Traducciones
Sobre el poder taumatúrgico de la literatura: Domnica Rặdulescu y su País de las azaleas rojas
Sobre el poder taumatúrgico de la literatura: Domnica Rặdulescu y su País de las azaleas rojas
La Colmena, núm. 98, pp. 133-141, 2018
Universidad Autónoma del Estado de México
Recepción: 26 Septiembre 2017
Aprobación: 02 Mayo 2018
Domnica Rặdulescu es una escritora estadounidense de origen rumano; es catedrática de lenguas y literaturas románicas y directora del Departamento de Literatura Comparada de la Universidad Washington and Lee (Virginia).
Es máster en literatura comparada y doctora en Lenguas y Literaturas Románicas por la Universidad de Chicago, donde comenzó su carrera académica en el marco de la cual ostenta el título vitalicio de Professor Edwin A. Morrison. Es ganadora de dos becas Fulbright con sus respectivas estancias investigadoras y de varios premios de excelencia por sus méritos docentes, así como del premio concedido por el Consejo de Educación Superior de Virginia en 2011.
Como escritora, debutó con la novela, en parte autobiográfica, Train to Trieste (Tren a Trieste), de 2008, publicada en México por Elphas en la traducción de Karoly Galindo Molina en 2011; éxito editorial, ganadora del premio Library of Virginia en 2009, traducida a una docena de lenguas, cuya protagonista decide abandonar la Rumania dictatorial en los ochenta y emprende el viaje iniciático del exilio. Arthur Golden y Sandra Cisneros han opinado favorablemente sobre esta obra.
La segunda novela, Black Sea Twilight (Atardecer en el Mar Negro), publicada en 2010 y 2011 en Reino Unido y Canadá, versa sobre las fronteras, reales y mentales, impuestas por los totalitarismos, machismos y otros ismos, mientras que la más reciente, Country of red Azaleas (país de las azaleas rojas), publicada en Hachette, en 2016, se centra en los lazos amistosos y amorosos de dos mujeres que sobreviven a la guerra de Bosnia.
La otra gran pasión de Domnica es el teatro: actúa, dirige, pero, sobre todo, escribe. De sus desafiantes, absurdos e irónicos textos dramáticos, aparecerán este otoño en lengua española dos, Exile is My Home (El exilio es mi hogar) y The Virgins of Sevile (Las Vírgenes de Sevilla), en un volumen publicado en la prestigiosa colección “Sendes” del Servicio de Publicaciones de la Universidad Jaume I de Castellón (España). La segunda obra aborda la experiencia diaspórica con frescura y dinamismo, pero también con una reflexión profunda sobre identidades perdidas y encontradas, cuando se es mujer y, al mismo tiempo, migrante. A su vez, El exilio es mi hogar, obra premiada y representada en Nueva York con críticas favorables y una excelente acogida por parte del público, trata de dos mujeres que se aman y que viajan por el universo en busca de un planeta no racista, no machista, no homófobo, no cruel, ni violento.
En una entrevista privada (julio, 2017), Domnica R dulescu comentó sobre Country of Red Azaleas lo siguiente:
Durante el verano de 2011, mientras estaba escribiendo mi tercera novela, El país de las azaleas rojas, viajé a Serbia y Bosnia-Herzegovina, siguiendo algunas huellas de la guerra genocida de los años noventa, en la que los ejércitos nacionalistas serbios emprendieron una guerra de limpieza étnica contra los musulmanes bosnios. La guerra, que consistió en un asedio brutal de Sarajevo de más de tres años, en el que decenas de miles de bosnios fueron diezmados y decenas de miles de mujeres musulmanas fueron violadas, fue catalogada como el más cruento genocidio desde la segunda gue- rra mundial. Mi viaje fue motivado por el firme deseo de alimentar mi novela en fase de creación con hechos reales, imágenes, historias de supervivientes y muy especialmente, con los efectos de la guerra sobre la vida de las mujeres. En tiempos de guerra, las mujeres son las que permanecen, las que pierden hijos, maridos, las que son violadas en masa como diana del odio nacionalista, son el daño colateral mayor de las guerras, a la vez que las continuadoras de la vida de familias, hogares y ciudades, en ausencia de padres, hijos, maridos. En efecto, las historias que he recogido de mujeres supervivientes, los paisajes que he visitado, los cementerios recién poblados de bosnios musulmanes, los siniestros almacenes utilizados como campos de concentración, el hotel Chez Sonia de un pequeño pueblo no lejos de Srebrenica, que se convirtió durante la guerra en un establecimiento para violaciones, las igualmente siniestras casas y alrededores donde fueron ejecutados 8000 hombres en julio de 1995, me proporcionaron no sólo material sobrecogedor para mi novela, sino resultaron ser una experiencia traumática, la cual, he necesitado sanar y exorcizar a través de mi escritura creativa, que, en mi caso, representa la terapia más fiable de todas las que existen.1
El fragmento que hemos escogido para los lectores de La Colmena pertenece al primer capítulo de la novela Country of Red Azaleas, titulado “Sarajevo, My Love. 1980-1985” (Sarajevo, mi amor. 1980-1985).
