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Estigmatización de los pobres en Chile: la construcción de la categoría flaite
Stigmatization of the Poor in Chile: the Construction of the flaites Category
Estigmatización de los pobres en Chile: la construcción de la categoría flaite
Revista Austral de Ciencias Sociales, núm. 42, pp. 203-224, 2022
Universidad Austral de Chile
Recepción: 31 Marzo 2021
Aprobación: 20 Enero 2022
Resumen: Este artículo presenta los resultados de una investigación sociológica sobre un apelativo utilizado en Chile para nombrar a determinados grupos al interior de las clases populares, caracterizados por su vestimenta extravagante y su comportamiento delictual: los flaites. Surgido en Chile en los años 1990, este apelativo da cuenta de la evolución de los sectores populares, pero también de la amplificación de los sentimientos de inseguridad social, asociados a transformaciones neoliberales impulsadas en Chile y en el mundo hace ya varias décadas. A partir de una metodología cualitativa basada en entrevistas y grupos de discusión, se analizan los significados asociados a esta palabra y su rol en la construcción de la figura del delincuente como enemigo interno en esta sociedad. El análisis muestra que el flaite no solo es estigmatizado por su supuesta peligrosidad, sino que también es utilizado para trazar fronteras morales, estableciendo diferenciaciones entre “buenos” y “malos pobres”.
Palabras clave: Estigmatización, pobreza, fronteras morales, clases sociales, categorización social.
Abstract: This article presents the results of a sociological research on the label flaites used in Chile to name certain groups within the popular classes characterized by their extravagant clothing and criminal behavior. This label, which first appears in Chile in the 1990s, reflects the evolution of the popular sectors, but also the amplification of feelings of social insecurity associated with neoliberal transformations promoted in Chile and in the world several decades ago. The article uses a qualitative methodology based on interviews and discussion groups. It analyzes the meanings associated with this word and its role in the construction of the figure of the criminal as an internal enemy in this society. The article shows that the flaite is not only stigmatized for its alleged dangerousness, but it is also used to draw moral boundaries and establish differentiations between “good” and “bad” poor.
Keywords: Stigmatization, poverty, moral boundaries, social classes, social categorization.
1. Introducción
El lenguaje común en Chile está cargado de términos que se utilizan para referirse a determinados grupos o categorías dentro de las clases bajas. Palabras como roto, cuma, rasca, etc. han sido históricamente utilizadas, y algunas siguen siéndolo, para referirse a individuos pertenecientes a los estratos más desfavorecidos. Estas categorías, que surgen del lenguaje común y que adquieren valor y significado en el marco de la vida cotidiana, no son neutras desde el punto de vista valorativo: están cargadas negativamente y, con mayor o menor fuerza, tienden a estigmatizar a las personas o grupos que designan.
En la actualidad, y hace ya un par de décadas, el término que más frecuentemente se utiliza en referencia a estos grupos es el de flaite. Flaite es una palabra muy polisémica, puede referir a un personaje de la vida social, caracterizado por su vestimenta extravagante y un comportamiento cercano a lo delincuencial, a algo de “mal gusto”, a un comportamiento “mal educado” o irrespetuoso, pero también puede referir de manera genérica a “alguien de menor estatus” o “de clase baja”. Todos estos significados coexisten en la sociedad chilena actual, por lo tanto, cuando se nombra la palabra “flaite”, hay una relativa confusión en torno a qué se está aludiendo exactamente. Lo que sí aparece de forma clara, es que cada vez que se menciona la palabra, se alude a algo negativo relacionado con la parte baja de la jerarquía social.
Si bien es una palabra específicamente chilena, no es necesario hacer un análisis muy profundo de la realidad de otros países latinoamericanos para darnos cuenta de que existen categorías similares en otros contextos. En Argentina existen los chorros, en Colombia los ñeros y en México los nacos. Pero también más lejos encontramos categorías del mismo tipo, como los chavs en Inglaterra o la racaille en Francia. Si bien cada una de estas categorías tiene sus características propias, relacionadas con el contexto histórico y espacial donde surgen, también es cierto que todas han surgido relativamente al mismo tiempo y que, de alguna manera, expresan algo común a las sociedades contemporáneas, sociedades caracterizadas por la predominancia de la problemática de la seguridad ciudadana y el temor al delincuente.
Por otra parte, también es importante comprender que el significado de estas categorías no es inmutable. Si lo flaite se asociaba inicialmente a un comportamiento delictual y transgresor, poco a poco comenzó a identificarse cada vez más con un aspecto vestimentario, llegando a ser catalogado como una verdadera moda. Asimismo, producto de las transformaciones ocurridas en Chile desde el llamado “estallido social” de octubre de 2019, cabe suponer que lo flaite podría adquirir una nueva dimensión, asociada al carácter antisistema de muchos de los manifestantes, provenientes, precisamente, del mundo popular.
Ahora bien, siendo que el proceso de nombrar y categorizar estos grupos aparece como un proceso bastante generalizado, en el espacio y en el tiempo, son pocos los estudios que han intentado indagar en el significado de estas categorías. Y, sin embargo, parece ser que justamente en su carácter polisémico e impreciso, se esconden mecanismos muchas veces inconscientes o pre-reflexivos de representación de las clases populares que, de una u otra forma, contribuyen a la estigmatización de los pobres.
Los procesos de categorización social son mecanismos desarrollados por los individuos o colectividades en su afán de comprender y ordenar la realidad social que les rodea (Tajfel 1981). La construcción de categorías “profanas”, como la de flaite, en oposición a las categorías científicas o académicas, está marcada no por una intención de delimitar, de manera clara y precisa, un objeto determinado, sino más bien por una intención práctica: su objetivo es simplificar la información proveniente del entorno y hacerlo inteligible para la acción (Rosch y Lloyd 1978). En ese sentido, es preciso señalar que categorías como estas se relacionan con un conocimiento práctico del mundo, y forman parte del sentido común (Baeza 2003). Funcionan de manera pre-reflexiva, como categorías socialmente compartidas a las que se recurre para nombrar o identificar ciertos personajes o grupos, o incluso lugares o situaciones, pero sin prestar mayor atención al contenido e implicancias que su uso comporta.
Ahora bien, esto no significa que en la elaboración de estas categorías no participen las instituciones, y en particular las políticas públicas y los medios de comunicación que, al difundir imágenes y contenidos relacionados con determinados grupos sociales o individuos, van a su vez creando imaginarios, instituyendo estereotipos, y moldeando de esta manera el sentido común (Cohen 2017; Van Dijk 1990). Por otro lado, estas categorías no son un simple reflejo de la realidad –como si esta constituyera una materialidad exterior y objetiva– también construyen la realidad social (Baeza 2003; Castoriadis 1975). Las funciones de clasificación, categorización y representación son actividades de conocimiento que no cumplen funciones de puro conocimiento (Jodelet 2015). Al estar afectiva y valorativamente cargadas, tienen una dimensión ética y normativa que califica como legítimos, deseables o válidos los objetos o personas designadas (Becker 2009). De esta forma, a través de los procesos de categorización toda una serie de mecanismos de distinción y distanciación social son activados (Bourdieu 1979). La construcción de una categoría social, más allá de designar objetos o grupos específicos, permite activar un proceso de trazado de fronteras simbólicas (Lamont 2009, 1992) cuyo efecto, lejos de ser inofensivo, puede tener importantes consecuencias para toda la sociedad.
