Artículo de investigación
El caso Manuel Sicar. Resistencias y disputas en torno a los niños tutelados por el Estado (Buenos Aires, fines del siglo XIX)
Manuel Sicar’s Affair. Resistance and disputes related to the children guarded by the State (Buenos Aires, end of the 19th century)
O caso Manuel Sicar. Resistências e disputas relacionadas às crianças tuteladas pelo Estado (Buenos Aires, fim do século XIX)
El caso Manuel Sicar. Resistencias y disputas en torno a los niños tutelados por el Estado (Buenos Aires, fines del siglo XIX)
Trashumante. Revista Americana de Historia Social, núm. 8, pp. 154-175, 2016
Universidad de Antioquia
Recepción: 30 Noviembre 2015
Aprobación: 14 Mayo 2016
Resumen: El presente trabajo parte del caso de Manuel Sicar, un joven de 17 años encarcelado por el defensor de menores a pedido de su guardador, quien -extraordinariamente- logra acceder a los recursos legales necesarios para ser liberado. Su caso es la puerta de entrada al mundo de las defensorías de menores y de los individuos que les dan vida, pero también es la vía de acceso a una larga historia de rivalidades, tensiones y conflictos entre autoridades administrativas y judiciales, los agentes encargados de la tutela estatal.
Palabras clave: infancia, tutela estatal, defensores de menores, justicia de menores.
Abstract: This work begins with the case of Manuel Sicar, a 17-year-old boy imprisoned by the Minors Defendant on request of his tutor. Exceptionally, Sicar succeeded in gaining access to the legal resources required to be freed. His case is the doorway to the world of the Public Defenders of minors. It is also the way to access a long history of rivalries, tensions and conflicts amongst the administrative and judicial authorities responsible for state guardianship of children.
Keywords: childhood, state guardianship, defenders of minors, youth justice.
Resumo: O presente trabalho parte do caso de Manuel Sicar, um jovem de 17 anos acautelado pelo defensor de menores a pedido do seu tutor que, extraordinariamente, logra obter acesso aos recursos legais necessários para ser libertado. Seu caso serve de porta de entrada para o mundo das defensorias de menores e dos indivíduos que lhes dão vida, mas é também via de acesso a uma longa história de rivalidades, tensões e conflitos entre autoridades administrativas e judiciais, agentes encarregados da tutela estatal.
Palavras-chave: infância, tutela estatal, defensorias de menores, justiça da infância e da juventude.
No se pueden resucitar las vidas hundidas en el archivo. Esa no es razón para dejarlas morir por segunda vez. Arlette Farge, La atracción del archivo
A mediados de agosto de 1886 Pedro Roberts, el defensor de menores a cargo de la sección Sud de la ciudad de Buenos Aires, escribió una nota a Eduardo Wilde -por entonces Ministro de Justicia- consultándole sobre el caso de Manuel Sicar. Resulta que Manuel había sido “colocado” aproximadamente hacia 1872, cuando tenía 3 años de edad, con el señor Fernando Viademonte por medio de la defensoría. Ahora era un muchacho de 17 años y, al decir de su guardador, presentaba “tendencias a los vicios”. Como le era imposible “sujetarle”, Viademonte recurrió a la defensoría en busca de ayuda.1 Fue entonces cuando Pedro Roberts, a solicitud del guardador, envió a Manuel por espacio de un mes a la “Escuela de Oficios” de la Penitenciaría para su corrección. Era el 16 de julio de 1886.
Hasta aquí, lo que está a la vista es un procedimiento corriente de las defensorías de menores en relación con los niños y jóvenes bajo su guarda: su colocación en casas de familia en calidad de sirvientes domésticos y en establecimientos manufactureros o comerciales como “aprendices”. También pone de relieve una práctica habitual de los defensores de menores: la reclusión correccional de aquellos considerados refractarios a la autoridad paterna. No obstante, hubo un hecho anómalo en ese rutinario funcionamiento del que da cuenta el documento. Manuel Sicar recurrió a la justicia y logró que un juez del crimen resolviera su retiro inmediato de la Penitenciaría. Se trata de un joven plebeyo que, frente a una situación que vulneraba sus derechos, accionó judicialmente y la justicia falló en su favor. El presente trabajo parte del caso de Manuel Sicar para reconstituir la fina trama de los menores de las defensorías. Su caso es, en este sentido, único y generalizable a la vez. La excepcionalidad del caso Sicar reside en el extraordinario acceso a los mecanismos legales necesarios para eludir el encierro correccional decretado por su defensor, en la respuesta positiva del juez, y en el hecho mismo de haber escapado del anonimato a través de las páginas de las memorias ministeriales.2
Es nuestro objetivo sacar a relucir el funcionamiento rutinario de las defensorías de menores a fines del siglo XIX, cuando recién se estaban pautando las tareas de sus agentes. Así, nos sumergimos en las dinámicas que caracterizaron la cotidianeidad del Ministerio Pupilar durante la década de 1880 con el objetivo de poner de relieve una serie de procedimientos típicos de las defensorías. Por otra parte, nos enfocamos en las tensiones desatadas en torno a las atribuciones de los defensores de menores a partir del caso Manuel Sicar, el cual condensa y refracta las características de una particular forma de administración de justicia sobre los menores de edad sujetos a su autoridad. Finalmente, nos detenemos en la cuestión del derecho de corrección -otro mecanismo legal confuso y poco trabajado historiográficamente- que estuvo en la base del caso Sicar y que consideramos clave para comenzar a explicar la constitución del archipiélago penal-asistencial que se cierne sobre la “infancia abandonada y delincuente”.
