Dossier: La cultura material en las literaturas y culturas iberoamericanas de hoy
El oficio de traducir: de algunos traductores en la narrativa argentina de los años noventa y primera década del siglo XXI
The Work of Translation: On Translators in Argentine Narrative from the 90s and the 2000s
O ofício de traduzir: de alguns tradutores na narrativa argentina dos anos noventa e primeira década do século XXI
El oficio de traducir: de algunos traductores en la narrativa argentina de los años noventa y primera década del siglo XXI
Cuadernos de Literatura, vol. XX, núm. 40, pp. 449-464, 2016
Pontificia Universidad Javeriana

Recepción: 03 Octubre 2015
Aprobación: 11 Noviembre 2015
Resumen: Este artículo analiza la figura del traductor como artesano en tres novelas argentinas de la última década del siglo XX y la primera del siguiente. Figura tradicional en la cultura latinoamericana, el traductor se caracteriza aquí por su precariedad laboral e institucional y su correlativo acercamiento material a la actividad de traducir. La representación ficcional del traductor como Homofaber coincide, por otra parte, con el discurso de los traductores reales y las últimas orientaciones de la teoría sobre la traducción. Desde la ficción, el pensamiento reflexivo y la teoría, la traducción lee la literatura desde su especificidad material: es texto, lenguaje y estilo. Figura algo anacrónica, el traductor artesanal aparece como uno de los artífices de la autonomía crítica de la literatura.
Palabras clave: Pedro Mairal, novela argentina, materialidad, traductor personaje, traducción.
Abstract: The present article analyzes representations of translators as artisans in three argentine novels from the 1990s and the 2000s. A staple in Latin American Culture, the figure of the translator is identified in these works with precariousness at an economic and institutional level, as well as with a material proximity with the activity of translating. On the other hand, the fictional rendering of translators as Homo faber coincides with real translators discourse and the latest trends in translation theory. From within the realm of fiction, critical reflection and theory, translation reads literature from its material specificity as text, language and style. A slightly anachronistic figure, the artisan translator emerges as a construction of the critical autonomy of literature.
Keywords: Pedro Mairal, the Argentine novel, materiality, translator character, translation.
Resumo: Este artigo analisa a figura do tradutor como artesão em três romances argentinos da última década do século XX e a primeira do seguinte. Figura tradicional na cultura latino-americana, o tradutor é caracterizado aqui pela sua precariedade laboral e institucional e sua correlativa aproximação material da atividade de traduzir. A representação ficcional do tradutor como Homo faber coincide, aliás, com o discurso dos tradutores reais e as últimas orientações da teoria sobre a tradução. Desde a ficção, o pensamento reflexivo e a teoria, a tradução lê a literatura desde sua especificidade material: é texto, linguagem e estilo. Figura algo anacrónica, o tradutor artesanal aparece como um dos artífices da autonomia crítica da literatura.
Palavras-chave: Pedro Mairal, romance argentino, materialidade, tradutor personagem, tradução.
Cómo citar este artículo
Camenen, Gersende. “El oficio de traducir: de algunos traductores en la narrativa argentina de los años noventa y primera década del siglo XXI”. Cuadernos de Literatura 20.40 (2016): 449-464. http://dx.doi.org/10.11144/Javeriana.cl20-40.otat
En el año del desierto, segunda novela de Pedro Mairal, publicada en 2005, una mujer cuenta que vive en algún lugar de Europa donde habla una lengua que no es su lengua natal. Trabaja en una biblioteca y en sus ratos libres despliega viejos mapas donde todavía figura el país donde nació. Recorre con el dedo las calles desaparecidas en el intento imposible de volver a transitarlas. El lector descubre, entonces, que ahí donde hubo un país solo queda una mujer. Desde su refugio europeo, María Valdés Neylán recuerda un año de su vida y la historia de un fantasma, Argentina. En los trescientos sesenta y cinco días evocados por María se condensan doscientos años de historia contados en sentido inverso, desde la crisis de 2001 hasta el principio del desierto, cuando el vacío del territorio era la mayor amenaza que cercaba al argentino. La historia nacional es aquí el relato de un lracaso: una inexorable marcha atrás donde el pasado se vuelve el único futuro posible.
