Aguijón

H. P. Lovecraft: materialismo y antropogénesis

H. P. LOVECRAFT: MATERIALISM AND ANTHROPOGENESIS

Roberto Chuit-Roganovich *
Universidad Nacional de Córdoba, Argentina

H. P. Lovecraft: materialismo y antropogénesis

La Colmena, núm. 98, pp. 21-32, 2018

Universidad Autónoma del Estado de México

Recepción: 13 Marzo 2018

Aprobación: 17 Mayo 2018

Resumen: Este artículo pretende abordar la obra literaria del escritor estadounidense H. P. Lovecraft como experiencia sintomática del antihumanismo del siglo XX. Para ello se intentará realizar, en primera instancia, un acercamiento crítico al conjunto de preguntas que la filosofía de impronta idealista tomó prestadas de la religión (la pregunta acerca del origen y del fin del mundo); en segunda instancia, un regreso del rodeo, para observar cómo la tradición materialista y cierta tradición literaria, desde una problemática diferente, trabajó estas preguntas. En el marco del tratamiento de estos cuestionamientos se abordarán las innovaciones que la literatura lovecraftiana aportó al género fantástico de terror, entre las cuales figuran los problemas de la mitología, del sujeto y del conocimiento.

Palabras clave: literatura estadounidense, materialismo, idealismo, filosofía.

Abstract: This article tries to address the work of American writer H. P. Lovecraft as a symptomatic experience of the antihumanism of the XX century. For that purpose, it is intended, at first, to critically approach the set of questions that the philosophy of idealist spirit borrowed from religion (the question on the inception and demise of the world); secondly, a return from the circumvention, to notice how the materialist tradi- tion and certain literary tradition, from a different standpoint, tackled these questions. In the context of the addressing of these questionings, we will analyze the innovations that Lovecraft’s literature brought about for the fantastic horror genre, among which noticeable are the problems of mythology, the individual and knowledge.

Keywords: American literature, materialism, idealism, philosophy.

LA DETERMINACIÓN METAFÍSICA DE LA EMPRESA HEROICA

En recurrentes ocasiones la literatura dio por evidente —sino por necesaria— la determinación metafísica de la empresa heroica. Los ejemplos son múltiples: el hombre trágico, cuyos actos no son sólo expresión de su carácter, su ethos —que es, además, el de la ciudad— sino también expresión de una fuerza divina (Daímón) que se ejerce mediante él; el caballero medieval (Alfonso Quijano, pero también Perceval, y un largo etcétera), que arremete contra la avanzada moral por mandato de Dios y la Corona; el poeta romántico, conminado por el azul y el cisne (el Absoluto) a encontrar el ritmo sagrado que subyace al mundo.

Si bien realizar un racconto definitivo de las experiencias literarias que han replicado esta estructura puede resultar para nosotros un callejón sin salida, no queremos dejar de destacar que son vastos los casos en los cuales la condición misma de la puesta en acto de los marcos genera- les de la acción es la presencia de una figura destinante; la presencia de una figura que funciona como la garantía de los programas actanciales, y que opera como el elemento indispensable encargado de poner en marcha la totalidad del aparato narrativo.1

En este marco es posible afirmar que gran parte de los casos que hoy conforman lo que entendemos por literatura (por lo menos la literatura premoderna) no ha hecho otra cosa que insistir en las formas a través de las cuales es posible desarrollar un programa narrativo habida cuenta de una necesidad categorial innegable. Si esto es así, la literatura premoderna podría figurársenos como el inventario —heterodoxo, sin dudas— de los marcos actanciales que pueden ser desplegados en el contexto de una destinación en ningún caso sorteable. Ahora bien, si la literatura pre- moderna puede o no ser reducida —al menos en términos analíticos— a la representación de los efectos de una determinación primera y absoluta no es algo que nos interese tratar en este breve trabajo. No nos concierne aquí debatir la validez positiva de esta tesis, sino por el contrario observar el campo de reflexiones que parece abrir. Por eso, aquí nos atañe, más bien, destacar que si aquello de lo que habla la literatura se encuentra determinado desde su propio comienzo por una potencia incontestable, entonces esta forma de literatura podría ser caracterizada como una del orden, acerca del sentido (del sentido del carácter, del sentido de la acción, etcétera). En otras palabras: si toda acción se configura en el marco de un plan ya siempre formado, este tipo de literatura es una donde los procesos narrativos mismos son el mostrarse de un lado previamente definido.

Y aquí lo crucial: todo parece indicar que par- te de la literatura es, en clave narrativa, el des- envolverse de una necesidad, y el desenvolverse de la aceptación de una necesidad. La necesidad, para decirlo sin demasiados preámbulos, de Dios —y en menor medida, la necesidad del Estado (de la Corona) y la Naturaleza—.

A pesar de lo dicho, es sin lugar a dudas irresponsable conceder el hecho de que este núcleo profundo de sentido dentro de las obras literarias previas a la modernidad le perteneciese de forma total al campo de las letras. Este esquema, su presencia ecuménica, fue siempre sintomática de otros espacios del pensamiento obrante. Al res-pecto, nos interesa realizar un breve rodeo con el caso de la filosofía. Y en específico, mediante la relación que mantuvieron históricamente la filosofía y la religión.

