ARTICULO
La protección de la infancia como problema social en América: vicisitudes en la construcción de un problema de estudio
Child Protection as Social Problem in the Americas: Challenges in the Construction of a Field of Study
La protección de la infancia como problema social en América: vicisitudes en la construcción de un problema de estudio
Revista Austral de Ciencias Sociales, núm. 38, pp. 75-98, 2020
Universidad Austral de Chile
Recepción: 06 Marzo 2019
Aprobación: 25 Mayo 2020
Resumen:
. En este artículo se presentan algunas reflexiones críticas en torno a una experiencia concreta de investigación doctoral, cuyo objetivo ha sido comprender los procesos a través de los cuales la protección de la infancia devino un problema social en América, a partir del caso del Instituto Interamericano del Niño, la Niña y Adolescentes. Tal reflexión tiene dos objetivos: por un lado, poner en valor aquellas decisiones teórico-metodológicas que permitieron establecer las preguntas, el corpus y los objetivos centrales de la investigación, en un esfuerzo por arrojar luz sobre aquellos procesos a los cuales, en general, tenemos acceso en su forma final y acabada; y por otro, retomar las claves y dimensiones de análisis centrales para el abordaje de la protección de la infancia en América como un objeto de estudio específico, y así dejar disponibles esas herramientas para otros trabajos centrados en la construcción de problemas sociales.
Palabras clave: problema de investigación, protección de la infancia, problemas sociales, archivo, organismo internacional.
Abstract: In this article I provide some critical reflections on a specific doctoral research experience, the objective of which has been to understand how child protection came to be defined as a social problem in the Americas, focusing on the Inter-American Children’s Institute as a case study. This article has two main aims. First, by expanding on the theoretical and methodological decisions which led to the dissertation’s research questions, objectives, and corpus, this paper represents an attempt to illuminate the progressive nature of research, which usually we can see only in its final and complete stage. Secondly, by reassessing the key terms and categories of analysis deployed in the study of child protection in the Americas, this article seeks to render these tools available for other scholars interested in the research and construction of social problems.
Keywords: Research Question, Child Protection, Social Problems, Archives, International Agency.
Introducción
La construcción de un problema de estudio es un trabajo fundamental en la investigación en ciencias humanas y sociales. Diversas decisiones teórico-metodológicas están implícitas en ese ejercicio del cual solemos conocer únicamente un resultado final, delimitado y bien definido. El propósito de este artículo es poner en valor dichas decisiones e inscribirlas en la historicidad del proceso de investigación, en el entendido de que ellas son espacios de articulación necesarios de tener en cuenta para comprender los modos en que se establece y sustenta el corpus, objetivos e interrogantes que vectorizan el resultado final del trabajo. Para ello, el texto presenta algunas reflexiones en torno a una experiencia concreta de investigación doctoral, cuyo objetivo ha sido comprender, desde una perspectiva socio-antropológica en clave histórica, los procesos a través de los cuales la protección de la infancia devino un problema social en América, a partir del caso del Instituto Interamericano del Niño, la Niña y Adolescentes.1
Se trata de una invitación a recorrer distintos estadios de esta investigación a través de un relato en primera persona, dividido en dos momentos. En la primera parte reviso los procesos de construcción del problema de estudio, sobre el supuesto de que éste no se encuentra recortado de antemano, sino que se articula al ritmo de las vicisitudes que contempla la experiencia de investigación: el trabajo de campo, el encuentro con lecturas diversas o el intercambio científico, por ejemplo. Gracias a este ejercicio retrospectivo, en la segunda parte del trabajo me detengo en las dimensiones de análisis que he propuesto para abordar el objeto de estudio, con el objetivo de ofrecer algunas herramientas críticas que resulten productivas en el diálogo con otros estudios centrados en la construcción de problemas sociales. Retomar ambas operaciones –la construcción del problema y la presentación de las dimensiones de análisis- es también una manera de reconocer el potencial del Instituto Interamericano del Niño, la Niña y Adolescentes como caso de estudio, un caso muy poco explorado y que, desde mi perspectiva, cataliza elementos productivos para conocer, de manera amplia, la estrecha relación entre la producción de conocimiento, las relaciones de poder y las modalidades de subjetivación, implícita de manera decisiva en los procesos de construcción de la infancia como problema social.
1. Construir un problema de estudio: enfoques, fuentes e intercambios
El 20 de noviembre de 1989 fue aprobada la Convención Internacional de los Derechos del Niño (CIDN), el primer tratado internacional relativo a la infancia cuyo cumplimiento puede ser exigido jurídicamente a los Estados que lo suscriban. Este documento representó un novedoso esquema de pensamiento en el campo de la infancia, en cuanto se le supuso la capacidad de hacer emerger una “nueva generación” de prácticas, actores y disciplinas que funcionaran como recambio de aquellas “contaminadas” con la antigua cultura tutelar (Schuch 2012: 42), y así derrotar, cultural y materialmente, a aquellos viejos modelos que situaban a niños, niñas y adolescentes como objeto de protección para posicionarlos, por fin, como sujeto de derecho.
A partir de la década de 1990, muchos de los estudios que quisieron indagar en las reconfiguraciones que asume la tutela de la infancia en el marco de este nuevo régimen hicieron eco de la unanimidad que adquiría este documento entendido como superador –tal como bien lo han explicado Pupavac (2001), Barna (2011) o Schuch (2012), entre otros-. En esa línea, el énfasis estuvo puesto en la brecha existente entre este documento universal y las posibilidades concretas de darle cumplimiento en los contextos locales. Esos trabajos se dedicaron sobre todo a denunciar la arbitrariedad de las prácticas basadas en las viejas normativas sobre la minoridad, y entraron, en muchos casos, en una lógica que podemos entender como dicotómica, en la medida que toman posición desde la CIDN para evaluar binariamente lo superado/no superado, lo cumplido/no cumplido.
Identificar estas dicotomías fue un ejercicio central para establecer los primeros objetivos de la tesis doctoral en la cual se focaliza este artículo y, en primer término, ubicar algunos puntos de inflexión con mis investigaciones precedentes. Esto es así pues antes de realizar esta tesis –y, por tanto, antes de hacer de la Antropología y la Sociología mis campos disciplinarios–, el marco conceptual con que discutía estaba principalmente compuesto por categorías del campo de la Psicología y el Psicoanálisis, en particular de las teorías sobre la construcción psíquica temprana y los problemas graves del desarrollo infantil (Bick 1968; Meltzer 1974; Tustin 1977; Bion 1997). Entonces mi objetivo era comprender los modos en que algunos dispositivos –parentales, terapéuticos o de derecho– determinan las condiciones de posibilidad para el despliegue subjetivo de niños y niñas, para así avanzar en el conocimiento de la intersección entre la categoría de “infancia” y los modos en que estos dispositivos la producen, la recortan y la determinan.2 En este sentido, mis investigaciones se habían concentrado en los efectos que la acción de estos dispositivos podían tener en la experiencia de niños y niñas y, por tanto, ya embarcada en el proyecto de la tesis doctoral e incipientemente interesada por la CIDN, hubiese sido fácil inscribirme entre aquellos estudios que se orientan a la denuncia, digamos, a identificar y abordar de manera crítica las intervenciones abusivas que determinadas configuraciones institucionales pueden ejercer sobre niños y niñas.
