Artículos
Recepción: 22 Septiembre 2019
Aprobación: 26 Marzo 2020
DOI: https://doi.org/10.31840/sya.vi23.2153
Resumen: La ecología política contemporánea ha mostrado un creciente interés por la relación entre los conocimientos locales y la transmisión cultural en diferentes escenarios de crisis. El objetivo del presente artículo consiste en mostrar que los conocimientos locales frente a situaciones de desastre comprenden estrategias cuya reproducción social no es consecuencia ni de la influencia de la tradición, ni de esquemas de adaptación, sino que se transmiten en términos de herencia ecológica y cultural. Por un lado, elaboraremos una crítica al concepto de resiliencia y, por el otro, señalaremos que las perspectivas tipológicas sobre los desastres a nivel de las comunidades no hacen justicia a la capacidad de éstas para hacer frente a eventos catastróficos. Abrevando de la noción antropológica de cultura como práctica, estableceremos un enfoque sobre los conocimientos locales a través de la articulación de la percepción del entorno y la percepción del riesgo. Argumentaremos que la génesis de dichos conocimientos locales se asienta sobre la noción de herencia ecológica y cultural en tanto mecanismo de transferencia intergeneracional. Esta caracterización de las dinámicas de enseñanza-aprendizaje tiene implicaciones no sólo para comprender improntas conservacionistas, sino también para comprender cómo se suscitan procesos de innovación en términos de cambio cultural.
Palabras clave: desastres, adaptación, conocimientos locales, percepción, herencia ecológica y cultural.
Abstract: Contemporary ecological policy has shown a growing interest in the relation between local knowledge and cultural transmission in various crisis scenarios. The aim of this paper is to show that local knowledge in the face of disasters includes strategies whose social reproduction is not a result of the influence of tradition, or adaptive schemas, but is transmitted in terms of cultural and ecological legacy. On the one hand we will critique the concept of resilience and on the other, we will point out that typological perspectives on disasters at the level of communities fail to do justice to the capacity of the latter to deal with catastrophic events. Drawing on the anthropological notion of culture as practice, we will establish an approach to local knowledge through the coordination of the perception of the environment and risk perception. We will argue that the genesis of this local knowledge is based on the notion of ecological and cultural legacy as a mechanism of intergenerational transfer. This characterization of teaching-learning dynamics not only has implications for understanding conservationist perspectives but also for understanding how processes of innovation arise in terms of cultural change.
Keywords: disasters, adaptation, local knowledge, perception, cultural and ecological legacy.
Resiliencia y adaptación: las dos caras de una misma moneda
La crisis climática, asociada a los fenómenos tanto de gran aceleración (i. e. Antropoceno) como de escala global que se acercan a puntos de “no retorno” (Satgar, 2018) y la existencia de una biósfera antropogénica (Ellis, 2018; Smith y Zeder, 2013), parece ser el mejor escenario para potenciar los aportes de las ciencias sociales y las naturales con el fin de resolver conflictos específicos, entre ellos los suscitados en contextos de desastres, tales como sismos, maremotos o erupciones volcánicas. Es así como conceptos provenientes de otras áreas del saber, como la geografía, la climatología, la biología y la historia permean en las ciencias sociales, particularmente en la ecología política para aportar respuestas interdisciplinarias que hagan frente a problemas ecológicos y sociales (Biersack, 2006).
Conceptos como “adaptación” y “resiliencia”, que han sido trabajados de manera relativamente independiente y con una historicidad propia en la literatura ecológico-política, han sido cuestionados parcialmente y su uso se ha naturalizado en diferentes clases de discurso, incluyendo el de las conferencias internacionales de cambio climático. Resultan de particular interés para la presente investigación la adaptación y resiliencia debido a que son conceptos claves para la reflexión respecto al cambio cultural (i. e. evolución cultural), transmisión del conocimiento y las relaciones naturaleza-cultura en el contexto de los desastres como fenómenos procesuales.
La noción de resiliencia, si bien ha sido utilizada en la psicología incluso antes que en la ecología (Fleming y Ledogar, 2008; Olsson et al., 2015), su uso fue introducido en las ciencias biológicas por Holling como una manera de entender la dinámica no lineal de procesos tales como el mantenimiento de los ecosistemas frente a perturbaciones y cambios (Berkes et al., 2003). Básicamente, la idea de resiliencia apunta a la magnitud de la perturbación que puede ser absorbida, sin que un sistema sufra cambios fundamentales en sus características funcionales. Tales perturbaciones pueden ser de índole natural como los incendios boreales o los brotes de insectos, pero también pueden ser de índole antropogénica, tales como las causadas por la polución, la pérdida de ecosistemas y el cambio de la temperatura, entre otros. Los otros aspectos que caracterizan el concepto de resiliencia conciernen a la capacidad de autoorganización de un sistema socioecológico, así como la habilidad de generar aprendizaje adaptativo, lo cual en su conjunto resulta en el mantenimiento de la estabilidad de cara al cambio (Berkes et al., 2003).
