La Abeja en La Colmena

Confesión

Lenin Trujeque *
Universidad, Autónoma de Querétaro (UAQ), México

Confesión

La Colmena, núm. 95, pp. 101-105, 2017

Universidad Autónoma del Estado de México

Recepción: 23 Enero 2017

Aprobación: 27 Febrero 2017

¡Clac! ¡Clac! ¡Clac! El agua cae, gota por gota, en la oscuridad. Llevo días, o al menos eso me parece, encerrado y sin luz. El ruido al principio me parecía insoportable, pero ahora hasta me ha calmado, me da seguridad. Para pasar el tiempo recuerdo cosas, recuerdo mi infancia, mis sueños y desvelos. Pienso a menudo en mi padre y en mi madre, seguramente ellos jamás imaginarían que su hijo, el más pequeño, terminaría confinado en una celda.

Recuerdo muy bien que mi papá tenía grandes esperanzas en mí. Creía que llegaría a ser un conde o al menos un hombre de bien, nunca imaginó que me convertiría en alguien perseguido por sus conductas extrañas y escandalosas. Siempre me llevaba a misa, donde había un sacerdote muy curioso en la iglesia que frecuentábamos. Él era de estatura baja y ojos saltones. El hombre se la pasaba gritando por más de una hora y a los feligreses solamente les quedaba bajar la cabeza y escuchar. A mí no me daba miedo su actitud, sus palabras no me afectaban en lo más mínimo, pero para no parecer distinto agachaba la cabeza como los demás.

¡Clac! ¡Clac! ¡Clac! El sonido del agua no cesa.

Creo que fue en esa época que decidí dejar de creer en Dios. Era apenas un niño, pero no sentía gran simpatía por él. Su casa era lúgubre y demasiado ornamentada para mi gusto. Con más oro que gente y personas menos valiosas que el oro, porque eran hipócritas, no se necesita ser un genio para saberlo. Se arrodillaban todos los domingos por los mismos pecados que han confesado y confesarán cada semana. Lo que más contribuyó a que decidiera dejar mi fe fue que nadie, jamás, me preguntó mi opinión en cuanto a la misma, y todos daban por sentado que yo sería feliz en ese lugar.

El hombrecillo ese, el sapo, como empecé a llamarlo en secreto, tenía cierta atracción por mi madre, lo cual me enfurecía y repugnaba. Algunos pueden creer que esto fue producto de mi imaginación, pero yo veía las miradas que el sapo le arrojaba indiscretamente. La saludaba y sostenía su mano más de lo usual. En esos momentos me daban ganas de tronarle la cabeza, pero obviamente me contenía. Mi madre, por el contrario, aceptaba ese tipo de cortesías. Ella siempre había sido muy devota, era la primera en ofrecerse cuando había alguna donación o servicio que hacer por los menos favorecidos. Mi padre parecía simplemente no darse cuenta de las asquerosas intenciones del sacerdote, tal vez no consideraba posible que un hombre dedicado a Dios pudiese tener esa clase de comportamientos.

¡Clac! ¡Clac! ¡Clac!

Un día mi padre me dijo que podría ir a estudiar a la capital, esto me sorprendió y entusiasmó mucho. Desde que era pequeño había deseado poder aprender algún oficio o profesión que me ayudara a sobresalir en el mundo. Y en Rímini, mi pueblo natal, no podría hacerlo, porque era un agujero que a nadie le importaba, un abismo que se tragaba a sus habitantes en enseres mediocres o actividades agrarias, obligándolos a vivir y morir por destinos honestamente intrascendentes. Por ello no dude en escapar del ominoso mundo en el que nací y estudiar por medio del sistema del Trívium et Quadrivium. Sin más me lancé a la aventura de conocer y descubrir un lugar distante de mi hogar, sin ningún aliado en mi empresa más que mi persona e ingenio.

Bolonia era una ciudad completamente distinta a Rímini. Por todos lados había enormes construcciones, desde la fuente de Neptuno hasta la iglesia de san Pedro. Los edificios y esculturas se alzaban como testimonios de la grandeza del ingenio italiano. He de confesar que mi primera sensación al estar frente a estas estructuras fue orgullo y patriotismo. Amé el lugar rápidamente, pese a que su gente parecía siempre estar ocupada, y el olor a tierra mojada bajaba sutilmente desde los Apeninos. La diferencia entre Rímini y esta ciudad era notable, por lo que me olvidé de mi hogar debido al hechizo de lo innovador en cada rincón ignoto de la localidad.

Sin embargo, el lugar donde me hospedé era muy extraño. No es que me hubiese alojado en muchos sitios antes o que conociera de arquitectura. Era por la forma en que estaba construido, sino por su gente. Era una posada de dos pisos.