El dilema esencial que la religión ha intentado zanjar fue el de la antinomia determinante entre la nada y la existencia efectiva de las cosas; esto es: la contradicción significativa entre la nada, previa a toda forma de existencia, y el origen radical del cosmos, del mundo, y del hombre.2 Poco importa en esta circunstancia revisar los modos mediante los cuales las diferentes narrativas cosmogónicas trataron dar cuenta de este conflicto; es un trabajo, en todo caso, reservado a los estudios de literatura comparada. Importa, por el contrario, y a razón de lo que pretendemos analizar, reconocer la presuposición, en cierto punto generalizada, que puso en funcionamiento estos discursos. La presuposición de la que hablamos es, justamente, la de la nada, desterrada del cosmos (como categoría ontológica) a partir del acto de la creación divina.

La filosofía conservó (es decir, tomó prestada), por lo menos hasta bien entrada la modernidad, la pregunta esencial de la religión, por el origen del mundo, y en la misma medida, por el fin (y los fines); la pregunta, en definitiva, por la posición del hombre en el cosmos (su procedencia y su sino), pero ya no tratada en su simplicidad religiosa sino más bien por medio de un contenido conceptual específico —abstracto y racional—.3 De este modo, a lo largo de la historia de la filosofía —al menos en la tradición idealista— se volvió recurrente la presentación del concepto de Dios como complemento de nada, como pura fuerza pro-activa que es, a la vez, seguridad y garantía del mundo. Así, la pregunta acerca de por qué existe algo y no más bien nada, fue reenviada de forma sistemática a un destinador —en el caso de la filosofía, a un concepto— que funciona como condición del mundo (y de todo lo que hay en él), y que se ha visto investido, a lo largo de la historia, en múltiples avatares: la idea del bien, en Platón; el primer motor, en Aristóteles; la causa primera, en Descartes; la sustancia infinita, en Spinoza (Althusser, 2015: 41).4

Ahora bien, que en la enumeración caótica de los conceptos que han representado en la filosofía a esta fuerza primigenia hayamos incluido a Descartes (y también a Spinoza) no es en absoluto casual. Incluso en él, en Descartes, a menudo considerado el primer filósofo moderno, la consistencia ontológica del sujeto no deriva sino del reconocimiento de Dios como causa prima; incluso allí, en la filosofía moderna, que parecía reconstituir los problemas filosóficos antiguos y medievales a partir del innovador concepto de sujeto —como en una suerte de cambio radical de paradigma—, la fuerza de Dios (como concepto) todavía se mostraba inagotable.

No fue sino Nietzsche quien pudo observar con atención este lastre. En los albores de la modernidad acudimos, según el filósofo prusiano, a la ventura del hombre que se constituyó como figura de la centralidad, como subjetividad fundante que justificó la automática remisión de toda realidad aprehensible al cogito. Así las cosas, la Verdad (concepto fundamental a lo largo de toda la historia de la filosofía), y horizonte respecto al cual se midió la potencial apropiación del sujeto sobre el marco de la presuposición de lo real, no es para Nietzsche sino la Verdad moral; esto es, la Verdad siempre de este mundo, la Verdad antropomórfica que, habiendo borrado las huellas de su propio diseño, determina proativamente el todo.

Nietzsche sostuvo que, en tanto construidas por y para el hombre, las representaciones no guardan en sí una verdad de carácter universal, sino una verdad estrictamente antropomórfica, por lo cual la práctica filosófica no puede desarrollarse sino a través de la moral que rige un sistema canónico, imperativo de operaciones lingüísticas y de ordenamientos jerarquizados y obligatorios.

En otras palabras, y en relación con la práctica exegética, intentar encontrar algún tipo de relación lógica entre la representación —que nace de aquella impresión nerviosa (con su consecuente imagen y cadena de sonidos)— y la cosa por representar en sí es, al menos, un empleo abusivo de la razón, en tanto los márgenes valorativos que permiten dichas articulaciones sólo pueden existir en relación con una estructura axiológica que los comprenda y los contemple. El proceso de desbaratamiento nietzscheano de las premisas básicas que rigen el campo del conocimiento y de la praxis, como también el desbarajuste de las estructuras axiológicas y lingüísticas que se erigen de manera exclusiva sobre representaciones que encierran solamente “el anverso de las cosas” (y por ende, defectuosas, deficientes), no supondrían sólo un ataque unilateralmente dirigido a los procesos de representación e interpretación de los signos (los signos del libro abierto que es el mundo), y por tanto, de la forma engañosa del sentido común inscripto en las prácticas sociales, sino también hacia el sujeto mismo de la acción (Nietzsche, 1873).

Aquí, entonces, el primer conjunto de conclusiones: tanto la literatura como la filosofía compartieron, en cierto momento histórico, la necesidad, por lo general inconsciente y nunca del todo explícita, de poner en marcha su discurso —cada cual dotado de su propia especificidad, de sus propias herramientas— a partir de un punto de apoyo categorial inalienable. Este punto arquimedeo funcionó entonces contrafác-ticamente (y este es el punto crucial de la tesis —que Nietzsche pudo destacar bien—), como el marco con arreglo al cual el discurso literario y filosófico debían desarrollarse:5 en el caso del héroe, el viaje no era sino el progresivo develar- se del plan ya trazado del Dios; en el caso de la filosofía, la interpretación del mundo no era sino la categorización de los atributos de Dios y, por extensión, de nuestro propio estatuto ontológico. En un caso y en otro, el mismo gesto: el mostrarse progresivo de un sentido; del sentido de la creación (del cosmos, del mundo, del hombre), y del sentido del destino (del cosmos, del mundo, del hombre).