En estos términos, si bien el trabajo que venía realizando podía articularse como una alerta y abonar desde esa óptica a las políticas de protección o a los procesos de ampliación de derechos, recurrí a la Antropología Política en busca de herramientas que me permitiesen desplazar la mirada desde las normas y reglamentaciones hacia las redes de relaciones sociales, las rutinas institucionales y las categorías que han sido construidas para clasificar a determinadas infancias e intervenir sobre ellas. Así, entré en diálogo con una serie de trabajos que me permitieron pensar que, apartándome de esta mirada que evalúa si las acciones se ajustan o no a la normativa, podía emerger todo un campo de indagación para comprender cómo y por qué esas acciones, en tanto ejercicios de poder, se habían desplegado en primera instancia (Das y Poole 2008; Das 1995; Fonseca 1999; Fonseca y Cardarello 2005; Mac Dowell 2007; Muzzopappa y Villalta 2009; Poole 2012; Sinhoretto 2011; Souza Lima 2002; Sarrabayrouse 2009; Schuch 2009; Tiscornia 2004, 2011; Tiscornia et al. 2010). Se trata de aportes que resultaron centrales para repensar los dispositivos que venía estudiando no sólo en términos de sus especificidades –es decir, de sus funciones, procedimientos o límites de intervención–, sino también de las múltiples relaciones que ellos establecen, las disputas de poder que protagonizan y la forma en que construyen –a partir de esas relaciones y disputas– su objeto de intervención.
En el marco de esta perspectiva teórico-metodológica me interesé por aquellos estudios que abordan específicamente problemas relativos a la infancia (Fonseca 1998, 2004; Fonseca y Schuch 2009; Schuch 2009; Vianna 2002a, 2002b, 2010; Villalta 2010, 2011, 2012, 2013), los cuales me entregaron nuevas herramientas para concebir a la CIDN como un producto histórico singular, anclado en un contexto determinado y signado por relaciones de poder específicas. En este sentido, si hasta entonces había trabajado sobre el supuesto de que los modos de acción respecto de niños y niñas no son inocuos –si no que moldean directamente su experiencia y su involucramiento con el mundo adulto–, este marco conceptual hizo posible reconocer la complejidad social que se despliega en la gestión de la infancia, en la medida que ella se encuentra atravesada por diversas normativas globales, leyes nacionales, aparatos estatales y locales, organismos transnacionales, organizaciones no gubernamentales, instituciones religiosas, medios de comunicación, y, por supuesto, los mismos niños, niñas y adolescentes, sujetos de derecho, y sus familias. Es ahí donde mi pregunta de tesis encontró un primer espacio de articulación desde el cual establecer un campo de investigación, esto es: partir del supuesto de que los derechos de niños y niñas son una sedimentación contemporánea de una serie de procesos históricos, y que las prácticas estatales que le son acordadas, son producto –ni acabado, ni completo– de largos procesos, en los que una diversidad de actores e instituciones reclamaron legitimidad para intervenir y para definir lo que se ha ido entendiendo como una infancia deseable (Villalta 2013).
Este primer desplazamiento me permitió dejar entre paréntesis lo que había sido un recorrido preocupada por los efectos, para abrir las preguntas que inspiraron inicialmente mi investigación doctoral: ¿cómo se han producido los discursos que han reclamado (al menos temporalmente) un valor de verdad respecto de la infancia? ¿Cómo esos discursos colaboraron en la construcción de un dominio de conocimiento y acción específico llamado “protección de la infancia”? ¿Quiénes fueron los actores preponderantes en ese proceso? ¿Qué tipo de relaciones ellos entablaron? ¿Cuáles son las persistencias y discontinuidades de las prácticas y representaciones que desplegaron?
Para desarrollar estas interrogantes, desde un comienzo me interesé por el componente regional y por indagar en la dimensión transnacional del movimiento de protección de infancia en América. Para ello, la Antropología Política también podía proveer herramientas fructíferas, en particular aquellas que permiten problematizar la dicotomía entre lo global y lo local para hacer del espacio internacional un campo de estudios en sí mismo. Tal como ha sugerido Sally Engle Merry (2010) dicho espacio es una construcción híbrida y porosa constituida de redes de circulación, disputas de sentido y luchas de poder que, de distintas maneras, pueden ser objeto del trabajo etnográfico.
Fue en estos términos que pude valorar el potencial del Instituto Interamericano del Niño, la Niña y Adolescentes como caso de estudio. Fundado en 1927 como un centro de estudios, documentación y propaganda, este Instituto es, desde 1949, el Organismo Especializado en Infancia de la Organización de Estados Americanos (OEA). Como centro de estudios, su gestión se basó en el supuesto de que la producción de saber era la herramienta fundamental para generar transformaciones duraderas en las condiciones de vida de niños y niñas, mientras que la anexión a la OEA tuvo el efecto de desplazar ese rol de vanguardia en la centralización y difusión de conocimiento hacia nuevas acciones, ahora directamente condicionadas por su contrato como organismo técnico.
Si hubiese seguido preocupada por los efectos, probablemente habría planteado el objetivo de evaluar si las prácticas y producciones impulsadas por el Instituto eran efectivas y eficaces, o habría intentado determinar de qué manera su prédica se veía materializada en la creación de instituciones, leyes o intervenciones específicas en los estados americanos. En cambio, la vasta y compleja trayectoria este organismo se prestó como un prisma fructífero para mis nuevas interrogantes, pues permitía identificar y analizar la persistencia y variabilidad histórica de aquellos mecanismos a través de los cuales el movimiento americano de protección de la infancia fue paulatinamente configurándose.
Hay que considerar que el Instituto formó parte de las cristalizaciones inaugurales de ese movimiento. Concebido al calor de los primeros Congresos Panamericanos del Niño (CPN) -el primero celebrado en Buenos Aires en 1916-, fue fundado en Montevideo, en 1927, por un grupo de científicos y profesionales de distintos países de la región que, si bien pertenecían a espacios ideológicos y disciplinarios diversos, consideraron necesaria su coordinación para generar un “mapa de conocimiento” sobre la “infancia americana”. Inicialmente compuesto por representantes de diez estados americanos,3 la principal preocupación del Instituto en sus primeros años fue motorizar un intercambio que permitiera conocer los problemas que venían configurándose en sus diversas realidades locales, así como a las medidas que se tomaban para hacerles frente. En palabras de su fundador, el célebre pediatra uruguayo Luis Morquio (1927: 47-48), era imposible “seguir ignorándose” y, por tanto, se tornaba indispensable contar con un “centro de referencia” que estimulara la integración de los hasta entonces aislados esfuerzos en la región. Para avanzar en esa dirección se articuló un doble compromiso: los estados debían fomentar la producción y sistematización de saberes específicos sobre sus infancias, mientras que el Instituto debía generar los espacios para que esos saberes fuesen compartidos, y promover diálogos y consensos. En un primer momento, esos espacios fueron principalmente la conformación de una Biblioteca, la publicación periódica de boletines o la organización de jornadas y congresos científicos, mientras que después de la anexión a la OEA, se desarrolló una serie de tareas de asistencia para los estados –asesorías, capacitaciones, cursos, seminarios, talleres, encuestas–, en el marco de los esfuerzos de cooperación horizontal y del modelo de desarrollo económico-social que definieron de manera determinante la acción internacional durante la segunda mitad del siglo XX.
Acerca de las particularidades de estos procesos me referiré con más detalle en la segunda parte de este artículo. Por ahora me interesa destacar que, en estos términos, el Instituto se presentaba como un mirador a partir del cual era posible conocer tanto las problemáticas ligadas a la infancia que se habían posicionado históricamente como centrales en la región, como los actores que protagonizaron esos procesos y los circuitos que se estabilizaron entre las diversas prácticas y saberes que estuvieron en juego. Sobre esta base establecí un primer objetivo de la investigación, que sería conocer los modos en que el Instituto había formado parte de los debates que definieron a determinadas infancias como necesitadas de protección y, por tanto, como una preocupación social entre los estados de la región. Al mismo tiempo, en un nuevo espacio de articulación para el proceso de construcción de la tesis, la CIDN quedaba ubicada como el disparador de sus preguntas centrales, como límite o como horizonte, pero no entraba en juego como operador o categoría de análisis. En su lugar, lo que adquiría un lugar significativo eran las certezas que supone el marco de referencia que inaugura la CIDN, esto es, que los derechos de niños y niñas tienen que defenderse de acuerdo con ciertos parámetros que dirimen lo deseable, y que plantean, por ejemplo, la existencia de un “interés superior del niño” o de determinadas “habilidades parentales”. El trabajo que se perfiló entonces era hacer vacilar, interrogar, poner en suspenso, esas certezas. ¿Qué otras versiones de ellas existieron? ¿Cómo se construyeron? ¿Cómo se articularon?