El destino de María corre parejo al de su país. Mientras Argentina retrocede hasta desaparecer, ella pasa por todos los avatares de la mujer argentina, desde los más ancestrales hasta los más contemporáneos. A lo largo del año, la secretaria de un rascacielos de cristal y acero es enfermera, pionera de la colonización y cautiva de los braucos. Esta mujer camaleónica debe su supervivencia a una capacidad que va desarrollando a medida que el desierto avanza hasta invadir la ciudad: traducir. El inglés de las canciones heredadas de su madre irlandesa le ganan los favores de los marineros escoceses en los prostíbulos del puerto; en las extensiones de la pampa, su buen oído y sus dotes lingüísticas la salvan de la ira de los indios y de una muerte segura. María debe su salvación a su oficio, porque traducir es, ante todo, resemantizar las palabras de manera constante para adaptarse a un mundo ominoso de objetos reciclados (el chasis de un colectivo porteño transformado en la carpa de un jefe huelche, las bañeras arrancadas de las casas durante los malones convertidas en alambique para fermentar la coca). Es también el último refugio del lenguaje contra el peso muerto de los objetos (bicicletas, palos de golf, teclados eléctricos) rapiñados, incongruentes en el silencio que amenaza. Por eso María siente el fin llegar cuando cesa la posibilidad de traducir: “Me habían espantado la paloma profunda del lenguaje. Solo veía cosas y oía murmullo” (304). Por eso también contar, como lo hace después, desde Europa y recuperando la lengua natal, es también traducir, desentumecer el castellano sepultado bajo el inglés, las palabras bajo las cosas:
Estuve cinco años en silencio, hasta que las palabras volvieron, primero en inglés, de a poco, después en castellano, de golpe, en frases y tonos que me traen de vuelta caras y diálogos. A veces tengo que encerrarme acá para hablar sin que me vean, sin que me oigan, tengo que decir frases que había perdido y que ahora reaparecen y me ayudan a cubrir el pastizal, a superponer la luz de mi lengua natal sobre esta luz traducida donde respiro cada día. Es como volver sin moverme, volver en castellano, entrar de nuevo a casa. Eso no se deshizo, no se perdió; el desierto no me comió la lengua. Ellos están conmigo si los nombro, incluso las Marías que yo fui, las que tuve que ser, que logré ser, que pude ser. (8)
María Valdés Neylán, la superviviente romántica, pertenece a un nuevo gremio de la narrativa argentina: los personajes traductores. Junto con Rímini (El pasado de Alan Pauls, 2003), O’Jaral (El testamento de O’Jaral de Marcelo Cohen, 1995), Ricardo Zevi (El traductor de Salvador Benesdra, 1998) y muchos más,[1] María dibuja los contornos de lo que Martín Gaspar, en un ensayo reciente, llama una condición traductora. Gaspar postula que la multiplicación de estos protagonistas señala un nuevo momento en una crítica de la traducción específicamente latinoamericana. Si bien el traductor siempre estuvo allí (de María-Malintzin y Felipillo a Pierre Menard y Aureliano Babilonia), era esencialmente una figura. El traductor baqueano de Sarmiento, el aclimatador de Darío, el intérprete irreverente de Borges eran el pivote de una reflexión sobre la traducción como operación lingüística o literaria propia de una cultura definida como “en traducción” desde sus orígenes. Sus sucesores contemporáneos, escribe Gaspar, encarnan una actividad. Los escritores contemporáneos usan la negociación entre idiomas como un motivo de indagación psicológica y no tanto como un tema cultural, lo que explicaría que el traductor haya dejado su lugar relativamente segundario, teórico o especulativo, y sea hoy protagonista de ficciones. En resumen, la traducción ha dejado paso gradualmente al traductor, la figura al personaje, el plano alegórico al plano personal e íntimo (16).
La promoción del traductor al estatuto de personaje va a la par con cierta manera de concebir la traducción. Esa deja de ser una virtud de la figura del traductor y pasa a ser una necesidad del personaje del traductor, una realidad que lo vincula, como María Valdés Neylán, con el mundo material, los objetos y, sobre todo, con el dinero porque, como lo dice Marcelo Cohen, escritor y traductor “cada lrase es una pequeña fracción del dinero que necesita para vivir” (Música contratapa). En las tres novelas mencionadas, los personajes se despojan de todo lo que no tenga que ver con la traducción para dedicarse exclusivamente a esta tarea. En la desnudez material y moral en la que se encuentran, la traducción se vuelve una actividad física y mental que viene a llenar un vacío, un trabajo que ocupa tanto la mente como las manos y, a veces, el cuerpo entero.