Esta caracterización ha sido recogida en la literatura sobre cambio climático; así, podemos referirnos al concepto del Stockholm Resilience Center que, si bien no agota las reflexiones sobre el tema, afirma que la resiliencia es la “capacidad de un sistema, sea éste individual, un bosque, una ciudad, o una economía para hacer frente al cambio y continuar su desarrollo. Se trata de cómo los seres humanos y la naturaleza pueden utilizar los choques y las perturbaciones [...] para estimular la renovación y el pensamiento innovador” (Folke, 2016: 44). Este concepto es interesante porque retoma la noción de sistema, y resulta útil para este artículo debido a que enfatiza la idea de que la recuperación de un ecosistema no es “neutral”, sino que se la promueve en la medida en que la renovación y el pensamiento innovador propicien la recuperación y la transformación.
Es necesario preguntarse entonces, ¿qué implica el “pensamiento innovador” en términos de conocimientos locales?, y más aún, ¿cómo se promueven las respuestas para la transformación de los sistemas socioecológicos? ¿Qué implicaciones tiene la resiliencia en términos de cambio cultural (i. e. evolución cultural)? Al menos desde el surgimiento de la nueva ecología política, ha predominado una agenda de investigación que busca responder preguntas en torno al qué: ¿qué es ser resiliente?, ¿quiénes son resilientes?, dejando de lado preguntas relativas al cómo, es decir, sobre las formas en las que se suscita la resiliencia en tanto práctica, especialmente frente a situaciones de desastre. A continuación, exploramos algunas de las razones por las cuales el uso del concepto de resiliencia se ha atrincherado en el discurso académico y de la política pública.
Por un lado, la resiliencia presupone el vínculo entre una noción de sistema social y una de sistema ecológico, lo cual supone una propiedad constitutiva de los sistemas sociales que permiten a los individuos y las sociedades cambiar frente a situaciones ambientales como los desastres (Vayda y McCay, 1975). Una de las virtudes que supuso esta aproximación consistió en dotar de una óptica dinámica a la perspectiva ecológica interesada en los procesos de equilibrio y desequilibrio suscitados a partir de las relaciones entre individuos, ambiente y grupos sociales (Davidson-Hunt y Berkes, 2003). Asimismo, esta perspectiva colocó al concepto de resiliencia como una alternativa frente a las críticas tempranas a la aproximación de sistemas en equilibrio entre lo ecológico y lo social (Geertz, 1963).
En ese sentido, la ecología política ha hecho uso del concepto de resiliencia para entender los modos de relación entre las sociedades humanas y el entorno, en donde la cultura, las decisiones y las instituciones sociales están sustentadas por diversos y complejos factores socioambientales (Kottak, 2006; Olsson et al., 2015). Más aún, la noción de resiliencia ha hecho frente a una de las críticas más recurrentes de la antropología ecológica, para la cual las características sociales específicas responden a una motivación biológica de supervivencia (Harris, 1989). Dicho enunciado es referido en la antropología ecológica más contemporánea como “determinismo ambiental” (Ulloa, 2015). En el fondo, se alude a que la noción de resiliencia resulta crucial para la elaboración de modelos que impliquen una comprensión procesual de fenómenos socioecológicos en términos de causalidad múltiple (i. e. unidades territoriales, creación de redes, identidad, conocimientos locales, creación de instituciones, entre otros), desde diferentes escalas espaciales y temporales, y que al mismo tiempo puedan dar cuenta del desarrollo institucional desde la perspectiva de la economía política (Davidson-Hunt y Berkes, 2003).
En otro orden discursivo, el de la toma de decisiones, el concepto de resiliencia ha sido empleado para desplazar la noción diferenciada de vulnerabilidad social a partir del Decenio Internacional para la Reducción de Desastres Naturales (DIRDN) de la ONU. La inserción de dicho concepto en los procesos de riesgo-desastre conllevó a soterrar implicaciones causales de orden estructural como la pobreza y la falta de democracia, con la finalidad deliberada de implementar programas de ayuda internacional de carácter tecnocrático (i. e. transferencia tecnológica) que se limitaron a promover mejoras en la organización y el uso de seguros. Algunos ejemplos de esta aplicación del concepto de resiliencia fueron el paso del huracán Katrina en Nueva Orleans en 2006, o la inundación del río Serchio en Italia durante el 2009 (Macías, 2015). Esta lectura crítica del concepto de resiliencia relativa a los desastres, en oposición al carácter dialéctico del concepto de vulnerabilidad social, pone de manifiesto que el concepto de resiliencia no está libre de sesgos en su implementación.