El lenguaje construye realidad (Searle 1995; Austin 1982). Las palabras producen efectos, pueden instituir, destituir, ofender o degradar. El solo hecho de nombrar algo puede tener implicancias sociales y políticas más graves de lo que puede parecer a simple vista. La acción de nombrar permite objetivar al otro, fijar su identidad y así controlarlo. Pero un nombre también es lo que permite darle una existencia y visibilidad a quien es designado a través de él (Butler 1997). Las palabras pueden ser reapropiadas y desviadas de su sentido original y, de esta manera, también pueden servir para cuestionar el orden establecido. En ese sentido, las luchas sociales también se juegan en el terreno de las palabras (Bourdieu 1982).
Este artículo presenta un análisis de la categoría flaite, como una construcción social que nos permite observar precisamente el proceso de trazado de fronteras en relación a los sectores populares en Chile. A través del análisis de 64 entrevistas en profundidad y 6 grupos de discusión realizados entre 2012 y 2014 con hombres y mujeres provenientes de distintos estratos socioeconómicos en la ciudad de Santiago, buscamos comprender qué significa la palabra flaite o, más bien, qué significa ser catalogado como flaite en Chile. Entendiendo la relevancia que tiene el lenguaje y los procesos de categorización en la construcción de la realidad social, se plantea que el uso de la palabra flaite supone la estigmatización de ciertos grupos pertenecientes a los sectores populares no solo a partir de su supuesta peligrosidad, sino también a partir de una sospecha de inmoralidad, y que esta representación, debido a la ambigüedad constitutiva de la palabra flaite, afecta a los sectores populares en su conjunto.
El artículo se estructura en cuatro partes. En primer lugar, realizamos una breve revisión de las transformaciones ocurridas en el último tiempo en términos de pobreza, exclusión y estigmatización social, tanto en el contexto internacional como en Chile. Luego, presentamos la metodología adoptada en nuestra investigación. Posteriormente, pasamos a revisar los principales resultados obtenidos, refiriéndonos por un lado a la comprensión general del significado de la categoría flaite y, por otro, a su significación en términos del trazado de fronteras morales y la estigmatización de ciertos segmentos de las clases populares en Chile. Finalmente, concluimos destacando cómo el flaite, en tanto categoría que se define no solo por su peligrosidad, sino también a partir de criterios morales y culturales, expresa la relación de rechazo y desconfianza que la sociedad en su conjunto establece con las clases populares.
2. Pobreza, exclusión y estigmatización social
Desde los años 1980, los países europeos han experimentado un cambio en las formas de la pobreza. El incremento del desempleo y el empobrecimiento de amplias capas de la población, producto de la desindustrialización y el aumento de la precariedad laboral, llevaron a varios autores a hablar de “nueva pobreza” y “exclusión social”, para dar cuenta de un fenómeno nuevo de progresiva desafiliación y ruptura de vínculos sociales (Paugam 2009, 1996; Bauman 2000). Las mutaciones del modelo capitalista y la implementación de políticas neoliberales condujeron a una “crisis de la sociedad salarial” y a la pérdida de las viejas protecciones sociales basadas en la integración al mundo laboral (Castel 2003, 1997). La pobreza dejó de estar asociada únicamente a las carencias materiales y comenzó a vincularse a aspectos culturales y simbólicos, como la falta de acceso a servicios sociales, el incremento de los sentimientos de inseguridad y la discriminación social (Lister 2021).
Estos procesos llevaron a varios autores a hablar de un desplazamiento de la cuestión social hacia la cuestión territorial (Lapeyronnie 1999; Castel 1997). Las políticas neoliberales de desregulación urbana condujeron a un incremento de la segregación urbana y a la progresiva expulsión de los pobres y las poblaciones racializadas hacia los márgenes de la ciudad (Hackworth 2007), constituyéndose, los barrios marginalizados, en el espacio donde se manifestarían todas las consecuencias de la cesantía, la precarización y el aislamiento social (Wacquant 2001). Asimismo, se intensificaron los problemas de violencia, delincuencia y tráfico de drogas, acentuando la estigmatización social de sus habitantes (Lister 2021; Wacquant 2010;).
Paralelamente, y asociado a lo anterior, las políticas neoliberales condujeron a un repliegue del Estado en tanto garante de derechos sociales y a una acentuación de su rol represivo. La reducción del gasto social, propia del Estado neoliberal, se acompañó de un fortalecimiento de los dispositivos policiales, militares y judiciales (Harvey 2007), y del desarrollo y difusión, a nivel internacional, de la problemática de la “seguridad ciudadana”, enfocada en el combate irrestricto a la delincuencia y a todas las formas de desorden o incivilidad pública (Wacquant 2010). Estas políticas se orientaron a identificar y establecer un control sobre los grupos considerados potencialmente peligrosos: los pobres y marginados, intensificando, de esta manera, la estigmatización de los barrios y sectores populares y acentuando la exclusión y marginación social de los pobres (Wacquant 2010; Bauman 2000).
Estos procesos, que hasta cierto punto pueden ser caracterizados como globales, se presentan de manera particular en el caso de Chile. La implementación de las políticas neoliberales se produjo en el país durante la dictadura militar (1973-1990). Los gobiernos democráticos que la sucedieron, lejos de invertir esta tendencia, significaron una consolidación del modelo económico (Moulian 1998; Garretón 2012), buscando moderar sus costos a través de la implementación progresiva de una red de protección social para los más desposeídos (Espinoza, Barozet y Méndez 2013). Con todo, estas transformaciones significaron una ruptura radical con respecto a la estructura de estratificación social anterior (Espinoza, Barozet y Méndez 2013; Torche y Wormald 2007; León y Martínez 2007;) y profundas mutaciones en las subjetividades de las y los chilenos (Araujo y Martuccelli 2012; Lechner 2006; PNUD 2002, 1998).
En este contexto, una de las particularidades más relevantes es que en Chile, al menos en términos absolutos, la pobreza parece haberse reducido de manera considerable en el curso de los últimos 30 años. Si en el año 1990 cerca de un 40% de la población se encontraba por debajo de la línea de la pobreza, en el año 2000 esa cifra se redujo a un 20% y en el año 2017 sólo un 8,5% de la población podía ser categorizado como pobre1. El mejoramiento de las condiciones de vida, el acceso al consumo y a la vivienda y la disminución de los campamentos, cambiaron en gran medida las condiciones de la pobreza y de su percepción (Sabatini y Wormald 2004; Tironi 2003)2. Sin embargo, si bien la pobreza en términos absolutos se redujo, no pasó lo mismo con los niveles de desigualdad, que durante todo el periodo se mantuvieron, o incluso aumentaron (PNUD 2017) y, por otra parte, pese al mejoramiento relativo de las condiciones de los más pobres, persistieron los problemas de hacinamiento, allegamiento y endeudamiento (Angelcos y Pérez 2017; Han 2012) y empezaron a visibilizarse con cada vez más fuerza los fenómenos de aislamiento residencial, la falta de acceso a servicios sociales y la estigmatización social de los barrios populares. Como han señalado distintos estudios (Sabatini y Brain 2008; Hidalgo 2007; Sabatini, Cáceres y Cerda 2001) las políticas urbanas neoliberales y la desregulación de los mercados de suelo condujeron a un incremento de la segregación residencial y a un proceso de “descalificación territorial” (Angelcos y Méndez 2016) que afectó fuertemente a los pobres que habitan los barrios segregados (Lunecke 2016, 2012; Cornejo 2012; Márquez 2005).