Aunque los últimos lustros han sido un período de notable crecimiento del campo de la historia de la infancia y la familia, lo cierto es que pocos trabajos se han ocupado de las defensorías de menores en tanto agencias estatales en cuya jurisdicción recaía el ejercicio de la tutela.3 Muchos menos son los estudios que encararon la cuestión haciendo énfasis en la reconstrucción de casos, adoptando una escala microanalítica para dar cuenta de las dinámicas que regían este universo institucional desde la perspectiva de la historia social. La búsqueda de las relaciones sociales entre los intersticios institucionales; la combinación de escalas de observación que van desde los individuos de carne y hueso hasta las estructuras estatales, los procedimientos institucionales y las normativas legales (y hacen también el camino inverso); una lectura a contrapelo de las fuentes que permita identificar e hilvanar indicios, huellas y vestigios en nuestros argumentos; así como una permanente interrogación del carácter de los documentos y de su contexto de producción son instrumentos de la tradición de la historia social y de la perspectiva del microanálisis que aquí se ha procurado poner en práctica. En este sentido, esta propuesta pretende combinar las herramientas metodológicas de ambas perspectivas para traer a la luz una historia que, si bien tuvo nombre propio, fue la de miles de niños y niñas.
1. Los menores de las defensorías
Los defensores de menores eran la autoridad por excelencia destinada a la defensa, protección y educación de los menores de edad que no se encontraran sujetos a la patria potestad.4 Instituciones heredadas del período colonial, las defensorías fueron adaptadas a la legislación del nuevo Estado nacional mediante su incorporación al Código Civil que entró en vigor en 1871. Con la Ley de Organización de los Tribunales de Justicia de la Capital (N° 1144/1881), entraron a formar parte del organigrama del Ministerio de Justicia -del cual dependían-, aunque en su actividad cotidiana las defensorías revistieron un carácter ambiguo, a medio camino entre el poder ejecutivo y judicial.5 Los primeros defensores de menores de la ciudad de Buenos Aires, recién federalizada, entraron en funciones en febrero de 1882, sin que aún se hubiesen reglamentado sus atribuciones.
Originariamente su actividad estuvo asociada a los huérfanos que dejaron las sucesivas contiendas en las que se embarcó el país desde las guerras de la independencia y las repetidas epidemias de fiebre amarilla y cólera. No obstante, hacia el último cuarto del siglo XIX sus funciones se fueron orientando cada vez más a tutelar a esa masa de niños y jóvenes que formaban el universo de la minoridad. A medida que se va acercando el fin de siglo las memorias institucionales de los defensores permiten constatar la ampliación del universo que gestionaban.6 Chicos pobres de ambos sexos; niños vagos e incorregibles; niñas indómitas, “mal llevadas” o huérfanas; rateros, infractores de las disposiciones municipales y contraventores de edictos policiales: toda una miscelánea cuyo denominador común es su pertenencia de clase, una infancia transcurrida en la pobreza y desaprobada por las autoridades encargadas de su protección. De este modo, un heterogéneo grupo de niños y jóvenes de ambos sexos se vio homologado a una condición común: ser tratados como menores y -en cuanto tales- quedar insertos en la compleja trama burocrática del archipiélago penal-asistencial encargado de este sector de la niñez.7
Niños, niñas y jóvenes llegaban a la defensoría por varios motivos: por quedar huérfanos, por ser abandonados, por desarrollar su existencia en espacios públicos de la ciudad, por ser aprehendidos por la Policía (independientemente de la comisión de delitos y contravenciones), porque sus padres carecían de medios para mantenerlos o porque se encontraban incapacitados para criarlos. Una vez que tomaban contacto con la defensoría, sus destinos comenzaban a entrelazarse. Siendo huérfanos de corta edad, lo más probable era que el defensor les buscara colocación en un asilo; un poco más grandes, eran acogidos en casas de familia donde se desempeñaban en el servicio doméstico.