En esa dirección, el concepto de resiliencia presupone otras dos clases de sesgos en su arquitectura teórica; uno de carácter biologicista y otro de índole sistemática. Respecto al primero, algunas aproximaciones contemporáneas continúan empleando el concepto de resiliencia a la luz de otros conceptos propios de la biología. Por ejemplo, Quandt (2016: 33) afirma que “un aspecto preeminente del enfoque sobre resiliencia para entender y manejar sistemas socioecológicos consiste en el ciclo adaptativo complejo”. Si bien el autor reconoce que el ciclo adaptativo complejo responde a la asimilación del cambio y de la incertidumbre para traducirlas en oportunidades para el crecimiento, nuestro señalamiento crítico denuncia la falta de un examen para entender relaciones entre naturaleza y cultura a la luz de las críticas a la noción de adaptación.
Por su parte, otros enfoques guardan un compromiso con una perspectiva sistémica en la medida en que tópicos como la estructura, el cambio y diferentes nociones de equilibrio les dan sustento. Uno de los trabajos más significativos corresponde a Stephen Lansing (1991) sobre cómo las instituciones humanas (i. e. subaks) y los paisajes ambientales en Bali (i. e. templos de agua) han coevolucionado a través de siglos para producir un sistema adaptativo complejo a diferentes escalas que involucra desde el simbolismo ritual hasta la práctica social (Lansing, 1991).
Ante este escenario, las ciencias sociales en general, y en particular la antropología, han aportado críticas significativas a esta concepción de resiliencia relativa al cambio climático. En esa dirección destaca el cuestionamiento sobre la “unidad” de análisis de la noción de resiliencia, pues está enfocada a nivel del ecosistema, dejando de lado las percepciones, decisiones, así como la agencia de los sujetos que constituyen los sistemas socioambientales. De acuerdo con Mirenda y Lazos-Chavero (2018), ante los desastres son las personas quienes corren riesgos, y quienes finalmente pueden generar estrategias para soportar dichos escenarios. Para estas autoras el enfoque sobre “el sistema” tiene implicaciones éticas, pero también ontológicas, ya que los seres humanos son el medio para hacer un ecosistema resiliente, lo cual da lugar a una política pública que muchas veces no dialoga con los contextos culturales locales, ni reconoce a los organismos (siguiendo la mirada ecológica) que dan vida y actúan dentro de los ecosistemas (Alberti, 2014).
Otro aspecto de esta crítica tiene que ver con el carácter funcionalista que subyace a la noción de resiliencia en la medida que pondera la capacidad de un sistema para soportar perturbaciones y, aun así, mantener su estructura y función básica (Quandt, 2016). En ese sentido, una de las observaciones que hacen Mirenda y Lazos-Chavero (2018) refiere a la implementación de las políticas y estrategias para la resiliencia, las cuales muchas veces fomentan la adhesión de las comunidades a los mercados neoliberales ya existentes, cambiando las dinámicas de comercio locales. Este es el caso de varias comunidades de los Andes bolivianos en donde la organización social de mujeres se ha desarrollado en torno a la creación de cooperativas mineras que, aunque refuerzan su identidad y genera dinámicas económicas nuevas, siguen centradas en modelos extractivistas que tienen un gran impacto ambiental (Gudynas, 2019).
Si bien la crítica antropológica al concepto de resiliencia ha aportado insumos importantes para repensar el carácter sistémico de las relaciones entre las personas y el ambiente, es necesario reconocer por un lado que, la noción de resiliencia posee implicaciones evolutivas al estar ligada a un concepto biológico que pretende dar cuenta de una dimensión temporal de larga duración desde la cual se pondera la adaptación de las personas o bien del ecosistema (sistema socioecológico). Por otro lado, es necesario destacar que dicha crítica por sí sola es insuficiente para hacer explícita la relación que guardan los conceptos de resiliencia y adaptación, la cual no es superficial, ya que, a un nivel más fundamental, las críticas a estas dos nociones se encuentran interrelacionadas.
La noción de resiliencia, en un sentido ecológico-evolutivo y a un nivel más fundamental, está fuertemente ligada al concepto de adaptación en términos de adecuación, esto es, en tanto alude a la sobrevivencia y la reproducción como vectores de la selección natural que gobiernan a ultranza no las decisiones de los sistemas, sino las de las personas, quienes constituyen parte importante de los sistemas. En ese sentido, una interpretación de la amalgama entre adaptación y resiliencia descansa, en un primer momento, en una visión reduccionista de la evolución cultural (Laland y Brown, 2002).
Por un lado, bajo esta óptica, las estrategias de índole cultural (i. e. acciones a nivel de las comunidades) serían tan sólo el resultado de transmisión de información y no la expresión negociada y traducida de conocimientos locales. Se presupone además que, en la medida en que dicha información cultural esté suficientemente distribuida entre varios individuos en una población, se podrá dar cuenta de un índice de adecuación, esto es, una medida que indique la diseminación de la resiliencia y la adaptación en términos de sobrevivencia y reproducción. Esta caracterización deja de lado las dinámicas de enseñanza-aprendizaje de los individuos sobre los conocimientos locales relativos a la conservación de su territorio, el acceso y distribución de los recursos, así como las improntas sobre innovación.
