ARTÍCULOS
Transición política y gastrodiplomacia en Chile. Reconciliarse en la mesa*
Political Transition and Gastrodiplomacy in Chile. Reconciliation at the Table
Transición política y gastrodiplomacia en Chile. Reconciliarse en la mesa*
Revista Austral de Ciencias Sociales, núm. 41, pp. 29-47, 2021
Universidad Austral de Chile
Recepción: 03 Agosto 2020
Aprobación: 09 Septiembre 2021
Financiamiento
Fuente: proyecto CONICYT/FONDECYT INICIACIÓN
Nº de contrato: 11190383
Resumen: El estudio de las transiciones políticas suele poner énfasis en sus componentes políticos, éticos e históricos. Sin embargo, las transiciones merecen ser comprendidas como procesos de cambio de época caracterizados por un espíritu de refundación nacional donde se pone en juego la hegemonía cultural. Basándose en la sociología política y la antropología simbólica, este artículo sostiene que dicha refundación se pone en acto en diversas escenas, en particular, aquellas organizadas en torno a la cocina y la alimentación. A través del análisis de discursos públicos plasmados en fuentes secundarias, se analizará la gastrodiplomacia chilena durante la transición y se propondrá un marco de interpretación que imbrica la teoría política, el uso de la metáfora teatral y teorías sobre el rito para dar cuenta de los componentes simbólicos de las reconciliaciones nacionales bajo un marco transicional.
Palabras clave: Transición, Gastrodiplomacia, Reconciliación, Drama social, Comensalidad.
Abstract: The analysis of political transitions usually emphasizes political, ethical, and historical components. However, transitions may also be interpreted as a particular historical change related to the re-building of the nation and re-bonding of the national community, where cultural hegemony is at stake. Based on a mixed approach of political sociology and symbolic anthropology, this article argues that the re-building and re-bonding process is performed in various scenarios, in particular those organized around cuisine and food consumption. Through the analysis of public discourses found in secondary sources, our main goals in this stud are to interpret and describe gastrodiplomacy during Chilean transition as a tool for reconciliation as well as put forward a theoretical framework that overlaps political theory, theatrical metaphor, and ritual theories to account for the symbolic components of national reconciliations and political transitions.
Keywords: Transition, Gastrodiplomacy, Reconciliation, Social Drama, Commensalship / Camaraderie / Comradeship / Companionship.
1. Introducción
Como “transiciones políticas a la democracia” se han nombrado las respuestas políticas a un problema de carácter profundo y de largo alcance –como una guerra o una dictadura- repetidas en distintos lugares del mundo con sus respectivas particularidades. Precisamente porque son procesos que se repiten, algunas transiciones han servido como modelo para otras y, por lo tanto, han dado lugar a diversos estudios comparativos desde las ciencias políticas y sociales (Baby, Compagnon y González Calleja 2009; Huntington 1994; O’Donnell, Schmitter y Whitehead 1994, entre muchos otros). Estos estudios muestran una tendencia a hacer análisis y evaluaciones de las transiciones desde una dimensión histórico-política, donde las comparaciones han generado tipologías y modelos. Las comparaciones han sido relevantes para establecer criterios sobre las dimensiones constitutivas de las transiciones en general y, también, de las manifestaciones particulares nacionales, destacándose la observación de correlaciones de fuerzas en el momento en que el régimen dictatorial acaba, el legado de estos mismos en las “nuevas” democracias y los mecanismos ejecutados para dar pasos hacia el futuro respondiendo demandas de crímenes del pasado (como las Comisiones de la Verdad).
En Chile, han existido distintos momentos transicionales a lo largo de la historia, pero la última - realizada para finalizar la dictadura de Augusto Pinochet y comenzar un periodo democrático– se ha instalado en el discurso público como La transición. Al respecto, hay abundante literatura proveniente de la sociología, la historia y la ciencia política (Thielemann 2020; Vera Gajardo 2020b; Huneeus 2014; Siavelis y Sehnbruch 2014; Garretón 2013, 2007; Garretón & Garretón 2010; Soto Carmona 2009; Otano 2006; Correa et al. 2002; Loveman y Lira 2002, 2000; Lira y Loveman 1999; Moulian 1997, entre otros) que propone lecturas y evaluaciones que refuerzan la vigencia de este debate. Probablemente las materias más analizadas a lo largo de las últimas tres décadas son los mecanismos políticos tendientes a refundar una democracia, las consecuencias económicas de las transiciones y regímenes postransicionales, y las políticas de reparación y justicia. En cambio, el correlato cultural de la transición ha recibido menos atención.
Las transiciones se componen de procesos y trayectorias más complejas que el mero “paso” hacia un sistema democrático. Autores como Dahl (1974) han considerado que, si bien la posibilidad de sufragio y liberalización del debate público guían la trayectoria indispensable para el paso de una dictadura a una democracia, la historia demuestra que las transiciones suelen transformar de manera radical la vivencia de la gran mayoría de los individuos de una sociedad y, por lo tanto, constituyen procesos de cambio político, económico y cultural. Sin ir más lejos, la ausencia de consenso académico sobre el origen y término de la transición chilena1, así como la vigencia de disputas en torno a las decisiones tomadas, podría deberse a que el contenido de las transiciones no es reductible a lo político.
A diferencia de países como España, donde se ha desarrollado el concepto “cultura de la transición” (Martínez 2012), en Chile las investigaciones que combinan aspectos culturales y políticos representan una perspectiva minoritaria. Nelly Richard (1994), desde la crítica cultural, considera que
la transición se sostuvo en narraciones hegemónicas sobre la política que incidieron en la cultura al querer potenciarla como el escenario de las mediaciones simbólico-institucionales donde códigos e identidades traman interactivamente significaciones, valores y poderes (Richard 1994: 98).
La potencia de este tipo de análisis, que imbrican la cultura, la estética y la política es que permiten “mirar por debajo y entremedio de las codificaciones principales” (Richard 2001: 12). Así también, Alicia del Campo (2004) destaca los “gestos teatrales” que permitieron consolidar un discurso de reconciliación chilena a través de una “construcción espectacular de las identidades nacionales” (Del Campo 2004: 58).