Prohibida su reproducción en obras derivadas.
Sarajevo, My Love. 1980-1985
Sarajevo was an enchanted garden that shimmered and sang. With Marija in Sarajevo I fell inside a fairy tale, the movie that hadn’t yet been made, the Balkan-Hollywood film with Marija and me as the costars. The crea- my white mosques with the half-moon on their towers looked like wedding cakes as we chased each other in and out of their coquettish gardens until a bearded man disturbed from his prayers would come after us and threa- ten us with bodily harm like a scary ogre. The Ferhadija mosque in particu- lar with the honeyed glow of its illuminations at dusk sparked in my mind fantastical images in dreamy pastels. In the old center the copper pots glin- ted with reddish sparks in the sun, and red azaleas and geraniums cascaded from balconies and fences everywhere. Marija was a brave and knowled- geable captain who knew her way around every back alley and knew more people than there were letters in the alphabet. Here is the bread store of Mr. Novic, the fat man with a huge mole on his nose, here is the big house of Mrs. Drakulic the crazy widow who feeds the pigeons in the big square, here is the coffee shop of Mr. and Mrs. Moravic who could never have children and always gave coffee beans soaked in honey to children who stopped by. “Let’s go in and see.” The Sarajevo around the times of the Winter Olympic Games seemed to have escaped the Communist rules and flags; everything was dripping with red azaleas, honey, coffee, and apricots, and the silks in the store windows undulated lusciously. Sarajevo of those years was a delicious secret nestled in the cradle of the heavy wooded Dinaric Alps. The bus that had taken us into the city seemed to be hanging on a hairpin road flirting with the rocky edges on one side and the dizzying drop on the other. We flew recklessly on the road, but I didn’t care, Marija made everything look both magical and safe. Even dangerous things felt safe next to Marija, little more than a suspenseful game; you had the thrill, but nothing bad ever happened. You didn’t fall over the immense drop at the edge of the road, you weren’t beaten up by the angry man in the mosque. You just kept on playing and playing until twilight enveloped you.
