ARTÍCULOS

«La vida fungible» en la “guerra que no hemos visto”, un proyecto de memoria histórica en Colombia

«Expendable life» in the “war we have not seen”, a project of historical memory*

Adriana María Ruiz-Gutiérrez
Universidad Pontificia Bolivariana, Colombia

«La vida fungible» en la “guerra que no hemos visto”, un proyecto de memoria histórica en Colombia

Revista Austral de Ciencias Sociales, vol. 44, núm. 1, pp. 161-179, 2023

Universidad Austral de Chile

Recepción: 09 Marzo 2022

Aprobación: 27 Marzo 2023

Resumen: Este artículo presenta un marco alternativo de interpretación de la guerra, incluyendo las representaciones de aquellos que participaron y sobrevivieron a la confrontación, aún ausentes en los modelos que gobiernan la comprensión de la misma. Para el desarrollo de este objetivo, nos servimos de “la guerra que no hemos visto”, un proyecto de memoria histórica, que compendia pinturas y relatos vividos por parte de excombatientes. Esta composición, que pertenece tanto al campo de las humanidades como al de las ciencias sociales, pues implica análisis crítico-normativos (históricos, filosóficos, políticos, jurídicos) de materiales procedentes de un extenso trabajo de campo, se apoya en el método hermenéutico-crítico, normativo y cualitativo (recogida, selección y análisis de imágenes y entrevistas), además del análisis conceptual de autores como Butler (marco de guerra), Deleuze, Guattari y Mbembe (máquinas de guerra) y Roxin (fungibilidad en aparatos organizados de poder). Este ejercicio es novedoso porque, además de representar la guerra a través de sus actores, complementa los estudios existentes a partir de la noción de vida fungible, todavía inexistente en la literatura académica, aunque constatable empíricamente. Se concluye advirtiendo que la fungibilidad de la vida constituye la causa principal del alistamiento y la destrucción de amplias poblaciones, incluso, no nacidas todavía.

Palabras clave: Colombia, excombatientes, marco de representación, reclutamiento forzado.

Abstract: This article presents an alternative framework for interpreting the war, including the representations of those who participated and survived the confrontation, which is still absent in the models that govern the understanding of the war. To this aim, we utilize “the war that we have not seen”, a project of historical memory which summarizes paintings and stories lived by ex-combatants. This composition, which belongs both to the field of the humanities and the social sciences since it involves critical-normative analysis (historical, philosophical, political, legal) of materials from extensive field work, is supported by a hermeneutical-critical, normative, and qualitative (collection, selection, and analysis of images and interviews) method. In addition, we draw on the conceptual analysis of authors such as Butler (war framework), Deleuze, Guattari and Mbembe (war machines) and Roxin (fungibility in organized devices of power). This exercise is novel because, in addition to representing the war through its actors, it complements existing studies based on the notion of fungible life, still absent in academic literature, although empirically verifiable. The study concludes by arguing that the fungibility of life constitutes the main cause of the enlistment and destruction of large populations, even of those not yet born.

Keywords: Colombia, Veterans, Representation Framework, Forced Recruitment.

1. Introducción

Durante los últimos años, algunas representaciones de excombatientes han cuestionado los marcos hegemónicos de comprensión del conflicto colombiano, revelando, especialmente, las características de su vinculación y su permanencia en los grupos armados. Basta observar las cifras de reclutamiento obligatorio y el número de asesinatos posteriores a las desmovilizaciones para advertir la fungibilidad de miles de vidas convertidas en meros instrumentos de guerra. Según la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), entre 1996 y 2016, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC, EP) reclutaron al menos 18.677 niños y niñas (El Espectador 2021), sin contar a los excombatientes instigados y amenazados para reengancharse a los distintos grupos armados. Sin embargo, el reclutamiento no cesa con el primer alistamiento forzoso, puesto que se estira a lo largo de ciertas vidas de hombres y de mujeres hasta su muerte, que son forzados a ingresar reiteradamente a la guerra. En el mismo sentido, entre 1990 y 2021, han sido asesinados 4.302 excombatientes registrados de las distintas organizaciones armadas desmovilizadas (Valencia 2021).

En este caso, no se trata simplemente de “mano de obra de bajo costo” (Organización de los Estados Americanos MAP/OEA 2020: 9), sino de algo más. Son vidas convertidas en “instrumentos vivos” arbitrariamente sustituibles y desechables, una y otra vez, por las máquinas de guerra. Las mismas contarán siempre con un grupo indeterminado, incluso, no nacido todavía, de ejecutores reales y potenciales que asegurarán la continuidad de las órdenes. De allí la posibilidad de reemplazar y destruir a los engranajes vivos del aparato de poder, que, no obstante, se reanima sin descanso mientras desaparecen generaciones completas. En cualquier caso, la extensa cadena de sustituciones asegura la supervivencia de la máquina de guerra. Sin embargo, la cuestión no reside en la fungibilidad del instrumento vivo, sino en su vida. Reconocer que la existencia de muchos es alistada, sustituida y dañada sin tregua, implica en esforzarnos por iluminar un trozo de su humanidad.

Aquí reside el propósito de esta composición que, sirviéndose de algunas pinturas y relatos vividos, contenidos en la “guerra que no hemos visto”, un proyecto de memoria histórica, encuadra la vida fungible de aquellos que han participado en la guerra para reconocer y oponerse a su destrucción. Este marco de representación visual y narrativo, que surgió de la idea según la cual “las manos que hicieron la guerra también la podían pintar” (Echavarría, Grisales, Márquez 2021), compendia 480 imágenes realizadas por excombatientes de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP), incluyendo un grupo de mujeres, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y los soldados heridos en combate del Batallón de Sanidad del Ejército colombiano (BASAN). Ellos eran jóvenes entre 18 y 28 años, pertenecientes al Oriente Antioqueño, Caquetá, Putumayo, Cauca y Nariño, territorios históricamente disputados por los grupos armados.

Según los artistas del marco la “guerra que no hemos visto”, “en el primer encuentro no vimos ni escuchamos criminales, terroristas y bandidos, vimos campesinos cuyo nivel de escolaridad era casi nulo, algunos no sabían ni leer ni escribir ni pintar” (Echavarría, Grisales, Márquez 2021). La mayoría de los excombatientes eran menores cuando ingresaron a los grupos armados; el 75% son analfabetos y el 90% tiene una afectación emocional que erosiona su capacidad narrativa (Consejo Nacional de Política Económica y Social, Departamento Nacional de Planeación, Conpes 3554 de 2008). Por supuesto, no se trata de eximir su responsabilidad por la comisión de los delitos derivados de su participación en la guerra, puesto que son agentes de responsabilidad, sino, más exactamente, de entender las condiciones infraestructurales que contribuyeron a producir y transformar ciertas vidas como meros instrumentos intercambiables; porque una vida es fungible cuando la máquina de guerra puede contar con su sustituibilidad y la sociedad puede rechazarlo.

De ahí la importancia del arte como campo de “encuentro para el diálogo y la creación” (Echavarría, Grisales, Márquez 2021), y, por supuesto, como oportunidad para erosionar nuestras habituales maneras de ver, escuchar y sentir la guerra. Aquí radica el objetivo de este artículo: comentar la “guerra que nos hemos visto” como un marco alternativo de interpretación de la vida en la guerra, a partir de la selección de cinco pinturas y relatos vividos producidos por excombatientes. De conformidad con la Fundación Puntos de Encuentro, la escogencia de los cuadros se realizó atendiendo al contenido de los mismos, puesto que reflejan, a la manera de paradigmas ejemplares (Kuhn 2004), esto, de modelos tipo de la representación visual y narrativa, el reclutamiento, la muerte de otros y la propia supervivencia; la fungibilidad de los mismos excombatientes que representan la guerra.