En el primero estaban la cocina y el comedor, donde todos los inquilinos podíamos comer, siempre y cuando nos apegáramos a los horarios. En el segundo piso estaban las recámaras, cada una de ellas contaba con una cama y un escritorio, pero no tenían baño, ese debía ser compartido por todos a excepción de los dueños que contaban con uno propio. Y hablando de ellos, tengo que decir que no eran las personas más amables que he conocido, es más, se podría decir que eran hasta huraños, casi nunca se dignaban a dirigirme la palabra y parecía que les era indiferente. Sucedía lo mismo con los inquilinos, todos sabían que vivía ahí, pero ninguno se había atrevido a hablarme. Esto lo adjudiqué al hecho de que yo no era de ese lugar. Como sea, en mi nuevo hogar no era muy apreciado, y como aún no era aceptado en la Universidad de Bolonia, el único contacto que tenía con personas eran mis amargados vecinos.

Mis días comenzaban desde temprano, y como mis aspiraciones eran grandes, no me permitía perder mucho tiempo. Visitaba la biblioteca de la universidad y estudiaba ahí todo el día tomando apenas unas pausas para comer. Tenía que entrar a esa escuela, era todo lo que había en mi mente en esa época. No era fácil, pues muchísimos aspirantes lo intentaban cada año. Después de todo era la misma universidad que una vez albergó al legendario Dante y al magnífico Petrarca, eso sin contar la competencia con aquellos que entraban por recomendación de alguna autoridad o por ayuda de un familiar importante. Todo el mundo sabía esta injusticia, pero no hacía nada. Y yo, un pobre aspirante, no tenía alternativa más que estudiar lo más que pudiera.

Al regresar a mi vivienda, ya entrada la noche, descubría que todos los residentes estaban durmiendo, o eso suponía porque todas las luces estaban apagadas. Me parecía muy extraño porque, a pesar de ser noche, aún era temprano. No le daba importancia a este suceso y me iba a mi habitación a dormir. Con el tiempo me fui adaptando a mi nueva forma de vida. Mis vecinos seguían ignorándome, pero ya no me afectaba como al principio. Llevaba meses estudiando y estaba a punto de presentarme para una evaluación en la universidad. Me sentía seguro de alcanzar mis objetivos, pero antes de poder demostrar mi esfuerzo recibí una carta procedente de mi casa. En ella se me informaba que mi padre estaba gravemente enfermo, y que era crucial que yo regresara a mi hogar pues no era seguro que viviese mucho tiempo. La noticia obviamente me impactó. Inmediatamente, preparé mi equipaje para partir al día siguiente rumbo a Rímini, pero antes de hacerlo pasó algo que me perturbó.

Un murmullo me despertó en la noche. Alentado por la curiosidad, me moví a través de la oscuridad y me dirigí hacia donde mis oídos me guiaban. El ruido provenía de la planta baja de la casa. Al llegar allí me sorprendí por encontrar a todos los inquilinos reunidos, arrodillados y orando. Al frente de ellos se encontraba el dueño de la posada y sostenía en su mano un libro, seguramente la Biblia. A su lado se hallaba su mujer, la cual al verme llevó su dedo índice a sus labios en señal de silencio. Yo no entendí lo que sucedía, pero después de meditarlo un momento comprendí que lo que hacían no era otra cosa que adorar a Dios, y que lo hacían de esa forma pues su fe era distinta a la ortodoxa. Todo aquello era sumamente penado, un pecado. Sin embargo, yo no hablé, prometí que no los delataría, porque creía y sigo creyendo que todas las personas pueden adorar y ser libres a la vez.

Ahora comprendía por qué los inquilinos se portaban tan adustos conmigo. Pero, aunque no dije nada, a la mañana siguiente, antes de irme, escuché un grito. Era la mujer del dueño de la posada. Gritaba pues unos guardias llevaban preso a su marido. Frente a ella estaban unos hombres que más que hombres parecían sombras. Y con una frialdad inhumana pronunciaban los supuestos pecados del condenado: «por adorar al diablo e ir en contra de la santísima Iglesia católica; por practicar la brujería y arrastrar a los ingenuos hacia las garras del mismísimo Lucifer; por perder su condición de hijo de Dios. Por ello es condenado y no será liberado hasta que confiese sus crímenes. Cualquiera que intente ir en contra del altísimo y su siervo, el papa Pablo IV, será juzgado y condenado por la divina justica que nos rige». Poco o más dijeron, y la mujer lloró y gritó tanto que terminaron también por llevársela presa. Obviamente, lo más razonable era huir de ese lugar. Cualquiera que hubiese convivido con el posadero era sospechoso de prácticas prohibidas, y yo, sabiendo lo imparcial del criterio de los inquisidores, temí por mi breve aquiescencia pagana y salí de Bolonia lo más rápido posible.