Por otra parte, la noción de resiliencia con sesgo adaptacionista caracteriza el ambiente como un mero escenario donde ocurren las acciones sociales que, en la medida en que están gobernadas por un imperativo de sobrevivencia y reproducción, son tan sólo la expresión del efecto del mecanismo de la selección natural (Laland et al., 2013; Sterelny, 2001). Esta caracterización resulta problemática, ya que, si esto fuese así, incluso dentro de la visión centrada en las personas y las comunidades, los desastres serían vistos como algo independiente de las prácticas culturales de las personas, y las estrategias puestas en marcha serían una reacción ipso facto para la sobrevivencia de los individuos y no necesariamente una estrategia derivada de la percepción del riesgo al interior de las comunidades.
Vemos pues que, aun enfocando el análisis a nivel de las personas y no de los sistemas socioecológicos, la crítica al concepto de resiliencia desde la antropología necesita trascender el sesgo adaptacionista que conlleva. Como veremos más adelante, una manera de lograr este cometido consiste en expandir la crítica al concepto de adaptación desde enfoques evolutivos contemporáneos (Ingold, 2007; Laland et al., 2015); de esa manera podremos reformular el alcance de la crítica a la noción de resiliencia, involucrando el papel activo de los individuos en el seno de dinámicas culturales de enseñanza-aprendizaje.
Una crítica al enfoque tipológico de los desastres
Desde el punto de vista sociológico se ha abordado la cuestión de los desastres a partir del debate que suscitó, durante la segunda mitad del siglo XX, la definición establecida por Charles Fritz en 1961, desde la cual el desastre se entendía como un evento que impacta sobre las funciones esenciales de la sociedad. Al respecto, autores como Enrico Quarantelli señalan, por un lado, que al definir lo que es un desastre, es necesario distinguir entre causas, características y consecuencias y, por el otro, que los desastres en sí mismos son epifenómenos del foco de la cuestión, a saber, los ciclos de riesgo y los agentes involucrados (Perry, 2007). Posteriormente la discusión no derivó más sobre los criterios de definición, sino sobre la naturaleza de los desastres como destrucción física o como disrupción psicosocial, así como la locación del desastre en el ambiente o en la sociedad. Hacia finales de la primera década del siglo XXI, la agenda de investigación en las ciencias sociales apuntaló la necesidad de abordar de nuevo el problema de la definición de desastre a través de la coexistencia de diversas tipologías (i. e. pensamiento taxonómico), con la finalidad de disminuir la potencial ambigüedad asociada con los eventos de desastre.
Esta es la visión tipológica sobre desastres de la cual abrevan los enfoques en política pública puestos en marcha a través del asistencialismo internacional y de las iniciativas del propio Estado, las cuales suelen tomar como guía las recomendaciones predictivas generadas en instituciones como el Panel Intergubernamental de Cambio Climático de la ONU. Estos lineamientos se han dado con el fin de generar estrategias para la reducción del riesgo y la adaptación de las poblaciones al cambio climático. En esa dirección, la mayoría de las recomendaciones por parte de los expertos consiste en la adopción de herramientas de conocimiento teórico-práctico para la planeación y prevención de acciones desde el ámbito de las políticas públicas enfocadas a responder ante las emergencias causadas por los desastres climáticos (Lucatello y Garza, 2017).
Sin embargo, algunas revisiones contemporáneas de la temática reconocen que existe una heterogeneidad de desastres, ante lo cual proponen un abordaje holista elaborado desde una óptica sociohistórica; en ese sentido, actualmente en las ciencias sociales se propende a la consideración de los desastres como un hecho social complejo (Garza Salinas, 2017). Si bien esta postura holista ha emergido como alternativa a la concepción dualista entre fenómenos meramente naturales y una visión social sobre desastres, en ésta persisten tipologías basadas en la distinción naturaleza/cultura, de las cuales hacen uso, por ejemplo, las instituciones encargadas de la protección civil.
Esta noción de complejidad ha introducido en la discusión una forma distinta de concebir el desastre, entendiéndolo ahora como proceso, con lo cual se hace eco de la noción de vulnerabilidad social diferenciada, que alude directamente a las condiciones de desarrollo de un país, como por ejemplo la ausencia de democracia, así como otros factores clave de índole coyuntural que eventualmente podrían propiciar situaciones de riesgo. Sin embargo, esta consideración es limitada ya que, desde la política pública, los diagnósticos siguen ponderando la construcción de resiliencia y concuerdan en la necesidad de la intervención de expertos (i. e. conocimiento tecnocientífico) que coadyuven en la planeación y el diseño de estrategias de adaptación (Macías, 2015). No obstante, cabe destacar que la noción procesual de desastre ha dado paso a la posibilidad de considerar más ampliamente los aspectos coyunturales de índole política y cultural como condiciones preexistentes a la hora de implementar el diseño de la prevención de riesgos.