Con toda seguridad, la noción vida fungible capta como ninguna otra la representación de ciertas vidas en la “guerra que no hemos visto”, cuya perdida o supervivencia solo aparece en la pintura o relato, nada más, ya que son vidas sin registro: “Nadie pregunta por ellos, nadie va a hablar de ellos sino por medio de esta pintura” (Carlos Mario 2009). Por esta razón, la interpretación de las cinco pinturas versa sobre el término vida fungible, inexistente en la literatura académica, aunque evidente empíricamente. El desarrollo de esta categoría nos exigió acudir a la noción de fungibilidad en el derecho penal para complementar las ideas de Hannah Arendt, Judith Butler y Adriana Cavarero sobre la descualificación de la vida en la guerra, que exige ser vista y escuchada. He aquí la cuestión definitiva: la noción vida fungible en la “guerra que no hemos visto”, a partir del diálogo entre el derecho penal y la filosofía. Según la teoría penal de la autoría mediata y los aparatos organizados de poder de Claus Roxin (2016), las organizaciones criminales reúnen tres características básicas: jerarquía, anonimato y fungibilidad. Este último elemento subraya que los llamados a ejecutar las órdenes, las bases de la máquina de poder, son sustituibles e intercambiables. Sin embargo, detrás del instrumento vivo, fungible y matable, existe una vida, cuya humanidad exige nuestro aprehensión y reconocimiento.

En efecto, entre los discursos que hoy pretenden explicar, a título de memoria histórica, las causas del conflicto armado existente en Colombia y las pulidas construcciones dogmáticas que procuran hallar y radicar responsabilidades penales, hay un rasgo deficitario en común: falta centrar la atención en las vidas fungibles que son utilizadas como instrumentos de la guerra y que, si no dejan de ser fungibles, estarán siempre disponibles para un conflicto infinito, de consecuencias devastadoras. Esas vidas fungibles, al no entrar en la categoría de “víctimas”, suelen ser despreciadas, además de ser desatendidas por parte de la academia que, curiosamente, parafraseando a Alberto Binder, centra sus estudios en la “guillotina”. El gran peligro del estudioso de derecho penal es que le suceda lo que al fabricante de las guillotinas:

que se enamore del brillo de la madera, del peso exacto y del pulido de la hoja mortal, del ajuste de los mecanismos, del susurro filoso que precede a la muerte y finalmente olvide que alguien ha perdido su cabeza (Binder 1999: 19).

Y ya muchos la han perdido.

Es importante, por supuesto, no solo desarmar la guillotina y atender a las víctimas, sino, también, evitar que las personas puedan ser utilizadas como verdugos, cuyas vidas fungibles sean instrumentalizados para la ejecución de la violencia. Sin duda, el cruce entre el derecho y las ciencias sociales y humanas, a partir de la noción vida fungible, aún no problematizada, quizás nos estimule para ver y escuchar de otro modo guerra, cuyo marco horroriza. Al igual que el ángel de la historia de Walter Benjamin en su tesis IX, que posa su mirada en una catástrofe única, que acumula escombros sobre escombros arrojadas a sus pies, cuando nosotros apenamos notamos un flujo de hechos, quizás logremos detenernos para “despertar a los muertos y unir lo destrozado” (Benjamin 1971: 82). El ángel no lo logra, porque una tormenta enreda sus alas, empujándolo hacia el futuro, mientras el montón de ruinas se apilan hasta el cielo. De manera que el pasado muerto sigue ahí ante nosotros.

2. El marco de “la guerra que no hemos visto”

“Cuando un cuadro es enmarcado, puede haber en juego todo un sinfín de maneras de comentar o ampliar la imagen” (Butler 2010: 23). El marco encuadra una representación visual de la realidad a la espera de la producción, la repetición o la circulación de una interpretación. De ahí su carácter dinámico, pues el mismo selecciona, recorta y exhibe ciertos elementos perceptuales y narrativos, introduciendo, descartando y corrigiendo información. Entre el marco y la imagen existe, pues, una relación inmediata e incontestable, puesto que el encuadre interpretativo que nos guía abarca, precisa y vehicula el contenido del cuadro. En cualquier caso, enmarcar una imagen implica organizar y presentar implícitamente una interpretación sobre determinada experiencia, a partir de la inclusión y la exclusión de variados componentes, por ejemplo: los marcos que representan la decisión de partir y regresar de la guerra; la destrucción bélica de las ciudades y sus pobladores; el sufrimiento de la población civil producto de la violencia regular e irregular; la tortura en los centros de internamiento y detención.

De manera que el encuadre de ciertas cuestiones de la vida pública distingue entre lo que puede ser visto, escuchado y sentido de aquello que permanece invisto, oculto o distorsionado. El marco fracciona, corta y presenta ciertos trazos de la realidad, evadiendo otros planos de representación y, por lo tanto, de comprensión. No obstante, siempre queda algo por fuera de la demarcación que excede nuestro sentido de la realidad. El marco no es autopoiético. Cada huida, filtración y alteración quiebra el esquema de interpretación que nos gobierna: “Lo que «se escapa de las manos» es, precisamente, lo que rompe con el contexto que enmarca el acontecimiento, la imagen y el texto de la guerra” (Butler 2010: 25). En otras palabras, el desplazamiento por el espacio y el tiempo del marco provoca una ruptura de la habituada comprensión, así como la instauración de un nuevo trayecto de interpretaciones y de afectos sobre la realidad. La fisura del marco de interpretación dominante introduce, así, otros cuerpos, preguntas, acontecimientos, análisis históricos y políticos.

A propósito, el marco del retorno de la guerra constituye una experiencia visual y narrativa de inadvertidas posibilidades para erosionar los marcos hegemónicos de explicación sobre la destrucción, la muerte y la supervivencia, la mayor de las veces tan iterativos como estériles. A modo de ejemplo, W. G. Sebald no dudó en acusar a la transmisión y la literatura inmediatas a la destrucción aérea de las ciudades alemanas, vivida por millones de personas durante la Segunda Guerra Mundial, de deficitarias, falibles y vacías:

La generación más joven de los escritores que acababan de regresar estaba tan concentrada en el relato de sus propias vivencias bélicas, que siempre derivaba hacia lo sensiblero y lacrimógeno, y parecía no tener ojos para los horrores (Sebald 1999: 19).

Era imposible hacerse ya una idea de la verdadera situación porque los escritores alemanes “no querían o no podían registrar las ruinas” (Sebald 1999: 86). En su lugar, y, a pesar de sus elementales, escasas y desordenadas notas sobre la guerra aérea, Sebald procuró comprender aquella experiencia de ruina que traspasaba los límites de lo soportable.

El marco permite, incluso demanda, la evasión, la inversión, la subversión de la comprensión habitual de la realidad. De lo contrario, “seguiremos avanzando por senderos trillados que vagamente guardan relación con las antiguas conexiones viarias” (Sebald 1999: 76). Sin duda, existen encuadres de lo ocurrido que compendian imágenes representativas y probatorias de la realidad, cuyas interpretaciones, no obstante, la mayor de las veces estereotipadas, reproducen ideas comunes de comprensión, reflexiones redundantes y afectos predecibles. De modo que ciertos marcos resultan infructuosos si la tarea exige el conocimiento de las circunstancias. Actualmente, el consumo de la realidad como objeto de entretenimiento noticioso suprime cualquier interpretación distinta a la mera indignación indiferente o furiosa. En términos de Susan Sontag (2003), los consumidores de noticias guardan sus propias distancias con la guerra, la injusticia y el terror: “Cientos de millones de espectadores de televisión no están en absoluto curtidos por lo que ven en el televisor. No pueden darse el lujo de menospreciar la realidad” (2003: 58).