Muchos menores aprehendidos por la Policía compartían el circuito cárcel/asilo/colocación. Llegaban a la defensoría después de pasar unos días en las leoneras policiales, reputados como potenciales delincuentes (“vagos”, “abandonados” e “infractores”) y eran encerrados en instituciones correccionales a la “espera [de que] estén algo corregidos de sus malos hábitos y costumbres para poderlos colocar hasta donde sea posible”.8 La amplitud de la intervención de la Policía con relación a los menores de edad que circulaban por el espacio público porteño se manifestó en las sucesivas disposiciones policiales que buscaban interponerse en la vida cotidiana de niños y jóvenes.9
Entre esas disposiciones, una de las más tempranas ordenaba la captura “de todos aquellos menores que se encuentren en la vía pública sin tener oficio conocido y que perturben el orden social llevando una vida licenciosa y de perdición”.10 Esta resolución sobre la vagancia de menores de edad nació anudada a la habilitación de un nuevo espacio de reclusión para ellos: el pabellón especial de la Penitenciaría.
Con su redacción laxa y ambigua, esta disposición de 1885 habilitó el arresto de un crecido número de niños y jóvenes de la ciudad de Buenos Aires. Buena parte de los menores detenidos por mendicidad, vagancia y/o abandono por parte de sus progenitores, resultaban en la práctica muchachos trabajadores, partícipes de una economía informal y callejera cuyo producto era aportado al sostén común del hogar, lo cual pone de manifiesto el carácter artificial de las nociones de abandono y vagancia.11
Muchos otros niños eran llevados por sus propios padres, tutores o guardadores a los despachos de los defensores. Algunos iban a certificar la “entrega” del niño en cuestión a un tercero para que lo criase, dejando constancia de las condiciones de la cesión en el acta labrada ante el defensor. Otros acudían a solicitar la intervención del defensor para que el chico ingresase a alguna institución asilar, conforme la situación de extrema pobreza de la familia de origen. Asimismo, era habitual la presencia de progenitores y guardadores que apelaban al defensor alegando incapacidad para corregir a los menores a su cargo, visto lo cual los entregaban “por el tiempo que estimase oportuno”, delegando al defensor “todos los derechos que la ley le acuerda”.12
Una vez ingresados a la órbita de la defensoría, los menores iniciaban un trayecto institucional marcado por la rotación entre diferentes espacios. En términos generales, a partir de la edad de 6 o 7 años la vida de los menores de las defensorías se caracterizaba por la alternancia de períodos de reclusión y etapas de trabajo para terceros (ya fuese en industrias, comercios, estancias o casas de familia). Los menores eran “colocados” con “guardadores” que asumían cierto grado de responsabilidad a partir de la celebración de un contrato ante el defensor, que en el plano ideal era el encargado de velar por su cumplimiento, pero que en el mundo real funcionaban como gestores de un mercado laboral infantil de características más bien informales.13
La colocación de los menores de las defensorías se practicó en clave de género. Los defensores, con la mayor facilidad, colocaban a las niñas en el servicio doméstico, para lo que eran altamente requeridas por su “carácter más dócil y […] más adaptable al trabajo”.14 La colocación de varones en casas de familia, por el contrario, “no da[ba] resultado. Fugan en casi la totalidad”.15 Esta diferenciación de género se tradujo en una tendencia a la uniformidad de los destinos femeninos -que invariablemente desembocaron en el trabajo doméstico- frente a una mayor diversidad de expectativas por parte de los varones, que podían ser destinados a talleres o industrias en calidad de aprendices16 o a distintos cuerpos de línea;17 podían ser enviados a los territorios nacionales o colocados en alguna casa de comercio como dependientes, así como en un establecimiento rural, alejados del ámbito urbano, al servicio de un patrón o capataz.
Estos períodos laborales solían intercalarse con fases de encierro en instituciones correccionales y asilares, que hacían las veces de locales de depósito por un espacio de tiempo que pretendía ser aprovechado para que el menor en cuestión morigerase su carácter y suavizara su conducta, a fin de prepararlo para reiniciar el ciclo en el mercado de trabajo.
Reparemos en que hasta los últimos años del siglo XIX, los defensores no tuvieron muchas opciones con relación a los espacios de reclusión de sus pupilos, sobre todo tratándose de los varones.18 Fuera de los cuerpos de línea, el ejército y la marina (a los que no todos los menores podían entrar), los defensores no contaban con establecimientos donde asilarlos más allá de los dirigidos por instituciones como el Patronato de la Infancia, la Sociedad de Beneficencia o el Asilo de Niños Desvalidos, con cuyas direcciones los defensores debían negociar cierta cantidad de plazas (acuerdos que no siempre llegaban a buen puerto ni se mantenían en el tiempo).
Es en este contexto que en mayo de 1885 el Poder Ejecutivo decretó la habilitación de un pabellón de la Penitenciaría Nacional como un espacio de reclusión diferencial, en el que funcionarían “talleres especiales” en “donde pueda obtenerse la corrección de los reos menores de edad y de los menores que se remitan por el Ministerio Pupilar”. La dirección de la Penitenciaría tomaría los recaudos necesarios para que las entradas y salidas de uno y otro tipo de menores quedasen registradas en libros separados y para que no se confundiese “la condición de los menores simplemente depositados con la de los delincuentes o criminales”.19 Esa diferenciación aparentemente tan nítida entre abandonados y delincuentes debe ser resignificada de acuerdo al contexto de enunciación.