Otra particularidad del proceso chileno es que, durante la transición a la democracia, se produjo un desplazamiento a nivel programático desde la lucha contra el “enemigo interno”, encarnado en el comunismo, hacia la lucha contra la delincuencia (Torres y de la Puente 2001). La doctrina de la Seguridad Nacional, predominante durante la dictadura militar, fue desplazada por la doctrina de la Seguridad Ciudadana, más adecuada al sistema democrático, pero que retomó y actualizó, bajo nuevas modalidades, las mismas lógicas de represión y exclusión presentes en el régimen militar, reorientándolas hacia nuevos sujetos concebidos como peligrosos (Osorio 2021; Isla 2017). Las nuevas políticas adoptadas, los medios de comunicación (Dastres et al. 2005) y, especialmente, la Fundación Paz Ciudadana3 (Ramos y Guzmán 2000), participaron desde entonces en la creación de un nuevo “enemigo interno” encarnado no ya en el sujeto subversivo, sino en la figura del delincuente, y categorizado a partir de dimensiones específicas: hombre, joven y de clase baja (Dammert 2012; Duarte y Littin 2002). De esta manera no solo se acentuó la discriminación y estigmatización de los jóvenes populares (Osorio 2021), sino que también se desarrollaron y amplificaron enormemente los miedos e inseguridades de la población (Dammert 2012, 2004; Candina 2005).
La estigmatización y criminalización de los sectores populares es un proceso que se ha intensificado en el país desde el retorno a la democracia, propiciado por las nuevas formas de exclusión social y por políticas de seguridad ciudadana fuertemente punitivas (Isla 2017). Sin embargo, la estigmatización de los pobres no es un fenómeno completamente nuevo. Ya desde fines del siglo XIX y principios del XX, producto del aumento de la pobreza, el vagabundaje y la migración campo-ciudad, se había constituido una “mirada horrorizada” de las elites ante los sectores populares (Romero 1997) desarrollándose políticas orientadas a reprimir y normalizar sus conductas, vistas como amenaza para la estabilidad del orden social (Salazar 2000). Ahora bien, en la actualidad estos fenómenos adquieren un carácter distinto, en tanto están ligados a los propios procesos de modernización neoliberal y a las exclusiones y temores que ésta genera (Lechner 2006; PNUD 1998). Cabe preguntarse, en ese marco, cómo los cambios más recientes que ha experimentado la sociedad chilena pueden a su vez tener un impacto en las representaciones de la pobreza y de la inseguridad. El reciente incremento en los niveles de pobreza suscitado por la pandemia del Covid-19 (CASEN 2020), la creciente presencia de población migrante en las ciudades chilenas (INE 2018) y el incremento en la violencia de las manifestaciones desde el 18-O (Joignant et al. 2020), pero sobre todo, el desarrollo de un discurso público que busca, una vez más, criminalizar a los manifestantes (Navarro y Tromben 2019), a los migrantes (Stefoni y Brito 2019) y a los sujetos populares, invitan a preguntarse cómo se actualizan, hoy en día, las imágenes y representaciones de nuestros “enemigos internos”.
3. Metodología
Los datos para el análisis que aquí se presenta provienen de 64 entrevistas en profundidad y 6 grupos de discusión que tuvieron lugar en la ciudad de Santiago entre diciembre de 2012 y marzo de 2014. Las entrevistas individuales fueron realizadas con mujeres (32) y hombres (32) provenientes de distintos estratos socioeconómicos y de distintas edades (entre 18 y 68 años). Los grupos de discusión fueron realizados con personas provenientes de distintos estratos socioeconómicos, todos fueron mixtos y la muestra estuvo restringida en este caso a personas jóvenes (18 a 35 años), ya que eran quienes mostraban mayor familiaridad con este tipo de apelativos.
Tomando en consideración las dimensiones más utilizadas por los estudios de estratificación social (Franco, León y Atria 2007), los estratos socioeconómicos se definieron a partir de tres criterios: ocupación, ingresos y nivel educacional. Así, se conformó una muestra de 5 estratos: alto (17 entrevistados/as), medio alto (6 entrevistados/as), medio (11 entrevistados/as), medio bajo (9 entrevistados/as), y bajo (21 entrevistados/as). Para los grupos de discusión se consideraron los mismos estratos socioeconómicos. Se realizó un grupo (de cinco personas en promedio) para cada estrato y se incluyó un sexto grupo con personas que hubieran experimentado procesos de movilidad social ascendente a lo largo de su vida.
De manera complementaria, se revisaron artículos de prensa, notas televisivas y de Internet, que aportaron información pertinente sobre esta categoría y su representación en los medios de comunicación. Este material se utilizó principalmente para contextualizar y relevar hitos importantes en la emergencia y evolución en el uso de la categoría, pero el grueso del análisis está centrado en los discursos de las personas entrevistadas.
El terreno fue realizado en su totalidad en la ciudad de Santiago, debido a la alta concentración de la población chilena en esta ciudad y su fuerte segregación socioeconómica. Si bien las categorías como flaite existen y son utilizadas en el resto de Chile, en Santiago adquieren una significación y visibilidad particular debido a estas características.
Este artículo se inserta en una investigación más amplia, que tomó como foco principal el análisis de las representaciones asociadas a distintas clases sociales en Chile. Junto a la figura del flaite, también fue analizado el cuico, categoría representativa de la clase alta. Esta investigación, realizada en el marco de una tesis doctoral, pretendía construir un mapa de las distintas categorías sociales utilizadas para referirse a las clases sociales en Chile, intentando abarcar los distintos significados y usos asociados a cada una de estas palabras.
Es importante recalcar que el análisis que presentamos a continuación está basado en datos obtenidos entre 2012 y 2014. Es posible suponer que los cambios recientes que ha experimentado la sociedad chilena hayan modificado en parte las representaciones de la pobreza y de la inseguridad, haciendo emerger nuevas figuras de “enemigos internos”, modificando los significados de la categoría flaite, o amplificando el temor y desconfianza hacia los sectores populares. Ahora bien, lejos de restarle relevancia a los resultados de esta investigación, estos acontecimientos justamente nos invitan a situarlos en perspectiva histórica y remarcar la pertinencia de nuestro análisis para comprender el momento actual.
4. Resultados: la construcción social de la categoría flaite
Una de las apariciones más significativas del personaje flaite en la escena pública tuvo lugar en octubre de 2005, a través de la campaña “Pitéate un flayte” lanzada por el programa Máximo volumen de Radio Carolina (99.3 FM). Esta campaña incitaba a la “eliminación” de personas que podían ser calificadas como flaites. Su conductor, Rodrigo González, había lanzado la iniciativa luego de descubrir el robo de la radio de su vehículo. En un tono humorístico, el programa hablaba de la creación de una fundación, la Fundación “Pitéate un flayte”, que, a través de una línea telefónica, otorgaría apoyo moral a quien se encontrara en la necesidad de “pitearse a un flaite”. El himno de la fundación contaba la historia, en primera persona, de alguien que ante la amenaza de un flaite –descrito como “el tipo que te encuentras en la calle y te insulta o te ataca para robarte”4– reacciona golpeándolo. El estribillo señalaba lo siguiente:
Pitéate un flaite,
pitéatelo ya,
porque es una escoria de la sociedad.
Por eso amigo,
te digo “ten cuidado”,
con esta especie que se ha masificado,
porque han venido y quieren quedarse,
hay que pitearse a todos los flaites
El programa estuvo al aire durante un mes y medio hasta que el presidente del Centro de Educación Popular, Ecológica y Cultural “Cultivarte”, Cristián Varas y la diputada socialista Carolina Tohá, presentaron un recurso de amparo contra la Radio Carolina a causa de la discriminación provocada por el programa hacia los jóvenes estigmatizados como flaites. Acusaron al programa de “discriminatorio”, “clasista” e incluso “racista” hacia personas de clase baja que cabían en el estereotipo fenotípico del flaite. “Yo soy flaite y tengo miedo”, decía Cristian Varas, que se identificaba con la descripción del flaite realizada por un blog de la época, piteateunflayte.tk: “un personaje de bajo nivel social y educativo y que no tiene estilo”. A partir de este episodio, la radio decidió poner fin a esta campaña y olvidar lo sucedido, aunque en las redes sociales tuvieron lugar numerosas demostraciones de apoyo al proyecto de “pitéate un flayte”.