En este artículo consideraremos las transiciones como procesos que instalan una divisoria que anuncia una nueva sociedad en un sentido político, pero también social, cultural y económico. A partir de esa base, nuestro objetivo es analizar la construcción del Chile transicional como un cambio de época caracterizado por un espíritu de refundación nacional y observar una forma particular de expresión de dicho espíritu: la gastrodiplomacia.
Siguiendo la metáfora dramática, sostendremos que la refundación nacional se pone en acto en escenas de reconciliación orientadas a crear o reforzar una comunidad. Focalizaremos en la gastrodiplomacia para considerar escenas que ocurren en la mesa, donde además de reforzarse las normas y valores de una comunidad imagina-da se observa la faceta sensorial/emocional del rito. Desde esta perspectiva buscamos aportar a los estudios sobre transiciones a través de la incorporación de su dimensión simbólica y de una aproximación donde se imbrican teoría política, teoría sobre el rito y la teatralidad, así como los estudios sobre alimentación.
La gastrodiplomacia es una práctica política que se sirve de la cocina nacional con el objetivo de aumentar el poder de atracción de un determinado país (Rockower, 2012). Forma parte de la diplomacia cultural (Chapple-Sokol 2013) y ha sido utilizada en diversos procesos donde la construcción de la nación está en juego: conformación de la comunidad europea (Raenton 2010); descomposición de Yugoslavia (Vezovnik y Tominc 2019); creación del estado de Israel (Ranta y Prietò-Piastro 2019). Como toda diplomacia, la gastrodiplomacia se orienta a la creación y fortalecimiento de vínculos y, para ello, cuenta con el poder de la comensalidad. Comer juntos es un modo de vincularse entre personas, entre grupos y entre personas y comunidades (Giacoman 2016).
En Chile, el pilar de la gastrodiplomacia fue la “cocina chilena renovada”, un repertorio culinario con gran potencia representativa. A su alero, cocineros/as, empresarios/as, primeras damas y diplomáticos/as se embarcaron en un proyecto con objetivos diversos, entre ellos: posicionar un imaginario sobre una nación diversa y, al mismo tiempo, unificada.
Este artículo consta de cuatro apartados. En el primero daremos cuenta de la aproximación metodológica. El segundo propone una lectura de la transición prestando atención a escenas reconciliatorias. Los últimos dos apartados abordan la gastrodiplomacia y la comensalidad.
2. Aproximación metodológica
Este trabajo nace de intereses comunes y se nutre de investigaciones previas conducidas de manera paralela, que dejaron preguntas abiertas. Si bien ambas habíamos insinuado el vínculo entre cocina y política, así como la importancia de observar la transición desde una óptica cultural,2 ahora podemos profundizar en ello a través del diálogo. Para hacerlo, retomamos fuentes secundarias consultadas anteriormente3 y seleccionamos las más pertinentes al objetivo de este artículo: discursos presidenciales, reportajes sobre nueva cocina chilena, entrevistas a cocineros y libros de cocina. Además, consideramos notas de campo provenientes de observación participante en restaurantes y eventos gastronómicos.
Una vez establecido el corpus documental, circunscrito entre 1990 y 2006, realizamos análisis de discurso. Entenderemos el análisis de discurso como el análisis de hechos comunicativos en tanto práctica social contextualizada. Así entonces, nos guiamos por Fairclough (1995) quien plantea que los “eventos discursivos” deben ser analizados en tres niveles: como textos, como prácticas discursivas y como parte de una práctica social.
Los “textos de la vida social” se organizan en distintos ámbitos y prácticas discursivas. Los discursos presidenciales constituyen eventos comunicativos públicos y de ellos nos interesó el tenor funcional (Calsamiglia y Tusón 1999) referido a las intenciones comunicativas del habla, en torno a la reconciliación como un propósito claro y valorado. En cuanto a la cocina chilena, su ámbito discursivo no es en principio estrictamente político, sino que forma parte de un contexto asociado a los fenómenos rituales. Por eso consideraremos la cocina, en tanto que lenguaje, como parte de un género discursivo que incorpora manifestaciones socioculturales “no necesariamente formales ni institucionales” (Calsamiglia y Tusón 1999: 259) pero que pueden ser leídas cumpliendo funciones latentes y/o manifiestas en distintos ámbitos, incluyendo el político.
Los discursos fueron interrogados e interpretados desde la perspectiva teórica que hemos adoptado. Dado que la novedad de este artículo radica en hacer dialogar teorías en principio lejanas – la antropología simbólica, la sociología y la ciencia política – para sostener una tesis cuyos componentes parecen también lejanos – un gran proceso político y el crepitar de las ollas – optamos por una escritura de orden interpretativo donde el material empírico opera más bien de manera ilustrativa.
3. Transición y escenas de reconciliación nacional
La transición chilena constituye una perspectiva de observación que marca y orienta una comprensión de la actual sociedad y democracia. Entendemos la transición, desde la perspectiva de los marcos de Goffman (2006), como un principio de organización para comprender la realidad y actuar sobre ella (Chihu Amparán 2012; Goffman 2006). Hablar de un marco transicional permite trascender la mera búsqueda en las acciones directamente relacionadas con el momento transicional en un período cronológico acotado. Al contrario, nos permite ver razonamientos que trascienden en el tiempo, que son suprapartidarios y que renuevan sus portavoces. El marco transicional se caracteriza por generar un ambiente que sugiere transformaciones y líneas divisorias,
aunque ello no se traduzca en una frontera limpia entre pasado y presente [y donde] se pueden generar contradicciones, superposiciones y culturas democráticas precarias y confusas (Vera Gajardo 2019: 343).
Del Campo (2004) señala que en Chile la “narrativa maestra” de la transición estuvo liderada por la Concertación de Partidos por la Democracia4 y apuntó a la reconciliación nacional en
el contexto de un neoliberalismo transnacionalizado que se busca continuar y para cuyo sistema de acumulación, en términos de Touraine, la pacificación resulta una condición de posibilidad (Del Campo 2004: 224).
