artículos y ensayos
Ética y guerra en relatos sobre violencia política en Guatemala (1960-1996)1
Ética y guerra en relatos sobre violencia política en Guatemala (1960-1996)1
Cuadernos Inter.c.a.mbio sobre Centroamérica y el Caribe, vol. 14, núm. 1, pp. 23-49, 2017
Universidad de Costa Rica
Recepción: 13 Septiembre 2016
Aprobación: 02 Enero 2017
Resumen: Se propone una interpretación a cuatro textos narrativos que abordan el tema del conflicto armado en Guatemala (1960-1996): El ángel de la retaguardia (1997) de Mario Roberto Morales; un informe militar (1982) que aparece como anexo en el libro Guatemala en llamas (2008) de Gustavo Adolfo Díaz, los cuentos “Turbio el silencio” (1986) de Marco Antonio Flores y “El amenazado” (1987) de Dante Liano. El trabajo, en suma, tiene como objetivo vincular los comentarios producto de un ejercicio de refiguración cruzada –según nociones de Paul Ricoeur– con un conjunto de ensayos relativos a los nexos existentes entre ética y confrontación bélica. Básicamente se realiza una aproximación interpretativa a partir de reflexiones previas (e históricas) que distintos pensadores han establecido con respecto al papel que juega la ética frente a un fenómeno como la guerra.
Palabras clave: Ética, guerra, literatura, violencia política, crítica ética.
Abstract: The article proposes an interpretation to four narrative texts that address the issue of the armed conflict in Guatemala (1960-1996): El ángel de la retaguardia (1997) by Mario Roberto Morales; a military report (1982) that appears as annex in the book Guatemala en llamas (2008) by Gustavo Adolfo Díaz, and the stories “Turbio el silencio” (1986) by Marco Antonio Flores and “El amenazado” (1987) by Dante Liano. The work, in sum, has as objective to link the comments product of a crossed refiguration exercise –according to Paul Ricoeur’s notions– with a set of essays concerning the existing links between ethics and belic confrontation. Basically the interpretation is made based on previous (and historical) reflections that different thinkers have established with respect to the role played by the ethics in the face of a phenomenon such as war.
Keywords: Ethics, war, literature, political violence, ethical criticism.
Resumo: O artigo propõe uma interpretação a quatro textos narrativos que abordam o tema do conflito armado na Guatemala (1960-1996): El ángel de la retaguardia (1997) por Mario Roberto Morales; um relatório militar (1982), que aparece como um apêndice no livro Guatemala en llamas (2008) por Gustavo Adolfo Díaz e os contos “Turbio el silencio” (1986) por Marco Antonio Flores y “El amenazado” (1987) por Dante Liano. O trabalho, em suma, tem como objetivo vincular os comentários produto de um exercício de refiguração cruzada –de acordo com as noções de Paul Ricoeur– com um conjunto de ensaios sobre as ligações existentes entre ética e confrontação bélica. Basicamente, a interpretação é feita com base em reflexões previas (e históricas) que diferentes pensadores foram estabelecidas com respeito ao papel desempenhado pela ética frente a um fenômeno como a guerra.
Palavras-chave: Ética, guerra, literatura, violência polític, violência política, crítica ética.
Este artículo plantea un ejercicio de interpretación a una serie de cuatro textos narrativos que abordan el tema del conflicto bélico en Guatemala (1960-1996): El ángel de la retaguardia (1997) de Mario Roberto Morales; un informe militar (1982) que aparece como anexo en el libro Guatemala en llamas (2008) de Gustavo Adolfo Díaz, y los cuentos “Turbio el silencio” (1986) de Marco Antonio Flores y “El amenazado” (1987) de Dante Liano. Como se puede advertir, tres de los textos en dicha selección responden a la categoría de ficcionales (novela y cuento) y uno más (el segundo en la lista) posee un carácter fáctico (informe militar). Así, el trabajo, apoyándose en nociones de Paul Ricoeur, propone un ejercicio de refiguración cruzada, es decir, un análisis de las confluencias entre el relato histórico y el relato de ficción, los cuales se consideran modelos explicativos por igual válidos en la reconstrucción de la experiencia individual o social (Ricoeur, 1995a, pp. 154-155; 1995b, p. 377).
Al respecto se acota que, en este caso, el presente ejercicio ha supuesto la vinculación con textos ensayísticos sobre el tema –y no únicamente relatos– y el desarrollo de un abordaje a partir de reflexiones históricas previas sobre el papel de la ética frente a un fenómeno humano tan extendido y permanente como la guerra. El trabajo, en suma, postula como objetivo vincular los comentarios producto de la refiguración cruzada con un conjunto de ensayos relativos a los nexos existentes entre la ética y la guerra. Es decir, se delibera en torno al diálogo que, como apunta Werner Mackenbach, establece la ficción con los discursos de la historia y con las políticas de la memoria (Mackenbach, 2016, p. 356). Se observa así, mediante el comentario de la guerra guatemalteca y de una serie de textos ficcionales, fácticos y ensayísticos, algunas de las peculiares deliberaciones que se generan en ese sentido.
Contexto histórico
Explicaremos brevemente el contexto histórico al cual hace referencia el artículo. En relación con el conflicto armado guatemalteco se ha hablado de tres grandes periodos, en alguna medida, ordenados por décadas. Durante los años sesenta, se desarrolla la primera fase del enfrentamiento entre guerrilla y Ejército, tras lo cual se produce un repliegue o una derrota relativa de los primeros. En la década de 1970 resurge el movimiento revolucionario: se desencadena en el país una metódica persecución en contra de los líderes de movimientos sociales y de sectores de la oposición a los sucesivos gobiernos militares. En la siguiente –en especial, durante su primera mitad– la política estatal se radicaliza aún más aplicando un hostigamiento sistemático tanto a las comunidades indígenas y los grupos campesinos organizados como a las vertientes urbanas de la guerrilla (Arzobispado de Guatemala-III, 1998, p. 9). Los años noventa, finalmente, son un periodo sobre el cual distintos autores señalan que las posibilidades del triunfo insurgente se habían desvanecido lo cual, tras distintas operaciones políticas, desemboca en los acuerdos de paz de 1996.
Cabe apuntar, de nuevo de modo sinóptico, que se han expuesto distintas causas como origen de la lucha armada. Como germen de la colisión se argumentan motivaciones internas y, de igual modo, se han enunciado motivaciones externas, las cuales subrayan el peso decisivo del enfrentamiento bipolar de la Guerra Fría. Para Gilles Bataillon, dos explicaciones en ese sentido prevalecen en la mayoría de los estudios acerca del inicio y desarrollo de las luchas políticomilitares, en general. La primera, de corte funcionalista, “hace hincapié en la inevitable radicalización de las fuerzas reformistas: dada la rigidez del sistema político, esas fuerzas no tendrán más que optar por la lucha armada” (Bataillon, 2008, p. 140). La adhesión a tesis revolucionarias, o contrarrevolucionarias, y el paso a la lucha bélica, tendría su raíz en la incapacidad de las fuerzas en el poder para dar cabida a los reclamos reformistas. La segunda explicación es afín a la teoría de la movilización de los recursos: “destaca la importancia de los aportes exteriores en la aparición de oposiciones armadas” (Bataillon, 2008, p. 141). El incremento de recursos para los combatientes –armamento, logística y entrenamiento, que a menudo proviene de fuentes no nacionales– sería la causa del ascenso de la guerra y de su generalización.
Para Bataillon las dos explicaciones con frecuencia se combinan y, “en la mayoría de los casos, su combinación se armoniza con intenciones de legitimar o estigmatizar la generalización de la lucha armada” (Bataillon, 2008, p. 141). Las explicaciones en términos de ayuda exterior constituyen comúnmente la base en las argumentaciones de las autoridades, esto con el fin de deslegitimar a las insurrecciones. Pero, por su parte, “los análisis en términos de represión-radicalización extraen sus razonamientos de la retórica de los propios insurgentes, cuya finalidad es, lógicamente, justificar la escogencia armada” (Bataillon, 2008, p. 141). Por tanto Bataillon advierte que deben valorarse las profecías autocumplidas inherentes a estos argumentos. Sin olvidar que esas explicaciones “tienden con gran frecuencia a legitimar más que explicar” (Bataillon, 2008, p. 141). Así, según este autor, el funcionalismo se suele aplicar a movimientos con los que el análisis simpatiza, mientras que las teorías de la movilización se aplican a menudo en los casos con los cuales el analista no tiene afinidad (Bataillon, 2008, p. 141). Consecuentemente, con frecuencia se distinguen sesgos partidistas en estas dos corrientes de explicación, las cuales son sintetizadas por Bataillon para explicar el estado de cosas en América Central durante la segunda mitad del siglo XX.
