Resumen: Este artículo analiza, desde la historia social de la escritura, tres de los tratados en español más importantes del siglo XVIII sobre el arte de la caligrafía. El objetivo es mostrar que, en esa centuria, se registró una abundante reflexión sobre las formas en las que hasta entonces se había enseñado a escribir en el imperio hispánico. Dicha reflexión revela el interés que diferentes grupos sociales tuvieron por uniformar la escritura y permite captar tanto los criterios que aspiraban normar las prácticas del periodo, como las técnicas y los gestos concretos que guiaron el acceso social a esta faceta de la alfabetización.
Palabras clave: caligrafíacaligrafía,historia de lo escritohistoria de lo escrito,alfabetizaciónalfabetización,reformismo borbónico.reformismo borbónico..
Abstract: This paper analyzes, from the perspective of the social history of writing, three of the most relevant 18th century Spanish treatises on the art of calligraphy. It shows that this century produced rich reflections on the ways handwriting had been taught hitherto in the Spanish empire, and reveals the interest that different sectors had to standardize writing, promoting a closer understanding of both the criteria that sought to regulate the practices of the period and of the techniques and specific gestures that delineated the social access to this aspect of literacy.
Keywords: calligraphy, history of writing, literacy, Bourbon reforms..
Resumo: Resumo: A partir de uma abordagem centrada na história social da escrita, o presente artigo analisa três dos tratados em espanhol mais importantes do século XVIII sobre a arte da caligrafia. O objetivo é mostrar que, neste século, registrou-se uma ampla reflexão sobre as formas que, até então, eram utilizadas para se ensinar a escrever no imperio hispânico. Esta reflexão revela o interesse que diferentes grupos sociais tiveram em padronizar a escrita, permitindo identificar tanto os critérios que visavam normalizar as práticas do período, como as técnicas e os gestos concretos que nortearam o acesso social a esta faceta da alfabetização.
Palavras-chave: caligrafia, história da escrita, alfabetização, reformas bourbônicas..
Artículo
El arte de la caligrafía en el siglo XVIII. Aproximaciones a la historia social de la escritura en el mundo hispánico (España y Nueva España)
The Art of Calligraphy in the 18th Century. Approximations to the Social History of Writing in the Hispanic World (Spain and New Spain)
A arte da caligrafia no século XVIII. Aproximações à história social da escrita no mundo hispânico (Espanha e Nova Espanha)
Recepción: 28 Julio 2015
Aprobación: 15 Septiembre 2015
En el último tercio del siglo XVIII Francisco Xavier de Santiago Palomares, José de Anduaga y Garimberti, así como Torcuato Torío de la Riva entregaron a las prensas españolas sus respectivos tratados sobre el arte de escribir. Con sus obras dieron continuidad a una reflexión sobre la escritura y la forma de enseñarla que había iniciado desde el siglo xvi; defendieron que su ejercicio debía concebirse como un arte liberal, se pronunciaron sobre cuál debía ser el método de dicha enseñanza en las escuelas de primeras letras, en el marco de las reformas educativas de la época, al tiempo que expusieron la historia de dicha práctica y dieron cuenta del estado en que se encontraba el mundo de la caligrafía en su tiempo. Los tres eran diestros en el manejo de los trazos con pluma y tinta, es decir, buenos pendolistas, como se les llamaba entonces, pues habían trabajado como archivistas, paleógrafos, secretarios de particulares o de cancillerías, escritores de privilegios o revisores de letras. No solo pertenecerían al pequeño porcentaje de la población de la monarquía hispánica que sabía leer y escribir, sino que lo hacían con tal maestría que podían ganarse la vida haciéndolo.1 A fin de entender lo que significó esta triada de impresos para las prácticas de escritura de la época es necesario considerar que, hasta ese momento, la lectura y la escritura se enseñaban de forma separada: primero había que aprender a leer, y una vez conseguido, era posible aprender a escribir. Además, llegar a escribir no solo requería de mayor tiempo, sino que era más caro. En términos generales, el aprendizaje cotidiano de esta habilidad se sustentaba en la copia o imitación de las muestras caligráficas que los maestros proporcionaban a los alumnos, quienes avanzaban gradualmente de la imitación de los trazos rectos y las letras aisladas a los párrafos enteros. El aprendizaje tomaba años, pero su duración no estaba precisada ni regulada, así que lo mismo podía tomar tres o hasta seis años. 2 Asimismo, la escritura estaba básica e indisociablemente ligada a aspectos estéticos, de legibilidad, pues los diferentes despachos reales y eclesiásticos, así como la actividad mercantil, dependían de la ejecución de buenas caligrafías, por mencionar los ámbitos más visibles donde se usaba la escritura manual. La escritura era ante todo una cuestión de forma, de representación gráfica: la enseñanza elemental solo atendía de manera secundaria los aspectos ortográficos y gramaticales concernientes al uso del lenguaje. En las páginas que siguen expongo, en un primer apartado, cómo se ha pensado a la escritura desde la historia social y por qué es necesario seguir avanzando en esta dirección. En el segundo, explico por qué y con qué finalidad se presentaron, en el último tercio del siglo XVIII, una serie de iniciativas que buscaron reformar la enseñanza de esta habilidad dentro de la monarquía hispánica, incluyendo los tratados caligráficos. A la luz de dichos elementos, en el tercer apartado analizo los tratados de Palomares, Anduaga y Torío, presentando sus principales reflexiones y buscando establecer sus implicaciones para la enseñanza de la escritura. Estoy consciente de que para explicar cabalmente las dimensiones sociales de la difusión de la escritura dentro de la monarquía hispánica sería necesario contrastar sus diferentes regiones, pero sin pasar por alto la estrecha interconexión que existía entre ellas. Lo que ha prevalecido, por regla general, son lecturas nacionales, hechas a posteriori, de un fenómeno que implicó al imperio español en su conjunto. Esta reflexión concibe al mundo hispánico como un clivaje cultural, un ámbito civilizatorio, que se distingue de otras tradiciones culturales occidentales, como la francesa o la inglesa. En ese sentido, esta es una aproximación inicial al tema, limitada a dar cuenta de los preceptos normativos, emanados de los tratados de escritura, con los que se enseñaba a escribir, y que desde la óptica española debían aplicarse en todos los reinos. Sobre esa base podrán construirse más adelante investigaciones en las que se capte la interacción de dichos textos con los usos sociales que se registraron en distintas partes de la monarquía. 