En este sentido, el giro subjetivo que Martín Gaspar advierte en el uso de la traducción como tema narrativo es también un giro material. La “condición” del traductor que veremos descrita en el análisis de las tres novelas es fruto de una coyuntura de crisis en la que la realidad más material surgió de manera dramática y se manifiesta en la concepción de la literatura como acercamiento a la materia del lenguaje. Es esta última dimensión la que nos proponemos analizar en los retratos de los personajes-traductores esbozados por las tres novelas mencionadas. Los traductores de estas ficciones dibujan la figura del traductor como artesano maniático que roza la enfermedad mental, como trabajador precario real y simbólicamente.
Una breve observación del discurso del traductor parece confirmar algunas orientaciones de su representación ficcional en las novelas. El análisis de la reciente recopilación de ensayos de Marcelo Cohen, Música prosaica (cuatro piezas sobre traducción), permitirá delinear, en un segundo momento, dos orientaciones en un discurso paradigmático de la postura de muchos traductores contemporáneos. Cohen, traductor argentino que empezó su carrera en España en los años setenta, insiste en las circunstancias materiales en que se traduce. La traducción aparece como una actividad situada y frágil, sometida a las evoluciones del mercado del libro. A este primer rasgo, llamativo por su recurrencia, parece corresponder una reflexión sobre la práctica de la traducción como trabajo de la materia. En las manos del traductor, la literatura es texto y el texto es ensamblaje de sonidos, ritmos y formas que se trabajan con precisión, lentitud y repetición.
Ficcional o real, el traductor practica un oficio, con sus reglas y su ética. En sus manos, la literatura es cuestión de técnica, y la escritura, dominio de la materia del lenguaje; de manera que el traductor, este doble tradicional del escritor, pensado aquí como Homo faber, podría señalar una orientación nueva de la práctica de la escritura y de la recepción de la literatura. La pregunta es la siguiente: ¿se observa en la literatura un movimiento similar al del arte contemporáneo donde palabras como ademán, técnica o savoir-faire, que habían sido tabúes durante mucho tiempo vuelven, y con ellas una concepción del arte como ejecución (Azimi 2)? Y si es el caso, ¿cómo interpretar esta evolución?
Al definir su actividad como “trabajo” o “tarea”, el traductor reintroduce la concepción de la escritura como manejo de la materialidad del lenguaje y, al hacerlo, parece desplazar la noción vanguardista de procedimiento. De la mano de la “tarea”, vuelven con fuerza las nociones de “estilo”, “buena escritura” o “métier1”, reprobadas por una modernidad literaria preocupada por eliminar restos de un reprochable formalismo decimonónico. ¿Es el traductor el agente de un neoformalismo? ¿Una figura anacrónica de escritor maldito o el síntoma de una nueva oscilación en el movimiento pendular de la historia de la literatura? ¿Su literatura material sería la contracara de una literatura conceptual?
Por otra parte, ¿qué sentido dar al elogio de la lentitud y de la ética artesanal que su figura conlleva? ¿Ilustran una forma de ludismo contemporáneo, una reacción nostálgica de repliegue frente a fenómenos económicos y sociales vividos como una amenaza, a saber, por un lado, la reorganización neoliberal del mercado del libro sufrida con particular intensidad en la Argentina; por otro, las mutaciones tecnológicas que cambian la fabricación y la distribución y, en últimas instancias, los valores de la literatura? O ¿la figura del traductor como artesano sería, en cambio, parte de una reflexión más amplia sobre el lugar del individuo en el trabajo? Y en este caso, encarnaría una esperanza humanista en las posibilidades futuras del Homo faber (Sennett 8)?
Es nuestra hipótesis que, en la ficción y más allá de ella, el traductor, como aquel que piensa la literatura a partir de la technè, nos invitará a plantear en términos nuevos una serie de categorías críticas que conciernen tanto la propia evolución de la literatura como sus poderes.
Traductores de papel y hueso
Los personajes traductores de las tres novelas mencionadas nos enseñan que la traducción no se puede pensar fuera de un contexto. En las tramas, son las circunstancias —marcadas por las crisis, económica o psicológica— las que llevan —acorralan— a los personajes a la traducción. Esta se vive como una tarea concreta y una manera de interpretar la realidad que, al rozar con la locura, define un estado de excepción y, finalmente, determina un uso materialista del lenguaje.
