Resumen: Esta comunicación es una aproximación al tema de vida conventual femenina novohispana, particularmente de la orden dominica de mujeres y la arquitectura, a partir del ejemplo de una celda particular. Existieron dos categorías en los conventos de monjas novohispanas, los de descalzas y los de calzadas; en las primeras era una vida de austeridad, en comunidad se realizaban varias actividades como rezar, comer y dormir; mientras que en los de calzadas algunas religiosas tenían la posibilidad de hacer sus actividades de manera privada o en la también llamada “vida particular”, en una celda o casa construida por sus padres o familiares intramuros; como sucedió en el convento de monjas dominicas de Nuestra Señora de la Salud de Pátzcuaro con la celda de la religiosa michoacana que nos ocupa. María Anna de Pimentel, –ya profesa y se nombró Ana María de Nuestra Señora de la Salud– fue hija del acaudalado comerciante José Andrés de Pimentel, quien le fabricó una celda al interior del convento a manera de réplica de la casa paterna.
Palabras clave:MichoacánMichoacán, vida común vida común, vida particular vida particular, siglo XVIII siglo XVIII.
Abstract: This communication is an approximation to the theme of conventual feminine life in New Spain, particularly of the Dominican's women order and its architecture, from the example of a particular cell. There existed two categories in the convents of New Spain, those in “poor female orders” and the ones in “wealthy female orders”; In those of the first category, they observed a life of austerity, carrying out various activities in community, including praying, eating and sleeping; While in the second category “wealthy female orders”, some religious had the possibility of doing their own activities privately, in the also called “private life”, in a cell or house built by their parents or relatives inside the same convent in an intramural construction; An instance of this is the Dominican's convent of Our Health Madame of Pátzcuaro, particularly the cell of the Michoacán Nun we are focused on: Maria Anna de Pimentel. Once Maria Anna de Pimentel got professed, she adquired the name of "Ana María de Nuestra Señora de la Salud". She was the daughter of a wealthy merchant named José Andrés de Pimentel, who made her a cell inside the convent as a replica of her paternal house.
Keywords: Michoacan, common life, private life, 18th century.
Una celda particular del convento de monjas dominicas de Pátzcuaro, México
A private cell of the convent of Dominican nuns in Patzcuaro, Mexico

Recepción: 21 Agosto 2017
Aprobación: 05 Abril 2018
La vida conventual femenina en la Nueva España constituye uno de los fenómenos más complejos e interesantes, en donde se observan algunos aspectos destacados de la vida cotidiana en una esfera particular que fueron los conventos de monjas.
El caso de la celda de María Anna de Pimentel ha sido mencionado en otros textos de manera sucinta, pero se considera que tanto la relevancia tema, como los recursos documentales existentes dan otra posibilidad de abonar a la discusión y acrecentar el conocimiento de los espacios arquitectónicos intramuros del conjunto conventual novohispano de monjas dominicas en Pátzcuaro.
El objetivo principal es identificar una de las celdas de vida particular dentro del convento, realizada en el siglo XVIII, y referir la semejanza que existe con la casa de José Andrés de Pimentel, padre de una de las religiosas de este lugar.
Además de corroborar la existencia y materialidad del espacio arquitectónico, motivo de este texto, se destaca una religiosa que seguramente vivió acompañada por personas de su servicio y realizó de manera privada las actividades que muchas de sus compañeras realizaban en el coro, refectorio, sala de labor y dormitorio común. La mayoría de las mozas, que trabajaban para las religiosas, llegaban con ellas al momento de su ingreso al convento y vivían en el mismo conjunto habitacional, aunque hubo algunas que ingresaron en otro momento, cuando los padres de las religiosas lo solicitaban (Salazar, 2005), o incluso cuando las religiosas lo necesitaban debido al excesivo trabajo que se tenía que realizar; por ejemplo, en 1775 la priora del convento de Nuestra Señora de la Salud de Pátzcuaro, solicitó al obispo que les permitiera un grupo mayor de mozas para que se ocuparan de barrer, arreglar el convento y encender las luces, pues el conjunto conventual tenía algunas cuestas y callejones que representaban un riesgo (AHCM, Dominicas, caja 263, exp. 94).
Existen numerosos trabajos que abordan diferentes temas de la vida al interior de los conventos; que se han ocupado de la historia de las fundaciones religiosas, el tipo de promotores, gestores y benefactores; dichos trabajos fueron iniciados por Josefina Muriel (1995) y continuados por una serie de investigadores que hoy en día son referentes en el tema como Manuel Ramos Medina y Concepción (Amerlinck, 1995) o Nuria Salazar (1990), por mencionar algunos.