Durante los 36 años de enfrentamiento en Guatemala se establece una sucesión casi ininterrumpida de gobiernos militares. Existe cierto consenso acerca de la idea de que a finales de la década de 1970 e inicios de la siguiente se vivió el momento de mayor posibilidad de victoria insurgente.
Los grupos estudiantiles, sindicales, religiosos, campesinos y otros, también quedaron bajo control de los grupos guerrilleros, y para finales de la década de los años setenta, la situación del país era caótica y parecía que Guatemala estaba a punto de caer ... Los grupos guerrilleros en conjunto tenían un número menor de efectivos, pero con la ventaja de que su organización clandestina les permitía tener el control de varias decenas de miles de colaboradores, simpatizantes y guerrilleros de medio tiempo, fuerzas irregulares locales o miembros de la resistencia (Díaz, 2008, p. 154 y p. 174).
En ese periodo se produce precisamente el punto de inflexión militar. El Estado pone en marcha un amplio plan contrasubversivo mediante el adiestramiento de personal de inteligencia especializado en operaciones de esta índole provenientes de distintos lugares de América Latina (Díaz, 2008, p. 176). Se erigen cuatro principios relativos a la estrategia contrainsurgente. “La guerra: a. Es total. b. Es permanente. c. Es nacional. d. Requiere la participación activa de la población” (Díaz, 2008, pp. 174-175). Se establece que “la guerra se debe combatir en todos los campos: en lo militar, en lo político, pero sobre todo en lo socioeconómico. La mente de la población es el principal objetivo” (“Anexo “H” del Plan de Campaña Victoria 82 citado por Mérida, 2014, p. 83)-. Bajo este panorama general se desarrollaron los acontecimientos. Abordaremos ahora algunas cuestiones conceptuales relativas a los nexos entre ética y guerra.
Ética y guerra
Se considera que la guerra es un acto de violencia con el cual, de acuerdo con Carl von Clausewitz, se persigue doblegar la voluntad del adversario, obligarlo a cumplir nuestra voluntad e impedir que pueda proseguir con su resistencia (Clausewitz, 2002, pp. 7-9). La guerra se vive como una etapa de agresión colectiva generalizada. En este marco, y de acuerdo con ciertas corrientes teóricas, existe una incompatibilidad radical entre ética y guerra, “puesto que esta última ha sido concebida tradicionalmente como el terreno abonado para toda clase de atropellos de las normas morales” (Papacchini, 2016, p. 1).
Así, con el fin de negar los vínculos entre ética y guerra se emplean distintos argumentos e incluso se afirma que estos dos conceptos resultan antitéticos por definición. La guerra sería “un espacio ajeno a la jurisdicción de la ética” pues implica “asumir como pauta de conducta máximas de destreza apropiadas para asegurar, en una situación excepcional de peligro, la necesidad de supervivencia y la victoria sobre el enemigo” (Papacchini, 2016, p. 1). En esta orientación, y según distintos pensadores clásicos, “la guerra tendría su propia lógica y sus reglas inmanentes, y sólo debería ser juzgada con criterios de racionalidad estratégica, en función de los fines a lograr” (2016, p. 2).
Sin embargo, y en sentido opuesto, numerosos pensadores a lo largo de la historia han reflexionado en torno a los nexos entre ética y guerra, toda vez que la última constituye un acto de evidente recurrencia humana. Ante todo, y con raíces tradicionales hasta llegar a nuestros días, se corrobora el empeño por establecer criterios morales, jurídicos y políticos para justificar o regular los conflictos armados, así como para condenar determinadas conductas. Principalmente se plantea la teoría de la guerra justa, que posee dos componentes, una teoría de los fines y una teoría de los medios. La primera es conocida como la teoría del ius ad bellum (derecho a la guerra), que proyecta las “condiciones en las que es permisible recurrir a la guerra, siendo su elemento o exigencia principal el que ésta debe librarse por una causa justa”. La segunda teoría es la del ius in bello (derecho en la guerra), que “establece los límites de la conducta permisible en la guerra” (Sánchez Ron, 1995, p. 120).
En cuanto a la noción de guerra justa (ius ad bellum, derecho a la guerra), se aduce que la misma se justifica cuando hay agresión de un poder que pretende socavar o suprimir la autonomía política de un Estado, o bien, si se experimenta una grave violación de derechos y libertades de la ciudadanía. Se apela entonces a la dignidad y la autonomía inmanentes al ser humano (Papacchini, 2002, pp. 26-27). De igual modo, la fuerza de las armas se justificaría cuando los derechos de participación política son atropellados o bloqueados, o cuando hay persecución continua por parte de un gobierno opresor. La rebelión armada se excusaría una vez agotado el recurso a la fuerza moral, a los canales políticos convencionales o a la movilización política y social (Papacchini, 2016, p. 15; Frost, 2005, p. 14). Se afirma que puede resultar más consistente con la dignidad humana la lucha por esos derechos “que la entrega pasiva y sumisa al poder, y que una acción militar impulsada por el anhelo de libertad puede ser moralmente preferible a una paz sustentada en la dominación” (Papacchini, 2016, p. 15).
Por tanto, en una virtual situación límite, los líderes políticos, sociales o militares deberían apelar a la frónesis –entendida como una virtud del pensamiento moral, normalmente traducida como sabiduría práctica y también como prudencia6– para desencadenar un enfrentamiento bélico. Al poner en riesgo tantas vidas humanas, “quienes asumen la iniciativa de lucha armada están obligados a evaluar de manera realista las consecuencias de su determinación” (Papacchini, 2016, p. 16). Es decir, la legitimidad de la lucha armada contra un poder tiránico o totalitario debería evaluar la posibilidad razonable de éxito y una previsión de los sacrificios que conlleva la sublevación (Papacchini, 2016, pp. 16-17).
Ahora bien, una vez desatado el conflicto, se discute alrededor del segundo ámbito ético relativo a la guerra, que corresponde a la forma en que discurren las acciones, es decir, la teoría de la ius in bello, (derecho en la guerra), que comprende, según Jeff McMahan, los siguientes tres requisitos:
1) el de la fuerza mínima (la cantidad de violencia utilizada en cualquier ocasión no debe exceder la necesaria para alcanzar el fin propuesto); 2) el de proporcionalidad (las malas consecuencias esperadas de un acto de guerra no deben superar, o ser mayores que sus esperadas consecuencias buenas); y 3) el de la discriminación (sólo debe aplicarse la fuerza contra las personas que constituyen legítimos objetivos de ataque) (McMahan citado por Sánchez Ron, 1995, p. 120)7.
Comentar los alcances de estas dos teorías –ius ad bellum (derecho a la guerra) e ius in bello (derecho en la guerra)– excede los propósitos de este trabajo; baste señalar que el cumplimiento de muchos de sus preceptos choca con graves dificultades a la hora de enfrentarse con la realidad de las conflagraciones (Sánchez Ron, 1995, p. 120).
Así, lo cierto es que, más allá de edificios hipotéticos, una vez comenzadas las hostilidades tanto los actos como los códigos de comportamiento social se alteran radicalmente. La animadversión rige la vida en común y la experiencia psíquica de los individuos se ve absolutamente alterada. Los contendientes razonan de modo distinto de como se suele hacer en una situación ordinaria de paz y se ponen en marcha entonces, además de enfrentamientos con armas, pugnas discursivas que resultan tan cruciales como los combates físicos. Se intenta mediante la palabra justificar los propios actos y, llegados a este punto, ningún modelo de la filosofía política y moral “carga con una mayor dificultad ética ni es tan resbaladizo para amoldarse a una explicación ingenua que aquel razonamiento que pretenda una fundamentación del empleo de la violencia como método legítimo” (Suñé, 2009, p. 176).