Acorralados
En las tres novelas, argentinas y escritas entre 1995 y 2005, llama la atención el peso que ejercen las condiciones materiales en la actividad del traductor. La situación histórica en que se mueven los personajes traductores y en que las novelas fueron escritas es decisiva: el auge neoliberal y la crisis económica definen la traducción como una actividad encarnada y dramáticamente situada. No es anodino que sea en un momento de crisis en que la economía ocupa todo el escenario, en un clima generalizado de saqueo y corrupción, cuando la traducción pasa a ser una ocupación material.
En El traductor (1998), novela realista ambientada en los años noventa, Ricardo Zevi, traductor trotskista y doble del propio Benesdra, se debate en vano contra la mutación neoliberal de Turba, antiguo bastión de la edición progresista porteña. O’Jaral, el traductor disidente de la distopía de Marcelo Cohen (El testamento de O'Jaral 1995), vive apartado de la sociedad del espectáculo y se prepara para una revelación que nunca llegará. María, la traductora a la intemperie (nombre dado de manera recurrente al desierto que amenaza la ciudad) de El año del desierto (2005), vive la involución histórica de la Argentina como un progresivo y sistemático derrumbe material.
La amenaza económica vuelve manifiesta la frágil condición del traductor como trabajador. El inseguro equilibrio material de O’Jaral depende de los encargos de su editor, especializado en la publicación pirata de best sellers descerebrados. Después de luchar infructuosamente contra la dirección de Turba con las recetas de un sindicalismo agotado, Ricardo Zevi termina como taxista. Rímini, el traductor del novelón sentimental de Alan Pauls, es el que mejor expone, metafóricamente, este resorte económico de la traducción. Sofía, su exnovia, lo persigue desde que se separaron y la cacería en la que se lanzó esta arpía del amor se materializa en su neurótica insistencia para que se repartan las fotos de su vida de antigua pareja. Rímini se siente en deuda con su pasado sentimental. Su única manera de saldar sus cuentas con Sofía, la encuentra en la práctica frenética y mecánica de la traducción, como actividad entregada a la velocidad de la producción. “Traducía tres libros al mismo tiempo, para tres editoriales distintas, a un ritmo de cuarenta páginas diarias. Ya no se ahogaba: era un obrero feliz” (84). El otrora “orfebre” de “lealtad laboriosa” al amor de Sofía es ahora un “obrero feliz”, pura cuantificación, vértigo y producción alienada (106). El tiempo no transcurre invisible, se vuelve materia divisible, cronometrada en libros. “El libro tenía principio y fin [...] y cada frase traducida, cada hora gastada en traducir frases, iban abreviando inexorablemente la distancia que lo separaba del punto final. Diez, nueve, ocho, siete, seis. Tenía que terminar” (108).
Con suma ironía, Pauls subraya el carácter híbrido de la tarea del traductor, entre trabajo intelectual y actividad remunerada. El traductor es aquel que experimenta el texto como objeto y mercancía. Y este último aspecto, más allá del traductor, borra de un plumazo toda pretensión a una autonomía de la literatura. Finalmente, la novela sentimental de Pauls evidencia los resortes económicos de la traducción que las dos otras novelas, la realista de Benesdra y la novela de anticipación de Cohen, articulan en un discurso explícitamente político.
Las tres novelas, con sus héroes, participan de las formas y prácticas culturales que surgieron en el clima económico y social de la Argentina de los años noventa y, sobre todo, la primera década del siglo XXI, metaforizado por Pedro Mairal en su novela, y que ponían el relieve en las experiencias materiales, por ejemplo, en el sector del libro que vio la eclosión de editoriales artesanales como la emblemática Eloísa Cartonera. Frutos de la escasez de medios, esas prácticas de braconnage culturel (de Certeau 53) desarrollaron una ética de la difusión de la literatura —acercar el lector al libro, acortar las distancias materiales y simbólicas impuestas por los grandes grupos editoriales— y una estética “pobre” (Epplin 8). No es exagerado pensar que los traductores de las novelas son actores de esta mutación estética y política que marcó la cultura argentina de las décadas de cierre y principios de siglo.