Este simple episodio nos enseña cómo el discurso que se construye en torno al flaite adquiere una dimensión extremadamente peyorativa y discriminatoria. El flaite aparece como un individuo que suscita el rechazo e incluso el odio de la sociedad, llegando al punto de incitar a su “eliminación” (Martínez 2017). Por otra parte, vemos dibujarse una relación compleja y significativa entre las nociones de flaite y clase baja. La polémica generada da cuenta, efectivamente, de una cierta confusión entre la categoría flaite, como personaje asociado al delincuente, y la idea de “clase baja” o los “pobres” que se expresa en la identificación de Cristian Varas con el apelativo flaite. A continuación, intentaremos desentrañar en mayor detalle esta compleja relación a partir del análisis de la categoría flaite, sus significados y representaciones en los distintos estratos sociales en el Chile actual.
4.1 Sobre el origen etimológico de la palabra
No existe plena claridad sobre el origen etimológico de la palabra flaite. Uno de los pocos estudios existentes al respecto es el de Darío Rojas (2015), quien indica que flaite sería una deformación de la palabra “faite”, a su vez una deformación del anglicismo “fighter”. Fighter en inglés significa “luchador”, “guerrero” o en un sentido más coloquial, “peleador”. La palabra “faite”, según el autor, habría sido importada desde Perú y habría comenzado a ser utilizada en la jerga delictual chilena, el coa, hace ya varias décadas.
Inicialmente apropiada por el mundo delictual, la palabra habría tenido una significación positiva: el delincuente es aquél que lucha, el que, a través del uso de la violencia física, consigue el respeto de sus pares (Rojas 2015). Se trataría de un delincuente respetado en el mundo del hampa. Como señala el autor, probablemente al difundirse hacia el resto de la sociedad, en el transcurso de los años 1990 y sobre todo durante los años 2000, la palabra flaite habría adquirido su connotación peyorativa. Esta transformación estaría evidentemente asociada a la percepción negativa de la delincuencia en la sociedad.
Ahora bien, pese a que esta explicación sobre el origen de la palabra flaite parece bastante plausible, es necesario constatar la existencia de otras explicaciones, corrientes o populares, sobre el origen del término, tal como la que aparece en el sitio Wikipedia:
El término flaite pareciera derivarse del inglés flighter (volador). Desde este origen, la palabra migra al español chileno con diferentes usos. En un principio, para designar a los consumidores de marihuana que en Chile son también denominados volados (por el inglés fly), y luego como un adjetivo despectivo utilizado para referirse a ciertas personas de baja condición social, al prejuzgar relacionando la adicción a las drogas con marginalidad y conductas delictuales (Wikipedia, s. f.)
Efectivamente, existen dos explicaciones recurrentes, que aparecen tanto en el discurso de los entrevistados como en Internet, a propósito del origen de la palabra flaite. Una de ellas, la recién citada, sitúa el origen del nombre en el verbo “to fly”, “volar”, que designaría a los flaites como “volados”, es decir, jóvenes consumidores de droga. La otra explicación refiere al modelo de zapatillas Nike Flight Air, auspiciado por el basquetbolista Michael Jordan en los años 1990, que sería utilizada por los flaites como símbolo de prestigio y poder adquisitivo, lo que habría derivado en “flaiter” y, posteriormente, “flaite”.
Según Rojas (2015), estas teorías no tendrían fundamento científico y constituirían lo que en lingüística se denomina etimologías populares, es decir, construcciones sociales realizadas por personas no especialistas, que buscan establecer una historia para explicar el origen de una palabra particularmente significativa en una sociedad. Sin embargo, pese a su falta de rigurosidad científica, estas explicaciones no dejan de ser interesantes, ya que dan cuenta de cómo la sociedad se ha reapropiado el significado de la palabra. Efectivamente, poco importa la veracidad de estas teorías, lo que interesa es el trabajo de racionalización que hay detrás.
En ese sentido, es importante destacar que en las distintas hipótesis etimológicas sobre el origen de la palabra flaite, ésta aparece como la derivación de un anglicismo: fighter, fly, flight, lo que da cuenta de cómo el flaite, en el espíritu de la sociedad chilena actual, podría estar ligado a la globalización y a una influencia estadounidense cada vez más marcada. Por otra parte, como veremos a continuación, los tres elementos que aparecen ligados a su origen etimológico –delincuencia, droga y vestimenta– son elementos constitutivos del personaje flaite.
4.2 ¿Quién es el flaite?
El flaite no es una categoría institucional u oficial, sino una palabra construida por y para los individuos, para designar un personaje social que les parece significativo. El flaite es una categoría, por lo tanto, flexible, adaptable, que puede cambiar con el tiempo e incorporar nuevas dimensiones. No hay una identidad del flaite, fijada de una vez para siempre y cristalizada en esa palabra. Sin embargo, encontramos en las distintas descripciones un conjunto de elementos que se repiten, agregándose unos a otros, y que van configurando, poco a poco, una identidad del personaje.
Un primer aspecto importante a destacar en relación con el flaite es, como hemos señalado, su aspecto físico. El flaite usa ropa de marca, poleras y polerones “con la marca muy visible”, pantalones “pitillos”, ajustados, decolorados, muy llamativos. También se peina de una manera específica, usa un corte de pelo que los entrevistados llaman “sopaipilla”5; en algunos casos, se depila las cejas, y porta todo tipo de accesorios como joyas, lentes y gorros que dan cuenta de un aspecto estético muy elaborado. Dentro de su atuendo es importante destacar las zapatillas, prácticamente todos los entrevistados reparan en esta dimensión. Las zapatillas de los flaites son grandes, de marca, vistosas, un símbolo de estatus y prestigio importante para el personaje.
Siempre andan con zapatillas grandes... puede tener el pie 41, pero anda con zapatillas 44, 43, ¿cachai? Siempre andan como extravagantes para vestirse, unos colores flúor que usan, siempre andan con... no sé po, a ellos les encanta mostrar los tatuajes, los accesorios, los collares, los aros que usan... (Mujer, estrato bajo, 20 años).
La dimensión estética no solo es importante porque da cuenta del flaite como un personaje extravagante, sino también porque es su aspecto más visible y constituye al flaite como un personaje fácil de identificar en el espacio público. Efectivamente, la construcción de la categoría se realiza a partir de una serie de estereotipos que permiten orientar las prácticas de los individuos en su vida cotidiana frente a quienes caben dentro de ella. Como señalamos, los procesos de categorización social están orientados por una intención práctica. Su objetivo es simplificar la información del entorno para permitirnos actuar. En el caso del flaite, esta intención es evidente: de lo que se trata es de identificar fácilmente un personaje que puede resultar peligroso en la vida cotidiana, para desarrollar rápidamente una respuesta que permita mantenerse en seguridad.