Our favorite game was stealing fruit from the open markets in town and running away as fast as we could. On some days Marija was Robin Hood and Biljana and I were her army of thieves. Marija would whistle or wink and we would all rush toward the stands with apricots, pears, or cherries and pick as many as we could while on the run. The vendors yelled after us but before they had a chance to come after us, we were already on a different street, in a back alley, devouring our spoils. Stolen fruit tasted delicious. In true Robin Hood spirit, we gave some to the
Sarajevo, mi amor. 1980-1985
... Sarajevo era un jardín encantado que resplandecía y cantaba. Con Marija, en Sarajevo, me sentía en un cuento de hadas, en una película no rodada todavía, una producción balcánico-hollywoodiana conmigo y Marija de coprotagonistas. Las mezquitas blancas como la nata con sus torres coronadas por la medialuna parecían tartas de boda, y nosotras correteábamos por sus coquetos jardines hasta que un señor de barba al que molestábamos en sus plegarias vendría a amenazarnos con hacernos mucho daño, como un terrible ogro. En particular, la mezquita Ferhadija, con el brillo color miel de su decoración en el atardecer, despertaba en mi mente fantásticos y oníricos cuadros al pastel. En el centro viejo, los cacharros de cobre relucían con centellas rojizas al sol y las azaleas y geranios rojos caían en cascada de los balcones y verjas por doquier. Marija era una capitana valiente y conocedora del entorno, de cada callejón trasero. Conocía a más gente que letras había en el alfabeto. Aquí está la panadería del señor Novic, que está gordo y tiene una verruga grande en la nariz, aquí está la casa enorme de la señora Drakulic, la viuda loca que da de comer a las palomas en la plaza grande, aquí está el bar de los señores Moravic que nunca tuvieron hijos y siempre ofrecen a los niños que se paran un grano de café bañado en miel. “Entremos a ver”. En esa época, la de las Olimpiadas de Invierno, Sarajevo parecía escaparse de las normas y banderas comunistas; todo palpitaba de azaleas rojas, miel, café, albaricoques y sedas ondulándose voluptuosas en los escaparates. El Sarajevo de aquellos años era un delicioso secreto que anidaba en la cuna de tupi- dos bosques en los Alpes Dináricos. El bus que nos llevó a la ciudad parecía colgar de una horquilla en forma de u que flirteaba con las paredes rocosas por un lado y por el otro, con el descenso vertiginoso. Nosotras volábamos temerarias por la carretera, pero no importaba, pues Marija hacía que todo pareciera mágico y alejado de cualquier peligro. Incluso lo más arriesgado parecía razonable en compañía de Marija; poco más que un juego con un toque de suspense: sientes el miedo, pero nada malo ocurre finalmente. Ni nos precipitábamos por el inmenso desnivel al llegar al final del camino, ni recibíamos una paliza del hombre furioso de la mezquita. Simplemente seguíamos jugando horas y horas hasta que el atardecer nos envolvía.
Nuestro entretenimiento favorito era robar fruta de los mercados callejeros y salir corriendo lo más rápido posible. A veces Marija era Robin Hood, y Biljana y yo éra mos su ejército de ladrones. Esperábamos un silbido o guiño de Marija para abalanzarnos sobre los puestos con albaricoques, peras o cerezas, coger la mayor cantidad que pudiéramos y salir corriendo. Los vendedores gritaban en pos de nosotras, pero nos esfumábamos por las calles antes de que pudieran seguirnos; nos metíamos por oscuros callejones y devorábamos nuestro botín. La fruta robada tenía un sabor delicioso. Manteniendo el verdadero espíritu de Robin Hood, la compartíamos con los gitanillos de la calle, quienes, en vez de comerla, la guardaban junto a la que ellos
Gypsy children in the street who were adding them to their own stolen foods of the day. All the tartness and sweetness in the world was gathered in our puckered mouths as we crouched against the stone wall of a hidden house in an alley in Sarajevo. We were our own little Yugoslav girl movie and had yet to be discovered by the real moviemakers in America. With Marija I often had the feeling I was in a magical yetvery important reality that was going to one day become immortalized on screens all over the world. At the end of the day, we ran back to Marija’s grandparents, elated and queasy from all the fruit.
Marija always ran ahead of us like a firebird. We raced up the hill without stopping. She would run faster than Biljana and me with her raven-black hair that moved in waves and she never stopped until she reached her grandparents’ house. Biljana who had comparably rich waves of curly red hair came in second, and I was always last. My best friend and sister were the striking Amazons I was never going to be.
“Wait for me, Marija! I’m tired and thirsty!”
“Come on, Lara, give it another push, you can do it,” Marija always said.
“Yes, Lara, run faster!” my sister Biljana would add.
Marija would stop for a second to catch her breath, tidy her dress, and grab my hand. She was a vision of unparalleled beauty as we stood on the hill above her native Sarajevo, in front of the white stone house with the red azaleas in the window, her face flushed from the run, her green eyes sparkling like an emerald fire, her hair a dark wavy crown framing her face. But mostly it was the deep raspy voice and laugh that gave me a jolt of joy and melancholy as she would tell me to go in and not tell her grandparents we had been stealing apricots from the neighbors’ yards and the city markets. Biljana danced her way into the house behind Marija and supported all of Marija’s lies and stories, which she spilled out with unbridled passion and trickles of irrepressi- ble laughter. Then Biljana would start dancing for Marija’s grandparents and go through all the ballet poses she had learned in ballet class as they would both go “ooh” and “aah” from their worn-out peachy velvet armchairs, setting their rimmed glasses straighter on their noses. I was in the shadows, panting and embarrassed for something I hadn’t done.
