Palabras clave: la ‘declaracionitis’, Se trata de que las declaraciones se conviertan en hechos, En esta técnica se contrastan opiniones si no tontas por lo menos superficiales, con otras más estructuradas, para llevar al lector a tomar como propia la menos descabellada, la que el medio o el periodista mismo desean que se adopte, Y por supuesto, se hace necesario fijar la agenda, Los medios hablan de lo que quieren, discriminan algunos temas y subrayan otros, claro está, con la intención de crear, No son las noticias las que hacen al periódico, sino el periódico el que hace las noticias
Los periódicos enseñan a la gente cómo debe pensar. Umberto Eco
Si alguien desea o por lo menos sueña con iniciar el proyecto del periódico perfecto, no puede dejar de leer Número cero. Umberto Eco, uno de los grandes gurús de la comunicación, lo explica paso por paso, con un halo de cinismo y por momentos con cierta desesperanza. La novela está ambientada —para nada casualmente— en 1992, cuando para muchos Italia cambió de verdad. En enero de aquel año bisiesto la sentencia del maxiproceso contra cosa nostra dio a los italianos la esperanza de que el poder de la mafia había terminado. Sin embargo, 360 condenas, 19 sentencias a cadena perpetua y el secuestro de los bienes acumulados no sólo no terminaron con la organización criminal siciliana, sino que provocaron su ira. En una muestra de poderío, los mafiosos asesinaron en mayo al juez Giovanni Falcone, quien había estado a la cabeza de la mencionada causa criminal.
Y no sólo eso. El 17 de febrero de 1992 en Milán, Mario Chiesa, presidente del benemérito Pio Albergo Trivulzio, fue sorprendido tratando de pedir dinero a una empresa de Monza a cambio de un contrato, hecho en apariencia intrascendente que permitió destapar la historia de corrupción más grande del país de la bota, conocida como Tangentopoli o Mani pulite. Se descubrió entonces la arraigada y difundida costumbre de políticos y funcionarios de exigir y recibir sobornos a cambio de favores, concesiones e intervenciones ilícitas. Fue un escándalo mayúsculo seguido por los medios de comunicación, que por medio de la televisión informaron en tiempo real los arrestos de personajes que hasta ese momento parecían intocables. En 1992 desapareció Democracia Cristiana y otros partidos relacionados con la corrupción que había sido descubierta. Este año marcó también el inicio de la Segunda República Italiana. En Número cero, Umberto Eco relata parte de estos hechos y lo hace de tal forma que involucra y provoca el interés del lector en conocer más acerca de esa página de la historia de la Italia de la posguerra.
Pero el autor no se contenta, porque además en ésta, su última novela, al contar la historia del diario ficticio Domani desnuda a quienes se ocupan de crear los contenidos en los medios de comunicación y también deja indefensos y angustiosamente solos a los lectores que en el mar de la información pierden toda capacidad de reflexionar. Será porque “el único problema serio para el buen ciudadano es no pagar los impuestos” (214),[1] y las historias que atañen a la colectividad no le importan un reverendo cacahuate. Todo lo demás, así sea un genocidio o un caso extremo de corrupción que incluya muerte, terror y
manipulación puede pasar inadvertido, porque en realidad la información que los medios muestran descaradamente no es evaluada críticamente por el gran público. Los lectores de a pie, los que encima de todo presumen de mantenerse al tanto de las noticias más que el resto de los comunes mortales, son sencillamente incapaces de armar un rompecabezas que los lleve a descubrir la verdad utilizando los datos que reciben día a día.
Esta novela encanta, entre otras muchas razones, por los paseos que realizan por Milán el protagonista Colonna, un “perdedor compulsivo” (14), y Romano Bragadoccio, su paranoico compañero de aventuras. Entre las fascinantes y a veces tenebrosas vías milanesas, Bragadoccio muestra a Colonna cómo se hace un buen reportaje: “sospechar, sospechar, sólo de este modo se encuentra la verdad” (49). Domani, el proyecto periodístico en que Colonna se ve involucrado casi sorpresivamente, es un diario que no se va a publicar jamás. Es el arma —sí, hay que admitirlo, la información es un arma— que el Commendatore Vimercate, cuya descripción coincide sospechosamente en algunos rasgos con la personalidad de Silvio Berlusconi, utilizará para poner en aprietos a políticos y financieros.
