ARTÍCULOS

Mujeres no respetables. Alegorías de género sobre la sexualidad femenina en la moral cristiana. Aportes para una discusión epistémica sobre la prostitución

(Not) respectable women. Gender allegories on female sexuality in Christian morality. Contributions to an epistemic discussion on prostitution

Ana Gálvez-Comandini
Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación, Chile

Mujeres no respetables. Alegorías de género sobre la sexualidad femenina en la moral cristiana. Aportes para una discusión epistémica sobre la prostitución

Revista Austral de Ciencias Sociales, núm. 45, pp. 77-95, 2023

Universidad Austral de Chile

Recepción: 27 Agosto 2022

Aprobación: 03 Febrero 2023

Financiamiento

Fuente: FONDECYT POSTDOCTORADO

Nº de contrato: 3200016

Resumen: Este artículo aborda desde una mirada epistemológica la construcción histórica de la moral sexual cristiana occidental respecto de la sexualidad femenina considerada normal o desviada, poniendo énfasis, específicamente, en la degradación histórica del oficio de la prostitución1. Para ello se recurre a textos clásicos que evidencian esta construcción, y se ejemplifica históricamente para el caso de Chile con algunas publicaciones del siglo XIX de La Revista Católica, publicada en el país desde 1843 hasta 2022. Se busca demostrar cómo a través de los siglos, y específicamente en el siglo XIX, la sexualidad femenina fue recluida por la iglesia al espacio del matrimonio, generando una dicotomía con otros tipos de expresión histórica de la sexualidad de las mujeres, como la comercial, que fue empujada a los márgenes de lo abyecto y el pecado, como sinónimo de degradación social y moral.

Palabras clave: Prostitución, sexualidad, moral sexual, cristianismo, iglesia.

Abstract: This work addresses the historical construction of Western Christian sexual morality from an epistemological perspective regarding female sexuality considered normal or deviated, specifically highlighting the historical degradation of the profession of prostitution. To do this, classic texts that demonstrate this construction are examined and, in the case of Chile, it is historically exemplified with some 19th century literature from La Revista Católica, published in the country from 1843 to 2022. The study seeks to demonstrate how, through the centuries, and specifically in the 19th century, the church confined female sexuality to the space of marriage, generating a dichotomy with other types of historical expression of female sexuality, such as commercial, which was pushed to the margins of the abject and sin, as a synonym of social and moral degradation.

Keywords: Prostitution, sexuality, sexual morality, christianity, church.



“Si se descartan los hijos,
los esposos no son más
que vergonzosos amantes,
las esposas son prostitutas,
los lechos conyugales son burdeles
y los suegros son los chulos”

Fuente: San Agustín: (Contra Fausto 15,7) (Ranke-Heinemann 1994: 78)

1. Introducción

Con el objetivo de conocer el origen de la estigmatización de la sexualidad femenina fuera del matrimonio, y la imposición de la sexualidad de la mujer como destino biológico y moral en el matrimonio y la maternidad, en este ensayo de revisión histórica bibliográfica, nos hemos propuesto identificar, analizar y cuestionar la influencia que ejerció la moral sexual cristiana occidental, específicamente la católica, en la normativización de la sexualidad femenina y la moralización del espacio público en occidente en general, realizando una introducción a los pilares fundamentales de este tipo de conciencia moral, para así también poder comprobar cómo desde raíces milenarias, se ha generado una construcción histórica y social del estigma y la marginación de la sexualidad femenina, sobre todo de la prostitución.

De acuerdo con esto, es necesario establecer que la moral sexual de la sociedad latinoamericana, y la chilena en particular, como caso de ejemplificación de este artículo, desde el periodo de la conquista y hasta el día de hoy, ha sido dominada por las doctrinas, sacramentos y dogmas que fundaron la iglesia católica y que, para el siglo XIX, ya habían calado hondo en la sociedad y sus representaciones sobre la sexualidad.

En este sentido, la temporalidad del siglo XIX es relevante para este estudio, por cuanto, tal como señala Joan Scott (1993), para la historia de América, el siglo XIX fue un siglo productor y reproductor de un nuevo orden de género, que separó el espacio productivo del reproductivo, cambio necesario para poder organizar las nuevas repúblicas independientes y las sociedades modernas que se insertaban en el modelo capitalista.

Por otro lado, recientes estudios sobre la prostitución en Chile señalan que

El control de la conducta sexual femenina fue una materia política explícita en Chile a fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, donde el discurso médico científico y la moral sexual tuvieron roles protagónicos (Gálvez 2022: 23).

Además, es en el siglo XIX cuando surgen los primeros reglamentos municipales para controlar el ejercicio de la prostitución en Latinoamérica y, en el caso de Chile, se registran en los años 1896 para la ciudad de Santiago y 1898 para Valparaíso (Gálvez 2022)

En este sentido, proponemos que la moral sexual católica no fue otra cosa que el reforzamiento, mediante la legitimación dogmática y sistemática, del régimen patriarcal milenario del que esta doctrina es deudora. Muchas de sus principales bases teóricas no fueron originadas en el catolicismo, sino que recogieron tradiciones ancestrales, anteriores inclusive al judaísmo precursor del cristianismo (en los estados arcaicos patriarcales mesopotámicos).

Las principales categorías de análisis que utilizaremos para comprender los fundamentos y ámbitos de influencia social de la moral sexual católica serán el placer sexual, la virginidad y el matrimonio, todas ellas presentes en las principales doctrinas y dogmas de la iglesia. A través de su análisis se buscará explicar cómo estas categorías afectaron (y afectan) la condición y posicionamiento de las mujeres en el sistema social y en las relaciones de poder, en una dicotomía antagónica y excluyente de mujeres respetables/decentes y mujeres no respetables/indecentes, poniendo énfasis en cómo se fue construyendo históricamente el estigma sobre el oficio de la prostitución.

Para ello, es necesario referirse a obras clásicas fundamentales, como las de Gerda Lerner (1990), Uta Ranke-Heinemann (1994), Dolores Juliano (2004) y Silvia Federici (2004 [2010]) que, a pesar de sus años de publicación, continúan siendo un referente obligatorio para comprender la discusión histórica y teórica de estas temáticas, junto a producciones historiográficas recientes que tratan el tema de la prostitución en Chile y América Latina.

Para complementar el marco epistémico del artículo, trabajaremos las categorías de análisis con algunos ejemplos de La Revista Católica, publicada Santiago de Chile en un primer periodo desde 1843 hasta 1895 (periodo en que se suspende su publicación indefinidamente), con 1.407 ediciones.

Se recurre a La Revista Católica como ejemplo de difusión de las ideas sobre la moral sexual católica en Chile, principalmente, porque fue el órgano oficial de la difusión escrita de las ideas de la iglesia católica en el país.

Esta publicación se identificaba como un periódico religioso, histórico, filosófico y literario. La revista tuvo influencia política y social, ya que fue directamente financiada por la iglesia y se transformó en un bastión de los grupos políticos conservadores que se negaban a la separación de la iglesia del Estado en el siglo XIX. Pero, además, fue un importante aparato de instrucción del orden sexual y de género para la sociedad chilena del siglo XIX, con trascendencia hasta el siglo el XX, donde volvió a reaparecer en 1901, obteniendo en 1909 el carácter de publicación oficial de la provincia eclesiástica chilena (Rehbein Pesce 1993: 19-20). Cabe destacar que la revista se ha publicado hasta el año 2022.