En sus orígenes, este nuevo espacio de reclusión correccional fue considerado de forma ambigua por los defensores. Por un lado, entendían que era la respuesta que el gobierno había dado a sus reclamos y, en tanto tal, era saludado por los funcionarios. Por otra parte, y pese al “poderoso auxilio” que prestaba para la regeneración de los menores, no llenaba las necesidades de la defensoría, en parte, por una cuestión de plazas, es decir, de espacio físico.20 Pero también porque para los defensores este pabellón representaba una “reclusión severa” que no era aplicable a la totalidad de los menores a su cargo, sino solo a aquellos que la merecen “para ser apartados del camino del vicio”. Sin embargo, había muchos otros niños “de condiciones morales, buenas costumbres y marcadísimos hábitos al trabajo” que eran “dignos por todo concepto de gozar del amparo de la caridad pública”, para quienes era necesario habilitar un espacio diferenciado de la Penitenciaría.21 Pedro Roberts, el defensor de la sección Sud, planteaba la inconveniencia de encerrar conjuntamente a adultos y menores en la Penitenciaría: “sería de desear que ese establecimiento fuese separado de la Penitenciaría y llevado a un local en el que los menores no tuvieran motivo de recibir los ejemplos e inspiraciones de los presidiarios”.22 No olvidemos que la Penitenciaría Nacional era considerada por entonces la prisión más moderna de Argentina, inaugurada en 1877, para albergar a los criminales más peligrosos y violentos.23
Esos reparos iniciales se disiparon poco más de un año después, cuando en medio de las disputas que desató el caso Sicar, Roberts defendió abiertamente el envío de menores a la Penitenciaría. Apuntando al éxito de este establecimiento, “pues los menores que han sido allí remitidos han sentido una rápida y conveniente morigeración en sus costumbres”, Roberts afirmaba que los benéficos resultados de los talleres especiales de la Penitenciaría se expresaban en la disminución de los progenitores que se acercaban a su oficina en busca de corrección para sus vástagos rebeldes.24 Lejos de constituir un proyecto consumado de disciplinamiento y control social para menores de edad, el pabellón especial se presentó ante los defensores como una opción más entre otras, favorita para un público adolescente más bien rebelde, pero no exclusiva para todos los menores que caían bajo su jurisdicción.
2. Resistencias y tensiones
Fue en este establecimiento que un día de invierno de 1886 recaló Manuel Sicar. Como ya adelantamos, Manuel tenía 17 años y su guardador -el comerciante Fernando Viademonte- lo había regresado a la Defensoría después de 14 años de tenerlo consigo porque le resultaba “imposible sujetarle en sus tendencias a los vicios”.25 Pedro Roberts recibió a Manuel y se encargó de enviarlo a la “Escuela de Oficios” de la Penitenciaría. Fue justamente ahí, en el pabellón cuatro, que nació esta historia. Cuando ya llevaba “algún tiempo” recluido, Manuel salió del anonimato de la historia escribiendo. Contactó con éxito al juez del crimen Guillermo Torres, ante quien presentó un recurso legal solicitando su excarcelación. Con una prolija caligrafía, casi sin faltas ortográficas y cierto manejo de la gramática, Manuel Sicar redactó de puño y letra un escrito certero y eficaz.
Ese documento que dio pie a un expediente judicial inusualmente sintético, nos devuelve la imagen de un joven despierto, preciso, que supo aprovechar las circunstancias a su favor. Manuel no refiere el motivo de su detención; no habla en ningún momento de sí mismo ni de su conducta; no se “defiende” de falsas acusaciones ni se muestra a sí mismo como un pobre chico. Su estrategia es otra. Manuel, lacónico, se limita a señalar las fallas técnicas de su detención: “ni el Sr. Defensor de Menores ha podido ordenar mi prisión en la Penitenciaría ni mi tutor Viademonte solicitarla allí”.26 Se revela en su escrito como conocedor de la norma: cuestiona explícitamente la capacidad legal del defensor para encerrarlo, dado que “el inciso 4° del artículo 122 de la [Ley de] Organización de los Tribunales determina claramente las atribuciones y facultades de estos funcionarios. En el presente caso, mi prisión no ha cido [sic] decretada con intervención judicial, según lo establece la citada ley”.27
¿Bajo qué circunstancias Manuel pudo conocer la normativa que ordenaba las facultades de los defensores de menores? ¿Lo aprendió durante su estadía en el pabellón cuatro, de los intercambios con sus compañeros de infortunio? ¿Habrá indagado afuera, en algún momento de esos catorce años que vivió bajo la guarda de su tutor? No lo sabemos. El caso de Manuel Sicar tiene el mérito de formular más preguntas que las que permite responder. Pero lo cierto es que lo que aprendió en algún momento sobre la potestad del defensor de quien dependía en última instancia, lo usó en su favor.
