Resumen: Desde hace algunos años asistimos al nacimiento de nuevas perspectivas vinculadas al estudio del coleccionismo y los museos, nuevas miradas que permiten trascender las tradicionales historias institucionales. Analizamos aquí el proceso de constitución de una colección americana del Museo de Etnografía de Neuchâtel buscando poner en evidencia el importante papel de los científicos vocacionales y mostrar cómo una experiencia accidental se transformó en discurso científico con proyección museográfica. Nuestra voluntad es reflexionar sobre las limitaciones vinculadas a la pretendida construcción del conocimiento científico en las instituciones museísticas y desvelar las fallas de las supuestas verdades antropológicas contenidas entre sus muros.
Palabras clave: museosmuseos,coleccionescolecciones,etnografíaetnografía,NeuchâtelNeuchâtel,indígenasindígenas,ParaguayParaguay.
Abstract: During the last several years we have witnessed the birth of new perspectives related to the study of collecting and museums, new insights that allow transcending the traditional institutional histories. Here, we analyze the build up process of a specific South American collection of the Ethnographic Museum of Neuchâtel seeking to highlight the relevant role of the vocational scientists and show how an accidental experience became a scientific discourse with a museographic effect. We intend to discuss the limitations associated with the intended construction of the scientific knowledge at the museum institutions and to reveal the flaws of the supposed anthropological truths kept within its walls.
Keywords: museums, collections, ethnography, Neuchâtel, indigenous, Paraguay.
Resumo: Nos últimos anos temos assistido ao nascimento de novas perspectivas relacionadas ao estudo do colecionismo e dos museus, novos olhares que permitem transcender as tradicionais histórias institucionais. Analisamos aqui o processo de constituição de uma coleção americana do Museu de Etnografia de Neuchâtel buscando destacar o importante papel dos cientistas vocacionais e mostrar como uma experiência acidental se tornou um discurso científico com projeção museográfica. Nossa intenção é refletir sobre as limitações associadas à pretendida construção do conhecimento científico nas instituições museológicas e revelar as falhas das supostas verdades antropológicas contidas dentro de seus muros.
Palavras-chave: museus, coleções, etnografia, Neuchâtel, indígenas, Paraguai.
Artículo de investigación
El etnógrafo accidental: François Machon, la construcción de una imagen sobre los indígenas del Paraguay y su proyección en el Museo de Etnografía de Neuchâtel (Suiza)
The accidental ethnographer: François Machon, the construction of an image of the indigenous peoples of Paraguay and its projection on the Ethnographic Museum of Neuchâtel, Switzerland
O etnógrafo acidental: François Machon, a construção de uma imagem dos indígenas do Paraguai e sua projeção no Museu de Etnografia de Neuchâtel (Suíça)
Recepción: 07 Julio 2016
Aprobación: 05 Septiembre 2016
D esde hace ya algunos años, las investigaciones vinculadas a la historia de los museos apuntan a la necesidad de observar y analizar las prácticas reales desarrolladas en el interior de estos espacios e insisten en señalar la pertinencia de repensar el rol de actores que durante largo tiempo no fueron considerados protagonistas en la producción del conocimiento científico. Esa nueva mirada permite trascender las tradicionales historias institucionales para sumergirse en el estudio de los personajes, las tradiciones y las contradicciones que se esconden tras los objetos y las colecciones.2
Lejos de esa ilusoria imagen que vincula el nacimiento y desarrollo de los museos a proyectos científicos extremadamente organizados, lo cierto es que en la consolidación de numerosas instituciones museísticas el papel jugado por los aficionados y científicos vocacionales ha sido determinante.3 Esto es especialmente evidente en el caso de los museos etnográficos. Por esta razón, si no se profundiza en las conexiones y las alianzas (generalmente informales) establecidas por sus directores con esos agentes radicados dentro y fuera de la comunidad de referencia, no pueden entenderse los procesos de formación y ampliación de las colecciones museísticas. Es preciso, por tanto, examinar los discursos y las prácticas asociadas a los objetos prestando especial atención a las redes de intercambio y de provisión de datos y de artefactos establecidas entre estas instituciones y sus variados donantes, a las jerarquías y relaciones creadas en torno y a partir de los objetos y, claro está, a las contingencias y a los acontecimientos inesperados.4
François Machon nació el 20 de abril de 1862 en Neuchâtel (Suiza), en el seno de una familia de origen francés. Tras obtener su diploma de médico, y después de un fracasado intento por especializarse como oftalmólogo, se embarcó hacia América adonde llegó en 1887.5 Instalado en Argentina, se desempeñó primero como médico de familia en Buenos Aires, para asentarse después en Rosario donde ejerció la medicina durante catorce años.