El rol de la revista fue fundamental para la iglesia en el siglo XIX, en cuanto

La Iglesia en Chile, debido en gran medida a La Revista Católica, hizo entonces realidad su presencia en el campo de la prensa nacional y del periodismo, y logró que la propagación y defensa de la doctrina católica, según los términos de la época, se uniese a la prensa, concebido como un nuevo medio de expresión religiosa (Rehbein Pesce 1993: 18).

En este artículo nos centraremos principalmente en algunos artículos de la revista de fines del XIX, que, a través de sus columnas de opinión, de literatura, de historia, variedades, etc., inducía a una pedagogía de género donde el papel e ideal de las mujeres no era otro que el de madre/esposa, cuestionando y objetando abiertamente cualquier otro tipo de ejercicio de la sexualidad femenina, especialmente el de la prostitución.

No es objetivo de este artículo hacer una revisión exhaustiva de la circulación y recepción de los contenidos de la revista (Castillo 2008), sino que más bien se utiliza como fuente y testimonio de las ideas que el catolicismo difundía desde el púlpito hacia la prensa escrita (Bernedo 2006).

2. Antecedentes históricos y epistémicos del orden sexual y moral cristiana

El control de la sexualidad femenina tiene nacimiento casi en conjunto con los estados arcaicos patriarcales mesopotámicos que datan por lo menos de 2 mil años antes de Cristo. Gerda Lerner, antropóloga feminista, fue una de las pioneras en investigar sobre el origen del patriarcado y su historicidad, y en su sobresaliente investigación sobre La creación del patriarcado así lo evidencia:

El patriarcado es una creación histórica elaborada por hombres y mujeres en un proceso que tardó casi 2.500 años en completarse. La primera forma del patriarcado apareció en el estado arcaico. La unidad básica de su organización era la familia patriarcal, que expresaba y generaba constantemente sus normas y valores. Hemos visto de qué manera tan profunda influyeron las definiciones del género en la formación del estado (Lerner 1990: 310)

La familia patriarcal fue la primera unidad social donde la sexualidad femenina se vio sometida a los designios de los varones como parte del patrimonio reproductivo familiar. Engels (2006 [1884]), ha señalado que la matriz de la subordinación femenina se encuentra en el surgimiento de la propiedad privada, Lévi-Strauss (1969 [1949]), indicó que ésta se encuentra en el intercambio de mujeres, y Silvia Federici (2010) señala que bajo el régimen capitalista el trabajo y cuerpo de las mujeres fue apropiado por los hombres y relegado al mundo privado. Tomando estas tres perspectivas, podemos decir que, ya sea por motivos económicos, culturales o sociales, la idea central que persiste es que la subordinación femenina y el control de su sexualidad por parte del colectivo masculino tuvo más que ver con un proceso histórico, y por tanto social, cultural, político y económico, que, con un principio biológico o divino, en cuanto considerado como ‘natural’ o ‘sagrado’ sería inmutable. Sin embargo, el pensamiento religioso occidental, es decir, el cristianismo, tomó estas tradiciones históricas y las convirtió en eventos dotados de naturaleza y de divinidad, otorgándoles características de inalterables.

La sexualidad y el sistema reproductivo pasaron a ser determinantes en la distribución del poder entre hombres y mujeres, quedando estas últimas recluidas en el hogar, con funciones netamente reproductivas y de cuidados. Las mujeres estaban destinadas a proteger y aumentar el patrimonio familiar, fuera mediante alianzas matrimoniales o a través del aumento de la progenie con sus embarazos y partos. Todas estas funciones quedaban bajo el absoluto control de los patriarcas de la familia, y posteriormente del Estado y de la Iglesia.

Desde el primer código patriarcal, el Código Hammurabi (1.750 a.C.), se fue haciendo notorio y público el control de la sexualidad femenina; pero la separación de las mujeres entre respetables y no respetables se hizo más evidente en las Leyes Mesoasirias (1.250 a.C.), donde en el artículo número 40, se ordenaba que las mujeres respetables (mujeres libres, casadas, viudas, concubinas, prostitutas del templo casadas e hijas solteras de señores) debían llevar velo fuera del hogar, y aquellas no respetables, es decir, las solteras que practicaban la prostitución o eran esclavizadas en ella, serían duramente sancionadas si eran sorprendidas con velo.

Cabe destacar que la prostitución comercial no era una actividad censurada o estigmatizada antes del código mesoasirio. De hecho, el servicio sexual religioso en los templos era sagrado y la prostitución comercial que fue surgiendo en las cercanías de los templos era una actividad económica que ejercían las mujeres libres, de manera autónoma e independiente. Posteriormente, la utilización mayoritaria de esclavas para la prostitución comercial por parte de sus señores fue degradando y estigmatizando el oficio.

Por tanto, la primera evidencia de degradación de la prostitución se encuentra en las leyes mesoasirias, lo que coincide con el traslado de los códigos patriarcales del espacio privado de la familia al espacio público.

Entre los códigos patriarcales de los estados arcaicos y la Biblia occidental hay bastantes similitudes, evidenciando cómo el dominio masculino sobre el femenino se fue enraizando en la cultura occidental, cristalizando, además, en un antecedente imaginario de la representación social de la sexualidad que pudo estar muy sujeto en la memoria social.

La teóloga e historiadora Uta Ranke-Heinemann, señala cómo en la Biblia se replica esta experiencia de evidenciar y diferenciar la categoría social de las mujeres de acuerdo a su comportamiento sexual: “La gran pecadora secó los pies de Jesús con sus cabellos sueltos. Se trataba de una mujer sin peinado decente y con la conducta correspondiente” (Ranke-Heinemann 1994: 120). Los cabellos sueltos quieren decir “sin velo”, y, considerando el código mesoasirio, se refiere expresamente a una mujer no respetable, es decir, aquella que no dedicaba exclusivamente su servicio sexual y reproductivo a un hombre que la protegiera.

El matrimonio quedó así instituido como la condición ideal de la mujer dentro de la sociedad y como eje central de la familia patriarcal. Por tanto, el ejercicio de la sexualidad lícita femenina quedó amarrado al vínculo conyugal y a la función de la procreación. De paso, se reforzaba la institución matrimonial.

En este sentido, la sexualidad femenina fue una herramienta de poder patriarcal y, como tal, había que controlarla, puesto que se encontraba en el cuerpo de una “otra” que podría transgredir las normas y exponer el patrimonio familiar con su concupiscencia. Para ello cualquier relación sexual fuera del matrimonio fue elevada al nivel de pecado gravísimo. Además, como los matrimonios no se concertaban por amor entre los poderosos, sino que más bien eran por alianzas económicas y políticas, había que garantizar que tanto la consciencia femenina como su cuerpo respetaran los límites de su sexualidad.

Silvia Federici ha expuesto que desde la edad media la iglesia católica intentó poner freno al poder sexual que tenían las mujeres sobre los hombres, utilizando para ello un verdadero catecismo sexual, “declarando el matrimonio como un sacramento cuyos votos no podía disolver ningún poder terrenal” (Federici 2010: 63). Por otra parte, la doble moral sexual permitía el establecimiento de prostíbulos administrados por el Estado, como forma de prevenir la violación y la homosexualidad (Federici 2010)

El desprestigio social, la marginación, la culpa, el miedo a la ira de Dios y el estigma fueron elementos que se utilizaron para ir constriñendo el cuerpo y el deseo, el espíritu y la carne de las mujeres. A su vez, fueron elementos de control que se transmitieron verticalmente a toda la sociedad.