LOVECRAFT Y EL MATERIALISMO (EL PROBLEMA DE LA MITOLOGÍA)

Althusser, en un libro póstumo recientemente publicado llamado Iniciación a la filosofía para los no filósofos, sostiene que la filosofía, entendida campo de batalla (Kampfplatz), supo contener, además de la tradición idealista de la que aquí intentamos dar cuenta, una tradición soterrada, ignorada como lo es la tradición materialista. Esta tradición, según el filósofo marxista francés, habría conseguido una victoria determinante: que haya preguntas que no tienen sentido. Allí dice:

Ahora tomemos una filosofía materialista como la de Epicuro. Ésta no habla del origen del mundo (cuestión que no tiene sentido), sino del comienzo del mundo. No hace intervenir la omnipotencia de Dios para obtener el mundo de la nada. Antes del comienzo, no hay ni Dios ni nada. ¿Qué hay entonces? Hay, tesis materialista por excelencia, siempre ya algo, desde siempre hay materia y que no es el caos: es una materia sometida a ciertas leyes. ¿Cuál es esta materia? Los átomos en un número infinito, partículas indivisibles que caen en el vacío infinito por efecto de la gravedad (ley), paralelamente, sin encontrarse nunca. El poeta y filósofo romano Lucrecio, que expuso la filosofía de Epicuro, cuyos manuscritos fueron destruidos, dice en un poema titulado “De la naturaleza de las cosas”: antes del comienzo del mundo, los átomos caían “como una lluvia”. Y eso habría durado indefinidamente, si los átomos no hubieran estado dotados de una asombrosa propiedad, la “declinación” o la capacidad de desviarse de la línea recta en su caída de manera imperceptible. Basta una nada de desvío, de “desviación” para que los átomos se encuentren y se aglomeren: y así tenemos el comienzo del mundo y el mundo. Ni Dios ni la nada en el origen, ningún origen, sino el comienzo y para explicar el comienzo, una materia preexistente que deviene mundo por el encuentro (contingente, arbitrario) de sus elementos. Y este encuentro, que rige todo, es la figura de la contingencia y del azar, pero produce la necesidad del mundo: el azar produce así, por sí solo, sin la intervención de Dios, la necesidad. Lo que equivale a decir que el mundo se produce solo y que reemplazando la pregunta idealista del origen por la pregunta materialista del comienzo (o del acontecimiento o del advenimiento), uno se desembaraza de las preguntas que no tienen sentido, no solamente la pregunta sobre el origen del mundo, sino todas aquellas que se relacionan con ella: los interrogantes sobre Dios, sobre su omnipotencia, sobre su incomprensibilidad, sobre el tiempo y la eternidad, etcétera (Althusser, 2015: 42).

La filosofía materialista, a partir de la negación de las preguntas religiosas que fueron reenviadas a la filosofía (la pregunta acerca del origen y del fin), tuvo la posibilidad de enmarcar su pensamiento a partir de una base completamente diferente, a partir de una problemática del todo distinta. Si bien no nos interesa tratar aquí los pormenores y las implicancias epistemológicas de esta ruptura materialista fundante, sí nos pre- ocupa volver del rodeo: si más arriba dijimos que la determinación metafísica de la empresa heroica no operaba como categoría central únicamente dentro del campo de las letras, ahora podemos decir que esta invectiva materialista también tuvo sus repercusiones por fuera del campo de la filosofía.

Así, del mismo modo como Epicuro, Lucrecio, Demócrito, Spinoza, Marx (y tantos otros) sentaron las bases de una nueva forma de pensamiento filosófico —una nueva práctica de la filosofía— también podemos decir que existió (y existe) una tradición literaria que habló del mundo volcado a su suerte y desamparado del infinito cálculo de Dios y que se gestó, de forma subterránea, en las fisuras de las cortes victorianas. Vinieron, entre otros, Lord Byron, Poe y Villiers de L’Isle-Adam; y, más tarde, un escritor norteamericano que sentó las bases, desde la narrativa del terror, del horizonte con arreglo al cual se medirían las más radicales propuestas antihumanistas del siglo XX.

Howard Phillips Lovecraft nació en agosto de 1890, en Providence, Rhode Island. Fue solitario, xenófobo y antisemita toda su vida. Despreció enormemente el realismo en el arte y, con ello, los dramas burgueses atravesados por las problemáticas eróticas y del dinero. Fue un gentleman de etiqueta de la Nueva Inglaterra, anacrónico y obstinado que, sin embargo, no abandonó nunca un ateísmo beligerante.

La literatura lovecraftiana inaugura un espacio incómodo: uno que se constituye como la negación de la promesa de redención divina, como la negación de la presencia efectiva y operativa de la fuerza originaria que atraviesa al hombre, determinándolo en su práctica. La literatura lovecraftiana abre, decimos, un espacio incómodo en tanto inicia, al menos en clave narrativa, la vastedad insondable de un cosmos que no se ha conformado como tal con arreglo al proceso que habría de desembocar de forma eventual en la génesis del hombre.

El acervo mitológico que Lovecraft despliega a lo largo de su literatura se levanta así contra cualquier programa cuyo desiderátum sea predominantemente antrópico. Aquí, la cosmogonía teosófica que tiende a pensar que toda fuerza viva se perfila al servicio de la antropogénesis se ve aniquilada por la inclemente propuesta de un cosmos ac si humanitas non daretur (Ludueña, 2013: 30).