3.1. Reconciliación
Gran parte de la construcción del nuevo país consiste en los esfuerzos para unir lo que se había separado producto de la ruptura violenta: en Chile, una dictadura con saldos de ejecuciones, torturas, desapariciones, destrucción de instituciones, proscripción de partidos políticos, etc. Es decir, consiste en llevar a cabo una tarea improbable en su pretensión inicial: que los enemigos de antaño sientan que puedan proyectar un futuro conjunto bajo el alero de la comunidad nacional. La democratización, por lo tanto, tiene un carácter de apertura e inclusión que no solo se orienta a superar una crisis política, sino una crisis de la cultura nacional. Así, en la transición se asume el desafío no menor de “establecer una nueva propuesta de cultura nacional capaz de generar hegemonía en cuanto a esta tan ansiada unidad nacional en la diversidad” (Del Campo 2004: 18). En ese contexto, no es de extrañar que se realicen rituales que se presentan como alternativas de respuesta a “la pregunta por el sentido de lo nacional” (del Campo 2004: 20).
El desafío de las transiciones es de carácter nacionalista en dos sentidos. Por un lado, se trata de “hacer la unidad política, el estado, congruente con la unidad cultural, la nación” (Fox y Miller-idriss 2008: 536), y paralelamente, de lograr que los nacionales de un país vuelvan a sentir que son parte de una comunidad (Anderson 1993). Así, quienes lideran un cambio de régimen no pueden desentenderse de la expectativa de gran parte de la población de verlo “como paso previo para edificar un nuevo tipo de sociedad” (Aguilar Solé 2012: 51). Es decir, las transiciones políticas guardan en sí mismas un espíritu de refundación basado en una reconciliación nacional.
Loveman y Lira (2000) recalcan que la reconciliación política ha sido un recurso de larga data en la historia de Chile. En períodos anteriores a 1973, como por ejemplo en la guerra civil a propósito de la Constitución de 1833, ya se hablaba de la familia chilena constituida como un mito de restablecimiento de “un estado de paz y orden como resultado de un imaginado consenso originario” (Loveman y Lira 2000: 8). La revisión histórica informa que la reconciliación política “aparece, casi siempre, bajo la forma de una invitación a deponer las diferencias y rencillas pasadas en función del bien común” (Loveman y Lira 2000: 11). Aquello, sin embargo, no ha impedido que signifique cosas distintas – incluso antagónicas- para los sectores de la población. El trasfondo de esta invitación sería
impedir a toda costa que se destruya la viabilidad de la nación como un todo, aunque se mantengan los factores que dividen y polarizan a los grupos sociales (Loveman y Lira 2000:12).
La retórica familiarista y nacionalista fue uno de los cimientos del discurso de los grandes anfitriones de la transición chilena: la Concertación de Partidos por la Democracia. Esta coalición se consolidó como una “oposición legítima” mediante mecanismos transicionales imprescindibles, por ejemplo, el Informe Nacional para la Verdad y la Reconciliación (en adelante “Informe Rettig”). En este se destaca que el capital político de la coalición es no haber escogido la lucha armada para hacer frente a la dictadura, lo que la habría hecho merecedora de dirigir la inauguración democrática (Vera Gajardo 2019: 357).
El primer presidente tras la dictadura, Patricio Aylwin Azócar, representó la misión de la Concertación de dirigir la reunión nacional; mientras que el segundo presidente, Eduardo Frei, tomó como misión mostrar la nueva nación al mundo. En discursos emitidos entre 1990 y 1992, Aylwin mantuvo una retórica caracterizada por las alegorías al reconocimiento entre ciudadanos que se apartaran de la “lógica de guerra que dividía a los chilenos” (Aylwin 1992a: 26) para lograr identificarse como compatriotas apelando a que cualquier diferencia podría ser superada en pos de “nuestra unidad esencial como chilenos” (Aylwin 1992a:26). En estos llamados, también recurrió a la identidad nacional con énfasis históricos bastante anteriores a la dictadura, señalando que “todos juntos constituimos esa patria que constituyeron O’Higgins, Carrera y los demás padres de la Patria” (Aylwin 1992b:15). Los discursos de reconciliación nacional, que reforzaban la idea de la identidad nacional por sobre la enemistad política, también se ven acompañados del paisaje festivo que traería consigo la nueva democracia: “el pueblo de Chile ha vuelto a la democracia con alegría y esperanza” (Aylwin 1992a: 78) evocando así la imagen de “fiesta democrática” (Aylwin 1992c: 364) en alusión al momento que vivía el país.
La figura de Aylwin, y el cuidado en la retórica de sus discursos, estableció una referencia clara entre un antes y un después, sin embargo, fue su sucesor -Eduardo Frei Ruiz Tagle– quien sentenció que se había logrado la reconciliación nacional, señalando en 1994 que “ya podemos mirarnos a los ojos y darnos las manos, en paz con nuestros espíritus” (Frei 1994). Según Frei, la mirada ahora debía estar puesta en la inserción de Chile en los mercados internacionales, criticando que –hasta entonces- los chilenos habíamos vivido “con la mentalidad de isleños” (Frei 1994). Empezaba así una profundización del modelo neoliberal, faceta económica de la transición sólo separable analíticamente de los demás procesos que la constituyeron. De hecho, la “fórmula” de la reconciliación nacional, propone del Campo, buscó “consolidar un discurso hegemónico que permita la continuidad pacífica del modelo económico neoliberal instaurado en la dictadura” (del Campo 2004: 18).
Sin embargo, las reconciliaciones políticas y las identidades nacionales, no se decretan, sino que se construyen a través de acciones reiterativas y se asientan, por lo tanto, en el poder performativo y performático de la palabra y la acción (Edensor 2002). Esa reiteración, como bien ha establecido Butler (2001), está destinada a mostrar su falla, lo cual deja al descubierto que la norma y lo deseable son cuestiones contingentes. De este modo, la insistencia incesante en dar por acabada la transición y por efectuada la reconciliación, produce tanto la realidad como su fisura. De ahí que la transición chilena se acompañe de un llamado a la reconciliación intermitentemente frustrado, toda vez que se reactivan conflictos asociados a la división originaria (la dictadura), varias décadas después de la inauguración democrática5. Aquello es propio de la mayoría de las transiciones en el mundo. Según Przeworski (1994), el espíritu de estas no es “resolver” conflictos, sino solo ponerles término en el momento en que la incertidumbre se ha institucionalizado. Así todo, los “pendientes” irresueltos no solo se enfrentarán en calidad de “conflictos políticos”, sino también como pendientes culturales propios de la atmósfera de nueva sociedad. Es así como, por ejemplo, el presidente Lagos asumía los desafíos culturales de su mandato prometiendo que “Chile volverá a crear, volverá a sonreír, volverá a ser capaz de mirarse a lo más profundo del alma nacional, para que de allí surja el nuevo Chile, el Chile del siglo XXI” (Lagos Escobar 2002: 275).