Freaks
Más allá del implacable rigor económico, los sujetos de estas novelas se ven impactados por el mundo con una intensidad incómoda. En este contexto de extrema fragilidad, la traducción es una actividad que se impone a los personajes y deja su huella en su personalidad. Existe, en estas novelas, una verdadera caracterología del traductor, de este singular gremio o, como lo definía Valéry Larbaud, el escritor y traductor francés, amigo de Ricardo Güiraldes y uno de los introductores de la literatura latinoamericana en la Francia de entreguerras, de esta gent irritable (100). Minucioso, exhaustivo, obsesivo, maniático, el traductor es un ser extraño, un raro que vive en gran medida aislado del mundo social, un freak al borde del caso psiquiátrico. Su sensibilidad extremada lo aparenta con el escritor hiperestésico del modernismo. No es casual, ambos comparten una misma indisposición con la sociedad burguesa, agravado quizás en el caso del traductor por la evolución histórica.
En la exageración poética del retrato del traductor radica, sin embargo, cierta verdad de la ética de la profesión, un saber vaciarse de sí mismo, hacerse invisible. Esta exigencia se da en las novelas como un borrarse para entregarse vertiginosamente a una actividad única. En las novelas, este proceso se concreta en dos disposiciones mentales simétricas que son dos maneras de lidiar con los objetos: el asceta y el adicto.
O’Jaral, el traductor ermitaño de la novela de Marcelo Cohen, vive al margen de la agonizante metrópoli ficticia de Talecuona, donde el papel antaño protagonista del Estado ha sido eclipsado por “Consorcios”. El pasado ha sido borrado y remplazado por la implantación de una “adicción al futuro”, es decir, en la fe ilimitada en un progreso que emergerá del consumo frenético. O’Jaral espera una misteriosa revelación y para recibirla se prepara mental y corporalmente. En su austera rutina, la dieta monacal y la observación escrupulosa de un estricto programa de ejercicios físicos y aprendizajes enciclopédicos se completan con la práctica diaria de la traducción. Traduce por encargo “sagas cósmicas, folletines de enredos vecinales, catálogos de gemas y catálogos de muebles [...] una enciclopedia de economía doméstica, manuales de cocina oriental o de iniciación a las finanzas, biografías de banqueros y de cantantes de ópera y de asesinos regenerados” (Cohen, El testamento 55). El traductor nutre su ascetismo militante con la abundante y repetitiva materia de la “democracia concentracionaria”, con el discurso cosificado de la sociedad del espectáculo. Su ejercicio mecánico de la traducción es una depuración ideológica.
Al mismo tiempo que Rímini se enfrasca en la traducción compulsiva, empieza a consumir frenéticamente cocaína. Traduce, se droga, se masturba. Así va formándose un círculo cerrado e introspectivo bajo el signo de la adicción. Rímini es quien establece las equivalencias: se droga para traducir y traducir es su droga. “La droga, la verdadera droga, era traducir: la verdadera sujeción, el anhelo, la promesa” (Pauls 106). El personaje está sometido a una ley que no puede cumplir y que, por lo tanto, se repite hasta el final de la novela. Es que busca en la traducción algo imposible: liberarse de Sofía, del pasado. En el consumo, de libros y de drogas, busca conjurar el espectro de Sofía, la mujer zombi (título inicial de El pasado) que lo persigue arrastrando el peso de un pasado común fijado en una serie de objetos clave, metonímicos, como la caja de fotos que sobrevivió a la inundación de una casa o alegóricos, como el cuadro del pintor inglés Riltse, Spectres’Portrait, que cifra la verdad romántica de su propia historia (“el amor es un torrente continuo” [46]). Para Rímini, el ejercicio mecánico de la traducción es una desintoxicación sentimental.
El loco de la analogía
Arrojado al trabajo de traducción por un mundo que irrumpe, el traductor desarrolla una manera singular de relacionar distintos planos de la realidad. Los mecanismos de la traducción se han interiorizado hasta el punto de determinar el modo en el que los personajes configuran su mundo. El traductor es aquel que, por deformación profesional, conecta los distintos planos de la realidad, material y concreta, intelectual y espiritual. La analogía es su arma, o mejor dicho, su habitus mental, ya que al hacerse internas, las operaciones de su trabajo definen una disposición, un temperamento (Gaspar 203). Ante un mundo que impone su violencia económica o sentimental, el traductor no busca una respuesta en la reproducción ni en la abstracción, sino en la comparación, el acercamiento de realidades lejanas. La pulsión del traductor no es mimética ni alegórica, sino analógica: lo empuja a buscar coordenadas y equivalencias.