“Here is fruit from the garden, have some, girls. You must be thirsty after all that running around,” Marija’s grandmother Farah would say and tidy the colored scarf she always wore on her head, tied underneath her chin like a babushka. Marija and Biljana would burst out laughing because our stomachs were already full to the limit with the apricots, cherries, and gooseberries that we had stolen and eaten from every garden in that neighborhood facing the Muslim cemetery with its white stone columns and tombs. The house stood on a slanted narrow street mismos habían robado durante el día. Todo lo ácido y todo lo dulce se juntaba en nuestras bocas de puchero, mientras nos agazapábamos contra los muros de piedra de alguna casa oculta en cualquier callejón de Sarajevo. Protagonizábamos nuestra propia película de niñas yugoslavas a la espera de ser descubiertas por los verdaderos productores americanos. Con Marija, siempre tenía la impresión de estar en una realidad mágica, aunque decisiva, que algún día sería inmortalizada en la pantalla para el goce del resto de la humanidad. Al final del día, corríamos de vuelta a casa de los abuelos de Marija, eufóricas y descompuestas de toda la fruta comida.
Marija siempre llevaba la delantera, como ese pájaro de fuego del folclore eslavo. Subíamos la colina corriendo sin parar. Ella era más veloz que nosotras corriendo con su melena negra ondeante, como las plumas del cuervo, hasta la casa de sus abuelos, y nunca se detenía hasta llegar. La segunda era Biljana, pelirroja, con sus abundantes rizos que ondeaban parecidos a los de Marija. Yo era siempre la última en llegar. Mi mejor amiga y mi hermana eran las amazonas ostentosas que yo nunca lograría ser.
—¡Espérame Marija, estoy cansada y tengo sed!
—Venga, Lara, un último esfuerzo, tú puedes —me decía ella siempre.
—¡Anda, Lara, corre más rápido!, —añadía mi hermana Biljana.
Marija se paraba un segundo para recuperar el aliento, arreglarse el vestido, y cogerme de la mano. Era la imagen de la belleza pura, ahí de pie, en la colina, reinan- do sobre su Sarajevo natal, delante de la casa de piedra blanca con azaleas rojas en las ventanas, y con su rostro acalorado de la carrera, sus ojos verdes radiantes como un fuego de esmeraldas, y su pelo como una corona negra, enmarcando en ondas su cara. Pero, sobre todo, eran su voz profunda y áspera y su risa las que me hacían estremecerme de alegría y melancolía, al decirme que entrara en casa y no les contara a sus abuelos nada sobre el robo de albaricoques de los mercados callejeros y de las huertas de los vecinos. Biljana entraba en casa meneándose detrás de Marija y con- firmaba todas las historias y mentiras que ésta pregonaba con pasión desatada y con carcajadas de risa incontenible. Luego Biljana bailaba ante los abuelos con todas las poses que había aprendido en sus clases de ballet clásico, mientras éstos se deshacían en ooohs y aaahs desde sus butacas de terciopelo roído color melocotón, ende- rezándose las gafas de pasta sobre la nariz. Yo me quedaba en la sombra, resollando cohibida por algo que no había hecho.