Desde el punto de vista propuesto, la reconciliación, en tanto proyecto de reconstrucción de la comunidad nacional, no corresponde a un tiempo particular, sino que -como veremos a continuación- a una fase en un conflicto que puede reabrirse una y otra vez y cuyo contenido puede variar o no en cada nueva apertura. De este modo, las escenas reconciliatorias no se ordenan de manera lineal, ni se van superando unas a otras: las cenas celebradas durante el gobierno de Ricardo Lagos pueden referir a los mismos significados que los primeros discursos presidenciales de Patricio Aylwin.
3.2. Metáfora dramática
Para analizar las transiciones, en particular su énfasis reconciliatorio, como momentos en que se pone en acto la expectativa de un nuevo pacto social, es productiva la metáfora dramática porque permite nutrir las aproximaciones a la realidad política y cultural entendiendo que la “puesta en escena” es una forma de mostrar una perspectiva temporal o “un horizonte” (Goffman 2006). En el caso chileno, la transición sitúa una escena incierta en su esencia, pero respaldada en un guion que conduciría al horizonte deseado: la reconciliación nacional. Alicia del Campo (2004) explora la “teatralidad social” del Chile transicional en tanto:
puesta en escena de una variedad de espectacularidades que se apropian estratégicamente de elementos del imaginario cultural para re-elaborarlos en función de sus propios intereses y poder así modelar la sensibilidad social de una colectividad (del Campo 2004: 21).
La tríada fundamental que propone la autora como categorías “espectaculares” que modelan las sensibilidades sociales son la teatralidad, la identidad nacional y la memoria histórica.
Por su parte, Nelly Richard (2001) utilizó la metáfora teatral cuando sostiene que la presentación del Iceberg en la Expo Sevilla en 1992 debería leerse como la construcción de una “escenografía” del Chile recién democrático donde se desarrolla una “performance de identidad” que “el Chile de la reapertura democrática realiza (espectaculariza) para darle forma –y estilo- a su ‘discurso del cambio’’’ (Richard 2001: 163). Así, la necesidad de mostrar un “nuevo comienzo” se hace presente en una transición cuya particularidad es el registro publicitario bajo el que se construyen escenas. Lo nuevo6 se presenta como un “producto a exhibir y mercancía a consumir” (Richard 2001: 164), aspirando a mostrar la “Transición chilena”7 con “efectos de seducción y atracción visuales” (Richard 2001: 165) integrando a Chile en “el deseo cosmopolita de una modernidad universal que empuja a los países a querer que sus avances y progresos sean parte del ‘escaparate del mundo’” (Richard 2001:164).
Para examinar las escenas ligadas a la cocina y la alimentación introduciremos la mirada de Víctor Turner y sostendremos que la acción pública orientada a la reconciliación puede leerse como una sucesión de escenas que conforman la fase de desagravio de un drama social. Entenderemos escena como un tipo de “evento performativo” circunscrito temporal y espacialmente, donde cada participante conoce su papel en el marco de un protocolo (Fox y Miller-idriss 2008; Edensor 2002) y “no solo hace cosas, sino que trata de mostrar a otros aquello que hace o ha hecho (de modo que) la acción toma la forma de actuación para una audiencia” (Turner 1987: 748)
Pensar la transición junto con Turner supone comprenderla como un drama social, es decir, como un proceso donde se tramita un conflicto. Dicho proceso estaría compuesto por diferentes “fases de acción pública” que no se ordenan, necesariamente, según una sucesión estricta (Turner 1987, 1974). En las distintas fases del conflicto –quiebre, crisis, acciones de desagravio y re-integración– la acción simbólica tiene un sentido y una potencia diferente, pero es particularmente relevante en la fase de las acciones de desagravio, en tanto en ella se juega la posibilidad de reconstituir el grupo quebrado por el conflicto y, en el mejor escenario, re-crear un sentido de unidad o totalidad basado en afectos: la communitas (Turner 1974).
La fase de desagravio es aquella donde se ponen en marcha:
consejos personales, mediación informal y arbitraje, la maquinaria jurídica y legal formal (…) hasta la realización de rituales públicos. La fase de desagravio o reparación también tiene características liminales, ya que es “ni lo uno ni lo otro” y, como tal, suministra una réplica distante y crítica de los eventos que condujeron a la crisis. Esta replicación puede ser en el lenguaje racional del proceso judicial o en el lenguaje metafórico y simbólico del proceso ritual (Turner 1987: 759)
En Chile, las escenas reconciliatorias muestran con claridad la faceta legal y formal del desagravio, sobre todo en lo que respecta a las medidas asociadas a la justicia transicional desde el paradigma de los Derechos Humanos10. Un ejemplo de esta teatralidad es la retórica de Patricio Aylwin al ofrecer un perdón colectivo cuando presenta los resultados del Informe Rettig. El perdón se habría orientado a cerrar las preguntas pendientes que hacían peligrar la estabilidad política y económica; preguntas referidas sobre todo al Golpe de Estado de 1973 pero también a las muertes de Salvador Allende y, posteriormente, la de Jaime Guzmán11 (Del Campo 2004). En general, los discursos de los presidentes Aylwin, Frei y Lagos entre 1990 y 2006 corresponden a eventos performativos centrados en la faceta legal formal, rituales públicos donde prima una retórica reconciliatoria. Pero además de estas escenas de escala mayor, televisadas y dirigidas a una audiencia amplia, existen otras de escala menor donde el escenario es la mesa y en lugar de mostrar las estrategias legales formales de desagravio se pone en juego “el lenguaje metafórico y simbólico del proceso ritual” (Turner 1987: 7512) y lo hacen porque están basadas en la comensalidad.