Es así como la pregunta acerca del origen del mundo y del hombre es desplazada por la narrativa lovecraftiana con la mayor de las displicencias. El Mito de la Caída que plantea todo relato de la creación (el pecado original en el cristianismo, el fuego prometeico y la consecuente distinción entre los Thanatoi y los Brotoi en la cultura griega) guarda implicaciones morales y filosóficas que no encuentran espacio en el planteo del escritor de Providence. La mitología lovecraftiana no hace intervenir a un panteón —como tampoco lo hace la tradición materialista del pensamiento— para destilar la existencia del mundo. Antes del hombre, pues, no Dios, ni la nada, sino más bien, ya siempre algo, materia regida por reglas concretas. Si el mundo deviene azarosamente sin la intromisión divina, y si el concepto del origen (cristiano, en principio, y luego idealista) pierde fuerza ante el concepto del comienzo del mundo, entonces el fundamento metafísico de la condición humana es, sin más, inoperante. En su libro, H.P. Lovecraft, contra el mundo, contra la vida (2006), Michel Houellebecq parece dar cuen- ta de este escollo de forma clara:

el hombre ha construido metrópolis feas y gigantescas en las que cada cual, aislado en un apartamento anónimo en mitad de un edificio idéntico a los demás, está convencido de ser el ombligo del mundo y la medida de todas las cosas. Pero bajo las guaridas de estos insectos cavadores, muy antiguas y poderosísimas criaturas despiertan lentamente de su sueño. Ya estaban allí en el Carbonífero, ya estaban allí en el Triásico y el Pérnico; oyeron los vagidos del primer mamífero, oirán los alaridos de agonía del último (las cursivas son mías) (Houelle-becq, 2006: 18).

En este marco, la consistencia ontológica del hombre, que se proyectaba —en parte de la literatura y la filosofía— obligatoriamente a una figura omnipotente que de la nada extraía algo sólo para favor de la humanidad, se desdibuja en doble partida: en primera instancia, porque en Lovecraft asistimos a la narrativización de un cosmos que no guarda la más mínima clemencia por la condición humana (en otras palabras, el comienzo de la vida como un comienzo no-antropomórfico); en segunda instancia, por- que incluso las formaciones biológicas que preexisten a las comunidades de los hombres, y que aparentemente le habrían dado inicio, se encuentran, respecto a ellas, vacías de programa (en otras palabras, vacías de destinación). En Lovecraft, entonces, no hay ni eugenesis antrópica, ni telos redentor.

Una de las novelas cortas más reconocidas de Lovecraft puede servirnos aquí de ejemplo. En Las montañas de la locura, escrita circa 1931 y publicada por primera vez en 1936 bajo el sello Astounding Stories, se narran las aventuras y desventuras de un grupo de geólogos que realiza una expedición a la Antártida. En este relato, el geólogo Dyer y sus compañeros encuentran allí múltiples indicios de una antigua civilización que quizás habría abandonado hace tiempo la Tierra y que, sobre todo, parecería tener una implicancia vital en el comienzo (nuevamente, azaroso) del género humano. Los motivos de esta novela se replican en la penúltima película de ciencia ficción de Ridley Scott, Prometheus:6 en 2089 dos arqueólogos trazan un mapa estelar que indicaría el sistema planetario de prodecencia de los “ingenieros” de la humanidad. En el film hay un diálogo particularmente ilustrador entre un androide, David (interpretado por Michael Fassbender), y uno de los capataces de la tripulación:

David: Why do you think your people made me? Charlie Holloway: We made you because we could. David: Can you imagine how disappointing it would be for you to hear the same thing from your creator? (Scott, 2012).

Del mismo modo que Charles Lamb,7 Lovecraft trabaja en la posibilidad de un Signo Antiguo, que preexiste al hombre pero, que aún así, no lo signa. Sin embargo, el carácter innovador de la propuesta del escritor norteamericano no es el de la creación literaria de un nuevo panteón que vendría a poner en tela de juicio la communitas del hombre (en sus propios fundamentos políticos y filosóficos) que podría verse replicada, incluso en diferentes momentos históricos.8 El caso es otro. Como dice Fabián Ludueña Romandini en su breve pero implacable trabajo al respecto llamado H.P. Lovecraft: la disyunción en el Ser (2013):

El intento desquiciado y por ello mismo genial de Lovecraft fue reavivar el Mito en pleno siglo XX. Entiéndase bien, la prestación específica de Lovecraft fue, entonces, no tanto la constitución de una mitología particular (por lo demás aleatoria) sino más bien, y fundamentalmente, el provocar que, de una vez, despertasen, en plena era tecnológica, las fuerzas avasallantes encerradas en aquello que llamamos mitología y que definen las posibilidades y los límites del Homo Sapiens (Ludueña, 2013: 17).

Y más adelante:

El escritor de Providence no rehabilita el pasado pagano de la humanidad sino que intenta poner al descubierto ritos prohibidos de los cuales ningún documento o monumento antiguos pueden dar cuenta. Para Lovecraft, la religión más primitiva —y también la más verdadera— que los hombres hayan jamás conocido es, al mismo tiempo, la destrucción de toda religión. La restauración del Mito equivale al final de toda mitología en la cual los dioses tengan aún algún rasgo antropomórfico, algún cuidado por la Humanidad o alguna constitución supra-sensible. Lo que la Humanidad adora como dioses, a los ojos de Lovecraft, no son más que oscuras personificaciones de Razas cósmicas que pueblan el universo infinito, que colonizaron la Tierra y que, muy pronto, habrán de reclamar su Reino para sembrar el fin de la especie humana. (Ludueña, 2013: 20).

En el descubrimiento de este Signo (de estos Signos), de su procedencia, de su aleatoria forma de acción (aleatoria como los átomos de Leucipo), se juega la narrativa del escritor de Providence; y lo crucial: sus personajes, por lo general hombres de letras, que se aventuran en estas investigaciones terminan, de forma inexorable, por reconocer la soledad del hombre en el cosmos, que ya no es la soledad nihilista del desastre (de la pérdida del Sentido) sino una soledad amenazante y vio- lenta. Allí, cerca de la sombra fuera del tiempo,9cerca de la sombra fuera del espacio, se descubre el innecesario advenir del hombre.