Existen investigaciones que se encargan de los detalles más cercanos a la vida de las religiosas y sus oficios, destacando aspectos importantes como la escritura de las cronistas y religiosas que dejaron testimonio de lo sucedido en sus monasterios (Lavrin, 2002).
La arquitectura de los conjuntos religiosos de las órdenes femeninas tuvo en Francisco de la Maza, uno de los primeros estudiosos, su obra Arquitectura de los coros de monjas en México, cuya primera edición data de 1956 (De la Maza, 1983), fue un primer acercamiento al espacio arquitectónico, y con gran acierto trabajó no solamente el espacio como contenedor, sino su contenido que fueron las actividades de la vida conventual. De la Maza destacó el papel fundamental que tuvieron los coros en la vida de las monjas: rezaban, cantaban, profesaban y eran sepultadas al morir. Actualmente se observa un creciente interés en vincular el estudio de la arquitectura al usuario del espacio, extrapolando la visión tradicional de revisar exclusivamente aspectos constructivos y estéticos (Salazar et al., 2011).
En lo referente a la vida conventual existieron dos categorías de conventos de monjas, los de descalzas y los de calzadas, cada uno de ellos tenían dos maneras diferentes de vida intramuros; los de religiosas descalzas observaban vida en comunidad de manera total, mientras que las calzadas podían tener vida en común, pero algunas de ellas, las que tenían la posibilidad de construir una celda al interior del convento, observaban vida particular y fue el caso que nos ocupa en este trabajo, la orden dominica a la que perteneció el convento de Pátzcuaro tuvo los dos tipos de vida: común y particular.
Con relación a la construcción de conventos o de espacios al interior de los conventos, Josefina Muriel editó una investigación, realizada por Alicia Grobet, donde se da cuenta de esta actividad edificatoria y la materialización de una celda intramuros (Muriel, 1969).
El trabajo se fundamenta en la consulta de fuentes bibliográficas, impresos y manuscritos históricos del siglo XVIII; y de la observación directa del sitio. Los manuscritos fueron localizados en el Archivo Histórico Casa de Morelos de Morelia, donde recibieron una nueva clasificación diferente a la que tuvieron cuando fueron parte de los documentos del Obispado de Michoacán en la época virreinal. Temporalmente son de la segunda mitad del siglo XVII (1670 y 1690); otros dos expedientes son del siglo XVIII, (1705 y 1775); se paleografiaron y se interpretó la información, misma que forma parte de este texto.
La observación directa de los conjuntos urbano-arquitectónicos fue parte fundamental para reconocer algunos aspectos de su materialidad, principalmente en la casa patzcuarense y la celda particular del convento de dominicas.
Tomando como referencia a Josefina Muriel, las fundaciones hechas por la orden dominica de mujeres en la Nueva España fueron establecidas en las ciudades de Oaxaca, Puebla, Guadalajara, Morelia, México y Pátzcuaro.
Al analizar las ciudades sedes de conventos de monjas se advierte que fueron importantes, casi todas ciudades capitales, lo que refuerza la idea de Rosalva Loreto cuando refiere que la existencia de este tipo de fundaciones fueron un fenómeno netamente urbano, erigidos principalmente en núcleos urbanos consolidados, por lo tanto la categoría de una ciudad se podía determinar por la cantidad y el tipo de órdenes religiosas que tenía (Loreto, 2000:15).

Los conventos fueron ordenados cronológicamente según la fecha de su fundación; en el caso de los conventos de Santa Catalina de Siena y Santa Rosa, presentan dos fechas porque primero fueron beaterios y de ahí evolucionaron a conventos.
Es difícil establecer la importancia de un convento con respecto a los demás de su orden; por ejemplo, el convento de Santa Catalina de Oaxaca fue el primero de la orden de monjas dominicas en la Nueva España en fundarse, en 1568, pero llama la atención que no tuvo ni una rama, quizás la posición geográfica pudo ser un factor que no permitió que fructificara.
El de la ciudad de México, fundado bajo la advocación de Santa Catalina de Siena, tampoco tuvo un filial de la orden dominica de mujeres, ahí seguramente pesó en demasía la existencia de muchas fundaciones femeninas, pues se materializaron más de veinte (Amerlink, 1995).