Toda vez que el sufrimiento –de nosotros y de los otros– es su consecuencia fundamental, la guerra plantea la necesidad “de buscar argumentos éticos a algo que, acaso, sólo pueda explicarse por motivos pragmáticos” (Suñé, 2009, p. 173). En ese sentido, justificar, mediante premisas morales y políticas, la opción por la violencia, no es un cometido fácil, antes al contrario, “probablemente se trata del modelo de razonamiento más complicado que existe en los ámbitos de la ética y de la teoría política” (Suñé, 2009, p. 262). Esto porque “los discursos sobre la violencia no se construyen, por lo general, para llegar o para exteriorizar una verdad, sino, como en la práctica de los sofistas, para vencer a las otras verdades competidoras y, por lo tanto, deben entenderse atendiendo a esta naturaleza intencional” (Suñé, 2009, p. 43).
Se vuelve prácticamente imposible, en el intercambio de impugnaciones, alcanzar un consenso para justificar el uso de la propia violencia, pues se trata de un terreno abierto a la parcialidad o la arbitrariedad. Así, “los discursos que encontramos suelen ubicarse entre la voluntad de condena o la de justificación, así como distinguirse por la legitimación de la propia violencia y por el vaciado de cualquier legitimación de la del contrario” (Suñé, 2009, p. 43).
Representación ficcional del heroísmo revolucionario
La narrativa sobre violencia política suele internarse en estos campos de resonancia. Y los textos elegidos para este análisis no escapan a dicha característica. En primer término comentaremos algunos pasajes de El ángel de la retaguardia (1997) de Mario Roberto Morales. Cabe advertir, en primer término, que esta novela en su conjunto posee un predominante tono irónico a través del cual se reflexiona sobre el comportamiento de ciertos sectores integrantes o simpatizantes de las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR) en las décadas de 1960 y 1970. El relato, mediante técnicas literarias experimentales, reconstruye una serie de hechos y personajes que retratan, con autocrítica y recurrente humor negro, la situación que prevalecía en ciertos sectores juveniles y estudiantiles durante dicho periodo. Se debe apuntar que los fragmentos comentados no son los mayoritarios, desde el punto de vista temático, en la novela –puesto que es más importante la presencia de un narrador en primera persona que reflexiona sobre su exilio en Europa–, sin embargo, estos pasajes resultan muy útiles para ilustrar aquella narrativa de coloratura revolucionaria presente no solo en Guatemala, sino en buena parte de la literatura latinoamericana.
En una de las historias intercaladas de la novela, un joven, al parecer de clase media o media alta, relata en primera persona cómo, en coordinación con sus compañeros, coloca una bomba, de 25 programadas para estallar simultáneamente esa noche8. El joven narrador es el encargado de conducir el auto mediante el cual se ejecuta la acción. En su monólogo se transmite implícitamente la justificación de este hecho.
[ ... monumentos y árboles] que suspenden el tiempo de las burguesías, lo dividen, lo estrujan, lo estiran y dejan pasar automóviles como éste que, en medio de la noche, se apresuran a colocar bombas en las residencias de los reyezuelos del café, del algodón (“cuando dé vuelta la perolada esta casa va a ser tuya hermano”), de la caña de azúcar... (Morales, 2008, p. 71).
El pasaje hace referencia a uno de los argumentos básicos esgrimidos por los combatientes de la izquierda marxista en general: el objetivo de invertir, mediante la lucha armada, la hegemonía social burguesa en el capitalismo, proceso que debería realizarse bajo la dirección de cuadros revolucionarios en el marco de la lucha de clases. La guerra sería justa, y por tanto justificable, porque se haría para liberar a las clases sociales explotadas y a los pueblos oprimidos por otros pueblos. Los criterios de decisión sobre la legitimidad de la guerra revolucionaria serían dos: “la priorización de los intereses y expectativas socioeconómicas de los de abajo, de las clases subalternas, y la valoración de la finalidad sociopolítica de las luchas de los pueblos oprimidos” (Fernández, 2008, p. 9). El colocar bombas, recreado narrativamente, implicaría no un acto de crueldad gratuita, sino un gesto liberador en la “búsqueda de mayor justicia colectiva y un empeño por acabar con las causas de la opresión” (Suñé, 2009, p. 175). Esto se corrobora líneas adelante:
El día que los indios bajen de las montañas armados será el acabose: entonces se cumplirá aquella profecía de Otto René9 a los traidores, que hablaba de ‘colgarlos en un árbol de rocío agudo/violento de cóleras del pueblo’, será la cólera desatada de cinco siglos de jodienda ... ¿Por qué no se incorpora a los indios a los vergazos10? (Morales, 2008, p. 72).
Esta clase de aparato discursivo funciona con base en la autoconcepción heroica. Se proclama que el sistema es injusto y que, en consecuencia, un puñado de hombres y mujeres está llamado a dar fin a esa situación a través del combate. Por medio de mecanismos retóricos se sitúa entonces a los revolucionarios en un escalón moral superior. Se invoca a lo que Ricoeur denomina “rebeldía justificada”: “Pero ¿qué sucede cuando la vida ética de un pueblo está corrompida en su esencia? ¿No se refugia la integridad de la vida ética misma precisamente en la conciencia de estos ‘rebeldes’, a los que ya no intimidan la mentira y el miedo?” (Ricoeur, 2006, p. 384).
No es este el lugar para discutir si los combatientes marxistas, en Latinoamérica y en el mundo, encarnaban o no esta “integridad”, pero lo constatable es la aceptación de este papel por parte de los propios revolucionarios. La lucha por las armas sería la única respuesta admisible en función de los atropellos del orden hegemónico, ejercido por los ricos, el Ejército y los Estados Unidos. Porque, desde su ética reivindicatoria, a la institucionalización de la injusticia social –también denominada violencia estructural o sistémica, violencia de la opresión, violencia vigilante, explotación, exclusión, marginación y desigualdad–, se debería o se podría responder con violencia revolucionaria (Suñé, 2009, p. 105, pp. 122-123).
La agresión no debería ser interpretada entonces como irracional, anómala, patológica ni ilógica, pues tendría un fin premeditado y metódico: vencer la resistencia de las fuerzas del orden capitalista, someterlas y dominarlas. Para ello se debería enfrentar a “los especialistas de la violencia de los Estados (la policía, el ejército)” que practican la agresión “para sostener su aparato de poder, en especial dirigidos contra el enemigo, por lo general, el disidente interno y el insurgente” (Suñé, 2009, pp. 134-138). De ahí la defensa de los actos revolucionarios con respecto a la violencia meramente criminal, a la que consensualmente se le condena (Suñé, 2009, p. 73).
Entre los diversos mecanismos de legitimación ética de la violencia revolucionaria se encuentra, por ejemplo, “la descalificación y/o el desprestigio del adversario u oponente”; a aquellos que son defensores del status quo se les “cosifica y construye una imagen estereotipada” (Suñé, 2009, pp. 73 y 76). Y de igual manera a los copartidarios se les humaniza y exculpa. Porque en la “palabra violencia hay implícita la connotación, la voluntad de expresar ... la (des)acreditación o la (des)calificación” (Suñé, 2009, p. 33), pero esto, por supuesto, es cierto siempre y cuando hablemos de la violencia del otro, porque existe una radical diferencia entre nuestra actitud ante la violencia ajena y ante la propia. Cuando de lo que se trata es de justificar una determinada praxis violenta, una de las principales estrategias será despojar a la violencia de esos atributos negativos mediante su atenuación o su negación (Suñé, 2009, p. 34).
Esta característica se observa precisamente en otros fragmentos de El ángel de la retaguardia. En uno de ellos un guerrillero urbano se dispone a morir en la azotea de un edificio, no sin antes causar el mayor número de bajas en los oponentes11. El personaje manifiesta una actitud resignada y desafiante en nombre del “amor inmenso del pueblo”, en tanto que en su monólogo interior califica de manera despectiva a los “uniformados”, cuyo dolor o muerte son referidos de forma somera y despectiva.
¡flaca-flaca-flaca!, tres nuevemilimetrazos, y ya se oye la bullona –qué partida de coyones–, les da miedo, estarán sacando a los heridos (o muertos) del piñazo que les piché y por eso gritan también, corro hecho pedo hacia el otro extremo y ¡pungún-pungún!, dos vergazos esta vez, esperarán que me asome en el medio, así que desde aquí mismo ¡fácate!, un solo huevazo pero esta vez dirigido a un hijueputa que me tenía calculado, cabal en el mero pecho, y ahí va de culo hacia el suelo: orita te alcanzo pendejo, no tengás pena (Morales, 2008, p. 134).