Describirse como “preso en esta Penitenciaría” es una estrategia que apunta directamente a la sensibilidad de su interlocutor: un joven sin padres, colocado desde hace años, encerrado en un “lugar destinado para los criminales sujetos a la jurisdicción del fuero del crimen […] no es un sitio de corrección de menores”, argumentaba Manuel.
Finalmente, el muchacho introdujo en su escrito un dato más: su guardador, Fernando Viademonte, estaba por salir del país “sin haber rendido cuentas de la tutela que se le encomendó”. ¿Qué significaba esto? Legalmente, los guardadores que tenían menores a su cargo debían abonar mensualmente un canon que era administrado por los propios defensores, con el objetivo de que, alcanzada la mayoría de edad, el menor contara con un pequeño capital que lo ayudara en la lucha por la vida. Aunque Manuel sabía que el fuero judicial en el que debía reclamar esos pagos era el civil (y no el criminal), el joven pedía al juez del crimen que impidiese la salida del país a Viademonte, hasta tanto este hubiese regularizado el pago de los “emolumentos” adeudados.
Manuel accionó legalmente y logró su liberación. Hasta ahí llega nuestro conocimiento de su vida. El 15 de agosto de 1886, el juez Guillermo Torres sentenció que “siendo la Cárcel Penitenciaria un establecimiento destinado exclusivamente para penados y para procesados por infracciones a la ley penal y no existiendo ley alguna que autorice a detener allí a los menores, ni aún por vía de corrección: líbrese oficio al Dr. Defensor de Menores a fin de que retire inmediatamente de ese establecimiento al menor Manuel Sicar”.28 El muchacho debió seguir bajo tutela del defensor (legalmente, la acción del Ministerio Pupilar continuaba hasta la mayoría de edad, esto es, los 22 años); pero a partir de aquí el archivo calló.
El juez Guillermo Torres dictaminó su inmediata libertad por dos motivos. Por un lado, porque impugnaba la facultad del defensor de aplicar la pena de reclusión por su “sola orden”.29 En efecto, el inciso 4° del artículo 122 de la Ley Orgánica de los Tribunales establecía que esa medida exigía una intervención judicial que Roberts salteó. Por otra parte, porque su juzgado desconocía el hecho de que en la Penitenciaría se hubiese habilitado especialmente una parte para la corrección de menores que remiten los defensores, los cuales “están confundidos con los menores delincuentes”.30
El caso es que el ministro de justicia Wilde dio vista a Roberts y así le ofreció la posibilidad de un descargo. El alegato del defensor no se privó de enrostrar la ignorancia supina del juez en relación a las opciones vigentes en materia de establecimientos correccionales de menores, ni de hacer ver que la Penitenciaría llenaba vacíos insalvables en la actividad diaria de las defensorías. A su vez, Roberts explicitó la filiación histórica que existía entre las defensorías y el Ministerio de Justicia, como para conjurar la fantasía de unos defensores de menores dependientes del poder judicial, aunque como señalamos, su actividad cotidiana revistió un carácter ambiguo. Pero lo que realmente sacaba a Roberts de sus casillas era el cuestionamiento de sus atribuciones:
La observación del señor Juez del Crimen de que el Defensor por su sola autoridad, sin intervención judicial, no podía enviar menores en corrección a los talleres destinados al objeto, no tiene razón de ser, pues el Defensor como funcionario especial, creado por la ley, para la guardia y dirección de los menores huérfanos, que se hallen bajo su acción, procede administrativamente, obra dentro del límite que le demarca su autoridad propia, no existiendo motivos para que funcionarios de otro orden se inmiscuyan en sus actos, máxime cuando ellos son arreglados y prudentes. Si para cada caso que el Defensor, en ejercicio de sus funciones, deba remitir a un menor incorregible a los talleres habilitados a este fin, tuviera la necesidad indispensable de recabar el asentimiento judicial, ello importaría dejar subsistentes las faltas de aquel o postergar su corrección indefinidamente.31
Detengámonos en la descripción que hace de la naturaleza de su poder: si bien creado por ley, en la concepción de Roberts el defensor no tiene más límites que su propia autoridad, vale decir, actúa de modo discrecional sin que se justifique la injerencia de ningún otro funcionario en sus acciones. Eso que Roberts caracteriza como un procedimiento que inevitablemente conduciría a una postergación de la corrección y a la disminución de su eficacia -es decir, la intervención judicial-, no solo es una afirmación falaz (en el sentido de que no existen motivos para creer que ese procedimiento malograría la corrección), sino que además va en contra de la letra de la ley que reglamenta su ejercicio. El inciso 4° del artículo 122 de la ley citada autorizaba a los defensores a imponer penas de reclusión correccional a los menores que observasen mala conducta por el plazo de un mes, pero con expresa intervención judicial.