Como se observar en la tabla 1, fueron nueve los conventos de la orden dominica de mujeres en la Nueva España; pero para este trabajo se hace referencia solamente a tres; el de Santa Catalina de Siena de la ciudad de Puebla, el de Santa Catalina de Siena de la antigua ciudad de Valladolid y el de Nuestra Señora de la Salud de la ciudad de Pátzcuaro, debido a que estos tres constituyen una línea en la orden, es decir, que el de Puebla fue el origen, y de ahí salieron las religiosas a fundar el de la antigua ciudad de Valladolid, de donde salieron las fundadoras del convento de Pátzcuaro, por lo que se supone que conservan algunas características en común, partiendo del conocimiento que los tres son de monjas calzadas; por lo tanto, en ellos se fabricaron algunas celdas en las que se observó vida particular.
Los conventos de monjas calzadas tuvieron una vida con más relajación que las recoletas y descalzas, por tanto la celda donde observar vida particular fue una opción que no desaprovecharon las que pudieron.
El término celda proviene del latín cella, f., “pieza central de un templo”. En lo arquitectónico es el cuarto o estancia de reducidas dimensiones (García, 1968: 77). Aunque la connotación que mayormente se le da al término celda, es el espacio donde una religiosa observaba la vida particular, en realidad una celda podía ser un espacio para otros usos. Carlos Borromeo en la obra Instrucciones de la fábrica y del ajuar eclesiásticos, cuando trata lo relacionado con los lugares de un monasterio de religiosas incluye en la lista la “Celda interior y exterior para la conversación”, lo que significa que utiliza el término para referirse al locutorio (2010: 92).
La Regla y las constituciones de las monjas de Santa Catarina de Siena y Santa Inés de Puebla, particularmente la edición de 1773 estableció que “…ni que tengan las Celdas ò Dormitorios Alfombras, Cogines, ni otro aderezo de Celda que no sea lo más pobre, sin dar lugar à que se introduzca ni el reglo, ni la vanidad, que es muy agena de las Esposas del Señor... [sic]” (Regla, 1773: 28).
En la misma edición de la Regla se estableció que las celdas para habitación de las novicias, no son las que se encuentran esparcidas por el convento, sino que se trata de unos cuartos y celdillas separadas y pequeñas que deberá haber dentro del noviciado, las cuales podrán usar para leer, orar o hacer labor de manos de una manera más íntima, atendiendo a la obediencia que le debían a sus maestras (Regla, 1773: 158-159).
Hay que advertir que estas medidas de austeridad corresponden a lo dispuesto por el cardenal Lorenzana en su visión reformadora de la religión católica, principalmente en la manera en que debía observarse la disciplina, estas ideas quedaron plasmadas en las Reglas conocidas y usadas en este trabajo, particularmente la de 1773, pues al inicio de la misma se encuentra la nota del obispo de Puebla Francisco Fabián y Fuero, dirigida a todos conventos de religiosas calzadas del obispado de Puebla, donde argumentaba el por qué se debía volver a la vida común (Regla, 1773:09).
El convento de religiosas dominicas de Puebla, fue destruido a partir de las Leyes de Reforma por lo que hacer observación directa de los espacios es prácticamente imposible, pero gracias a la información documental y el trabajo de algunos investigadores se puede afirmar que fueron monjas calzadas y que observaron vida particular.
En este convento se pagaba dote como requisito para profesar como religiosa de velo ya fuera blanco o negro; y en algunos casos los padres o familiares costearon la construcción de sus celdas para que tuvieran su propio espacio dentro de la clausura dominica (Amerlinck, 1995: 155).
La conformación de la vida particular fue una relajación que se tomaron las religiosas que pudieron, pues la clausura significaba hasta cierto punto la pérdida de la libertad, a partir de su profesión desarrollarían su vida encerradas en un conjunto arquitectónico, delimitado por un muro que las separaba del “siglo”, es decir, de la vida en sociedad, particularmente sin formar parte de alguna orden religiosa.
La construcción de las celdas particulares en el convento de monjas dominicas de Santa Catalina de Siena de la antigua ciudad de Valladolid fue una actividad que seguramente se realizó de manera constante; una de las primeras referencias de que se tiene cuenta es del año de 1690, cuando se otorgó licencia a una religiosa del convento de Santa Catalina de Siena para la reedificación de algunos cuartos para su vivienda (AHCM, Catarinas, caja 16, exp. 61).
La referencia menciona que se trata de una reedificación, es decir, que es posible que ella hubiera comenzado la obra y por algún motivo la suspendió o que retomó un espacio existente y lo reedificó a su manera.