Desde una perspectiva sociológica, y específicamente tomando los aportes de Robert Castel (1994, 1997), resultó fructífero plantear esta investigación como una problematización histórica del presente, gracias a la cual, aquel objeto que se presentaba como una certeza –la perspectiva integral de los derechos de infancia, tendiente a la uniformidad y a la homogeneidad– podía ser analizado. De tal manera, recurrir a la historia formó parte de los esfuerzos por desestabilizar aquellos sentidos que hoy día vemos cristalizados y que parecen evidentes, es decir, por rastrear aquellas huellas de formulaciones pasadas y observar en qué medida y de qué maneras ellas han pervivido, resignificadas y resituadas, en los procesos de construcción y estabilización de los distintos modos de problematizar la infancia.4
Fue esta centralidad de la dimensión histórica en el problema de estudio lo que me llevó a trabajar en el Archivo del Instituto. Si bien la propuesta inicial de trabajo de campo -basada principalmente en la observación participante y entrevistas a funcionarios-, fue necesaria para conocer la historia y quehacer del Instituto a través de los sentidos que le asignan sus actores vigentes, temprano reconocí que esta no sería la principal metodología de trabajo.5 Lo que me interesaba eran los testimonios del pasado y el mundo histórico que se configuraba entre los estantes polvorientos de la Biblioteca del Instituto. Habiéndose inaugurado como un organismo de recopilación, sistematización y difusión de información, el contenido de ese acervo es altamente diverso: actas, discursos, estatutos, acuerdos, convenios, reglamentos, resoluciones, recomendaciones, mandatos, manuales, programas, guías, evaluaciones, folletos, formularios, boletines, libros, reseñas, revistas, biografías, diarios, informes, estadísticas, proyectos, encuestas, fichas, telegramas, cartas, recortes de prensa, libros contables, diplomas, planos, calendarios, certificados, contratos, convocatorias, traducciones, propagandas, afiches. Según el último registro, hecho por la OEA en 2014, estos documentos superan los 15.000. Se trata de una acumulación de piezas sin ninguna lógica de catalogación preestablecida, por lo que a primera vista resulta un escenario bastante hostil para sumergirse en la investigación.6
Un sostenido análisis de las continuidades y rupturas en la trayectoria del Instituto hizo posible transformar ese cúmulo informe de papeles en series documentales pasibles de entender como ejercicios institucionales específicos, consecuentes con el cumplimiento de las funciones administrativas, científicas y culturales propias a los diversos procesos de emergencia, expansión y estabilización del Instituto: el resguardo de su memoria histórica, el seguimiento de las redes e instancias de circulación construidas, la sistematización de las actividades de producción de saber. Dicho análisis se basó en un abordaje de los documentos desde una perspectiva etnográfica lo cual implica, en los términos que lo han planteado Eva Muzzopappa y Carla Villalta (2011), situarlos en el contexto de su producción. Este ejercicio permite sortear la noción de documento en tanto objeto para verlo, en cambio, como resultante de procesos específicos y así procurar detectar las relaciones sociales y de poder que hay detrás de él. En este sentido, la lectura de las fuentes escapa de la ilusión positivista que busca en los documentos un reflejo de la realidad y se orienta, más bien, a su poder creador, a las redes de relaciones que construyen y a los procesos de legitimación que sostienen (Fabian 1983).
Esto hizo posible entender la preocupación social por la infancia como una arena de disputas fruto de la cual la creación, estabilización y expansión del Instituto fue resultado. En ese sentido, las categorías e innovaciones políticas y legislativas que circularon en las redes habilitadas por el Instituto pueden ser explicadas no solo en virtud de las transformaciones en las dinámicas familiares a las cuales los estados americanos habrían buscado dar respuesta, sino también en relación con los debates y negociaciones que mantuvieron las instituciones y los especialistas que participaron de esas transformaciones en primera instancia. Por ello, en lugar de asumir que los documentos iluminan mecánicamente las prácticas institucionales, fue necesario dar cuenta del reverso de tales disposiciones para interrogarlas, no en términos del grado de cumplimiento que con ellas alcanzaron los objetivos que supuestamente las motivaron, sino respecto de por qué tales objetivos fueron formulados, cuáles habían sido las cuestiones, temas o comportamientos que previamente se habían definido como problemáticos y que condujeron a su enunciación.
Entre los documentos que conforman el Archivo del Instituto, trabajé con dos series en particular: las Actas de las reuniones anuales del Consejo Directivo y los Boletines de difusión. El Consejo Directivo está compuesto por los representantes de los estados que conforman el Instituto y que se reúnen una vez por año para definir los objetivos y Plan de Acción del Organismo.7 El Acta es una sistematización de esos intercambios. Durante mi periodo de estudio era redactada por el Director General de turno, por lo que está teñida de plumas muy diversas en cada momento histórico. Se trata de un documento que reúne una serie de disposiciones internas, en las que aparece el deber ser de la institución, su autoimagen y sus objetivos explícitos. Ella cumple una función de seguimiento, registro y sistematización de las acciones emprendidas, al tiempo que da cuenta de las clasificaciones y sistemas en los que se incorpora la infancia para dar curso a su definición y tratamiento en el marco de este Organismo.8 Por su parte, el Boletín es el medio de difusión regular del Instituto, y tiene como objetivo la sistematización y divulgación de la amplia variedad de información sobre la infancia que el Organismo se encarga de recopilar. En un primer momento se trató de una plataforma de estudios generalmente descriptivos, informativos o estadísticos, cuya intención era configurar un panorama general de la realidad de las infancias locales en la región, así como compartir experiencias y modelos de las incipientes medidas de intervención (leyes, órganos estatales especializados, diversos centros materno-infantiles, escuelas, comedores, juzgados, etc.). Más tarde, pueden rastrearse algunos debates disciplinarios y políticos, así como también se observa una posición más activa de parte de la Dirección del Instituto, la cual, a partir de la década de 1950 incorporó una Editorial en cada número del Boletín, intentando plasmar un posicionamiento institucional frente a lo que allí se publicaba. Este Boletín se dirige principalmente a los pares de quienes escriben –científicos, políticos y profesionales diversos– y durante mi periodo de estudio circuló a modo de intercambio con otras revistas o como donación por intermedio de los representantes de los estados que debían difundirlo en las instituciones pertinentes, haciéndolos llegar a esos pares.9
Es importante señalar que tanto las actas como los boletines se presentan bajo el signo de saberes neutrales, cientificistas o burocráticos, cuyo análisis implicó atender a las fuerzas de lo que se quiere autoevidente (Rojas 2019). En otras palabras, el esfuerzo por explicar el contexto de producción y de uso de estos documentos requirió tomar distancia ante su carácter aparentemente uniforme y homogéneo, para así dar cuenta tanto de los sentidos divergentes como de las disputas de poder que ellos concentran bajo esa aparente opacidad. Así, el “gesto de aproximación” (Farge 1989: 18) a este universo se condensó en un extenso proceso de reflexión y jerarquización en que los documentos se fueron reubicando, puliendo y entrelazando, siempre en tensión con las diversas influencias de lectura y el intercambio con otras investigaciones especializadas. Según la productiva expresión de Lila Caimari (2017: 15), estas tensiones pueden entenderse como “una adaptación direccionada de los materiales”, es decir, aquella faceta “sucia y azarosa” del trabajo de investigación que se juega en el contacto físico con los documentos, así como los rumbos múltiples que su lectura alcanza, a la par con la inestabilidad del proceso de construcción de la investigación misma. Se trata finalmente del proceso de seleccionar, organizar y disponer las piezas del archivo en un sentido distinto al de su orden original, pues el ejercicio de construir un problema de investigación no es intrínseco al archivo si no a las preguntas que a él se le dirijan.