Sin embargo, lo más interesante resulta el intento de Roberts de ligar el fracaso de la corrección de los menores a la intervención de otro funcionario en el procedimiento cotidiano que determina su reclusión. Lo que Roberts estaba defendiendo en este caso era su área de incumbencia, su jurisdicción, la potestad de decidir por su sola autoridad el destino de los menores a su cargo. En realidad, lo que estaba en medio de este caso es un problema de poder. En palabras de Roberts:
Si los menores de mala conducta pudieran concebir la idea de la existencia de un señor Juez que los protegiera directa o indirectamente en sus tendencias a los vicios, el desenfreno de aquellos sería mayor y fácilmente se convertirían en pequeños conspiradores contra el orden y la tranquilidad social; de imperar un estado semejante equivaldría a abrir las válvulas al desorden y a la corrupción en el seno mismo de la sociedad.32
El defensor cerró su alegato rogando al ministro “dictar una medida eficaz que establezca el ejercicio libre del defensor, cuyas funciones las considero moralmente coartadas por la intromisión de funcionarios extraños en los propios actos de su jerarquía oficial”.33
¿Por qué tuvo Roberts una reacción tan virulenta? Porque en el caso de Manuel Sicar se jugaba mucho más que el destino de un muchacho de 17 años sin familia; aquí se ponía en juego la continuidad de una práctica más que extendida de administración del derecho de corrección. Una práctica que se producía en los márgenes de la ley, en esa zona gris de aplicación de la justicia de menores que quedaba fuera de control efectivo, sin que nadie se ocupase de verificar su cumplimiento. En los albores de la organización de la administración nacional de justicia, con unos defensores con pocas armas legales y menos infraestructura material aún, salvaguardar sus prerrogativas iba a ser una más de las tareas que debiesen ejercitar de forma recurrente.34
3. En el nombre del padre: pobreza y moralización tras el derecho de corrección
El ingreso a las defensorías de niños y jóvenes “en corrección” no solo era sumamente frecuente, sino que estaba estandarizado a través de una gramática precisa: “habiendo agotado todos los medios a su alcance para conseguir encaminar al expresado menor por la senda del bien” y siendo “imposible corregir los instintos de vagancia”, son dos formulaciones que conjunta o alternativamente atiborran el libro de actas de la Defensoría Norte de la década de 1880.35 Si bien en las peticiones recogidas en las actas de las defensorías no se nombra siquiera al artículo 278 del Código Civil, lo cierto es que la asiduidad con que se reiteran esas fórmulas que denuncian la incapacidad parental de criar a los hijos, nos permite pensar en progenitores que usan estratégicamente ese argumento para resolver el problema de la subsistencia y la educación de su prole.36 En este sentido, no está demás insistir no solo en los usos que hacen los sectores populares de las leyes y de las instituciones,37 sino también en los vínculos entre la táctica de la reclusión correccional -vía derecho de corrección paterna- y las limitaciones de la Ley de Educación Común en la etapa inicial de su implementación.38 Pensemos que ir a la escuela no solo implica el gasto en vestido, viaje, útiles, libros, etc., sino que envuelve sobre todo un “costo de oportunidad” -esto es, el empleo que el menor no realiza y al que renuncia para asistir a clases-. En este sentido, la reclusión correccional resultaba doblemente ventajosa desde el punto de vista de las familias pobres: no solo porque proveía a sus hijos de una educación elemental y básica, sino porque los dotaba de un oficio, al tiempo que les garantizaba techo y comida.39
Independientemente del cálculo que hiciera cada progenitor al solicitar la internación de su(s) hijo(s) en establecimientos correccionales, lo cierto es que estas estrategias generaban juicios morales contradictorios entre los defensores. La solicitud de asilo e instrucción para su prole por parte de los progenitores pobres, que se presentaba enmascarada tras el argumento de la necesidad de corrección, era juzgada como una expresión de la irresponsabilidad y el desamor de quienes querían instruir a sus hijos a costa del Estado, para luego sacarles provecho material, un argumento harto reiterado en todos los documentos del período.40 Sin embargo, no era evaluada de la misma forma la persona que teniendo a su cargo a un menor de la defensoría, volvía a ella en busca de corrección.
Este fue en el caso de Manuel Sicar, o mejor, de su guardador. Resulta interesante tener presente que Pedro Roberts acudió en defensa de Fernando Viademonte cuidándose de destacar “los sacrificios que [Viademonte] tenía hechos procurando siempre el bienestar de ese menor, al cual había dádole una instrucción esencialmente comercial, por ser su carrera la del comercio, y en la esperanza de alguna vez colocarle al frente de sus negocios, esperanzas que se veía[n] desvanecidas ante la conducta de todo punto irregular de dicho menor”.41 Claro que la buena crianza que Viademonte habría prodigado a su pupilo constituía -elípticamente- un argumento en defensa propia, la prueba de su buen juicio: el defensor Roberts había velado por los intereses del menor a su cargo como “un buen padre de familia” mediante la colocación de Manuel con un hombre que lo trataba como a un hijo. Lo había preparado en su propia “carrera”, sacrificándose por él; había pensado en su futuro y en su bienestar, con la ilusión de verlo convertido en su sucesor, es decir, todo lo que “un buen padre de familia” haría por su propio hijo. Incluso el encierro en la Penitenciaría “por vía de corrección”, solicitado por Viademonte, podía interpretarse en el marco de las potestades paternas sobre sus hijos, de acuerdo a los derechos que le confería el artículo 278 del Código Civil.42
Sin embargo, más allá de la identificación de la figura del defensor con la del padre de familia, no era clara la filiación entre el derecho de corrección que establecía el Código Civil en su artículo 278 y la reclusión correccional efectivamente ejercida por los defensores en virtud de las facultades que le eran legalmente admitidas.43
Tres meses después de haber despachado el caso Sicar, el nuevo ministro de justicia Filemón Posse visitó la Penitenciaría, como lo hacían todos los que habían ocupado su cargo anualmente. Lo que le llamó la atención no fue que hubiese menores alojados en el pabellón especial que su antecesor había autorizado erigir, sino que los niños y jovencitos allí alojados habían sido “condenados” a permanecer ahí por uno, dos, tres y hasta cuatro años.