4. Cocina nacional, gastrodiplomacia y comensalidad
Las cocinas nacionales son construcciones sociales que dan cuenta del pensamiento sobre la nación (Ichijo, Johannes y Ranta 2019; Montecino 2005; Appadurai 1988) y que refieren tanto a lo que comen corrientemente los nacionales de un país, como a un conjunto de platos representativos (Contreras y Gracia 2005). Además, aunque mantengan carta de tradicionalidad, cambian con el tiempo y ese cambio puede estar vinculado con los objetivos para los cuáles las naciones movilicen su cultura culinaria. Las cocinas nacionales tienen un componente afectivo insoslayable, en tanto evocan la pertenencia nacional, crean un lazo social y político, y operan como marcadores de diferencia y especificidad (Bak-Geller 2016; Juárez 2008).
Gran parte de los estudios sobre los usos políticos de las cocinas se han construido en torno al concepto “nacionalismo culinario”. Se trata de una aproximación que tiene varios puntos de contacto con la gastrodiplomacia aunque no son conceptos sustituibles.
Siguiendo a Juárez (2008), definiremos nacionalismo culinario como una práctica política e ideológica que se basa en la tríada comida, pueblo, identidad para crear - a través de procesos de inclusión y exclusión - un conjunto de ingredientes y preparaciones con vocación representativa y capacidad de movilizar afectos compartidos. Esa creación puede ser el producto de una sinergia estratégica entre distintos actores (Matta 2014; Martigny 2010) pero también puede emerger del nacionalismo cotidiano, es decir de la reiteración de prácticas comunes, como cocinar y comer, por sujetos comunes. Esas prácticas cotidianas, darían lugar, según Ichijo (2020), a sentidos de pertenencia nacional y serían una forma de actuar y recrear la nación. Desde esa perspectiva, el nacionalismo culinario no es una campaña, ni una estrategia, sino la expresión del “sistema de hábitos, representaciones y prácticas que reproduce cada nación de una forma banalmente mundana” (Banerjee-Dube 2019).
La gastrodiplomacia, en cambio, es una práctica eminentemente estatal, impulsada y llevada a cabo por las élites, incluidas las élites del mundo culinario, y el empresariado, que se sirve de la cocina para alcanzar objetivos políticos y económicos, públicos y privados (Matta 2019; Lusa y Jakesevic 2017). De ahí que sea una estrategia orientada a “la fabricación de imaginarios para facilitar la adhesión de los ciudadanos a los intereses de las élites políticas y económicas”13 (Matta 2019: 103). Todavía más, en el caso que nos convoca, la distancia con el nacionalismo culinario se acentúa porque la gastrodiplomacia se despliega en y para la refundación nacional y, por lo tanto, en un momento de “pasión nacionalista” contrario al “nacionalismo banal” (Billing 1995). A pesar de estas diferencias, el nacionalismo culinario es indispensable para la gastrodiplomacia porque si la tríada pueblo, comida, identidad no está activada y si no circula un relato que exalte la cocina como un elemento relevante para la nación, esta última no sería posible.
A nivel mundial se han estudiado diversas campañas de gastrodiplomacia de gran escala, la mayoría de ellas realizadas por países asiáticos (Zhang 2015; Pham 2013; Rockower 2012). Esas investigaciones han establecido sus usos: afirmar la especificidad nacional en el contexto de la globalización (Ichijo, Johannes y Ranta 2019); fomentar las exportaciones y el turismo (Pham 2013); posicionar la marca país (Wilson 2013); y operar como símbolos para la construcción de la nación. En Eslovenia, la “potica”14, sirvió para diferenciarse de sus vecinos y constituirse como comunidad una vez desintegrada Yugoslavia (Vezovnik y Tominc 2019). De un modo similar, la construcción del Estado de Israel se ha acompañado de la gastrodiplomacia, en particular durante la década de 1970, cuando vio la luz el primer libro de recetas que daría a conocer internacionalmente la cocina israelí (Ranta y Prietò-Piastro 2019).
Entre 1990 y 2006, Chile concentró sus esfuerzos gastrodiplomáticos en expediciones al extranjero llamadas “semanas gastronómicas” y en las recepciones en suelo nacional. En ambos casos, se privilegió la narrativa sobre la nación y el fomento a las exportaciones y, aunque los efectos de esas acciones sí alcanzaron al gran público15, no se buscó la conexión con audiencias masivas en el extranjero. La escala de la gastrodiplomacia chilena y su circunscripción a pequeñas audiencias la ubica en un espacio intermedio entre la diplomacia pública y la privada. En general, las grandes campañas se consideran parte de la diplomacia pública (Zhang 2015; Rockower 2012), porque orientan su poder de seducción hacia el público general a través de, por ejemplo, la “gastrodiplomacia informal16” (Merino 2018) o la realización de festivales gastronómicos y asociación con hoteles y programas de televisión (Zhang 2015). Sin embargo, la gastrodiplomacia también puede ser privada, darse en espacio íntimos o a puertas cerradas y orientarse hacía grupos selectos (Chapple-Sokol 2013). En ambos casos, la comensalidad juega un papel central.
La comensalidad, definida de manera amplia como comer en compañía de otro (Fischler 1995), tiene consecuencias tanto individuales, como sociales vinculadas al principio de incorporación, es decir, al hecho de que lo consumido nos constituye material y simbólicamente y, por lo tanto, juega un papel en nuestras identidades (Contreras y Gracia 2005). El rol social de la comensalidad es crear y fortalecer vínculos entre quienes la practican17, de modo que favorece la continuidad de un colectivo, o bien, la creación de un colectivo que puede o no ser permanente en el tiempo. Según Giacoman (2016) la capacidad de vincular que tiene la comensalidad está sujeta a tres dimensiones: una dimensión normativa, referida tanto a las normas en la mesa, así como a las normas generales orientadas a la cohesión; una dimensión simbólica, asociada a la circulación de afectos; y una dimensión de interacción y comunicación. Esta última dimensión implica que la comensalidad se presenta como “una puesta en escena en un espacio concreto, donde los diferentes actores involucrados juegan un papel y siguen un guion que dirige sus prácticas y conversaciones” (Giacoman 2016: 461). Esta aproximación nos devuelve a la metáfora dramática como clave de interpretación y a lo simbólico como aquello que se moviliza en los rituales de mesa. Retomaremos, por lo tanto, a Turner (1980) en su faceta de análisis de símbolos rituales.