Toda la novela de Pauls puede leerse en clave analógica. Para escapar a su pasado amoroso, Rímini tiene que traducir: “Rímini, el traductor, era quien tenía que hacerse cargo de la deuda traduciendo” (107). Pero en la novela, la deuda no se salda sino que se va trasformando hasta el final. La solución está en asumir la eterna recapitalización de la deuda sentimental: la caja de fotos de la pareja se transforma en el cuadro de Riltse y ambos objetos se reúnen en la imagen final de Rímini y Sofía, reunidos en un mortal y eterno abrazo (“Seguían desangrándose”, 551), verdadero tablean vivant (Gaspar, 110) en el que culmina la red de analogías de la novela.
La analogía es también una motivación psicológica explícita en las novelas políticas de Benesdra y Cohen. La extensa novela del primero empieza así: “Me dije que tal vez era cierto después de todo que las ideologías están muertas; me regodeé mirando por la ventana del bar cómo el sol caliente de la primavera de Buenos Aires comenzaba a fundir todas las convicciones del invierno” (17). Zevi establece una equivalencia entre la evolución ideológica mundial y el clima en Buenos Aires. Equiparar estado de ánimo y paisaje es un procedimiento clásico en el realismo, heredado del romanticismo. Pero aparece aquí como una marca subjetiva, un rasgo de carácter, una constante en la manera de vivir los acontecimientos e interpretarlos. Zevi, el traductor erudito despreciado en una editorial en plena restructuración neoliberal, quiere encontrar “puentes” (453) entre idiomas y conocimientos, relaciones posibles entre lo laboral (la situación en la editorial), lo público (la situación del país), lo histórico (tras la caída del Muro de Berlín) y lo personal (su difícil relación sentimental con Romina) y un texto de ultraderecha que traduce. El íncipit sigue de esta manera:
Sospechaba por primera vez que podía haber un placer en el vértigo de flotar en ese caldo uniforme que se había adueñado hacía tiempo de todos los espacios del planeta. El sol volcaba su fiesta de distinciones sobre todos los objetos de esa esquina, pero yo sentía que por todas partes estaba drenando una noche gris de gatos umversalmente pardos, una apoteosis de la indiferenciación que por primera vez no lograba despertarme miedo. (17)
Para el melancólico Zevi, producir sentido en un mundo abocado a la indiferenciación es una operación perceptiva: devolver sentido a un mundo en perdición es distinguir otra vez los contornos de los objetos.
O’Jaral, el traductor de la novela futurista de Cohen, también siente el impulso a la analogía:
Que quede claro. A la hora de ganarse las lentejas, un traductor puede ser un mercenario, pero en su esencia es un intérprete universal. Lo mismo traduce entre idiomas que de un sistema simbólico a otro. Un traductor de verdad es un develador de misterios. (111)
O’Jaral, el “mercenario de lo mínimo” (Gaspar 207), expresa sin embargo la ambición totalizante del traductor como intérprete, figura recurrente del discurso traductológico. La traducción simbolizadora es una práctica en tensión entre dos maneras de experimentar el mundo, dos escalas de la realidad (la cotidiana y tangible, la intelectual y espiritual, la nutrición mundana y la mística). La búsqueda de sentido verbalizada por el melancólico Zevi se manifiesta en la prosa de Cohen en el plano estilístico. Metáforas, efectos de sinestesia y, sobre todo, zeugmas (el tropo que domina su prosa[2]) crean una escritura densa donde abundan las correspondencias entre materia e idea, objeto y sentimiento. Con Cohen, la analogía no solo se apodera de la trama, sino que se adentra en el estilo.
El traductor es, entonces, aquel que, al percibir las coordenadas entre materia e idea, quiere anudar mundos; pero su gesto hermenéutico depende de fenómenos de percepción aleatorios —Zevi busca restablecer la profundidad del mundo a través de la “estereoscopía” (453)—, o artificiales —la lucidez que aporta la droga— de manera que este gran simbolizador es un ser frágil, siempre al borde del derrumbe o del silencio melancólico. Rímini es afectado por un “precoz alzheimer lingüístico” (282) que lo hace tropezar con las palabras más sencillas —choca con la palabra valise en plena interpretación de una antológica conferencia de Derrida en Buenos Aires—, O’Jaral se enreda misteriosamente en el lenguaje y olvida el equivalente castellano cocodrilo del inglés alligator (205) y Zevi renunciará definitivamente a su oficio.