Dicho ejercicio adquiere un peso particular en el caso del Instituto. Recordemos que su Archivo es resultado directo de su misión institucional, es decir, de sus esfuerzos por construir un “mapa de conocimiento” sobre la infancia en la región. En este sentido, los documentos que ahí se albergan representan un prisma fructífero para explorar la complejidad de los procesos de problematización de la infancia en la región y sobre todo para comprender que ella no es un “descriptor aproblemático” (Cosse et al. 2011: 12), sino una expresión cultural particular, histórica, política y económicamente contingente.
Así lo demuestran diversos estudios que han interrogado este acervo. Desde una perspectiva historiográfica, Eduardo Nunes (2011, 2012), ha encontrado en el movimiento americano de protección de la infancia y sus cristalizaciones –tanto en los CPN como en el Instituto- un horizonte común para los esfuerzos modernizadores de los estados latinoamericanos durante la primera mitad del siglo XX. Por su parte, Donna Guy (1998a, 1998b) ha abordado algunas publicaciones del Boletín del Instituto desde la perspectiva de género para interrogar los intereses de grupos feministas por promover los asuntos de la relación madre-hijo/a como parte de la expansión de los derechos de la mujer. Anne-Emanuelle Birn (2006, 2008), en cambio, ha utilizado este Archivo para analizar la configuración de circuitos transnacionales, y en particular las intersecciones del campo de la Salud Pública y de la protección infantil. Mientras que Nara Milanich (2013) ha retomado los debates sostenidos en los CPN para hacer de la infancia un lente analítico que aporte a la desnaturalización de las fronteras entre los modelos occidentales y el “resto del mundo” en materia de su protección. A partir de una mirada antropológica, Fernanda Bittencourt-Ribeiro (2018) ha retomado los sistemas de protección en el sistema interamericano con el objetivo de problematizar la estigmatización socio-económica en los casos de violencia hacia niños y niñas. Por otra parte, la politóloga Eugenia Scarzanella (2003, 2005), ha situado a la infancia en el centro de la política internacional tras la I Guerra Mundial, y con ello explora las continuidades y rupturas entre el sistema internacional y sus símiles panamericanos frente al interés por tutelar al llamado “capital humano”.
Esta lista no es meramente una enumeración de investigaciones que comparten un corpus de estudio, antes bien, se trata de una variedad de usos del Archivo, cuyo análisis me permitió constatar algo que había advertido tempranamente, y es que así como el acervo contiene ricos materiales para trabajar en torno al campo de lo infantil, él permite –y obliga– también transitar una serie de otros campos respecto de los cuales la experiencia de niños y niñas podría pensarse solo como un componente de problematización. En estos términos, si, como adelantaba, el Archivo materializa los esfuerzos por construir un “mapa de conocimiento” sobre la infancia en la región, uno de los objetivos de mi trabajo ha sido poner en valor su potencial para explorar campos de estudio que exceden por mucho al de lo infantil, pero sobre todo como evidencia de que ese campo se construye necesariamente en tensión con esas otras diversas dimensiones políticas y disciplinarias –los esfuerzos modernizadores, la historia de las mujeres, la salud pública, el ideal occidentalista, los derechos socio-económicos o la política internacional, por ejemplo–. Teniendo esto en cuenta, el proceso de construcción de mi propio problema de investigación se sostuvo en gran medida en el ejercicio de definir todos esos “otros” campos que yo veía que podían desplegarse desde el archivo y respecto de los cuales tuve que establecer estratégicamente alianzas y distancias para alcanzar la complejidad que el estudio de las infancias requiere.
Reconocer el carácter complejo de esta trama significó establecer un nuevo espacio de articulación en el trabajo de investigación, pues me llevó a comprender las particularidades que cobraba la infancia como una superficie de debate político en el marco interamericano, y así atender a su centralidad en la articulación de diversos proyectos estatales y lógicas de bienestar de la población en la región. Específicamente, pude constatar que, en este contexto, la clasificación de una infancia como necesitada de protección no respondía únicamente a una “preocupación social” como había planteado en un principio, sino a un verdadero ejercicio de construcción de un problema social, respecto del cual dicha preocupación era una dimensión central pero no exclusiva. Esta distinción se sostiene en el supuesto de que los problemas sociales son una particularización histórica y geográficamente situada de la cuestión social, cuyos diagnósticos y respuestas posibles constituyen la expresión de los modos en que esta cuestión se interroga; entendiendo, a su vez, por “cuestión social” aquel desafío que interpela a la sociedad respecto de su cohesión, ésta misma sostenida en la contradicción entre un sistema económico que genera desigualdades y un sistema político que se supone garante del bienestar de ciudadanos y ciudadanas –esto así, a la manera que lo ha planteado Paula Aguilar (2014) siguiendo la perspectiva de Robert Castel (1995).
Al resituar mis preguntas por la construcción de verdades en torno a la infancia en la región en esta nueva encrucijada teórico-metodológica, finalmente planteo que el circuito nucleado por el Instituto no es simplemente una sumatoria de individuos consagrados a una preocupación común, si no un conjunto heterogéneo de científicos, políticos y profesionales que, en distintos momentos históricos, conformaron una red específica de saberes y debates, los cuales deben ser considerados no sólo en términos de su declarado interés por garantizar el bienestar de niños y niñas, sino también en su calidad de dimensión cultural y como red de relaciones a partir de las cuales se construyeron ideales particulares y estratégicos. Esta precisión fue decisiva para establecer que mi trabajo rondaría fundamentalmente ese complejo proceso de construcción de conocimiento en tanto, en contraste con la naturalización normativa que se hace del papel del conocimiento en la resolución de los problemas sociales –y que me hubiese llevado otra vez hacia una preocupación por los efectos-, lo que cobró protagonismo fue el mecanismo recíproco, aquel que interroga el rol de la retórica del saber en los procesos de construcción de dichos problemas. Sobre esa base, entendí que los procesos que me interesaba conocer estaban atravesados por una paradoja que dirigió sostenidamente mi mirada: y es que la movilización del conocimiento para abordar o resolver un problema depende del modo en que éste ha sido formulado por ese mismo conocimiento, según supuestos político-disciplinares que se esconden en esa propia operación (Arellano 2011; Kreimer 2011).
Finalmente, a esto me refería cuando hablaba del potencial del Instituto como caso de estudio, ese potencial que tardó en presentarse, pues el caso, el campo y el problema de investigación se fueron construyendo a la par y progresivamente, como si de un espiral se tratara. Así, el análisis de la vasta y compleja trayectoria de este organismo me fue conduciendo a centrar la atención en la estrecha relación entre la producción de conocimiento, las relaciones de poder y las modalidades de subjetivación, implícita de manera decisiva en los procesos de construcción de la infancia como problema social. En estos términos, en un último espacio de articulación, se perfiló la necesidad de indagar en los intersticios de la gestión histórica del Instituto con el fin de conocer los modos en que se definió (y en consecuencia se creó) un grupo social específico –las infancias necesitadas de protección– en un contexto geográficamente situado. Con ello, el objetivo de la investigación fue conocer los mecanismos diseñados para la administración de esas infancias, en medio de los debates sobre bienestar y desigualdad que hicieron de ella un problema social a nivel regional.