3 Si bien los procesos que aquí se analizan ocurrieron en España, el estrecho vínculo que tuvieron con la América hispánica puede captarse por varias vías. Para empezar a dar cuenta de las dimensiones del fenómeno sirva el caso de la Nueva España, pues ejemplifica la irradiación que las políticas peninsulares tuvieron en los virreinatos indianos. En primera instancia, se ha mostrado que los tratados de Palomares y Torío, en tanto soportes de la enseñanza, tuvieron un impacto real sobre las prácticas de los maestros de primeras letras y, por consiguiente, sobre las rutinas que guiaron cotidianamente la transmisión de saberes dentro de sus escuelas y los usos sociales de la escritura que ahí se registraron. En segundo lugar, confirman este vínculo las ediciones de estas obras que se vendieron en las librerías novohispanas, los ejemplares que llevaban al virreinato los socios novohispanos de la Sociedad Vascongada de Amigos del País o el interés que pusieron en enviar a sus hijos a los seminarios peninsulares. Por último, la importancia de estos modelos peninsulares en la Nueva España se evidencia en los esfuerzos que hicieron varios súbditos americanos, tanto dentro como fuera del magisterio, para tratar de emularlos. De hecho, tanto la caligrafía española como el modelo de imitación de muestras conservaron su vigencia en el México independiente hasta bien entrado el siglo XIX. 4
Para el historiador la escritura no puede ser algo abstracto, un sistema de signos, sino una habilidad que se transmite y se aprende socialmente, que cumple determinadas funciones dentro de una sociedad y se difunde de manera desigual entre los individuos que la integran. Por esa razón, debe preguntarse sobre la particularidad de las formas de escribir, que son producto de la técnica y de las maneras o gestos -en el sentido antropológico del término-, que rigen el acto físico de la representación gráfica en un momento determinado. 5 Desde esta perspectiva, la historia de la escritura ayuda a entender la alfabetización no exclusivamente como el porcentaje de los individuos capaces de leer y escribir, puesto que en ninguna sociedad, ni pasada ni presente, sus miembros acceden a la lectura o la escritura en condiciones de igualdad. Lo que ocurre en realidad es que en toda época la capacidad de leer y de escribir se distribuye de manera diferenciada entre los individuos de distintos grupos sociales. Por eso es más atinado tratar de entrever los grados de capacidad que correspondan a dicha distribución. Antes que preguntarse por cuántas personas sabían escribir en una sociedad determinada, el historiador debe preguntarse quiénes escribían, dónde y cómo, así como por qué y para qué lo hacían. Lo anterior debido a que la escritura establece desigualdades entre quienes la dominan, quienes la manejan precariamente y quienes no lo hacen en absoluto, desigualdades que es necesario identificar y desentrañar históricamente.6 Suele plantearse, desde una visión simplista de la alfabetización, que en el siglo XVIII la mayoría de la población no sabía leer, mucho menos escribir. La historiografía reciente ha mostrado que esa percepción es inexacta. Por otro lado, se ha demostrado que en las sociedades pre-alfabetizadas había formas indirectas de acceder a la lectura y a la escritura, mediante lo que los especialistas en el tema han llamado escritura delegada.7 Dicho de otro modo, quienes no sabían escribir tenían la posibilidad de recurrir a alguien que sí podía comunicarse en su nombre. Los analfabetos se veían obligados a participar de la escritura atendiendo distintas necesidades fiscales, administrativas, judiciales, familiares o sentimentales, por imposición de los poderes eclesiásticos y civiles, entre otros.8 Es necesario, pues, reconocer la complejidad social de los procesos de difusión de la escritura, más que entenderlos como una dicotomía inamovible entre alfabetizados y analfabetos. Ahora bien, por lo general la historiografía sobre la alfabetización ha privilegiado el aprendizaje de la lectura, delegando a la escritura a un lugar secundario, a pesar de que, la producción de signos gráficos es un componente esencial del acceso a la cultura escrita.9 En el caso de la historiografía mexicana, esto es particularmente acentuado.10 No obstante, solo en la medida en que se analicen y se interroguen ambos aspectos será posible definir mejor los contornos de estos procesos y dar cuenta de la difusión de la alfabetización.11 Como ya se ha señalado, la construcción de una historia de la alfabetización forma parte de un programa que requiere más investigaciones de lo que aquí es posible cubrir, pues para poder establecer los usos sociales y las desigualdades que imperan en una época con relación a lo escrito, sería necesario analizar productos gráficos concretos y establecer en qué lugar se encuentran sus autores dentro del espectro de capacidades de su tiempo, el tipo de escritura a la que recurren y el uso concreto que le dan. No obstante, considero necesario avanzar, así sea parcialmente, en esa dirección. Por eso me propongo identificar, en primera instancia, cuáles eran los ideales a los que aspiraban quienes, desde lo alto de la pirámide que era la monarquía hispánica en el siglo XVIII, dictaban cómo debían ser las dinámicas de enseñanza de la escritura y los resultados a los que esperaban llegar. El análisis de los propios textos, que fueron soporte de la enseñanza, permitirá ampliar lo que hasta ahora sabemos sobre la historia social de la escritura.
