeverría.
Notablemente, la imagen de la cautiva servirá, y acá quiero volver a Borges, para pensar antes la figura del pasaje entre civilización y barbarie y la figura de la mezcla, que para pensar la nación. Justamente, en Borges, en la “Historia del guerrero y la cautiva” (El aleph 1949), no hay una alegoría de lo nacional. La cautiva, en cambio, es quien ya no puede abandonar la tierra de indios donde están sus hijos, la que elige la barbarie en lugar de volver a la civilización. En todo caso, si hay que buscar la imagen de lo nacional en Borges, habría que ir a su cuento “El sur” (Ficciones 1944), en el que aparecen emblematizados los dos linajes del protagonista, que son los dos linajes de la nación: el europeo y el gaucho[12]. Ambos declinados en masculino, lejos del romanticismo francés y con nostalgia de la gauchesca.
Referencias
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Chateaubriand, René de. Atala. Madrid: Cátedra, 1989. Impreso.
Echeverría, Esteban. Obras completas de D. Esteban Echeverría. Ed. Juan María Gutiérrez. Buenos Aires: Carlos Casavalle Editor, 1870-1874. Impreso.
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Hernández, José. El gaucho Martín Fierro. La vuelta de Martín Fierro. Eds. Élida Lois y Ángel Núñez. París/Madrid: Fondo de Cultura Económica, 2001. Impreso.
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__. “Echeverría: la patria literaria”. Una patria literaria. Eds. Loreley El Jaber y Cristina Iglesia. Buenos Aires: Emecé Editores, 2014. 351-383. Impreso.
Ludmer, Josefina. El género gauchesco: un tratado sobre la patria. Buenos Aires: Perfil Libros, 1988. Impreso.
Malosetti Costa, Laura. Los primeros modernos: arte y sociedad afines del siglo XIX. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2001. Impreso.
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Notas