LOVECRAFT EN LA LITERATURA (SUJETO Y CONOCIMIENTO)

La propuesta filológica lovecraftiana no es ya una apuesta por las ciencias de los hombres sino más bien por el horrible devenir infinito del cosmos: puerta abierta a los Manuscritos Pnakóticos,10 a los signos del oscuro grimorio escrito por el árabe demente Abdul Alhazred,11 a los terrores que trae el mar,12 como las pruebas insostenibles de la insignificancia ontológica del hombre. En Lovecraft asistimos, en palabras de Fabián Ludueña Romandini, a una archimitología, a una postmitología que despliega todos sus avatares una vez que el último corazón de hombre ha dejado de latir. Entiéndase bien: la propuesta filológica (que es también una arqueología) a la que se vuelcan los personajes lovecraftianos no sólo no ofrece ningún tipo de conocimiento acerca de la condición humana sino que, aún más, abre el espacio en el que el hombre descubre que su aniquilación se acerca con prisa, justamente, por el advenimiento del verdadero mito.

Es evidente, sin embargo, que esta práctica filológica (propia del mitólogo que deviene, como Lévi-Strauss, en etnólogo) opera sobre marcos no estandarizados. Si bien tanto los textos (por lo general antiquísimos, de autores desconocidos) como los testimonios figuran como elementos centrales en los relatos de Lovecraft, éstos no dejan de tener un objeto narrativo específico; esto es: operan como triggers que ponen en funcionamiento el aparato narrativo, y poco más. Diferente es el caso de los sueños, que no sólo funcionan como elementos narrativos ponderados, sino que guardan una estrecha relación filosófica con la propuesta lovecraftiana.

En H. P. Lovecraft: la disyunción en el ser se retoman los estudios de Jung. Existirían, en las representaciones arquetípicas que se hacen los hombres y que derivan en los múltiples motivos mitológicos, vestigios hereditarios de un murmullo cósmico. El autor de Providence hiperboliza esta premisa.13 Recordemos, por un momento, la cita más reconocida de El Necronomicón, grimorio ficticio escrito por el “árabe loco” Abdul Alhazred: “Que no está muerto lo que yace eternamente, y en el transcurrir de extraños eones incluso la muerte puede morir”(Lovecraft, 2011: 197). En la narrativa lovecraftiana, los sueños desnudan los resabios arcaicos sobre los cuales las representaciones de los hombres se fundan.

Los ejemplos son vastos: Los Gatos de Ulthar, La llamada de Cthulhu, El ser en el Umbral, La búsqueda-sueño de la desconocida Kadath. Una suerte, en definitiva, de romanticismo: los sueños son menos la fuente introspectiva de la subjetividad, cuanto el pasaje obscuro a lo arcaico y velado, a lo incontrarrestablemente perturbador que hiere de muerte al sujeto. El sueño no es aquí evento traumático escotomizado, no es complejo, no es síntoma, no es el florecer del arquetipo constitutivo del hombre; el sueño es, más bien, el dominio (trans-espacial, trans-temporal) que nos sintoniza con el letargo común, con lo que yace eternamente, con aquello que de-más-extranjero nos habita:

Todo ocurre como si el sueño fuese la terra incognita donde todas las fuerzas del cosmos actúan unas sobre otras mostrando la ilusión que conlleva todo espacio, todo tiempo y toda historia que son allí anulados. Dicha extraterritorialidad onírica, no obstante, no es un lugar neutral ni pacífico: todo lo contrario, muchas batallas decisivas por el domino del cosmos acaecen en su seno (Ludueña, 2013: 61).

Que hayamos tomado el problema del sueño en la literatura del escritor de Providence no es casual. Enmarca muy bien con el recurrente desprecio a las ciencias de los hombres que nos parece necesario destacar. Aquí se encuentra, en gran medida, parte de la innovación lovecraftiana en relación con la tradición del fantástico. La matemática, la física, el psicoanálisis (Lovecraft consideraba a Freud un simbolista decadente) no tienen la posibilidad de ofrecer respuesta frente a los horrores más allá del tiempo y el espacio. Así, Lovecraft no sólo no replica la estructura general del relato fantástico (sobre el cual no nos detendremos aquí, por haber sido tratado en extensión por Houellebecq) sino que arremete contra el concepto mismo que opera como regla definitoria del género, el concepto de Verdad.

Todorov (1995) insiste en que el efecto de lo fantástico se produce a partir del sentimiento de vacilación. Este sentimiento de ambigüedad se da en la medida en que la entidad encargada de percibir, según Todorov, tiende a semantizar, interpretar, valorizar los sucesos extraños, siniestros, aparentemente cerrados a un análisis lógico- deductivo que se presentan a lo largo del relato. Esta interpretación oscila entre dos polos: por un lado, la afirmación de una “ilusión de los sentidos”, de una falla en las capacidades perceptivas respecto a las cuales las leyes del mundo no se verían afectadas;14 por otro, la interpretación que sostiene que los acontecimientos realmente se produjeron, por lo cual el mundo estaría regido por leyes desconocidas. De un modo u otro, el concepto de Verdad no deja de tener una operatividad casi ecuménica. Sin embargo, y sobre todo siguiendo la segunda deriva, el reconocimiento del nuevo sistema de directivas que habrían de darle regla al mundo termina por incidir —según Todo- rov— de alguna forma, directa o solapada, en el modo en el que los hombres (o al menos quienes atestiguan los extraños sucesos) viven el mundo.15

No es el caso de Lovecraft. Retomando la herencia nietzscheana, la literatura lovecraftiana llegará a decir que es imposible pensar en una Verdad en sentido extramoral. Y justamente por ello, no hay conocimiento posible, ni redención, ni transmutación superadora en el develarse de la Verdad última del cosmos. Esta Verdad (a caballo de un materialismo cosmológico radical) es la del horror, el horror del reconocimiento de la inevitable destrucción del hombre.