Una de las paradojas de la invención de la imprenta fue la proliferación, en los albores del siglo XVIII, de modelos caligráficos en distintas regiones de Europa. La paradoja se debe a que se redujo el uso de la escritura aplicado a la copia de libros, pues en ese terreno los tipos móviles desplazaron de manera paulatina a la escritura manual (aunque sin acabar con ella).12 De este modo, con las prensas mecánicas se imprimieron múltiples tratados sobre el arte de escribir en los que las caligrafías se reproducían mediante estampas. La imprenta ofrecía las condiciones técnicas para garantizar la igualdad en la reproducción de los caracteres, posibilidad que no podían ofrecer los textos manuscritos. Italia fue el centro más importante de toda esta actividad con los tratados de Ludovico degli Arrighi, "el Vicentino" (El modo et regola di scribere lettera corsiva, over cancellaresca, 1522), Marco Antonio Tagliente (La vera arte de lo excelente scribere, 1532) y Giovanni Batista Palatino (Livro nuovo d'imparare a scrivere, 1540).13 A partir de ese momento empezó un proceso de varios siglos, vinculado al Renacimiento, que difundió la escritura itálica, también llamada "bastarda" o "bastardilla" en las monarquías europeas y sus territorios ultramarinos. Este tipo de letra, que poco a poco fue desplazando a la cortesana y a la procesal, se adoptaba en distintas versiones nacionales, de suerte que había una bastarda italiana, francesa o española.14 En ese sentido, los tratados fueron elementos fundamentales en la creación de modelos de escritura y de su difusión creciente entre sectores sociales que no habían sido alcanzados por el manuscrito en latín. 15 Así, las bases de la caligrafía española quedaron sentadas por impreso desde mediados del siglo XVI, gracias a los tratados de Juan de Icíar (Recopilación subtilísima, 1548); Pedro Madariaga (Honra de escribanos, 1565); Francisco Lucas (Arte de escribir, 1571), e Ignacio Pérez (Arte de escribir con cierta industria, 1599). Este último estaba activo en Madrid en la época en que los maestros de primeras letras empezaron a exigir que se aplicaran exámenes para ejercer el oficio. Como muchos otros, Pérez se sometió a este requisito y, gracias a sus méritos, se convirtió en maestro examinador a partir de 1600.16 Si en el siglo XVI el maestro de escritura y el de primeras letras eran dos figuras distintas, en el XVIII tendieron a reunirse, mientras que en el XIX volvieron a ser independientes. En efecto, durante todo el siglo XVII, quienes aspiraron a ocupar los lugares más destacados del magisterio elemental, en calidad de examinadores o de maestros mayores, se preciaron de ser buenos pendolistas y de dar a las prensas sus tratados con las consideraciones que hacían sobre el arte y las letras que creaban o ejecutaban. Entre ellos se encontraron Pedro Díaz Morante (Arte nueva de escribir, cuyos volúmenes se publicaron entre 1616-1631) y José de Casanova (Arte de escribir todas formas de letras, 1650), quien desempeñó un papel activo en la fundación de la congregación de San Casiano, en 1642.17 No debe dejar de subrayarse que fue un siglo en que los maestros se organizaron como corporación, al tiempo que actuaron como creadores de letras. El maestro no solo era un catequista que debía transmitir los rudimentos de la doctrina católica y de la lectura, también fue un pendolista y esa representación continuaba vigente más de un siglo después. A pesar de que en el siglo XVIII los maestros del gremio siguieron publicando tratados caligráficos, como en el caso de Claudio Aznar de Polanco (Arte nuevo de escribir por preceptos geométricos y reglas matemáticas, 1719), 18 la dinámica bajo la cual había funcionado el gremio se vio trastocada por las reformas borbónicas, que trajeron consigo cambios importantes en la educación, de manera clara en el reinado de Carlos III, tras la expulsión de los jesuitas. A partir de ese momento, no solo se puso al gremio de maestros bajo la vigilancia directa del Consejo de Castilla, sino que se insistió desde las altas esferas del poder en que la difusión de la educación elemental entre la mayoría de los súbditos era condición para que el Imperio saliera de la crisis económica en la que se encontraba. La corona siguió delegando en el clero -más en el secular que en el regular-, la educación de los súbditos, pero reclamó para sí una mayor intervención en la supervisión educativa y destinó una mínima parte de sus fondos a financiar la "educación popular".19 A pesar de que su éxito fue acotado, pues no era sencillo modificar la realidad sociocultural de millones de personas, las concepciones regalistas y utilitaristas que guiaron a la corona propiciaron la apertura de nuevos espacios educativos como las ocho escuelas modelo que se abrieron en los barrios de Madrid, las escuelas de las Sociedades de Amigos del País, ya fuera en Madrid o el País Vasco, para el caso de la Península, o en Puebla, para el caso de la Nueva España, así como en las dos escuelas que