En segundo lugar, es importante destacar que el flaite, sin ser necesariamente delincuente, se asocia al mundo de la delincuencia y la marginalidad. A veces será descrito como ladrón o traficante de drogas, como alguien que recurre a actividades ilícitas para sobrevivir o para comprar su ropa de marca, otras veces simplemente como un vago, como alguien que abandonó la escuela, que no hace nada en todo el día y se lo pasa fumando marihuana o pasta base en la esquina. Ahora, sin ser necesariamente delincuente, el flaite suele tener un comportamiento agresivo o violento. Tiene una mirada desafiante, le gusta provocar, generar temor. Al ocupar el espacio público, las plazas o las esquinas, puede provocar desórdenes o incivilidades, por lo que su sola presencia incomoda. En ese sentido, el flaite será descrito, si bien no siempre como delincuente, como alguien que “puede llegar a serlo” (Pérez y Roca 2009):
O sea, el flaite no siempre es delincuente, pero puede llegar a serlo. El flaite es una persona que te da miedo, que no sabis si te puede asaltar o no (Mujer, estrato alto, 25 años).
En este punto, también es importante subrayar que cuando las personas describen al flaite, tienen casi siempre en mente la imagen de un hombre joven. Pese a que existen los adultos y las mujeres flaites, como subrayan varios entrevistados, la imagen arquetípica del personaje está asociada casi inconscientemente a los hombres jóvenes, lo cual se relaciona probablemente con la imagen del delincuente que, como vimos, promueven los medios de comunicación y las políticas de lucha contra la delincuencia.
Un cuarto aspecto significativo dentro de la descripción del flaite es su lenguaje. Los flaites hablan un lenguaje particular, descrito a veces simplemente como falta de vocabulario, mala pronunciación de las palabras, pero otras veces como un verdadero “idioma” distinto. Este “idioma flaite” –asociado a veces al coa– es no solo diferente, sino “incomprensible”, ya que contiene códigos, palabras y expresiones desconocidas para el resto. A nivel de las representaciones, el uso de ese lenguaje produce, por lo tanto, un sentimiento de alteridad muy marcado con respecto a los flaites6.
El flaite (es) un personaje típico chileno de nivel clase baja. Que tiene… ¿cómo se podría decir? Palabras específicas, un lenguaje propio de ellos, y entre ellos se entienden. Allá donde yo vivo no es un sector alto… es más bien pobre, entonces la gente… se ponen a fumar pitos ahí en la esquina, yo los veo fumando… No los conozco, pero los escucho cuando hablan, y hablan así en su idioma que yo no entiendo (Mujer, estrato medio, 36 años).
Por último, el flaite también se asocia a ciertas prácticas o gustos culturales. De acuerdo a los entrevistados, los flaites escuchan reguetón y cumbia villera. A este respecto, es importante destacar que la construcción del flaite ha sufrido variaciones a lo largo del tiempo, que a su vez se asocian a las evoluciones en la apariencia estética del personaje. Efectivamente, si en un primer momento los flaites se relacionaban mayormente a la estética del hip-hop, en la actualidad se caracterizan por una estética mucho más cercana a los cantantes de reguetón, con su aspecto más cuidado y ostentoso.
Así, el flaite es descrito como un personaje que presenta, desde todo punto de vista, una conducta desviada o transgresora. Su comportamiento, no solo en su relación al mundo de la delincuencia, sino también en su particular forma de vestir, su lenguaje y su agresividad, contraviene las normas sociales dominantes. Pero todos estos elementos no tendrían la misma significación si no estuvieran asociados a una última dimensión: el flaite pertenece a la “clase baja”. Incluso si muchas veces los entrevistados señalan que los flaites están “en todas partes” en la ciudad, su origen social por lo general es situado en las “poblaciones”, asociadas directamente, en el imaginario social, a la pobreza. Ahora, si bien esta condición es necesaria para identificar al personaje, no es una condición suficiente. No todos los pobres son flaites, y esto es expresado enfáticamente por la mayoría de los entrevistados, independiente de su estrato social de origen.
¡Es que jamás podría decir que todo el mundo en la clase baja son flaites! ¡Jamás, jamás, jamás! Los flaites son de la clase baja, pero en ningún caso hay que confundir pobres y flaites (Mujer, estrato alto, 63 años).
4.3 Del temor a la crítica moral: el flaite y la delimitación entre “buenos” y “malos pobres”
Los relatos de las personas entrevistadas en esta investigación están marcados por la experiencia del temor. El flaite genera inseguridad. En primer lugar, una inseguridad en cuanto a los bienes, porque el flaite siempre puede asaltarnos, y en segundo lugar en cuanto a la integridad física, porque también nos puede agredir. Como señala esta entrevistada, cuya vida cotidiana está marcada por la presencia de flaites, este aparece como alguien que siempre puede “hacerte algo”.
Hay cabritos, hay jóvenes que sí po, que uno (dice) “este es choro y me puede pasar algo”. Porque también viene de la delincuencia, del flaite, del chorango. Porque él “ya, entrégala toda, que aquí, que allá”. ¿Me entiende? Entonces igual hay cualquier flaite delincuente. Por eso les tengo un poco… así como un poco de respeto (Mujer, estrato bajo, 48 años).
Pero este temor al flaite no solo está ligado a su comportamiento supuestamente delictivo, es un temor que surge también de otras acciones de desorden o prácticas disruptivas que el flaite puede provocar en la vía pública. En ese contexto, el flaite genera inseguridad en un sentido más amplio. Es un personaje a temer porque perturba el correcto desarrollo de la vida cotidiana. Actitudes como fumar marihuana, pasta base o tomar alcohol en la plaza, escupir en la calle, buscar peleas sin motivo aparente, hacer actos vandálicos de todo tipo, o simplemente escuchar música a todo volumen en la micro, son descritas como conductas desagradables que generan gran molestia en las personas entrevistadas.
Ellos invaden tu espacio ¿cachai? Vai en la micro, toda apretada, chata, toda transpirada, y más encima te toca al lado el flaite que pone la música a todo chancho (Mujer, estrato medio-bajo, 26 años).
Como se ve, más allá del sentimiento de temor, la condena al flaite también pasa por una dimensión moral. El flaite es descrito como alguien que no respeta, que “invade tu espacio”, actuando de manera egoísta y anteponiendo sus propios intereses a los de los demás. La categoría no solo se construye a partir de su identificación como un personaje peligroso y asociado a una apariencia estética específica, sino también desde una serie de criterios de distinción moral que tienen que ver con su falta de esfuerzo, de honestidad, de respeto, así como también con su actitud ostentadora y altanera.
Efectivamente, uno de los aspectos morales, a partir de los cuales son trazadas estas distinciones, se relaciona con la noción de esfuerzo. Una frase que se repite muchas veces es que el flaite “no trabaja” o “prefiere el trabajo fácil”. Se comprende que esta expresión es utilizada para significar el robo, tráfico de drogas o todo tipo de actividad ilegal desarrollada por los flaites (Lunecke 2016), pero a través de su uso, lo que se transmite es que el flaite transgrede la norma del trabajo honesto y esforzado, el trabajo verdaderamente “difícil”. En ese sentido, el flaite contraviene uno de los valores predominantes asociados a la justificación del propio mérito y la posición social hoy en día en Chile: el esfuerzo (Guzmán, Barozet y Méndez 2017; Mac-Clure y Barozet 2016).
Porque les gusta la vida fácil po, no le trabajan un peso nadie, no les gusta ganarse su propio… con el sudor de la frente. A todos nos cuesta ganarnos las cosas y es feo perderlas así po… si te gusta un celular que te cuesta 200 lucas, y vas en la calle y pasa un flaite y te lo quita... Y él en menos de un minuto se hizo de un celular caro po. En cambio, una persona que trabaja y que le cuesta… (Hombre, estrato bajo, 30 años.).