Durante su estancia en el extremo sur del continente americano, Machon dio rienda suelta a una de sus pasiones, los viajes. A lo largo del siglo XIX, el viaje se configuró como uno de los instrumentos supremos del conocimiento. Bajo el deseo de establecer un corpus de información veraz provisto de datos útiles, no solo para la ciencia, capaces de poner fin a las, entonces consideradas, fantasiosas crónicas de los siglos precedentes, numerosos europeos se lanzaron a la aventura de descubrir lo ignoto y escondido en tierras lejanas.
Como tantos otros viajeros, Machon se adhirió a ese afán por experimentar en carne propia, por ser testigo, por ver, por observar en directo. Ese deseo lo condujo hasta el Paraguay, esa isla rodeada de tierra firme.6 Su peculiar ubicación geográfica e histórico y particular aislamiento tanto natural como autoimpuesto convirtieron a este país en un gran desconocido. Tierra de proyecciones míticas, arcadia de difícil acceso, su impermeabilidad contribuyó a acentuar la imaginación occidental vinculada al paraíso perdido.7 A lo largo del siglo XIX, dadas las restricciones impuestas por los gobernantes de esta nación, pocos europeos se habían aventurado a sumergirse en el país.8 Sin embargo, a finales de la centuria, las nuevas condiciones sociopolíticas propiciaron el redescubrimiento de este espacio.
En ese contexto se enmarca el viaje de François Machon. En 1891 el suizo emprendió un viaje9 cuyo destino final eran las cataratas del Iguazú.10 Como él mismo señalará, años después,11 la lectura de un artículo en la prensa paraguaya, en el que se ensalzaban las bellezas de este espacio natural, “había inflamado su imaginación” hasta el punto de organizar una expedición que partió de Villa Rica y lo llevó a caballo hasta Caaguazú, para después remontar el Monday y encontrar finalmente la desembocadura del Iguazú.12
Definida por el propio Machon como “una loca aventura de un joven de ciudad sin ninguna experiencia en ese tipo de viajes”,13 la travesía tuvo consecuencias inesperadas. Durante el regreso, uno de los tres peones que acompañaban a la expedición desertó y, según el suizo, la necesidad de encontrar un guía provocó una estancia forzada entre los indígenas cainguás.14
De esta manera, Machon se sumerge en la periferia de la frontera y penetra brevemente en el espacio liminar de unos indígenas apenas conocidos. Su aislamiento temporal y obligatorio, paradigma de las dificultades del viaje, unido a su contacto con un mundo considerado primitivo otorgan a su travesía características particulares. Como otros muchos viajeros, el suizo busca dotar a esta experiencia singular de una prueba veraz, que certifique la inmersión en lo desconocido y la vivencia en primera persona.