fundó en 1786 el ayuntamiento de la ciudad de México. Sobre todo, estas concepciones suscitaron una reflexión pedagógica que llevó a distintos ministros -como Campomanes, Godoy o Jovellanos- y sus allegados a ser los portavoces de lo urgente que era reconsiderar las formas de enseñar tanto a leer como a escribir dentro de las escuelas elementales.20 Ante las posibilidades que abrieron las reformas, Palomares, Anduaga y Torío, quienes no eran maestros de primeras letras, publicaron sus tratados dirigidos a quienes sí ejercían el magisterio. Es importante notar que en el transcurso de un siglo se dio un desplazamiento significativo, pues los maestros pasaron de ser la voz autorizada y los mediadores legítimos de la cultura escrita a estar bajo la supervisión de una nueva clase de hombres letrados, imbuidos de las ideas ilustradas de la época, que contaban con la gracia de la corona y una buena posición dentro de la república de las letras y de los círculos cortesanos. Antes de analizar lo que ellos plantearon en los tres tratados que son el objeto de este artículo, vale la pena detenerse a pensar por qué y para qué se planteó la reforma caligráfica. Por parte de los tratadistas, el interés era refrendarle a la escritura su estatus de arte liberal, pero a la luz de la nueva enseñanza académica que tanto se impulsó a lo largo del siglo. Dicha enseñanza se pensó a sí misma muy distinta al sistema de aprendizaje de los gremios. Como buen producto del Siglo de las Luces pretendía guiarse por preceptos y métodos más racionales, por ejemplo, siguiendo postulados anatómicos y geométricos en la enseñanza del dibujo. 21 En lo que concierne a la escritura, se deseaba que quienes enseñaban a escribir fueran más conscientes de los preceptos teóricos y prácticos que sustentaban el arte. La búsqueda de uniformidad fue un aspecto característico del reformismo borbónico. Se le buscó a muchos niveles, desde el territorio y la lengua hasta las bellas artes, donde se quiso imponer el gusto neoclásico. La caligrafía no fue la excepción. Por eso, puede suponerse que -al apoyar las iniciativas de Palomares, Anduaga y Torío- los representantes de la Corona perseguían objetivos prácticos e inmediatos: contar con pendolistas diestros que pudieran alentar la existencia y el uso generalizado y uniforme de una caligrafía española, que compitiera en belleza con las de otras potencias europeas, fundamentalmente Francia e Italia.
Gracias a que los autores de los dos primeros tratados impresos sobre el arte de la escritura en España -los ya mencionados Juan de Icíar y Pedro Madariaga-, eran originarios del País Vasco, esa región de la península cobró fama por la destreza de sus pendolistas. Asimismo, muchos de quienes habían conseguido hacer fortuna en dichas provincias se dedicaban al comercio, y por esa razón sus elites tenían interés especial en servirse de la escritura con fines mercantiles. Así, no sorprende que en 1774 la Sociedad Vascongada de Amigos del País comisionara al toledano Francisco Xavier de Santiago Palomares (1728-1796) para que demostrara, a través de láminas, la mejor manera de enseñar a escribir. 22 Palomares había trabajado en la organización de la "librería de manuscritos" de la biblioteca de la Catedral de Toledo, donde fungió como calígrafo y paleógrafo, reproduciendo una buena cantidad de documentos antiguos. Luego entró al servicio de Su Majestad en la Contaduría General de Rentas. Más adelante, en 1762, ayudó a Francisco Pérez Bayer -bibliotecario mayor en la Biblioteca Real- a formar el índice de manuscritos griegos, hebreos, latinos y castellanos de El Escorial. El sucesor de Pérez Bayer en la Biblioteca Real, Juan de Santander, le confió en 1773 la misión de diseñar la letra que se fundió por aquellos años para uso de la Imprenta Real. 23 La destreza caligráfica de Palomares estaba, pues, más que probada para cuando la Sociedad Vascongada le hizo su solicitud. El resultado de sus afanes se publicó como Arte nueva de escribir (1776) cuyo propósito era fijar la forma de la letra bastarda española y que esta fuera la que se enseñara en las escuelas de Vizcaya. La obra consta de una introducción donde:
se hace memoria cronológica de todos los autores españoles que han tratado del noble arte de escribir, y se forma una ligera crítica del mérito de cada uno. Por consecuencia se manifiesta el mal estado que al presente tiene este magisterio por falta de método uniforme y fundado en razón. Se pondera el admirable artificio del trabado, que inventó Pedro Díaz Morante, y se concluye en xvi artículos, o sea conclusiones, que no hay otro más natural, más simple, más verdadero ni más gallardo para enervar y restaurar el nobilísimo arte de escribir. 24