Por otra parte, como señalamos, en su comportamiento incivilizado, el flaite es descrito como alguien que no respeta nada ni a nadie. Aparece como un individuo que se siente por encima de toda regla de convivencia o civilidad, como alguien que busca demostrar una suerte de superioridad o poder, transgrediendo constantemente los límites y el espacio de los demás. Se repite constantemente que el flaite “no tiene” o “tiene mala educación”, pero no solo educación formal, entendida como escolaridad, sino también educación moral. El significante “respeto” será aquí utilizado repetidas veces para trazar diferencias entre los flaites y la “gente decente” (Orchard 2019; PNUD 2017).
Yo veo al flaite como el pobre... no todos los pobres son flaites, obviamente, pero es el pobre que tuvo… que tuvo o que tiene una mala educación, que no respeta al otro… (Hombre, estrato alto, 28 años).
En tercer lugar, desde el punto de vista moral, también aparece como reprochable la particular forma de vestir del flaite. Los entrevistados no solo van a criticar que el flaite se “viste mal”, con “mal gusto” o “demasiado vulgar” –particularmente en el caso de las mujeres flaites– sino también, y lo que más escandaliza, con ropa y accesorios caros y “de marca”. De esta manera, se cuestionan sus intereses y prioridades. El hecho de comprar ropa cara, tener una televisión o un auto último modelo son vistas como acciones que dan cuenta que el flaite tiene sus prioridades invertidas en la vida. Al flaite le gusta ostentar, lucirse, llamar la atención, intentando demostrar cierto prestigio frente a los demás.
Puede estársele cayendo la casa a pedazos, pero tiene un LCD no sé, de 50 pulgadas, o un vehículo enchulado con no sé cuántas cuestiones… el flaite no tiene un gusto sobrio, ni quiere pasar piola como se dice, sino que quiere que lo vean, y por lo tanto en sus gustos manifiesta esa estridencia, esa forma colorín con que quiere llamar la atención (Hombre, estrato medio, 35 años).
Esto marca un gran cambio con respecto a las formas de concebir la pobreza. Efectivamente, a diferencia de los pobres tradicionales, caracterizados por sus pies descalzos, el flaite utiliza grandes zapatillas de marca, joyas y accesorios vistosos, buscando precisamente no pasar desapercibido. El pobre decente, en cambio, se muestra humilde, dócil y respetuoso, acepta su condición social y se comporta acorde a ella, respetando la jerarquía social. Si incorpora la voluntad de ascenso social, debe hacerlo a través de la vía del trabajo honesto y sacrificado. Este pobre, el flaite, se muestra por el contrario rebelde, desobediente y grosero. Se atreve a usar ropas que no corresponden a su estatus social y lo hace como una provocación. En ese sentido, cuando la actitud ostentadora del flaite es criticada, es en el sentido implícito de “devolverlo a su lugar”. El flaite se viste con ropa de marca, tiene objetos caros, es altanero, se cree superior, pero finalmente “se le cae la casa a pedazos”, es decir, “sigue siendo pobre”. La operación de estigmatización que recurre a la dimensión estética del flaite consiste justamente en devolverlo simbólicamente a su lugar de origen: la clase baja.
A partir de estos criterios morales, por lo tanto, se va configurando una representación de la pobreza basada en la dicotomía entre “buenos” y “malos pobres”. Si el flaite es criticado es no solo por su relación con el mundo de la delincuencia y su supuesta peligrosidad, sino también porque no se esfuerza (es flojo), no respeta (es mal educado) y no es humilde (ostenta a través de su vestimenta). De esta manera, se distingue de los pobres que sí se esfuerzan, son respetuosos y humildes, tal como señalan las siguientes entrevistadas:
En la clase baja están los flaites y gente que no es flaite. O sea, hay gente honesta, que trabaja, que se esfuerza, y gente floja, mal educada (Mujer, estrato medio, 39 años).
Es mucho mejor ser pobre que ser flaite, ¿cachai? Porque una cosa tiene dignidad y el flaite no la tiene… ¡Oh qué duro lo que te estoy diciendo! Pero es verdad (Mujer, estrato alto, 25 años).
A partir de estos criterios es trazada, por ende, una frontera invisible, pero no por ello menos significativa entre los “buenos” y los “malos pobres”, los pobres “respetables” o “decentes” y los pobres “indignos”, como señala la última cita, que no merecen más que el odio y desprecio de la sociedad.
Esta distinción, por lo tanto, sirve de fundamento y permite la legitimación de todas las políticas de intervención estatal frente a la pobreza: tanto de las políticas de seguridad ciudadana, que apuntan a controlar y reprimir a los “malos pobres”, representados en la figura del flaite, como las políticas de subsidios y asistencia estatal, que apuntan precisamente a favorecer a quienes se muestran como “buenos pobres” o pobres “meritorios”, es decir, esforzados, honestos y dóciles. Como señala Castel (1997), todas las políticas de asistencia social están basadas en esta dicotomía entre “buenos” y “malos pobres”, oscilando continuamente entre ayudar y castigar, entre asistir y reprimir, entre “la piedad y la horca” (Geremek 1998). De esta manera, lo que hacen es normalizar los comportamientos de los pobres, premiando al que se acerca al modelo del “buen pobre”, ese que lucha por salir de la pobreza, y castigando al que se aparta de la norma, es decir, el flaite.
4.4. Distintas maneras de acercarse a lo flaite.
Si bien existe una mirada generalizada de rechazo hacia el flaite en la sociedad chilena, es posible establecer algunas diferencias en los discursos de los entrevistados según su pertenencia de clase. Estas diferencias se relacionan con la versatilidad y ambigüedad constitutivas de la palabra flaite, que a veces se refiere simplemente al personaje descrito hasta ahora y categorizado como el “mal pobre” y, otras veces, de manera implícita o menos clara, parece referirse a cualquier individuo o sujeto situado en la parte baja de la jerarquía social.
Para los estratos medio y alto, el flaite siempre representa a un “otro”, distinto, lejano e inferior. En tanto personaje asociado a una vestimenta, comportamiento y pertenencia social específica, el flaite constituye una amenaza lejana. Genera un miedo distante, un temor a algo desconocido, que se expresa en los lugares de paso, en el transporte público, en el centro de la ciudad, pero menos en los lugares de residencia. Estos son espacios protegidos, e incluso si la sensación de inseguridad es omnipresente en los distintos barrios de Santiago (Dammert 2004), la presencia de flaites siempre es vivida como algo excepcional, un fenómeno al cual hay que prestar atención y mantenerse vigilantes.
En ese sentido, los discursos en los estratos medio y alto suelen adoptar una mirada distante al describir a los flaites. Se relatan situaciones de encuentro con el personaje, interacciones incómodas o situaciones más violentas, como un robo o una agresión, vividas como experiencias que generan rabia o impotencia, pero que rara vez afectan desde un punto de vista significativo la identidad de los entrevistados. En estos segmentos, sobre todo entre quienes no tienen origen en los sectores populares, es posible escuchar discursos que dan cuenta de la alteridad extrema que representa para ellos la figura del flaite. Se señala a veces con fascinación que se trata de personas realmente extrañas y exóticas. El vocabulario que emplean retoma términos como “especie” o “raza humana”, que vive en un “hábitat” propio –las poblaciones– con sus propios códigos y lenguaje. Hablan de los flaites como si fueran seres de otro mundo, una raza distinta, objetos que es preciso observar con distancia y atención.
Yo me he fijado, yo soy bien fijón, que estos personajes son como muy… mira, a lo mejor va a sonar muy feo o discriminatorio lo que voy a decir, pero no lo digo en mala. Pero son como una raza aparte estos tipos. Porque si tú te fijai tienen rasgos físicos semejantes entre ellos. Las niñas tienen todas como la misma cara, son muy iguales físicamente, los varones igual. Tienen un idioma que se entienden ellos no más, y yo no es que me crea el académico de la lengua, pero si yo me pongo a conversar con alguno de estos tipos, no entiendo ni la mitad de lo que están hablando (Hombre, estrato medio, 34 años).