A decir verdad, al inicio del relato el proyecto Domani tiene dejos de idealismo. Como se sabe, los diarios se han convertido en repetidores de lo que ya dieron a conocer hasta el hartazgo los medios electrónicos. De ahí la exigencia de que un proyecto editorial sea innovador y en él se haga lo que aparentemente deberían llevar a cabo todos: investigar. Se trata de ahondar en los temas, profundizar en cada noticia y así llegar a predecir lo que ocurrirá. En ello debería radicar la fuerza de la prensa escrita. Y no, Eco no está describiendo una ineludible evolución mediática situada en el siglo XXI, sino que habla de una necesidad que empezaba a vivirse en aquel 1992. Pero de la propuesta de convertirse en un medio ideal o al menos un periódico capaz de profetizar a partir del trabajo de los periodistas-investigadores, Domani degenera y poco a poco muestra que, en caso de ser editado, será uno más de los abundantes medios de comunicación llenos de vicios y defectos.
En Número cero, Umberto Eco explica prácticamente todos los artilugios de los que se valen los editores para mantener al día —a conveniencia, claro está— a lectores cuya edad mental promedio no supera los doce años. El periodista —obviamente bajo la línea que marca la empresa para la cual trabaja— evita a toda costa comprometerse, por eso la insistencia en ese mal común de la mayoría de los medios: la ‘declaracionitis’. Se trata de que las declaraciones se conviertan en hechos. En esta técnica se contrastan opiniones si no tontas por lo menos superficiales, con otras más estructuradas, para llevar al lector a tomar como propia la menos descabellada, la que el medio o el periodista mismo desean que se adopte. Y por supuesto, se hace necesario fijar la agenda. Los medios hablan de lo que quieren, discriminan algunos temas y subrayan otros, claro está, con la intención de crear notas. No son las noticias las que hacen al periódico, sino el periódico el que hace las noticias.
Los desmentidos, terror de cualquier reportero más o menos serio, deben también ser manejados de cierto modo. Basta con desprestigiar a quien desmiente sacando datos de su pasado, aun los más triviales, haciéndolo pasar como un paranoico, poniendo en duda su credibilidad a toda costa. Pero no es suficiente: hay que tranquilizar a los lectores, nunca alarmarlos, con una clara excepción: cuando el dueño del periódico decide que hay alguien a quien realmente es necesario alarmar. Y es ahí, en ese ficticio proyecto, donde Eco pone en evidencia otra de las grandes verdades del periodismo: quien paga, manda. En este caso el único intocable, cuyos intereses tienen que ser defendidos como sea y frente a cualquier circunstancia, es el Commendatore Vimercate, que debe mantenerse lejos de cualquier sospecha.
El gran especialista en semiótica que es Umberto Eco se deja ver en toda la novela. Pero hay una frase en particular, puesta en boca de Bragadoccio, que podría resumir los signos que deberían ver y estudiar tanto el periodista —que los produce— como los lectores de periódicos —que los reciben indiscriminadamente—: “Un dato, por sí solo, no dice nada; todos juntos te hacen comprender lo que no se apreciaba a primera vista. Hay que desentrañar lo que intentan esconderte” (45). Y al parecer, esa es la clave del periodismo que Eco denuncia. En repetidas ocasiones lo señala, como si quisiera que el lector de Número cero fijara en su mente que para hacer y leer noticias hay que considerar la información, incluso —o mejor dicho, principalmente— la que se antoje más banal, como signos que en el momento justo permitirán armar ese rompecabezas que muestre la verdad. Curiosamente, la única que realmente parece entender la necesidad de observar esos pequeños detalles es la inocua Maia Fresia, que según Bragadoccio tiene algunos rasgos de autismo.