Dicha posibilidad constituye el dominio de la investigación antropológica sobre el terreno que, a partir de inicios del siglo XXI, caracterizó una aproximación a los desastres como un tipo de evento comportamental o red de relaciones, y que intenta explicar la dinámica económico-social interna de los grupos humanos, sus relaciones ambientales y sociales, la naturaleza de su adaptación y los conocimientos que se emplean para reducir la vulnerabilidad y el daño ante desastres (Oliver-Smith, 1999). En ese tenor, algunos autores desde la ecología política han puesto de manifiesto la necesidad de tomar en consideración los conocimientos locales para afrontar las situaciones de desastre, más allá de la política pública (Pottier, 2003; Ellen, 2007).
Por un lado, esta impronta lleva consigo una perspectiva etnográfica sobre los desastres en la medida en que, al igual que la crítica de Mirenda y Lazos Chavero (2018), pone de manifiesto la necesidad de considerar las decisiones y acciones de las personas y las comunidades, en tanto constitutivos de los sistemas socioecológicos. Por otro lado, el énfasis en los conocimientos locales como eje vertebral de las estrategias que despliegan las comunidades ante diferentes tipos de desastres, más que oponerse a la apropiación del conocimiento científico y tecnológico, recupera las críticas tempranas en torno a las asimetrías de poder que subyacen en la dicotomía entre conocimientos locales y conocimiento científico (Agrawal, 1995; Nadasdy, 1999).
Una virtud de esta postura sobre desastres situada al nivel de las estrategias locales consiste en que coadyuva a desdibujar las fronteras que dividen a la naturaleza y la cultura. Dado que muchos conocimientos locales no distinguen entre hecho y valor, las inferencias predictivas (i. e. percepción del riesgo) producto del conocimiento de las personas están amalgamadas con una serie de consideraciones de carácter holista e indisolublemente ligadas a la acción moral (Ludwig y El-Hani, 2019), como puede verse en las prácticas de caza y pastoreo entre los habitantes de la región circumpolar o entre los dogones de Mali en África (Ingold, 2000). Asimismo, otra ventaja de este enfoque consiste en señalar que los conocimientos locales son susceptibles de ser transferidos intergeneracionalmente o bien de ser adaptados a un entorno diferente del cual surgieron (Mavhura et al., 2013). La transferencia vendría a ser, en una primera interpretación, una consecuencia del alcance y fuerza de la tradición, mientras que la translocación sería la posibilidad reflexiva de que los conocimientos locales puedan ser apropiados por científicos o por otras comunidades, de modo similar a como la ciencia académica puede ser apropiada por las poblaciones locales.
Sin embargo, aunque en el caso de los conocimientos locales se reconoce que muchos de los desastres ambientales de orden sísmico, volcánico o ecológico han estado íntimamente relacionados con patrones de asentamiento humano, tales como el abrupto cambio en el uso de la tierra, o la transformación de la organización social, resulta paradójico que aún se recurra a un enfoque tipológico como plataforma de trabajo (Ellen, 2007). Así, Roy Ellen clasifica las crisis tomando como eje las causas y sus efectos; por ejemplo, entre las causas de los desastres se encuentran las de carácter físico, las de carácter biológico y las de índole social, económica y política; no obstante, muchos de los efectos destacan por conjugar elementos adversos para las personas, pero también para otros organismos, y en algunos casos, la degradación ambiental en general.
Hasta aquí nos interesa señalar la disonancia que existe entre un enfoque tipológico y el potencial de los conocimientos locales para enmarcar las acciones estratégicas ante situaciones de desastre. Hasta ahora, la limitación del abordaje antropológico y ecológico político sobre los desastres radica, por un lado, en su consideración de los conocimientos locales a nivel comportamental o actitudinal, dejando de lado la cuestión de la volición y la intencionalidad en tanto factores clave para la percepción del riesgo. Por el otro, porque el enfoque sobre la dimensión comportamental o actitudinal no coadyuva a entender el papel de los conocimientos locales en escalas temporales de larga duración, como aquellas que propenden a un cambio cultural.
Más aún, otra disonancia significativa consiste en que las distinciones entre lo físico, lo biológico y lo social corresponden a definiciones epistemológicas u ontológicas por parte de los investigadores, pero no necesariamente corresponden a la manera en la que se despliegan los conocimientos locales. El argumento consiste en que si el reconocimiento de la importancia de los conocimientos locales, en tanto estrategias frente a los desastres, radica en incorporarlos más allá de las asimetrías de poder frente al conocimiento científico, entonces deberían ser considerados desde sus propios marcos de legitimación.
La noción procesual de los desastres a la luz de la herencia ecológica: los conocimientos locales a debate
Una manera de tomarse en serio la legitimación propia de los conocimientos locales, al margen de las asimetrías de poder respecto a la ciencia, es dar cuenta de las condiciones en las cuales dicho conocimiento emerge, esto es, su localización (Murray Li, 2005; Kalland, 2005). Por otra parte, dado que las estrategias frente a los desastres dependen de los conocimientos locales, y que los conocimientos locales no están distribuidos de manera homogénea entre toda la población, dar cuenta de las estrategias implicaría considerar factores etarios y de género como elementos clave para explicar cómo se despliegan y distribuyen las estrategias locales en la comunidad.