Las alegorías sexuales del patriarcado y sus metáforas de género se instalaron con fuerza en el pensamiento religioso y los sacerdotes se encargaron de reproducir y masificar mediante la prédica este tipo de conciencia sexual, donde la sexualidad femenina era denigrada y rebajada. Esto se puede observar especialmente en el Libro del Génesis de la Biblia, donde Eva, fue representada como un ser inferior al ser creada de la costilla del hombre es presentada como la gran pecadora que “provoca la pérdida de gracia de la humanidad” (Lerner 1990: 269)

Todo esto era sintomático de la construcción de una idea de la inferioridad de la mujer respecto del hombre amparada en un origen divino y, por tanto, se presentaba como incuestionable. En el mismo Génesis, como producto de la desobediencia de Eva, Dios impuso la división sexual del trabajo. Esto se considera como una poderosa metáfora patriarcal que ha servido para explicar y justificar por dos mil años el rol subordinado de la mujer, al señalar que Adán debería trabajar la tierra con el sudor de su frente y que Eva pariría con dolor. Desde la perspectiva de la iglesia, y de la Biblia, para la mujer su cuerpo era su destino.

Esto no significaba otra cosa que:

La maternidad sería la forma en que encontraría expresión su sexualidad. Por tanto, se definía dicha sexualidad como servicio a su papel de madre y estaba limitada a dos condiciones: ella tenía que estar subordinada al marido y pariría sus hijos con dolor (Lerner 1990: 289).

Entonces, el Dios cristiano encerró la sexualidad femenina en la maternidad y el placer vino como añadidura y recuerdo permanente del pecado original.

En esta lógica de las cosas, es que

Agustín († 430), considerado como el más grande padre de la Iglesia, fue quien consiguió fundir en una unidad sistemática el cristianismo con la repulsa al placer y a la sexualidad” (Ranke-Heinemann 1994: 73). Para Agustín, la única razón que podría justificar la relación sexual, y el placer y la lujuria asociados indefectiblemente a ésta, eran los hijos, la procreación. Y, tanto Agustín como Tomás de Aquino († 1274), fueron dejando absolutamente claro que “la mujer es solamente una ayuda para la procreación (adiutorium generationis) y útil para las cosas de la casa, pero que carece de importancia para la vida del espíritu del varón (Ranke-Heinemann 1994: 84).

En consecuencia, las mujeres eran representadas como personas de segunda clase, impuras, imperfectas, no capacitadas o aptas para actividades intelectuales y todas aquellas que tuvieran que ver con el enriquecimiento del espíritu. Por ello “el varón deberá guardarse de toda mujer como de una serpiente venenosa y del cornudo demonio” (Ranke-Heinemann 1994: 164)

Si consideramos que, según lo indicado por Uta Ranke-Heinemann, incluso hacia fines del siglo XIX, la iglesia católica impartía los relatos del Génesis sobre la creación y el pecado original como hechos históricos y, por tanto, verídicos e incuestionables, no podemos menos que pensar que las mujeres fueron desarrollando una propia autoconciencia de su cuerpo y su sexualidad como algo sucio, perverso, pecaminoso que habría que reprimir, pues éste, fuera del control de Dios, del padre o el esposo, solo generaba desgracias, mermas y pecados, no solo a la familia, sino que a la humanidad completa.

En este sentido, Silvia Federici señala que una forma de castigar la independencia femenina y establecer una diferencia de clase entre las mujeres pobres y las ricas, fue la normalización de las violaciones de mujeres de los sectores populares en Europa durante el siglo XV. Las mujeres solteras y trabajadoras, que ocupaban el espacio público, fueron identificadas como mujeres disponibles sexualmente y, al ser violadas y perder su honor, su destino natural sería la prostitución (Federici 2010). Este fue costo y castigo que tuvieron que pagar las mujeres independientes, que no tuvieran un hombre del cual depender y buscar protección.

3. La sexualidad femenina occidental en el siglo XIX

El siglo XIX, además de ser un periodo donde se reforzaron y reprodujeron nuevos órdenes de género acordes a las necesidades de las repúblicas modernas, es conocido también por ser un siglo mariológico y papista, debido a la confirmación de dos nuevos dogmas de la iglesia: el de la Inmaculada Concepción de María el año 1854 y el de la Infalibilidad del Papa en 1870. En ambos casos, fueron reforzadas las metáforas de género de la virginidad y de la autoridad masculina.

Como lo que nos interesa principalmente es el ordenamiento y representación de la sexualidad femenina, repararemos en el dogma de la Inmaculada Concepción de María. Este refiere principalmente a la idea de que María no habría sido tocada, como las demás mujeres, por el pecado original al nacer, sino que sería una mujer pura. Ella misma, como mujer escogida para ser la madre de Dios, habría sido concebida sin mácula desde el punto de vista de la castidad biológica de su madre. Por tanto “es llena de gracia”, como expresa el rezo del Ave María.

Esta tradición de la Inmaculada Concepción era antigua, pero en el siglo XIX se legitimó y refrendó como dogma bajo el papado de Pio IX. Es importante destacar que Pio IX, con el reconocimiento y proclamación de estos dos nuevos dogmas, lo que buscaba era imponerse sobre la nueva corriente naturalista que desdeñaba las creencias y fundamentos de la iglesia. Volveremos sobre este tema más adelante.

A su vez, este nuevo dogma se sumaba al ya reconocido de la concepción virginal de Jesús por parte de María, que figura en los evangelios de Mateo y Lucas, pero solo en las versiones más recientes de la Biblia, puesto que en las más antiguas se daba por hecho la paternidad de José sobre Jesús, poniendo en evidencia el linaje directo de Jesús con la casta de David.

Si seguimos el pensamiento de Agustín, que afirmaba que:

ha sido la relación sexual o, más exactamente, el placer inherente a la relación sexual el que transmite el pecado original y continúa transmitiéndolo de generación en generación” (Ranke-Heinemann 1994: 75), no se podía esperar otra cosa de la Madre de Dios que concibiera el fruto de su vientre, Jesús, “sin experimentar el placer de la carne y por eso parió sin dolor (Ranke-Heinemann 1994: 313).

Después de Agustín, todos los demás teólogos adherirán a este pensamiento sobre la virginidad perpetua de María, antes, durante y después del parto.

Como resultado, en 1893 La Revista Católica, se refería de la siguiente forma a la maternidad de María,

así como José enaltecía la potestad paterna, María y Jesús levantaban á [sic] la mayor perfección el tipo de la Madre y del hijo. La corrupción había degradado á la mujer hasta el extremo de convertirla en sierva del hombre y en vil instrumento de placer: la santidad de María la purificó, la levantó de su postración y la ennobleció con la augusta dignidad de madre. La pureza incomparable de la Madre de Dios, su castísimo amor de esposa, sus desvelos maternales llenos de indecible ternura, sus inmensos dolores, fueron el remedio más saludable para los males que afligían á la madre pagana.

Alfonso de Ligorio († 1787), fue un teólogo de la iglesia que resultó ser muy influyente en la moral sexual católica, tanto para el siglo XIX como para el XX, y colaboró a poner término a una discusión de casi mil quinientos años, sobre si existía pecado en el placer sexual con la esposa, ya que según él:

no hay pecado cuando el consorte quiere preferentemente la procreación y utiliza el placer sexual —al buscarlo con moderación— para excitarse de ese modo a la realización del acto conyugal (VI, n.° 912). Por consiguiente, sería lícito buscar el placer sexual, pero no lo sería el convertirlo en el objetivo principal o único (Ranke-Heinemann 1994: 253).