Fruto de ese fugaz encuentro con los cainguás -cinco días- nace así un breve texto,15 que recurre a uno de los topos clásicos de la literatura de viajes y, de manera más específica, de la antropología: demostrar que se ha estado allí. Transmutado en etnógrafo, Machon construye un relato que se pretende fiel reflejo de la vida y costumbres de estos “salvajes primitivos”.16 Desplegando gran parte de los recursos que constituyen las convenciones del género, Machon construye un texto, pretendidamente impersonal, en el que el sujeto (etnógrafo) busca presentarse como un mero descriptor de una realidad, los cainguás.17
El tono general está marcado por tres elementos: la minoría de edad, la carencia y, especialmente, la degradación. Los indígenas son presentados como menores,18 provistos de una docilidad nativa,19 y alegres, como niños que ríen por cualquier cosa, lo que vendría a demostrar su incapacidad o, al menos, limitación intelectual. Las características centrales del grupo son descritas a partir de la negatividad: su aislamiento habitacional, la ausencia de religión y de cultos externos, su vestimenta carente de complejidad, sus rostros “desfigurados” por la pintura facial, su casi ausencia de animales domésticos; todos ellos signos evidentes de un estado de civilización apenas entrevisto. Habilidades como la caza vienen dadas por su fusión y confusión con la naturaleza. Pero, sobre todo, Machon deja traslucir, a partir de su texto, la idea de la degeneración: en su opinión, tras el fin del breve contacto con los jesuitas y su benéfica influencia, los indígenas habían vuelto a caer, poco a poco, en su salvajismo primitivo. Según él, solo los padres jesuitas habían logrado combatir su extrema relajación y pereza innata que habían vuelto a imponerse; de manera que el regreso a un estado de civilización avanzado, apenas vislumbrado por ellos, se revelaba una tarea ardua y de larga duración.
A través de sus afirmaciones Machon proyecta una imagen de los cainguás marcada por el salvajismo y, sobre todo, trasmite su incapacidad para civilizarse por sí solos: menores tutelados, solo la presencia jesuita había podido sacarles temporalmente de su estado. El suizo establece una ligazón histórica entre la decadencia de las misiones y la propia decadencia de los indígenas; al vincular la empresa civilizadora de estas poblaciones con una entidad desaparecida del territorio, los jesuitas, parece negar toda posibilidad futura de transformación.
El texto es publicado en 1895 en el Bulletin de la Société neuchâteloise de géographie insertándose así en el circuito científico de la época.20 De esta manera, un breve escrito singular y subjetivo queda transformado en un texto autorizado, y el relato fragmentario de un solo individuo pasa a convertirse en la versión legítima de un otro inaccesible.
En 1901 Machon regresa a Europa,21 sin embargo, mantiene muy vivos sus vínculos con el continente. Ya instalado en Suiza, realiza varios viajes a América del Sur. En 1925, vuelve al Paraguay y se sumerge de nuevo en las fronteras internas del país; en esta ocasión, hace su aparición otro relato que, según el propio autor, busca contribuir al conocimiento de otro grupo indígena del territorio paraguayo, los guayakis.22
Las primeras referencias sobre los achés, conocidos como guayakis por la literatura occidental, se deben a los jesuitas, quienes trataron de incorporarles, sin éxito, a las misiones. Tras la expulsión de la Orden, el aislamiento de este grupo se hizo aún mayor, de manera que, durante la mayor parte del siglo XIX, permanecieron ocultos para el mundo occidental. A finales de la centuria la comunidad científica los redescubrió.23 A partir de ese momento, los achés se convirtieron en una enigmática problemática científica y se generó una fuerte competencia por obtener las primicias del estudio de este grupo, considerado un paradigma de lo primitivo.24
A través de su texto Machon buscó aproximarnos a esta “rareza científica”. Sin embargo, del propio escrito se deduce que, en este segundo viaje, el suizo no mantuvo contacto directo con los achés. Quizá, por esa razón, el texto se aleja de la aparente imparcialidad para adentrarse en lo experiencial. De esta manera, si en 1895 el suizo da forma a un monólogo sobre los cainguás, basado en la autoridad explicativa derivada del efímero contacto, un relato pretendidamente impersonal en el que se presenta como un mero descriptor de una realidad, en esta nueva incursión etnográfica recrea situaciones cotidianas y convierte el texto en un escrito personal. Más que un estudio sobre los guayakis, el relato es una evocación. Machon revisita su propio pasado y, al hacerlo, reivindica su temprana incursión en este espacio y su calidad de explorador, de verdadero pionero en el descubrimiento de una singularidad científica. En el texto afirma que fue durante su expedición inicial por el país cuando oyó hablar, por primera vez, de este grupo;25 muchos años después, de regreso en el Paraguay, decide partir en busca de estos indígenas, con la pregunta de si aún existían. A su llegada a Villa Rica, descubre con sorpresa, según sus propias palabras, que los achés no solo habían sobrevivido como grupo, sino que estaban muy activos.26