Sin embargo, de lo que nos hemos encarga- do hasta ahora es de observar el tratamiento que Lovecraft ha hecho del concepto filosófico de sujeto. Poco hemos dicho acerca de las subjetividades (los personajes lovecraftianos) que se acercan a verdades antiguas, supraterrenales que prometen o prefiguran una aniquilación total de la especie humana.

Lo que encontramos de forma iterativa en los personajes de los relatos del escritor de Providence es la pérdida (ora repentina y radical, ora procesual) de aquellos rasgos esenciales, de aquellos atributos que grosso modo pertenecen en clave positiva al género humano: o bien a través de transmutaciones físicas horrorosas, o bien por medio de la pérdida de la cordura, o bien a través de muertes salvajes y horrendas, los personajes lovecraftianos acceden, a través del reconocimiento de las verdades últimas, a un proceso de descategorialización, a una destaxonomización en tanto cuerpos y subjetividades humanas. Tal vez, con todo lo dicho, esto no resulte del todo sorprendente. La expresión del vaciamiento del sentido, como rasgo distintivo de la literatura lovecraftiana, se replica hasta el último reducto de todo programa de narración, es decir, sobre quienes narran las historias:

Es obvio que la vida no tiene sentido. Pero tampoco la muerte. Y es una de las cosas que hielan la sangre cuando uno descubre el universo de Lovecraft. La muerte de sus héroes no tiene el menor sentido. No trae consigo el más mínimo sosiego. No permite en modo alguno concluir la historia. De forma implacable, HPL destruye a sus personajes sin sugerir nada más que el desmembramiento de una marioneta. Indiferente a esas miserables peripecias, el horror cósmico sigue creciendo. Se extiende y se articula. El gran Cthulhu despierta de su sueño (Houellebecq, 2006: 11).

Aún más, la falta de romanticismo en la muerte es en Lovecraft también el signo de la falta de romanticismo en la vida misma, en la individualidad del sujeto, de sus facultades y sus capacidades:

Sólo poco a poco llega a reconocer la inutilidad de cualquier psicología diferenciada. Sus personajes apenas la necesitan; les basta un equipamiento sensorial en buen estado. Porque su única función real es percibir. Incluso podríamos decir que la deliberada insipidez de los personajes de Lovecraft contribuye a reforzar la fuerza de convicción de su universo. Cualquier rasgo psicológico demasiado acusado podría sesgar su testimonio, arrebatarle un tanto de su transparencia; saldríamos del terreno del horror material para entrar en el ámbito del terror psíquico. Y Lovecraft no quiere describir psicosis, sino realidades repugnantes (Houellebecq, 2006: 31).

CONCLUSIONES

Hemos visto cómo en Lovecraft acudimos a una transmutación radical del concepto propio de la filosofía moderna como lo es el de sujeto, entendido como el punto de fuga (derivado de una figura destinante) con arreglo al cual se configuran todas las fuerzas del cosmos. Así, que el hombre sea “la medida de todas las cosas” (en Descartes: condición de pensamiento y, por tanto, del reconocimiento de Dios), no es sino para Lovecraft —pero también para Nietzsche— una expresión de la pedantería — pero en términos concretos, de la ignorancia— del hombre.16 La literatura lovecraftiana se diferencia así muy bien, como hemos podido mostrar, de la poeisis propia de la modernidad que, más que proceso creador, es una facultad glotona, que todo engulle, y que, habiendo elevado al sujeto como fuente primera y trascendental de significación dispensa, luego, un resto, un orden del sentido.

El barrido implacable de este orden del sentido es el rasgo característico de la literatura del escritor de Providence. Veamos. Lo primero que sorprende en la lectura de Lovecraft es el radical materialismo de su mitología. Aun así, el hecho de que Azatoth (uno de los dioses exteriores, amorfa masa colosal que reposa en el centro del universo) no deje de ser una específica disposición de átomos parece ser una mera nota del color. El conflicto es tanto más complejo.

Sin título (2015). Tinta sobre papel: Asdrúbal Max Morales.
Sin título (2015). Tinta sobre papel: Asdrúbal Max Morales.

Prohibida su reproducción en obras derivadas.