En consecuencia, solo la relación sexual por placer, aquella que no buscaba a los hijos, era considerada pecado. Sin embargo, esto no libraría a los esposos ni a sus descendientes, de la mácula del pecado original.

Cualquier forma de relación sexual que no buscase la procreación era considerada pecado gravísimo y, por ende, cualquier acción que promoviese la contracepción era duramente castigada, como, por ejemplo, la masturbación, el coitus interruptus o cualquier posición sexual que difiriera de la que era considerada la óptima para la procreación: hombre arriba y mujer abajo. Para Tomás de Aquino:

Desviarse de la posición normal (al realizar la cópula) es para él una de la serie de vicios contra la naturaleza que fueron clasificados —en un sistema que se remonta a Agustín— como peores que mantener relaciones con la propia madre (Ranke-Heinemann 1994: 180).

Tanto es así, que aún en el primer cuarto del siglo XX, el libro El matrimonio perfecto (1926), del médico ginecólogo Theodor Van de Velde (1931 [1926]), fue clasificado entre los libros prohibidos de la iglesia por sugerir posiciones sexuales que promovían más bien el placer y no la procreación.

Con todo, la acción de Pio IX tuvo que ver con el temor de la pérdida de influencia del pensamiento religioso y su moral sexual frente a los nuevos avances científicos promovidos por el nuevo pensamiento racional y moderno de la ilustración.

Sin embargo, lo que ocurrió es que ambos sistemas de pensamiento se potenciaron y los conocimientos médicos se sirvieron y, a su vez, sirvieron de apoyo a los teológicos. Esto se debió principalmente a que estos sistemas de pensamiento, el religioso y el científico, se inscribieron y construyeron al alero del patriarcado, no fuera de él. Fueron, por lo mismo, impulsados por hombres, por tanto, si bien podían diferir en las formas, en el fondo, la hegemonía de los hombres sobre las mujeres seguía intacta. Por tanto, si alguna explicación de la iglesia se mostraba débil, la ciencia fue la que llegó a reforzar la tesis de la subordinación femenina, mediante la demostración de su inferioridad intelectual y de su naturaleza maternal al servicio de la supervivencia de la especie humana2.

Desde Aristóteles hasta los estoicos, pasando por los teólogos más influyentes, e inclusive en el siglo XX bajo el psicoanálisis de Freud (1991 [1933]), la mujer fue vista como un ser enigmático, sexualmente indescifrable, incompleto, imperfecto, defectuoso y su:

“exceso de lujuria” (o la falta de la misma) síntoma de una enfermedad. Para Freud, “el humano corriente era un varón; la mujer era, según su definición, un ser humano anormal que no tenía pene y cuya estructura psicológica supuestamente se centraba en la lucha por compensar dicha deficiencia (Lerner 1990: 39).

Un ejemplo de esta alianza patriarcal entre ciencia y religión es la de los procedimientos empleados por los médicos para sanar las prácticas libidinosas, incontinentes y lúbricas de la masturbación, o de cualquier otra que suministrase placer sexual.

Uno de estos procedimientos fue la infibulación masculina, que consistía evitar en retroceso del prepucio en la erección, insertando para ello cañas de metal entre el prepucio y el pene que impedían dicha maniobra. Otra variedad era colocar un anillo de metal con puntas o agujas alrededor del pene. Es posible imaginar el efecto disuasivo que estas medidas debieron provocar en los “enfermos”, además de un intenso dolor.

En el caso de las mujeres, se practicó la infibulación femenina o clitoridectomía (eliminación del clítoris). En el siglo XIX fue una práctica médica que se pensaba resolvería varios problemas de salud de la mujer, entre ellos, la histeria, la frigidez y también, de paso, el pecado de la lujuria, la concupiscencia y la excitación femenina, todos vicios sancionados por la iglesia. Es así como:

El médico vienés Gustav Braun la recomendó en su Compendio de las enfermedades de la mujer (Viena, 1863). Isaac Baker-Brown, eminente cirujano londinense que se convertiría más tarde en loado presidente de la Medical Society de Londres, introdujo esa práctica en Inglaterra en 1858. Consideró que la operación era indicada porque —en su opinión— la masturbación llevaría a la histeria, a la epilepsia y a las várices. Por esto, trató de curar la masturbación eliminando de raíz el órgano en el que se realiza. Practicó esta operación en muchos niños y adultos y creó un hogar especial para mujeres, el “London Surgical Home”. En 1866 publicó 48 de estas operaciones» (Pilgrim, p. 47 ss.) (Ranke-Heinemann 1994: 289).

En otras oportunidades, también se practicó la cauterización del clítoris, mediante la aplicación a repetición de hierro al rojo vivo en la zona. El clítoris era considerado un órgano completamente innecesario, ya que no contribuía en el proceso de reproducción y solo servía para dar placer, es decir, para pecar, o bien para enloquecer a las mujeres. Como se aprecia, los avances científicos no promovieron una concepción distinta del rol de la mujer en la sociedad, tanto así que el descubrimiento del óvulo femenino en 1827 no cambió sustantivamente el panorama descrito.

Si bien hasta ese momento se había considerado el semen masculino como algo divino capaz de dar vida por sí mismo, y donde la mujer solo era el recipiente vacío que contenía la vida, la iglesia no tomó asunto de este avance científico. A juicio de Uta Ranke-Heinemann esto se debería a que

Si hasta el año 1827, hasta el descubrimiento del óvulo femenino, se pudo decir que María había concebido a Jesús por obra del Espíritu Santo, ya no es posible mantener tal afirmación sin negar el óvulo femenino. Pero si se acepta tal hallazgo, se negaría la actividad exclusiva de Dios, y la concepción por obra del Espíritu Santo sería entonces una concepción sólo al cincuenta por ciento (Ranke-Heinemann 1994: 171).

Esta afirmación ponía en tela de juicio no solo la acción exclusiva de la partícula de Dios en la creación, sino que también, cuestionaba la pasividad biológica y, por tanto, natural de la mujer en el acto de la procreación.

Por tanto, el placer sexual, dentro o fuera del matrimonio, en soledad o en pareja, fue el principal enemigo de la iglesia y, por ende, en los siglos XIX y XX, el tema de la contracepción cobró gran relevancia en los confesionarios, donde los sacerdotes se dedicaron a promover el ideal femenino amparado en la idea Mariana de las mujeres como seres puros y desprovistos de las tentaciones del placer y las pasiones sexuales que corrompían cuerpo, mente y espíritu.

Por todo esto, la prostitución pasó a ser considerada un problema social y de salud pública, desde el punto de vista del higienismo (ya que provocaba la propagación de enfermedades venéreas en esos entonces incurables, como la sífilis y la gonorrea) y un problema moral desde el punto de vista religioso.

En América Latina estos discursos fueron repetidos y reproducidos en distintos contextos y sociedades, siendo la prostitución femenina, junto al alcoholismo y la delincuencia masculina, considerada como uno de los principales problemas derivados del proceso de modernización del continente.

A modo de ejemplo, en el caso de México, Elisa Speckman y Fabiola Bailón han estudiado justamente la historicidad de las mujeres transgresoras en los siglos XIX y XX (Speckman y Bailón 2016), estableciendo el vínculo entre prostitución y modernización del espacio público. Alejandra Palafox también ha documentado la experiencia de la prostitución y delitos sexuales durante el siglo XIX, donde el ejercicio de la sexualidad femenina tenía impacto en el honor familiar y donde la reputación del hombre dependía en gran parte del comportamiento sexual de las mujeres emparentadas con él (Palafox 2021). En el caso de Argentina, la historiadora María Luisa Múgica, también ha documentado el problema moral que representaba la prostitución, ligado a temáticas de higiene social (producto del aumento de las enfermedades venéreas) (Múgica 2014) y Donna Guy lo ha documentado justamente en su vinculación con la imposición de la estructura de familia tradicional burguesa, donde la prostitución violaba las normas familiares, morales, sociales y nacionales, pensando en la transformación de la sociedad Argentina, en tránsito, a una sociedad moderna (Guy 1994).