La conmoción producida por el marco de la imagen, la fotografía, el texto de guerra constituyen un primer estímulo, pero, en modo alguno, generan por sí mismas un conocimiento directo sobre lo real. Sin interpretación, el hecho carece de significado. El marco deja ver, escuchar y sentir la guerra a distancia: como imagen o texto, que compendia un pliego efectivo de la realidad, y, en consecuencia, una interpretación de la misma, liberadora o asfixiante (Sontag 2019). Todo depende del contexto cultural. Cuando Virginia Woolf advierte en una de las fotografías de la guerra civil española el cadáver de un hombre o una mujer tan mutilado que podría ser el de un cerdo, reconoce, no obstante, que son niños muertos y alguna parte de la casa destruida:

Una bomba desgarró el costado de la construcción, todavía cuelga una jaula para pájaros en lo que probablemente haya sido la sala de estar, aunque lo más parecido a esa casa es un montón de palitos chino suspendidos en el aire (Woolf 2015: 13).

El desplazamiento crítico por el escenario de la imagen permite anotar que son niños asesinados y no cerdos mutilados, una casa en ruinas y no una pila de palitos de madera.

Así pues, el marco de interpretación no implica un valor absoluto, ni un gesto producto de la genialidad humana, sino un plexo de comentarios sujetos a la revisión, la evasión y la transvaloración del “pasado muerto” (Sontag 2019: 18). El movimiento de la imagen o del texto de guerra produce una disrupción interpretativa, tan desconcertante como productiva, porque, aunque no vivifique el cuerpo mutilado del niño ni componga la casa en ruinas, ofrece las condiciones para reconocer las vidas perdidas y destruidas. No existe la vida, la destrucción ni la supervivencia sin un marco determinado, cuyas decisiones y prácticas seleccionan aquello que resulta digno o inmeritorio de ser representado. De hecho, “existen muertes que están parcialmente eclipsadas y parcialmente marcadas” (Butler 2010: 111). Por esta razón, el desplazamiento en el marco visual y narrativo descubre aquellas figuras anónimas, espectrales y sombreadas, es decir, aquellos hombres y mujeres fungibles de la violencia homicida de la guerra.

La evasión del marco siempre ilumina una silueta, una huella, un relato, aunque opaco, mutilado y enigmático, ya que son vidas que no cuentan; vidas sin registro. A lo largo de esta exposición, los cinco marcos de imágenes y relatos vividos por Nubia, Silfredo, Yolanda, María Lilia y Carlos Mario mostrarán, en efecto, sus propias vidas y las de aquellos que de otro modo permanecerían por fuera de los marcos de representación, esto es, en los bordes de lo invisto y lo inaudible para el resto.

Nadie va a hablar de ellos sino por medio de esta pintura, y la única forma que se recuerdan es así como están pintados ahí. Quería que esto no fuera a quedar en el olvido. Un hecho que pocos o nadie lo van a contar de otra forma como lo estoy diciendo yo (Carlos Mario, 2009 [relato editado de la entrevista original]).

Este es, quizás, el mejor epítome de la guerra colombiana y, también, su posibilidad de redención.

2.1. Marco de una imagen y relato vivido: «Obligada a convertirse en criminal»

Imagen 1.
Imagen 1.

“Obligada a convertirse en criminal”

[Pintura] (2009) (Nubia [Excombatiente de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP)]. Ingresó cuando tenía 16 años.

Fuente: Tomada de Fundación Puntos de Encuentro. Recuperado de https://laguerraquenohemosvisto.com/es/obligada-a-convertirse-en-criminal/

En un marco de cuatro escenas visuales y narrativas, Nubia, excombatiente de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FARC, EP) (2009), encuadra la orden que le forzó a “convertirse en criminal”. Nubia es obligada a matar. En principio parece que “una orden es una orden”, y nada más: “Si no, los perros no podrían entenderla”, afirma Elías Canetti (2002: 387). El adiestrador pronuncia ordenes claras y breves, que, en ciertos casos, no se distinguen de las que emiten otras personas, modelando el comportamiento del animal que se somete: ¡ven! ¡abajo! ¡sentar! ¡traer! ¡buen perro! ¡no, perro malo! ¡vamos! Sin embargo, la orden, además de dirigir una acción, produce una conversión en el destinatario que la ejecuta. El mandato más pequeño siempre constituye o modifica algo en su receptor. Basta observar al soldado, cuyo cuerpo empieza a moverse como si sintiera los gigantes muros de la prohibición: “Un prisionero que se rebela tan poco contra su condición que los muros lo moldean” (Canetti 2002: 399).

De manera que una orden no es tan simple como parece: a pesar de la rapidez y la sencillez con que obtiene lo querido, siempre deja una huella profunda en quien la cumple (Canetti 2002: 387). El mandato es claro y breve: — “Nubia, tiene que fusilar a Beto”. Ellos son primos hermanos y, a pesar de su vínculo de parentesco, Nubia recibe la orden de matarlo. Ella se pinta a sí misma, personificado el asesinato. El marco de la orden está representado por cuatro actos vividos.

La narración empieza en la primera línea, de derecha a izquierda:

Nubia. —“Aquí yo llevaba un año de ingresada con mi primo Beto. Este es él, mi primo Beto. Esto es pa’ el lado del Putumayo. Estábamos “encampamentados” por aquí. Este es el comandante Antonio. Esta soy yo”.

Todos están uniformados y armados. En el siguiente recuadro de la primera línea, de izquierda a derecha, continúa el relato:

Nubia. — “Beto tenía paludismo. Él no quería pararse, o sea, desobedecía. Y el comandante Antonio entonces dio la orden y lo amarraron. Está amarrado ahí. Duró tres meses amarrado.

Él lloraba.

Entonces, él me dijo: —¿por qué no me suelta y nos volamos los dos? Ya no suframos más aquí.

—Yo le dije: vamos a pedirle a Dios. Que él nos ayude.

Cuando [uno] está allá y piensa en volarse, está a una de dos: si lo cogen es pa’ matarlo y si salió, la libertad. Nosotros estábamos dispuestos a dos cosas.

Pero llegó Fermín.

Él estaba escuchando y le comentó al camarada que Beto se pensaba volar y que yo lo pensaba soltar. Le hicieron un consejo de guerra; una votación que cada quien dice que lo sancionen, otros que no. Muchos dijeron que no, pero el comandante dijo: —¡Queda sancionado! Nubia: tiene que fusilar a Beto. Él lo sancionó de muerte”.

La orden le impone el terror o la huida.

Nubia. — “Fermín va y acompaña a Nubia, dijo el comandante. Y si mira que lo va a soltar dele en la cabeza a los dos”.

En la segunda línea, de izquierda a derecha, la sentencia de muerte es ejecutada.

Nubia. — “Me daba muy duro matar a mi mismo primo; yo lloraba; yo me quería matar y él no me dejaba. Él no me dejó. Más de una hora duré ahí. Él se tiró ahí en el pastico. Él mismo se acostó pa’ que yo lo matara, y decía: —Hágalo prima, hágalo. Tranquila que todo lo cobra Dios. Hágalo. Yo no era capaz. Me daban ganas de darme un balazo yo misma.

Pero Fermín no me dejaba, y él tampoco.

A lo último, cerré los ojos y lo hice, lo hice. Pero para mí fue muy duro matar a mí mismo primo. Él era mayor que yo, él tenía dieciocho años”.