En las escenas de reconciliación basadas en la gastrodiplomacia, la comensalidad es la práctica central que, sugerimos, opera como un símbolo dominante, es decir, como aquel que concentra una multiplicidad de significados y articula la totalidad del ritual. Una de las características de este tipo de símbolo es la “condensación”: en él se observa una “unificación de significata dispares [porque] su misma generalidad les permite vincular las ideas y los fenómenos más diversos” (Turner 1980: 435). Una segunda característica es la “polarización de sentidos”: los símbolos dominantes poseen dos polos: el ideológico y el sensorial. El primero alude a los aspectos morales y normativos del grupo; el segundo, a los aspectos relativos al deseo y las emociones. Este segundo polo se manifestaría cuando el rito se concentra en procesos fisiológicos o naturales (Turner 1980). Si tomamos la comensalidad como símbolo dominante, vemos que en ella se manifiestan ambos polos: una dimensión normativa y una dimensión simbólico/afectiva inevitable, en tanto refiere a procesos fisiológicos. Esa presencia simultánea produciría un encuentro entre lo obligatorio y lo deseable, y la consecuencia de ese encuentro sería un intercambio de cualidades entre ambos polos: “las normas y valores se cargan de emoción, mientras que las emociones básicas y groseras se ennoblecen a través de su contacto con los valores sociales” (Turner 1980: 437).
La alimentación, puesta al servicio de la reconciliación nacional, no sólo permitiría mostrar la nación, sino que también crear y reforzar el nuevo orden democrático. Cuando comer se enmarca en instancias rituales, los placeres sensoriales compartidos son, junto con las normas, un pilar en la construcción de comunidades, porque ese acto logra hacer coincidir normas y emociones para hacer del nuevo orden lo correcto y lo deseable.
5. Reconciliarse en la mesa
Durante la transición se necesitaba crear imaginarios nacionales aglutinantes, así como habilitar al país para la interlocución internacional. En ese trabajo jugó un papel fundamental un grupo de chefs que, hacia finales de la década de 1980, impulsó la renovación de la cocina chilena: Les Toques Blanches (en adelante LTB).
El discurso de LTB tenía, sin duda, un espíritu refundacional y una vocación pública, su “visión” era “identificar, desarrollar, difundir y posicionar nuestra cultura gastronómica en Chile y en el mundo”18. El mismo énfasis se manifiesta en uno de sus objetivos: “Difundir y desarrollar una identidad gastronómica nacional y regional19”. La identidad desarrollada rápidamente se hizo conocida en la prensa como una “nueva identidad”, de ahí que el estilo gastronómico se popularizara bajo el nombre “nueva cocina chilena”. Por otro lado, la vocación política de LTB, se refleja, por ejemplo, cuando Guillermo Rodríguez, líder y presidente de la asociación, declara: “yo trabajo para Chile y para los chilenos […] esa es la idea, seguir apoyando al gobierno que sea, pero en definitiva que Chile y su gente sean los beneficiados20”. Finalmente, la renovación de la cocina chilena se enmarca en un espíritu nacionalista y reconciliatorio:
hoy estamos viviendo un proceso histórico en el que necesitamos mirarnos y ser capaces de presentar nuestra nación como un país con su cocina y una identidad clara”21.
En suma, la cocina chilena renovada es la creación de un producto cultural en y por la transición política, “producto a exhibir y mercancía a consumir” (Richard 2001: 164).
La cocina chilena renovada podía representar al nuevo país por varias razones: la propuesta estética (ajustada a los cánones internacionales de la alta cocina), el uso de alimentos de origen nacional, la maestría en el manejo de técnicas culinarias ajustadas al canon europeo y, por supuesto, el objetivo explícito de orientar el trabajo al desarrollo de la identidad nacional. Pero, además, porque los cocineros y cocineras, como si se tratara de un espejo de lo que acontecía en el país, estaban creando una alta cocina chilena fundada en la apertura y el encuentro entre repertorios culinarios. La apertura consideró tres frentes: productos y preparaciones indígenas; platos y productos regionales, y fueron introducidas, vía re-interpretación, preparaciones caseras y humildes. De este modo, el Chile representado escapaba del mestizaje homogeneizante de la zona central, crecía territorialmente y, en consecuencia, abundaba en alimentos, pero, lejos de presentarse como algo totalmente nuevo, se presentaba como el rescate de aquello que había estado olvidado (Aguilera 2016a). En otras palabras, la cocina renovada era en sí misma una reconciliación bajo el paraguas nacional.
Gran parte de las actividades que realizaron LTB durante los primeros tres gobiernos de la Concertación fueron recogidas por Rodríguez en su libro Recetas con historia (2005). En él se plasman menús, historias y anécdotas propias de la gastrodiplomacia, y se muestra la colaboración constante entre los cocineros, las primeras damas Marta Larraechea y Luisa Durán, los y las diplomáticos/as y funcionarios/as de gobierno.
Según la narración, Marta Larraechea impulsó al gobierno de Frei para adoptar la cocina chilena renovada como estilo gastronómico oficial, porque coincidía con Rodríguez en que era necesario
presentar Chile saliendo de lo típico, de lo costumbrista […] de las ramadas con banderas y las guirnaldas de papel, [para ganar en refinamiento y formalidad porque] el tiempo de la rusticidad ya pasó (Rodríguez 2005: 41).
Así, la cocina chilena renovada no solamente permitía mostrar nuevos platos y lucir productos para la exportación, sino que proponía una estética opuesta al folklorismo pinochetista, basado en la exaltación de la cultura huasa de la zona central. Al contrario, ella ponía sobre la mesa un país en creación, en camino hacia una nueva democracia, un país abierto hacia la comunidad internacional, pero al mismo tiempo abierto hacia adentro, abarcador.