En el caso de Chile, al ser también una sociedad católica y conservadora desde las altas cúpulas de la iglesia y la élite, el modelo de honor femenino habitaba, igualmente, en el cuerpo de las mujeres. Principalmente:

residía en el lugar de la vergüenza, de los fluidos, los olores y de las enfermedades venéreas. En el discurso político hegemónico, burgués y católico, la relación entre decencia y placer sexual era inversamente proporcional para las mujeres. Aquellas más decentes eran las que menos deseo carnal revelaban, es decir, las que tenían menos conexión con la zona impúdica de la sexualidad. En cambio, las indecentes, las que habían perdido su honor, eran las que se encontraban a merced de la excitación y concupiscencia, y se entregaban a cualquiera (Gálvez 2022: 60)

Las mujeres, a pesar de ingresar al mundo del trabajo remunerado fuera de su hogar, siguieron siendo vistas como seres débiles y proclives al pecado (como Eva), producto de su imperfección moral, por tanto, debían ser permanentemente vigiladas y controladas en su actuar. Una de las formas de salvar a las mujeres del pueblo, más proclives a caer por su falta de formación moral y espiritual, eran las casas correccionales de la iglesia, como es el caso de las obras de la congregación del Buen Pastor, donde “Se les predica sumisión respetuosa al marido, educación cristiana a los hijos, la guarda de los mandamientos” (Fernández 1918: 331)

De acuerdo con esto, “la familia surgió también en el periodo de acumulación primitiva como la institución más importante para la apropiación y el ocultamiento del trabajo de las mujeres.” (Federici 2010: 149)

La nueva ética del trabajo (en oposición al ocio), propia de los nuevos Estados burgueses y católicos, promovía el modelo de familia burgués como el ideal de familia universal. Un hombre y una mujer, casados, que se hicieran responsables de sus hijos y de mantener un hogar, serían sujetos más responsables y adaptados a los nuevos regímenes laborales, por cuanto tendrían compromisos y obligaciones que cumplir que los forzaría a dejar la vida de vagabundeo y de criminalidad asociada a su condición social, insertándose exitosamente como mano de obra asalariada al nuevo sistema de trabajo capitalista.

Según lo planteado por Maximiliano Salinas (2001), la unión entre el conservadurismo religioso y el moderno sistema capitalista tuvo un hito clave en la historia de Chile, que fue la Constitución Política de 1833. Este texto representaba:

la feliz unión conyugal entre el nuevo espíritu burgués y la vieja herencia del catolicismo romano. Lo tradicional del sistema cultural español y lo moderno del sistema comercial británico se fusionaron en el ordenamiento conservador que dio lustre y prestigio occidental a Chile en el siglo XIX (Salinas 2001: 7).

La moral del modelo burgués católico, no era otra que lo que Gabriel Salazar y Julio Pinto identificaron como el código moral ‘a’ (Salazar y Pinto 2002), es decir, el código moral de las elites, que como ya vimos, estaba estrechamente ligado a la utilización y control de la sexualidad femenina por parte de los patriarcas de la familia, la iglesia y el Estado para mantener o aumentar el patrimonio familiar, eclesiástico y social, y fue este modelo el que se impuso como ideal moral a toda la población, aunque los de abajo no compartieran ni los intereses, ni las necesidades, ni los beneficios de la elite, como para adoptar un código moral de este tipo.

Esto, también se transformó en una preocupación de la iglesia, la que en 1892 declaró, por medio de La Revista Católica lo siguiente:

Parece que [el pueblo] hubiese conservado el espíritu aventurero de los conquistadores de América y la inconstancia de la raza indígena: es verdadera nómada. Semejante modo de vivir acostumbra, al hombre á no pensar en el día de mañana, á vivir, como vulgarmente se dice, al día, y á procurarse los mayores placeres presentes, entre los cuales entra el de la bebida; y, por otra parte, impide contraer las relaciones estables que exige la formalización de una familia. Esta afición de nuestro pueblo á la vida nómada y la intemperancia en la bebida pueden influir recíprocamente para destruir la vida de familia en nuestra patria3.

En el caso de las mujeres, el ocio estaba asociado “con el pecado y la pérdida del honor” (Peña González 2001: 114). Es por ello que la iglesia puso especial atención en generar instituciones para prevenir la caída de las mujeres o ayudar a reformar a las que ya habían caído en el vicio y el pecado. La forma que adoptó fueron las Casas de Recogidas y Correccionales, que funcionaron en España y América entre los siglos XVI y XIX4. La principal tarea de estas instituciones era “encerrar y “encauzar” a aquellas mujeres que rompieran con aquellos límites morales y culturales bajo los que “debían vivir” en sus comunidades” (Onetto 2009: 160). Estos reformatorios de la moral y la conducta por medio de la religión, solo operaron para las mujeres, no hubo experiencias similares para “recoger” a los hombres que estaban en las cárceles. Esto se debía principalmente a que se pensaba que “La mujer en su caída arrastraba a quienes la rodeaban, por lo tanto, su necesidad de reforma era mayor” (Peña González 2001: 114).

Durante los siglos XIX y XX, la iglesia incluyó dentro de su repertorio de control social de la moral y las buenas costumbres, además de las parroquias correccionales y escuelas, a las organizaciones de damas católicas encargadas de velar, a través de la caridad, por la decencia social, tales como: la Sociedad Benéfica de Señoras creada en 1851, Círculo de Mujeres del Instituto de Caridad Evangélica en 1864, la Liga de Damas Chilenas en 1912 (Gálvez (Coord.) 2021), la Cruz Blanca5 creada en 1919 por Adela Salas de Edwards, entre otras6.

La importancia y necesidad de estas obras, se expresaba en La Revista Católica en 1893 de la siguiente forma:

La caridad católica da protectores á la inocencia, regeneradores á la mujer prostituida, maestros a los ignorantes, madres á los expósitos, consuelo á los encarcelados, libertadores á los cautivos, pan al hambriento.7

Todas estas instituciones cristianas, laicas y religiosas promovían una pedagogía de género que vinculaba a las mujeres principalmente con sus roles de madre, de cuidados y de crianza de los hijos, estableciendo así que su existencia solo podía ser comprendida y realizada como “ser para los demás” y en el “servicio de los otros”. Por tanto, ni en el momento de su caída en el pecado de la lujuria, o en la prostitución, podía pensar solo en ella, como sujeto autónomo, sino que lo más importante era su influencia negativa sobre aquellos a los que servía o debería servir.

Es por ello que las instituciones de reclusión femenina tenían el deber de “moralizar á [sic] la mujer, salvándola de los peligros que trae consigo la falta de fe y el poco amor al trabajo”8 y de “devolver” a la sociedad una mujer capacitada para vivir en ella conforme a sus leyes y normas” (Peña González 1997: 125). Parte de los compromisos sociales de la iglesia católica tenían que ver con la caridad, con la misericordia y asistencia de aquellos que habían desviado su camino. No es objetivo de este estudio profundizar en el concepto de caridad, sin embargo, es importante destacar la representación que tenía la iglesia respecto de su propia labor:

La caridad católica da protectores á [sic] la inocencia, regeneradores á la mujer prostituida, maestros a los ignorantes, madres á los expósitos, consuelo á los encarcelados, libertadores á los cautivos, pan al hambriento9.