El materialismo lovecraftiano opera recursivamente sobre las preguntas del origen y del fin del mundo, para quitarle al hombre todo estatuto ontológico. La literatura lovecraftiana se convierte así en la representación de esa sustracción. Y en esta sustracción, los sujetos (los personajes) carecen, como vimos, de cualquier forma de psicología, así como de capacidad para actuar sobre los eventos que se desarrollan frente a sus narices. Los narra- dores de Lovecraft no son sujetos de conocimiento sino sujetos pasivos de percepción. Así las cosas, la innovación de Lovecraft en el género fantástico no es, en términos muy generales, técnica o formal, sino más bien filosófica, en el sentido fuerte del término. En otras palabras: el horror de la literatura lovecraftiana no se constituye progresivamente en el marco de diagramas narrativos pulidos, ni en el marco de estrategias discursivas específicas, sino, por el contrario, el horror en la literatura lovecraftiana es un horror de contenido, que aparece abruptamente en los descubrimientos, en las verdades a las que se acercan sus personajes:17

Y aquellos que han osado buscar atisbos de lo que está más allá del Velo y le han aceptado a Él como guía, más prudentes hubieran sido de no aceptar trato alguno con Él, ya que está escrito en el libro cuán terrorífico es el precio a pagar por un simple atisbo. Aquellos que lo cruzan ya no pueden volver, ya que en la Vastedad que se encuentra más allá de nuestro mundo hay Formas de oscuridad que atrapan y retienen. Eso que se arrastra en la noche, Demonio que desafía el Signo Antiguo, la Piara que acecha, desde el portal secreto, cada tumba conocida (las cursivas son mías) (Lovecraft, 2004: 48).

REFERENCIAS

Althusser, Louis (2015), Iniciación a la filosofía para los no filósofos, Buenos Aires, Siglo XXI.

Houellebecq, Michel (2006), H. P. Lovecraft. Contra el mundo, contra la vida, Madrid, Siruela.

Jackson, Rosemary (1986), Fantasy: literatura y subversión, Buenos Aires, Catálogos Editora.

Lovecraft, Howard Phillips (2011), H. P. Lovecraft. Obras completas, Buenos Aires, Díada.

Lovecraft, Howard Phillips (2004), La llave de plata, Buenos Aires, Edaf.

Ludueña Romandini, Fabián (2013), H. P. Lovecraft: La disyunción en el Ser, Buenos Aires, Hecho Atómico.

Nietzsche, Friedrich (1873), “Sobre verdad y mentira en sentido extramoral”, en La caverna de Platón, disponible en: https://www.lacavernadeplaton.com/articu-osbis/verdadymentira.htm

Scott, Riddley (dir.) (2012), Prometheus (Prometeo), cinta cinematográfica, Estados Unidos, 20th Century Fox.

Todorov, Tzvetan (1995), Introducción a la literatura fantástica, México, Ediciones Coyocacán.