Se aprecia que los actos violentos representados narrativamente, que en otros casos quizás serían éticamente reprobables, se expresan con naturalidad y orgullo. Esto tiene consonancia con ciertas ideas de Suñé Domenech, para quien es innegable que la violencia revolucionaria también es brutal, insoportable y concreta, pero para quien, en una valoración ética, “es preferible el realismo de aquellos que reconocen la violencia como instrumento para la lucha política que se pretende, pues no disimulan lo concreto de la violencia, al idealismo de aquellos que la enmascaran con adjetivos lenitivos para ocultar su verdadera naturaleza” (Suñé, 2009, p. 187). Es decir, se registra la crudeza del acto, pero el fondo semántico –en este pasaje no sin una dosis de rebeldía romántica– se matiza con algún grado de exculpación. Bajo este mismo marco de referencia se sitúa otro personaje de El ángel de la retaguardia, que antes de narrar –mientras se recupera en un hospital de la Unión Soviética– cómo fue terriblemente torturado por las fuerzas estatales, recuerda algunas de sus peripecias también en primera persona12.
Así anduve tres años, para arriba y para abajo, operativo tras operativo, volando plomo en asaltos, recobres de carros (eso era lo que más me gustaba), secuestros y la chingada ... lo que sí te digo es que nomás me sienta bien de los nervios regreso a seguir volando pija y a quebrarme a esos pisados, no se me olvidan sus caras, manito (Morales, 2008, pp. 169-170, p. 183).
No se trata solo de una exaltación de los hechos de sangre, sino de un gesto cuya significación debe buscarse en la retórica insurgente. Los revolucionarios no se asumen a sí mismos como quebrantadores de la ley, sino como renovadores de la realidad y del mundo y, para ello, deben combatir contra los guardianes de un orden ilegítimo. La trasgresión de las leyes (robos, asesinatos, secuestros...) adquieren un sentido, dado que se plantean como actos ineludibles para la destrucción del capitalismo y la construcción de una nueva sociedad.
Perspectiva fáctica de un informe militar
Casi idéntico en implicaciones de sentido a los fragmentos anteriores, pero en orientación ideológica inversa, resulta el siguiente relato de un registro militar (1982) aparecido en el libro Guatemala en llamas (2008) de Gustavo Adolfo Díaz López, mayor del Ejército de Guatemala, veterano de la guerra. El texto se titula “Reporte de la patrulla de combate Xibalbá” y relata hechos reales acontecidos en enero de 1982, cuando una patrulla de comandos kaibiles de la Fuerza de Tarea Iximché se infiltra, disfrazándose de miembros del Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP), en uno de los campamentos enemigos ubicado en las inmediaciones de San José Poaquil. Se refiere en el mencionado texto que, como resultado de la infiltración, se eliminó a 25 combatientes y se capturó una cantidad considerable de armas, equipo, víveres, medicinas y documentación, sin que los kaibiles sufrieran bajas (Díaz, 2008, p. 185).
El texto se estructura en distintas secciones de carácter técnico (con referencias numéricas precisas). En una de sus primeras partes, se describe el perfil “político” del grupo insurgente anotando que sus ideas se basan “esencialmente en la lucha de clases (ricos y pobres) utilizada y transmitida a los jóvenes recién alzados”, a quienes logran motivar apoyándose “en el engaño en cuanto a la situación verdadera de nuestro país” (Díaz, 2008, p. 372). Se apunta que con esto se logra motivar a sus elementos y “logran mantener una muy buena moral”, la cual se sostiene “debido a que les ocultan sus derrotas tanto en el aspecto militar como el político, pero se sabe que existe desmoralización en la gente que les sirve de base de apoyo” (Díaz, 2008, p. 373). Y enseguida se anota: “BAJAS: 25 subversivos muertos”.
El documento, por su propio carácter fáctico, resulta en algunas partes frío, pero en otras genera un perceptible suspenso. Sobre todo resulta de gran carga psicológica la descripción de la puesta en contacto con las fuerzas guerrilleras, la convivencia con ellos por cuatro días y, tras fingir una actividad de entrenamiento, la ejecución de los combatientes engañados. Todo ello pese a que el relato supone ante todo una finalidad logística y jurídica, así como una circulación cerrada e institucional. Gustavo Adolfo Díaz inserta la narración como material de apoyo en un anexo de su libro:
Convivimos con ellos ... participando de todas sus actividades ... a medida que pasaba el tiempo nos empezó a invadir la desesperación, la incertidumbre, el temor a ser descubiertos, lo cual traería por tierra nuestros planes; el no cumplimiento de la misión e indudablemente que muchos de nosotros pagáramos con nuestras vidas la osadía de infiltrarnos en sus filas y el haberlos engañado. Los días y las noches eran más largos que nunca, nuestra atención [sic] nerviosa aumentaba pero sabíamos que en parte nuestro éxito dependía de la paciencia con que actuáramos y la calma con que enfrentáramos la situación (Díaz, 2008, pp. 374-375)13.
Gustavo Adolfo Díaz inserta la narración como material de apoyo en un anexo de su libro.
El redactor muestra impasibilidad, acorde con el perfil militar contrainsurgente, respecto a la enumeración de los civiles colaboradores y de los combatientes (muertos y vivos). Y expresa, de modo llamativo, alguna admiración por el compañerismo de los adversarios, de quienes afirma “todo lo comparten por igual”, agregando que con ellos, aunque el alimento era escaso, “comíamos al día dos tortillas con un poco de frijol y un vaso de agua o de café por tiempo” (Díaz, 2008, p. 376). Si bien más adelante anula toda posible empatía al narrar los hechos de fuego severamente. No hay aquí artificios decorativos ni preciosismo en la expresión: se enlista con sequedad el hecho en un texto que seguramente fue de uso posterior de la inteligencia estatal.
... luego de hablarles durante unos Dos (2) minutos, con mi fusil M16 en automático dirigí una ráfaga inicial a todos los guerrilleros armados. Inmediatamente después ... los soldados abrieron fuego todos con armas automáticas y en cuestión de Quince (15) segundos habíamos eliminado a once (11) combatientes de la escuadra ... y a Catorce (14) subversivos en fase de entrenamiento (Díaz, 2008, p. 375).
Se pone en marcha también la cosificación y la desacreditación del enemigo. Se apunta que a los guerrilleros se “les fomenta constantemente el odio ciego en contra del gobierno, sistema de vida y ciudadanos con cierta comodidad” (Díaz, 2008, p. 376). Se da gracias a Dios por no haber “ninguna baja que lamentar” (Díaz, 2008, p. 375). Y se expresan unas recomendaciones que, de modo autocrítico, proponen “el acercamiento e identificación con nuestro pueblo” para obtener la victoria. De modo implícito, pero evidente, se desliza la justificación ética del papel del Ejército.
no debemos pensar que sólo con golpear vamos a vencer y que después vendrán las acciones psicológicas para ganar a la población; la prioridad en este caso será más que la fuerza, inteligencia para saber cómo y en qué forma vamos a ganarnos el cariño de nuestro pueblo, su respeto, su admiración. Deben vencer nuestros principios para reconquistar la confianza de nuestra gente, de esta manera estaremos aislando a la guerrilla (Díaz, 2008, p. 376).
El redactor, como cierre, solicita una felicitación, un distintivo o una condecoración especial por el desempeño de la Patrulla Xibalbá en la comisión encomendada (Díaz, 2008, p. 377). Este informe, como he dicho, se encuentra en un anexo del libro Guatemala en llamas de Gustavo Adolfo Díaz López, el cual, como otros de la misma orientación, ofrecen la visión que del conflicto defienden el Ejército y la derecha guatemaltecas en general14. En estos testimonios, revisiones históricas y ensayos (de distinta extensión) se encuentra plasmada una perspectiva que despliega argumentos, valores y motivos opuestos a los de la izquierda revolucionaria. Para este bando en pugna los conceptos a defender eran la libertad económica y política del régimen capitalista (la propiedad privada y la democracia), así como la noción de patria, principios contra los cuales, desde su postura, conspiraban los comunistas con apoyo internacional de esta órbita. Distintos simpatizantes o representantes de la derecha manifiestan repetidamente haber tenido conciencia de las profundas desigualdades que constituyeron las verdaderas causas del conflicto, pero también manifiestan haber discrepado por completo con la imposición por las armas de un régimen socialista. Gustavo Adolfo Díaz López afirma que en los centros militares se sabía de los profundos avances de la ofensiva guerrillera, pero también había la convicción de que si importantes sectores de la población se involucraban, no era por razones ideológicas, “sino debido a sus precarias condiciones de vida y a la generalizada pobreza. Ante un cuadro de miseria como el que envolvía a la mayor parte de los guatemaltecos, el discurso guerrillero al menos ofrecía esperanza y posibilidades de cambio” (Díaz, 2008, p. 175).