La iglesia se levantaba, por tanto, como la redentora de las almas que habían ido por mal camino, mediante rituales de reinserción social (Juliano 2004), que tenían que ver con la regeneración del espíritu y hábitos sociales.

4. Prostitución y moral sexual

¿En qué lugar quedaban las trabajadoras sexuales, las prostitutas, en este escenario de moralidad sexual? Ciertamente, en el peor lugar posible.

La degradación y estigmatización de la prostitución no es reciente. Como ya se estableció, proviene desde la antigua Mesopotamia en el primer milenio antes de Cristo, debido a que esta se fue vinculando, cada vez más, a una actividad de mujeres en servidumbre y sumisión de sus amos, sin derechos, sin patrimonio, sin esposo y, por tanto, “no respetables”. Siguiendo a Gerda Lerner (1990), creemos que

Es probable que la prostitución comercial descendiera en línea directa de la esclavización de las mujeres y de la consolidación y formación de clases. Las conquistas militares llevaron, en el tercer milenio a.C., a la esclavitud y los abusos sexuales de las cautivas. Cuando la esclavitud pasó a ser una institución establecida, los propietarios de esclavos alquilaban a sus esclavas como prostitutas y algunos montaban burdeles comerciales con sus esclavas de personal (Lerner 1990: 207).

Por su parte, Silvia Federici señala que la normalización de las violaciones de mujeres de los sectores populares en Europa durante el siglo XV estuvo ligada a una importante diferencia de clase entre las mujeres. Las mujeres solteras y trabajadoras, que ocupaban el espacio público, fueron identificadas como mujeres disponibles sexualmente, y al ser violadas y perder su honor, su destino natural era la prostitución (Federici 2010).

Al respecto, hay que añadir que, además de la esclavitud, el encierro de la sexualidad femenina en la virginidad antes del matrimonio, por motivos económicos, también habría sido un catalizador para que se promoviera la prostitución entre las mujeres “no respetables”, debido al impedimento o limitación legal y moral de las relaciones sexuales libres.

Este argumento lo sostiene firmemente Engels en “El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado”, donde logró establecer el vínculo histórico entre la monogamia, la propiedad privada y la prostitución,

Apenas se introdujo la propiedad privada de la tierra, se inventó la hipoteca (véase Atenas). Así como el heterismo y la prostitución pisan los talones a la monogamia, de igual modo, a partir de este momento, la hipoteca se aferra a los faldones de la propiedad inmueble (Engels 2006 [1884]: 181-182).

Y dado que la monogamia nació por causas económicas, Engels creía que, desapareciendo la propiedad privada, también desaparecería la prostitución, el trabajo asalariado y el proletariado.

Coincidimos con Engels, con Lerner y Federici, en que la clasificación de las mujeres y de su posición social, según fuese su comportamiento sexual, ha sido la división y distinción de clases primordial entre las propias mujeres y que es este mismo encasillamiento y separación, tan naturalizado y regulado en la cultura patriarcal mediante la religión y las leyes, el que imposibilitó la temprana construcción de alianzas entre las mujeres de la aristocracia o elites, con las de las clases inferiores.

Por tanto, “La regulación sexual de las mujeres subyace en la formación de clases y es uno de los pilares en los que descansa el estado” (Lerner 1990: 216), y también ha sido uno de los pilares fundamentales de la discriminación al interior del género femenino entre las mujeres de la misma clase, subdividiéndose, otra vez, entre ‘decentes’ e ‘indecentes’ o ‘respetables’ y ‘no respetables’.

Ahora bien, esta separación entre mujeres ‘respetables’ y ‘no respetables’, generó un estigma en éstas últimas, y “entendemos por estigma la situación de inhabilitación para una plena aceptación social” (Juliano 2004: 4), desacreditándolas social y moralmente, negándoles voz, credibilidad y prestigio, en definitiva, negándoles cualquier tipo de acceso a un poder legítimo.

Siguiendo la construcción histórica del estigma de la prostitución, evidenciamos que la sociedad no prescindía de ella. Esto porque, si bien la marginaba, la incluía dentro del sistema, pero desde una posición completamente periférica, desarrollando asistencia en la caridad y beneficencia eclesiástica, como hemos venido examinando, pero donde “no se reconoce a las personas afectadas la capacidad de actuar, decidir o evaluar por sí mismas. No son consideradas interlocutoras válidas” (Juliano 2004: 4). Esta fue una situación de evidente desventaja, ya que se las inhabilita socialmente, teniendo siempre que intervenir en el sistema mediante la voz de otros y otras que pudieran acreditar o desacreditar sus acciones, como, por ejemplo, monjas, sacerdotes, matronas de la caridad, médicos, jueces, actuarios o policías, entre otros.

En el siglo XIX ya no será el velo lo que evidencie la división sexual de las mujeres, sino que ésta se manifestará a través de la ocupación espacial de las afectadas en determinados barrios identificados como “rojos”, o recluidas en burdeles que tenían señales que los destacaban, como farolitos de colores en las puertas o ventanas, obligándolas a registrarse en los servicios sanitarios y llevar carnet de salubridad para ejercer el oficio.

Sin embargo, el simple hecho de ser mujer, joven y pobre era una señal de que se podría estar frente a una potencial prostituta. Por tanto, resulta evidente, según señala Dolores Juliano, que “como las víctimas de las marginalizaciones/exclusiones cambian con el tiempo, las argumentaciones deben redefinirse y difundirse cada vez” (Juliano 2004: 4).

Para la iglesia católica, la prostitución era el peor de los males que podía afectar a la mujer, puesto que ponía en entredicho el ideal moral sexual de lo que se esperaba de una mujer, entiéndase la virginidad, la castidad, el matrimonio y la maternidad, como los más preciados bienes de su cuerpo y de su espíritu.

Como vimos, la casada solo podía mantener relaciones sexuales en el matrimonio (y solo con el fin de procrear) y la soltera debía aspirar al celibato o, en su defecto, al matrimonio con Dios. La construcción en el imaginario de una mujer que no pertenecía a ningún hombre y que a la vez era de todos, tenía autonomía económica, y cuyas relaciones sexuales no estaban motivadas precisamente por la necesidad reproductiva, arrastraba consigo al pecado, no solo al modelo de familia monógama, de fidelidad y de castidad, sino a todo el sistema de valores y creencias en que se sustentaba y justificaba la superioridad de unos/as sobre otros/as.

Al respecto, La Revista Católica, en su número 1.315, de 1893, era implacable en señalar que

Los verdaderos enemigos de la naturaleza humana no son los que predican la vida penitente, sino los que la prostituyen á la concupiscencia, envileciéndola al nivel de los irracionales, que no tienen alma que salvar. Es la formidable lucha entre el espíritu y la carne, el hombre hallará su felicidad en el triunfo del primero; porque ese triunfo significa el predominio de la razón sobre la concupiscencia, de la virtud sobre las pasiones, de la paz serena de la conciencia sobre las agitaciones turbulentas de la sensualidad insaciable. Dios reinará en esa alma, y la suave unción de su gracia endulzará hasta las heces del sacrificio10.