2. Analizar el proceso de construcción de un problema social. Instituciones, disciplinas y tecnologías: tres ejes en tensión
Así configurado el nudo problemático de la investigación, se tornó necesario sistematizar los resultados para poder explicar los procesos a través de los cuales la protección de la infancia devino un problema social en América. Para eso diseñé una estructura de análisis que permitiera visualizar la trama de relaciones que, en la trayectoria del Instituto, tuvo por horizonte la creación de un campo de definición e intervención posible para las infancias en la región. Concretamente, propuse orientar dicha estructura en dos direcciones: verticalmente comprende cuatro sub-periodos que recortan el periodo global que la tesis abarca (1916-1989), introduciendo una serie de cortes que hacen las veces de miradores y que buscan facilitar una perspectiva amplia de los procesos; transversalmente incorpora tres ejes que entiendo en tensión -institucional, de las disciplinas y de las tecnologías-, y que sistematizan aquellas dimensiones que considero productivo discriminar para complejizar y profundizar la comprensión de un problema social.
Respecto del corte vertical, decidí presentar los resultados respetando el orden cronológico del período de estudio. Así, desde el Primer Congreso Panamericano del Niño, celebrado en 1916, considero como antecedentes los primeros anudamientos que hicieron de la protección de la infancia un objeto de interés para ciertos grupos en América, y que anidan en sus intersticios las condiciones de posibilidad para la fundación del Instituto en 1927. Entonces comienza un segundo sub-período, caracterizado por los primeros esfuerzos de estabilización del Instituto y que entiendo como su período autónomo, en la medida que abarca tanto las decisiones institucionales como las prioridades programáticas que se establecen antes de firmar el Acuerdo de anexión a la OEA, en 1949. La posición del Instituto como Organismo Especializado del Sistema Interamericano inaugura un nuevo modelo de gestión, determinado por la expansión y tecnificación de sus responsabilidades, redes y objetivos. El análisis de estas transformaciones constituye un tercer sub-período que avanza hasta 1979, año en que tiene lugar una Asesoría solicitada por la OEA al Instituto, la cual marca una revisión radical de sus prácticas y permite retomar una de las dimensiones centrales que interroga mi trabajo, a saber, la tensión entre la producción de conocimiento y la acción técnica en la construcción de los problemas sociales relativos a la infancia. Al mismo tiempo, este corte permite abrir el cuarto sub-período, el cual abarca toda la década de 1980, caracterizada por la acción del Instituto frente a la masiva crisis económica en la región, cuyas particularidades imprimieron profundas transformaciones institucionales y programáticas. El cierre de la tesis es en 1989, año en que se aprobó la CIDN y, por tanto, se inauguran aquellas certezas que, decía, busco problematizar.
Sobre esta periodización no me extenderé demasiado. Quisiera únicamente señalar que el establecimiento de estos cortes no es transparente: ellos no suponen divisiones estáticas si no secuencias de sentido que movilizan el análisis. Cada sub-periodo está determinado por la retórica y los tiempos que se observan en los documentos –recordemos, las Actas y los Boletines-, por las transformaciones que los caracterizan y por los actores que los sostienen, lo cual genera extensiones, ritmos y densidades distintos. Esto es relevante pues, enfrentada al propio sistema de análisis que estaba construyendo, era evidente que los sub-periodos propuestos en el corte vertical diferirían para cada uno de los ejes transversales. Por eso organicé el corte vertical de la tesis respetando los tiempos dependientes del eje institucional, tiempos que en otras lecturas pueden ser tomados como hitos: el primer Congreso Panamericano del Niño, la fundación del Instituto, la anexión a la OEA o la aprobación de la CIDN. Intenté con ello justamente desestabilizar ese estatuto de “hito”, mostrando la porosidad y flexibilidad de sus contornos. Este ejercicio fue posible gracias a la productividad del análisis socio-antropológico en clave histórica, el cual me permitió establecer conexiones analíticas diversas y, con ello, identificar las múltiples referencias, reinscripciones, escansiones, intervalos y ciclos que definen a esos hitos. En ese sentido, el análisis permite descomprimir el hermetismo de esos acontecimientos para entenderlos más bien como “momentos axiales” (Ricoeur 1985: 196) en la trayectoria del Instituto, es decir, como eventos que, si bien tienen un valor en sí mismo, su potencia radica en el hecho que redistribuyen y resignifican los sentidos e intercambios que le preceden y suceden.10
Ahora bien, al mismo tiempo que identifiqué y problematicé estas temporalidades, fue necesario establecer ciertos hilos conductores que organizaran la lectura al atravesar de un sub-periodo a otro. Esto me llevó a diseñar tres ejes de análisis -como adelantaba, institucional, de las disciplinas y de las tecnologías- que permitieran discriminar las múltiples dimensiones que, desde mi perspectiva, son indispensables de considerar a la hora de comprender los procesos de construcción de un problema social. Como veremos, estos ejes son en realidad tres versiones de un mismo relato que se retroalimentan recíprocamente y, en ese sentido, se trata de tres puntos de vista que pueden disociarse de manera analítica únicamente para mostrar su imposible disociación.
Respondiendo a mi propósito de diseñar una herramienta que estuviese disponible para el abordaje de otros problemas sociales más allá de la protección de la infancia, a continuación, doy cuenta de cada uno de estos ejes, primero presentando la invitación al análisis que cada uno de ellos extiende, para luego describir, muy somera y esquemáticamente, de qué manera esto opera en mi propio análisis de la trayectoria del Instituto.
2.1. Eje institucional
Este eje apunta al proceso de mutua configuración entre el problema social y su dimensión material. Desde esa óptica, invita a atender a los procesos de emergencia y expansión de una institucionalidad específica, concomitante a las estrategias de legitimación desplegadas para asentar el problema social en la agenda pública. ¿Cómo se construye institucionalidad? ¿Cómo se define y justifica su estructura y organización? ¿Cómo se genera adhesión y representatividad? ¿Cómo produce y sostiene sus redes administrativas y burocráticas? ¿Cómo genera protocolos? ¿Cómo obtiene sus financiamientos? ¿Cómo se distribuyen los agentes que la componen?
En el caso del Instituto, este eje sirve para organizar los procesos mediante los cuales aquellos grupos aislados que conformaron los inicios del movimiento de protección de la infancia en América fueron ensamblándose, permitiendo su emergencia, así como su posterior expansión y estabilización. Tal como ha señalado Dominique Marshall, el campo de protección de la infancia ha sido por excelencia un campo fructífero para fomentar el encuentro entre los estados, concertando un espacio común que parece “aceptable para todos” (Marshall 2008: 47). Desde esa perspectiva, la historiadora plantea que los intentos por problematizar la infancia, particularmente en los espacios transnacionalizados, han estado históricamente signados por una “diplomacia del bienestar”, es decir, por un posicionamiento moral que determina los debates que se supone debieran generar unanimidades inmediatas. El Instituto no es la excepción a este planteo. Hay que considerar que las infancias que preocuparon a sus representantes generalizaron un sentimiento humanitario que muchas veces determinó la definición política, haciendo suponer que la iniciativa sería aceptada “espontáneamente” por todos los estados americanos. En ese sentido, mi trabajo fue indagar en las motivaciones que movilizaron ese entusiasmo conjunto y las estrategias que se imaginaron para operacionalizarlo, pues es en medio de esas disputas donde se fue materializando el marco de legitimidad que el Instituto precisaba para su consolidación.