Ahora bien, esto no significa que en estos sectores haya un menor desprecio hacia el flaite y que la respuesta ante su presencia sea menos represiva. Por el contrario, la distancia permite un menor involucramiento emocional y, por lo mismo, posibilita su percepción como una “raza aparte”, como individuos no totalmente humanos (Goffman 1975), que en cierto sentido merecen ser reprimidos, o incluso eliminados, como si se tratara de una plaga. La campaña “pitéate un flayte”, las “detenciones ciudadanas” (Martínez 2017) y el gran apoyo que suelen suscitar en la opinión pública, dan cuenta de la fuerte estigmatización e intolerancia que existe hacia la figura del flaite.
Indicativo también de esta distancia es el hecho de que, para quienes pertenecen a los estratos medios y altos, la palabra flaite no es utilizada para referirse exclusivamente al personaje, sino también como un adjetivo para caracterizar cualquier objeto, comportamiento o acción catalogado como negativo. Así, es frecuente observar en los discursos de estos entrevistados cómo la palabra flaite puede aparecer como sinónimo de “mala calidad”, “defectuoso”, o simplemente “malo”, cuando se asocia a un objeto, por ejemplo “mi celular es muy flaite” (Mujer, estrato medio alto, 28 años), o “me gané un premio medio flaite” (Mujer, estrato medio, 33 años). O también, en otras circunstancias, como sinónimo de “mal gusto”, o asociada a determinadas acciones o comportamientos descritos como moralmente inaceptables, tal como da cuenta el siguiente diálogo entre los participantes de un grupo de discusión:
P1: Pero flaite es como chulo7… Cuando tú dices ‘se viste flaite’ es porque… tiene mal gusto para vestirse. En términos simples estás diciendo ‘mala decisión’.
P2: Pero también decis flaite cuando un gallo se ha portado mal, como… no le paga la pensión al hijo ¿cachai? ‘ah, el hueón flaite’ (…) Yo lo uso mucho cuando es alguien muy agresivo, o le falta el respeto al otro, no cumple con lo… el gallo que no le paga la pensión al hijo, que se caga a alguien, que es traidor, ese para mi es flaite, yo lo uso así también, no como de estrato social. (Grupo de discusión estrato medio-alto).
Así, lo flaite se constituye en sinónimo de todo lo malo que existe en la sociedad, enfatizando el fuerte contenido peyorativo de la palabra. Si bien los entrevistados señalan que en este uso la palabra se desprende de su referencia al “estrato social” –como indica la última frase de la cita recién expuesta– lo cierto es que el contenido peyorativo de este tipo de usos está dado precisamente porque lo flaite remite –explícita o implícitamente– a la parte baja de la jerarquía social.
Muy distinta es la relación que tienen los sectores populares con el flaite. En estos sectores, el flaite no es un extraño, muy por el contrario, es parte del paisaje cotidiano e influye en la autoimagen e identidad que construyen los individuos que pertenecen a estos estratos. Efectivamente, si existe la necesidad de repetir tantas veces que no hay que confundir flaites y clase baja, que hay que distinguir entre pobreza y flaites, es porque en la práctica la confusión sí se produce y es frecuente entre ambos términos. Para los entrevistados pertenecientes al estrato bajo, esa es precisamente la mirada que los “otros” –miembros de las clases medias y altas– arrojan sobre ellos:
Generalmente se dice que los flaites… ‘ah, este es flaite’, porque vive en una población (Mujer, estrato bajo, 53 años).
Para algunas personas toda la gente de acá es flaite. Ellos creen que todos son delincuentes o que ser pobre es sinónimo de flaite (Mujer, estrato medio bajo, 34 años).
Desde este punto de vista, la palabra flaite tiene dos significados: por un lado, es el nombre del personaje que hemos descrito hasta ahora, caracterizado por su vestimenta extravagante y su comportamiento delictivo, figura del “mal pobre”; y, por otro, es el nombre con el que los miembros de los sectores populares perciben que son discriminados por el resto de la sociedad. Efectivamente, la experiencia social en el estrato bajo está marcada por la discriminación y especialmente por la asociación que se produce entre pobreza y delincuencia (Araujo 2009), y entre pobreza e inmoralidad, que se ve cristalizada, precisamente, en el uso de la palabra flaite. La palabra flaite, en este sentido, expresa y resume la experiencia de discriminación que caracteriza la situación de las personas de menores ingresos, que marca su exclusión de lo social y su construcción como un grupo temido y rechazado en la sociedad.
Por esta razón, la relación con el flaite y lo flaite –entendiéndolo en el sentido amplio del término– en los sectores populares es extremadamente conflictiva, generando reacciones ambiguas e incluso contradictorias. Por un lado, se rechaza al flaite, porque es lo que mancha la propia identidad, porque su presencia produce la estigmatización de los barrios y porque constituye una amenaza constante no solo para los bienes y la integridad física de las personas, sino también por el peligro que significa que los propios hijos se vean arrastrados por el “mal camino”, el de la deserción escolar, la droga y la delincuencia. Entonces, los discursos apuntan, de manera enfática y categórica, a marcar y remarcar las diferencias entre los flaites y los “pobres dignos” o “decentes” (Martínez y Palacios 1996; Lunecke 2016), como un mecanismo para escapar de la estigmatización y construir una imagen dignificada de sí mismos (Lamont 2009).
No porque vivamos en una población vamos a ser flaites. Nosotros trabajamos y todo, tratamos de salir adelante y nunca vas a vernos en peleas o en problemas, somos gente tranquila (Mujer, estrato bajo, 37 años).
Pero, por otro lado, dado que la palabra flaite a su vez implica la discriminación y el desprecio sufrido colectivamente por los miembros de los sectores populares dada su condición de pobres, genera también la reacción inversa: una voluntad de revalorizar lo flaite, invirtiendo el estigma del que son víctimas8. Así, el flaite –entendido como el pobre discriminado– deja de ser el victimario y comienza a ser visto como víctima, de la discriminación infringida por los demás estratos sociales y la sociedad en su conjunto, a través de sus instituciones, de sus políticas y sus medios de comunicación. En otras palabras, se produce un desplazamiento de las culpas: el malo ya no es el flaite, sino la sociedad discriminadora y excluyente. Entre los jóvenes, que son quienes sufren más directamente el estigma de flaites, es posible apreciar en mayor medida este tipo de discursos:
Al flaite lo discriminan por ser flaite, porque vive en una población y quizás no ha tenido tantas oportunidades. Acá a todos nos deben ver como flaites, seguramente... A mí eso me da rabia, porque ellos tienen más oportunidades y deberían ver que no todos tienen las mismas oportunidades (Hombre, estrato bajo, 20 años).
La palabra flaite produce cierta incomodidad en los sectores populares. Si bien es una palabra que se usa frecuentemente para designar al joven caracterizado por su vestimenta extravagante y comportamiento agresivo, cuando es enunciada por alguien “de afuera”, alguien que tiene un origen social más acomodado, o alguien que, de una forma u otra, intenta desmarcarse de su origen social popular, es percibida inmediatamente en un sentido discriminatorio y experimentada como una ofensa para todos los que pertenecen a estos sectores.