Se produce entonces, ya desencadenada la contienda, la demonización mutua intrínseca a los conflictos de esta especie. Se da, en el ámbito del discurso, el choque entre los dos (o más) códigos éticos diferentes con base en los cuales se justifica el uso de la violencia propia y se descalifica la del contrario. En el caso del Ejército, por ejemplo, se invoca tradicionalmente a la valentía, a la entrega a la nación, al sentido del honor o a la lealtad con el cuerpo al que se pertenece. Se cultiva “un ethos propio, articulado alrededor de principios como la disposición a entregar la vida en aras del bien común [o] el coraje” (Papacchini, 2016, p. 6). De igual modo se elaboran razonamientos que, si bien asumen la responsabilidad de ciertos actos, y aun de faltas flagrantes, terminan por atribuir a los enemigos el haberles orillado a la propia actuación de un modo contundente.
Los crímenes de guerra eran una triste realidad y para imponer la ley, muchas veces las fuerzas de seguridad actuaron al margen de la misma, pero, igualmente, los miembros de los grupos insurgentes además de sus actos contra el orden constitucional, cometieron múltiples acciones ilegales y actos terroristas que innecesariamente hicieron sufrir al pueblo de Guatemala (Díaz, 2008, p. 17).
Hay conciencia entonces de que la propia actuación no resulta excusable éticamente, o al menos no su extremismo, pero se aduce que, en una guerra, tal precio a pagar es inevitable. Ana Luisa Turcios, por ejemplo, citada en Mario Mérida, tras invalidar los reclamos de la izquierda por los atropellos a los derechos humanos –pues para ella se trató de una guerra en toda la extensión del término–, respalda el papel de las fuerzas armadas: “Dice un sabio refrán: ‘El que con gusto se atreve a navegar, que no le tema al mar’.” (Ana Luisa Turcios citada por Mérida, 2014, p. 134)15. Es decir, se establece la lógica del tú o yo, matar o morir, del todo vale, que rompe con los edificios teóricos de la ius in bello o derecho en la guerra. Se defiende la idea de que, gracias a la propia actuación, se evitó la captura del Estado por parte de los comunistas y, por ende, la destrucción del sistema democrático (Mérida, 2014, p. 171). Se explica la postura de que los militares, en un ambiente de aislamiento y condena internacional en su contra, enfrentaron con heroísmo su papel, y asumieron su estatus y su territorialidad. “Los oficiales guatemaltecos ... luchábamos ... dispuestos a morir por Guatemala con la firme convicción de que nunca abandonaríamos nuestro país para ir a servir platos en los restaurantes de Miami.” (Díaz, 2008, p. 138) Se sostiene de tajo el uso de la propia ferocidad, porque fue la respuesta a las decisiones políticas de los adversarios16. “En esta situación, nadie tiene solvencia moral para lanzar la primera piedra, ni siquiera aquellos religiosos y gobiernos extranjeros que hoy se rasgan las vestiduras, pero ayer empujaban a los pueblos indígenas a involucrarse en el conflicto apoyando a los agresores marxistas.” (Díaz, 2008, p. 17).
Se produce entonces lo que Paul Ricoeur observa muchas veces como irresoluble cuando se trata de adjudicar una primera culpa o responsabilidad. Porque la tasación ética en estos casos resulta similar al fallo de un juez que atribuye lo que corresponde a cada una de las partes en litigio. Y se puede dar el caso de que se llegue a una “situación de enfrentamiento entre reivindicaciones opuestas” (Ricoeur, 2006, p. 98). Ricoeur apunta que el problema de la guerra es que a menudo la valoración deriva en un enredo de acciones que dificulta atribuir a un sujeto o a un ente en particular una serie determinada de acontecimientos, porque “la acción de cada uno (y su historia) está enredada no solamente en el transcurso físico de las cosas, sino en el transcurso social de la actividad humana. ¿Cómo distinguir, particularmente, en una acción de grupo, lo que corresponde a cada uno de los actores sociales?” (Ricoeur, 2006, p. 98). Como Frost anota, las partes en lucha se describen “a sí mismas como actores que actúan de forma justa frente al comportamiento injusto de la otra parte”. Cada uno de los involucrados intenta convencer “a sus seguidores y a los partidarios del ‘enemigo’ y a la comunidad internacional, de que la otra parte [desarrolla] una política inmoral y [usa] la violencia (hacer guerra) de manera injusta”. Cada uno pone la “conducta del otro bajo escrutinio en los términos de determinados criterios éticos, ampliamente compartidos” (Frost, 2005, p. 12). Es decir, se trata en realidad de lucha política en sentido estricto, con premisas éticas como principales ejes de prueba. El propósito consiste en ganar la argumentación y no sólo en obtener la victoria militar física (Frost, 2005, p. 13).
Dos cuentos sobre violencia política: la representación ficcional del horror
Un tanto diferentes a estos dos discursos claramente dicotómicos –ideológicamente hablando– resulta buena parte de la narrativa ficcional que, en alusión a lo ya expuesto, representa los abusos del terror estatal durante el conflicto guatemalteco. Se trata de un corpus amplio que –sea o no de autoría de militantes o simpatizantes de la guerrilla– retrata el fenómeno de la barbarie represiva. En estos casos comúnmente no se externa una defensa explícita de la lucha armada revolucionaria, sino que se subraya el despotismo gubernamental y las condiciones de pobreza y exclusión de la mayoría de la población del país; es decir, se manifiesta implícita o explícitamente cierta noción reivindicatoria de la causa justa. Es sabido que proporcionalmente la mayoría de la comunidad literaria, artística e intelectual en América Latina defiende en general posiciones ya sea liberales –en términos filosóficos o políticos– o más inclinadas a la izquierda –rupturista con los modelos económicos del capitalismo– en comparación con sus congéneres de derecha, ya sea liberales en lo económico o francamente autoritarios en lo político.
Esta condición se aprecia cuantitativamente en la producción propiamente ficcional alrededor del conflicto guatemalteco. Se trata de relatos –nos referimos a cuentos y novelas– que, cuando no manifiestan el mencionado cariz militante, concentran su energía en llevar a cabo una representación de los horrores de la guerra. Un tipo de textos que, desde la perspectiva de Werner Mackenbach, “son un lugar de lucha, no sólo por las presiones exteriores/contextuales que pesan sobre ellos, sino también y, principalmente, por los conflictos que rigen las relaciones intratextuales entre memoria, historia y literatura” (Mackenbach, 2014, p. 30). De manera similar a lo que se registra en los documentos de recuperación de la memoria histórica más reconocidos, visibles o citados17, esta narrativa discurre sobre los mecanismos de control físico, psicológico y poblacional que los distintos regímenes de gobierno desplegaron en el periodo. Hechos fácticos, así como motivos y anécdotas de dominio público, se concentran en un conjunto textual que, en palabras de Armando Rivera e Isabel Aguilar –refiriéndose en particular a la cuentística–, sintetizan prácticamente todas las manifestaciones de violencia “tipificadas dentro de los estudios sociológicos e históricos [sobre la guerra en Guatemala]: secuestro político, violencia ideológica, política de tierra arrasada, exilio, tortura, desapariciones forzosas, guerra de guerrillas, impunidad militar, asesinato, terror como política de Estado, duelo alterado, etc.” (Rivera y Aguilar, 1998, p. 14).
Haremos referencia ahora, como ejemplos de este extenso conjunto textual, a “Turbio el silencio” (1986) de Marco Antonio Flores y “El amenazado” (1987) de Dante Liano, dos cuentos de patente eficacia estética y reconocida autoría18. En “Turbio el silencio” la historia es la siguiente. Un hombre indígena (sin nombre propio que lo identifique) deja de hablar. Se describe su extraño comportamiento y, enseguida, se relata retrospectivamente la causa de ello. Los kaibiles entraron a su pueblo matando indiscriminadamente. Él huye con su mujer y sus hijos a la montaña. Cuatro familias –24 personas en total entre hombres, mujeres y niños– se establecen en un claro de la sierra por un tiempo indeterminado, aunque se infiere que por varios meses, ya que siembran y logran cosechar. Un día se oye un helicóptero y los kaibiles terminan con la represión tiempo antes comenzada: matan a la mayoría de los que huyeron, incluida su mujer y sus dos hijos. El personaje al parecer es reubicado en un campamento. Una noche, de modo inesperado, roba el machete a un soldado, le da muerte y también asesina –troza a filazos– a dos mujeres y a siete de los niños sobrevivientes. El personaje, que aparentemente ha perdido la cordura, huye, emite un alarido y camina con rumbo a la frontera.