Notas

1 Los trabajos de Vladimir Propp, y más adelante, en el marco del auge estructuralista en la Francia de los sesenta, los trabajos de Greimas son más que elocuentes al respecto. Si bien no nos interesa realizar aquí una defensa de la tradición formal-estructuralista en el estudio de la literatura, sí nos interesa destacar que nos importa menos el reconocimiento del espacio que por lo general suele ocupar la figura del destinador, cuanto la formalización misma del concepto. La formalización misma del concepto de destinador permitió, según nuestra perspectiva, y siempre por fuera del carácter recurrentemente restrictivo de la contribución teórica greimasiana, establecer ciertos puntos de contacto entre la historia de la literatura y la historia de la filosofía y las ciencias. Intentaremos a lo largo de estas primeras páginas dar cuenta de la posibilidad de reflexión que abre este concepto, al parecer, estéril por fuera de la teoría literaria.
2 Es sabido: gran parte de las escrituras sagradas de diferentes civilizaciones y culturas (desde el Popol Vuh hasta las escrituras canónicas del judaísmo y el cristianismo) ensayan —incluso en sus primeros renglones— un acercamiento a este dilema; es decir, el dilema fundante de la explicación de la creación del cosmos, el mundo y el hombre.
3 No es casual tampoco el argumento ad ignorantiam que ha puesto en práctica parte de la teología cristiana en el marco de lo que se conoce como The God of the gaps (el Dios de los vacíos) cada vez que se afirma que, grosso modo, el carácter irresoluto de ciertos programas teóricos refuerza la idea de la existencia de un Dios, Dios que habría de obliterar, a capricho, el paso del pensamiento racional en determinado punto del proceso científico.
4 La máxima leibniziana “cum deus et cogitationem exercet, fit mundus” (cuando el pensamiento de Dios se ejerce, se realiza el mundo) es bastante representativa del problema que intentamos explicar: implica, y sin pasar larga revista, que la regencia de Dios no sólo permite que el mundo permanezca siendo —cada vez, a cada instante— siempre el mismo mundo, sino también permite, como decía Borges en todo su ingenio, y en un nivel micro, que los cacharros del emperador sigan siendo los cacharros del emperador (esto es: que los cacharros sigan siendo cacharros, y a la vez que sigan perteneciendo al emperador).
5 Althusser, en un breve trabajo donde es tratada en la extensión que se merece la relación entre filosofía y religión, dice: “Para dar una imagen de esto, yo diría: la pregunta ‘¿por qué hay algo en lugar de nada?’ es tan absurda como la pregunta que divierte a los niños: ‘pero ¿por qué el mar donde desembocan innumerables ríos no se desborda?’. Cuando uno pregunta: ‘¿Por qué hay algo en vez de nada?’ no advierte que, si no hubiera ‘algo’ (el ser), nadie estaría allí para hacer la pregunta de la nada, que la pregunta sobre la nada es pues un fingimiento que simula creer que el ser podría no ser, cuando ¡no hay opción posible!” (Althusser, 2015: 42).
6 Múltiples producciones cinematográficas de ciencia ficción (la saga Alien, por ejemplo, dirigida por Ridley Scott, James Cameron, David Fincher, entre otros; Prometheus, escrita por Jon Spaihts y Damon Lindelof, pero también dirigida por Scott) están basadas, grosso modo, en En las montañas de la locura.
7 Ensayista inglés, citado como epígrafe por Lovecraft en el relato El horror de Dunwich, que en Witches and Other Night- Fears, dice: “Las Gorgonas, las Hidras y las Quimeras, las terribles leyendas de Celeno y las Arpías, pueden encontrar eco en las mentes supersticiosas. Pero, en realidad precedieron en mucho a las mentes supersticiosas. Son simples transcripciones, signos; los arquetipos que se encuentran en nosotros y son eternos. […] Esos terrores son de una gran antigüedad. Se remontan a mucho antes de que existiera el propio cuerpo ser humano. En verdad, ni siquiera necesitan al cuerpo humano, porque igual hubieran sido sin él. La circunstancia de que el miedo al que nos referimos en este punto sea de una naturaleza totalmente espiritual y que campee principalmente durante nuestra infancia, remite a problemas cuya dilucidación puede arrojar luz acerca de nuestra condición mucho antes de que llegásemos al mundo o, por lo menos, atisbos sobre el tenebroso reino anterior a la existencia” (Lovecraft, 2011: 187).
8 “De hecho, la destrucción de una mitología para la implantación de otra ha tenido lugar varias veces a lo largo de la historia humana. Sin embargo, a lo que a Occidente se refiere, probablemente el último gran acontecimiento de esta naturaleza tuvo lugar con la polémica cristiana en contra de la religión antigua cuando se produjo una auténtica destrucción (con dosis no menores de absorción) de las antiguas deidades paganas” (Ludueña, 2013: 27).
9 Juego de palabras sobre una novela corta de Lovecraft.
10 Grimorio ficticio que aparece en el relato Polaris.
11 El Necronomicón es otro grimorio ficticio de los mitos. Borges, quien había llamado a Lovecraft un ”parodista involuntario de Poe”, termina por ceder: en una entrevista de los setenta tardíos, y a modo de chascarrillo, afirma que su ceguera se debía a la lectura desenfrenada del fatídico grimorio. De más está decir que en los relatos del autor de Providence todo aquel que se vuelca a la lectura de El Necronomicón termina, cuando menos, ciego: el único desenlace posible es la locura.
12 Los ejemplos son, nuevamente, vastos. Destacamos, por su brevedad, Lo que nos trae la luna.
13 “El arquetipo es completamente independiente de la formulación humana y, en rigor, habría existido aun si el hombre jamás hubiese emergido en la Tierra y continuará vigente aún después de la extinción del último homínido” (Ludueña, 2013: 58).
14 Incluso en clave filológica, es innegable el hecho de que, con Nietzsche (pero también con Lovecraft), acudimos a una transmutación violenta de la naturaleza misma del signo que repercute de manera consecuente tanto en el amplio conjunto de estrategias utilizadas en los procesos de interpretación como en nosotros mismos, como intérpretes, que nos hemos valido de estas técnicas y estrategias para la tarea infinita de la búsqueda de aquello que entendemos por sentido, no sólo en todo aquello que nos rodea sino también en nuestra interioridad.
15 En relación con el tratamiento de Lovecraft nos encontramos más cerca, en términos téoricos, del aporte de Jackson. En su trabajo Fantasy: literatura y subversión, Jackson se encarga de distinguir por lo menos entre dos modos o grupos de temas que se presentan con recurrencia en el relato fantástico. Hay ciertos relatos que se ocupan del yo, por lo cual, la amenaza, la zona de peligro, se encuentra dentro del individuo por un “conocimiento o racionalización excesivos, o por la mala aplicación de la voluntad humana” (Jackson, 1986: 55). Hay otro grupo estipulado que es el que nos interesa: aquel grupo de mitos en el cual el yo sufre un ataque sistemático que proviene de una fuerza extraña, ajena. Jackson plantea cómo estos relatos se construyen a partir de secuencias de “invasión, metamorfosis y fusión” (Jackson, 1986: 57), donde las potencias atacantes tienen la capacidad de subvertir la identidad e integridad tanto física como psicológica del sujeto asediado.
16 En La llave de plata, por ejemplo, y contra todo aporte de las ciencias naturales —al menos a mediados de los años veinte—, los conceptos mismos de tiempo y espacio son puestos en jaque: “El tiempo, le dijeron las ondas, carece de movimiento y no tiene comienzo ni final. Lo que tiene movimiento y es causa de cambio es una ilusión. De hecho, aquél es, en sí mismo, una ilusión, excepto para las estrechas perspectivas de seres que habitan limitadas dimensiones, ya que no existen cosas tales como el pasado, el presente o el futuro. Los hombres conciben el tiempo sólo por lo que ellos llaman cambio, aunque eso también es ilusión. Todo lo que fue, es y será, existe simultáneamente” (Lovecraft, 2004: 62).
17 No defendemos esta distinción a nuestro entender ya vetusta entre forma-contenido (forma-materia, para el formalismo). No obstante, al menos en este breve párrafo, nos ofrecía un marco conceptual claro y taxativo que no podíamos dejar de aprovechar.

Notas de autor

* ROBERTO CHUIT ROGANOVICH. Estudiante avanzado de la Licenciatura en Letras Modernas de la Facultad de Filosofía y Huma- nidades de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC), Argentina. Colabora en los grupos “Problemas de investigación literaria y de sus fronteras: Khôra y el ‘campo clásico’ de investigación literaria”, e “Inequivalencia: mercancía, imaginación y política”, radicados en el Centro de Investigaciones María Saleme de Burnichon de la misma universidad. Actualmente, trabaja en los problemas de la epistemología literaria, en específico, realizan- do una revisión crítica de la tradición formal-estructuralista. Su última publicación es una reseña del libro Iniciación a la filosofía para los no filósofos, de Louis Althusser, en la Revista Izquierdas.
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