En esta introducción, Palomares hizo una crítica directa contra los maestros de primeras letras y la forma en que enseñaban a escribir (misma que, sin embargo, se siguió empleando hasta los albores del siglo XIX): no tenían un método uniforme y no eran conscientes de los principios que guiaban sus prácticas. Por esa razón, el toledano proponía que se recuperara el método que Pedro Díaz Morante había ideado en el siglo XVI. Para ello, dividió su texto en seis parágrafos, donde explicó por qué le parecía el más idóneo. En los parágrafos I y II exponía aspectos básicos del acto de escritura en aquella época, que eran seleccionar y cortar las plumas, así como conocer las posturas y los movimientos que la mano debía seguir para poder manejarlas. En el III aclaraba que había optado por el método de Díaz Morante porque enseñaba a encadenar o trabar las letras, una técnica que, en su opinión, había sido descuidada entre los maestros de su tiempo. Para una época en que la velocidad de los trazos era, por motivos prácticos, una prioridad de primer orden, la escritura ligada resultaba fundamental. Saber ligar las palabras era imprescindible, por ejemplo, cuando debía tomarse dictado, lo cual implicaba escribir a la misma velocidad a la que se hablaba. En el parágrafo IV explica cómo debían usarse las cuarenta muestras o láminas caligráficas que acompañan su obra: los niños debían copiarlas repetidamente en las escuelas, hasta aprender sus formas de memoria, y los adultos debían emplearlas como modelo al escribir cualquier texto. Estas láminas incluían cada letra del alfabeto en mayúscula y minúscula, con o sin ligaduras. Por último, en los parágrafos V y VI ofreció a los maestros que quisieran adoptar su método una serie de reglas y de explicaciones sobre el aspecto ortográfico de la escritura. Palomares y la Sociedad Vascongada estaban convencidos de que la adopción de un método uniforme y su ejercicio constante ayudarían a resolver un problema de índole práctica: al salir de las escuelas los antiguos alumnos ya no tendrían que:
inventar por sí mismos unas ligaduras o trabazones sin arte ni magisterio alguno, como ha sucedido y sucede a todos luego que salen de las escuelas, porque como es público, no se enseña en ellas otra cosa que a pintar mal o bien las letras del alfabeto y así es como consecuencia precisa que los dichos discípulos, aunque salgan bien fundados y diestros en pintarlas, luego que pasan al estudio o a otro cualquier ejercicio en que hayan de escribir liberalmente, las corrompan y desfiguren casi del todo. 25
Si bien el estilo de letra y el método propuestos por Palomares se generalizaron en las provincias vascongadas, y en todas las ciudades del Imperio donde hubiera socios de Sociedad Vascongada de Amigos del País, no fueron adoptados de forma oficial por la corona. Esto se debió a que hubo otros proyectos para reformar la enseñanza de la escritura -que muestran la riqueza del debate pedagógico del periodo-, con una visión distinta y respaldados por personajes con mayor poder e influencia. Ese fue el caso del madrileño José de Anduaga y Garimberti (1751-1822), diplomático, oficial de la Secretaría de Estado y miembro del Consejo de Estado, quien un lustro después de la publicación del tratado de Palomares, en 1781, puso en circulación, inicialmente de manera anónima, el Arte de escribir por reglas y sin muestras, con el apoyo de José Moñino y Redondo, conde de Floridablanca.26 Gracias a ese respaldo y a la posición que ocupaba dentro del gobierno, pudo servirse de la Imprenta Real para la reproducción de su obra. Anduaga fue hijo del archivista mayor del duque de Medinaceli; en 1779 se le designó secretario de la legación española en Londres, donde también representó a España como embajador entre 1802-1804. Obtuvo la Gran Cruz de la Orden de Carlos III.27 La publicación de su obra abrió un debate acalorado entre los maestros que se dedicaban a impartir las primeras letras en todos los territorios de la Monarquía, pues aunque Anduaga compartía las críticas de Palomares hacia las formas de enseñanza de los maestros agremiados, difería radicalmente en un aspecto: planteó un método de enseñanza mediante reglas, que buscaba erradicar la imitación de muestras. Muchos contemporáneos consideraron que este objetivo era un verdadero despropósito, pues les parecía inconcebible que la escritura pudiera aprenderse sin copiar muestras caligráficas por varios años, como se había hecho durante siglos. Anduaga argumentó que, para establecer en España un método de escritura fácil, era necesario fundarlo en "reglas de proporción, y en la inteligencia puntual del movimiento de la pluma, y de las líneas que ella forma según la dirección que se le da".28 De esta manera privilegió los aspectos teóricos de la escritura, pues consideraba que este arte estaba emparentado con el dibujo de la figura humana. Así como los pintores y los escultores formados en las academias reales debían conocer los principios anatómicos y geométricos de representación de la figura humana, quien aprendiera a escribir debía saber las proporciones de todas las letras mayúsculas y minúsculas. Por otra parte, le parecía indispensable que dichas reglas no se basaran en un tipo de letra particular, sino que permitieran crear cualquier grafía vigente en Europa, a excepción de los caracteres alemanes, turcos y rusos. 