“Turbio el silencio” aborda el tema de los desplazados indígenas producto de la guerra. Mucho se ha escrito sobre este duro fenómeno, desde el punto de vista testimonial y teórico. Baste sólo señalar aquí que bajo el esquema de “tierra arrasada” –en especial, a principios de los ochenta– se calcula que unas 400 aldeas fueron quemadas y sus habitantes masacrados, a veces con sesgos de sadismo. Se tiene registro de que en estas incursiones se violaba sistemáticamente a las mujeres, a veces por parte del Ejército y a veces por parte de pobladores organizados en las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC), para quienes, tal colaboración a menudo, era la única manera de salvar la propia vida, al quedar la población entre dos fuegos (Bataillon, 2008, p. 276) Se afirma que, de manera estratégica, no se buscaba aniquilar a las guerrillas como tales, sino enviar un mensaje contundente y letal a la población civil que le servía de apoyo. Este drama humano consolidó la recuperación del territorio por el Ejército y trasladó a la guerrilla la enorme tarea de responder en alguna medida a las necesidades de defensa y sobrevivencia de esa población (Arzobispado de Guatemala-III, 1998, p. 113). Después del ataque físico, se organizaba a la población sobreviviente para luego convertirla en colaboradora forzada del Ejército. Para ello “se crearon ‘aldeas estratégicas’ o campos de concentración, en donde se puso a vivir a los sobrevivientes aterrorizados ... A cambio, el Ejército daba a la población indígena comida, vivienda e ideologización” (Morales, s. f., pp. 100-101).
La huida colectiva –a la montaña o al exilio– fue una experiencia por demás recurrente. Se habla de dos fenómenos principales: el “desplazamiento colectivo y comunitario”, orientado a “lugares que no estuvieran bajo control del Estado”, y el “desplazamiento reactivo familiar”, de carácter temporal y hacia otra comunidad (Arzobispado de Guatemala-I, 1998). Se estima que, de manera aproximada, se produjo un millón de desplazados internos. Se calcula que unas 20 000 personas se organizaron en las CPR (Comunidades de Población en Resistencia), es decir, bajo una coordinación política, y que alrededor de 20 000 vivieron desplazadas –no necesariamente organizadas ni coordinadas– en la sierra, durante un periodo prolongado. Asimismo, “en ciertas zonas del altiplano más golpeadas por la política de tierra arrasada, en algunos momentos se produjo un desplazamiento de hasta el 80% de la población” (Cap. 4, apartado 2, Arzobispado de Guatemala-I, 1998).
Las familias se encontraron ante el dilema de huir para defender la vida, y a la vez pensar que si lo hacían el Ejército les señalaría efectivamente como parte de la guerrilla. Eso confrontó a las familias y comunidades con una paradoja en la que cualquier decisión que tomaran suponía una amenaza para su vida (Arzobispado de Guatemala-I, 1998).
En cuanto al tema que ocupa a este artículo, el principal énfasis en el nivel ético del cuento se ubica en el asunto de la proporcionalidad y de la fuerza mínima de la agresión. Al respecto, debe acotarse que una de las principales exigencias morales para el soldado combatiente –en los códigos internacionales de guerra– radica en no matar indiscriminadamente y, en específico, no matar civiles; un permiso restringido que se conoce como “principio de inmunidad de los no combatientes” (Lara, 2013, p. 80). Este principio hace referencia a la idea de la defensa propia: si el otro no tiene las intenciones o las posibilidades de matar, el soldado no debe ejecutarlo, porque eso no sería una acción bélica, sino un asesinato. De igual modo, se afirma que el grado de destrucción permitido en una operación militar debe evaluar la posibilidad de infligir el menor daño posible a civiles. Ello aun cuando se acepte que puede haber daños colaterales en ese sentido, aunque lo deseable sería que no existieran víctimas de este tipo (Lara, 2013, p. 96). Tales ideas persiguen la posibilidad de humanizar la guerra, lo cual se confronta con los métodos de la guerra total. Para los defensores de esta virtual humanización no se trata de establecer límites meramente funcionales o autoimpuestos, ya sea por conveniencia, por criterios de reciprocidad o por cálculos estratégicos, sino de determinar restricciones con base en principios éticos fuertes. Desafortunadamente, en estos terrenos, no resulta fácil trazar la línea divisoria entre fuerza y violencia entendido ello como el esbozo de un ideal regulatorio que contribuya “en algo a una de las tareas prioritarias de la cultura, que es la de ponerle diques morales a la pulsión destructiva” (Papacchini, 2016, p. 19).
En el caso guatemalteco la política de tierra arrasada constituye uno de los puntos nodales en la discusión relativa al resarcimiento por los daños y los atropellos a los derechos humanos durante el conflicto. Tal como aparece representado en “Turbio el silencio”, ni el personaje ni su mujer manifiestan una postura política (ni los niños, por supuesto). Los personajes únicamente desean escapar y no ser asesinados. Por tanto, el cuento señala la desproporción del ataque y el asesinato de civiles inocentes y desarmados por parte de las fuerzas estatales. Y como ocurre al entablarse estas disquisiciones, el otro bando, aunque a veces no lo asuma abiertamente, esgrime dos reductos frente a tales planteamientos. En algunas oportunidades niega el que haya existido una política de tierra arrasada como tal; es decir, de forma oficial. Y en otras se trasluce un tipo de justificación que no sólo aduce el Estado guatemalteco, sino otros regímenes en el mundo que han implementado métodos bélicos similares. Se arguye, por ejemplo –e insistimos, no exactamente los militares guatemaltecos– que si bien pueden no estar armados, muchos de los civiles , en realidad, influyen de modo decisivo en el desarrollo de la guerra y, además, pueden colaborar activamente con las fuerzas oponentes (Lara, 2013, p. 83).
Se objeta que con frecuencia es difícil señalar alguna distinción esencial entre las contribuciones de los civiles y las de los oponentes cuya función no es la de disparar. “A veces, incluso las contribuciones de aquellos pueden obstaculizar más seriamente que las de los soldados logísticos la actividad militar del enemigo” (Lara, 2013, p. 90). Por tanto, desde la propuesta de la defensa propia, el blanco de la agresión se extiende hacia algunos civiles a los que se considera amenaza pasiva. “Siendo así, serían una amenaza para mí no sólo las personas que se dedican a matar, sino también las que pueden obstruir una ruta de escape o las que conspiran con quienes van a matarme” (Lara, 2013, p. 90). La política contrainsurgente siguió esta línea de pensamiento: el famoso “quitar el agua (el apoyo popular) al pez (la guerrilla)”. Se sabía que los movimientos revolucionarios habían logrado penetrar políticamente en muchas zonas del territorio y el Ejército evaluaba tal información de manera minuciosa.
Había ... poblaciones que estaban comprometidas, por haber participado como colaboradores o como fuerzas irregulares locales ... en operaciones de propaganda armada, en emboscadas, en las que participaban como combatientes o como escudos humanos, haciendo porras y presión psicológica contra las tropas, hostigamientos, puestos de asalto en las carreteras, fabricación de trampas y explosivos, transporte de víveres, producción agrícola, etcétera (Díaz, 2008, p. 201).
Así, aunque el Ejército lo niegue o lo matice reiteradamente, existen incontables testimonios que hacen eco de actos que, en definitiva, sostienen la acusación de que en la guerra en Guatemala se llevaron a cabo prácticas de genocidio19. De cualquier modo, sea cual sea el calificativo que se dé a estas masacres, la discusión se centra en aspectos de predominante carácter ético. Porque si se aceptan como verdaderos, se advierte que en realidad no hay argumento moral posible para justificar sucesos de esta índole, sino solo justificaciones en el orden de la pragmática de la guerra. Desde la perspectiva del ejército, dichos actos se realizaron porque no había otra manera de obtener la victoria, dado que solo con medidas tan extremas se podía detener la implantación de la hegemonía revolucionaria. Si se discurre así, se cancela entonces la posibilidad de defender, al menos dentro de la corrección política o pública, las actuaciones represivas del Estado desde la ética. Seguramente por ello se intenta suavizar o contrarrestar las imputaciones –en particular, las referidas a la muerte de inocentes–, pues se sabe que constituyen una batalla discursiva perdida, o bien, como ya se ha anotado antes en este trabajo, se recurre en última instancia a la defensa de los propios actos en nombre de un objetivo moral mayor: proteger al país de la infiltración comunista, y se regresa a la pertinaz dinámica de la mutua recriminación.