El ministro, preocupado, pidió explicaciones a Roberts del por qué de esos encierros: “ni en sus notas [de remisión de menores] ni en los asientos de los libros constan las causas ni el objeto de la reclusión de esos niños. Toda reclusión por tiempo determinado, mucho más cuando es de tan larga duración, solo puede ser impuesta como pena, careciendo Ud. de jurisdicción para imponerla”, le reclamó Posse al defensor.44 Y el ministro razonaba: si fuesen menores desamparados (huérfanos o abandonados) los enviados al pabellón especial de la Penitenciaría, “para darles abrigo y alimento, evitando así su corrupción, solo deben estar allí hasta tanto se les encuentre una colocación conveniente”. Si fuesen incorregibles remitidos a petición de sus padres en virtud del artículo 278 del Código Civil, el término máximo de detención es de un mes. Posse no se explicaba entonces el por qué de esas eternas estadías de niños y jóvenes en las mazmorras de la Penitenciaría.
Roberts respondió que su proceder se explicaba por la autorización que ese Ministerio le había dado a ambas defensorías el 9 de mayo de 1885, al habilitar los talleres especiales en la Penitenciaría para recluir menores a su cargo. El argumento de Roberts descansaba en que su acción como defensor no podía equipararse a lo establecido por el artículo 278, ya que la reclusión establecida en dicha norma se llevaría a cabo en un establecimiento penal perteneciente al Estado, mientras que el pabellón habilitado en la Penitenciaría
no es un establecimiento penal y, por consiguiente, no obstante la repugnancia que en un principio le causó por su anexión a la Penitenciaría, lugar de tanto malvado […] sin tener otro local y ser imposible la colocación de estos menores en casas de familia por su mala conducta, a solicitud de sus padres, y por decisión de esta Defensoría, se han remitido los que actualmente existen en el departamento referido.45
La lógica del argumento era circular: los menores son incorregibles, por lo que los padres los llevan a la defensoría, por el mismo motivo no pueden ser colocados en casas de familia, entonces el defensor -en virtud del artículo 278- manda a los menores al pabellón especial de la Penitenciaría. Sin embargo, como ese departamento “no es un establecimiento penal”, la restricción temporal de un mes presente en el citado artículo “no procede” cuando la aplica el defensor. Y el razonamiento sigue:
La época de uno a cuatro años marcada para la permanencia de alguno de estos menores, ha sido en su mayor parte consentida por los padres que han suplicado al defensor, en razón de serles de todo punto imposible mantenerlos a su lado por la conducta irregular observada, la tendencia decidida a los vicios, la falta a los respetos y obediencia que les son debidos, y, en fin, por considerar que antes de ese término, no es posible el aprendizaje de ningún arte u oficio.46
Este párrafo, que encuentra auxilio en la voluntad paterna para justificar la ilegalidad del accionar de los defensores, es fecundo porque pone de manifiesto los vínculos entre la situación material de los peticionantes y el derecho de corrección, entre miseria y moralización; y de ese modo permite empezar a explicar los hilos que hilvanan las medidas penales y asistenciales que, al unísono, caracterizaron toda la historia del complejo tutelar de menores en Argentina.
Reflexiones finales
El ministro Posse desarmó el argumento de la autorización de 1885, aduciendo que esa resolución “está muy lejos de facultarlo a ordenar la reclusión de menores por tiempo determinado”.47 Sin embargo, la intervención de los defensores en los casos en que los progenitores solicitaban la reclusión de sus hijos por vía del derecho de corrección continuó hasta fines de siglo XIX.48 Habrá que esperar a los primeros años del siglo XX para encontrar que, de a poco, se va instalando la mediación del juez en los procedimientos de reclusión por corrección paterna; cuestión que será vivida por los defensores como un acto que institucionalmente les ataba las manos.