A principios del siglo XVIII la religiosa María de San Diego, solicitó a las autoridades religiosas para vender unas casas que heredó de sus padres, pues pretendía con el dinero producto de la venta, construir una celda al interior del convento (AHCM, Catarinas, caja 215, exp. 12).
Estas referencias muestran la posibilidad que tenían algunas religiosas de construir su propio espacio intramuros, pese a que en 1670 se había dado un auto[1] para que las religiosas comieran en comunidad (AHCM, Catarinas, caja 15, exp. 34).
El convento de Nuestra Señora de la Salud de la ciudad de Pátzcuaro fue una rama del convento de monjas dominicas de la antigua ciudad de Valladolid de Michoacán, de donde naturalmente salieron las religiosas que ocuparon los cargos principales.
La fundación patzcuarense se gestó por iniciativa del cura beneficiado Joseph Antonio Eugenio Ponce de León, quien fue el encargado de tramitar la fundación. El proceso de fundación fue rápido y efectivo, lo que permite suponer que para cuando Ponce de León comenzó los trámites lo más lógico es suponer que el gestor ya tenía pactado con las autoridades civiles de la ciudad, particularmente con el Ayuntamiento quienes más tarde sería nombrados patronos permanentes del convento.
El acto fundacional se realizó el día 12 de octubre de 1747 y a partir del comienzo de las actividades intramuros se instituyó la vida común, se supone que las religiosas que ingresarían lo harían para realizar las actividades en comunidad, pues un convento de monjas estaba conformado por un grupo de mujeres que vivían juntas acatando la Regla y las Constituciones de su fundador y de la orden religiosa de la cual formaban parte.
Las actividades de la vida cotidiana se realizaban bajo la coordinación de las religiosas que eran elegidas en capítulo cada tres años (y reiteradas en capítulo intermedio) a través de votos escritos y secretos, en un acto supervisado por el prelado o vicario (Regla, 1773:130-131), los cargos eran asignados en ese acto; para el convento de Pátzcuaro se presenta la tabla 2 con la información del capítulo intermedio celebrado el 9 de marzo de 1787.

En el cuadro antecedente se muestra el oficio, el espacio donde se realizaba la actividad y el nombre de la religiosa encargada de esa empresa; por ejemplo, las que se encargaban del gobierno como el caso de la priora, la subpriora, la procuradora y la provisora; las encargadas de la vigilancia eran las porteras, torneras y celadoras. Una de las actividades fundamentales en el convento era el rezo y el canto en el coro, recordemos que las monjas que profesaban de velo negro y coro, era porque dedicaban su vida al rezo en el coro. Las que se encargaban del canto eran la vicaria del coro, la subcantora y la corista; mientras que las encargadas de la música eran varias religiosas que tenía la habilidad de tocar algún instrumento, como el órgano o el violón; en el convento de Pátzcuaro hubo varias novicias que profesaron como “músicas” lo que les permitió no pagar la dote que generalmente era de tres mil pesos.
La enfermería resultaba fundamental y ocupaba un espacio jerárquico, en la elección del mencionado año de 1787, fueron tres las religiosas encargadas; con relación a la cocina y refectorio que era lugares donde se congregaba toda la comunidad, no se encontraron monjas elegidas en este momento, pero sí se menciona que sor Anna María de Santa Gertrudis resultó electa para el cargo de panadera.
El total de las actividades de la vida conventual fueron muchas y muy variadas, pero las fundamentales eran en las que se requería de la participación de toda la comunidad y que básicamente eran: rezar y cantar en el coro, comer en el refectorio y dormir un espacio colectivo; éstas eran las que definían la vida común.
La Regla que observaron los conventos de Santa Catarina y Santa Inés de la ciudad de Puebla y que se supone fue de los instrumentos que se usaron en el Convento de Pátzcuaro, indica la manera en que se debían de realizar las actividades a lo largo de un día de vida cotidiana el cual comenzaba a las 4:00 am. con el rezo de la Prima, a las 6:00 era la Tercia, a las 8:00 am la Sexta y Nona, seguido de varias actividades hasta que a las 21:00 h. que se rezaba Maitines, posteriormente seguía el descanso en sus celdas para continuar al día siguiente con la misma rutina (Tabla 3).