En “El amenazado”, segundo ejemplo de este tipo de narrativa, la historia es la siguiente. Un periodista que se asume a sí mismo como liberal, pero no revolucionario, recibe una amenaza de muerte. Destrozan su auto y colocan un papel en el parabrisas: “La próxima vez vas a ser voz [sic], comunista hijo de puta” (Liano, 1998, p. 84). Se describe minuciosamente el estado psicológico del personaje y de su mujer la noche y el día siguientes a la amenaza, así como su angustia en los días posteriores. La trama se desarrolla en un entorno urbano, al parecer, la capital. El personaje decide no huir y se intenta convencer a sí mismo de que no debe perder el control. Por lo menos 15 días más tarde, ya que ha reparado su auto, mientras lo estaciona, recibe una bala en la cabeza, de un hombre que forma parte de un grupo que venía en otro automóvil.
El cuento aborda el tema de la represión que el Estado realizó en contra de integrantes de sectores de la oposición y, en algunos periodos, en contra incluso de sólo sospechosos de serlo. Este tema, aunque vinculado expresamente con las actuaciones de los regímenes militares y dictatoriales contrarrevolucionarios en toda América Latina, tiene características peculiares en Guatemala. A finales de los setenta y primeros años de los ochenta, se institucionalizó en el país una guerra psicológica extrema que ha sido calificada como la instauración de un terrorismo de Estado. “Más allá de la eliminación física, los objetivos de las acciones se ampliaron hasta incluir la creación de efectos inhibitorios en el conjunto de la sociedad” (CEH-III, 1999). Con esta estrategia se buscó aniquilar cualquier deseo, posibilidad o voluntad de transformación en la población y, en especial, se enviaba un mensaje a cualquiera que expresara cuestionamientos, reclamos o protestas al status quo.
Al actuar así se pretendía dejar claro que, con independencia de sus acciones e intenciones, el orden establecido era algo que no se podía cambiar y que cualquier intento orientado en ese sentido sólo podía implicar la muerte: ‘Se quería que la población sintiera la impotencia, la indefensión en la que se encontraba’ (CEH-III, 1999).
Sin duda, había muchos sindicalistas, intelectuales universitarios, militantes demócrata-cristianos o socialdemócratas –de centro o de centroizquierda– que eran partidarios del diálogo y de una ampliación negociada del sistema de gobierno. No obstante, “paso a paso, todo el campo del reformismo va siendo decapitado, y por tanto condenado al silencio” (Bataillon, 2008, pp. 263 y 267). Se afirma que esta instauración del terror fue una respuesta tajante a las luchas abiertas y legales. El fin del Ejército era amedrentar al conjunto de la sociedad civil y oponerse, si así fuera necesario, a los poderes reales, tales como empresarios o políticos (incluso los moderados) (Arzobispado de Guatemala-III, 1998, p. 340). Para muchos activistas, “no se presentaba otra alternativa que el exilio o la incorporación a la lucha armada” (Arzobispado de Guatemala-III, 1998, p. 127). La radicalidad que adquirió el ambiente social entre 1979 y 1981 no habría posibilitado otras opciones. “No había espacios para tercerismos, expresó el obispo Gerardi” (Arzobispado de Guatemala-III, 1998, p. 138).
Para Bataillon esta dinámica fue en realidad producto de las estrategias tanto del Estado como de las fuerzas insurgentes. Ambas partes buscaron crear una situación que se redujera a un cara a cara entre el terror militar y el terror revolucionario, circunstancia que finalmente resultó ser de lo más destructiva (Bataillon, 2008, p. 274). Para dicho autor “ese mano a mano presenta la particularidad de haber sido preparado con toda lucidez por los militares y por las guerrillas, que han puesto a las otras fuerzas en la disyuntiva de plegarse a la voluntad de uno de los dos contendientes armados o abandonar el escenario sociopolítico” (2008, p. 272). En la bipolarización numerosos individuos quedaron a la mitad de la línea de fuego, al no pertenecer o no simpatizar del todo con alguna de las dos partes predominantes en el conflicto. Esos sujetos fueron víctimas recurrentes del terror estatal “en contubernio con los mayores empresarios; y, por otro lado, se les echa fuera de un buen número de organizaciones sindicales que [efectivamente] van quedando bajo control de militantes vinculados a las guerrillas” (Bataillon, 2008, p. 263). Y tal estrategia genera sus resultados. El gobierno finalmente cosecha éxitos, al menos a corto plazo. “Porque, a despecho de las previsiones de la extrema izquierda, el terror militar no provoca una radicalización de la oposición, ni mucho menos; antes bien incita a los sobrevivientes al mutismo o a la huida” (Bataillon, 2008, pp. 268-269). Se genera más bien “el silencio de los sobrevivientes de la paulatina matanza cotidiana” (2008, pp. 270-271).
Las técnicas represivas se implementaron con una perversa sofisticación. Se publicaban en los periódicos, por ejemplo, listas de “condenados a muerte”, de igual modo se enviaba a los lugares de residencia o de trabajo misivas intimidatorias, o bien se hacían llamadas telefónicas a altas horas de la noche en las que
al amenazado le hacían saber que le tenían controlado en cada uno de los movimientos que hacía durante el día ... Todos estos recursos se vieron complementados con las fotografías y noticias que diariamente se publicaban de hallazgos de cadáveres brutalmente torturados o de hombres y mujeres que eran asesinados en las calles en el interior de automóviles, carreteras y campos de cultivos (Figueroa, 2011, pp. 39-40).
El terror del Estado se dejó sentir con peculiar fuerza –de manera explicable, dado su influyente papel– en contra de la prensa nacional. Todo tipo de presiones, de censura y de autocensura, así como intimidaciones y asesinatos, se dieron en el gremio periodístico. Mientras organizaciones de los medios de comunicación hacían reiteradas denuncias por la violencia recibida, “el gobierno señalaba a la prensa de hacer apología del accionar revolucionario, la acusaba de parcialismo y de presentar una imagen distorsionada de la realidad nacional” (Díaz, 2008, p. 143). En este contexto se desarrolla precisamente “El amenazado”, el cual narra la historia de este periodista que tiene la presunción de que, si bien ha hecho algunas apreciaciones, no tiene por qué temer, pues en realidad no es un izquierdista ni es un radical. No obstante, como ocurrió a tantos otros de sus connacionales con actitudes similares, se le califica de “comunista” y se procede a su eliminación.
Y empezó una represión que además era desconcertante. Porque asesinaban a gente que uno no entendía por qué. Yo recuerdo por ejemplo el asesinato del licenciado Julio Camey Herrera. El licenciado Julio Camey jugaba golf en el Mayan Club. Era un hombre próspero que efectivamente había tenido alguna participación en la Revolución de Octubre del 44 y en los gobiernos de Arévalo y Árbenz, pero era un hombre que estaba absolutamente en el marco del sistema, con un pensamiento progresista y lo que se quiera. Pero no representaba amenaza alguna (Gustavo Porras citado en Sandoval, 2007).
En este caso el cuento lleva a cabo, implícitamente, una acusación respecto al tercer criterio concerniente al derecho en la guerra, el de la discriminación, el cual postula que únicamente debe aplicarse la fuerza contra las personas que constituyen legítimos objetivos de ataque y, de igual modo, alude al primer criterio, el de la proporcionalidad en el uso de la fuerza. En ese sentido debe acotarse que los efectos consecuencia del terror como estrategia bélico-psicológica poseen distintas implicaciones en un plano moral. De nuevo, se vuelve prácticamente imposible esgrimir cualquier justificación ética cuando se ha reprimido o se ha matado a población no combatiente o no militante a veces sólo por no simpatizar con el régimen –aunque no se haya sido realmente opositor– o simplemente por haber emitido algún comentario crítico. La única justificación, de nuevo, sólo puede darse según criterios estratégicos y pragmáticos, pero toda argumentación resultará débil en un plano ético. Todo ello, cabe decirlo, a un alto costo de cara al conjunto de la sociedad.