¡Clac! ¡Clac! ¡Clac! El ruido es cada vez más constante.

Llegué a Rímini antes de anochecer. El cielo tenía cirros rojizos y se sentía una ligera brisa que me daba una sensación de paz. Pero ahora que lo pienso no puedo creer lo irónica que es la vida, pues los horrores que vi la noche anterior en Bolonia no se compararían con lo que me esperaba en casa.

Me extrañó mucho ver que todas las luces estaban encendidas y me alarmó ver que había personas en mi entrada, así que corrí a ver que sucedía. Mi madre estaba dentro, lloraba sin parar, estaba vestida de negro, junto a ella había muchos conocidos y familiares. Entonces entendí que mi padre había muerto.

Me desagradó bastante la presencia del sapo, sobre todo la forma en que se acercaba a mi madre. Parecía como que no solamente la aconsejaba y consolaba por su pérdida, sino que quería algo más. Pero, ¡mi padre acababa de morir! Sin embargo, no quise detenerme a pensar en ideas tan retorcidas porque, después de todo, el sapo era un hombre de Dios y no se atrevería a pecar en contra de sus convenios.

Esa fue una de mis peores noches. Lloré en todo el velorio y recuerdo cuando estaba en el funeral me di cuenta de que ya había amanecido. No podía creer que ya no estuviese conmigo, ¿por qué?, ¿por qué de esta forma tan abrupta?

Pero la muerte de mi padre no fue lo peor que me sucedió, ya que, justo la noche siguiente a su entierro, una serie de ruidos provenientes de su habitación me alarmaron. Corrí a ver qué ocurría, y al enterarme sentí asco e indignación. Descubrí al sapo, con su repugnante cuerpo desnudo, encima de mi madre, copulando. Grité con tal fuerza que en el acto se detuvieron. Entonces tomé por el cuello a ese hijo del infierno y lo arrojé por la ventana. Vi su cuerpo inerte en el piso, con un charco de sangre a su alrededor, pero ni toda su sangre pudo ni podrá limpiar el nombre de mi madre y de mi familia. La mujer me suplicó: “él me engañó, hijo, no me castigues, te lo ruego”, gritaba sin cesar. Yo no quería verla. ¿Cómo se había atrevido? ¡Cómo! Después de todos mis esfuerzos, luego de tanta hipocresía religiosa y, sobre todo, mancillando el recuerdo de mi progenitor. Salí de la habitación y hui de regreso a Bolonia. Recogería el poco dinero que me quedaba y me iría del país, ¿A dónde? Eso no importaba, con tal de que fuese lo más lejos posible, lejos del pecado, del horror y de lo inverosímil de mi situación.

Al regresar a la posada las luces de mi cuarto estaban encendidas. Era de noche, pero no me importaba, tan sólo tomaría lo que me pertenecía y me iría de ahí. Llegué y me alivió no encontrar a nadie. Todo parecía que saldría bien, pero al querer dejar la habitación vi unas sombras que salían de las paredes y, sin poder evitarlo, se asieron de mí. Después no recuerdo más

¡Clac! ¡Clac! ¡Clac!

Y ahora estoy aquí, evocando la extraña e injusta que ha sido la vida conmigo. Pienso en mi padre con lástima y en mi madre con odio. Veo mis sueños frustrados y quisiera que hubiese sido de otro modo. Ahora que ya no tengo recuerdos a los cuales aferrarme las gotas son cada vez más fuertes, una tras otra me revelan mi verdadera condición. Entonces trato de zafarme de mis ataduras, pero no lo logro, no puedo mover ni un solo centímetro de mi cabeza, las gotas inclementes siguen cayendo. De las paredes de mi prisión se vuelven a asomar esas sombras. Ahora creo que no son sombras, son hombres con caras de demonio, que al unísono repiten: “¡confiesa!, ¡confiesa!” Y yo grito con desesperación: “¡sí, yo lo hice, yo maté al sapo!, sí, lo hice y lo volvería a hacer porque engañó a mi madre, porque se burló de Dios, de ese al que ustedes tanto defienden”. Pero ellos no cesan, siguen pidiendo mi confesión. Entonces, en medio de la locura, grité: “sí, también hacía brujería. Sí, lo hice, confesaré lo que ustedes quieran. Pero por piedad, hagan que cese, detengan esas malditas gotas.

Por favor, confesaré lo que sea… se los suplico, tengan piedad”.

¡Clac! ¡Clac! ¡Clac!

Notas de autor

* Lenin Trujeque es de Mérida, Yucatán. Actualmente estudia en la Universidad, Autónoma de Querétaro (UAQ), México, la Licenciatura en Estudios Literarios. Cursa el sexto semestre en la línea terminal de Escritura Creativa.
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