El fracaso del traductor procede de la indigencia de sus herramientas hermenéuticas: la analogía es el pariente pobre de la interpretación, el arma de quien no tiene acceso a la causalidad explicativa. Predispuestos visceralmente a la analogía (Gaspar 204), los traductores de estas novelas son incapaces de recomponer claras líneas causales en su experiencia; en su lugar, buscan estructuras afines entre realidades alejadas. En estas novelas que cuentan intentos fracasados, traducir se ha vuelto el único modo de inteligibilidad disponible de la realidad.
Materia vs. símbolo
Ambigua, inconclusa, la lectura que hace el traductor de su experiencia procede de una concepción de su propio instrumento: para él, el lenguaje es materia antes de ser signo. Los tropiezos de los personajes traductores señalan en efecto la sin guiar relación que los vincula con el lenguaje. El oficio desarrolla una conciencia artesanal que aguza la mirada y afina el oído; pero que por momentos se eclipsa y esa falla técnica es su vulnerabilidad. El traductor es, definitivamente, un artesano: la materia es su excelencia y su debilidad. Las palabras son una materia con sus cualidades sensibles y que afila la percepción del mundo; pero también ofrece su resistencia y puede opacar la comprensión del mundo. El traductor se encuentra, entonces, a medio camino entre el copista y el comentarista, entre el objeto (libro, página, papel y letra) y el discurso. El traductor es un hermeneuta que no ha olvidado su condición artesanal y que su primera función y la clave de su trabajo es saber “ejercer de deshollinador de la lengua” (Cohen, Música 72).[3]
Esta doble condición lo vuelve sensible a la manipulación ideológica del lenguaje. La figura del artesano es, por supuesto, política. El empirismo de esta figura premoderna es la base y justificación de una crítica aguda del lenguaje “abstracto”, vaciado de contenidos del poder. O’Jaral tergiversa ligeramente la prosa de los best sellers para re saltar la doxa y la mediocridad que rezuma el texto fuente. Su traducción cursi pone el relieve en los estereotipos de los folletines para “desnaturalizar”[4] estos vectores de la ideología y dirigirse a un lector crítico (Logie 183). Sus soluciones irónicas revelan un paladear de la materia lingüística (la lrase original “Paul sudaba” se transforma en “Paul tenía la frente perlada de sudor”, 67) mediante el cual busca agrietar la capa fosilizante del lenguaje.
El sabotaje de O’Jaral se asienta en la conciencia lingüística que lo empuja, por otra parte, a encontrar una coherencia fundamental entre las palabras y las cosas. El traductor es el productor de verdaderos símbolos, ya que él no se olvida que el símbolo tiene un pie en la materia.[5] El traductor es aquel que reúne las dos partes del sumbolon (“objeto cortado en dos”), sabe que la simbolización es un proceso dialéctico que obliga a saltar el torniquete entre materia y símbolo, pero que siempre se puede volver atrás. Armado de este saber técnico, O’Jaral, el traductor disidente, se debate tanto contra el “vómito de símbolos” (137), las abstracciones falsas, las palabras huecas desmaterializadas de la doxa como contra “el desbordante crecimiento de la realidad material” (107), que son las dos caras de un mismo fenómeno.[6]
La concepción del lenguaje como materia se manifiesta así en la trama de las novelas pero también en su composición y en el estilo de los autores: es una idea performativa. La extensión del relato o la densidad de la escritura se experimentan como materias que ponen a prueba la lectura. El traductor y El pasado son, para empezar, novelones de más de seiscientas páginas. Su extensión es un primer desafío al equilibrio del relato. La omnipresencia de discursos ideológicos en el primero y la proliferación de líneas narrativas y ensayísticas en el segundo amenazan la legibilidad del texto. La hipertrofiada novela de Pauls es, como la historia de Sofía y Rímini, una “cantidad sentimental” (65), un “catálogo del mundo y su caricatura” (Sarlo 446) que, además, practica la minuciosidad del detalle. Esta novela es un folletín miope, de sintaxis hiperanalítica y tortuosa, tiene un defecto del discurso traductológico, expuesto en su tiempo por san Jerónimo, la obscura diligentia:[7] la ambición de aclarar que termina oscureciendo (Gaspar 102).