Machon rememora su primer contacto con ellos, establecido en 1891, a través de un niño cautivo: cuenta cómo, cerca de Caaguazú, tuvo la “inesperada suerte de poder examinar un joven guayaki de ocho años” que vivía entre los cainguás,27 quienes lo habían recogido tras quedar abandonado por su grupo durante una persecución.28 Años después, el suizo reconstruye ese encuentro y recuerda a este pequeño muchacho que, según él, mostraba “una agilidad verdaderamente sorprendente (y) trepaba por los árboles como los monos, y como ellos bajaba de nuevo en ocasiones boca abajo”.29
La brevísima descripción de las características más señaladas del grupo está de nuevo marcada por la carencia. Según Machon, los guayakis no cultivan nada, no poseen ningún animal doméstico, no bautizan sus casas, no tejen, no se interesan en el trueque con los blancos, no poseen objetos de metal y sus urnas negras (uno de sus elementos culturales más significativos) se ubican, como señalan los etnógrafos americanos, en un estadio anterior a la verdadera cerámica en el desarrollo de la historia de la humanidad. El mobiliario se distingue por su extrema simplicidad, poca variedad y falta absoluta de búsqueda artística. Según el suizo, “en ningún otro pueblo salvaje, en ningún otro punto del globo se encuentra nada tan primitivo”.30
Así, las presencias se articulan en torno a una negatividad narrativa, que las ausencias no hacen sino reforzar.31 Sin embargo, a ojos de la etnografía occidental eran precisamente esas ausencias las que dotaban a estos indígenas de un carácter singular y les hacía merecedores de atención.32 El distante debía ser, ante todo, distinto.
Y, de esta manera, a partir de tres elementos fundamentales: el recuerdo, las informaciones proporcionadas por colonos residentes en la zona y las menciones a la literatura existente sobre este grupo,33 Machon da forma a un texto que termina, también, insertándose en el circuito científico de la época al ser publicado en 1928, nuevamente, en el Bulletin de la Société neuchâteloise de géographie. A pesar de sus limitaciones etnográficas, el relato tiene el valor de adentrarnos en el impacto que habría de tener sobre estos indígenas el proceso de construcción de la moderna nación paraguaya; así, al describir las persecuciones a las que eran sometidos los achés tras sus incursiones en las estancias de los colonos blancos, Machon hace una breve y aguda reflexión acerca del destino final de los indígenas: los guayakis, afirma, no se defienden de los ataques de los blancos y, precisamente, por esa razón, los “valerosos” paraguayos desprecian a estos hombres “primitivos”.34 Su situación es aún peor frente a los colonos extranjeros quienes, según Machon, les masacran sin piedad y se muestran a menudo aún más crueles, pues saben que no corren ningún riesgo.35 El suizo tiene el mérito de introducirnos de lleno en la terrible situación vivida por los achés a lo largo del siglo XX.36 Machon anuncia en su relato la muy probable y pronta desaparición de este grupo y, como un verdadero miembro de la etnología de urgencia,37 propone esforzarse, antes de que eso ocurra, en “levantar el velo que aún esconde el origen de esta curiosa raza que ha logrado mantenerse con sus costumbres primitivas intactas”.38
A partir de su regreso definitivo a Europa, en 1901, Machon comienza la construcción de una identidad socioprofesional, con el fin de ubicarse en una determinada taxonomía de credibilidad científica, estatus y legitimidad. Para ello realiza diversos rituales, entre los que destacan su inserción en las sociedades científicas de la Suiza francófona de la época,39 una intensa actividad de mediación-divulgación40 y, muy particularmente, el establecimiento de una fructífera y duradera relación con el Museo de Etnografía de Neuchâtel. Esta última acción habría de otorgarle no solo el reconocimiento social, sino, sobre todo, la perdurabilidad del mismo.
A lo largo de sus viajes, el suizo muestra una especial preocupación por atesorar objetos pertenecientes a los cainguás y a los guayakis, los cuales poseían, aún más que el texto, materialidad simbólica, ya que constituían la prueba física evidente de su presencia en el terreno y de su contacto, directo o indirecto, con estos indígenas.