Pero la representación contiene algo más que la sentencia de muerte: la desaparición.

Nubia. — “Ese es el hueco, porque a mí me tocó hacer el hueco y matarlo y enterrarlo a él” (Nubia, 2009 [relato editado de la entrevista original]).

3. La vida como instrumento fungible en la “guerra que no hemos visto”

“Aprender a ver el marco que nos ciega respecto a lo que vemos no es cosa baladí” (Butler 2010: 143). Esto significa ver y escuchar más de lo que podemos conocer, agujereando nuestros escasos o saturados marcos de representación sobre la realidad. Disponer de otros encuadres que compendien nombres, imágenes, relatos vividos asociadas a la pérdida y la supervivencia nos desplaza del acto de recepción pasiva a la crítica de nuestra interpretación y de justificación de la guerra. Así las cosas, el marco implica algo más que el borde de una experiencia visual o narrativa, puesto que alude a los límites de lo pensable y lo inconcebible: “Cuando una vida se convierte en impensable o cuando un pueblo entero se convierte en impensable, hacer la guerra resulta más fácil” (Butler 2011: 24). Bajo ciertas experiencias visuales y narrativas, la vida de algunos permanece en las sombras mientras se transforma en un instrumento espectral de la guerra o un simple receptor del ataque.

En estos casos, no importa si se trata de un niño o un cerdo, una casa o un montón de palitos de madera. Sin lugar a dudas, la aparición o la exclusión de ciertas vidas dentro de los marcos de comprensión determina si están suficientemente vivas, dañadas o destruidas. Ahora, decir que el marco oculta, restringe o distorsiona la aparición de algunos no implica más que anotar su relación directa con la materialidad de la guerra (Butler 2011). En efecto, la pregunta a quién matar depende de la fungibilidad de ciertas vidas; el verdugo lo sabe. La realidad material de la guerra es tan selectiva y diferencial como el marco visual y narrativo que la representa: ciertas muertes, masacres, torturas, además de otras violencias igualmente feroces, quedan por fuera del cuadro. Entretanto, el repertorio del terror y el horror de la violencia homicida se reserva a las hendiduras del plano que ocultan o ensombrecen la destrucción de algunos, porque los muertos “no son del todo humanos, no son del todo vidas” (Butler 2010: 17).

En escenarios de sojuzgamiento extremo y prolongado, la vida sin registro y, por lo tanto, usufructuable y matable, resulta tan productiva como eficaz para sus maquinarias de guerra. En este sentido, la ruptura con el marco de la imagen y la narración hegemónica constituye una posibilidad para aprehender y reconocer la vida en su fungibilidad. El desplazamiento a otras experiencias visuales y narrativas distintas al compendio de la matriz interpretativa dominante, instala otros paisajes, nombres, cuerpos, escenas, sonidos de la “guerra que no hemos visto”, ni escuchado, todavía. Por supuesto, nuestros sentidos deben estar operativos para ampliar y comentar el cuadro. De este modo, podremos preguntarnos por la vida no propia, las hundidas y las salvadas de la guerra. Y el escenario es abrumador. La orgía de la masacre se anatomiza y propaga como una epidemia social, engullendo cientos de miles de vidas excluidas del marco, sin registro, no sin antes vestirlas y armarlas de verde y de acero militar.

En la actualidad, “las operaciones militares y el ejercicio del derecho a matar ya no son monopolio único de los Estados, y el «ejército regular» ya no es el único medio capaz de ejecutar esas funciones” (Mbembe 2006: 57). Al igual que variados estados africanos que ya no pueden reivindicar el monopolio de la violencia, así como los medios de coerción transformados ahora en un producto del mercado que compra y vende la mano de obra militar (Mbembe 2006), la soberanía colombiana está en “vilo” (Uribe 1998). No podría ser de otro modo, puesto que “el Estado existe contra la guerra, la guerra existe contra el Estado, y lo hace imposible” (Deleuze y Guattari 2004: 365). Numerosas milicias y ejércitos revolucionarios, paramilitares y bandas criminales se arrogan el derecho a matar, controlar los territorios abandonados y desalojados y administrar el rentable negocio de la cocaína. Siguiendo a Deleuze y Guattari, podemos denominar a estas agrupaciones como “máquinas de guerra” (Mbembe 2006: 57).

De este modo, los terrores variados, difusos y permanentes se han sobrepuesto al poder unívoco del Leviatán, conformando ejércitos, mayormente, aunque sin excluir a los rebeldes, de niños reclutados, campesinos pobres, jóvenes desempleados y amenazados, quienes constituyen la amplia masa de obreros de la guerra y, posteriormente, de la pacificación. “Yo a la guerrilla no entré por obligación, entré a conciencia, pero también es cierto que tampoco tuve otra opción, porque si no entraba, me iban a matar y si me salía, también”, dice Óscar Duarte, excombatiente de las Farc que ingresó cuando tenía 12 años, y que, actualmente, trabaja como escolta en una institución del Estado (Pardo 2021). Hay casos en los que contar si importa, porque ciertos cuerpos son concebidos únicamente como un puro instrumento de la guerra (Butler 2011). Actualmente, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), creada por el Acuerdo de Paz entre el Gobierno Nacional y las Fuerzas Armadas Revolucionarias (Farc-EP) para administrar justicia transicional, estimó en 18.677 los niños reclutados por las Farc, entre 1996 y 2016 (Revista Semana 2021).

Además del reclutamiento forzoso y obligatorio, la oferta de trabajo o la amenaza de muerte constituyen los vectores fundamentales de cooptación por parte de los ejércitos irregulares. Niños-guerreros, campesinos-guerreros, jóvenes-guerreros, desempleados-guerreros, además de rebeldes-guerreros, que son empotrados como “ruedecillas sustituibles en la máquina de poder” (Roxin 1998: 403); “engranajes” intercambiables de las “máquinas de guerra”. Estas máquinas (difusas, organizadas y diversas en sus funciones políticas y mercantiles) convierten a los hombres en “instrumentos vivos” (Fernández 2006), arbitrariamente intercambiables, que se escinden, fusionan, sustituyen, según su tarea y circunstancias (Mbembe 2006). En este sentido, la evasión del marco dominante nos proporciona un vocabulario más preciso de la vida en la guerra, que no alude, únicamente, a la superfluidad (Arendt 1973), la precariedad (Butler 2006), la inermidad (Cavarero 2009), la desnudez (Agamben) o el desperdicio (Bauman 2005), sino, más exactamente, a la fungibilidad del instrumento. Aquí reside la novedad del marco de la “guerra que no hemos visto”.

En términos exactos, ya no se trata de la división entre la vida meritoria e indigna de ser vivida en virtud de ciertas condiciones infraestructurales que permiten o impiden ser o prosperar (Butler), ni de la muerte gradual de la persona física, moral y jurídica (Arendt), ni de la vida desarmada y horripilada ante el rostro de la Medusa (Cavarero), ni la incluida y excluida de las lógicas del poder político (Agamben), ni de la pila de escombros del progreso económico (Bauman), sino de ciertas vidas, cuyo único valor depende de su uso, siendo fácil y eficazmente intercambiables y sustituibles cuando así lo demande la máquina de guerra. Los obreros se han hechos esclavos. Cualquiera puede cumplir la orden de hacer morir y, en consecuencia, todos pueden ser desechados; todos los “instrumentos vivos” de la máquina son fungibles.

3.1. Marco de una imagen y relato vivido: «Dolor y sufrimiento de mi madre por la pérdida de su segundo hijo»

Imagen 2.
Imagen 2.