Tanto los factores de edad como de género permiten entrever la relevancia de los procesos de enseñanza-aprendizaje como condicionantes de la efectiva transmisión de conocimientos locales, que eventualmente se traducirán en estrategias frente a posibles desastres. Sin embargo, muchas veces los enfoques sobre conocimientos locales apelan a la tradición como el trasfondo que posibilita la transferencia intergeneracional (i. e. transmisión) de los conocimientos, sin considerar cómo se da la adquisición y pérdida de este conocimiento en mujeres, niños, ancianos, entre otros (Argueta-Villamar, 2011). En consecuencia, esta asociación entre conocimientos locales y tradición lleva implícito un sesgo esencialista sobre las comunidades, que en el fondo refleja la herencia ilustrada sobre el “buen salvaje”, quien, según se presume, actúa armónicamente con la naturaleza dada la íntima vinculación de su conocimiento con aquélla (Barnard, 2000).
Esta caracterización no sólo acontece en el dominio de los académicos, sino que se extiende a los discursos de los Estados-nación, así como a las propias comunidades cuando se formulan sus peticiones y demandas. Rastrear la diseminación de este discurso es importante porque, tal como afirma Tania Murray Li (2005), si “es en el contexto de las luchas de las comunidades frente a los embates del Estado-nación donde el conocimiento indígena ambiental toma significado y relevancia”, entonces, en alguna medida importante estas luchas también se dimensionan desde el discurso que legitima o marginaliza los conocimientos locales. Por ende, resulta paradójico que algunas veces se suscite una convergencia entre el discurso de autodeterminación (i. e. legitimación de los conocimientos locales) y el discurso impositivo del Estado-nación sobre cómo se generan los conocimientos locales. Esta paradoja se cifra en la noción de tradición como responsable principal de la transferencia intergeneracional de los conocimientos locales (Gálvez y Embriz, 2008).
Lo anterior resulta problemático no sólo porque no se explican las diferencias y los conflictos al interior de las comunidades, sino porque la noción de tradición presupone un sesgo informacional relativo a la cultura, que se establece en términos de transmisión. En contraparte, si consideramos que la cultura es mucho más que mera información almacenada en la cabeza de las personas, tal como sostenía la antropología cognitiva de Ward Goodenough (Ingold, 2000), entonces la transferencia intergeneracional de los conocimientos deberá plantearse como algo más que transmisión. Una manera de tomar en cuenta, por un lado, los factores etarios y de género y, por el otro, la cultura como algo más que información consiste en apelar a la noción de práctica (Lave, 1991; Ingold, 2000).
Así, la relevancia del enfoque de la cultura como práctica consiste en que, por un lado, permite ir más allá de la dimensión comportamental o actitudinal de los conocimientos locales y arroja luz sobre el carácter volitivo o intencional de éstos en los procesos de cambio cultural. Por otra parte, permite reformular la transferencia intergeneracional de conocimientos locales tomando en consideración escalas temporales de larga duración (i. e. evolutivas), evitando incurrir en el vacío atemporal de la tradición o en la visión cortoplacista de cambios actitudinales o comportamentales. Una manera de entender la transferencia intergeneracional de los conocimientos locales como práctica es en términos de herencia. Resta hacer ver en qué medida la noción de herencia proveniente del dominio de la biología permite recoger la reseña crítica hecha anteriormente al concepto de resiliencia y su vínculo con la noción de adaptación, y al mismo tiempo, permite recuperar la crítica hecha a la perspectiva tipológica sobre los desastres.
Si bien la noción de herencia proviene de la teoría evolutiva darwiniana, su aplicación sobre cuestiones culturales va más allá de la relación ancestro-descendiente. Incluso las escuelas de evolución cultural provenientes de la sociobiología señalan la importancia de otro canal de herencia además del genético, a saber: la herencia cultural (Boyd y Richerson, 2005). Sin embargo, como vimos anteriormente, dichos enfoques sociobiológicos presentan problemas en dos sentidos: primero porque suponen una visión reduccionista de la cultura como información y, por el otro, porque en la medida en que la cultura se encuentra enmarcada en la noción de adaptación, ésta se reduce a aspectos de la sobrevivencia y la reproducción (Ingold, 2007). Esta noción de herencia subyace incluso tácitamente en los enfoques antropológicos sobre desastres, desde donde se habla del fitness adaptativo de las sociedades industriales en la búsqueda de una perspectiva de sostenibilidad de larga duración (Oliver-Smith, 1999).