Sus relatos ponen en evidencia el interés por las industrias características de estos grupos. Así, en su texto sobre los cainguás Machon hace mención de las grandes calabazas para transportar el agua, de las pipas, de los collares de cuentas de colores y vértebras, y se detiene, particularmente, en el análisis de las armas, elemento considerado como consustancial al indígena.41 Aporta información acerca de los arcos y las flechas (medidas, materiales, etc.), y de las diferentes tipologías de estas últimas. Habla también de sus cestos, de sus bolsas de fibra y de sus objetos de arcilla, para, finalmente, hacer referencia a sus “primitivos” instrumentos musicales.42 Aunque Machon no hace ninguna referencia explícita al método de adquisición de los objetos, del propio relato se desprende que este estuvo basado en el intercambio.
El texto incluye un grabado en el que aparecen representados armas y diversos útiles de los cainguás (Figura 1). Esta imagen, que en el texto podría parecer un simple complemento visual destinado a fortalecer y hacer más legible el relato, adquiere un valor completamente diferente cuando se analiza el discurso expositivo del Museo de Etnografía de Neuchâtel. Como veremos posteriormente, en el caso de los cainguás, esta imagen terminaría por convertirse en la verdadera y única representación de este grupo.
El texto sobre los guayakis hace, de igual manera, referencia a sus objetos característicos, fundamentalmente, arcos y flechas. Menciona también sus “curiosas” urnas de cera, las cuerdas fabricadas con cabello humano, las hachas de piedra, los collares de dientes de mono y los grandes cestos para transportar a los niños.43 Según sus propias palabras, se trata de elementos marcados por su extrema simplicidad, poca variedad y falta absoluta de búsqueda artística. A pesar de todo, Machon no se resiste a hacer acopio de estos objetos que, en su opinión, certifican el primitivismo y la rareza de estos indígenas.
El suizo aporta también datos en relación a la manera en que los objetos fueron recolectados. Según afirma él mismo, en su primer viaje había tenido la suerte de adquirir dos objetos guayakis por intermediación de los cainguás: un “soberbio collar” de dientes de tapir y un pequeño brazalete de dientes de mono.44 Sin embargo, en su segundo viaje el método de acopio resulta singular. Tal como narra el propio Machon, poco antes de su llegada, los guayakis habían incursionado en las haciendas de algunos de los europeos asentados en las cercanías de Villa Rica; perseguidos, los indígenas huyeron abandonando algunos objetos que fueron recogidos por los colonos. Las razones por las que los colonos se interesaban por los artefactos de esos indios, a los que despreciaban, son diversas. Por un lado, la apropiación de los objetos constituía una apropiación simbólica de lo indígena; desposeerlos de sus escasas pertenencias, abandonadas durante la huida, suponía restarles fuerza en esa lucha ya desigual entre colonos e indios. Por otro lado, esos objetos constituían un verdadero botín,45 ya que resultaban sumamente apetecibles para la comunidad científica del momento, interesada en desvelar los secretos de este grupo primitivo; esa atención no hizo sino acrecentar su valor comercial, de modo que, dentro de un mercado internacional creciente y ávido, estos constituían un bien del que podía obtenerse un rédito importante.
Machon cuenta cómo Monsieur Naville, su anfitrión en Villa Rica, le regaló varios de los objetos abandonados por los achés en una de sus incursiones en su hacienda: un arco, diferentes flechas, una de esas “curiosas urnas de cera”, y, como “pieza rarísima”, una de esas cuerdas realizadas con cabellos humanos. De otro de los colonos, Monsieur Guggiari, quien poseía una “colección mucho más bella”, recibió un collar de dientes de mono.46
De esta manera, a través del intercambio directo, la adquisición y el regalo, Machon fue conformando una pequeña colección de objetos de los “salvajes y primitivos” indígenas paraguayos. Su entrada en el Museo de Etnografía de Neuchâtel se fragua en 1926. Ese año, el doctor, quien desde 1903 ostentaba el cargo de cónsul del Paraguay en Lausana, contacta con la institución, interesado por un objeto muy particular: una dalmática que había sido donada al Museo en 1889 por el entonces cónsul de Argentina en la ciudad de Neuchâtel, Monsieur Wuille-Bille. Esta pieza, a la que los documentos denominan casulla, tenía su origen en el pillaje llevado a cabo en la catedral de Asunción durante la Guerra de la Triple Alianza.