—Aquí tenéis fruta de la huerta, niñas. Debéis estar sedientas después de tanto correr por ahí—, decía la abuela Farah, arreglándose el pañuelo de colores que lle- vaba siempre en la cabeza atado debajo de la barbilla, como una babushka. Marija y Biljana se partían de risa al oír eso, pues teníamos la panza a reventar de tantos albaricoques, cerezas, grosellas, que habíamos robado y comido de cada una de las huertas del vecindario con vistas al cementerio musulmán, lleno de columnas y tumbas de piedra blanca. La casa se encontraba en una calle estrecha y empinada al like many on the hilly neighborhoods of Sarajevo, and I invariably experienced a sense of joy at the sight of the overlapping red tile roofs and the entanglements of fences and gardens that led to the house. My embarrassment knew no bounds once I was confronted with Farah’s hospitality. I was the only one who actually went ahead and had more apricots and more watermelon and cherries from Farah’s fruit bowl, only to become miserably sick in the next half hour. Marija and Biljana laughed in big gulps at my stoic fruit gorging and then kissed and tickled me. Farah would scold them and ask them to stop tormenting “the poor girl.” I loved Farah and my heart always melted with gratitude and self-pity every time I heard her call me “poor girl.” That was the best vindication from the shame of always lagging behind Marija and Biljana, of being too scared to steal as much fruit as they did, even though I still ate just as much only to keep up with them.
Farah smelled like cinnamon and something else sweet and spicy that I could never figure out. I buried my head in her bosom when she hugged me and I wanted to be there for a long time smelling her and being called “poor girl.” To me that sounded almost like “beautiful girl with beautiful curls.” Kemal would get up from his chair with a slight bend of his back and walk across the room to look out the window and check on the sky and the weather. Then he took his pipe from the little table next to the window and smoked it, producing a fragrance that was to me at least as delicious as Farah’s spicy sweet smell. It never smelled like that in my parents’ apartment in Belgrade, it always smelled sour and heavy, like burnt cabbage, and then sometimes my mother’s heavy perfume got mixed in with the smells coming from the kitchen making the air even hea- vier to breathe. I always felt our Belgrade apartment was a temporary thing, something we would get over and move to our “real” habitation, some kind of a utopian spacious and luminous apartment in Sarajevo overlooking rolling hills, tile roofs and white stone houses...
Prohibida su reproducción en obras derivadas.
igual que muchas otras en los barrios altos de Sarajevo, y yo, invariablemente, tenía un sentimiento de alegría al ver las solapadas tejas rojizas de los tejados y los entramados de las verjas o los jardines que llevaban hasta la casa. Pero lo embarazoso de mi confrontación con la hospitalidad de Farah no tenía límites. De hecho, yo era la única que daba curso a la invitación y tomaba todavía más albaricoques, sandía y cerezas del frutero de Farah, para ponerme terriblemente mala en la siguiente media hora. Marija y Biljana se reían al ver mi ingesta de fruta, la cual tragaba con dificultad, luego me besaban y me hacían cosquillas. Farah las regañaba para que dejaran de atormentar a la “pobre chiquilla”. Yo quería a Farah y se me derretía el corazón de gratitud y autocompasión cada vez que me llamaba pobre chiquilla. Era la mejor revancha por mi vergüenza de ser siempre la rezagada, la que no se atrevía a robar fruta, a diferencia de ellas dos, aunque sí intentaba comer tanta como ellas para no quedarme fuera del juego.
Farah olía a canela y a otra cosa dulce y aromática que nunca conseguí identificar. Hundía mi cabeza en su pecho cuando me abrazaba y me habría quedado allí durante un buen rato, oliéndola y escuchándola decir pobre chiquilla. Para mí era como si me dijera “niña guapa con hermosos rizos”. Kemal se levantaba de la silla doblando un poco la espalda y cruzaba la habitación para mirar por la ventana y verificar el estado del cielo y del tiempo. Luego cogía la pipa de la mesita que había al lado de la ventana y se la fumaba, produciendo una fragancia al menos tan deliciosa como el perfume dulce y especiado de Farah. Nunca olía así en el apartamento de mis padres de Belgrado. El olor allí era agrio y cargado, como de col cocida pegada a la cacerola, y a veces los perfumes pesados de mi madre se mezclaban con los olores de la cocina, haciendo irrespirable el aire de la casa. Siempre tuve la sensación de que nuestro apartamento de Belgrado era algo pasajero, algo que dejaríamos atrás para mudarnos a nuestra “verdadera” morada, una especie de piso utópico espacioso y luminoso en Sarajevo con vistas a las colinas en olas y a las casas blancas de piedra con tejados de tejas...
Rặdulescu, Domnica (2016), Country of Red Azaleas, Nueva York, Hachette/Twelve.
Notas
Notas de autor