Sin embargo, la prostitución también servía para definir y determinar la moral sexual de las mujeres respetables o virtuosas que, por oposición, debían enfrentar la indecencia de las prostitutas, transformándose en seres casi asexuados para no pecar. Jerónimo, ya en el año 393 d.C., señalaba la incompatibilidad de la sexualidad que se podía practicar con una u otra mujer

«en el matrimonio está permitida la procreación, pero los sentimientos de placer sensual que se experimentan en los abrazos con las prostitutas son condenables con la esposa» (Comentario a Eph. 111, 5, 25) (Ranke-Heinemann 1994: 61).

Inexorablemente, estas creencias, denominadas como adulterio por exceso de placer con propia la esposa, fueron promovidas por la iglesia hasta el siglo XX11.

Cualquier atisbo de desvío de la moral oficial y todo aquello que se alejara de la nueva modernidad industrial, con su repudio al ocio y vagabundeo inspirado en la ética del trabajo, era visto como un estado arcaico de desarrollo moral e intelectual del sujeto. Este era catalogado como desadaptado o anómico, utilizando el concepto durkheimniano, lo que además justificaba su subordinación social, legitimando, de esta forma, la hegemonía de aquellos que habían transitado con éxito hacia la modernidad sobre los que permanecían en estados de desarrollo económico y moral “inferiores”.

Esta desadaptación o desvío encontró su explicación en dos posibles ethos: el religioso y el científico. En el religioso las prostitutas eran mujeres víctimas de la prostitución, condenadas y caídas; en el científico eran mujeres enfermas, débiles mentales, degeneradas. En ambos, la mujer no tenía control alguno sobre su cuerpo y su destino, negándole libre albedrío y autonomía sobre sus acciones, lo que a su vez se transformaba en deslegitimación de su discurso, en su invisibilización como sujeto histórico y actor social, ya que solo era vista como objeto de rescate mediante la fe o de reforma mediante la corrección y, además, con la masiva propagación de la sífilis hacia fines del siglo XIX, como objeto de sanación de la medicina.

A modo de ejemplo, podemos señalar que en 1880

El canónigo Taforó habló en 1880 de las ‘desventuradas cristianas condenadas a la prostitución’, y el Arzobispo Mariano Casanova de mujeres ‘cuya inteligencia está cubierta de tinieblas’ (Salinas 2001: 77).

Dolores Juliano nos habla de los estigmas degenerativos a los que eran asociadas las prostitutas, para ello se remite a las hipótesis lombrossianas estudiadas por Aurora Riviere Gómez en su libro “Caídas, Miserables, Degeneradas. Estudio sobre la prostitución en el siglo XIX”, ésta última señala que bajo este paradigma a la prostituta se la:

presentará ahora como “enferma” psíquica, aquejada de monomanía erótica o afectada por una “locura moral”; como un ser antropológicamente “diferente” según la conformación de la superficie de su cráneo; como un organismo víctima de una degeneración morbosa e, incluso, como criminal, ser atávico y primitivo. (Riviere-Gómez 1994: 24)

La Revista Católica, estimaba que un parámetro eficiente para medir de la moralidad de un pueblo era cuantificar la cantidad de prostitutas entre su población, así en 1873 declaraba que:

En 1869, de las 40.000 personas que vivían en Berlín del robo, de la rapiña i de la prostitución había 30.000 prostitutas inscritas. Hamburgo, en el mismo año contaba 15.000. Londres tenia, en 1852, 80.530 prostitutas; mientras que Viena no contaba sino 4.252, i Munich 1.670. Paris, según Parent Duchátel, contaba en 1835 solamente 5.183 prostitutas, i en 1872, 10.508. No se negará dice el doctor Beluino, que un número menor de prostitutas atestigua mayor moralidad12.

Para el caso de Santiago de Chile, una vez aprobado el Reglamento de Casas de Tolerancia en 1896, que obligaba a las prostitutas a registrarse (Gálvez 2014), según el médico Elías Ascarrunz (1901), en 1896 había 941 inscritas, en 1897 existían 1.466 prostitutas inscritas, en 1898 1.828, en 1899 2.136 y en 1900 2.390. Asimismo, Salazar y Pinto estiman que para fines del siglo XIX y comienzos del XX “una de cada cuatro mujeres adultas estaba involucrada en actividades de prostitución y una de cada tres en negocios propios del ‘bajo fondo’” (Salazar y Pinto 2002: 156).

La alta tasa de prostitución entre las mujeres de las ciudades se debió a varios factores: primero, a los desplazamientos o migraciones desde los campos donde no tenían trabajo hacia las nuevas ciudades modernas, una vez en las ciudades, no encontraban trabajos bien remunerados, debiendo conformarse con aquellos peor pagados por ser considerados como una extensión de sus labores domésticas, nos referimos al servicio doméstico, a la lavandería, costura, cocina. Sin contar que aquellas que encontraban trabajo en una fábrica, ganaban un 50% menos que los hombres por la misma tarea.

La devaluación del trabajo femenino en el mundo capitalista y la aparición de la prostitución como un oficio femenino reglamentado en el siglo XIX en Latinoamérica, tiene que ver con “la expulsión de las mujeres del lugar de trabajo organizado, con la aparición del ama de casa y la redefinición de la familia como lugar para la producción de fuerza de trabajo” (Federici 2010: 145).

En este sentido, es relevante señalar que la reglamentación de la prostitución tuvo que ver con el control social que se quería ejercer sobre el cuerpo de las prostitutas y su sexualidad, más que con una legislación que otorgara derechos a las trabajadoras sexuales. Por tanto, la reglamentación de la prostitución, también habilitó la persecución policial y sanitaria de aquellas mujeres que no se sometían a los reglamentos.

De cualquier forma, ya fueran una o treinta mil las descarriadas de la senda del honor y la virtud, para la moral sexual católica, era importante que cada mujer no pervertida protegiese su honor, aunque fuese con su vida.

Valga si no el ejemplo de Anita de Rosa, joven de 19 años, napolitana hermosa cuanto virtuosa, pobre y resignada, huérfana de madre desde los 9 años. Vivía en Nápoles en miserable habitación, acompañando á [sic] su padre enfermo é imposibilitado, á su hermana Asunta y a su hermano. El 10 de septiembre pasado fue engañada por María Vitolo, mujerzuela de mal vivir, en la calle Sole, número 17, y fué [sic] herida de un tremendo golpe en la cabeza que le dió Cayetano Volpe, por negarse a ceder á sus exigencias. Morir, dijo ella, ma non offender Dio, non macchiare la propia integritá: morir sí, pero no ofender a Dios ni atentar contra el honor13.

La moraleja que ofrece el caso de Anita de Rosa es que cualquier lavandera, costurera, empleada de servicio doméstico, obrera o dueña de casa, entre otras, deberían preferir la muerte antes de caer en la desgracia de perder su honor, ya que, desde ahí, habría solo un paso hacía la prostitución. Ahora bien, la existencia de burdeles y las estadísticas nos indican que sí existían mujeres que, a diferencia de Anita de Rosa, preferían vivir con el estigma de ser “putas” que morir con el honor intacto.

5. Conclusiones

En este breve ensayo, hemos tratado de poner en evidencia el hecho de que la moral social fue transformada en moral sexual por la iglesia, influenciando todo el mundo cristiano occidental, especialmente el católico. Esto no quiere decir que en otras partes del planeta la moral sexual no tuviese supremacía sobre otros tipos de morales, como la económica o política, pero no ha sido ese el objetivo de este estudio.

La importancia fundamental de la moral sexual conservadora de la iglesia católica y, por qué no, la de los estados arcaicos que la influyeron, fue establecer las diferencias de los sexos en construcciones de género que han servido para dotar de significado a otras construcciones jerárquicas.