Machon propone al Museo restituir la dalmática al Paraguay y, como contrapartida, ofrece donar a la institución su propia colección de objetos etnográficos y arqueológicos, aunque dicha transacción debe permanecer en secreto.47 El acuerdo, tras diferentes vicisitudes, llega a buen término y la dalmática es devuelta a la nación paraguaya.48
La consecuencia de este affaire diplomático es la entrada en el Museo de una parte de sus colecciones americanas.49 Al año siguiente, 1927, Machon decide donar a la institución la mayor parte de sus colecciones, donación que se completará en los años sucesivos.50
En el contexto científico de los inicios del siglo XX, dos de las preocupaciones más acuciantes de las instituciones museísticas eran, por un lado, llenar los vacíos de la cartografía etnográfica y, por otro, registrar y dejar constancia visual de aquellos pueblos considerados primitivos y al borde de la desaparición. En el caso particular de Neuchâtel, estas preocupaciones toman forma en la figura de Théodore Delachaux, en esas fechas director de la institución (1921-1945).
Delachaux consideraba que era imprescindible “salvar los últimos vestigios de la industria de la humanidad primitiva mientras aún se pueda”; en su opinión, el Museo posee una obligación moral para con la sociedad y con sus descendientes: “acumular en nuestras colecciones un material precioso, testigo para ellos de los tiempos pasados”.51 Los objetos donados por Machon, pertenecientes a los indígenas del Paraguay, se ajustan perfectamente a estas premisas: poblaciones primitivas en riesgo de desaparición y, por tanto, material privilegiado para la ciencia.
Por otro lado, Delachaux concebía el Museo como el testimonio de un universalismo enciclopédico. Sin embargo, las vicisitudes históricas habían provocado que América estuviese presente en la institución de forma extremadamente limitada y colateral. Y, de manera fortuita, las colecciones Machon se convierten en la vía propicia para reparar las deficiencias americanas.
La importancia otorgada a estos objetos es tal que su entrada conduce a una reorganización total del espacio expositivo. Así, en 1928, las colecciones de la región andina son desplazadas a la galería del hall y los objetos de la región amazónica son sacados de la exposición permanente, en espera de encontrar un espacio en donde ubicarlos.52 Unos indios, considerados más primitivos y más auténticos, desplazan a otros. A partir de este momento, las colecciones Machon se convierten en el eje fundamental del discurso sobre América. Se configura así, en la década de los años treinta,53 un espacio expositivo marcado por dos elementos fundamentales: el exotismo y la prehistoria.54
A pesar de que estas colecciones representan una realidad espacial y cultural particularmente fragmentaria, el discurso visual desplegado a través de las vitrinas se pretende continental. De esta manera, unos pocos objetos escogidos crean la ilusión de constituir una verdadera representación del mundo americano. Por otro lado, su propia procedencia, étnica y geográfica, determina la construcción de una narración centrada en los espacios marginales y, sobre todo, no contaminados. Desde la perspectiva de la época, los objetos (re)cogidos por Machon constituyen los testimonios de la realidad concreta y completa de unos pueblos que viven en una etapa anterior a la civilización, en un pasado que confirma el triunfante presente de Europa. América se muestra como un territorio en el que aún subsisten sociedades en estado puro, y el Museo constituye el espacio destinado a albergar sus frutos antes de su completa desaparición. De este modo, la sala transmite una imagen cultural del Nuevo Mundo que pivota en torno al pasado, el primitivismo, la periferia y la utopía.
Uno de los elementos más singulares de este proceso es la peculiar relación establecida entre el entonces director del Museo, Theodore Delachaux, y François Machon; en esta puesta en escena de una realidad americana, el conservador, verdadero renovador de la institución, sucumbe a la voluntad del donante.55 El regalo ofrecido por Machon al Museo contiene un calculado sentido de trascendencia, ya que el don entraña una importante contraprestación: la exigencia de la exposición de los objetos. Pero, además, conlleva directrices precisas acerca de la puesta en escena de los mismos. El etnógrafo, como conocedor de la realidad indígena, proporciona a la institución las pautas que han de regir la sala americana. De esta manera, su autoridad se consolida y, sobre todo, se hace visible y puede perpetuarse. Así, el aparentemente neutro grabado, que el suizo había publicado para ilustrar su texto sobre los cainguás, queda, prácticamente, convertido en una vitrina del Museo (Figura 2).