En el caso de Cohen, es su estilo sofisticado el que traba la marcha del relato. El testamento de O’Jaral es una novela de lectura lenta en franca polémica con las demandas del mercado, tematizadas en la misma trama. La densidad estilística es aquí programática y la artesanía militante de O’Jaral es el fruto de la reflexión y de la práctica de Cohen como traductor.
Miseria y esplendor del traductor
Los traductores de papel de las tres novelas señalan una evolución más amplia que podría definirse como el fin, ya anunciado, de la “invisibilidad” del traductor real (Venuti). En 1937, Ortega y Gasset escribía “en el orden intelectual no cabe faena más humilde. Sin embargo resulta ser exorbitante” (434). Como un eco a este reclamo, el discurso traductológico ha ido interesándose cada vez más en el traductor como un sujeto que deja su marca en el texto, como un actor de la producción del libro y como el crítico que mejor puede hablar del traducción y quizás de la literatura porque la conoce como técnico. Llama la atención la importancia de las metáforas materiales en el discurso traductológico. A la hora de pensar la actividad de traducción, abundan las equiparaciones con la artesanía u otras artes, donde las coacciones materiales parecen más decisivas que en la literatura. Así, para el traductor, la literatura es materia y ritmo (Meschonnic), es decir que, como escribe Cohen, para él, “hay libros que concentran y libros en expansión incesante” (Música 57). El texto original es una “particular distribución de densidades” (Berman 67) que el traductor recompone “pesando las palabras” en sus “balanzas” (Larbaud 76). La experiencia es esencial en este tipo de discurso, no solo lo alimenta, sino que lo legitima frente a la teoría, vista con cierta desconfianza.
El último libro de Marcelo Cohen, Música prosaica (cuatro piezas sobre traducción), recopilación de textos breves, es un buen ejemplo de este tipo de discurso de traductor donde se mezclan las especulaciones lingüísticas generales y el manifiesto por una lengua renovada, la reflexión metodológica y los ejemplos concretos que exponen la técnica del experto, la conciencia artesanal y la realidad de la “industria” (83). Diario y bitácora de trabajo, el libro ilustra la heterogeneidad constitutiva del género y de la postura del traductor, siempre a medio camino entre la materia y el símbolo.
Así, Cohen rechaza la tradicional figura del “hermeneuta” para definirse como un “ejecutante” (11), un músico de la prosa, empujado por una “pulsión- de-traducir” (Berman 139) que se expresa en una metáfora musical, la “fantasía de “tocar” literatura” (Cohen 23). Con este pie en la materia, el traductor está, de cierta forma, predispuesto a experimentar la dimensión referencial del discurso literario. Al describir su rutina cotidiana de un día de trabajo, Marcelo Cohen anota:
Después salgo a correr veinte minutos [...] La rigidez mental se afloja en la calle desarticulada del alba. Paro la oreja a la energía desatada y las sombras de los sonidos, con un zorzal alardeando de prima donna, pero de cada cosa que veo irrumpe una palabra terminante: los muñones de los plátanos dicen podar, los tajos rojos en el cielo dicen nublado. (71)
Como se ve en este extracto, el traductor se mueve entre la lógica del lenguaje y la insistencia de las cosas, el reclamo del signo y la presencia pertinaz del referente. Un poco más adelante, sigue: “El tiempo pasa en períodos gramaticales de una mente que ha vuelto transporte. A la vez, entre cada término y su traducción, el referente se desdibuja, o más bien se amplía, y como en las metáforas segrega algo más” (75).
La posición intermedia, entre el lenguaje y el referente, entre la materia y el símbolo, es el “algo más” que aporta el traductor. Este “algo más” es el valor creado por la traducción, el proceso de la technè que dibuja el espacio de autonomía crítica de la literatura. El tono de Cohen es, solo en apariencia, menor. La elección de la técnica radica, en realidad, en una ambición muy grande, comparable a la que Emily Apter atribuye a las figuras afines al traductor, que son el filólogo o el crítico genético (293-296). Se trataría, nada menos, de salvar el destino de la literatura o, en el caso de la crítica norteamericana, el de los estudios literarios. De esta ambición, el traductor es el héroe, no cabe duda. Cohen escribe: “No pocos pensamos que si la literatura tiene un futuro, será gracias a un abultado depósito de libros intraducibles, o por supuesto para nosotros los traductores, aparentemente intraducibles” (53).
Referencias
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Notas
Notas de autor