“Dolor y sufrimiento de mi madre por la pérdida de su segundo hijo” [Pintura] (2009) (Silfredo).

[Excombatiente de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP)]. Ingresó cuando tenía 16 años.

Fuente: Tomada de Fundación Puntos de Encuentro.

De izquierda a derecho, en los tres primeros cuadros de la segunda línea comienza el relato:

Silfredo. — “Ahí fue donde yo nací, donde yo me críe hasta que me fui del lado de mi madre. Yo estudiaba en esta escuela, escuela del Zabaleta. Mi madre, todos los días que yo iba a salir para el colegio me daba un abrazo, y ella no se dentraba hasta no verme que yo escondía para irme para la escuela.

Ella era muy pendiente de mí.

A eso de los 14 años conocí una muchacha, nos enamoramos, noviamos con ella un tiempo. Luego, ella se fue para las filas.

A los dos años de ella haberse ido regresa, ella viene para que me llevara a mí.

Un sábado en la noche, ella me dijo que fuéramos a bailar, a tomar, que ella me pagaba todo.

Yo no pensaba en nadie más sino en ella, mi mamá.

Yo le dije a ella ¿Qué va a ser de mi mamá? Mi mamá hace un año perdió un hijo, casi se muere, yo qué me voy a ir dejándola”.

El relato continúa en el primer cuadro de la segunda línea:

Silfredo. — “Y pues con picos y abrazos, ella me ganó otra vez. Yo le dije que sí, me iba.

Entonces, ella me dijo: Silfredo. — bueno, mañana yo voy a estar en tal parte. ¿Cómo se va a volar? Voy a esperarlo hasta el lunes. Usted haga que sale para el colegio y en lugar de llevar libro, lleve ropita en el bolso, lleve unas dos mudas de ropa y el uniforme. Yo lo espero en tal parte y ahí nos escapamos.

Llegó el lunes, mi mamá me despide. Yo llegué a este punto y yo me paré.

Yo estaba traumatizado. No sabía si irme para donde ella me estaba esperando. Yo decía me voy pa’ la escuela, me voy pa’ allá.

Pero al mismo tiempo dije: —pero ya que voy a irme pa’ la escuela si yo no llevo libros, ya llevo es ropa en el bolso. Ahí tuve pues con lágrimas en los ojos. Ya me vine y ya me encontré aquí con ella. Ya ella me trajo.

Entonces, nos cruzamos ese puente.

Había un campamento que tenía por nombre “La Gorgona”, bajando por el Fragua.

Aquí están estos tres guerrilleros. Ella llega y mira; me entrega.

Yo le escuché unas palabras cuando llegamos: —¡Ahí le entrego, misión cumplida! Nunca volví a saber de ella; yo quedé sólo.

Yo estaba muy joven, y yo les rogaba a ellos porque yo me quería ir. Pero por allá no es lo que uno quiera hacer. Fueron diez años de amarguras que yo viví, porque allá el mejor amigo es el peor enemigo pa’ uno. Si uno tantico dice, yo me voy a escapar, así sea el mejor amigo el va y lo delata a uno y de una vez le dan el consejo de guerra a uno.

Pasaron dos años. Yo pensaba que eso había pasado para mí; ese dolor.

Cuando un día el comandante nos dijo que íbamos a pasar por Zabaleta. Entonces, yo le dije a él que hacía dos años que yo no veía a mi madre, que yo quería estar con ella. Ya íbamos más cerquita de la finca; él también sabía que ellos ahí vivían. Entonces, se paró y me dijo me dijo: —Tiene 15 minutos pa’ que dentre y mire a su mamá.

Yo entré”.

Y en el último cuadro de la primera línea:

Silfredo. — “Ella sale y me mira, se me lanza encima, me abraza. Ella no hallaba qué hacer, me daba besos por todas partes, en la cara. Yo volteé pa’ el lado de arriba y los vi que estaban esperándome. Y le dije: madre, yo no vengo a estarme con usted. Tengo 15 minutos, le dije.

Ya me tengo que ir. Si yo no cumplo las órdenes, vienen y me sacan, y a mí me sancionan. Caminé unos 10 o 15 metros y volteé a ver.

Ella estaba en el suelo, toda destrozada.

Ella se tiraba mano a la cabecita, gritaba en el suelo, así como nos representa aquí” (Silfredo, 2009 [relato editado de la entrevista original]).

3.2. Marco de una imagen y relato vivido: «En reclutación a menores de edad»

Imagen 3.
Imagen 3.

“Reclutación a menores de edad” [Pintura] (2009). Yolanda.

[Excombatiente de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP)]. Ingresó cuando tenía 14 años. En “reclutación” a menores de edad [Pintura].

Fuente: Tomada de Fundación Puntos de Encuentro. Recuperado de https: https://laguerraquenohemosvisto.com/es/en-reclutacion-a-menores-de-edad/

Yolanda. — “Este es un río que desemboca al Caquetá, el Fragua.

Nosotros éramos diez u once unidades que andábamos de organización de masa. Organización de masa es hablar con los civiles a ver si trabajan con uno, censar la gente para cuántas hectáreas de coca tiene, cuántos, los recibos donde vendió todo, cuánto ganado, todo.

Nosotros a veces comprábamos coca.

Teníamos que reclutar los jóvenes de trece, catorce, quince, dieciséis, de lo que fuera de ahí pa’ arriba. Teníamos que reclutarlos, o sea, llevárnoslos. Así no quisieran, teníamos que llevárnoslos.

Y dentrábamos a todas las casas mirando cuántos, o sea, hablando con los civiles y mirando los hijos, todo. En qué estado estaban, bien, mal. Y llegamos a esta vereda. Esa soy yo, la que estoy allá. Con ese muchacho nos mandaron a mirar ahí pa’ sacar a los civiles.

Entonces nosotros le dijimos al comandante Marcial que por qué no hablaba con Mojoso y le decía que más de uno no quería ingresar así.

¿Pues, quién va a querer que se lo lleven a la fuerza? Y como ese cucho es tan bravo: — No, gran hijuetantas. Se tienen que ir a las buenas o a las malas. Si no, los matamos.

Le habían dicho que ojalá consiguiera treinta o cincuenta reclutados para dar entrenamiento. A él no le importaba sino llevarse lo que hubiera pa’ quedar bien ante el jefe. Nosotros íbamos a todas estas veredas. Estos civiles son los dueños de esta casa [casa morada con techo rojo]. Todos son los dueños de esta casa grande. Entramos primero y sacamos el chino. Tenía catorce años.

Entonces la mamá se enojó, porque era único hijo. Más antes, habían tenido un chino, tenía diecinueve años, cuando la guerrilla se lo mató.

Entonces, Marcial de una vez gritó que la mataran.

Y el chino pa’ salvar la mamá [dijo] que se iba. Entonces ya la vieja que no. Que ellos tenían que primero matarla pa’ dejar llevarse el hijo. Entonces, los guerreros la mataron.

Ahí le volaron todo esto a esa civil, la cabecita se la volaron.

El cucho también enojado porque se le iban a llevar el hijo. Cuando él miró que mataron la mujer, pues él dijo que dejaba ir al hijo. Cuando le empezaron a pedir toda la plata, diez millones de pesos que en esos días había vendido, el cucho que no.

Y lo colgaron de ese palo.

Tenía que decir dónde está. A lo último, el cucho ya no aguantó y se murió ahorcado. Y el chino se lo llevaron. Nos lo llevamos porque ahí iba yo también”.