En contraste, una manera de establecer un horizonte evolutivo que nos permita hablar de herencia ecológica y cultural como algo más que mera información, y que, a su vez, nos permita matizar en qué sentido los conocimientos locales ante los desastres propenden a la reproducción social de manera prospectiva o anticipada (i. e. percepción del riesgo), consiste en abrevar de los aportes de la teoría de construcción de nicho, cuyo marco teórico, de acuerdo con algunos autores, resulta prometedor para articular cuestiones culturales y ambientales sin sesgos reduccionistas (Schultz, 2015).
La teoría de construcción de nicho (TCN) puede ser definida como el proceso por el cual los organismos modifican activamente su propio nicho y el de otros (Odling-Smee et al., 2003). Esta perspectiva enfatiza el papel que los organismos desempeñan en su ambiente, considerando que la “adaptación” no ocurre de manera pasiva frente a un ambiente cambiante, sino que los mismos organismos construyen y modifican activamente las condiciones ecosistémicas, sin que sea únicamente la expresión del mecanismo de la selección natural (Fuentes, 2016). En ese sentido, los desastres están íntimamente relacionados con las actividades no sólo de los seres humanos, sino de diferentes organismos, así como de las consecuencias de dichas acciones en el sistema socioecológico.
Por otro lado, los seres humanos son considerados como los mejores representantes de la construcción de nicho, pues tanto la herencia cultural como la ecológica constituyen las fuerzas principales de evolución de las poblaciones humanas (Odling-Smee, 2007; Rendell et al., 2011; Fuentes, 2016), siendo la noción de la herencia cultural y ecológica frente a situaciones adversas como los desastres, particularmente importante. La importancia heurística de esta teoría para el presente trabajo recae en que permite plantear la noción procesual de desastres en función de las dinámicas interactivas que se establecen entre la cultura y la naturaleza (i. e. estrategias y conocimientos locales), y que son transmitidas a la siguiente generación como un conjunto de prácticas, costumbres y saberes, pero que también se reflejan en los ecosistemas modificados que, a su vez, repercuten en la cultura (Kendal, 2011; Albuquerque et al., 2016).
La noción de herencia cultural se refiere a los procesos de transmisión de conocimientos, prácticas, estrategias, formas de relacionarse con el paisaje entre generaciones, pero también entre miembros de la comunidad, es decir, en gran parte de los procesos de enseñanza-aprendizaje que no se reducen a la transmisión de instrucciones (información). Por otro lado, la herencia ecológica puede ser definida como aquellas actividades realizadas de manera repetitiva sobre un ambiente como parte del proceso de construcción de nicho, que transforman las presiones selectivas de las generaciones posteriores (Odling-Smee et al., 2003).
La noción de herencia ecológica y cultural involucra tanto la historia evolutiva del ambiente —esto es, las transformaciones territoriales en las que han participado las comunidades activamente—, como una prospección de éste hacia el futuro basada en ese conocimiento sobre el pasado, lo cual permite a su vez generar pautas de acción ante lo que pudiese ocurrir, como por ejemplo ante el riesgo de un desastre. Dado que la noción de práctica se contrapone a la noción de cultura como información, tanto la memoria y las proyecciones futuras no dependen de un esquema mental adquirido, sino que se encuentran cifradas en la herencia ecológica y cultural, las cuales muchas veces se reflejan en la cultura material, los topónimos o las tecnologías del paisaje (i. e. terrazas, albarradas, camellones, entre otras) (Schultz, 2015).
Ahora bien, aunque la herencia ecológica y cultural se encuentra materializada en el entorno, las prácticas relativas a las estrategias locales no se transfieren de manera homogénea y sistemática, sino que se actúan en función de la percepción del entorno (Ingold, 2000). La percepción diferenciada del entorno se asienta sobre los factores etarios y de género, y se pone en marcha a través de dinámicas de enseñanza-aprendizaje, tales como la adquisición de habilidades y la educación de la atención. Sin embargo, cabe destacar que las habilidades no son una propiedad de los individuos, sino del campo de relaciones constituido por la presencia de los organismos-persona en un ambiente (Ingold, 2018). La relevancia de la percepción del entorno, que se traduce eventualmente en conocimientos locales, radica en que nos permite ir más allá de la discusión epistemológica entre riesgo e incertidumbre sobre los desastres al interior del gremio de los científicos sociales, al mismo tiempo que permite expandirla al nivel del terreno y de las capacidades inferenciales de los detentores de los conocimientos locales.
En esa dirección, dado que la percepción del ambiente posibilita las estrategias de las comunidades ante los desastres —en tanto los desastres implican la puesta en marcha de conocimientos locales—, la percepción del ambiente, y no sólo la tradición, está vinculada a la puesta en marcha de los conocimientos locales. Por ejemplo, la percepción del riesgo de un volcán va más allá de su aspecto devastador, teniendo en cuenta las ventajas que puede traer consigo contar con suelos ricos en nutrientes tanto para prácticas agrícolas como ganaderas. En muchos lugares los procesos coevolutivos de largo plazo han dado como resultado transformaciones antropogénicas del paisaje que han permitido a las poblaciones locales aprovechar ciertas desventajas (Ellen, 2007).