Para Ricoeur en gran medida la ética tiene como propósito guiar a los miembros de una comunidad histórica para ejercer “su querer-vivir-juntos”, concepto que se opone a la “relación de dominación en la que se instala la violencia política, tanto la de los gobernantes como la de los gobernados” (Ricoeur, 2006, p. 233). Porque el mal de violencia para Ricoeur se localiza desde una forma suave del poder-sobre hasta progresivamente llegar a la tortura, forma extrema del abuso. “Las figuras del mal son innumerables, desde el simple uso de la amenaza, pasando por todos los grados de coacción, hasta el asesinato” (Ricoeur, 2006, p. 233). En ese sentido para Ricoeur el sufrimiento “no se define únicamente por el dolor físico, ni siquiera por el dolor mental, sino por la disminución, incluso la destrucción de la capacidad de obrar, de poder-hacer, sentida como un ataque a la integridad del sí” (Ricoeur, 2006, p. 198). La violencia se entiende entonces como la disminución o la destrucción del poder-hacer de otro. Al respecto la dinámica dictatorial, exacerbada en este caso por la lógica de la guerra, conduce a una ruptura extrema de la ética como eje de convivencia social. Se fractura la premisa del “querer-vivir-juntos” para transitar a otro nivel de la vida moral. Si se es militante, de cualquiera de los bandos, la disyuntiva es matar o morir. Pero si no se milita o no se apoya a alguno de los bandos, la única posibilidad de sobrevivir deviene en acatar la mayor inmovilidad posible y demostrar un ostensible silencio, esto con el propósito de no generar sospechas en ninguna dirección, o bien el exilio. Sin embargo, incluso guardando estas precauciones, es factible que cualquier individuo se vuelva blanco de ataque. Se cultiva una atmósfera de excepción en la que, salvo la huida, nada puede garantizar la propia integridad. Una circunstancia, la guerra, que desata los peores atropellos del ser humano porque, en definitiva, lo importante es eliminar o diezmar al otro – de forma individual o colectiva– y, en su caso, protegerse o escapar de modo constante. Se trata de periodos de la vida humana en los que la aplicación de la ética como guía de conducta se constriñe al que es semejante a mí en distintos aspectos, pero cuyo uso se omite o se tergiversa cuando el otro no es de mi bando o, como en este caso extremo, cuando el otro incluso es sospechoso de no serlo.
Consideraciones finales
En el presente artículo hemos establecido algunas ideas en torno a las posibilidades de una interpretación ética en relatos que abordan el conflicto bélico en Guatemala. Hemos mostrado cómo la guerra suscita cavilaciones de tipo particular en lo que concierne al seguimiento o la aplicación de principios éticos en su praxis. El ejercicio de interpretación sobre textos guatemaltecos (ya sean ficcionales o fácticos) con esta temática nos ha conducido a reflexionar sobre la propia naturaleza de las conflagraciones humanas. Sucede que en gran medida quien interpreta se ve implicado en las dicotomías discursivas inherentes a estas prácticas. En la narrativa sobre conflictos bélicos el carácter polarizador permanece y se impone. Se observa que los discursos y los contradiscursos funcionan bajo el peso de la mutua desconfianza. Porque en el fondo lo que se juega es el juicio sobre la legitimidad de la violencia política. Y esta es una cuestión por demás difícil. Porque “quien ejerce el monopolio de la significación válida de la violencia tiene también el monopolio de los argumentos de justificación o de condena que se presentan como válidos. [Por ello] es necesario no olvidarnos de las relaciones de poder que se esconden detrás de ellos” (Suñé, 2009: 64).
Así, hemos mostrado que en estos textos –narrativos o no– quien emite los mensajes intenta convencer a quien lee de que la violencia ejercida fue legítima o no, o bien de que determinada actuación resulta condenable o no. Porque en el debate se “aspira a ser el amo de la significación de la violencia” (Suñé, 2009, p. 260). Somos conscientes de que las aproximaciones académicas no logran escapar, en ese sentido, al antagonismo de las distintas reivindicaciones. Las posturas del lector o del crítico, por ejemplo, llegan a ser calificadas como hegemónicas o contrahegemónicas en función de su posicionamiento personal. Pero es precisamente en el terreno de los discursos donde se juegan las batallas por la memoria y por la verdad histórica, por lo cual resulta necesario e inaplazable reflexionar sobre estos asuntos que atañen no sólo a un sector, una comunidad o un país, sino a la humanidad en su conjunto y en su compleja condición.
En cuanto a los relatos sobre violencia política en Guatemala externaremos algunas ideas conclusivas. El conflicto armado en dicho país posee repercusiones que indudablemente alcanzan a nuestro tiempo. Hoy en día se libra ante todo una batalla por la memoria que se desarrolla en dos planos principales. El primero incumbe al terreno jurídico, cuyos procedimientos responden a cierto tipo de hechos y a ciertos formatos de argumentación; se trata de la búsqueda, en distintas instancias nacionales e internacionales, de resarcir por la vía legal los daños de la guerra y, en su caso, adjudicar castigos a los responsables o culpables, de cualquiera de los bandos. Este es un ámbito que rebasa los límites de este artículo. El segundo plano corresponde al alcance ético e histórico de los hechos. Es en este segundo plano donde se ubica la relevancia de la narrativa sobre violencia política, ello sea cual sea la perspectiva del emisor o del intérprete del mensaje. Para los sectores de la izquierda, por ejemplo, la batalla por la memoria implica ante todo subrayar el carácter desmedido de la actuación del Ejército, así como la injusticia en la aniquilación de amplios sectores poblacionales, principalmente en lo que se refiere a los indígenas –en lo que se llega a calificar como genocidio–, pero también en lo que atañe a los sectores urbanos opositores, intelectuales, críticos o simplemente no alineados a la derecha. Se descalifica en su globalidad, precisamente desde una postura ética, la implantación del terror físico y psicológico por parte del Estado.
No obstante, con todo, desde esta perspectiva persiste cierta idea –matizada o franca– de que la guerra, pese a lo que pueda afirmarse acerca de otras posibles rutas de actuación, fue inevitable y se desató por una causa justa. Para los sectores de la derecha, en cambio, se responde en gran medida mediante la minimización o la ocultación de buena parte de la gravedad de los acontecimientos, pero sobre todo se procede a culpabilizar a los dirigentes revolucionarios por el rumbo que siguió el país; se acusa a la dirigencia revolucionaria, desde esta posición, por haber involucrado a los indígenas en una lucha que, en principio, no era suya, sino proveniente de grupos mestizos –principalmente capitalinos con formación político-filosófica–, y por otro lado se señala que hubo ineptitud de los guerrilleros en la protección de sus simpatizantes y bases de apoyo.
En consonancia con lo anterior, se subraya que los cuatro relatos abordados en este trabajo –uno de ellos desde una perspectiva fáctica (el informe militar) y los otros tres desde la ficción (novela y cuento)– establecen ejes axiológicos en el curso de su representación verbal. Y se advierte en realidad que todos los textos aquí citados o comentados –sean narrativos o argumentativos– poseen poderosos polos éticos, más allá de su origen genérico o disciplinario. Porque tanto la ficción, la historia y la ensayística no sólo representan, registran o enfocan la realidad, sino que la califican y la juzgan. De ahí la pertinencia de un ejercicio de refiguración cruzada –en términos de Paul Ricoeur– como el que se ha propuesto. Ello en correspondencia con Werner Mackenbach, que apunta: “Son entonces estas tres instancias –memoria, historia y literatura (ficción)– y las relaciones entre pasado, memoria y futuro cuyo carácter conflictivo, contradictorio y a veces violento configura y determina los desafíos y límites de los trabajos y narrativas de la memoria y tienen fuertes repercusiones genéricas en los textos mismos, convirtiéndolos en campos de conflicto.” (Mackenbach, 2014, p. 16) El producto de tales dinámicas desemboca fundamentalmente en las batallas por la memoria que, insistimos, se desarrolla en un plano ético-histórico y cuya consecuencia principal consiste en la configuración de las distintas perspectivas que se intenta implantar, para las generaciones futuras, respecto a la versión predominante de los hechos. Una tarea que, en efecto, se encuentra viva y en marcha.
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Notas
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