5. Conclusiones
Hemos intentado en este artículo abordar el significado de la palabra flaite en el Chile actual y su relación con las representaciones de los sectores populares. Distintos factores confluyen en la creación y difusión de esta categoría en la sociedad chilena. La evolución de la pobreza y de su percepción (Tironi 2003; Angelcos y Méndez 2016), el desarrollo de las políticas securitarias (Isla 2017), la cobertura constante de los hechos delictivos por parte de los medios de comunicación (Dastres et al. 2005) y un proceso de amplificación de los sentimientos de inseguridad social en la población (Candina 2005; Dammert 2004, 2012), han participado en la construcción del flaite como uno de los personajes más significativos dentro de las representaciones sobre la pobreza y la delincuencia en el Chile actual.
Sin embargo, pese a la relevancia de la palabra flaite en el imaginario de la sociedad chilena, pocos estudios habían intentado indagar en sus significados más concretos. En los últimos años, algunos análisis habían abordado tangencialmente ciertos aspectos relacionados con el flaite, en torno a la representación de los sujetos populares en los medios de comunicación (Martínez 2017; Osorio 2021), su rol en el debilitamiento del tejido social en los barrios populares (Lunecke 2016), o su vínculo con la amplificación de los sentimientos de inseguridad (Pérez y Roca 2009). Si bien estos estudios habían destacado acertadamente las ambigüedades presentes en el uso de la categoría flaite, ninguno de ellos había profundizado en el análisis específico de sus distintas significaciones e implicancias en términos de la representación de los sectores populares en Chile.
En ese sentido, este artículo presenta un análisis novedoso. Centrándonos en los discursos de hombres y mujeres comunes, pertenecientes a diferentes estratos sociales y de diversas edades, buscamos desentrañar las distintas miradas que la sociedad arroja sobre el flaite y las múltiples razones por las cuales este personaje aparece como una figura estigmatizada en el Chile actual.
Al respecto, uno de los hallazgos más relevantes es que la estigmatización no solo se lleva a cabo a partir del criterio de la peligrosidad, sino también desde categorías morales (Cohen 2017). Efectivamente, si el flaite es despreciado es porque su presencia supone no solo un peligro, sino también una desviación moral: el flaite no trabaja, no respeta las normas básicas de convivencia, su presencia supone desorden, se viste mal, ostenta, es vulgar, y esa vulgaridad también es vista como una ofensa. Retomando el concepto de “fronteras simbólicas” de Lamont (2009, 1992), intentamos mostrar que cuando se designa a alguien (o algo) como flaite, se activa un proceso pre-reflexivo de categorización (Tajfel 1981) y de trazado de fronteras cuyo efecto, lejos de ser inofensivo, tiene importantes consecuencias para la sociedad (Bourdieu 1979). En este sentido, lo que el flaite define en la sociedad chilena actual no son tanto individuos reales y concretos, sino más bien determinadas fronteras. La idea de flaite siempre supone un juicio negativo hacia los grupos o individuos así designados. Su categorización marca los espacios por donde se puede o no circular, y los individuos que más vale tener cerca o lejos9.
Por otro lado, si el flaite es criticado, es porque transgrede determinadas normas o criterios morales que, como han destacado distintos estudios (Araujo 2019; Guzmán, Barozet y Méndez 2017; PNUD 2017; Mac-Clure y Barozet 2016; Méndez 2008), se han convertido en esenciales a la hora de medir el valor social de las personas en el Chile actual: el esfuerzo, el respeto, la autenticidad. Es por estas razones, y no solo por su supuesta peligrosidad, que el flaite se ha convertido en nuestro principal “monstruo social” (Candina 2005), suscitando la indignación moral generalizada de la sociedad.
Como indicamos en introducción, el lenguaje construye realidad (Searle 1995; Austin 1982). En el caso estudiado hemos visto cómo en el uso de esta simple palabra se va dibujando una representación de las clases bajas marcada por la distinción entre “buenos” y “malos pobres”, “pobres trabajadores, honestos y decentes” y “pobres deshonestos, flojos e indecentes”. Más allá de las distinciones internas que el uso de esta palabra genera en los propios sectores populares (Lunecke 2016), es una representación que permite y legitima todas las políticas de intervención estatal frente a la pobreza (Castel 1997): tanto de las políticas de subsidios y asistencia social, que apuntan a premiar a los “buenos pobres”, como de las políticas de seguridad ciudadana, que apuntan a reprimir y encerrar a los “malos pobres”, representados en la figura del flaite.
En este sentido, es importante destacar las reacciones diferenciadas que despierta la palabra flaite en los distintos estratos socioeconómicos. Esto se vincula, ciertamente, al carácter polisémico e impreciso de este tipo de categorías (Rosch y Lloyd 1978), pero también con el hecho de que se trata de palabras cuyo significado está en disputa (Bourdieu 1982). Como vimos, si para algunos –miembros de las clases medias y altas– el flaite es visto siempre como un “otro”, distante y distinto, personaje extraño y hasta exótico, para otros –miembros de los sectores populares– el flaite no constituye para nada un extraño: es parte del paisaje cotidiano e influye directamente en la autoimagen e identidad que se construye en estos sectores, como un reflejo de la mirada que la sociedad en su conjunto arroja sobre ellos. En ese sentido, remarcamos el carácter problemático y hasta contradictorio que reviste para los sectores populares –especialmente para los jóvenes– el uso de la palabra flaite. Si por un lado existe la voluntad de distanciarse del flaite, de manera de presentar una imagen dignificada de sí mismos (Lunecke 2016; Martínez y Palacios 1996), por otro lado, existe también una voluntad de revalorizar lo flaite, en tanto la palabra expresa la situación de discriminación y estigmatización de la que son colectivamente víctimas por su condición de sujetos pobres.
En este marco, es necesario volver a destacar que un aspecto central en la construcción de la categoría flaite es su ambigüedad. Como señalamos, si existe la necesidad de repetir constantemente que no hay que confundir flaites y clase baja, que hay que distinguir entre pobreza y flaites, es porque efectivamente la confusión se produce y es frecuente, entre ambos términos. En ese sentido, cuando la palabra es enunciada, no siempre es fácil establecer si se habla del personaje o de un origen social vinculado a la pobreza. Por esta razón, planteamos que a través del uso de la palabra flaite se estructura una relación de desconfianza o sospecha que establece la sociedad en su conjunto con respecto a sus clases populares. Una desconfianza que tiene que ver no sólo con la supuesta peligrosidad, sino también con la sospecha de inmoralidad que pesaría sobre estos grupos y que justifica, de alguna forma, su exclusión y marginación.
En ese sentido, es interesante señalar que pese a que el flaite nació hace relativamente poco tiempo y que su emergencia está marcada por el contexto propio de la modernización neoliberal, la categoría también retoma elementos que ya estaban presentes en el pasado y que dan cuenta de la particular relación que ha entretejido históricamente la sociedad chilena con sus sectores populares. Como señalamos, flaite no es el primer término que se usa en el país para designar y estigmatizar a estos grupos: ya la categoría del roto había sintetizado, cien años atrás, la mirada “horrorizada” de la elite frente a los pobres (Romero 1997; Salazar 2000). Mirada horrorizada que, como señala Romero, a principios del siglo XX dejó de aplicarse únicamente al “bajo pueblo” caracterizado por su peligrosidad e inmoralidad y comenzó a aplicarse también a los trabajadores y al movimiento obrero organizado. Cabría preguntarse, en futuras investigaciones, cómo los cambios recientes que ha experimentado la sociedad chilena y, en particular, la irrupción del pueblo en la escena social y política desde el 18-O (Ruiz 2020; Mac-Clure et al. 2020), podrían, a su vez, modificar las representaciones en torno a los sectores populares en Chile, amplificando los sentimientos de temor, intensificando las respuestas represivas, o trastocando los significados mismos de la palabra flaite.
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Notas