En documentos manuscritos e impresos históricos sobre el convento, especialmente en algunos del siglo XVIII se encuentra registrada información que da cuenta de la existencia de algunas celdas particulares en el convento patzcuarense; por ejemplo, el caso de la religiosa Josepha Petra Juana Nepomuceno de Señor San Miguel (figura 1), quien profesó el 17 de abril de 1757 y en el “siglo” se llamó Petra Arrambide. Ella fue una religiosa joven, pero importante en el convento, a su muerte el gestor del convento Joseph Antonio Eugenio Ponce de León escribió una carta a las religiosas en la que menciona varios aspectos y datos de esta religiosa.
Menciona que Josepha Petra Juana era muy humilde y desapegada a los bienes materiales, ella “…solo pensaba en humillarse con tanto desapego, que labrándole una curiosa celda decía, que más quería quedarse en el noviciado, en donde todo era común” (Ponze, 1758).
Este documento de Ponce de León es un testimonio que permite saber de la existencia de una celda edificada o en proceso de construcción para esta religiosa que vivió muy poco en el convento, pues apenas tenía algunos meses de profesión cuando enfermó y falleció. La información de este caso también muestra que algunas religiosas que vivieron en espacios particulares, no fue solamente por qué ellas lo desearan, pudo ser más una iniciativa de sus familias o quizás hasta del mismo convento.

Otro caso de la construcción de celdas para la observación de la vida particular, se encuentra referido en un testimonio del mayordomo y administrador de los bienes del convento de Pátzcuaro, José Antonio de Beingoechea, quien el 23 de agosto de 1775 refiere el gasto realizado “en la fábrica de las celdas de mis hijas las religiosas compra de varios solares para ello” (AHCM, Dominicas, caja 264, exp. 99), y en algunos otros gastos que sumaron la cantidad de cuarenta y cinco mil pesos, los mismos que quedaron registrados en una memoria (Torres, 2013: 135-136).
La información de Beingoechea permite advertir que había venta de solares dentro del conjunto conventual femenino, lo que significaba que los padres o familiares de algunas religiosas pudieran adquirirlos y fabricar para sus hijas una celda de acuerdo con sus posibilidades y gustos; pues, el hecho de que fuera una obra costeada por particulares, entraba en un doble discurso: por un lado debía ser propiedad del convento, pues debido a la Regla de las religiosas dominicas no se permitía la propiedad particular; pero, a la vez era una obra que tenía la libertad de construcción, pues estaba siendo edificada con dinero de los familiares de la religiosa, más no de la comunidad dominica.
El caso de la celda de María Anna Pimentel es singular, puesto que no se conocen o no se han investigado más casos donde la celda de una monja haya sido edificada tomando como modelo la casa paterna.
Los padres de María Anna fueron José Andrés de Pimentel y Sotomayor y María Ana de Murga. El señor Pimentel era inmigrante español, originario de Sevilla, llegó a tierras americanas en 1727 y dedicó su tiempo a hacer negocios y una de las ciudades que mayormente frecuentó fue Pátzcuaro, en la cual fijó su residencia en 1737 y el 15 de julio contrajo matrimonio con María Ana de Murga, quien era hija del regidor Francisco de Murga (Silva, 2005: 137).
En 1737 compró una casa que perteneció a don Antonio de Cabrera, la que se ubicaba en el extremo oriente de la Plaza mayor de la ciudad de Pátzcuaro, valuada por el alarife Juan de los Santos en 6000 pesos.
La casa al avalúo estaba en las condiciones siguientes:
[…] se compone de una tienda, trastienda, dos cuartos de escriptorio en el zaguán; y en el patio otro aposento y una cocina, y con una pila de agua corriente, y en el interior una bodega y un corralito; con los altos de que asimismo es compuesta, y los compone un corredor cercado de madera, techado, enladrillado, bien acondicionado, una sala principal y dos chicas que caen a otro corral grande que se comunica con puerta falsa a la calle del Santuario de Nuestra Señora de la Salud; y linda por el sur con casas del Regidor Don Tomás de Udizibar, y con la del Regidor Don Francisco de Murga, y por el norte con casas del maestro de cirujano Don Matías Ruíz de Gaona, y por el oriente con la huerta de la casa que posee dicho don Matías y otros vecinos, y por el poniente con la dicha Plaza Real (Silva, 2005: 137).
Pero la casa en estas condiciones no estaba acorde al nivel y prestigio del señor Pimentel, por lo que optó por demoler la casa y levantar una nueva que quedó de la siguiente manera:
Está compuesta de altos y bajos, con frente de portales y piedra de sillería, techos de vigas y tablas y sobretechos de teja, bien repartida y adornada de escalera y corredores espaciosos, salas, aposentos, tienda, bodegas y otras oficinas, todas de fábrica nueva […] con una pila de agua mercenada en corriente […] [la casa] es la más valiosa que hay en esta ciudad (Silva, 2005: 140).