29 Con esos propósitos en mente, Anduaga organizó su exposición en cuatro partes. La primera explica la formación de las letras minúsculas, incluyendo la distancia entre cada carácter y la forma de ligarlos; y la segunda cubre lo correspondiente a las mayúsculas. En la tercera parte se explica su método para formar cualquier carácter europeo, mientras que la cuarta concluye con instrucciones dirigidas a los maestros para ponerlo en práctica. La demostración de las reglas se ilustra con cincuenta y tres láminas.30 Al igual que Palomares, Anduaga buscaba atender una dificultad real, que al abandonar la escuela los pendolistas no empezaran a escribir de forma desordenada, sino que se apegaran a lo que allí se les había enseñado. Por eso le parecía que no debía posponerse el establecimiento de reglas claras, a la vez que debía restársele importancia al hecho de que todos los escolares tuvieran una letra idéntica:
Las [reglas] que yo establezco para el arte de escribir y la letra que con ellas se forma son como una hipótesis. Se verá que no me fijo en ninguna especie de los caracteres conocidos, y solo me limito a indicar el modo de formarlos todos con perfección, modificando estas mismas reglas respecto a las propiedades de cada carácter. Por lo mismo después de que el maestro haya enseñado la teórica de estos principios, y visto que el muchacho los practica, podrá, y aún deberá dejar a éste soltar la mano según su aire, disposición y gusto sin sujetarle precisamente a que observe con rigor todas las dimensiones del carácter que propongo por hipótesis. Bastará que el muchacho sepa las proporciones que guardan cada letra por sí, unas líneas con otras, los rasgos superiores con los inferiores y las letras mayúsculas. Así, aunque después de salir de la escuela se abandone y aún se olvide la letra, podrá formarla fácilmente por los mismos principios de que usó para aprenderla. 31
Como puede observarse, a Palomares y Anduaga no solo los opuso el hecho de que el primero fuera partidario de las muestras y el segundo de las reglas, sino que cada uno tuvo su propia idea de cómo debía ser la caligrafía española. Mientras el primero sostuvo que era necesario fijar un carácter único que todos los súbditos de la Monarquía reprodujeran de forma idéntica, el segundo rechazó este ideal, ya que le parecía más conveniente que los pendolistas fueran capaces de ejecutar una variedad de caligrafías. Incluso llegó a advertir sobre los peligros que podía acarrearle a la corona una letra idéntica, la cual, en su opinión, facilitaría la falsificación de documentos oficiales. Como ya había adelantado, la disputa realmente no se dirimió en términos intelectuales: lo decisivo fueron los apoyos políticos con los que contaron cada uno de estos tratadistas. Con autorización del conde de Floridablanca y antes de publicar el tratado, Anduaga realizó "un ensayo práctico" de su método en las dos escuelas del Real Sitio de San Ildefonso, a las que acudían los hijos de la comitiva real. Posteriormente se adoptó en otro sitio real, en Valsaín.32 Tras esos experimentos el madrileño finalmente puso su método por escrito y lo mandó imprimir. En 1791, diez años después de haberse publicado la primera edición, el método de enseñanza por reglas se empleó en las ocho escuelas modelo que se abrieron en cada uno de los barrios de Madrid y que estaban directamente bajo control de la Secretaría de Estado. De hecho, la oposición entre los métodos de Palomares y de Anduaga había llegado a tal punto que este último logró organizar a sus partidarios en la Academia de Maestros de Primeras Letras, integrada por docentes que habían decidido abandonar al antiguo gremio.33 Anduaga logró una posición privilegiada dentro de la educación elemental por espacio de una década, que se vio debilitada seriamente cuando Floridablanca, su protector, perdió el control de la Secretaría de Estado, en 1792. Si bien para entonces Anduaga ya había logrado imponer su visión de las funciones que la escritura debía cumplir, que obedecía a las necesidades diplomáticas y de gobierno de los oficiales reales y sus descendientes, su insistencia en el aspecto meramente teórico limitó el impacto que tuvo dentro de las escuelas de primeras letras a las que asistían los hijos del artesanado y los comerciantes urbanos. Así, se presentaron las condiciones para que este debate inconcluso involucrara nuevas voces durante el reinado de Carlos IV. El último en pronunciarse sobre el rumbo que el aprendizaje de la escritura debía tomar dentro de la monarquía hispánica fue Torcuato Torío de la Riva (1759-1820). Originario de Palencia y egresado de la Universidad de Valladolid, donde se inició en el conocimiento de las caligrafías, la paleografía y los documentos antiguos, Torío se encargó de escribir los privilegios de la cancillería local. Además, a lo largo de su vida, se desempeñó como escritor público, paleógrafo y traductor. En 1782 se asentó en Madrid, pues fue nombrado oficial segundo, más adelante oficial mayor, en los archivos del conde de Altamira, en los que trabajó hasta 1806. En 1786 se le nombró revisor y lector de letras antiguas. En 1798, cuando el siglo expiraba, mandó imprimir su propio tratado de caligrafía, el Arte de escribir por reglas y con muestras. 