En apariencia, Maia, quien es por cierto la única mujer involucrada en el proyecto Domani, vive en otra realidad. Observa lo que nadie ve, nota los particulares más inverosímiles y, sobre todo, reflexiona profundamente sobre hechos que se antojan intrascendentes para retomarlos en el momento menos oportuno, cuando ya todos se habían olvidado de ellos. Por eso Maia, como elemento incómodo, parece que está siempre de sobra en la redacción de Domani. La señorita Fresia —quien se ve a sí misma como una fracasada— “piensa que todos piensan lo que piensa ella” (103), aunque quizá su gran defecto es simplemente pensar. Maia es la antagonista de Bragadoccio, y sin embargo, ambos tienen en común la necesidad compulsiva de profundizar en la información, con la diferencia de que ella es mucho más analítica y sus razonamientos parecen más acertados por esa extraña capacidad de distinguir y analizar los signos, mientras que Romano se pierde en sus hallazgos hasta parecer un exaltado.
En Número cero, la postura de Eco respecto a los medios de información es francamente inquietante. Los periódicos, denuncia, imponen a la gente cómo debe pensar, pero al mismo tiempo se alimentan de la simpleza de las masas para crear tendencias en una especie de perversa retroalimentación. La mesa de redacción de Domani no parece muy alejada de la realidad de muchos periódicos. Casi ninguno de sus integrantes resulta ser una lumbrera. Además de Maia, Bragadoccio y el propio Colonna, están el tonto Cambria, que sin advertirlo tiene a la mano siempre la pregunta más estúpida; Palatino, quien hasta antes del proyecto se había ocupado sólo de pasatiempos y crucigramas, y Costanza, con su limitada experiencia como corrector de estilo. Por su parte, Lucidi es el infiltrado que, todos saben, trabaja para los servicios secretos, y no obstante navegar con dos banderas, es tolerado porque puede resultar útil en algún momento. Simei, el director, es en apariencia el fiel servidor del Commendatore; sin embargo, mantiene un sucio pero al mismo tiempo genial doble juego pensado solamente para satisfacer sus necesidades personales.
Eco no podía limitarse a narrar la creación de un diario en una época trascendental para su país. La historia de Domani está salpicada de interesantes regresos al pasado, de teorías de la conspiración, de elucubraciones novelescas, pero sobre todo incluye un misterioso crimen. Uno de los tantos puntos fuertes de Número cero es la fascinante reconstrucción histórica que Eco realiza, misma que permite al lector enterarse de los detalles más escabrosos de la llamada Operación Gladio, iniciada oficialmente en 1964. Aquel proyecto anticomunista en el que participaron “ex republicanos de Saló, o idealistas sesentones y católicos, aterrados ante la perspectiva de que los cosacos abrevaran sus caballos en las pilas de agua bendita de San Pedro” (167) es descrito por Eco a través de Bragadoccio, quien explica magistralmente cómo Gladio, financiada por la CIA, fue finalmente descubierta y señala que “sólo Italia, Bélgica y Suiza realizaron alguna investigación parlamentaria” (168), mientras Giulio Andreotti, entonces presidente del Consejo de Ministros italiano, “dijo oficialmente que sí, que la red Gladio había existido, y no era el caso de poner el grito en el cielo, que era necesario que existiera” (168).
A fin de cuentas, en Número cero se puede encontrar una mezcla perfecta en la que lo mismo se trata acerca del manejo sucio de los medios de comunicación, que se reflexiona seriamente sobre el papel de los comunicadores y los empresarios, se hace un recorrido histórico por la Italia desde el fin del fascismo hasta los años noventa, y además el lector puede regodearse en las hermosas descripciones de la ciudad de Milán y en los detalles de una historia de amor. Vale la pena, pues, hincarle el diente a la última novela de Umberto Eco porque es, además de todo, una invitación abierta a reflexionar sobre el papel del periodismo en la sociedad, especialmente ante la sobrecogedora idea de que un periódico debe respetar y alimentar el Schadenfreude, ese sentimiento que hace que los seres humanos se regocijen con la desgracia ajena.
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