En la medida en que la visión de los desastres como proceso depende de prácticas de enseñanza-aprendizaje en las que subyace la percepción del entorno (i. e. conocimientos locales), es posible hablar de prácticas de resiliencia que abarquen no sólo la resistencia, sino también la innovación, e integren conocimientos locales, al concebirlos, más que como formas de percepción, como posibles respuestas ante los desastres. Un ejemplo que ilustra este aspecto es el caso de las ciudades finlandesas que han incorporado conocimientos locales de asociaciones de habitantes en la planificación urbana, lo cual ha permitido complementar datos ecológicos con información local en términos de historia, percepción del espacio físico y de ocupación del mismo para tomar decisiones de manera más eficiente (Yli-Pelkonen y Kohl, 2005). Asimismo, la reproducción social de dichas prácticas entendidas como procesos de herencia ecológica y cultural sensu la teoría de construcción de nicho, resulta un marco teórico prometedor para la ecología política en general y para los enfoques etnográficos sobre desastres.
Conclusión
A lo largo del artículo hemos elaborado una crítica al concepto de resiliencia tomando en consideración la noción de adaptación que le subyace; en ese sentido hemos planteado que tanto los cuestionamientos al concepto de adaptación como al de resiliencia sólo son relativamente independientes. Sin embargo, el alcance de dicha crítica fue matizado por el hecho de que hay razones importantes por las cuales el uso de este concepto se ha atrincherado en el discurso académico y de la política pública. Particularmente, este concepto ha resultado útil para la implementación de proyectos que buscan el acceso y uso de los recursos entre múltiples partes interesadas, donde las dinámicas de enseñanza-aprendizaje y memoria son fundamentales. Tal como han hecho ver Davidson-Hunt y Berkes (2003), algunos ejemplos refieren al proyecto Sense of Place dirigido por Gary Nabhan en Arizona, el programa People’s Biodiversity Registers en la India, y el proyecto Kagiwiosa-Manomin de las Nación Wabigoon en Canadá.
De igual manera, incorporamos las críticas hechas desde la antropología, las cuales ponderaron las acciones y decisiones a nivel de las personas y no de los sistemas socioecológicos, no obstante, señalamos la necesidad de trascender el sesgo adaptacionista de dichas críticas, poniendo de manifiesto la importancia de considerar el papel de los individuos y no sólo del sistema socioecologico. Sin embargo, hicimos explícita la falta de un escrutinio más profundo sobre la noción de resiliencia y su vínculo con la noción de adaptación, mostrando que, por un lado, es necesario seguir cuestionando estos conceptos desde la antropología sin soslayar la dimensión ecológica y, por el otro, porque dado que cada vez es más frecuente la naturalización del uso de tales conceptos, se ha venido conformando un discurso que se ha atrincherado tanto en la academia como en el ámbito de la política pública, incurriendo indirectamente en posturas reduccionistas (i. e. la cultura como información).
Por otra parte, hicimos ver la disonancia entre un enfoque tipológico sobre los desastres y la pertinencia de los conocimientos locales para enmarcar las acciones estratégicas ante situaciones de desastre. Sin embargo, si bien el enfoque sobre los conocimientos locales conlleva ventajas sobre el enfoque de políticas públicas para la reducción de riesgos, particularmente en relación al desarrollo de estrategias comunitarias frente a los desastres, dicha perspectiva aún abreva de un enfoque tipológico sobre desastres, con la particularidad de que éstos son interpretados a la luz de la noción de complejidad.
En contraparte, argumentamos que las distinciones tipológicas entre lo físico, lo biológico y lo social corresponden a distinciones epistemológicas u ontológicas por parte de los investigadores, pero no necesariamente corresponden a la manera en la que se despliegan los conocimientos locales. En consecuencia, si la importancia de los conocimientos locales, en tanto estrategias frente a los desastres, radica en incorporarlos más allá de las asimetrías de poder frente al conocimiento científico, entonces deberían ser considerados sus propios marcos de legitimación.
Sugerimos la noción de cultura como práctica, en cuanto eje vertebral, la cual permitió reformular la transferencia intergeneracional de conocimientos locales en términos de herencia. Articulamos esta noción de herencia con la reseña crítica hecha anteriormente al concepto de resiliencia y con la perspectiva tipológica sobre los desastres. Sugerimos que la consideración de los conocimientos tradicionales desde la mirada de la herencia ecológica y cultural puede ser una herramienta que permita a los tomadores de decisiones observar las dimensiones relacionales de los desastres preexistentes en los conocimientos de las comunidades, así como evaluar, desde ontologías locales, las implicaciones de la resiliencia y la adaptación, en particular aquellas que propenden a procesos de conservación e innovación.
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Información adicional
Libertad Chávez-Rodríguez: Editora asociada