34 Cuatro años después de la publicación de su tratado, en 1802, Torío fue examinado por el Consejo de Castilla, y nombrado escritor de privilegios en el Consejo y Cámara de Castilla. Al año siguiente obtuvo el cargo de escritor de privilegios del Consejo y Cámara de Indias. Además, fue miembro de la Sociedad Matritense e integró, como vocal, la Junta Central de Primera Enseñanza, fundada en 1806, por lo que fue examinador de maestros. Tradujo del francés al español Simón de Natua, texto que se adoptó por cédula real en las escuelas de primeras letras de la monarquía para la enseñanza de la lectura. Fernando VII lo nombró oficial archivista en la Secretaría de Estado en 1814. 35 El tratado de Torío se compone de una introducción histórica, dividida en cuatro capítulos seguida por dos partes "De la teórica" y "De la práctica", las cuales se subdividen a su vez en tres y diez capítulos, respectivamente. Su método se ilustra con cincuenta y ocho láminas. El voluminoso tratado de Torío incluye además otros dos temas que la enseñanza elemental debía cubrir: unos preceptos de aritmética, al igual que otros de gramática y de ortografía castellana.36 El gran mérito de Torío fue terminar con el debate que había dividido a los maestros durante la década precedente, pues argumentó que si bien la escritura requería de reglas o de preceptos teóricos que guiaran al pendolista, era igualmente cierto que no podía prescindir de la práctica. A los niños de las escuelas elementales de nada les servían las reglas si su mano no era suficientemente diestra al ejecutar los trazos, dicha habilidad solo podrían conseguirla tras años de ejercitarse en la copia de muestras. Su definición de la escritura es muy clara a ese respecto:
La escritura es el arte que enseña a formar, proporcionar, juntar y colocar, conforme a reglas suficientes y seguras, las letras, palabras y líneas de cada diferente modo de escribir.
Se divide en especulativa y práctica. La especulativa es la que manifiesta las reglas y medios necesarios para usar con seguridad de todas las líneas y trazos de la pluma, lo que consigue mediante los preceptos de los mejores autores y maestros. La práctica es aquella que enseña a formar las letras y supone el conocimiento de la especulativa, porque el entendimiento debe estar formado de todas las reglas del arte, si se quiere dar a la mano la correspondiente dirección. 37
El paleógrafo palentino logró conciliar la imitación de muestras, que había acompañado al magisterio de primeras letras en su proceso de conformación como gremio, con el afán de sistematizar que caracterizó al pensamiento ilustrado. Por otra parte, tuvo el tino de proponer un método de enseñanza que, al ser más sencillo que el de Anduaga y más completo que el de Palomares, podía utilizarse en las escuelas del reino. Debido a que era un buen compendio para uso de los maestros y que ponía fin a la disputa entre los partidarios de las reglas y los de la imitación, Carlos IV dispuso en 1801, por cédula real, que su uso fuera obligatorio en todas las escuelas de la monarquía.38 Una prueba adicional de que la propuesta de Torío resultaba más adecuada para cubrir los objetivos de la enseñanza que se impartía dentro de las escuelas de primeras letras es la reflexión que hizo sobre cuál debía ser la caligrafía que se difundiera dentro de dichos recintos. Al considerar el origen social de quienes asistían a ellas se decantó por la sencillez de la cursiva:
El carácter de la escritura pública es claro, sencillo y sin delicadeza, porque en mi concepto no debe ser otro el de las escuelas que un cursivo liberal y naturalmente trabado como el que ofrezco. El fin que regularmente se proponen quienes acuden a ellas es el de saber escribir corrientemente una buena forma de letra para servirse de ella en el uso y trato civil con los demás. Los que tengan disposición y gusto para continuar adelantando en la escritura, hallarán también en mi obra la doctrina y ejemplares necesarios. 39
Estos tres tratados no solo fueron pensados para la escuela, también buscaron alentar la formación autodidacta entre los adultos, ya fuera porque no hubieran aprendido antes o porque quisieran corregir los defectos de su escritura. Sin embargo, es innegable que lo planteado por sus autores guardó una relación directa con los objetivos de la reforma educativa del periodo y con la reorganización del gremio de maestros de primeras letras. Palomares, Anduaga y Torío quisieron sumarse a este proceso desde su conocimiento de la caligrafía, lo que no solo les reportó fama entre sus contemporáneos, sino cargos de importancia dentro del sistema de educación elemental.