En los documentos que revisé podemos observar que un punto de referencia central fue la tradición interamericana, un sistema de cooperación regional que antecedía varios de los esfuerzos que fueron propios del Instituto, por ejemplo, el interés por recopilar, sistematizar y difundir información, o la búsqueda de diálogo y conocimiento recíproco entre los estados americanos.11 Dichos esfuerzos confluyeron, en primera instancia, en la emergencia del Instituto como un centro de documentación y estudio, cuya principal preocupación fue la consolidación de un circuito de comunicación a nivel regional –y también internacional- que permitiese compartir prácticas comunes. Las principales herramientas entonces fueron la publicación trimestral del Boletín, la creación y continua actualización de una Biblioteca y el fomento de las reuniones científicas, todo ello financiado con las cuotas que pagaban los estados adherentes.12
Al transformarse más tarde en un organismo técnico, ya no bastaba con generar y sistematizar conocimiento, pues se hacía necesario lograr que éste encontrara protocolos directos –cuantificables- para investir la arena política y así materializarse en la redefinición de los proyectos de protección regionales. Con ese objetivo, tuvo lugar una racionalización de las estrategias, por ejemplo, una redefinición y revaloración del Boletín, aún como herramienta de encuentro y circulación de conocimientos, pero sobre todo como plataforma de posicionamiento político del Instituto; una proliferación en las actividades de formación de técnicos capaces de producir y transmitir nuevos saberes; un acelerado proceso de masificación de redes, tanto con organismos internacionales, como con la totalidad de los estados americanos. También se definieron con mayor especificidad ciertos ítems de su gestión, por ejemplo, la exigencia de que los delegados del Consejo Directivo fuesen exclusivamente expertos en el área de infancia; que la actividad dispersa de la Oficina se organizara en Departamentos Técnicos (Salud, Enseñanza y Bienestar Social); que se generara una división regional operativa del continente; que se instalara la formalidad de crear un “Plan de Acción” anual como guía para las actividades; o que se generaran programas para que las Reuniones del Consejo Directivo se orientasen a una temática central. En épocas de crisis –con particular claridad en la década de 1980- estas decisiones estratégicas estuvieron determinadas por medidas de ahorro y optimización de los recursos, entre ellas, racionalizar las plazas disponibles, reducir la duración de las capacitaciones, suprimir las acciones de seguimiento, posponer las demandas de infraestructura o expandir las redes de financiamiento. Paralelamente, por temor a la pérdida de libertad para desarrollar programas específicos, o a la competición por los fondos, o a los costos mismos de la coordinación en términos administrativos, las instituciones y agencias internacionales comenzaron a mostrarse reticentes a la coordinación a la que estaban acostumbradas, pues todas buscaban situarse como actores “indispensables” en un espacio de acción cada vez más reducido.
Lo que no hay que perder de vista ante este cúmulo de decisiones institucionales es su capacidad de redistribuir las cuotas de poder en el campo de saber e intervención en construcción. Este es, en efecto, el potencial analítico de iluminar lo que entiendo como un eje institucional. Siguiendo los planteos de Claude Lefort (1979), se trata de ajustes que no remiten meramente a un sistema de organización formal, si no, y sobre todo, a una formación social singular, articulada en torno a la serie de estrategias políticas, administrativas, retóricas y económicas desplegadas para generar nuevas tramas hegemónicas. En este sentido, si bien se trata de ajustes que formaron parte de un ejercicio autorreflexivo de parte de la institución, ellos se vieron al mismo tiempo precipitados por parámetros externos y acelerados en vistas del objetivo del Instituto de conseguir legitimidad y representatividad a nivel regional e internacional. En el reverso, aquel sustrato material que el Organismo fue construyendo para organizar y optimizar su gestión y comunicación en este marco de relaciones también responde al modo en que proyectó las clasificaciones y formas de acción sobre las infancias. Así, si el objetivo era instalar un problema social en la agenda pública, las formas que la institución encontró para su materialización –el modo en que se compartimenta, complejiza y jerarquiza- nos hablan también de la manera en que los agentes que participaron de este circuito imaginaron la definición, clasificación e intervención en el campo de lo infantil. En definitiva, tal disposición burocrática del Instituto resulta correlativa al ejercicio sistemático de definición del modelo de protección que busca instalar y expandir.
2.2. Eje de las disciplinas
Este eje apunta a la emergencia y estabilización del campo específico de saberes que delimita el problema en construcción, considerando tanto el desarrollo y sedimentación de áreas especializadas del conocimiento que configuran dicho problema, como la idealización y patrocinio de un modelo específico para articular su intervención. ¿Cómo se construye un campo de saberes? ¿Quiénes son los actores predominantes en ese proceso? ¿Cuáles son sus objetivos, motivaciones y trayectorias? ¿Cómo llegan a transformarse en las voces autorizadas para del problema en construcción? ¿Qué tipo de relaciones y alianzas establecen? ¿Cómo negociaron sus legitimidades en ese campo? ¿Qué herramientas construyeron y buscaron establecer como predominantes?
Para entender estos procesos en el caso del Instituto hay que considerar que éste se fundó en la década de 1920, en el espacio habilitado por una serie de procesos de secularización y profesionalización concomitante a las demandas de mayor presencia estatal entre los países de la región. En ese contexto, la preocupación por la infancia se entendió como distintivo de las sociedades modernas y civilizadas, y formó parte de una red de sentidos informada por criterios modernizadores hacia los cuales se orientaron masivamente los proyectos de transformación de las realidades sociales. Entonces el futuro se pensaba en clave de un idealismo triunfante mientras que el presente tomaba la forma de una complejidad creciente de las relaciones sociales, marcadas en el campo de lo infantil por problemáticas diversas -mortalidad, educación, orfandad y abandono, delincuencia, prácticas de circulación y traspaso de niños, alimentación y lactancia, vivienda- que sólo serían combatidas con la certeza de la ciencia.
Esto es relevante pues ambas convicciones –futuro y ciencia– vectorizaron las propuestas de los actores del circuito del Instituto. La síntesis de esas propuestas puede observarse en los documentos en la forma de un “modelo preventivo” que caracterizó la prédica del Instituto a lo largo del periodo de estudio. Conjugando una mirada científica y social, este modelo condensa una serie de mecanismos diseñados en el esfuerzo por alejarse de las lógicas paliativas o represivas para actuar, en cambio, mediante estrategias que controlen el ambiente en que se desarrollan niños y niñas, con tal de poder predecir, mediante técnicas estandarizadas, su futuro. El objetivo sostenido era conocer de manera minuciosa el contexto de desarrollo y crecimiento de niños y niñas para luego calar en las prácticas familiares, y así producir ideales e imaginarios particulares respecto de los modos cotidianos de vivir.
Los médicos –específicamente pediatras y puericultores- que fundaron el Instituto fueron los precursores de este modelo. Ellos buscaron ejercer control del ambiente que circunda a niños y niñas, socializando diversas prácticas y representaciones que situaron a la higiene como un valor. Para ello vincularon el orden y la salud pública en un proceso que autoras como Silvia Di Liscia (2005) o Adelaida Colángelo (2012) han denominado “de medicalización”. A grandes rasgos, se trata de diversas estrategias de aconsejamiento que sistematizan una operación de desmantelamiento de saberes colectivos o tradicionales respecto de la crianza en nombre de la “medicina legítima”: sobre esa base, el cuidado de niños y niñas ya no podía fundarse en saberes populares, sino en la serie de conocimientos positivos, demostrables y transmisibles encarnados por la ciencia. Así, bajo la forma de “consejos”, los saberes médicos fueron paulatinamente permeando el imaginario social, con el objetivo último de formar parte de la realidad de las familias.