No obstante, algo del orden de lo consuetudinario de la incipiente administración de justicia sobre los menores ejercida por los defensores subsistía aún. En ese sentido creemos que pueden leerse los coincidentes reclamos de defensores y administradores penitenciarios cuando subrayan lo contraproducente de un periodo tan breve de reclusión correccional.49
Tal y como funcionaron desde fines del siglo XIX, las defensorías constituyeron parte nodal del archipiélago penal-asistencial por el que la minoridad transitó su experiencia. En este sentido, creemos que asilos, orfanatos, cárceles, colonias, defensorías, juzgados, hospicios, casas de corrección y otros ejemplares de la misma especie formaban un conglomerado, una suerte de amalgama en cuyos pliegues se iba homogeneizando la suerte y el destino de las criaturas a las que retenía. Caracterizamos como penal y asistencial a un solo tiempo a estas instituciones por las que circulaban los menores, ya que todas ellas comparten una vocación punitiva y filantrópica que delata una concepción de la minoridad como problema social que requiere urgente resolución, involucrando respuestas represivas y asistenciales al mismo tiempo. Así, este archipiélago penal-asistencial tiene la capacidad de reunir en su seno a una población heterogénea que a su contacto se va asimilando: en la rotación y el traslado permanentes por este “continuo carcelario” se van “produciendo” los menores y procurando su reforma.50
Pensamos que el derecho de corrección, tal y como se practicó en las últimas dos décadas del siglo XIX, pone de manifiesto ese carácter penal-asistencial a la vez. Fue un mecanismo legal que articulaba las necesidades materiales de sostenimiento e instrucción de sectores populares en situación de pronunciada pobreza con los márgenes de actuación discrecional de un funcionariado que desde muy temprano debió intervenir en un contexto de suma precariedad. Casi sin personal a cargo, carentes de espacios físicos y recursos materiales con los que socorrer a los menores que caían bajo su jurisdicción, los defensores de menores pelearon por mantener dentro de los límites de su jurisdicción el ejercicio de ese derecho de corrección que -como buscamos demostrar a lo largo de este trabajo- no era otra cosa que un eufemismo, una forma velada de referir a las limitaciones materiales de un sector de la población para asegurar las condiciones de su reproducción social.
Que el archivo nos haya dado la oportunidad de reconstruir una parte pequeña pero significativa de la vida de Manuel Sicar nos permitió no solo indagar sobre las condiciones en las que, hacia el último cuarto del siglo XIX, la justicia de menores se fue constituyendo, sino también poner nombre, apellido y voz a un sujeto doblemente subalterno. Pobre y menor de edad, el hecho de que Manuel haya podido recurrir a la justicia y ponerla por una vez a su favor nos sugiere la potencia de una historia social preocupada por los sujetos, por las tramas de relaciones en las que esos sujetos desarrollan su existencia y los vericuetos por donde la agencia histórica se filtra y llega hasta nosotros. El caso de Manuel Sicar da cuenta de los usos plebeyos de la legalidad.
Fuentes
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Archivo General de la Nación Intermedio, Buenos Aires (AGNIA)
Memoria presentada al Congreso Nacional de 1884 por el Ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública Dr. D. Eduardo Wilde. Tomo II. Buenos Aires: Imprenta de la Penitenciaria, 1884.
Memoria presentada al Congreso Nacional de 1887 por el Ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública Dr. D. Filemón Posse. Tomo II. Buenos Aires: Taller Tipográfico de la Penitenciaria, 1887.
Memoria presentada al Congreso Nacional de 1888 por el Ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública Dr. D. Filemón Posse. Tomo I. Buenos Aires: Taller Tipográfico de la Penitenciaria , 1888.
Memoria presentada al Congreso Nacional de 1890 por el Ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública Dr. D. Amancio Alcorta. Tomo I. Buenos Aires: Taller Tipográfico de la Penitenciaria, 1890.
Memoria presentada al Congreso Nacional de 1894 por el Ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública Dr. D. José V. Zapata. Tomo I. Buenos Aires: Taller Tipográfico de la Penitenciaría Nacional, 1894.
Memoria presentada al Congreso Nacional de 1895 por el Ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública Dr. D. Antonio Bermejo. Tomo I. Buenos Aires: Taller Tipográfico de la Penitenciaría Nacional, 1895.
Memoria presentada al Congreso Nacional de 1896 por el Ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública Dr. D. Antonio Bermejo. Tomo II. Buenos Aires: Taller Tipográfico de la Penitenciaría Nacional, 1896.
Memoria presentada al Congreso Nacional de 1898 por el Ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública Dr. D. Luis Beláustegui. Tomo I. Buenos Aires: Taller Tipográfico de la Penitenciaría Nacional, 1898.
Memoria presentada al Congreso Nacional de 1899 por el Ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública Dr. D. Osvaldo Magnasco. Tomo I. Buenos Aires: Taller Tipográfico de la Penitenciaría Nacional, 1899.
Memoria presentada al Congreso Nacional de 1900 por el Ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública. Tomo I. Buenos Aires: Taller Tipográfico de la Penitenciaría Nacional , 1900.
Memoria presentada al Congreso Nacional de 1901 por el Ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública. Tomo I. Buenos Aires: Taller Tipográfico de la Penitenciaría Nacional , 1901.
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Notas