Si en el relato esa imagen había servido para facilitar la lectura y reforzar el contenido, ahora, al transformarse en un dispositivo de exposición, se convierte en un ideal que condensa, fija y apresa la vida material de este grupo, de modo que esta cultura y su complejidad quedan reducidas a unos cuantos artefactos. Este ejemplo ilustra de manera clara hasta qué punto textos y objetos se complementaron. El relato permitía conectar realidades, pero el objeto posibilitaba no solo imaginar estas, sino hacerlas visibles; los artefactos llenaban los vacíos y aproximaban, aún más, la realidad descrita, y lo hacían, además, a través de las vitrinas de un museo, con lo que se amplificaba su mensaje.
Personaje secundario y casi desconocido, Machon se sitúa, como los propios territorios que habría de recorrer, en la periferia, en los márgenes de la frontera, en un espacio difuso que marca la transición entre los eruditos enciclopedistas y los especialistas profesionales. Su nombre no figura en las listas de los avanzados etnólogos ni de los renombrados naturalistas. Ni siquiera es recordado entre los exploradores.56 Sin embargo, en un espacio y en un momento concretos -la Suiza francófona de finales del XIX y principios del XX- Machon constituyó un destacado referente científico. Al encuadrar los conocimientos adquiridos al otro lado del Atlántico en términos lingüísticos, taxonómicos y culturales comprensibles para el público receptor, el suizo devino el puente que permitió el acceso a esa periferia que era el Paraguay y, sobre todo, al universo indígena que lo habitaba; un mundo inexpugnable para la mayor parte de la sociedad helvética. A través de sus actividades socioprofesionales y divulgativas, nacidas de la experiencia del viaje, vinculó espacios distantes y conectó realidades discontinuas. Él fue el experto que había hecho acopio de lo desconocido y lo presentaba ahora, traducido, a sus compatriotas. De esta manera, este etnógrafo accidental se convirtió en un productor de conocimiento científico sobre la realidad americana.
Su experiencia, breve, parcial y subjetiva, quedó transformada en autoridad a través del texto etnográfico y encontró en el Museo de Etnografía de Neuchâtel el espacio propicio para su (re)presentación. Los objetos de los guayakis y de los cainguás fueron transformados en instrumentos pedagógicos destinados a trasmitir una verdad científica.57 Descontextualizados y resemantizados, unos pocos artefactos escogidos pasaron a constituir la esencia de estas culturas. Convertidos en símbolos de la simplicidad y la carencia, su puesta en escena anulaba la complejidad cultural americana. A partir de pequeños fragmentos, la institución construyó un discurso sobre América y en particular sobre el mundo indígena. Y, de este modo, una colección accidental y con un discutible carácter científico determinó, durante años, la propia museografía americana de la institución.
La aproximación a la práctica etnográfica desplegada por Machon en el Paraguay y el análisis del ejercicio de (re)presentación, llevado a cabo posteriormente dentro del Museo, desvelan la necesidad de revisitar algunos de los grandes paradigmas construidos en torno a las instituciones museísticas.
Urge proyectar una mirada crítica sobre la historia de las colecciones, en particular las etnográficas, y, muy especialmente, sobre los discursos narrativos desplegados en torno a ellas. Solo desde un enfoque que acepte lo fragmentario como punto de partida, que explore las zonas grises, e incorpore a la reflexión el azar, los errores, las ausencias y, particularmente, las limitaciones humanas, económicas y científicas es posible imaginar una historia crítica de los museos, en especial los de etnografía. Una historia que escape de la sutil perpetuación de los discursos reduccionistas y se rebele contra la ilusión, que durante tanto tiempo ha imaginado el museo como un sagrado templo productor de un conocimiento científico incuestionable.