Es por ello que antes de la diferencia de clases, de raza, de etnias, o de religión, fue la diferencia sexual y, a partir de esos cimientos de desigualdad y exclusión en la repartición del poder, se asentaron todas las demás desigualdades y exclusiones para las mujeres.

Por tanto, dentro de las posibles categorías históricas de discriminación y subordinación, en diversos periodos y contextos, el hecho, por ejemplo, de ser mujer y ser pobre, ser mujer y ser campesina, ser mujer y ser india, o ser mujer y ser puta, se transformó en una doble exclusión, donde la primera, la sexualidad femenina, fue (y ha sido) transversal a todas las demás, que se pudieron dar en conjunto o por separado.

Lejos de una naturalización de la subordinación femenina, se ha tratado de exponer aquí cómo desde la constitución del patriarcado en los estados arcaicos y hasta nuestros días, ésta dominación sexual se ha ido modificando y adaptando a los distintos significados de ser hombre y mujer en cada periodo y lugar. Como como ya vimos, ha ido variando en el tiempo, desde, por ejemplo, la aceptación de la prostitución como un servicio sexual sagrado y como una actividad comercial, hasta la sanción y prohibición más categórica de cualquier tipo de manifestación de la sexualidad femenina fuera del matrimonio, y especialmente de la prostitución.

Estos cambios en los sistemas de pensamiento y en los sistemas morales que los sostienen, han sido lentos en lo que ha tiempo histórico se refiere, y debido a esa misma lentitud, propia de las grandes estructuras históricas braudelinas, la percepción que tienen los sujetos es que esta es inmutable e inalterable. En palabras de Gerda Lerner:

Decir que de todas las actividades humanas tan sólo el que las mujeres cuiden de los hijos es inmutable y eterno es, en verdad, relegar la mitad de la raza humana a un estado inferior de existencia, a la naturaleza y no a la cultura (Lerner 1990: 41).

Por tanto, lo que pareciera ser inmutable y natural, ya no es solamente el sexo de las personas, mujer/vagina y hombre/pene, sino que, y especialmente en las sociedades modernas, se comenzaron a naturalizar las relaciones de género, que no son otra cosa que construcciones culturales de determinadas formas ser hombre y ser mujer en distintas sociedades y tiempos, pero que terminaron por asimilarse a la biología.

Esto es precisamente lo que ocurrió con la sexualidad femenina, ya que dentro de un determinado sistema económico se comenzó a exigir a las mujeres que resguardaran su sexualidad para engrosar con su transacción el patrimonio familiar, y algo que comenzó siendo un recurso netamente económico de ventaja y utilidad, terminó siendo la moral sexual imperante para la mitad de la humanidad, asociando la sexualidad femenina directamente con la maternidad (su naturaleza), y la virginidad y castidad de la mujer con su honor, virtud, decencia, respetabilidad, y dignidad, es decir, con su conducta y posición social. Este encadenamiento del sexo femenino a un tipo de sexualidad asentada en roles de género construidos dentro de un sistema de poder completamente desigual ha servido para justificar y reproducir en distintos periodos y tiempos la relegación y subordinación de las mujeres en los sistemas sociales de reconocimiento y repartición del poder entre los sexos.

Las construcciones históricas de las representaciones femeninas a partir de figuras religiosas como Eva, María y Magdalena han servido para asignar y justificar un lugar determinado a cada tipo de mujer en la sociedad. Sin embargo, y lo que no se debe perder de vista, es que ya sea siendo virtuosa o viciosa, respetable o no respetable, decente o indecente, las mujeres, en su conjunto, hemos sido representadas como seres incompletos e inferiores por el simple hecho de no ser hombres (el varón mutilado de Aristóteles o el complejo de castración por envidia del pene de Freud), y, por tanto, relegadas a una posición desventajosa.

El acceso a los sistemas de representaciones y símbolos, generadores de experiencia y de historia, fue negado por mucho tiempo a las mujeres, no obstante, con el avance de los derechos de las mujeres, hemos sido capaces de construir nuestros propios sistemas explicativos, situación que, en justicia, esperamos no se detenga.

Agradecimientos

Esta publicación es parte del proyecto FONDECYT POSTDOCTORADO N° 3200016 “Violencias epistemológicas en la construcción científica de la prostituta nata. La medicina y la psiquiatría frente a la normalización de la sexualidad femenina en Chile. 1892-1942”

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Notas

1 Esta publicación es parte del proyecto FONDECYT POSTDOCTORADO N° 3200016 “Violencias epistemológicas en la construcción científica de la prostituta nata. La medicina y la psiquiatría frente a la normalización de la sexualidad femenina en Chile. 1892-1942”
2 Usamos el concepto prostitución para referirnos al trabajo sexual, por ser el concepto usado en el contexto de estudio de este artículo. Reconocemos que en la actualidad “prostitución” refiere a una condición denigratoria de las trabajadoras sexuales en Chile.
3 La Revista Católica. Año XXXII Santiago, 12 de diciembre de 1894, Núm. 1.405, p. 372
4 Para ver más sobre este tema, revisar: Londa Schiebinger, ¿Tiene sexo la mente? Las mujeres en los orígenes de la ciencia moderna, Valencia, Ediciones Cátedra, Universitat de Valencia, Instituto de la Mujer, 2004; S. García Deuder y Eulalia Pérez Sedeño, Las ‘mentiras’ científicas sobre las mujeres, Madrid, La Catarata, 2018; Carme Valls Llobet, Mujeres invisibles para la medicina. Desvelando nuestra salud, España, Capitán Swing, 2020
5 La Revista Católica. Año XXXI Santiago, 1° de agosto de 1892, Núm. 1.301, p. 629
6 Patricia Peña nos informa que la Casa de Recogidas de Santiago se fundó en 1735, y se ubicó en la cumbre del Cerro Santa Lucía hasta el periodo de la Independencia, donde fue transformada en cuartel militar. El 8 de mayo de 1824 se fundó la Casa de Corrección de mujeres y niños, a cargo de Manuel de Salas. Posteriormente, en 1864 la Casa de corrección pasó a manos de las monjas de la congregación del Buen Pastor, quienes la dotaron de una nueva reglamentación, pasando a llamarse Casa Correccional de Santiago.
7 Esta institución fue creada especialmente con el fin de rescatar a las mujeres de la prostitución, o a aquellas que estaban en riesgo de caer en el oficio de prostituta.
8 También existió una corriente del movimiento femenino y feminista con un fuerte componente anticlerical, expresado principalmente en los Centros Belén de Sárraga. Ver: Ana Gálvez (Coord.), Históricas. Movimientos feministas y de mujeres en Chile, 1850-2020, Santiago, LOM, 2021, pp. 29-36
9 La Revista Católica, Año XXXI Santiago, 1° de mayo de 1893 Núm. 1.319, pp. 1054-1055
10 La Revista Católica. Año XXXII Santiago, 20 de octubre de 1894, Núm. 1.396, p. 207
11 La Revista Católica. Año XXXI Santiago, 1° de mayo de 1893, Núm. 1.319, p. 1054-1055
12 La Revista Católica. Año XXXI Santiago, 1° de marzo de 1893 Núm. 1.315. p. 954-955
13 Ranke-Heinemann, op. cit. p. 60. Así lo señala: “Juan Pablo II, en la audiencia que tuvo el 8 de octubre de 1980, reemprende la idea del adulterio con la propia mujer y la refuerza (Der Spiegel, N° 47, 1980, p. 9)”.
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