La gastrodiplomacia concertacionista se puso en acto, ante todo, en las “semanas gastronómicas”, instancias de promoción de las exportaciones y alianza con otras naciones enmarcadas en la expansión y fortalecimiento del modelo económico. En ellas participaban diplomáticos, miembros de asociaciones de empresarios y, por supuesto, LTB (Aguilera 2016a). Era una forma de mostrar un país que, en palabras de Eduardo Frei, había estado signado por una “mentalidad de isleños” que podía conjurarse atendiendo “a las obligaciones internacionales de carácter insoslayable” (Frei 1994). Dichas obligaciones suponían formar parte de “la globalización de la economía” y tener “un desempeño eficaz en todos los mercados del planeta” (Frei 1994). El “nuevo país” presentado frente al mundo era, por lo tanto, “un país confiado” (Richard 2001: 165) o, en otras palabras, el resultado de una transición exitosa y sin riesgos de retroceso.
Esa confianza descansaba en un proyecto modernizador y de desarrollo económico aparentemente exitoso en términos de la tasa de crecimiento, el aumento de los salarios reales o la disminución de la pobreza. Sin embargo, como destaca el informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) de 1998, ese proyecto se acompañaba de importantes paradojas económicas, sociales y culturales, expresadas en un malestar difuso y amplio en la ciudadanía. Parte de ese malestar podría deberse, según Araujo y Martucelli (2012), a las consecuencias económicas y políticas del giro hacia el neoliberalismo, así como al choque entre la aspiración democratizadora que no se corresponde con los funcionamientos institucionales y el cambio en las relaciones interpersonales. Así también se tematizó la tensión existente entre la apropiación de Chile como una sociedad moderna vs. enfoques más nostálgicos que denuncian “el olvido de la historia y las tradiciones” (PNUD 1998: 29-31). Esa tensión, sin embargo, parece resolverse en la cocina chilena, donde la conjunción de modernidad - expresada en las técnicas culinarias - y tradición - expresada en el uso de productos campesinos e indígenas - es justamente la forma de construir identidad.
Cuenta Guillermo Rodríguez que cuando diseñó el menú para la semana gastronómica celebrada en Buenos Aires, pensó “no faltará el romántico que eche de menos el pastel de choclo y los porotos22” y no faltaron. Dos mujeres le manifestaron que ellas esperaban encontrar “comida chilena de verdad” y que, sin embargo, lo que estaban probando eran platos internacionales iguales a cualquier otro. Rodríguez contestó que había servido bocados
absolutamente chilenos, con raíces en las recetas típicas […] servida con elegancia, en porciones pequeñas […] una comida que puede competir con la culinaria internacional sin desmerecer” (Rodríguez 2005: 41).
Era otro Chile. Un Chile donde:
reverberaba semióticamente la definición valorizante de la marca-país [que consiguiera armar] el simulacro gráfico de un Chile fragmentado en íconos a consumir como souvenirs, en recuerdo de una Transición exitosamente comercial (Richard 2001: 165; 2001: 174).
Un Chile que, siguiendo la lógica de Eduardo Frei, podía competir en el campo internacional, ofreciendo la cocina como ejemplo de su cultura. De ese modo el país se incorporaba en la vitrina del mundo y hacía del cosmopolitismo parte de su identidad sin perder sus raíces.
Las semanas gastronómicas expresan claramente la faceta económica de la gastrodiplomacia, aun cuando también muestran, dada la naturaleza del contenido culinario, una faceta política. En cambio, las cenas y recepciones realizadas en Chile despliegan con mayor intensidad la potencia reconciliatoria de las comidas y la puesta en escena de una nueva comunidad nacional.
Desde el comienzo de la transición se realizaron en Santiago diversas instancias de apertura y encuentro con otros gobernantes. En ellas, la cocina y la comensalidad operaron como articuladores de escenas reconciliatorias. Queremos destacar quizá la más explícita: la cena titulada “Neruda de mantel largo”, celebrada con motivo del centenario del natalicio del poeta.
La cena, que surgió del deseo y la creatividad de la asociación de cocineros, se enmarcó en un largo proceso de celebración impulsado por el gobierno de Ricardo Lagos. Según relata Rodríguez, recibió una llamada del director de la Secretaría de Comunicación y Cultura del Ministerio Secretaría General de Gobierno quien le planteó la necesidad de “celebrar a Neruda como poeta y sibarita” (Rodríguez 2005: 124). El centenario de Neruda fue, siguiendo a del Campo (2004), un espectáculo basado en la movilización de elementos del imaginario cultural, en este caso uno central para el relato de la nación: Pablo Neruda como figura que evoca la grandeza nacional encarnada en el Nobel y, paralelamente, una supuesta sensibilidad compartida que se resume en el dicho “Chile, país de poetas”. Además, el año de celebración, así como la cena que realizaron LTB, concentra las tres dimensiones de la espectacularidad que señala del Campo: teatralidad, identidad nacional y memoria histórica.
A partir de la invitación del gobierno, LTB construyeron una memoria gustativa y política. Juntos trabajaron -a través de la lectura y de sesiones de estudio con especialistas en la obra nerudiana- para encontrar “las huellas de la gastronomía del poeta en sus versos y odas” (Rodríguez 2005: 124). En otras palabras, buscaron rescatar de la poesía nerudiana las trazas de una lírica culinaria que, aunque explícita en las Odas elementales, no toma la forma de un recetario. Este último fue creado por los cocineros y, por lo tanto, en él se mezclaba la creatividad poética de Neruda y la creatividad culinaria de LTB.
La primera acción para mostrar este trabajo fue incorporar en las cartas de restaurantes algunas de las recetas creadas, pero más tarde la teatralidad se impuso. En el contexto de las jornadas de estudio los cocineros conocieron el gusto de Neruda por invitar a sus amigos a sus casas y determinaron ofrecerle una cena especial al presidente Lagos y 100 de sus amigos. Algunos de los amigos presentes fueron Thiago de Mello, poeta represaliado por la dictadura brasileña; Ernesto Sábato, escritor de reconocida militancia comunista; el poeta Ernesto Cardenal, sandinista; y Pablo Guayasamín, probablemente en representación de su fallecido padre Oswaldo. Se trataba, realmente, de los amigos de Neruda y amigos que no sólo compartían sus pasiones artísticas, sino también sus pasiones políticas. Una escena propia de una fase de desagravio.