El relato continúa en la última hilera del cuadro:

Yolanda. — “Y ya llegamos aquí donde estos indios, y pues como son bien alzados, sacaron espadas y todo. La cucha brava. Marcial mandó a este a que matara a este indiecito y lo tirara al río abajo pa’ que se fuera.

A este indio pues sí se lo llevaron, nos lo llevamos. El que mataron tenían trece años.

Esto fue casi un mes en todas las veredas. Los que no se querían ir, pues los mataban. Aquí mataron la mamá. Esta china era una hija de ellos, de la cucha. La china no hacía si no gritar que la mataran también a ella, y el chino se lo llevaron. Mamá muerta, papá muerto y siempre se [lo llevaron].

La niña se quedó ahí. Tenía como diez o nueve años; una niñita.

Marcial comunicaba cuántos tenía, pero nunca los que habían matado ni nada; todo era tapado. Y nosotros no podíamos abrir la jeta, porque él nos mandaba matar. Él mismo decía: —El que abra la jeta de una vez se muere. Uno todo era tapándole a él. Cumplirle no más órdenes a él.

Si él decía: —Maten a fulano—, tocaba matarlo.

Entonces, uno vivía con miedo” (Yolanda, 2009 [relato editado de la entrevista original]).

4. La destrucción de la vida fungible en la “guerra que no hemos visto”

El desplazamiento por los campos visuales y audibles de la guerra amplia nuestra posición interpretativa, y, por supuesto, nuestra respuesta afectiva. Hasta aquí el planteamiento de Butler. Sin embargo, la evasión del marco habitual de la realidad supone algo más: la aparición de ciertas vidas que quiebran los binomios dominantes de izquierda y derecha, amigo y enemigo, víctima y victimario, dejando por fuera miles de figuras espectrales ahora transformadas en los “instrumentos vivos” de las máquinas de guerra. Si se les piensa únicamente como enemigos y victimarios, y no como vidas humanas transformadas en engranajes intercambiables y sustituibles de las enormes metralletas que matan, el encuadre continuará excluyéndolos o distorsionándolos como meras sombras, exacerbando su fungibilidad. Entonces, confundiremos el cuerpo de un niño con la silueta de un cerdo mutilado, una casa destruida con un montón de palitos de madera (Woolf 2015). Por supuesto, la contracción de la interpretación es, actualmente, mayor, porque las máquinas de guerra también disputan la apariencia y la comprensión de sus violencias en las redes y los medios digitales de comunicación.

Aunque suela confundírselas con una u otra cabeza del aparato de Estado, las máquinas de guerra poseen un origen y naturaleza distintas: “Unas veces se confunde con la violencia mágica del Estado, otras con la institución militar del Estado”. Diríase, en cambio, que la máquina “se instala entre las dos cabezas del Estado, entre las dos articulaciones, y que es necesario para pasar de la una a la otra” (Deleuze y Guattari 2004: 362). Inscrita entre los dos polos de la soberanía política, estas organizaciones maquínicas y guerreras, difusas, polimorfas y móviles en el espacio, poseen variadas estructuras y funciones propias de las organizaciones políticas y militares y de las sociedades comerciales, así como rentables beneficios. Según Mbembe, algunas veces conservan una relación de autonomía con las formas estatales, otras veces, de plena incorporación. El Estado puede transformarse así mismo en una máquina de guerra. Ahora, las máquinas de guerra pueden apropiarse de otras ya existentes o crear otras nuevas, incorporando ejércitos habituales, aunque adaptando nuevos elementos (2004). Aquí reside el carácter intercambiable y sustituible de sus facciones de hombres armados; la fungibilidad de sus guerreros.

Análogamente al África (Mbembe 2006), en Colombia las relaciones entre guerra, máquinas de guerra, economías de guerra y sus cadenas de valor resultan evidentes. Por ejemplo, tratándose del negocio del narcotráfico (que incluye cultivo, procesamiento, exportación, distribución y consumo, así como una amplia red de campesinos, colonos, cultivadores, pequeños comerciantes, traficantes, intermediarios, exportadores, inversionistas, y estructuras de mínima a mayor complejidad administrativa, financiera y militar; locales, regionales y transnacionales), la Defensoría del Pueblo, órgano constitucional y autónomo creado por la Constitución Política colombiana de 1991 para proteger los derechos humanos, destaca las nuevas dinámicas regionales posteriores a la desmovilización de las Farc-EP, que tenían una influencia importante en la cadena del narcotráfico (siembra, producción, control de corredores estratégicos y puntos de embarque) (Defensoría del Pueblo Colombia 2018). En términos de la institución, “los espacios vacíos” dejados por esta estructura fueron ocupados por otras organizaciones guerrilleras y grupos armados existentes o por nuevas máquinas de guerra con “una alta composición de exguerrilleros” (Defensoría del Pueblo Colombia 2018: 25).

En efecto, las máquinas se componen de hombres armados que se fusionan, escinden, intercambian según los propósitos y las circunstancias de la guerra. De ahí la fungibilidad de los mismos. Esta característica completa, así, la naturaleza de las máquinas de guerra descritas por Deleuze, Guattari y Mbembe, y, ampliamente, desarrollada por la dogmática penal. Concebida, en principio, como respuesta al vacío normativo de cómo castigar a los mandos superiores del nazismo alemán, la teoría sobre la autoría mediata en aparatos organizados de poder pretendió establecer los distintos niveles de responsabilidad penal de los miembros de la pirámide criminal. La teoría tradicional rechaza la responsabilidad penal de aquél que es convertido en un “instrumento ciego” o “instrumento coaccionado” por parte de otro, designado jurídicamente como el “hombre de atrás”, quien si domina el hecho. En estos casos, el instrumento “obra”, realiza una conducta, sin ser penalmente responsable. El ejecutor de la orden difícilmente conoce al emisor, quien solo está llamado a responder como determinador o partícipe.

En oposición, y tratándose de aparatos organizados de poder, la dogmática penal moderna ha propuesto extender el concepto de autoría mediata, haciendo responsables tanto al instrumento como al “hombre de atrás”. Análogamente al teatro, que distingue entre el actor principal y los de reparto, el proceso judicial hace concurrir a sus actores, aunque, tratándose del nazismo, los protagonistas de la escena ya no son los ejecutores materiales, sino sus determinadores, los “autores detrás de los autores”. Esto por cuanto los aparatos organizados de poder emulan una pirámide cuya base inferior siempre es intercambiable, sustituible y desechable; los “instrumentos vivos” de las órdenes son fungibles, sin excepción. En este caso, la estructura debe disponer de una base suficientemente grande de instrumentos que aseguren la fungibilidad de los mismos, a diferencia del menor número de miembros de la cúpula; el número de engranajes posibles constituye, así, el requisito de su fungibilidad (Jiménez 2017). Siempre ha de existir alguien dispuesto a cumplir los mandatos, quien, a su vez, será suplantado y desechado por la cadena de valor de la guerra.

La máquina no sucumbe ante el deterioro o a la destrucción de sus engranajes; la organización si opera autopoiéticamente. No podría ser distintos, ya que el amplio número de “instrumentos vivos”, reales o potenciales, aseguran la preservación y el automatismo de la estructura de guerra. De este modo, el superior tendrá la certeza de que la orden será cumplida, asegurando, así, la vida de la máquina y la fungibilidad de sus instrumentos. En todo caso, la máquina opera como un arma de fuego, cuyos proyectiles también apuntan a sus propios ejecutores. La destrucción también hace parte del intercambio y la sustituibilidad. Ahora, si pudiéramos ampliar nuestros marcos de representación de la guerra, viendo, escuchando y sintiendo de otra manera, quizás tendríamos la oportunidad de conceptualizar ciertas vidas de modos distintos a las de meros instrumentos o engranajes de las máquinas guerra, entendiendo, en cambio, que se trata de la humanidad de muchos, incluso de los no nacidos todavía, convertidos históricamente en una AK-47, un “ideograma de la muerte” (Lozano 2019). Sin lugar a dudas, el desafío radica en oponerse a la “la destrucción en todas sus formas” (Butler 2011: 39), salvando visual y narrativamente un trozo de vida.