Para traducir y hacer circular esos saberes, las asistentes sociales jugaron un papel central. Ellas fueron las encargadas de formalizar los procedimientos de la lógica médica –estudio, diagnóstico, tratamiento-, en una práctica capaz de contrarrestar la jerárquica relación médico-paciente, para facilitar, en cambio, una aproximación más íntima a las familias. En la misma línea, rastrearon antecedentes y hábitos para luego propiciar un ambiente de confianza entre los sistemas sociales o de salud y las familias, con el fin de asegurar el éxito de la intervención. Con diversos matices en el contexto regional de la primera mitad el siglo XX, esta dupla médico-social tuvo la particularidad de instalar una preocupación por el seguimiento de los procesos de las “infancias sanas”, es decir, de mediar desde una perspectiva clínica la realidad de las familias con el fin de prevenir posibles desviaciones.13
Entrada la década de 1950 –es decir, una vez que el Instituto ya cumplía un mandato expresamente técnico- alcanzan relevancia otras disciplinas que también participaron del espíritu preventivo. Por un lado, destacan las disciplinas de la Salud Mental, con particular protagonismo de las teorías del apego, las cuales ubican las posibilidades de “adaptación” de los miembros de la sociedad en los vínculos afectivos tempranos –principalmente la relación madre-hijo/a-.14 En el caso del Instituto, tendió a primar una lectura lineal de esta perspectiva, a partir de la cual se abonó a una “psicologización” de la crianza y de las relaciones familiares en general, a la manera que la ha entendido Nikolas Rose (1999), como un uso exclusivo de la psicología para entender los comportamientos humanos, desde una perspectiva muchas veces negligente con los elementos sociales, culturales y económicos que participan activamente en esa ecuación.
Por otro lado, ya entrada la década de 1980, cobra relevancia la acción interdisciplinaria de las estadísticas y las ciencias sociales en la construcción de “indicadores”, es decir, aquellas herramientas de transmisión de la información técnica y científica a la acción (Engle Merry 2011), cuyo objetivo final era dotar de contenidos medibles por vía estadística a la escurridiza idea de “bienestar”. Justamente, la “mutua adaptación” de las familias y el medio que las circunda se operacionalizó a través de la idea de “elevar sus estándares de vida”, estándares que son, a fin de cuentas, reflejos desarrollistas de ese bienestar. Lo relevante es que ellos fuesen cuantificables: salud, nutrición, educación, condiciones laborales, situación de empleo, capacidad de consumo y ahorro, transporte, vivienda, vestimenta, recreación, seguridad social. En ese marco, la lógica preventiva se entendió como una “profilaxis del riesgo” (Castel 2011), definida como la distribución y combinación de datos abstractos que indican la probabilidad de que emerja algún comportamiento indeseable.
Esta somera revisión permite ilustrar los rasgos de continuidad entre las diversas disciplinas que protagonizaron históricamente al circuito nucleado por el Instituto, las cuales, independiente del periodo estudiado, buscan amparo en la supuesta “neutralidad” del modelo científico para presentarse como herramientas meramente técnicas, que vienen a intervenir sobre lo que se considera un “problema dado” –las infancias desprotegidas, en ambientes nocivos pero transformables-, susceptible de solución por fuera de las tensiones y contradicciones constitutivas a la sociedad, mediante métodos estandarizados. Ante esta evidencia, el ejercicio analítico de mi investigación se sostuvo en recordar, una y otra vez, que dichas disciplinas no son herramientas a-históricas, ineludibles o incuestionables, sino efectivos dispositivos de construcción de verdades. Ya sean caracterizados como “profesionales de lo social” (Ion 2008), “especialistas de los asuntos íntimos” (Lenoir 2006), “empresarios morales” (Daroqui y Guemureman 1999), o una “nebulosa reformadora” (Topalov 1994), se trata de un conjunto de científicos, políticos o profesionales que, en distintos momentos históricos, conformaron la trama de debates en el seno del Instituto en carácter de “expertos”, si los entendemos como actores centrales de la sociedad de conocimiento, a quienes se supone la posesión del saber y del saber-hacer (Dubois et al. 2005). Finalmente, el hecho de estar confrontados a la experiencia de construir y resolver problemas simultáneamente fue la condición que permitió una articulación orgánica entre esta diversidad de actores que, aunque pertenecieran a espacios ideológicos y disciplinarios diversos, diseñaron un modelo cohesivo de gobierno de las infancias y abastecieron de las herramientas para su ejercicio.
2.3. Eje de las tecnologías
Este eje apunta a identificar las áreas de la realidad social que en un momento determinado se transforman en objeto de problematización, en el entendido de que las prácticas y representaciones asociadas a dicha problematización determinan ciertos comportamientos y cualidades como válidos en diferentes momentos históricos. ¿Mediante qué mecanismos y en nombre de qué pretensiones esas áreas de la realidad se hacen inteligibles, y por tanto, gobernables? ¿Qué estrategias se imaginan para operacionalizar la gobernabilidad? ¿Qué políticas pueden diseñarse en consecuencia? Sobre esta base, la invitación es a hacer foco en la construcción de las verdades que determinan lo que se entiende como lo deseable o lo regular y con ello han dinamizado el afán transformador del problema social.
En el caso del Instituto, los documentos nos muestran que aquel modelo preventivo que direccionó su gestión tuvo principalmente una “función educativa”, en la medida que se orientó a inyectar habilidades ahí donde ellas se pensaban ausentes. Así, anidada en un imaginario de “ajuste” o de “evitar la desviación”, se desplegó una serie de tecnologías para acompañar a las familias en ese proceso de “adaptación mutua” con la sociedad. Para ello se forjo un horizonte de máximas morales y de comportamiento, así como de expectativas e ideales, que apuntaban justamente a un gobierno de las competencias, los compromisos y los deseos, con tal de construir familias responsables con sus condiciones de vida y creativas ante la adversidad.
En un principio, las intervenciones se orientaron a regular los intercambios afectivos y económicos en razón de los ideales impuestos por la “familia legítima”, heterosexual, en base al matrimonio y con hijos concebidos bajo su ley. A estas estrategias las llamé tecnologías de legitimidad, y destaqué tres que aparecen con particular fuerza en los debates estudiados y cuya frecuencia en este circuito permite caracterizarlas como modalidades específicas del intento por regular la triada infancia-familia-Estado (Rojas 2018). En primer lugar, la “profilaxis del abandono”, caracterizada como aquellas intervenciones dirigidas a la “madre soltera”, que buscaban apuntalar los “desajustes” de las familias sin hombre-sustento y redireccionarlos hacia el “cauce natural” de la familia nuclear; en segundo lugar, las enseñanzas ligadas a la Puericultura que fueron transmitidas en diversos contextos a las madres –hospitales, albergues, comedores- para obtener de su parte cuidados de higiene y crianza que asegurasen el óptimo desarrollo de sus hijos/as; en tercer lugar, la “regulación nupcial”, una campaña de instrucción que buscó infundir aptitudes morales en el matrimonio, para que éste se desarrollase dentro de los parámetros esperados, es decir, entre un hombre y una mujer que tienen como objetivo la procreación y que toman las medidas necesarias para que su descendencia sea saludable.
En un segundo momento, el foco de atención ya no estaba puesto únicamente en los miembros de la familia, sino en la familia en su conjunto. Con ello, se revalorizó a la familia como primer espacio de socialización y garante de la “formación de la personalidad” de niños y niñas preparándoles para su inclusión en otras instituciones y en el sistema social en general–, y de desarrollar en ellos y ellas un “sentimiento de pertenencia” en la sociedad. Desde esta perspectiva, la familia ya no fue entendida solamente como un grupo de procreación y sobrevivencia, tampoco como una mera unidad moral, depositaria y detentora del honor de sus miembros, sino que se interpretó, sobre todo, como un núcleo pedagógico, pues en ella se aprenden los patrones –pensamientos, sentimientos, actitudes– de la vida individual para la vida social. Entonces, la función social de la familia se erigió como un nuevo argumento para las lecturas familiaristas del Instituto, un argumento que se vio robustecido y encontró (a la vez que produjo) sistemáticamente nuevos enclaves de naturalización. En un ejercicio de adecuación circular (Lenoir 2003), cuando a la familia se le concede este poder –el rol central en la reproducción de la sociedad–, es menester del modelo asegurar su sostenimiento. En ese escenario, lo regular y lo esperado era que las familias fueran capaces de “ser productivas” y de “incorporarse” al proceso de desarrollo. Una serie de tecnologías de educación para la responsabilidad fueron diseñadas en consecuencia, por ejemplo, la “educación para padres”, que los entrenaba para responsabilizarse por el “ejercicio consciente” de la parentalidad; la “educación para la sexualidad”, que entregaba herramientas para la planificación familiar; o la “educación de las prácticas domésticas”, que acompañó a las familias en la optimización de los recursos y la economía del hogar.