La casa nueva debió ser reconstruida en los años siguientes a la compra, y el aspecto que tuvo es en gran medida el que conserva (figura 3).

Del matrimonio Pimentel-Murga, nacieron los hijos: Pedro, José María, Ana María y María Ana, esta última decidió ser religiosa en el convento de Nuestra Señora de la Salud al cual ingresó al noviciado en 1753, donde permaneció el año que dicta la Regla y las Constituciones y pagó los 150 pesos que se acostumbraban por “el piso”.
La señorita Pimentel no profesó de manera inmediata como era común, después del noviciado regresó a su casa paterna, que para estas fechas seguramente estaba recién terminada de construir, permaneció fuera del monasterio por tres años y regresó en enero de 1756 para profesar tomando el nombre de Ana María de Nuestra Señora de la Salud.
En el periodo de la conclusión del noviciado y la profesión, es posible que se haya construido la celda particular, es decir, que esos tres años fueron empleados para edificar intramuros del convento de monjas la celda donde se observaría vida particular y que se conserva a día de hoy. Según una cronista de la orden, el padre de la religiosa mandó edificarle intramuros “una celda o casa conventual en toda forma con piezas, patio, baños y labrados de cantera en arcos, contraminos y puertas, enteramente como era su casa paterna”[2](Silva, 2005:140-141).
No se trató de una celda de pequeñas dimensiones, sino de una casa habitación en todo sentido, con un patio central y los diferentes espacios alrededor de los corredores, en los cuales destaca un baño singular con tina de piedra (figura 4) y en la planta alta se encuentra la puerta de acceso a lo que se supone fue la capilla particular (Ramírez, 1986), pues en las dovelas del arco tiene escrito con cincel sobre la piedra “AUE MARIA”.
En cuanto a las características físicas de los inmuebles es posible percatarse que tanto el patio de la casa del señor Pimentel y el claustro de la celda de su hija Ana María son muy parecidos, las columnas de ambas arcadas son casi iguales, y como refería la cronista, la celda de la monja era una réplica de la casa paterna.
Si se toma en cuenta que la casa del señor Pimentel se edificó en los años cincuenta del siglo XVIII y la celda de su hija se supone que fue terminada en 1756 para cuando profesó, es muy probable que ambas obras arquitectónicas sean del mismo constructor; a ello también se debe la semejanza, tal como lo afirmó Toussaint “…son los mismo capiteles, la misma forma de arranque de los arcos, las mismas arquivoltas fuertemente molduradas, las mismas claves en su centro, sólo que, este otro patio, [la celda] parece una miniatura de la Casa del Gigante” (1992:151).
Es interesante este ejemplo de una celda al interior del convento, hecha a semejanza de la casa paterna de la religiosa, posiblemente se recurrió al lenguaje expresivo de la arquitectura, como el vínculo que los mantuviera unidos a pesar de la distancia y el encierro.
En el caso de las celdas de las religiosas michoacanas, tanto del convento de Santa Catalina de Siena de la antigua ciudad de Valladolid, como el de las religiosas de Nuestra Señora de la Salud de la ciudad de Pátzcuaro, se han encontrado documentos manuscritos históricos que testifican la fábrica de las celdas particulares; lo que no se conoce es el contrato de algún arquitecto o constructor que hubiera fabricado uno de estos espacios, puesto que esa acción pudiera dar información al respecto del este tema, tal como sucedió con la Marquesa de Selva Nevada, quien entre otros contrató los servicios profesionales del arquitecto Manuel Tolsá para que edificara una celda en el convento de Regina Coelli.
Por los casos documentados se ve que el impedimento mayor para que una monja tuviera su propia celda era la falta de dinero, pues las que tenían, ya fueran ellas o su familia, edificaron o reedificaron celdas intramuros, lo que les posibilitó una vida con mayores comodidades, y seguramente con estos espacios, además de los servicios de sirvientes y esclavos vivieron mejor que cualquier mujer del “siglo”, tal como lo manifestaba Francisco Antonio Lorenzana.
Por otro lado, en el ejemplo presentado se puede constatar que la lectura detallada del espacio arquitectónico puede develar modos de vida de una sociedad determinada. Asimismo, confrontar la materialidad física de lo que queda en el presente, con fuentes archivísticas y las normas preestablecidas por la orden dominica, permitió entender las particularidades de los modos de vida de la monjas en la Nueva España.