La cena se celebró el 18 de julio de 2004 en el salón Montt-Varas del Palacio de La Moneda. Los 38 miembros de LTB cocinaron el siguiente menú: pisco Sour con miel de ulmo; camarones del río Limarí y salmón dorado sobre pebre de mote fresco; oda al caldillo de congrio de Pablo Neruda; jabalí braseado con membrillos al horno; puré de castañas y pesto de huacatay; torta curicana con helado de cola de mono y mote con huesillos; café con pastelitos de La Ligua.
Neruda de mantel largo encarna plenamente el espíritu aperturista y reconciliatorio. Por un lado, aunque sea de manera oblicua se trae del olvido aquello que había estado velado o había sido exterminado: el comunismo. Los invitados más ilustres eran artistas, por cierto, pero también actores principales de la historia política latinoamericana. El propio Neruda, aunque se rescata en su versión más gozadora y divertida, representa en Chile un ícono del izquierdismo. Por otro lado, el menú es una verdadera oda a la diversidad. En él están presentes los pueblos indígenas a través de la miel de ulmo, el mote y el huacatay; pequeñas localidades nunca antes mencionadas en el relato histórico sobre cocina chilena como Limarí o La Ligua; productos endógenos de casi nulo conocimiento y consumo como los camarones de río y el jabalí, puestos junto a otros exógenos de alto consumo y valoración como el salmón. Además de una preparación tradicional remozada, el ‘cola de mono’ y la torta curicana integrada como una particularidad más, aun cuando tiene un claro arraigo en el Chile central. El acto final de la cena es una escena donde cada quien juega un papel que conoce previamente. Los cocineros salieron de tras bambalinas para protagonizar un momento altamente simbólico orientado a la reconciliación: regalaron al presidente Lagos y la primera dama, Luisa Durán, una cajita con merkén, el condimento que representa quizá con más potencia que cualquier otro signo al pueblo Mapuche (Aguilera 2016b). La identidad nacional fue puesta sobre la mesa, se consumió simbólicamente un Chile que cubre todo el territorio nacional, e integra la diversidad geográfica, étnica y política del país.
Como si de un verdadero abrazo reconciliatorio se tratara, los cocineros lograron, según el relato de Rodríguez, “tener a Neruda sentado a la mesa, con todos nosotros, en el comedor principal de La Moneda, gustando los alimentos de la Patria que él tanto amó” (2005:126). La emotividad del encuentro, sus participantes, el protocolo y el escenario, refuerzan el sentido de la comensalidad como práctica y como símbolo dominante: conjunción de normas, deseo y emociones orientadas a la cohesión. De este modo, se pone en acto una comunidad legítima y en plena unidad.
6. Conclusiones
Las transiciones políticas tienen un subtexto de reconciliación cuyo centro es la reconstrucción de la comunidad nacional. En ese sentido, el asunto presentaría variantes más complejas que las que se trabajan regularmente desde las dimensiones políticas y éticas.
Pensar la transición a la democracia como una refundación nacional no puede sino prestar atención a sus dimensiones simbólicas, la producción de cultura y, en particular, a las luchas por la hegemonía cultural. En ese marco, la cocina chilena aparece como un recurso puesto a rendir bajo la forma de la gastrodiplomacia. Un recurso cultural que es al mismo tiempo creación de cultura – alimentaria y nacional – en, por y para la transición.
El caso chileno confirma que la gastrodiplomacia es un ejercicio donde coinciden actores del mundo público y privado. Muestra, además, la importancia de una asociación de la sociedad civil, LTB, cuyo gravitante papel no debe conducir de manera apresurada a pensarlos como cocineros orgánicos, ni mucho menos como un grupo político antes que gremial. El trabajo de LTB se desarrolló durante la transición, por lo tanto, durante un tiempo de nacionalismo caliente y un ambiente de cambio de época. La misión que se asignaron está, pensamos, ante todo imbuida del espíritu nacionalista del momento y es posible que en otro contexto sociopolítico la cocina chilena renovada no hubiera tenido la relevancia pública que alcanzó. El ideario de la concertación de partidos por la democracia y de LTB pudo coincidir y concretarse en la gastrodiplomacia porque ambos se enmarcaban en el espíritu reconciliatorio de la transición.
La transición a la democracia en Chile se confronta al fin de una dictadura que tuvo un carácter fundacional tanto en las formas de entender la política (Stern 2009), como en el cambio de la estructura económica y estatal que sostenía a la nación. En ese sentido, no estamos hablando (solo) de una reconstrucción política que debe poner atención en la recomposición de las instituciones democráticas. Hablamos también de hegemonías culturales en juego que movilizan una serie de recursos para reconstruir una comunidad nacional y hacerla legítima a los ojos de los demás países.
Prestar atención a la faceta simbólica y ritual de las transiciones pone en el centro de la pregunta ¿cómo es posible que sigamos viviendo juntos? Razones de orden afectivo y sensorial que poco se asemejan al pacto entre grandes hombres de Estado que selló nuestro destino. Sin embargo, como hemos mostrado, no solo las escenas que ocurren en la mesa apelan a la emoción: los discursos presidenciales remiten a la familia, a la unidad, a la hermandad. La diferencia, pensamos, entre un hombre de Estado dirigiéndose a la ciudadanía y un grupo de personas compartiendo la comida radica en las particularidades del hecho alimentario y en las cualidades sensoriales de los alimentos. De ahí que la gastrodiplomacia opere como un poder de seducción, un poder orientado a los sentidos.
Hemos sostenido que el final de una transición es materia de disputa y que la reconciliación es una fase de un conflicto que puede permanecer abierta. Eso no significa que las transiciones a la democracia no puedan darse por terminadas, ni que los países que han vivido procesos transicionales se encuentren inevitablemente viviendo una historia circular. En lugar de pensar en las transiciones como procesos lineales o circulares, se trata de pensarlas como una espiral tridimensional, de modo que sus trazos pueden volver a presentarse, aunque jamás de la misma manera. Sin ir más lejos, el proceso constituyente chileno en curso - fruto de una revuelta social y que determinará el fin de la Constitución heredada de la dictadura- confirma que los procesos socioculturales que conocemos con el nombre de transición no logran bajar el telón de una vez y para siempre.
Agradecimientos
Este artículo es producto del proyecto CONICYT/FONDECYT INICIACIÓN Nº 11190383
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Notas