Entrada la década de 1980 es posible identificar un nuevo desplazamiento, determinado por la retórica de la “lucha contra la pobreza” que la crisis económica de esos años acuñó. Se trata de un discurso que objetivizó y clasificó a las familias en una doble dimensión: por un lado, determinada por el acceso a necesidades mínimas biológicas –cuantificables y con pretendida universalidad–, y por otro, al desarrollo de las capacidades para lidiar con su condición de precarización, en la lógica de una “gestión de la fragilidad humana”, como lo ha explicado Castel (2011). Esta perspectiva ya venía instalándose como modelo del buen gobierno de la sociedad desde la década de 1970, pero la crisis agregó nuevas exigencias. Ella puso en cuestión las funciones tradicionales asignadas a la familia, justamente en la medida que se radicalizó su inestabilidad y falta de flexibilidad frente a situaciones adversas. Al mismo tiempo, abrió nuevas dimensiones en el campo de las responsabilidades con el bienestar infantil, generando lo que en el circuito del Instituto se entendió como “patologías sociales”, entre ellas, la violencia, el abuso, el maltrato, la explotación o la drogadicción. En sentido amplio, entre los boletines se habló de una “familia fragilizada” por los embates de la crisis, cuya función socializadora estaba ampliamente deteriorada. Como efecto causal y lineal de ese deterioro habrían emergido formas particulares de la “infancia en situación irregular”.
Finalmente, vemos que, en los diversos momentos históricos, las áreas de la realidad social que se transforman en objeto de problematización en el circuito del Instituto en los distintos momentos históricos aportan a una moralización del comportamiento social y económico de las familias y, con ello a la individualización, tanto de la comprensión de las causas del problema, como de sus posibles soluciones. En este caso, si partimos del supuesto de que las prácticas de protección de la infancia y los mecanismos de apuntalamiento de la “moral pública de la vida familiar” (Lenoir 2007: 10) funcionan como términos indisociables y de manera correlativa, es posible observar que los procesos de definición de las infancias necesitadas de protección dependieron directamente de lo que se entendió como las capacidades de amar y trabajar de los adultos a cargo. Lo paradójico es que una preocupación por la infancia de estas características emerge justamente en sintonía con un paradigma de la normalidad y una matriz jerarquizante y clasificadora que muchas veces colaboró a la naturalización de las desigualdades sociales que se entendieron a la base de la precariedad y, por tanto, se buscaban modular. En ese contexto, los agentes de los que tenemos noticia a través de los documentos estudiados intentan desligarse de juicios tradicionalmente moralistas sobre la pobreza –y procuran una mayor amplitud en la compresión de sus causas–, pero al mismo tiempo tienden a naturalizar las características de lo que socialmente se consideraba como una vida de grupo “deseable” u “ordenada”.
Dicho esto, considero que el caso del Instituto resulta un mirador fructífero para comprender la complejidad de estos procesos, en la medida que funciona como una bisagra para la tridimensionalidad que, según mi planteamiento, es constitutiva a la protección de la infancia como problema social. Así entiendo que uno de esos famosos médicos que a fines de la década de 1920 estaba fundando el Instituto podía distribuir su trabajo entre una oficina, un consultorio y un congreso, o que un experto en estadísticas en los años 80 estuviera a cargo de la racionalizar personal, generar indicadores y dar capacitaciones. En ambos casos se cumplían simultáneamente roles burocráticos, técnicos y de difusión científica, todos igualmente necesarios para protagonizar los procesos que hicieron de la infancia un problema social en América a lo largo del siglo XX. Como decía, se trata de tres ejes que esquemáticamente pueden analizarse por separado sólo para mostrar en su imposible disociación. Desde mi perspectiva, es el conjunto de dimensiones que cada uno de ellos abarca lo que constituye una herramienta productiva para alcanzar la complejidad que el estudio de los problemas sociales requiere.
Reflexiones finales
Como sabemos, escribir es borrar, pero de esa operación hablamos poco. Si bien el proceso de construcción del problema de estudio, así como la presentación de sus resultados, son trabajos fundamentales en la investigación en ciencias humanas y sociales, solemos pasar por alto las diversas decisiones teórico-metodológicas que están implícitas en tales ejercicios. La apuesta central de este trabajo es hacer del retorno sobre aquel silencioso, zigzagueante y dubitativo trabajo que es la escritura una vía para reconocer la complejidad de los procedimientos a través de los cuales se trama e imbrica un corpus, preguntas y objetivos de la investigación. Al mismo tiempo, este trabajo busca reconocer la dimensión social de dichos procedimientos, su sujeción a la experiencia de campo, lectura e intercambio, que hacen de la investigación una práctica siempre colectiva.
Esto también ocurre en el caso de una investigación con material de archivo, incluso si parece una experiencia solitaria, pues todo el trabajo de distinguir lo esencial de lo accesorio en medio de la abundancia, multiplicidad y repetición que los documentos ofrecen, está determinado e iluminado por esos intercambios. A su vez, a partir de ese extenso ejercicio de discusión, reflexión y jerarquización es posible traer las recurrencias hacia la pregunta y objetivos de la investigación, y así encontrar la manera de presentar ese caudal de significantes y tramas de relaciones de una forma racionalizada y coherente, con el resultado de retribuir el intercambio con la producción de nuevo conocimiento.
El análisis de las huellas acumuladas en esos documentos desde la perspectiva de una problematización histórica permite además tomar distancia de las lecturas que tan frecuentemente demonizan o beatifican la perspectiva integral de los derechos de la infancia para intentar, en cambio, poner en suspenso las certezas dicotómicas que ella suscita. Lo que emerge en ese espacio es un campo de saberes y de intervención lleno de continuidades y rupturas, cuyo estudio permite comprender que la protección de la infancia se ha construido como un problema social en aquella fina trama tejida entre las legítimas intenciones de los actores de avanzar hacia la transformación social; sus motivaciones, distantes y diversas; los cálculos institucionales, políticos y económicos del costo y beneficio de sus acciones; las prácticas de control y administración cotidianas; y la función pedagógica de las intervenciones.
Ha sido justamente un desplazamiento de la mirada desde las normas y reglamentaciones hacia el sustrato de relaciones sociales lo que ha permitido conocer diversas versiones de esa trama, que es flexible y porosa, y con ello avanzar hacia nuevas consideraciones respecto de las prácticas contemporáneas de protección infantil. En ese sentido, ofrecer una versión posible de la potencia y la profundidad que tienen los procesos de establecimiento de esas categorías que han clasificado históricamente a ciertas infancias como necesitadas de protección, es también una manera de aportar nuevos matices al carácter supuestamente inédito de los problemas y soluciones que el régimen de los derechos de niños y niñas suscita.
Espero que el conocimiento de esos matices también ofrezca nuevas pistas para interrogar de manera amplia los límites conceptuales y los esquemas interpretativos a partir de los cuales las formas de subjetivación, la desigualdad y el rol del Estado han sido materializados. El estudio de los problemas sociales permite conocer y comprender los procesos de construcción de verdades que validan dichos límites y esquemas y, en ese sentido, es mi intención que las herramientas que me han servido para estudiar la protección de la infancia tengan fruto en otros campos de estudio.
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Notas