4.1. Marco de una imagen y relato vivido: «engaño y tristeza por los adolescentes de catorce y quince años»

Imagen 4.
Imagen 4.

“Engaño y tristeza por los adolescentes de catorce y quince años” [Pintura] (2008).

(María Lilia. [excombatiente de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP). Ingresó cuando tenía 20 años.

Fuente: Tomada de Fundación Puntos de Encuentro. Recuperado de https: https://laguerraquenohemosvisto.com/es/en-reclutacion-a-menores-de-edad/

En un solo plano, el cuadro representa la escena:

María Lilia. — “Esto es un llano con montañas. Esto es donde entrena la gente cuando la llevan. Esto es un río que pasa por pie del Remanso, pa’ lados del Caquetá. Como había un poco de muchachos pa’ lados del Remanso, el comandante nos reunió a todos y dijo que fueran a hablar con los pelaos a ver si querían ir a trabajar allá.

Lo que él diga hay que llevarlo a la letra.

Fueron unos compañeros y hablaron con los muchachos; los reunieron.

Ellos les habían dicho que allá les daban todo, no bregaban por nada. Y cuando ellos quisieran salirse, si no aguantaban, los dejaban ir. Les dijeron que les daban quince días [de] tregua para que ellos decidieran si se iban con ellos o no.

A los quince días volvieron y salieron diez chinos que ellos sí se iban.

Ellos estaban aburridos de estar por ahí pa’ arriba y pa’ abajo trabajando así.

Y claro cuando ya llegaron allá es duro. Cuando a entrenar, no aguantaron. Ya empezaron a echar pa’ atrás, o sea, a pedir auxilio que los dejaran, los devolvieran. Ellos no aguantaban.

Entonces ya les dijeron que no; ya tenían que aguantar la cogida.

Y los chinos ya decidieron volarse, porque ya miraron que no había solución. Ellos rogaban. Ahí les decían que no pensaran que ahí estaban jugando con la mamá de ellos.

Allá es un engaño que le meten a la gente.

Unos no se aguantaron y se tiraron al río a volarse, entonces los mataron.

Los cuerpos de esos muchachos los entierran: mandan hacer un hueco. Hacen abrir un hueco y los tiran hondito y los tapan. Sí, desaparecidos: allá nadie sabe, nadie sabe.

[Ellos eran] de catorce y quince años.

Los compañeros al mirar que habían matado tres compañeros, ya les cogió mucho miedo, y dijeron que ellos se quedaban, que ellos no se iban a volar, que no los fueran a matar que no se volaban.

Entonces el comandante les dijo que eso lo hacía para que ellos no fueran a estar pensando que ahí se jugaba con ellos.

Ahí se cumplía lo que él decía.

Y entonces ¿qué ya les tocó hacer? Les tocó acogerse y aguantarse el trote. Y esa es la historia”.

4.2. Marco de una imagen y relato vivido: «Y nadie pregunta por ellos»

Imagen 5.
Imagen 5.

“Y nadie pregunta por ellos” [Pintura] (2008).

(Carlos Mario. [Excombatiente de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC)]. Ingresó cuando tenía 16 años).

Fuente: Tomada de Fundación Puntos de Encuentro. Recuperado de https: https://laguerraquenohemosvisto.com/es/y-nadie-pregunta-por-ellos/

En un plano de cuatro escenas:

Carlos Mario. —“Esta obra es basada en hechos reales de excombatientes. Le coloqué ese nombre, porque nadie pregunta por ellos. La familia ni se da cuenta qué pasó con ellos.

Esto sucede en el Norte de Santander.

Aquí voy a hablar de cinco compañeros que fueron muertos por la organización.

Voy a empezar a hablar por cada uno”.

En el último cuadro de la segunda línea

Carlos Mario. —“Acá esta Ferrari. Cometió, como decíamos en la organización, una embarrada: el comandante le dio una orden y él hizo todo lo contrario. El comandante le dijo que viniera, pues, al grupo, al campamento, la base, para que le hiciera un pequeño favor.

Y le dijo: —Aquí los olvidos se castigan usted sabe con que. Esa orden era muy importante para mí y tenía que cumplirla.

Había muchachos recién llegados al grupo. Entonces, para que ellos aprendieran cómo marchaban las cosas dentro de la organización, entonces, el optó por amarrarlo a la parte de atrás y lo degolló.

Uno de los comandantes se untó la cara de sangre y le untó la cara a los otros combatientes para que sintieran el olor a la muerte; perdieran el miedo a la muerte y vieran que la cosa esa no era charlando.

Se tenían que hacer las cosas bien o se castigaba de esa forma.

Allá la vida no significaba mayor cosa ni para un combatiente ni para un civil o pa’ el enemigo, mucho menos.

La muerte allá era como un desprecio en todo momento, algo normal, se volvía mecánico.

Ese es el caso de Ferrari.

No sé qué pasó con el cuerpo de él. Los cuerpos por allá quedaban entre la maleza, la montaña.

Quién sabe dónde lo habrán dejado. Por ahí, en un hueco. Uno no sabía muchas veces qué pasaba con los cuerpos”.

Esos muchachos nuevos a los cuales les untan la sangre, ¿dijeron algo?, pregunta del entrevistador.

Carlos Mario. —“No, nada. Pasaron todo el día con la cara así. Eso era una marca de guerra para ellos y para el grupo. Se hacía eso era con el fin de que los combatientes tuvieran pánico y supieran que el castigo era la muerte, por cualquier bobada. Es, sino que estuviera de malas cualquier combatiente y no volvía a la casa. Por eso el título de la obra: “Y nadie pregunta por ellos”, porque puede que las familias sí pregunten, pero ¿a quién?”

En el penúltimo cuadro de la segunda línea:

Carlos Mario. —“Continuo acá donde están las llamas. No sabía bien el nombre de él, ni la chapa, pero le coloqué “el recluta”, porque estaba nuevo. Por no cumplir una orden, el comandante toma la decisión de matarlo y tirarlo a ese hueco y prenderle candela.

Por ahí derecho metieron una moto que había, con las que se hacían muchas cosas. Entonces se quemaron los dos.

Con la misma gasolina de la moto lo prendieron”.

¿Qué orden le mandaron a hacer?, pregunta del entrevistador

Carlos Mario. —“Lo mandaron a asesinar a alguien a un pueblo. Lo mandaron a él solo. Tenía que ir a cumplir esa orden y él se negó.

Después llegó y le dijo: —Comandante no fui capaz.

Y él le dijo: —Aquí el que no es capaz no sirve. Si usted no sirve ¿qué está haciendo acá?

Entonces, el muchacho le dijo: —No, entonces yo me quiero ir, si no le sirvo acá, entonces yo me voy”.

Y cuando se iba a ir a empacar, lo trajeron y lo tiraron al hueco”.

¿Vivo?, pregunta del entrevistador.

Carlos Mario. —“Sí, vivo. Claro, lo tiran vivo allá”.

¿Y qué pasa con ese hueco?, pregunta del entrevistador

Carlos Mario. —“Lo tapan, lo tapan y lo tapan y nace la maleza o siembran uno o dos árboles”.