Esta breve reflexión sobre los aspectos que iluminan los tratados caligráficos y los debates sobre las formas de enseñanza, en términos de la historia social de la escritura, sugiere que en el último tercio del siglo XVIII se exigió a quienes estaban aprendiendo a escribir que fueran tan hábiles en la ejecución de grafías como en los siglos precedentes, y al mismo tiempo se esperó que fueran cada vez más conscientes de los principios teóricos que gobernaban su práctica. La escritura siguió siendo entendida como el dominio de las formas y por eso se buscó la difusión amplia de una caligrafía que a la par de bella fuera útil. También es posible observar que las maneras de escribir se fueron simplificando de manera paulatina. La enseñanza de este periodo ya no cubría tantas formas caligráficas como en siglos previos, pues se limitó a enseñar la bastarda española y poco más. Si en el siglo XVI se enseñaban caligrafías, a quienes querían ser pendo listas consumados, como la redonda de libros, la gótica, la grifa, la latina, la antigua y otras más; conforme fueron cayendo en desuso tuvieron menos aprendices. En ese sentido, los tratados del siglo XVIII contribuyeron a la tendencia de reducir los estilos de escritura que debían dominarse y a la adopción dentro de las escuelas de primeras letras de la bastarda española, cada vez con rasgos más cursivos, como la letra de uso común. Es importante detenerse en este aspecto, pues en términos de la alfabetización puede equipararse al tipo de mutación decisiva que supuso la adopción de un libro único para todos los niños de una misma clase. La historiografía ha dado cuenta de que el empleo creciente del mismo libro, como fueron el Catecismo Histórico del abate Fleury o El amigo de los niños del abate Joseph Reyre, ayudó a alfabetizar de forma más acelerada a grupos grandes, mediante el método simultáneo, pues antes de que se unificara el contenido de las lecturas, el maestro tenía dificultades para dar una misma lección y estaba obligado a enseñarle a cada alumno de forma individual.40 También la escritura se fue uniformando, los maestros empezaron a seguir uno de estos tres métodos y eso no solo redujo el número de caligrafías en uso dentro de la enseñanza, sino que pudo simplificar su transmisión a grupos enteros de escolares. En opinión de los tres tratadistas, el maestro de escribir tenía que dejar de ser un mero práctico, debía conocer la teoría de la formación de las letras. Sobre esta reivindicación del pensamiento ilustrado pesaban los criterios academicistas de la época, pues, como se vio antes, no era algo que los maestros hubieran descuidado completamente; la conformación de su gremio en el siglo XVII estuvo ligada a las reflexiones que publicaron sobre las reglas de su arte. No obstante, debido a esos criterios academicistas con los que se pensó la escritura en el siglo XVIII, el disenso estuvo en el peso que la teoría y la práctica debían tener en su enseñanza. A pesar de los afanes especulativos -particularmente de Anduaga- Torío y Palomares siguieron confiando en la importancia de la práctica, pues solo con la imitación de letras durante años la mano podría ser capaz de ejecutar buenos trazos. Sobre todo, ellos se ponían en el lugar de los niños y en las dificultades que les supondría asimilar las reglas. Ninguno de los tres precisó la duración de esta enseñanza, solo hablaban de años, lo que era normal en la época, pues no estaba establecida ni regulada la duración de la enseñanza elemental. Se sabe que los tres tratados influyeron de manera efectiva en la práctica de los maestros de primeras letras. En el caso de Palomares, su tratado se empleó en las escuelas que las Sociedades de Amigos del País tenían en España y América; en el de Anduaga, se impuso en las escuelas de los sitios reales; pero el de influencia más amplia, fue indudablemente el método de Torío, cuya adopción en todas las escuelas de la monarquía se dispuso mediante cédula real. Está bastante claro que su uso para la enseñanza elemental fue significativo, pero es indispensable recurrir a fuentes distintas de los tratados de escritura para explorar lo que pasaba después de que se abandonaba la escuela. Solo así podrá saberse si, en efecto, se logró que los pendolistas aplicaran los principios que les habían enseñado en la escuela al hacer su trabajo. Finalmente, es importante reconocer que este artículo cierra con más dudas que certezas, pues solo mediante la comparación de los postulados de la caligrafía con documentos públicos y privados de la época será posible tener imágenes reales de los usos y la distribución social de la escritura, a la vez que se podrá entender de manera más consistente de qué manera impactaron estos preceptos en la distribución social de las capacidades de escribir. Cabe preguntarse, además de su uso escolar, ¿qué otras prácticas se vieron influidas por la bastarda española que se buscó imponer? ¿Qué diferencias locales pueden ubicarse en las distintas regiones del mundo hispánico? ¿Qué las distingue de otras tradiciones culturales occidentales?
Anduaga y Garimberti, José de. Arte de escribir por reglas y sin muestras, establecido de orden superior en los reales sitios de San Ildefonso y Valsain después de haberse experimentado en ambos la utilidad de su enseñanza y sus ventajas respecto del método usado hasta ahora en las escuelas de primeras letras. Madrid: Imprenta Real, 1781.
Santiago Palomares, Francisco Xavier de. Arte nueva de escribir, inventada por el insigne maestro Pedro Díaz Morante, e ilustrada con muestras nuevas y varios discursos conducentes al magisterio de las primeras letras, por Francisco Xavier de Santiago Palomares, individuo de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País.Madrid: en la imprenta de Antonio de Sancha, 1776.
Torío de la Riva, Torcuato. Arte de escribir por reglas y con muestras, según la doctrina de los mejores autores, antiguos y modernos, extranjeros y nacionales. Acompañado de unos principios de aritmética, gramática y ortografía castellana, urbanidad y varios sistemas para la formación y enseñanza de los principales caracteres que se usan en Europa, compuesto por Don Torcuato Torío de la Riva y Herero, socio de número de la Real Sociedad Económica matritense, oficial del archivo del excelentísimo marqués de Astorga, conde de Altamira, escritor de privilegios y revisor de letras antiguas por S. M.Madrid: imprenta de la viuda de Joaquín de Ibarra, 1798.