El relato continúa en el antepenúltimo cuadro de la segunda línea:

Carlos Mario. —“Aquí está Gonzalo. En un día de permiso se robó unas gallinas y las preparó en otra casa pa’ él y otros muchachos.

Y el campesino, le dijo al comandante: —“Comandante se me robaron unas gallinas”.

A los otros muchachos los castigaron, pero de palabra y de regaño, pero a él lo trajeron de la casa donde se robaron las gallinas y le dijeron al señor de la casa que le prestara un hacha. Y con un machete y un hacha lo mataron ahí al frente de la casa de donde se robó las gallinas.

Yo no pinté muchos personajes del grupo, porque pinté la escena de los que cometieron el hecho, pero a la redonda había unos treinta, cuarenta que se vieron todo eso; así normal.

Acá el que se resbala no se vuelve a caer nunca, el que se resbala se cae y listo y ya no se vuelve a parar”.

En el segundo cuadro de la segunda línea:

Carlos Mario. —Este es el pájaro.

Un comandante en formación, le dijo que se volviera serio, y él le respondió: — Vaya a grítele así a su puta madre. A mí me respeta comandante.

Entonces, el comandante le dijo: — ¿A quién le dijo puta madre? A la suya pa’ donde lo voy a mandar, y si la tiene muerta, más ligero lo envío.

Se lo llevaron por allá debajo de un palo.

El que está acá apuntando con el arma me contó (porque después nosotros fuimos a recogerlo para otros muchachos ir a enterrarlo) que se lo llevaron y el comandante le dijo: — No, es que yo no te voy a matar, pero te voy a dar una pela pa’ que respetés.

El muchacho pensó que le iban a dar era una pela.

El comandante lo mató a punta de palo. Le reventó la cabeza con un palo que encontró por ahí fino, verde. Lo cogió y le dio palo, palo, palo, palo hasta que el muchacho cayó, y le reventó la cabeza, prácticamente.

Lo que yo pinto ahí es la escena cuando él le estaba dando garrote. Lo tenía de rodillas, pero él cae ahí muerto y el charco de sangre, porque pues al reventarle toda la cabeza, la sangre toda le salió”.

Finalmente, en el primer cuadro de la segunda línea:

Carlos Mario. —Y aquí está Pinocho.

Lo señalaron de violación.

A mí me decían los compañeros que no había sido él.

Le llevaron la niña que había violado y le pusieron tres así desnudos, y le dijeron: —Díganos cuál de los dos fue el que la violó.

Y ella lo señaló a él. Dijo: —“Fue este muchacho”.

Y el comandante tomó la decisión: se lo llevó y empezó a torturarlo desnudo.

Lo pinto desnudo, porque así lo sacó dónde lo señalaron. Se lo llevó amarrado de las manos con un lazo con el que se cogían las vacas en la región o los caballos, las mulas.

Y ya él como castigo dijo: —No, pues esto de todas maneras hay que matarlo. Vamos a ponerle una marca a la gente de la tropa pa’ que se dé cuenta que el que haga una violación aquí lo ponemos a sufrir.

Ya después de haberlo torturado y haberlo hecho hablar, antes de meterlo al río, le corto un pie para que la sangre. Como por ahí había esos caimanes o animales estilo cocodrilo, lo puso ahí metido entre el agua pa’ que lo fuera despedazando. Ahí lo dejó hasta que se arrastraron todo”.

Carlos Mario. —Son cinco compañeros que nadie va a hablar de ellos sino por medio de esta pintura, y que la única forma que se recuerdan es así como están pintados ahí” (Carlos Mario, 2009 [relato editado de la entrevista original]).

5. Conclusión

La “guerra que no hemos visto” constituye un marco visual y narrativo que representa la fungibilidad de la vida, excediendo nuestros presupuestos epistemológicos y afectivos sobre la conducción de la guerra. Una silueta tendida en el pasto, vestida con botas y traje militar, aunque sin armas, cuyos ojos pintados de rojo miran la mujer que lo mata, quien además supervive porque dispara (Nubia 2009). Un niño embelesado que cruza “La Gorgona”, la guerra, armado de acero y vestido de verde militar, sin poder regresar al mundo de la vida, de la madre (Silfredo 2009). Un conjunto de jóvenes soldados contratados para la guerra, utilizables, sustituibles y matables, cuyos fugitivos yacen en un hueco, sin nombre ni inscripción, mientras los otros permanecen horripilados por la violencia que los amenaza (Yolanda 2009). Unas vidas inermes ante la captura de la guerra que escoge entre contarlos o matarlos mientras huyen de la violencia que apunta a utilizarlos (María Lilia 2000). Un grupo de figuras cortadas, degolladas, quemadas, destrozadas por la violencia que deshace y desfigura su cuerpo singular (Carlos Mario 2009). Pero estos encuadres muestran algo más: la guerra que los transforma en instrumentos y cadáveres. Las máquinas de guerra convierten lo humano en instrumento vivo y espectral de la violencia homicida que destruye y los destruye. Cualquiera puede morir y matar, porque su valor reside en la utilidad, nada más. La ejecución o incumplimiento de la orden determina la muerte o la supervivencia, aunque siempre inspirada por el terror y el horror a la propia sentencia de destrucción. En la guerra, todos son sustituibles y, por lo tanto, fungibles en tanto carentes de valor: todos son modelados como instrumentos criminales y, a su vez, como objetos eliminables.

Que una vida sea fungible significa, entonces, que está privada de toda humanidad debido, no sólo a su transformación en objeto y sujeto de la guerra (existencias usufructuables, reemplazables y matables), sino también a su exclusión de los marcos de representación, que lo han privado de toda aprehensión y reconocimiento. Sin lugar a dudas, la negación de ciertos rostros en los encuadres sobre el contexto, los cuales establecen aquello que puede o no ser visto y escuchado, resulta directamente proporcional al reclutamiento, el usufructo y la destrucción de cientos de hombres y de mujeres anónimos y solitarios, indefinidamente expuestos a las variadas “máquinas de guerra” (difusas, organizadas y disímiles en sus funciones políticas y mercantiles) (Deleuze y Guattari 2004). Al igual que los marcos que delimitan el contenido de la guerra, mediante lo que puede o no ser pensado, conocido y sentido, la violencia misma selecciona aquellas vidas fungibles como objetos reiterados del daño y la aniquilación armada: “Dichas vidas tienen una extraña forma de mantenerse animadas, por lo que deben ser negadas una y otra vez” (Butler 2006: 60). Aquí reside la tarea inaplazable de las ciencias sociales y humanas: introducir y traducir narrativamente el contexto de la guerra, a partir de los marcos de representación de quienes participaron directamente en la confrontación armada, que no son meros instrumentos fungibles, sino vidas biográficas cargadas de porvenir.

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Notas

* Esta composición, que presenta los resultados del proyecto de investigación “Violencia, vulnerabilidad y natalidad: narrativas de excombatientes en proceso de reintegración en Colombia”, y que se presentó como conferencia magistral “«Obligada a convertirse en criminal»: la excombatiente como sujeto y objeto de la guerra” (3 de noviembre, Hemiciclo. Facultad de Letras, Universidad de Murcia, España), se realizó gracias a la financiación que me fue concedida por la Universidad de Murcia en el marco de la estancia “Atracción de Talento: Investigadores extranjeros en la UMU”, que desarrollé en el Grupo de Investigación. La Filosofía y los Procesos Socio históricos Contemporáneos, durante los meses de septiembre y noviembre de 2021, bajo la tutoría de los profesores Alfonso Galindo Hervás y Ángel Prior Olmos.
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